RESUMEN
La teorización moderna del estado de naturaleza, su narrativa secular, no solo ha sido crucial para el desarrollo de las teorizaciones del Estado moderno; incluso se pueden observar sus derivadas en las formulaciones liberales como la Teoría de la justicia de John Rawls y su posición original dentro de una teoría contractualista. Efectivamente, la teorización contemporánea de las posiciones contractualistas no puede sustraerse de un diálogo con las teorías modernas que van de Locke a Kant. Pero sería un error, propio de la posición deformante de cierta lectura de la modernidad, no preguntarse por la naturaleza teológica de dicha narrativa. Intentaremos rastrear sus raíces medievales, especialmente desde la antropología teológica medieval, haciendo hincapié en la formulación franciscana.
Palabras clave: Estado de naturaleza; estado lapsario; contractualismo; neocontractualismo; pensamiento franciscano; pensamiento franciscano.
ABSTRACT
The modern theorisation of the state of nature, its secular narrative, has not only been crucial for the development of modern theorisations of the modern state, even its derivations can be observed in liberal formulations such as John Rawls’ Theory of Justice and its original position within a contractualist theory. Indeed, the contemporary theorisation of contractualist positions cannot escape a dialogue with modern theories ranging from Locke to Kant. But it would be a mistake, typical of the deforming position of a certain reading of modernity, not to question the theological nature of this narrative. We will try to trace its medieval roots, especially from medieval theological anthropology, with an emphasis on the Franciscan formulation.
Keywords: State of nature; lapsarian state; contractualism; neo-contractualism; Franciscan thought; Duns Scotus.
El estado de naturaleza es un modelo narrativo que aúna ficción y teoría y que ha sido usado en la formulación de la teoría política desde la modernidad. Esta fórmula se ha aplicado de modo significativo en la discusión relativa a las teorías contractualistas. La exposición moderna intenta racionalizar desde la imaginación una hipotética situación anterior a la constitución política que justifica el advenimiento de un compromiso social y político en el que los hombres acuerdan por un pacto, una asociación o un contrato llegar a un tipo de organización que les asegure ciertos derechos consignados como esenciales para garantizar la paz desde la unidad.
El estado de naturaleza al ser una narración ficticia —política y filosófica—, implica, desde los parámetros de la inmanencia histórica, una representación atemporal; es decir, supone la suspensión de la historia política humana para extraer mejor sus mecanismos (Grangé, 2004). Algunos autores (Lessay, 1983) han argumentado, a partir del contexto hobessiano del interés por la traducción histórica como Tucídides, que el relato narrativo no anula la consideración de una historia vivida de modo que el estado de naturaleza corresponde a una realidad permanente del devenir humano, por lo que el estado de naturaleza da sentido a la historia. No negamos la posición historicista de Hobbes, por eso hablamos de una atemporalidad en la inmanencia histórica, pero ello tampoco anula su carácter de relato.
La narración exige la hipótesis de la existencia, a modo de principio, de una condición humana anterior al establecimiento de la sociedad política, tal como expone Thomas Hobbes (1969: II, cap. XXII): «Consideremos, pues, a los hombres en el estado de naturaleza, sin acuerdos ni sujeción mutua, como si de repente hubieran sido creados hombre y mujer» (ibid.: 127). El punto de partida es común a las concepciones del estado de naturaleza de la teoría política de la Edad Moderna. Dicho horizonte especulativo compartido no supone una homogeneidad conceptual, desde su formulación hobbesiana, donde el estado de naturaleza es sinónimo de «condición natural de los hombres» (Hobbes, 2004: cap. XIII 89-93). Si bien la concepción natural de los hombres puede variar según la perspectiva antropológica subyacente —y a expensas de cómo se conceptualice la propia naturaleza—, sin embargo, es común el hecho de que dicho estado de naturaleza no es una realidad, sino, como hemos señalado, una hipótesis de trabajo cuya función es meramente metodológica: el estado de naturaleza permite mostrar la verdadera naturaleza humana una vez que se ha despojado del hombre toda la parafernalia de representaciones que este muestra en su existencia civilizada.
En Hobbes, siguiendo a Spinoza, no existe una naturaleza humana específica, sino que el anhelo del ser humano —su tendencia natural— coincide con la de cualquier ser vivo: la preservación de su ser. Esta tendencia es una fuerza natural mecánica, un ius naturae ajurídico. Se trata de una vis nacida del conatus, de modo que la física mecanicista construye la antropología. Es un derecho natural que coincide con el derecho a la vida, más concretamente, a conservar la vida (1969: I, XIV, §6). La ley natural se presenta como un precepto, una regla general, descubierta por la razón (2004: cap. 13) más que una ley. Definida de esta forma —señala Goyard-Fabre (1994: 44)— «la ley natural es extraña a la ley divina a la que la tradición asimilaba dicha idea». La racionalidad implícita tiene un doble movimiento especulativo. Por una parte, el estado de naturaleza nos lleva a una consideración de la ley. Por otra parte, la concepción racional de la ley, en tanto que precepto, lleva a realizar el experimento mental hobbesiano —pionero en la modernidad— en el que «se debe pensar cuál sería la situación del hombre de no existir poder político y, por ende, derecho positivo» (Isler, 2017: 81).
La referencia a Hobbes tiene pertinencia, no tanto por los fundamentos de su teoría política —que podría discutirse, especialmente, en lo tocante al pesimismo antropológico existente (así, el ser humano en su naturaleza biocultural, entendida en la actualidad, sería, por ejemplo, el responsable de desajustes especialmente en torno al medio ambiente) o a las nuevas versiones del Leviatán (Anchústegui, 2020: 249-254), de manera significativa en tiempos de pandemia (Lázaro, 2020a: 135-149)—, cuanto por su carácter paradigmático que ha alimentado y alimenta constantemente debates teóricos que afectan a la filosofía, la política y el derecho. Su mirada sobre el presente desde la noción de contrato que supone un estado de naturaleza ha sido constantemente recuperada, si bien con tonalidades muy dispares.
Las teorías neocontractualistas no renunciarán a una narrativa ficticia originaria, si bien el horizonte consensual, el de los acuerdos institucionales o las políticas públicas, es el de los Estados democráticos contemporáneos, su tipología ciudadana y sus condiciones políticas. Este punto de partida es distinto al originario de Hobbes, cuya teorización del estado de naturaleza es usada «para mostrar que el hombre no es un animal político, sino un individuo asocial, cuyas pasiones son susceptibles de conducir a una matanza general cuando cada persona ejerce el derecho natural de ser él mismo el juez de lo que es mejor para él. El modelo del estado de la naturaleza también pretende integrar el comportamiento humano en su diversidad» (Sorell, 2006: 462). En el neocontractualismo, la condición originaria parte de los principios de justicia y el consensualismo y, por lo tanto, la discusión se centra en las formas institucionales (políticas, económicas y sociales). De esta forma, el hecho de que un neocontractualista del siglo xx como Rawls no se inscriba en el horizonte teórico de Hobbes, sino en el de Locke, Rousseau y Kant, no implica que no se adopte, en cierta forma, el marco narrativo del estado de naturaleza como elemento retórico y en el sentido que se reconoce en A Theory of Justice: «La teoría de la justicia como equidad, la posición original de la igualdad corresponde al estado de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social» (Rawls, 1971: 12).
