RESUMEN
La idea de sacrificio, como injerencia legítima en la esfera de otro individuo con el propósito de obtener un bien mayor a su costa, es una vieja conocida del derecho civil, del derecho administrativo y del derecho penal. En el ámbito del derecho constitucional esta noción no ha tenido, sin embargo, un desarrollo técnico preciso, a pesar de que existen abundantes supuestos de injerencia sacrificial en derechos fundamentales. El presente artículo pretende ubicar correctamente el sacrificio de derechos en el marco de la teoría de las restricciones de los derechos fundamentales. Esa tarea puede contribuir, en mi opinión, a perfilar, desde un punto de vista pragmático, el significado de algunas de las categorías esenciales de la dogmática de los derechos fundamentales.
Palabras clave: Dignidad humana; restricciones de los derechos fundamentales; sacrificio; contenido esencial; indemnización.
ABSTRACT
The idea of sacrifice, as legitimate interference in the sphere of another individual for the purpose of obtaining a greater good at his expense, is an old acquaintance of civil law, administrative law and criminal law. In the field of Constitutional Law, however, this notion has not had a precise technical development, despite the fact that there are many cases of sacrificial interference in fundamental rights. This article aims to correctly situate the sacrifice of rights within the framework of the theory of restrictions on fundamental rights. This task can contribute, in my opinion, to outline, from a pragmatic point of view, the meaning of some of the essential categories of the dogmatics of fundamental rights.
Keywords: Human dignity; restrictions on fundamental rights; sacrifice; essential content; compensation.
La noción de restricción sacrificial de los derechos fundamentales es la plasmación técnica, dentro de la dogmática constitucional, de un concepto más amplio, el de sacrificio de derechos. El concepto de sacrificio es, sin embargo, extraño al glosario técnico habitual de los constitucionalistas. Parece una noción más propia de otras disciplinas sectoriales:
i)En la doctrina civil española se habla de responsabilidad civil por sacrificio para designar un amplio espectro de casos en los que el daño es consecuencia de un comportamiento perfectamente lícito y existe, pese a ello, un deber de indemnización. El resarcimiento no puede explicarse, en esos supuestos, desde la cláusula general del art. 1902 del Código Civil, que exige la infracción de deber de conducta (culpa en sentido lato). El deber de indemnización deriva del beneficio que el dañante obtiene coactivamente a costa de los bienes del dañado. De ahí que la indemnización pueda quedar a cargo de un tercero (el beneficiario) distinto del dañante. Aquellos civilistas que siguen concibiendo el instituto resarcitorio en términos culpabilísticos prefieren referirse a estos supuestos con la denominación de daños cuasiexpropiatorios, como si se tratase de una suerte de extensión, para los particulares, de la ratio característica de la expropiación forzosa y no tanto de un supuesto de responsabilidad civil stricto sensu (Pantaleón Prieto, 1994: 247-248).
ii)En la doctrina de derecho administrativo se maneja ampliamente la categoría dogmática del sacrificio especial. Este concepto está ligado a la teoría alemana de la indemnización. En Alemania, la responsabilidad civil extracontractual se reserva, tradicionalmente, a los daños estrictamente delictuales, esto es, a los que son consumados a través de comportamientos ilícitos. La Administración que realiza una actividad contraria a derecho pierde su imperium y debe indemnizar civilmente al administrado, que no tiene la obligación de soportar los daños que se le causan sin título legítimo. La responsabilidad civil de la Administración pública, concebida en términos delictuales, no puede explicar, sin embargo, el pago de una indemnización cuando los daños proceden de una actuación pública legítima. Se argumenta entonces lo siguiente: si la Administración puede convertir los bienes de los ciudadanos en dinero para apropiarse de ellos por razones de utilidad pública o interés social, también puede utilizar esos bienes, por las mismas razones justificativas, sin llegar a apropiárselos. Basta que en esos casos convierta en dinero los menoscabos que genera a sus titulares. El administrado está, por tanto, obligado a soportar los daños derivados de este tipo de actuaciones administrativas cuasiexpropiatorias, pero se le otorga una indemnización por efecto del principio de igualdad de los ciudadanos ante las cargas públicas, que repudia «la idea de un “sacrificio especial sin indemnización”» (Garrido Falla, 2006: 319-321).
iii)Al amparo del art. 20.5.º del Código Penal (que alude significativamente a la inexistencia de una «obligación de sacrificarse») quedan exentos de responsabilidad criminal, en determinadas circunstancias, quienes cometen actos tipificados como delito contra todo tipo de bienes, incluidos la vida, la integridad física o la libertad de las personas. La razón de la exención es que tales actos reportan, como resultado, un bien mayor. Al desbordar esta regulación el ámbito del derecho de propiedad, nadie habla aquí de actos de agresión cuasiexpropiatorios. Tampoco parece que el fundamento de esta regulación, que exime de responsabilidad criminal pero mantiene la obligación civil de resarcimiento (art. 118 CP), pueda encontrarse en el principio de igualdad ante las cargas públicas.
