Escribía Tom Nairn en el año 1975 que la teoría nacionalista representa el mayor fracaso histórico del marxismo. Un tanto exagerada o no, su afirmación ilustra a la perfección las dificultades que tradicionalmente ha tenido el marxismo para encajar dentro de un corpus teórico netamente economicista las reivindicaciones de las diferentes naciones sin Estado. Así, no es de extrañar que en un ya clásico estudio sobre el tema, Michael Löwy y Georges Haupt, ante la multitud de posiciones teóricas contrapuestas, optaran por hablar de «los marxistas [no el marxismo] y la cuestión nacional». Así como tampoco puede sorprendernos leer la afirmación de un Benedict Anderson, para el que el nacionalismo no habría sido sino una «anomalía incómoda» para la teoría marxista.
Con ánimo de aportar nuevos enfoques a un debate central como es este, Heriberto Cairo y Eduardo Sánchez Iglesias nos presentan en Marxismo, nación y territorio una serie de textos que, como ellos mismos apuntan desde la introducción a la obra, tratan de invertir la tradicional tendencia eurocéntrica al orientar su interés hacia aquellos territorios que constituyen los márgenes del sistema (pueblos originarios y colonias internas), para posteriormente interrogar a la teoría marxista acerca sus posibilidades como herramienta teórica y práctica a escala global. En este recorrido cobra especial importancia el caso de España como lugar en el que se dirime la cuestión nacional entre varias identidades nacionales en disputa; unas de ellas pertenecientes a territorios centrales, como la catalana o la vasca, y otros periféricos, como la gallega o la andaluza, a la formación capitalista española.
Estructurado en diez capítulos, el primero de ellos lo dedica Jaime Pastor a hacer un repaso histórico de las principales contribuciones de aquellos marxistas interesados por la cuestión nacional: desde los propios Marx y Engels hasta los más actuales Quijano y Laclau, destacando especialmente las aportaciones de Bauer (en el campo histórico-cultural), Lenin (en el político-estratégico) y Connolly (por su articulación entre la cuestión nacional y la social en un pueblo oprimido y colonizado) como aquellas que, a escala global, mejor han resistido el paso del tiempo. Completa esta puesta en contexto, que funciona a modo de pilar sobre el que se sostiene el resto de la obra, el reconocimiento de las aportaciones hechas a este debate por dos figuras fundamentales de la izquierda comunista en España: Joaquín Maurín y Andreu Nin. Apoyándose en ellos, y en oposición al sentir hegemónico de la izquierda española, sus argumentos llevan al autor a concluir su capítulo en defensa del derecho de autodeterminación como condición indispensable para alcanzar una solución democrática a todo conflicto nacional; esto es, sin hacer distinción entre aquellos pueblos que se ven sometidos a una condición colonial y aquellos que no, como hace efectivamente la teoría del agua salada (p. 49).
Esta visión acerca de a la relación entre la izquierda española y la cuestión nacional se complementa con un segundo capítulo en el que Eduardo Sánchez traslada la controversia existente a las propias páginas del libro. En contraste con la postura de Pastor, Sánchez Iglesias se alinea con un Díaz Alonso, que reivindica el papel del PCE como el partido que más ha contribuido a «proponer soluciones a las diversas problemáticas nacionales abiertas, así como a pensar y defender un nuevo modelo de patriotismo plurinacional» (p. 54), si bien es cierto que esta afirmación es matizada al reconocer las «necesidades prácticas de carácter político» que condicionaron tales soluciones (p. 56). Integradas pero no asumidas, o asumidas pero coartadas por el contexto, se abre un primer debate en torno a la explicación de una práctica política que, o bien se ha movido en una «ambigüedad calculada», como diría Pastor, o bien simplemente ha antepuesto la cuestión de clase a las reivindicaciones nacionales. Las experiencias de la Segunda República, la Transición y, más recientemente, del referéndum de autodeterminación en Cataluña, serían muestra de ello.