Luc Foisneau (2006) ha mostrado cómo el filósofo estadounidense realiza una reconstrucción del estado de naturaleza desde su teorización de la posición original, a partir de la «confrontación de los principios deducidos bajo las condiciones del velo de la ignorancia con la realidad de las pasiones sociales y naturales del hombre», asistiendo «a la victoria de la geometría moral sobre la psicología de las pasiones» (Foisneau, 2006: 460). La posición original no es el estado de naturaleza hobbesiano, pero comparte el hecho de ser una nueva forma narrativa anterior (teóricamente) al constitucionalismo, si bien, construida sobre la base de la realidad democrática que introduce unos principios que exceden la propia naturaleza desnuda del hombre. Efectivamente, con el fin de combatir el utilitarismo, esta posición original, ficticia, imaginada o hipotética, supone que los miembros de la sociedad actuarían como si estuvieran detrás de un «velo de ignorancia», sin conocimiento de su lugar, estatus o clase en la sociedad, ni tan siquiera de sus respectivas capacidades naturales, con el fin de proporcionar una base para la justicia distributiva y la democracia representativa. Esta posición original es, pues, «el equivalente del “estado de naturaleza” en la teoría tradicional del contrato social» (Goyard-Fabre, 1994: 44). En Rawls, como en otros contractualistas del siglo xx, la adhesión del contrato a partir de la situación de estado de naturaleza entraña la aceptación de la capacidad racional humana; es decir, de los agentes participantes en el contrato para captar los principios morales que podríamos haber pensado que son de naturaleza metafísica.
Las teorías contractualistas utilizan, en sus diversas formas y en una pluralidad de fundamentos antropológicos y sociales, una ficción con la que poder salvar la distancia existente entre la realidad que se ha hecho práctica y el ideal que se quiere transmitir y que está encerrado en un horizonte teórico. En este sentido, los contextos de crisis prácticas —como puede ser el colapso de la idea de imperio y el nacimiento de los Estados nación (Angoulvent, 1992) o la caída del muro; es decir, la disolución del comunismo— son propicios para el restablecimiento de las narrativas ficticias, sean las del contractualismo moderno, sean las del neocontractualismo liberal del siglo xx. Según Bussy, la utopía es una «corriente literaria antes que un movimiento social» que intenta sobrepasar la realidad proyectando el ideal en la ficción y que «amplia la brecha entre el ideal y la realidad» (Bussy, 2015: 56, 57). Efectivamente, la utopía es un topos literario de consecuencias sociales y vocación política, toda vez que la obra de Tomás Moro supone la creación de un género literario. En este sentido, la utopía es el fruto literario de una proyección política y anticipada en los textos utópicos italianos transidos de elementos materiales humanistas vertidos formalmente como obras literarias. Esta tensión entre formas literarias y expresiones políticas refleja una lectura politizada expresada de una forma ambigua que ha sido leída por autores enraizados en el materialismo histórico como Ernst Bloch en Geist der Utopie (1918) y Karl Mannheim en Ideologie und Utopie (1929), criticadas por el análisis de Benedetto Croce (1948) en tanto que elementos de realización históricos que unirían utopía y política (Jameson, 2005). Estas interpretaciones favorecen una visión en el que el contexto de formación literaria se impondría a la forma en sí, en la medida en que la utopía supondría la fuerza de la historia. Pero que esta lectura puede ser realizada desde el materialismo histórico no implica que su origen responda a unas categorías intelectuales aún no existentes en el Renacimiento. A diferencia de la literatura utópica, el estado de naturaleza intenta recrear, como estamos señalando, un estado inicial donde se presenta una imagen del hombre liberado de las representaciones e ilusiones. De ahí surge una justificación de la justicia.
Como hemos señalado, en los primeros contractualistas el estado de naturaleza se fundamenta —a partir de la concepción de las ciencias de la naturaleza de su época, el siglo xvii— en la unión de los seres humanos para la preservación y, por lo tanto, la protección de la vida, de modo que este objetivo fundamental constituye la base de las cláusulas contenidas en el contrato social. En los neocontractualistas contemporáneos, el objetivo fundamental de construcción de la narrativa de la justicia es la preservación del equilibrio entre justicia e igualdad, a partir de un estado democrático constituido como horizonte político, inspirado por el positivismo como explicación de la ciencia de su tiempo. De tal forma que si en Hobbes, especialmente, el hombre no es un animal político, incluso asocial en tanto que es puro animal, en el neocontractualismo el hombre es un animal democrático en el sentido del realismo práctico nacido de la constatación empírica. A pesar de las diferencias entre el contractualismo del siglo xvii y xx, que vienen de los distintos modelos de ciencia (mecanicista y positivista) y contextos políticos (la forma de Estado nación del siglo xvii y la forma de desarrollar los estados democráticos de la posguerra de siglo xx), ambas narraciones retóricas y teóricas del estado de naturaleza tienen en común un paradigma filosófico contrametafísico, sea en el primer caso la posición antimetafísica empirista, sea en el segundo la postmetafísica positivista.
En este sentido, cabe también señalar la posición crítica de Jürgen Habermas al concepto de naturaleza de las teorías contractualistas, especialmente de Rawls (Hoyos, 1999). Habermas, explica Laurent Lemasson (2008: 51): «No puede aceptar las implicaciones políticas del estado de naturaleza […]. Quiere poder plantear la cuestión de la justicia, pero sin recurrir al derecho natural para responderla, porque el derecho natural limita la acción del legislador democrático». Para realizar esta crítica, sin embargo, el filósofo alemán parte también de una posición «postmetafísica» en sentido estricto (Habermas, 1988), lo que significa una posición neutral ante las diferentes formas de entender la vida (Habermas, 1992: 83). La crítica a la forma de entender la naturaleza no lleva a la necesidad de situarse en un momento anterior a la constitución de un estado político, si bien tanto en las formas neocontractuales como en la teorización de Habermas es precisa la existencia del fundamento o punto de partida de un estado democrático. De nuevo se evidencia que si Hobbes y el contractualismo clásico ponían en duda la afirmación aristotélica de que el hombre fuera un animal político, las teorías políticas actuales de las que venimos hablando identifican la caracterización del hombre de animal político como «animal democrático». La democracia no es una forma de gobierno, sino el contexto natural de los consensos. No se trata de construir una forma política, sino de ver de qué modo, en base a qué premisas, el hombre gestiona la democracia de forma que esta sea justa. La naturaleza se sustituye por el principio de realidad histórica, de modo que el estado de naturaleza sigue siendo hipotético, pero ya es decididamente una ficción en el tiempo y en la naturaleza postmetafísica; es decir, política. El hombre natural (en la naturaleza política) es el individuo y el ciudadano, y principalmente esto último supone una comunidad política y un Estado constituidos. En definitiva, el velo de ignorancia de Rawls y la comunidad dialogante de la acción comunicativa del discurso ideal de Habermas se asemejan mucho a las formas de narración de construcción de hipótesis de carácter social, donde «lo que se considera valioso de la hipótesis es su coherencia con determinadas creencias socialmente extendidas o con determinadas ideologías vinculadas con el poder político o económico» (Díaz y Moulines, 1997: 90).
Desde esta premisa, Habermas (1981) conceptualiza el derecho desde la institucionalización de las normas. Las reglas de actuación de la comunidad política institucionalizada se convierten en norma de acción moral que tienen como fundamento inmanente las normas procedimentales y los criterios procesales en base a la optimización de la argumentación. En definitiva, anulada la posibilidad de fundamentación metafísica, la norma está atrapada en el discurso semánticamente autoreferencial. Así pues, Habermas sostiene que el derecho en las sociedades modernas funciona y se desarrolla de una manera que debe ser descubierta sociológicamente. En la diferenciación del sistema y del mundo de la vida, el derecho cumple una función central al institucionalizar legalmente el funcionamiento independiente del dinero y del poder en, respectivamente, los sistemas económico y administrativo. Esta función se cumple, más concretamente, en el derecho privado y en el derecho público. La importancia del papel del derecho se demuestra, además, por el hecho de que la autoridad política ha evolucionado históricamente a partir de los cargos judiciales. En un sentido duradero y relevante para las sociedades contemporáneas, la conexión especial entre el derecho y la política se confirma por el hecho de que la legislación es una función política y la autoridad política, como ya argumentó Weber, es jurídico-racional.