Los ejemplos indicados (también los que desbordan el ámbito estricto del derecho de propiedad) presentan, en todo caso, analogías evidentes entre sí: una actuación coactiva que de ordinario constituye una agresión contra un derecho individual es autorizada por la ley por razón de la utilidad que reporta; se reconoce, no obstante, el derecho del perjudicado a percibir una indemnización. La analogía de estos supuestos con el instituto expropiatorio no obedece a que estemos ante formas atípicas de expropiación forzosa. Nuestra evocación automática de la expropiación se debe, más bien, a que es el supuesto prototípico (estandarizado e institucionalizado en una práctica secular del poder público) de un instituto más amplio: el sacrificio de derechos. Dicho instituto desborda, en mucho, el ámbito de la expropiación, pues algunos sacrificios del derecho de propiedad no requieren el cambio de la titularidad del bien dañado (abarcan supuestos muy heterogéneos de injerencia en la propiedad que han sido estudiados con especial atención por la doctrina norteamericana bajo el nombre de takings) y otros trascienden completamente el ámbito de la propiedad privada.
Manifestaciones fenoménicas de sacrificio de derechos las encontramos, en realidad, en todo tipo de titularidades subjetivas. Incluso los derechos fundamentales más importantes del catálogo constitucional, como se verá enseguida, pueden ser excepcionalmente sacrificados. Parece lógico pensar que la teoría general de los derechos fundamentales tiene algo que decir al respecto. No obstante, en el ámbito disciplinar del derecho constitucional la noción de sacrificio está poco desarrollada. Se utiliza, a lo sumo, como sinónimo (laxo) de restricción, sin mayores pretensiones técnicas (ex multis, recientemente, SSTC 172/2020, de 19 de noviembre, FJ 6, y 29/2021, de 15 de febrero, FJ 5). Solo la STC 85/2019, de 19 de junio, ha empleado el término con un significado más preciso, en alusión a cierta modalidad de injerencia que puede ser acotada por la presencia de algunas notas características.
El propósito de esta exposición es doble. Persigo, en primer lugar, una finalidad de índole descriptiva: individualizar las notas privativas de la restricción de un derecho fundamental de tipo sacrificial. Mi segundo propósito es presentar las bases de un modelo general de tratamiento jurídico de las restricciones sacrificiales de los derechos fundamentales. Entiendo que la mejor manera de encaminarnos a ambos objetivos es recurrir a algunos ejemplos de actualidad que nos mostrarán, mejor que cualquier definición, la incidencia que la idea de sacrificio tiene en la teoría general de los derechos fundamentales.
La sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 15 de febrero de 2006 examina los arts. 13 a 15 de la Ley de Seguridad Aérea, de 11 de enero de 2005 —aprobada no solo a raíz de los acontecimientos ocurridos en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, sino también como consecuencia de un incidente ocurrido en Fráncfort el 5 de enero de 2003—[1]. El Tribunal Constitucional federal declara los referidos preceptos inconstitucionales (también declara su nulidad, aunque por razones competenciales) al considerarlos incompatibles con el derecho a la vida en relación con la garantía de dignidad de la persona. No obstante, la inconstitucionalidad solo se declara en la medida en que la regulación citada ampara la decisión estatal de matar (a través del derribo del avión) a sujetos inocentes, esto es, a sujetos distintos de los secuestradores. Con ello, el Tribunal de Karlsruhe distingue dos hipótesis diferentes:
i)Para el Bundesverfassungsgericht, el acto de matar únicamente a los terroristas que pretenden utilizar el avión como arma kamikaze es equiparable al supuesto típico de disparo salvador realizado por un policía en legítima defensa de tercero (esto es, a la acción por medio de la cual un agente policía, al disparar a un delincuente, evita que este mate a un individuo inocente). El derribo del avión que solo provoca la muerte de los terroristas (por ejemplo, cuando estos se han apoderado de una aeronave sin tripulación ni pasajeros) constituye, por tanto, una injerencia legítima en el derecho a la vida, ya que son los propios terroristas los que, a través de una decisión libremente adoptada, provocan la actuación defensiva del Estado.
ii)Se descarta, en cambio, en la resolución citada que el poder público pueda provocar lícitamente la muerte de la tripulación o de pasajeros inocentes —que han sido secuestrados por los terroristas—. Esa decisión estatal de poner fin a algunas vidas para salvar otras convierte a las personas sacrificadas en mero objeto o medio de la actuación estatal. El poder público deja de tratarlas como dueñas de sus vidas y las cosifica. Resulta, por ello, constitucionalmente inadmisible, según concluyen los magistrados, que el Estado mate a un inocente incluso en una situación desesperada en la que la persona afectada acabará muriendo igualmente. Se considera que el derecho a la vida no resulta ponderable. El acto de matar instrumentalmente es siempre ilegítimo, incluso cuando se priva al afectado de un lapso mínimo de vida (el que media entre la muerte provocada por el Estado y la que será causada, a buen seguro, por los terroristas minutos más tarde).
El Tribunal Constitucional alemán nos ofrece, con ello, un ejemplo paradigmático de distinción entre una restricción policial o protectora de un derecho fundamental (ni más ni menos que el derecho a la vida) y una restricción sacrificial o social de ese mismo derecho. Al afrontar el supuesto específicamente sacrificial adopta, además, una posición radicalmente personalista: considera que está prohibido de modo incondicionado el sacrificio de la vida de un inocente para obtener un bien mayor. Si el Estado mata al inocente (aunque sea con el fin de salvar la vida de otros) no le trata de acuerdo con su dignidad de persona. Esta exige, según la feliz expresión kantiana, que todo ser humano sea considerado como un fin en sí mismo y no como mero objeto, medio o instrumento de fines ajenos. La persona debe conservar hasta el último momento la condición de dueño de su vida. Una ley que autoriza actos de injerencia sacrificial en el ámbito de este derecho fundamental resulta, por ello, inconstitucional.