Con todo, las limitaciones impuestas a una praxis política abierta a las demandas de las naciones sin Estado no son, ni mucho menos, patrimonio exclusivo del Estado español. Como ejemplo de convivencia multinacional bajo un mismo poder político, la existencia del Imperio austrohúngaro no se podría entender sin el pragmatismo de unas elites políticas entre las cuales los representantes del llamado austromarxismo tendrían un papel destacado. Como Walter Baier se ocupa de reivindicar, este pragmatismo habría tenido éxito, por una parte, por su capacidad para instalarse en un punto intermedio entre el socialismo reformista y el revolucionario, y por la otra —la más interesante para nosotros—, por su concepción constructivista de la nación, entendida como un «proceso de devenir» determinado por las condiciones existenciales de los diferentes grupos sociales (p. 84). En este sentido, Baier destaca la aportación de un Otto Bauer que habría ejercido como referente para que el marxismo más ortodoxo y tradicional superara el dogma de la clase trabajadora como sujeto histórico compacto y homogéneo y comenzara a asumir la importancia del contexto, de la dimensión espacial del capitalismo (esencial para en la comprensión de las condiciones de opresión específicas a las que se ven sometidas las clases subalternas en distintos lugares del sistema capitalista, así como sus distintos imaginarios y repertorios de protesta). A este respecto, resulta, cuando menos, curiosa la acostumbrada ceguera de un método de análisis materialista como es el marxista hacia la importancia del territorio como elemento fundamental a la hora de tratar de comprender los mecanismos de explotación operantes en el conjunto del sistema.
El reconocimiento de la dimensión espacial en autores como Bauer ha permitido al marxismo adecuar un análisis que nace en el centro del sistema-mundo, con el sesgo eurocéntrico que esto conlleva, a su periferia. De tal forma, comienzan a revelarse formas de opresión alternativas a las propias de la dialéctica entre capital y trabajo, objeto de estudio prioritario del pensamiento marxista. Como muestran María Lois y Silvya de Alarcón a través del caso boliviano, América Latina, en el seno de la periferia del sistema, ha constituido el epicentro de un «marxismo creativo» que ha logrado adaptar el potente aparato teórico-metodológico de esta corriente teórica a un contexto como el colonial, en el que la dominación en función de características como la etnia o la clase se entrecruzan hasta formar parte de un todo indisoluble.
Así, y de la mano de grandes nombres del marxismo peruano como Carlos Mariátegui, y boliviano como René Zavaleta o Fausto Reinaga, Lois y De Alarcón narran la aparición del indio no como simple clase campesina, sino como sujeto político por sí mismo (p. 96). La palabra clave en este proceso es la «contextualidad», elemento que permite recrear la lucha por la emancipación desde un cuadro de coordenadas propio, en el que, como sostiene Zavaleta, es el colonialismo el elemento sobre el que se articula toda la historia del país. En este sentido, el movimiento boliviano por la emancipación ha logrado articular la doctrina marxista con una praxis de liberación propia, el katarismo, que parte de la contradicción t’ara/q’ara (indio/blanco mestizo) para denunciar las condiciones de opresión sufridas por el pueblo indio (p. 100). El marxismo-katarismo, organizado sobre una base comunitaria-sindical que trata de sustituir a las formas de poder territoriales del Estado, se configura así como un movimiento que, disputando su legitimidad, pone en cuestión tanto al Estado como a la propia idea de nación que lo vertebra.
En contraste con lo sucedido en Bolivia, donde la revolución teórica tuvo su amanecer a principios de siglo, Preciado Coronado y Uc nos presentan un caso como el mexicano, en el que tanto el pensamiento como la praxis revolucionaria no lograrían desprenderse de los sesgos más europeos del marxismo hasta una época mucho más reciente. En cualquier caso, la cocción lenta del marxismo creativo mexicano ha producido una de las alternativas teóricas y —lo que es más importante— políticas más importantes hasta el momento. Gracias a las contribuciones de grandes pensadores como Rodolfo Stavenhagen, Héctor Díaz Polanco o Pablo González Casanova, el marxismo mexicano logró integrar con sumo acierto una perspectiva que atendiera tanto a la explotación de clase como a la étnica-nacional como fundamento de una práctica revolucionaria exitosa: la búsqueda de la autonomía en clave no estatal a través de instituciones propias, «autonomías de facto» —en palabras de (Araceli Burguete)—, como es el caso de los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno.