Las explicaciones políticas que usan la ficción del estado de naturaleza constituyen, por lo tanto, un espacio narrativo compartido. John Rawls (1971) no oculta el hecho de reutilizar una técnica muy conocida de la práctica social que se define por establecer una situación puramente hipotética. En definitiva, estas teorías clásicas y contemporáneas intentan presentarse como las ficciones más plausibles. Ahora bien, la ficción contractualista, siendo original en Hobbes, no está creada ex novo. Evidentemente, la situación política del siglo xvii es diferente a la anterior, en la medida en que se está forjando el Estado nación moderno, pero, como señala Andrey Grunin (2019), el hecho de que el Estado moderno sea diferente a las organizaciones políticas anteriores no implica que el Estado como forma de organización política no existiera anteriormente ni que este no fuera el resultado de una progresiva formulación, al menos en tanto que concepto analítico: «El estudio del Estado como concepto se manifiesta en el análisis del vocabulario político de la época medieval. El Estado parece ser un concepto construido a partir de representaciones e ideas que cambian constantemente. El vocabulario se convierte en un índice importante de estos cambios cuando las técnicas léxicas parecen ser una solución adecuada para aportar una nueva mirada al discurso político».
En este sentido, Davies ha insistido pertinentemente en el olvido sistemático —«según un discurso dominante» (2005: 17)— de la evolución del concepto de nación, identidad nacional y Estado en el periodo medieval en Europa. La sociedad medieval estaría sujeta al universo de organismos nacionales (en el horizonte de la cristiandad), de forma que «habrían dejado poco espacio para el desarrollo del poder estatal y de las lealtades nacionales» (íd.). Su estudio sobre el caso concreto de Inglaterra en relación con las islas británicas le lleva a afirmar que «los ingleses estaban tan firme y exclusivamente definidos como identidades entre el año 900 y el 1200 que no podían establecer una relación integradora con el resto de las islas británicas si no era a través de una completa aceptación de las normas y prácticas de la etnia inglesa y del poder estatal, tema que ha seguido siendo el leitmotiv de la relación de Inglaterra con el resto de las islas británicas durante el último milenio» (ibid.: 27).
Efectivamente, no solo no parece descabellado hablar de Estado en la Edad Media, sino que en la Baja Edad Media (siglos xiii-xv) se afirma la institución real manifestándose, por una parte, como una institución en relación de independencia con el emperador y el papa (Krynen, 1985) y, por otra parte, como una institución en sí, de forma que la función real sobrepasa la persona física del rey por medio de la Corona como expresión de un Estado afianzado en sus principios y organización de ámbitos administrativos que aseguraran el buen gobierno como son la justicia, el derecho y la fiscalidad.
Más allá de la propia idea de Estado, una mirada al Medievo nos muestra la anticipación conceptual de no pocas discusiones de la teoría política, entre ellas del uso de la ficción. Como apunta Jacob Schmutz (2006: 518):
En este sentido, la filosofía política contemporánea encuentra muchas de las cuestiones planteadas por la filosofía de la época clásica, que se distinguía precisamente por su permanente búsqueda de una división entre ficciones verdaderas y falsas. Todos los críticos del aristotelismo medieval, desde el nominalismo hasta los novatores del Renacimiento, que pretendían cuestionar la providencia divina o las causas finales, buscaban sobre todo desmontarlas como ficciones de la mente humana, e invitaban a tener en cuenta solo las causas eficientes que actúan en el mundo natural.
Pero no solo las discusiones plantean los problemas clásicos de la tradición occidental, sino que estas formas narrativas relativas al nacimiento de la política encuentran en las formulaciones medievales elementos de inspiración e, incluso, de formulación, especialmente importadas de la teología y del modelo nacido de la discusión sobre la forma de vida natural del hombre antes y después del pecado original. Respecto a esta posible y plausible relación, Gonzalo Letelier (2018) ha mostrado con acierto, a partir del estudio de teólogos y juristas del siglo xvi de la escolástica ibérica, las limitaciones subyacentes para una relación lineal entre las formulaciones teológicas del estado de inocencia original y la hipótesis del estado de naturaleza moderno. Pero una cosa es señalar las limitaciones de una identificación que justificaría (teológicamente) las posiciones liberales del contrato social —tesis que compartimos en parte con el autor— y otra diferente no acercarse a una lectura de los fundamentos teológicos del estado de naturaleza y sus consecuencias en el concepto de la ley a partir de ciertas formulaciones teológicas medievales, que son, a su vez, las fuentes de la escolástica ibérica, algo que el propio Letelier (ibid.: 201) concede: «La expresión “estado de naturaleza” ha sido aplicada de modo indistinto al menos a cuatro nudos problemáticos que, si bien presentan algunos aspectos en común con el concepto moderno y efectivamente influyeron en el proceso histórico de su formación, son profundamente diversos entre sí y con respecto de la hipótesis del contractualismo».
En el imaginario de los tópicos del pensamiento se intenta poner una barrera insalvable entre la Edad Moderna y su periodo precedente, la Edad Media. La modernidad tendría plenamente sentido como un periodo que renacería en tanto que una nueva «edad de oro» de la civilización tras la «oscuridad» medieval. Los historiadores seguirían así la crítica iniciada por algunos autores del siglo xvi y que en la época en la que se formula la teorización de «estado de naturaleza» (los siglos xvii y xviii) se realiza de forma más unilateral. Esta afirmación se constituyó en un lugar común y, por lo tanto, en el falso mito de que el mundo moderno se conforma de forma rupturista a partir del Renacimiento y el Humanismo. Las formulaciones historiográficas románticas de Michelet (1855) y Burckhardt (1855) alimentaron este mito (Bullen, 1994), insistiendo en que el Renacimiento había constituido un punto de inflexión histórico, un nuevo comienzo que «obligó a crear una nueva concepción de la Edad Media, que esto agudizó en lugar de mejorar el problema de la dinámica histórica, y que la historia de las ideas se entrelazó inextricablemente en estos debates con una historia de los ideales» (Tollebeek, 2001: 354). Esta mirada se ha visto reforzada por la obra de Hans Blumenberg (1966), donde al intentar establecer la relativa autonomía de la Edad Moderna de su época precedente, acentúa la figura de la secularización y del giro copernicano como espacios (mitológicos) de la modernidad. Con este acercamiento representa, en cierto modo, el proyecto filosófico resultante del mito romántico sobre este periodo y se sitúa en una renovación de la posición empirista, en la medida en que Blumenberg vuelve a un cierto psicologismo de la conciencia caracterizado por un enfoque pragmático de los límites del entendimiento y su insistentica en la «autoafirmación humana». Como señala Antoni Bordoy (2020: 327) hablando del caso de la metafísica:
Las tendencias dominantes en Occidente quisieron ver en la Grecia clásica el origen de lo que eran en los siglos xix y xx, creando con ello un mito de origen: la Edad Media se convirtió en el personaje malvado que encerraba la filosofía en el cristianismo dándole forma de filosofemas; Grecia fue, en cambio, un héroe, que se mitificó unificando a todos los griegos bajo el concepto de unos «griegos» que, en palabras de G. Most (2002), eran en realidad alemanes ataviados con togas.