La solución alemana parece loable en abstracto. Nada menos humanista que disponer de la vida ajena para obtener un beneficio instrumental. Surgen, sin embargo, interrogantes inmediatos: ¿qué debe hacer entonces la autoridad pública competente en la situación límite en la que peligra un número considerable de vidas o en los supuestos en que la acción terrorista puede llegar a generar resultados catastróficos para la vida y la salud de la población (Sánchez Dafauce, 2014: 7-8)? ¿Puede limitarse a adoptar una posición pasiva, como cuestión de principios, mostrándose indiferente al resultado final? ¿Se valora adecuadamente (desde esa perspectiva puramente principialista) que el poder público debe elegir, en última instancia, no entre unas vidas y otras (poniendo unas por encima de otras), sino entre unas vidas humanas y, además, otras? ¿Puede ignorarse que la decisión de no instrumentalizar a quienes, de todos modos, van a morir supone no impedir la muerte de otros seres humanos, igualmente inocentes, que no tendrían por qué perder la vida? ¿Cumple la autoridad su deber de proteger a estos últimos cuando se somete resignadamente al plan de los terroristas? ¿No pone en peligro, además, vidas futuras al incentivar, con esa solución, que se utilicen «escudos humanos» en acciones criminales? (Doménech Pascual, 2006: 423-424).
Si, tras la anulación de la Ley de Seguridad Aérea, llega a producirse el derribo de un avión con inocentes a bordo, los jueces alemanes habrán de resolver acerca de la eventual responsabilidad criminal contraída, a título individual, por la autoridad que hubiese adoptado esa difícil decisión. Pero esta sería, a juicio del Tribunal Constitucional alemán, una cuestión estrictamente penal. El acto realizado por el poder público seguiría siendo, en todo caso, ilícito, por más que, en aplicación de las reglas del derecho penal, pudiera no resultar puntualmente punible. La imponderabilidad del derecho a la vida queda, pues, predeterminada en el ámbito del derecho constitucional, que no admite, según la resolución indicada, otra solución. Esta queda, sin embargo, reservada para la injerencia que podemos calificar de instrumental o sacrificial.
Quizá sea conveniente complementar el caso alemán con una breve referencia a la regulación en vigor en España. Aquí carecemos, ciertamente, de un pronunciamiento de nuestro Tribunal Constitucional sobre la materia. Contamos, sin embargo, con una regulación que se caracteriza por su marcada ambigüedad. Puede decirse incluso que es una mezcla de eufemismos y sobreentendidos. Obliga prácticamente a deducir el presupuesto y el alcance de la injerencia estatal en el derecho a la vida, esto es, en un ámbito en el que toda deducción resulta particularmente problemática desde el punto de vista de la calidad de la ley (esto es, en el que es especialmente exigible la predeterminación del supuesto de hecho de la restricción y de las consecuencias que lleva consigo).
Vayamos primero al eufemismo. El art. 16 de la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la defensa nacional, está dedicado a los «tipos de operaciones» que pueden desarrollar las Fuerzas Armadas para satisfacer finalidades públicas legítimas, entre las que se encuentran «las actuaciones en situaciones de crisis y, en su caso, de respuesta a la agresión». El derribo de aeronaves civiles aparece como respuesta a una agresión terrorista específicamente contemplada en la letra d) del precepto. Este autoriza «[l]a respuesta militar [la cursiva es mía] contra agresiones que se realicen utilizando aeronaves con fines terroristas que pongan en peligro la vida de la población y sus intereses». Añade que, a estos efectos, «el Gobierno designará la Autoridad Nacional Responsable y las Fuerzas Armadas establecerán los procedimientos operativos pertinentes».
Se alude, pues, a una respuesta militar cuyo contenido queda completamente indefinido. La única intervención normativa ulterior que el precepto parece asumir como necesaria es la designación de la «Autoridad Nacional Responsable». El contenido de la respuesta militar se configura como mera cuestión operativa o técnica, a dilucidar en los protocolos operacionales de las Fuerzas Armadas. La incertidumbre abierta por esta regulación es considerable: la respuesta militar ¿incluye la posibilidad de derribar aeronaves?; ¿también cuando esto implica la muerte de personas inocentes (tripulación y pasajeros secuestrados)? Si es así, ¿cuándo hay que considerar procedente esa solución extrema?; ¿qué grado de riesgo habilita esa respuesta militar contra civiles inocentes?; ¿qué medidas previas se contemplan como alternativas para asegurar que el derribo de la aeronave sea el último recurso? Todo queda en el aire en la regulación legal.
Podría interpretarse que el concepto de respuesta militar lleva implícita la autorización de una actuación puramente defensiva, que no habilita para causar la muerte de inocentes. No parece, sin embargo, que esa sea la interpretación seguida por los que están llamados a aplicar el precepto. En efecto, la posibilidad de derribar aviones civiles con pasajeros inocentes parece, en la actualidad, un sobreentendido, pues la «respuesta militar» del art. 16 de la Ley Orgánica de Defensa Nacional viene determinada, en la práctica operacional de las Fuerzas Armadas, por el llamado proyecto, protocolo o procedimiento renegade de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Así, mediante acuerdo del Consejo de Ministros, el Gobierno español designa la autoridad (que recibe el nombre de autoridad renegade) competente para decidir si procede esa respuesta militar. Los ejercicios militares publicitados por las propias Fuerzas Armadas siguen abiertamente los protocolos de la OTAN, que parecen ser, por tanto, los que llenan la remisión del art. 16.d) de la Ley Orgánica de Defensa Nacional a los «procedimientos operativos pertinentes»[2]. De acuerdo con el referido protocolo, el derribo del avión civil, con la muerte de las personas que se encuentren a bordo, es una respuesta militar posible en situaciones extremas (Sánchez Dafauce, 2014: 20-22).