A parte del estudio de las periferias más tradicionales, la inclusión de la perspectiva espacial en el análisis marxista reconoce una nueva categoría especialmente interesante como es la de periferia próxima al centro del sistema. Esto es, aquel territorio que, pese a formar parte del centro del sistema-mundo, ocupa una posición periférica —subordinada— con respecto al propio centro. En este sentido, Galicia es —o ha sido, pues este es otro debate que se traslada a las páginas del libro— una de esas periferias próximas al núcleo del sistema. Sin lugar a duda, la voz más autorizada en defensa de esta postura es la de un Xosé Manuel Beiras que, a poco tiempo de cumplirse el quincuagésimo aniversario de su imprescindible O atraso económico de Galicia (1972), en el que denuncia su condición de colonia interna del Estado español, ejerce como como juez propio al examinar la vigencia de sus mismas tesis a la luz de las transformaciones que ha vivido la sociedad gallega en las últimas décadas.
Bajo su punto de vista, la Galicia de hoy no se correspondería con el paisaje dibujado en aquel texto en dos elementos relacionados entre sí: el propio atraso económico, superado al poco tiempo de haber sido escrito; y la relación dual entre una sociedad rural (económicamente precapitalista, gallegohablante y de rasgos culturales autóctonos muy marcados), que es mayoritaria, y otra urbana y minoritaria (capitalista y que reniega de la lengua y la cultura gallega). En cualquier caso, estos cambios, a decir del autor, no impedirían la persistencia de un importante sector precapitalista cuya articulación específica con el modo de producción dominante —ahora capitalista— permitiría seguir hablando de «una economía, e incluso una formación social gallega» que se mantendría bajo una situación de subdesarrollo y dependencia colonial. Sin citarlo, parece clara en este punto la influencia de un Poulantzas para quien la existencia de una formación social no estaría tan determinada por el predominio de un modo de producción u otro como por su articulación concreta de sus diversos niveles o instancias. De ahí que Beiras proclamara, ya en los años ochenta y a las puertas de la entrada en la Unión Europea, la transición del atraso al expolio de Galicia. La destrucción del sector primario y el medio rural, la extraversión de recursos energéticos y flujos financieros o los éxodos de población serían, aun hoy día, sus manifestaciones más evidentes. Todo ello bajo el amparo de un Gobierno autonómico, «correa de transmisión» de los intereses de un Estado español que, en la fase actual, se convertiría «en una especie de “protectorado” de la UE», que reduce a Galicia a «una colonia interior de un protectorado de un conglomerado de Estados satélites de la metrópolis del sistema-mundo»; es decir, en «una colonia en tercer o cuarto grado» (p. 154-155).
Más allá de lo estrictamente material, el estudio de la dimensión más narrativa de la nación ha cobrado una importancia esencial en los estudios sobre el nacionalismo en las últimas décadas. Desde este punto de vista, la visión de una Galicia periférica contrasta con la de un Rubén Lois que, interesado por la relación entre discurso y territorio, se alinea con una serie de autores críticos (Murado, Fernández Prieto, Fernández Leiceaga) con la petrificación del relato del atraso en forma de «mito». Así, si bien este sería un retrato acertado en el momento en que fue propuesto, las transformaciones de las últimas décadas (integración europea y relación con Portugal, caída de la población agraria a cifras que rondan el 6 %, industrialización, consolidación de una posición privilegiada en el comercio marítimo) chocarían con un imaginario que, a decir de Lois, ha contribuido a consolidar el complejo de Galicia como «nación débil», cuya pasividad y mansedumbre desalentarían la elaboración de un proyecto político con capacidad movilizadora. Lo más sugestivo de una apertura a la dimensión discursiva de la cuestión nacional como la que Lois propone radica en la posibilidad de acercarnos a una perspectiva de la identidad nacional que relacione la estructura (la base económica de la sociedad) con el elemento de interiorización subjetiva del imaginario nacional; una relación de carácter dialéctico, en la que la segunda no es determinada directamente por la primera, y dinámico, que contrasta con las visiones esencialistas de la nación.