La historiografía actual —fundamentalmente la de los especialistas en el pensamiento medieval— desconfía y discrepa de esta lectura rupturista, consciente de que al reflexionar el tiempo del Renacimiento y de la Edad Moderna hay que superar la tesis de la continuidad-discontinuidad, para aterrizar en una posición natural donde conviven de forma especial la continuidad, con elementos que podemos definir —superando la expresión «ruptura»— con términos como renovación, diversidad, profundización y, muchas veces, cambio de giro, a partir de los procesos iniciados en la Edad Media, de forma significativa a partir de los siglos xiii y xiv. Es imposible —señala Peter Burke (2000: 19)— que los individuos y los grupos rompan del todo con la cultura en que han sido formados; así, resulta paradójico que toda reforma cultural sea realizada por unos reformadores que provienen de la cultura que desean cambiar. En el caso del Renacimiento no se puede obviar que los cambios que se sucedieron ya venían provocados por los cambios internos, insertos en el propio periodo medieval. En este sentido, son pertinentes las reflexiones de Robert Pasnau (2006) al insistir en la necesidad de superar una lectura uniforme y simplista del pensamiento medieval, subrayando el hecho de la falta de una uniformidad escolástica, como pasa en cualquier movimiento filosófico. Insiste en señalar cómo las preocupaciones filosófico-teológicas medievales serán tomadas como los temas centrales de la era moderna, desarrollándose en una progresión natural del conocimiento, desde la modificación del estilo, que desembocará en la filosofía moderna, que resulta incomprensible sin conocer sus antecedentes escolásticos.
Siguiendo con lo que venimos señalando, resulta muy plausible ver la dinámica del proceso histórico y las herramientas conceptuales que aplican. Ello supone superar la mirada arcaica que surge en los debates sobre la (dis)continuidad histórica entre Edad Media y Edad Moderna, tal como señalara Jacques Le Goff (2014) al subrayar la permanencia de los rasgos medievales en el origen de la modernidad. Partiendo de esta premisa no parece descabellado intentar rastrear dicha permanencia en una teorización tal como el estado de naturaleza.
Ahora bien, tampoco nos podemos engañar. Una cosa es ver los precedentes y otra muy distinta confundirlos. Esta distinción se deja ver en la manera en la que se gestiona la inclusión de lo sobrenatural en la mentalidad occidental. La introducción de lo sobrenatural es una de las características fundamentales que marca el inicio de la Edad Media. Las doctrinas medievales se realizan en torno a una forma de explicar lo natural desde la realidad sobrenatural. Este binomio (natural-sobrenatural) es la clave hermenéutica del pensamiento clásico y de los problemas filosóficos. Ante esta realidad, el ser humano aparece como una realidad natural, creada, en vuelo hacia el encuentro con lo sobrenatural. Natural-sobrenatural tienen la capacidad «de establecer un diálogo (a veces áspero) con un enfoque hermenéutico perspectivista, de orden metafísico, a través de la teología simbólica (el hombre imagen y semejanza de Dios). Se anticipa, en cierto sentido —dotado de profundidad ontológica y metafísica—, la dialéctica entre conceptos e imágenes que fundamentan la discusión contemporánea» (Lázaro, 2018a: 65).
La discusión escolástica de la Baja Edad Media tenderá a equilibrar antropológicamente este binomio desde dos perspectivas que, partiendo de la primacía incuestionable de lo sobrenatural, sin embargo tendrán resultados diversos. Así, unos insistirán en que el ser humano tendrá la capacidad de encuentro con lo sobrenatural. El hombre es, especialmente, imagen y semejanza de Dios de la voluntad divina que lo define (omnipotencia) a partir de una hermenéutica metafísico-simbólica; es decir, filosófica y teológica. Otros, sin negar la teología de la imagen, tomarán en serio el reto aristotélico que encuentra en los aspectos lingüísticos e intelectuales la huella del creador, de modo que se racionaliza y naturaliza lo sobrenatural entablando una línea común (la razón en tanto que entendimiento) con el ser humano: «Todo ello teniendo en cuenta los principios físicos (y metafísicos) básicos desde la reflexión milesia: no es lo mismo el ser que el no-ser y, por lo tanto, lo real no procede de lo no real» (ibid.: 68).
Estamos, pues, lejos de los presupuestos secularizadores de la filosofía moderna que acompañan las formulaciones del estado de naturaleza, donde no se reduce a explicar solo lo natural, eliminando el binomio natural-sobrenatural, sino que se inmanentiza lo sobrenatural, absolutizando realidades naturales de forma impropia en la medida en que se convierten en entes de razón (Suárez). Dios que aparece —no solo teológica, sino filosóficamente— como un ente real que amplía el horizonte especulativo humano, capaz (capax) de abrirse a su misterio, y queda reducido a la forma absoluta de una realidad humana. Un ser humano que, por definición, por su ser natural, no puede ser absoluto. Cualquier absolutización de las realidades naturales solo es posible de forma racional; es decir, creando «entes de razón» (en absoluto existentes en la realidad). El ente de razón política por excelencia es el Estado nacido de la ficción política del estado de naturaleza.
La especulación moderna del estado de naturaleza es una narración política incomprensible sin la teología; es decir, sin el ineludible componente referencial a los conceptos teológicos nacidos de la soteriología (historia salutis), la antropología teológica (la comprensión relativa a la introducción de la historia humana desde el acto del pecado original) y la eclesiología subyacente, elementos que se visualizan en la concepción agustiniana vertida en la Ciudad de Dios y las posiciones que frente a dicha concepción se han ido haciendo a partir de la modernidad. La referencia teológica aparece así, en primer lugar, porque se trata de la secularización de los conceptos teológicos, una especie de teología secular e inmanente de lo natural. En segundo lugar, porque en tanto que intenta ser fundamentalmente una reacción a la mediación teológica, es decir, a los supuestos metafísicos, no puede sino formularse desde los principios teológicos. Efectivamente, incluso desde un punto de vista de contexto político, sea desde el anglicanismo (que tiene como origen una decisión tocante a las consecuencias jurídicas de la sacramentalidad matrimonial), sea desde el calvinismo (que elimina junto al luteranismo cualquier posibilidad de sacramentalidad eclesial), la ruptura del puente metafísico y ontológico posibilitado por la teología católica a través de los sacramentos lleva a la naturalización de la realidad humana y política. Esta naturalización toma tintes lingüísticos en las liturgias de la atalaya política de los privilegiados que determinan lo justo, como en Rawls, que realiza un revival hipotético de las decisiones conciliares magisteriales en la medida que los participantes en el «velo de ignorancia» no dejan de ser un grupo que determina las realidades morales (de fe y costumbres). Aunque aquí, en tanto que la inmanentización de la voluntad libre y de la postura postmetafísica, la rectitud de las normas no tiene como referente «una esfera de verdades morales inmutables y universalmente válidas que, por así decirlo, captaríamos en actitud objetivista; descansa más bien en su capacidad para ser objeto de un consenso logrado por medio de argumentación» (Rodilla, 2006: 25).
A pesar de lo dicho, hablar de un estado de naturaleza como un espacio humano anterior a la constitución política en la Edad Media podría resultar ciertamente anacrónico. A la hora de teorizar si es posible la introducción de un precedente teórico al respecto, debemos fijarnos, al menos, en tres circunstancias concomitantes: si existe o no la posibilidad de un estado previo a la constitución política. Es decir, si existe un relato prepolítico, qué idea existe de naturaleza y cómo se entiende la idea de hombre en un estado natural. Los trataremos en dos tiempos, presentando algunos aspectos tanto (1) del relato prepolítico, como (2) del consenso que constituye el momento político y (3) de la idea de naturaleza y la antropología teológica. De la respuesta del primero podremos establecer los dos siguientes. Ante la riqueza de paradigmas y respuestas medievales haremos hincapié en la posición franciscana que, por una parte, es la menos conocida y, por otra, posiblemente la más influyente, al menos de forma trasversal.