Sigue en el aire, no obstante, la misma pregunta: ¿está realmente habilitada por la ley la autoridad renegade española, actualmente la ministra de Defensa, para derribar una aeronave civil con la finalidad de salvar un número mayor de vidas incluso cuando esa acción supone la muerte segura de tripulantes o pasajeros inocentes que se encuentran secuestrados? ¿No sería necesaria una cobertura legal más precisa, que permitiera, entre otras cosas, un debate social e, incluso, un pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre la viabilidad y los requisitos exigibles para semejante restricción instrumental del derecho a la vida? ¿Es razonable relegar todo el debate (político, social y jurídico) a un juicio, realizado a posteriori desde los cánones del derecho penal, acerca de la correcta aplicación de la eximente de estado de necesidad?
La pandemia de la covid-19 ha puesto de actualidad otro supuesto sacrificial relevante que implica la injerencia coactiva del poder público en el ámbito de autodeterminación protegido por un derecho fundamental: una posible campaña de vacunación forzosa. La Ley del Parlamento de Galicia 8/2021, de 25 de febrero, dio una nueva redacción al art. 38.2 de la Ley de Salud de Galicia (Ley 8/2008, de 10 de julio). El aludido precepto pasó a contemplar, como medida preventiva que podía llegar a adoptarse con la finalidad de controlar la propagación de enfermedades transmisibles, el «sometimiento a medidas profilácticas de prevención de la enfermedad, incluida la vacunación e inmunización, con información, en todo caso, de los posibles riesgos relacionados con la adopción o no adopción de estas medidas» —letra b), medida 5.ª—. También se introdujo un nuevo art. 41 bis para sancionar administrativamente la negativa injustificada a someterse a medidas de prevención consistentes en la vacunación o inmunización, de acuerdo con lo prescrito en la ley y con la finalidad de prevenir y controlar una «enfermedad infectocontagiosa transmisible».
Desde una perspectiva constitucional puede considerarse que estamos ante una clara restricción del derecho fundamental a la integridad física[3]. Cualquier persona puede negarse lícitamente a recibir una vacuna, disponiendo así de su cuerpo y de su salud según su propia ponderación de riesgos. Una persona puede tomar la decisión de rechazar la introducción de un elemento extraño en su cuerpo, especialmente si puede sufrir efectos secundarios. Puede preferir protegerse de cierto mal (el efecto secundario, conocido o no, de la vacuna) y asumir el riesgo de contraer un mal distinto (infectarse de una enfermedad). Si se la obliga a vacunarse es, en realidad, por razones de salud pública, esto es, para controlar o prevenir una epidemia. El que es vacunado contra su voluntad ve coactivamente restringido su derecho a la integridad física por razones de interés general. El poder público le impide ejercer su facultad de autodeterminación individual, no le deja ser dueño de su cuerpo (como en el caso del avión derribado no se deja a los pasajeros ser dueños de su propia vida) porque hay intereses que trascienden el ámbito protegido por la norma de derecho fundamental. Si ese individuo desarrolla, como efecto secundario adverso, una grave enfermedad, estaremos ante una consecuencia sacrificial de la injerencia coactivamente verificada por el poder público.
El problema de la vacunación obligatoria no ha sido abordado jurisprudencialmente (salvo algunos pronunciamientos fundamentalmente relativos a menores de edad)[4]. La ley gallega fue impugnada ante el Tribunal Constitucional y el precepto que introdujo la potestad de sometimiento a vacunación fue suspendido por aplicación del art. 161.2 CE[5]. El Gobierno acabó, sin embargo, desistiendo del recurso de inconstitucionalidad tras pactar la modificación de la mencionada ley, de modo que la obligatoriedad de la vacunación ha sido rectificada por una nueva disposición adicional (segunda) de la ley gallega 8/2008 (introducida por el art. 34 de la ley 18/2021, de 27 de diciembre, del Parlamento de Galicia). No obstante, el Tribunal Supremo español sí ha resuelto un caso similar: las campañas de vacunación promovidas por la Administración en las que no se obliga a la población a vacunarse, pero se reduce la información de riesgos. Se excluye, en concreto, la referencia expresa a efectos adversos muy graves, aunque poco frecuentes, para facilitar la prestación del consentimiento.
De esta cuestión se ocupa, en concreto, la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo (sección 4.ª) de 9 de octubre de 2012. En el caso planteado, el recurrente, de 37 años de edad, había desarrollado el síndrome de Guillain-Barré como consecuencia de haberse sometido a la vacunación antigripal en la campaña de 2002-2003, «lo que [según señala la resolución] le supuso el padecimiento de tetraparesia flácida y un grado de disminución funcional del 85 %» El recurrente no había sido informado de ese riesgo. Según la pericial practicada, se trataba de una secuela «rara», pero no «muy rara o excepcional por ser su frecuencia de 1-9 casos por cada 10 000 pacientes».
La sentencia no es excesivamente clara en cuanto a su ratio decidendi —es una de esas resoluciones de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo escritas en el críptico y casi místico idioma de la responsabilidad objetiva de la Administración pública, basado en conceptos que han adquirido, en la práctica jurisprudencial, un significado muy alejado del que tuvieron en su origen—. No obstante, en el momento decisivo, aflora en ella la lógica restrictiva de derechos fundamentales, basada en la especial relevancia de la utilidad pública perseguida.