Abandonando ya Galicia —de forma literal, pues la excluye de su análisis de la cuestión nacional en España (no así con Euskadi o Cataluña)— esta es la línea que parece tomar un Fernández Steinko (pp. 178-205) que parte de la contingencia de las identidades nacionales para contraponer una distinción en favor de los mecanismos identitarios (modernos) asociados al demos sobre aquellos otros (tradicionales y prepolíticos) ligados al ethnos. En cualquier caso, una distinción problemática por su tendencia de reproducir la dicotomía entre nacionalismo cívico y cultural, ampliamente criticada por autores como Maiz, por obviar el hecho de que la identidad fundamentada en el demos parte de una posición no neutra: el nacionalismo de un Estado consolidado, construido a partir de la hegemonía alcanzada por un grupo étnico sobre otros en un territorio determinado. Más radicales en contra de cualquier proyecto nacional (o nacional-popular) son las amplias preguntas que orienta Carlos Prieto a criticar la «renacionalización de la política» como parte de la estrategia neoliberal para neutralizar los intereses de las «clases trabajadoras y pobres». Aun a costa de «resolver» la cuestión nacional eliminándola de la ecuación emancipatoria (al concebirla como mera negación del concepto de clase), las respuestas de Prieto sortean las contradicciones en que cae Fernández Steinko al abogar por una «ontología comunista» que no entiende de naciones y que no es enunciada desde la posición privilegiada de un Estado nacional en particular.
A modo de conclusión, remata Heriberto Cairo recordando la creciente importancia que ha cobrado la geografía política para la teoría marxista. Así, si bien en un principio el marxismo clásico «había ignorado la dimensión espacial de las relaciones económicas y políticas» (p. 243), no ocurre lo mismo en las últimas décadas, en las que empieza a ser consciente de la importancia que cobra el espacio material como producto y a la vez continente de aquellos órganos y flujos que forman parte del sistema circulatorio capitalista. Y es que, dentro de la estructura centro-periferia que el propio modo de acumulación capitalista genera, defiende Cairo que desde una postura marxista la geografía política debería ejercer como guía para realizar una distinción entre la legítima demanda al derecho de autodeterminación de aquellas naciones dependientes por su posición periférica dentro del sistema-mundo y aquellas ricas y centrales, cuya independencia podría repercutir de manera negativa al empobrecer a las clases trabajadoras de sus territorios adyacentes (p. 265). Todo ello lleva a Cairo a cerrar la obra —paradójicamente— abriendo la puerta a la pregunta —posiblemente— más esencial de todas las que se incluyen en ella: ¿es una estrategia progresista buscar soluciones (nacionales) del siglo xix a problemas del siglo xxi? (p. 266). O, por el contrario, ¿ha llegado el momento de abogar por una gobernanza que él mismo define como «más reticular y horizontal que territorial y vertical»? (p. 261-262).
En definitiva, el conjunto de los textos tiene la virtud de aportar un interesante mapeo de los debates que existen en el seno del marxismo en torno a la cuestión nacional y territorial. Si bien es cierto que el análisis ofrece una rica perspectiva de su evolución en la dimensión temporal, también lo es que se observan algunas carencias en lo que debería ser uno de sus fuertes: la territorial. Posiblemente limitada por su razón de ser (la recopilación de ponencias de un curso específico), la obra no acaba de gozar de una coherencia que le permita funcionar como un atlas más completo acerca de la cuestión nacional. Así, la profundidad que muestra en estudios de caso como el gallego, el boliviano o el mexicano, contrasta con ausencias importantes en otros lugares del mundo. Por ejemplo, y sin ir más lejos, los casos vasco o catalán.
En cualquier caso, tal hecho no invalida la utilidad de toda una serie de claves prácticas acerca de cómo han aterrizado esos debates en los movimientos emancipatorios de distintos puntos del sistema-mundo capitalista. No por casualidad, uno de los factores comunes en todo proyecto político que haya alcanzado una posición hegemónica es su capacidad para adaptar sus ideales en discursos y prácticas plenamente situados; es decir, conscientes del lugar que ocupan dentro de un espacio-tiempo concreto. Aportaciones como esta a la teoría marxista son esenciales de cara a desmitificar los ideales y elementos de un sistema que, como el propio sistema en sí, no es eterno e inmutable, sino la respuesta de la modernidad a las necesidades de un momento dado. Unas necesidades que, hoy en día, parecen comenzar a cuestionarse.