La reflexión franciscana sobre las instituciones políticas tiene diferentes frentes que nacen de la propia concepción de la relación existente entre la forma de pensar (forma mentis) y la forma de vivir (forma vitae) y que influyen en la función normativa de la regla, su inspiración como ley (lex) y su función como norma jurídica (ius), así como en su relación con el mundo (Zorroza y Lázaro, 2016: 42-43). Sin duda, influyen las características especiales de las órdenes mendicantes en relación con las ordenes monásticas (Caby, 2004). No es lo mismo crear un espacio legislativo-normativo cerrado en sí, en los muros del monasterio, creando un minisistema autorreferencial político que, a la vez, domina el contexto social extra muros —de modo que el monasterio constituye en el sostén y principal activo de las instituciones humanas—, que desarrollar la actividad evangelizadora con un sostén conventual en medio de la ciudad, siendo esta, ahora sí, la protagonista de sus instituciones. En el primer caso, la ley monástica y su institución dominan todas las instituciones humanas circundantes, de modo que la regla monástica es una auténtica lex y fuente de ius. En el segundo caso, las instituciones humanas generan un derecho civil y humano práctico (ius), y es allí donde deben navegar los hermanos mendicantes, con la referencia evangélica de su regla como estandarte (lex). De esta forma, es preciso poner la razón, toda entera —entendimiento y voluntad— al servicio de la vida práctica del cristiano, donde el bien prima sobre la verdad, donde es más importante evangelizar la razón que racionalizar la fe. Evangelizar la razón implica en este sentido realizar una hermenéutica de la primacía de Dios, fuente del bien, en vez de identificar el bien (natural) con Dios en un salto analógico (tomismo). Si Dios es la fuente del bien, sus orientaciones evangélicas que procuran el bien del hombre son la fuente de la verdad. Lo sobrenatural ilumina lo natural. De otra forma, tendemos a naturalizar lo sobrenatural. Es preciso, pues, una nueva lógica, un nuevo espacio teórico que permita explicar cómo los consejos evangélicos mejoran al hombre y no cómo hemos de entenderlos. Que la caridad sea la fuente de todo consejo, no supone que este no deba tenerse en cuenta como un bien dado por Dios para el hombre. El caso más significativo es el consejo evangélico de la pobreza.
En torno a esta cuestión se debate la condición humana. Los franciscanos subrayan el carácter viador del ser humano (homo viator). El hombre natural tiene un horizonte sobrenatural, horizonte que es, a su vez, su condición de partida. Que el hombre es viador implica que en cuanto que ser creado es un ser histórico y, a la inversa, las realidades históricas están dentro de este carácter viador, por lo tanto, no pueden ser realidades definitivas, sino estrictamente relativas. Lo que queremos decir es que teológicamente implica que Dios ha creado el hombre. Y lo que ha creado, lo ha creado bien (porque Dios es quien otorga la bondad, las cosas son buenas en Dios que es la fuente del bien). El hombre es, así, bueno por naturaleza. Y es bueno por naturaleza no de forma salvaje, es decir, fuera de una cultura. Es bueno por naturaleza en la cultura divina propia de la ley de Dios, por el hecho precisamente de no ser salvaje.
La naturaleza de la persona es esencialmente libre y esa libertad es fruto de lo bien hecho que está el hombre. Cada ser humano es una realidad única y singular, libre y digna por ello, pero que está abierta a la relación. Por este motivo, el hombre es por naturaleza un ser abierto a la vida social. El hombre es un ser social. Como ser social, cuando ejerce su libertad como suma razón en su actividad práctica las relaciones son de amor, no existe un dominio de nada, ni de nadie sobre nada, ni nadie: «Todo se comparte en común» (Duns Scoti, 2011: Ord IV, d. 15, q. 2, n. 5). El estado de inocencia (status innocentiae), es decir, nuestra íntima naturaleza prelapsa (anterior al pecado original), es el espacio que muestra el estado de naturaleza en tanto que estado de inocencia de la naturaleza creada por Dios. En este sentido, en la discusión del dominio y propiedad (que motiva esta reflexión en los franciscanos) no hay división de la propiedad en este estado. No existen propiedades separadas. Se impone, como una norma racional universal, que el uso común de los bienes es conveniente para todos. Todas las cosas son comunes y están destinadas al uso de todos. No obstante, hablamos de un tiempo pasado, donde la comunidad de bienes aseguraba la convivencia pacífica de los hombres en una sociedad prepolítica. El estado de naturaleza se refiere a una naturaleza temporal y de prioridad constitucional, pero ahistórica. El hombre vive junto a Dios, no tiene que andar peregrinando por la vida, como viador, para volver a encontrarse con él.
Ahora bien, el hombre libre, como tal, puede ejercer mal su libertad. Puede malinterpretar mal el significado de las realidades del jardín (entendimiento) y puede ejercer mal sus elecciones (voluntad). En fin, eso le lleva a distorsionar la norma racional universal. Es decir, puede pecar y, de hecho, así lo hizo. Al pecar, el hombre entra en la historia. Se inicia el carácter peregrino del hombre, su estado concreto —statu iste (De Armellada, 1995)—, su realidad concreta —haecceitas (Buscaroli, 1979)—, la tensión que surge entre su singularidad y su relación personal. El ser humano es una persona que ha de recorrer un camino dotado de una naturaleza lapsa. Las relaciones no están dominadas por el amor (si bien Dios lo ha recordado hasta en el propio misterio de la Encarnación y lo ha dejado marcado en el Evangelio y nos llama a todos a recordar nuestra última referencia como una lex marcada en el corazón humano). La humanidad no se constituye naturalmente como comunidad. Los hombres redefinen así las relaciones comunitarias personales por relaciones de individuos. Se trastoca la posibilidad de una comunidad de bienes y con ellos se ve amenazada la capacidad de satisfacer las necesidades propias, pues las relaciones de bondad comunitaria se sustituyen por relaciones de poder individuales donde aflora la violencia, el dominio y la propiedad (Duns Scoti, 2007: Ord III, d. 37, q. 2, resp. ad. 4).
El hombre histórico, viador, puede encontrar una solución para vivir razonablemente bien en sociedad. Esta solución presupone que organicemos los bienes mediante el reparto de la propiedad; es decir, es preciso gestionar las relaciones de propiedad y dominio entre los seres humanos constituyendo una sociedad que consensue la lógica del poder (ibid.: Ord III, d. 37, q. 2, resp). Esto supone constituir una comunidad política por medio de un derecho normativo creado por los hombres: una ley positiva (ius). No puede ser la ley natural (lex) porque esta viene expresada en la posición prelapsaria, por la que el hombre no tiene dominio ni propiedad sobre las realidades naturales. Tampoco puede ser de ley divina, pues no puede contradecir la ley natural. El franciscanismo realiza una hermenéutica diferenciada de la máxima del Decreto de Graciano (Gratianus, 1879: dist. VIII, can. 1): «Por derecho divino todas las cosas son comunes a todos, mas por derecho de constitución humana esto es mío, aquello es de otro. El derecho divino está en las escrituras divinas, y el derecho humano en las leyes de los reyes»[1].