Para el Tribunal Supremo, las campañas generales de vacunación «persiguen objetivos no solo particulares sino también generales de salud pública, para la disminución de la incidencia o la erradicación de enfermedades que, como la gripe, puede ser una enfermedad muy grave cuando se extiende a una población numerosa, con complicaciones también muy graves y fuerte absentismo laboral». También afirma, y esto es lo más importante, que «una información excesiva de los riesgos de la vacunación sería un factor disuasorio a la adhesión de la campaña cuyo éxito requiere de la máxima cobertura de la población por la vacuna», factores estos que, según dice el Tribunal Supremo, «justifican que los perjuicios de la programación anual, previsibles y conocidos por el estado de la ciencia en el momento de implantación de esta política de salud pública, sean soportados por toda la sociedad, porque así lo impone el principio de solidaridad y socialización de riesgos, con el fin de lograr un mejor reparto de beneficios y cargas». Se ha de proceder, así, a la «justa distribución de los muchos beneficios y los aleatorios perjuicios que dimanan de la programación de las campañas de vacunación dirigidas a toda la población».
Vemos aquí que la solución adoptada por el Tribunal Supremo español —eventualmente trasladable a hipotéticas campañas de vacunación forzosa en contextos epidémicos graves— difiere de la seguida, en el caso anterior, por el Tribunal Constitucional alemán. En este supuesto sí se admite que el interesado deje de ser el dueño de su integridad física y su salud y, para evitar que pueda autodeterminar plenamente su comportamiento de un modo perjudicial para los intereses colectivos, se le proporciona una información incompleta. La solución del Tribunal Supremo es la siguiente: hay razones poderosas para convertir al individuo afectado en medio al servicio de fines superiores, para no dejarle autodeterminarse de una manera absolutamente libre. Sin embargo, de verificarse consecuencias dañosas, estas han de ser distribuidas equitativamente entre todos los beneficiarios (la sociedad en su conjunto), lo que se consigue mediante el pago de la correspondiente indemnización.
Estamos, pues, ante una solución moderadamente personalista. Se admite la primacía puntual del interés público (en virtud de un juicio ponderativo que acredita la importancia de los bienes jurídicos en juego), pero se salvaguarda, en la medida de lo posible, la consideración del afectado como fin en sí mismo intentando distribuir equitativamente el coste de su sacrificio entre todo el colectivo social.
Me parece pertinente un último ejemplo, también de actualidad, que es precisamente el que ha servido para introducir en nuestra práctica jurídico-constitucional la noción de «sacrificio de derechos» en su sentido estricto o técnico.
La STC 85/2019, de 19 de junio, ha examinado recientemente el sistema de indemnización por prisión provisional contenido en el art. 294.1 LOPJ. La resolución acaba declarando inconstitucionales y nulos algunos de sus incisos (en cuanto estos limitaban el alcance de la indemnización de un modo incompatible, según dice el Tribunal, con los arts. 14 CE y 24.2 CE). De la resolución indicada se desprende que el individuo que resulta declarado inocente y que ha sufrido previamente prisión provisional ha visto sacrificada su libertad por razón del bien común, esto es, para asegurar la efectividad de un sistema de justicia penal que, sin la prisión preventiva, sería disfuncional y daría lugar a un grado de delincuencia inasumible. En la prisión provisional, la restricción del derecho fundamental a la libertad opera antes de que el afectado pueda ser identificado, con las debidas garantías, como el autor de delito (esto es, como agresor contra el que se puede actuar coactivamente de modo legítimo). Se asume, con ello, el riesgo de que sea, finalmente, declarado inocente.
No se puede ignorar, sin embargo, que el análisis que el Tribunal Constitucional realiza del problema sacrificial en la STC 85/2019 es de pura legalidad ordinaria. Para el Tribunal, si el legislador establece una indemnización de los daños sacrificiales no puede introducir en ella diferencias no justificadas entre individuos absueltos, pues ello compromete el derecho a la igualdad (art. 14 CE) en la medida en que el fundamento de la indemnización, basado en la idea de un sacrificio de la libertad, no varía por la razón de la absolución. También se vería lesionado el derecho a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE), pues no pueden establecerse diferencias de grado entre los absueltos, a raíz de la propia sentencia penal, sin generar una ilegítima sospecha de culpabilidad sobre los que no son indemnizados. En un momento dado, la resolución llega a afirmar categóricamente que el deber de indemnizar no resulta directamente de la Constitución. Piénsese en que el art. 121 CE establece un sistema de responsabilidad patrimonial de la Administración de justicia basado en la culpa (error judicial y funcionamiento anormal) en el que no tendría cabida la indemnización de este funcionamiento normal, ya que el juez que acuerda la prisión aplica correctamente los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
La negación en la STC 85/2019 de un derecho a la indemnización derivable de la Constitución debe, probablemente, ponerse en cuarentena en cuanto el Tribunal renuncia, desde el principio, a afrontar el problema desde el punto de vista realmente decisivo: el derecho a la libertad del art. 17 CE[6]. No obstante, si se toma al pie de la letra esta afirmación se llega a una conclusión, a mi juicio, inquietante: cabría un régimen legal donde este tipo de sacrificio de la libertad no tendría por qué ser indemnizado. Y esto incluso en los supuestos en los que, una vez celebrado el juicio oral, queda absolutamente claro que el afectado no cometió ningún delito (esto es, queda claro que al dañado en modo alguno puede considerársele causa de su propio mal).
Esto equivale, a mi modo de ver, a la completa funcionalización de la libertad sacrificada, esto es, al entendimiento de que el derecho fundamental a la libertad encuentra un límite constitucional (interno, lógico o inmanente, según el nomen iuris que se prefiera) en la utilidad social. Cuando la privación de libertad atiende fines sociales relevantes, puede ser, por tanto, impuesta sin mayores exigencias, esto es, sin hacer ninguna diferenciación de los casos en los que el afectado cometió realmente el delito (y, como agresor, provocó su propio mal, igual que el secuestrador del avión) y aquellos en que no cometió delito alguno (en los que, como los pasajeros o tripulantes del avión, se ha visto sacrificado para alcanzar un bien mayor). No habría ninguna exigencia constitucional de distribución equitativa de los daños generados, que no tendrían por qué ser repercutidos en los beneficiarios (la sociedad en su conjunto, que disfruta de una mayor seguridad gracias al sistema procesal penal de prisión preventiva).
Esta tercera solución, que admite la instrumentalización del individuo y no trata de corregirla, puede calificarse de funcionalista, pues, de acuerdo con ella, el derecho afectado tiene su límite originario en una utilidad social con un peso mayor. El derecho queda delimitado de antemano de acuerdo con su función social. Esta es la solución que propone, de hecho, Peter Häberle (2003: 30-31) para resolver el caso de la vacunación obligatoria. Se trata, para el maestro alemán, de un supuesto prototípico de límite «inmanente» o «conforme a la esencia», esto es, de límite que nace, originaria e internamente, de la propia configuración constitucional de un ámbito de autodeterminación individual que está implícitamente limitado por el juego de otros bienes jurídicos relevantes, también los de carácter colectivo o social. El Estado, a través de la vacunación, actúa, según explica Häberle, no solo por razón del interés general, sino también en beneficio de la persona afectada, a la que, a través de este límite inmanente, enseña el modo jurídicamente correcto de ejercer su libertad.
Desde esta óptica, el que sufre la prisión provisional pese a ser inocente (igual que el que sufre efectos secundarios derivados de la imposición forzosa de una vacuna) no habría visto, en definitiva, restringido su derecho porque este se encuentra siempre delimitado por el juego de otros bienes jurídicos de rango constitucional.
Los ejemplos aludidos nos sirven para delimitar el concepto de restricción sacrificial de un derecho fundamental. Estamos, en primer lugar, ante una restricción en la medida en que, en los tres casos citados, la autoridad competente (militar, sanitaria o judicial) alza, al amparo de una norma con rango de ley, una barrera de protección originariamente incluida en el ámbito de un de derecho fundamental, concretamente la prohibición dirigida a los poderes públicos de cometer actos de agresión (esto es, de injerencia coactiva) contra la vida, contra la integridad física o contra la libertad de movimientos. El rasgo distintivo de lo sacrificial está en la razón por la que se alza esa barrera protectora, que no es la de impedir, castigar o resarcir el comportamiento ilícito del individuo afectado. Se trata, antes bien, de aprovechar la utilidad que el acto de injerencia puede reportar al interés colectivo, al bien común, identificado, en los tres ejemplos que han sido expuestos, con la evitación de un número mayor de muertes, la contención de una epidemia o la prevención de la comisión de nuevos delitos. Actuar coactivamente en la esfera de un individuo inocente permite obtener un bien mayor desde un punto de vista global.
Es evidente, y la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 15 de febrero de 2006 lo pone de manifiesto de un modo especialmente claro, que esta modalidad de restricción de los derechos fundamentales tiene una relación particularmente conflictiva con la idea de dignidad humana, esto es, con la dignidad de persona que, conforme al art. 10.1 CE, está en la raíz de la titularidad de derechos fundamentales. La dignidad implica, sobre todo, la prohibición de tratar a un ser humano como mera utilidad, esto es, como cosa, medio o instrumento. La restricción sacrificial supone, sin embargo, la utilización de un ser humano para obtener un bien mayor desde el punto de vista global. No se le deja ser dueño de un ámbito vital de libre desarrollo de la personalidad porque existe un interés público superior que debe ser preservado.
Se puede decir, con razón, que los casos de la vacunación forzosa y los de prisión provisional seguida de absolución presentan diferencias cualitativas frente al supuesto, más impactante, del sacrificio de la vida humana. Hay, en primer lugar, diferencias evidentes ligadas a la importancia del sacrificio consumado. Pero hay, sobre todo, diferencias en el modo en que se materializa la instrumentalización. En el caso renegade la decisión sacrificial es directa. La autoridad competente realiza, conscientemente, un acto que consiste, pura y llanamente, en matar a un inocente. En cambio, ni el juez que acuerda la prisión ni el sanitario que administra la vacuna actúan con conocimiento o intención de sacrificar el derecho de un inocente. El juez confía en su pronóstico de culpabilidad. El sanitario piensa que la regularidad estadística —que hace del efecto secundario una rara excepción— se verificará en cada nueva vacuna que administre. Estos supuestos de sacrificio puramente hipotético resultan moralmente más digeribles, como una especie de ordalía que, por desgracia, solo unos pocos no logran superar.