El hombre es un ser sociable por naturaleza constitutiva, y es un ser político por su naturaleza caída (Todisco, 2004: 257). Pero también es un ser definido por su naturaleza reconstituida por la gracia de Dios. Por ello, puede e incluso debe, si busca la perfección, ir más allá de las leyes de los hombres (leyes positivas que son relativas) y retomar la senda de la ley natural constitutiva. En el caso del dominio y la propiedad, es legítimo separarse de las leyes humanas creadas en la contingencia del pecado para vivir la pobreza evangélica, pues la lex debe imponerse al ius. El ser humano, la persona libre, en cuanto sujeto se impone a la objetividad de la norma. Como señala Parisoli (1999), esto supone realizar la ruta contraria en la concepción clásica del derecho romano, de modo que frente al carácter objetivo del derecho, de la racionalidad universal de la ley, se afirma el derecho subjetivo.
Efectivamente, si la ley positiva es construida por los seres humanos para evitar violencias y problemas, esta debe buscar la justicia. Para ello es preciso un legislador prudente y con autoridad; es decir, legítimo y legitimado. Estas características implican un pacto social o consentimiento común, un consenso que legitime de forma justa el poder político del que emane la ley positiva.
La cuestión que sigue tiene que ver con la forma en que el hombre ha de ponerse de acuerdo en el estadio lapsario. Independientemente de que el hombre sea o no un animal político, aunque de forma más reforzada si no lo es, como en la explicación franciscana, el caso es que tiene que organizarse. Para ello es preciso ponerse de acuerdo. La percepción de la necesidad del acuerdo para la constitución de una organización estatal es más plausible cuando nos encontramos con un Estado débil en términos de constitución —cosa evidente en la Edad Media— que en un momento de conceptualización y vivencia política fuerte —como suceden en la época de Hobbes—. En este sentido, la supervivencia del Estado en el periodo medieval y la garantía de la estabilidad del orden sociopolítico «solo es posible porque los individuos y los grupos tienen a su disposición una serie de procedimientos rituales que les permiten comunicarse y gestionar sus relaciones e incluso sus conflictos» (Moeglin, 2007: 393). El hombre medieval es consciente, por lo tanto, de la necesidad de establecer vínculos de comunicación simbólica y cultural y del valor del ritual político. El hombre medieval no puede no ser social, no puede no organizarse políticamente, es incapaz de escapar a la mediación simbólica.
Junto a la conciencia popular de la necesidad de crear vínculos performativos políticos, y posiblemente en virtud de ello, la realidad institucional se organiza teniendo en cuenta instituciones. De entre ellas destacan los consejos en torno a los diversos aparatos reales de gobierno y administración. La idea de consejo político tiene una tradición, un eco, dentro de la organización eclesial, especialmente en lo concerniente a las deliberaciones conciliares. Ya en la Alta Edad Media se tiene constancia del uso de la deliberación preconciliar, que tenía entre otras funciones asegurar la elaboración de la decisión colectiva (Mathisen, 1989: 117). El debate, la deliberación, el consenso en pos de la verdad (de la fe) es un principio eclesiológico fundamental en la Edad Media: «Quod omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet» (Congar, 1958). La infalibilidad del concilio en materia de fe irá afectando a la discusión sobre la potestas de orden, de jurisdicción y magisterial de forma pionera en el seno de la Iglesia, viviéndose de forma especial en las tensiones conciliaristas del siglo xv y retomadas en la modernidad temprana del siglo xvi (Lázaro, 2020b).
Durante toda la época feudal el consilium está presente en las relaciones de vasallaje, pero a partir del siglo xii amplia su diversidad semántica, tomando la forma del consejo, donde el señor se rodea de especialistas, juristas, que están allí no en nombre de su deber feudal, sino en virtud de sus conocimientos. El consejo está compuesto de sabios y de ilustres (Débax, 2010). Los consejos no solo implican el horizonte semántico de la consulta (consilium), sino también el de la deliberación (deliberatio), anticipándose a la concepción propia de los sistemas representativos del siglo xvii (Sanchez, 2013: 661). Efectivamente, la deliberación es un procedimiento colectivo de toma de decisiones cuyas primeras aplicaciones y teorizaciones significativas datan de la Grecia clásica (Moreau, 1999). Ya Aristóteles, en su Política (1988: 155-156), asocia el buen gobierno con la práctica de la deliberación (boulê) colectiva al señalar que «resulta claro quién es el ciudadano: a quien tiene la posibilidad de participar en la función deliberativa o judicial» (1275b). La deliberación es la fórmula por la cual los ciudadanos eligen las leyes de la ciudad. La democracia pensada por Aristóteles es deliberativa, como deliberativa —en los parámetros de la acción comunicativa y la filosofía del lenguaje contemporáneas— lo son el consenso originario de Jürgen Habermas y John Rawls, inspiradores contemporáneos de la legitimidad democrática de las decisiones políticas en base a la deliberación (Elster, 1998).
Tanto la comprensión del acto de la deliberación como la discusión de una decisión que debe tomarse colectivamente será retomada en la Edad Media de forma significativa con la recuperación del Corpus aristotelicum. Bénédicte Sère (2010) ha puesto de manifiesto cómo la exégesis medieval aristotélica precisó el término griego de boulê, que se presentaba algo oscuro en el Estagirita (Irwin, 1990: 41), traduciéndolo como consilium o deliberatio entendidos en un horizonte común de significado. Osborne (2014: 126) señala cómo en Tomás de Aquino la reflexión o deliberación necesaria en una elección parece requerir algo como el consilium. La deliberación colectiva o comunitaria es usada dentro del ámbito de la teoría política. En este sentido, entendemos que el consejo se conciba a la vez como consulta y deliberación. En este ámbito de decisión política desde la perspectiva psicológica coincidirán franciscanos y dominicos al señalar que, siguiendo a Aristóteles, la deliberatio es una etapa precisa en el curso del acto humano (momento psicológico de la proaíresis), distinta de la elección (electio) y del juicio (judicium practicum o resolutio). Pero los matices, que son muy importantes, serán diversos en virtud del entendimiento metafísico y antropológico de la disposición de la voluntad en el concurso de la realidad.
En Tomás de Aquino (1969: 145), intelectualista, la deliberación precede a la elección (lectio 9, Quod enim consilio). Para Duns Escoto —en contra de la posición de Enrique de Gante—, la voluntad es la cúspide de la razón (práctica) y es prioritaria en el sentido lógico (no temporal). La voluntad nunca actúa como naturaleza, sino como libertad, por lo que la voluntad en cuanto deliberativa es libre, ya que ordena esa deliberación de forma libre y elicita libremente. El sentido de nihil volitum nisi praeintellectum como expresión facultativa del nihil volitum nisi praecognitum es que el acto de voluntad, que no es natural, va precedido de un acto natural de intelección, en el que el intelecto presenta a la voluntad objetos alternativos que se convertirán en fines una vez que la voluntad opta autónomamente por uno u otro. Efectivamente, todos los actos de la voluntad son libres, pero dicha voluntad no es arbitraria, es la culminación de la razón y la causa primera de la realización del acto, siendo el hábito solo una causa cooperadora.