No obstante, el legislador que establece el régimen legal de vacunación obligatoria o el régimen de prisión provisional —como el que prevé la respuesta militar a los supuestos de aeronaves kamikaze— no puede ignorar que toma una decisión plenamente sacrificial: autorizar normativamente ambas instituciones (vacunación forzosa y prisión preventiva), pese a que una evidencia estadística enseña que algunos inocentes irán a prisión y que algunos pacientes sufrirán secuelas indeseadas derivadas de la vacuna. Elige el mal menor desde el punto de vista global a sabiendas de que supondrá un grave mal para unos pocos. Se asume, en definitiva, en razón del bien mayor reportado a la población en general, la necesidad de injerencia puntual en la vida, en la integridad física o en la libertad de algunos inocentes.
Los tres casos utilizados como ejemplo nos proporcionan, con su diverso tratamiento jurisprudencial, tres modelos distintos para la solución de los casos de restricción sacrificial de derechos fundamentales. Siguiendo una propuesta de clasificación de Gustav Radbruch (1959: 70-80) puede decirse que:
i)La solución del Tribunal Constitucional alemán al problema de las restricciones sacrificiales de la vida responde a una perspectiva radicalmente personalista. No cabe utilizar una vida humana para salvar otras vidas. Un acto de agresión contra la vida humana solo está justificado si tiene una finalidad protectora. No cabe la restricción de tipo sacrificial. Es admisible, en cambio, la restricción policial o protectora —esto es, la que solo acaba con la vida de los agresores— si se cumple con un juicio de proporcionalidad.
ii)La solución del Tribunal Supremo español en relación con las campañas de vacunación con información limitada responde, en cambio, a una perspectiva moderadamente personalista. Se admite la ponderación como pauta de injerencia en el derecho fundamental. Pero, junto con el juicio general de proporcionalidad —común a cualquier restricción de un derecho fundamental—, la naturaleza sacrificial del caso —en el que el afectado es convertido en mera utilidad o medio de los fines colectivos— obliga, además, a indemnizar las consecuencias dañosas, distribuyéndolas equitativamente entre todos los beneficiarios (la población en general).
iii)La concepción del Tribunal Constitucional español de la prisión provisional seguida de absolución —si, finalmente, persevera en el peligroso axioma según el cual cabría un régimen legal sin indemnización— es una solución puramente transpersonalista o funcionalista. Se considera que la utilidad pública permite convertir al individuo inocente (que ve sacrificada su libertad) en mero medio o utilidad de los demás. Y ello sin necesidad, siquiera, de distribuir equitativamente las consecuencias dañosas que, en beneficio común, se han causado al sacrificado, al que se ha privado del dominio de su vida, de su integridad física o de su libertad, pese a que no había realizado ningún acto de agresión que motivase que la coacción del Estado se dirigiese en su contra.
Las tres soluciones jurisprudenciales se corresponden, asimismo, con los tres modelos históricos que han servido para afrontar el problema sacrificial. La explicación de estos modelos sería ahora sumamente prolija. Pueden sintetizarse, sin embargo, acudiendo a tres concepciones clásicas del contrato social que parten, en última instancia, de la filosofía nominalista escolástica. Dos de ellas (que podemos llamar personalistas) comparten un mismo presupuesto metafísico: el concepto de persona y la consiguiente prohibición de instrumentalización (concepciones i y iii desarrolladas a continuación). Discrepan solo en la configuración de esa prohibición como regla absoluta (que no admite excepción) o relativa (que admite excepciones si se cumplen determinadas condiciones). La otra prescinde de todo presupuesto metafísico, en particular de la dignidad de persona, y, con ello, admite que el poder público puede, en todo momento, instrumentalizar a los ciudadanos si es conveniente por razones de interés general (concepción ii desarrollada a continuación). Así:
i)John Locke e Inmanuel Kant representan un modelo radicalmente personalista. John Locke da la solución más extrema: el contrato social prohíbe todo acto contrario al derecho natural, pues no tiene más finalidad que protegerlo. En el estado de naturaleza la única coacción legítima (por derecho natural) es la protectora, de modo que unos individuos no pueden utilizar coactivamente a otros como herramientas de sus fines. La sociedad civil, creada por los individuos, se limita a recibir estos poderes defensivos. Un poder sacrificial equivaldría, en opinión de Locke, a convertir a las personas en objetos (instrumentos) del poder, negando su naturaleza trascendente. Kant llega a la misma conclusión desde otros postulados teóricos (el puro ejercicio de la razón a priori a partir de la dignidad de persona), que coinciden, no obstante, en la centralidad de la prohibición de instrumentalización y el rechazo de toda coacción instrumentalizadora. Esta línea intelectual establece, por tanto, un paralelismo entre legítima defensa y coacción pública protectora y concibe el poder público como un puro Estado de policía que solo interviene legítimamente en la esfera de derechos de los individuos cuando pretende impedir, castigar o resarcir agresiones.
ii)El nominalismo puro de Thomas Hobbes postula, en cambio, un contrato social sin límites metafísicos previos, esto es, como pura alienación del individuo a efectos de conseguir la paz y la seguridad. Los derechos son construidos por el soberano de acuerdo con una perspectiva global. Esto conduce, en última instancia, a una concepción funcionalista de los derechos, que entiende que estos solo alcanzan, originariamente y por concepto, la medida de autodeterminación individual que es compatible con el interés general determinado por el soberano. La concepción de Thomas Hobbes de la libertad religiosa es paradigmática. Nadie puede impedir a un individuo pensar, en su fuero interno, del modo que prefiera, pero el Estado no solo puede sino que debe prohibir la libertad de cultos e imponer una religión oficial porque, de otro modo, la unidad del cuerpo social se disgregaría y se generaría una lucha de facciones que pondría en peligro la unidad, la paz y la seguridad. No es que el Estado restrinja manifestaciones originarias del derecho a la libertad religiosa, sino que tal derecho no existe porque se opone al interés general.