Tomás de Aquino y Duns Escoto coinciden en que la sabiduría moral involucra la cooperación del razonamiento y el deseo, pero para el Sutil «esta cooperación se define enteramente en el ámbito de la praxis y no apela a ninguna tendencia natural de la voluntad como apetito por el bien universal» (Ingham, 1996: 558). Así, Duns Escoto escribe en la Ordinatio (1960: prol, pars 5, q.2, n. 228) que la praxis «a la cual se extiende el conocimiento práctico, consiste en acto de potencia no intelectiva, el cual, por una parte, es naturalmente posterior a la intelección, y, por otra, a fin de que sea recto, es de suyo productible según la intelección que rectamente procede del entendimiento». Continua Escoto señalando (ibid.: prol, pars 5, q.2, n. 230) que la praxis es el acto de voluntad sea elícito o imperado, pues no hay ningún otro acto distinto de la intelección que sea esencialmente posterior a la intelección. Así, no son praxis ni los actos vegetativos ni los sensitivos (ver, oir, imaginar…), ya que no son anteriores de forma natural a la intelección (ibid.: prol, pars 5, q.2, n. 229). El deseo apuntado por Escoto no es el deseo entendido por la modernidad natural e inmanente que parte del paradigma fisicalista, sino es la fruitio o el amor intelectual que tiene como base el conocimiento afectivo bonaventuriano y que será racionalizada posteriormente en la ética spinoziana. Siendo la práxis acto de voluntad, el acto deliberativo en términos de concordia será el de la búsqueda de la voluntad recta, como siglos más tarde recordará el franciscano Alfonso de Castro (1961: 12) al definir la ley humana como la «voluntad recta, de aquel que dirige a un pueblo en su nombre, promulgada de palabra o por escrito, con intención de obligar a los súbditos a obedecerla» (ibid.: lib. I, cap. 1). En este sentido, «la voluntad del pueblo es la expresión del bien común» (Lázaro, 2018b: 473)
A pesar de estas diferencias en lo que respecta a la razón, la deliberación es un procedimiento razonable, algo compatible con la forma de entender la constitución política en los franciscanos y en los tomistas, que forma parte de un proceso individual o colectivo, y que se presenta normativamente dinámico. Desde la esfera práctica, la deliberación forma parte de la constitución de las formas políticas en aras a la suma racionalidad, al encuentro de la verdad práctica. Sea desde la voluntad común o el bien común, la deliberación no renuncia a la estancia moral que fundamenta una auténtica «utilidad común». En este sentido, la práctica política es eminentemente deliberativa y en ello consultiva. Se trata de un acto realmente político que nace de una esfera metafísica y que fundamenta ontológica y moralmente la acción comunicativa, más allá de una forma precisa de organización política. El medievo ha sabido captar la esencia de la ciudadanía, en el sentido de participación plena de la constitución de la organización política en la ciudad del hombre, sin necesidad de reducir los planos de referencia solo al estado natural, tal como efectuará el pensamiento político moderno al secularizar el mundo y fisicalizar la realidad, eliminando cualquier atisbo de profundización ontológica y de proyección referencial metafísica. El pensamiento medieval conjuga la ciudadanía aristotélica, la sociabilidad relacional agustinista y la organización de la justicia ciceroniana de la mano del obispo de Hipona, quien señalara en De civitate Dei (Agustín, 2004) que para que exista una organización de personas —Estado, República…— en torno a unas leyes aceptadas (lex humana) y una comunión de intereses (II, 21), debe existir justicia de la que emerge la ordenada concordia que es el vínculo más seguro de un Estado (ibid.: XIX, 24) y garantiza la paz de los hombres, pues es el deseo de paz el que mueve al hombre en sociedad (ibid.: XIX, 12).
Al inicio habíamos señalado que las teorías contractualistas parten de la posibilidad narrativa de establecer una comparación entre la condición humana existente entre el estado de naturaleza y el estado civil. En esta evolución juega un papel importante la condición antropológica. Hemos visto que estas formas teóricas son esenciales en las teorizaciones teológicas medievales: la condición antropológica esencial da explicación de la naturaleza de las formas políticas y sociales, así como de la ley. Se establece una correlación entre la naturaleza física y la naturaleza política.
La narración del estado de naturaleza implica un entrelazamiento entre la naturaleza humana y la naturaleza política. Esta dupla que es central en la consecución de los efectos del estado de naturaleza y el estado político o civil no es, sin embargo, original de la posición contractualista moderna. No nos referimos ahora a la posición antropológica determinada, sino a la relación existente entre naturaleza humana y política; es decir, a la conciencia de una doble forma natural en el ser humano que tiene consecuencias en su forma de organizarse. De nuevo un concepto moderno hunde sus raíces en la concepción medieval, en este caso, de naturaleza.
Efectivamente, será en la corte alfonsina donde podremos rastrear de forma inequívoca la distinción entre los significados y sentidos de la naturaleza humana. Así, tanto en Platón como en Aristóteles observamos la correlación existente entre la forma de entender la naturaleza humana y la vida política. Pero existe un salto político-jurídico que se opera con Alfonso X el Sabio. No olvidemos que la influencia que ejerció tanto a nivel cultural como jurídico y político traspasa las fronteras, constituyéndose en un epicentro fundamental de la actividad de la Europa cristiana e influyendo tanto en el derecho civil como el canónico y el equilibrio entre ambos (García, 2002). Esta influencia viene determinada, entre otras cosas, por la labor de diferenciación y clarificación conceptual (Lázaro, 2021: 4). Dentro de esta labor podemos señalar la mencionada en Las Siete Partidas —una obra que más que un corpus legal puede entenderse como una Summa theologiae (Vázquez, 1992: 91)— y que recorre la obra alfonsí, entre los términos natura y naturaleza, tal como han señalado de forma pionera los estudios de Georges Martin (1995; 2008) a partir de las palabras de Alfonso X:
Uno de los grandes debdos que los homes pueden haber unos con otros es naturaleza; ca bien como la natura los ayunta por linage, asi la naturaleza los face seer como unos por luengo uso de leal amor. Onde pues que desuso fablamos del debdo que han por natura et por derecho los aforrados con los señores que los aforraron, et de las otras cosas que pertenescen al estado de los homes en general, queremos aqui decir del debdo que han los naturales con aquellos cuyos son por debdo de naturaleza: et mostraremos qué quiere decir naturaleza, et qué departimiento ha entre natura et naturaleza: et quántas maneras son della: et qué debdo han los naturales con aquellos de quien lo son: et como debe seer guardada entre ellos esta naturaleza: et otrosi cómo se puede perder (Alfonso X, 1555: IV partida, fol 60r a).
En la Ley I («Qué quiere decir naturaleza, et qué departamiento ha entre natura et naturaleza») se hace referencia a la la diferencia entre natura y naturaleza.
Natura hace referencia a lo que en el lenguaje escolástico refería la naturaleza, en tanto que esencia y sustancia. Es decir, al estatuto metafísico que afecta la esencia antropológica del hombre: «Natura es una virtud que face seer todas las cosas en aquel estado que Dios las ordenó; et naturaleza es cosa que semeja á la natura, et que ayuda á seer et á mantener todo lo que decende della».
Naturaleza, por su parte, usado en la forma romanceada, hace referencia al estatuto social y político establecidos por las relaciones humanas: «Naturaleza tanto quiere decir como debdo que han los homes unos con otros por alguna derecha razon en se amar et se querer bien».
Natura es el soporte sustancial (metafísico y antropológico) de las relaciones humanas del linaje (naturaleza). Natura, en tanto que refleja el carácter ontológico de la realidad ordenada en el ámbito de lo natural, se manifiesta como natura naturada (naturaleza creada, grafía romanceada de natura naturata). El sujeto en cuanto natura se inserta en el orden natural; así podemos hablar de la naturaleza (inocente, caída o redimida) del hombre. En cualquiera de las circunstancias su naturaleza tiende al bien, pues es imagen y semejanza de Dios que es el bien en cuanto «natura naturador» (naturaleza que crea, grafía romanceada de natura naturans), aunque en el momento histórico del hombre este bien es un referente, pues el hombre es viador, está en camino (Alfonso X, 1945: 26). Alfonso X el Sabio realiza una interpretación neoplatonizante de Aristóteles al hablar de la natura. A partir de la natura del ser humano se organiza la especulación sobre su naturaleza relacional. Alfonso X toma esta correlación entre natura y naturaleza de la dimensión práctica aparecida en los espejos de príncipes, un género que se hace presente en Las Partidas como ha señalado Irina Nanu (2013). Sobre el esquema filosófico-teológico que estudia la naturaleza humana se despliega el estudio de la ética, la política y la moral económica.
En la elaboración de esta distinción desarrollada en el scriptorium alfonsí, encontramos no pocos hermanos franciscanos. Algunos de ellos, como Pedro Gallego o Juan Gil de Zamora, quien fue confesor del rey Alfonso X en la corte toledana, son grandes conocedores de la filosofía natural aristotélica. Este estudio de la naturaleza (natura) «determina, a su vez, la naturaleza de aquellos miembros de la sociedad que detentan la sabiduría y que pueden tener acceso al conocimiento de ciertos mecanismos y formas de proceder de la naturaleza» (Lázaro, 2018c: 137-138). Conocer la natura humana lleva a entender mejor el carácter de sus relaciones sociales (linaje) y político-jurídicas. Estas últimas se construyen y se entienden mejor con base en las primeras. Si las relaciones humanas deben procurar la amistad como virtud ética que fundamente las relaciones humanas (sociales y políticas), pues de ellas nace la justicia y la concordia —y para ello es útil Aristóteles—, esta amistad propia de la naturaleza humana debe fundamentarse en al amor, que es otra cosa, pues «departimiento muy grande ha entre amistad et amor» (Alfonso X, 1555: fol. 72r a). El amor es el fundamento de la amistad que implica amor recíproco. El amor es un impulso que nace del bien que es Dios. Este amor se encuentra de forma sacramental en la natura humana (el hombre como imagen de Dios que es un «bien que se difunde», expresión propia de la primera escuela franciscana y tomada de Dionisio el Areopagita). La practicidad de las relaciones histórico-políticas humanas (naturaleza) tienen como base y fundamento el reflejo de su natura. Como se ha concluido en otros estudios (Lázaro, 2021: 33):
Aristóteles es útil para el pensamiento relativo a la «naturaleza» tanto al nivel de filosofía de la naturaleza como de la filosofía práctica política de los ciudadanos, mientras que se muestra insuficiente a nivel del fundamento metafísico (la suma de quididad y significación) de la «natura», y de los valores que sustentan la vida del ciudadano cristiano. Es decir, Aristóteles es útil para el orden natural (natura naturada-ciudad de los hombres), pero insuficiente para el orden sobrenatural (natura naturador-ciudad de Dios).
El eco de esta distinción parece llegar en un horizonte especulativo ontológico, pero en un similar esquema histórico salvífico en la explicación escotista del estado de naturaleza y el estado político, y sus correlatos jurídicos, donde el derecho natural en el estado de naturaleza original tiene una horizonte especulativo más afín a Platón —incluso en el hecho de la comunidad de bienes—, mientras que el en terreno del derecho positivo del estado político propio de la naturaleza caída, prevalece el contexto de explicación político de Aristóteles —incluso en el reconocimiento de la propiedad privada— (Boulnois, 2015: 314-315). La natura instituta (prelapsa) es un referente para la natura destituta (lapsa), conscientes de que esa referencia solo puede ser alcanzada desde la natura restituta (postlapsa), y para ello, mientras tanto (status iste), hemos de orientar nuestra naturaleza y organizar nuestra patria terrena, con el referente teológico-moral de la patria celeste, único refugio de nuestra realidad concreta entrada en los límites de la historia y en la esperanza de la historia salutis. En fin, la forma de entender la natura tiene su reflejo en la naturaleza humana, en la forma de organizar y entender el estado político.
Hemos intentado mostrar, aunque sea brevemente, cómo el pensamiento de tradición teológica medieval, especialmente desde el horizonte franciscano, ya había formulado algunos elementos que son sustanciales a la hora de crear la narración de explicación del origen político que supone la teoría del estado de naturaleza que atraviesa la modernidad. No queremos decir que sean iguales, pues no lo son. Pero sí queremos señalar que dichas formulaciones son lecturas seculares que —curiosamente o no— tienen un precedente incuestionable en el periodo medieval.
Esto supone, en primer lugar, tener en cuenta que la historia del pensamiento no conoce saltos en el vacío, aunque permite giros cualitativos y ello se traduce en que las formas narrativas relativas al origen de los sistemas políticos conocen en el modelo teológico medieval expresado en la teología prelapsaria y lapsaria unos precedentes de estilo narrativo, con una diferencia: mientras que las formulaciones del contrato social hacen eco de una teorización en un tiempo histórico imaginario que justifica una formulación política, las narraciones teológicas relativas al estado del hombre prelapsario parten de una realidad que es en sí natural, si bien bajo una formulación teológica. En este sentido, las formulaciones teológicas precedentes a las narraciones de la modernidad no preformulan ni proyectan una modalidad política, sino que dan explicación de la necesidad histórica de la construcción política, insistiendo en la referencia ética del sistema político. Estos enunciados teológicos no son estrictamente unívocos. Existen diferencias entre las propuestas dominicas y franciscanas, por citar un ejemplo paradigmático. Y estas distinciones tonales nacidas de la antropología teológica y de la soteriología (historia de la salvación) tendrán un reflejo también en las diferentes formas secularizadas del contrato social de la modernidad y la contemporaneidad.
Así pues, la continuidad no disruptiva de la historia del pensamiento favorece los análisis de las obras iniciales del contractualismo moderno y ayudan a comprender los meandros de la especulación contemporánea. A partir de ahí podemos realizar análisis como los planteados por Ionut Untea (2020), por poner un ejemplo reciente, en los que intenta mostrar la influencia del modelo agustiniano de Dios creador y las controversias teológicas entre el intelectualismo y el voluntarismo en la formulación de Hobbes de su propia visión antropológica de la ley natural y civil y del derecho. Juzgar si el análisis está bien o mal hecho es ahora irrelevante. Lo que desearía subrayar es la pertinencia metodológica de esta aproximación.
El análisis de las raíces teológicas de las formulaciones narrativas modernas relativas al fundamento de las formas políticas implica una apertura a la continuidad de la especulación y explica mejor las formas disruptivas modernas en la medida en que exponen mejor el interlocutor de dichas formulaciones.
Efectivamente, no pretendemos señalar la equivalencia entre las formulaciones contractualistas y neocontractualistas, sino la validez moderna y contemporánea de la narración subyacente del estado de naturaleza y cómo este relato tiene un origen previo, teológico, desarrollado en el pensamiento medieval. Cuando Johan Rawls defiende su título de Bachelor con su trabajo A brief inquiry into the meaning of sing and faith: An interpretation based on the concept of community (2009) en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, escrito con una perspectiva presbiteriana, está asentando las bases teológico-religiosas de su teoría de la justicia que nos ayudan a entender cómo la posición original nos permite ver el mundo social y nuestro lugar en él, sub specie aeternitatis (Rawls, 1971: 514), señalando, como escribe Thomas Nagel, que «la religión y las convicciones religiosas son también temas importantes en la filosofía política de Rawls» (Ralws, 2009: 5).
Hemos señalado algunos rasgos previos en las formulaciones medievales del estado de naturaleza. En la propia exposición se han podido ver las diferencias conceptuales de una óptica realizada desde el ideal trascendente en el medievo y otra óptica en el que se han secularizado los conceptos, reduciéndolos en su forma materialista y simplificándolos. Una secularización teológica que ha abortado una forma de desarrollo contractual que podida haber matizado otras formas de modernidad, haciendo realidad el hecho de que el tiempo y el espacio son la materialización (en sentido aristotélico) de los futuros contingentes que anticipara Escoto y actualizase siglos más tarde Leibniz.
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