iii)El genial jurista español Fernando Vázquez de Menchaca representa, en cambio, un camino intermedio con su modelo personalista moderado. Parte de la igualdad metafísica de todos los seres humanos (derivada del concepto de persona). Considera, sin embargo, que el contrato social admite la injerencia sacrificial en los derechos siempre que el poder público utilice un método que preserve la igual dignidad de todos. Esto se consigue, en su opinión, del siguiente modo: (i) mediante un juicio ponderativo que asegura que la agresión al derecho natural (esto es, al poder natural de disposición que los individuos tienen sobre su propia esfera de bienes) se orienta realmente a la satisfacción del bien común y (ii) mediante un juicio adjudicativo que supone la distribución equitativa de los daños causados al individuo sacrificado. La prohibición de instrumentalización sigue siendo, por tanto, fundamento ético último del orden jurídico. No obstante, no se trata de una prohibición absoluta. Admite excepciones debidamente justificadas, en un contexto dado, y exige, en todo caso, la restitución de la posición originaria de libertad del individuo afectado a través de la indemnización.
La posición sobre el sacrificio de derechos es, como acaba de apuntarse, un elemento que separa estructuralmente a las principales concepciones modernas sobre el contrato social. La identificación del «sacrificio» como categoría dogmática central del Derecho constitucional puede ser, en la actualidad, una oportunidad para replantear metodológicamente la teoría general de los derechos fundamentales y, en particular, para depurar la subteoría de las restricciones. Prentendo apuntar en lo que resta de este trabajo, de modo necesariamente esquemático, cuáles son los principales efectos que, para ese marco teórico general, derivan de la asunción de una perspectiva moderadamente personalista. Dicha perspectiva me parece la más correcta para abordar el problema del sacrificio de derechos o, al menos, considero que es la que mejor se corresponde con las bases de nuestro actual modelo constitucional.
El constitucionalismo posterior a la II Guerra Mundial, en el que se enmarca (tardíamente) la propia Constitución española de 1978, supone, en cierto modo, la recuperación de los viejos postulados personalistas sobre el contrato social. Se conciben los derechos fundamentales como derechos originarios orientados al libre desarrollo de la personalidad. Se instrumenta, al tiempo, la capacidad de injerencia estatal en esos derechos a través del concepto de competencia, que implica, en sí mismo, la limitación y la sujeción a control jurídico.
El efecto final perseguido es claro: el poder público cuenta con poderes suficientes para atender las necesidades colectivas determinadas por cada contexto de la vida social. La cláusula de «Estado social» de la Constitución se caracteriza por establecer un amplio programa de mejora de las condiciones de vida reales de los individuos. No obstante, el sistema de derechos fundamentales asegura que ese poder se ejerza con el menor menoscabo posible de las facultades de autodeterminación que permiten a esos mismos individuos ser dueños de sus vidas y sus proyectos vitales. La Constitución no aporta una división estática y rígida de competencias individuales y estatales, sino algo más modesto y pragmático: una dinámica jurídica en la que la libertad individual se convierte en derecho originario y, con ello, en filtro permanente de las políticas que son instrumentadas por el poder para atender las necesidades colectivas. La Constitución conduce, en definitiva, a la dinámica clásica libertad-restricción, de acuerdo con la cual:
i)Los derechos fundamentales tienen un valor normativo inmediato que no depende de un escrutinio externo acerca de su utilidad social. La decisión de un individuo de rechazar una vacuna puede parecernos, como a Häberle, un ejercicio arbitrario de la libertad, un capricho egoísta o supersticioso, carente de todo soporte científico o estadístico. Pero la protección que otorga una norma de derecho fundamental significa, precisamente, que esa decisión tiene valor jurídico inmediato cualquiera que sea la opinión que los demás nos podamos formar sobre ella. Los derechos fundamentales no protegen solo la libertad responsable, socialmente valiosa o con vinculación social (que es la visión a la que conducen las teorías institucionalista y axiológica). Protegen una libertad sin adjetivos, esto es, decisiones personales que no están sujetas a parámetros externos de validación.
ii)Esto no significa, sin embargo, que haya de asumirse una concepción topográfica de los derechos fundamentales que trate de deslindar artificiosamente las áreas exentas de toda intervención restrictiva del poder público y aquellas en las que la injerencia estatal resulta posible. Esta es, desde la invención del constitucionalismo, una quimera metafísica. Y una tarea gratuita. Las sociedades humanas acaban descubriendo su propia fragilidad en épocas de crisis. Abordan, en ellas, restricciones de la libertad antes impensables. Los modelos idealistas que descartan, a priori, cualquier intervención en ciertas áreas de los derechos fundamentales conducen, en esos momentos, a una situación de frustración social. Las situaciones extremas de propagación de enfermedades contagiosas son un claro (y reciente) ejemplo de esto. El Estado debe tener la capacidad de imponerse coactivamente en esas situaciones, acudiendo, por ejemplo, de resultar imprescindible, a la vacunación forzosa de los sectores de población renuentes.
La dinámica libertad-restricción aporta, en realidad, dos ingredientes que no por ser imperfectos dejan de ser importantes:
i)Implica, en primer lugar, que no cabe disfrazar la intervención del poder público en la libertad como el ejercicio correcto de la libertad misma, esto es, como una actuación que reconduce al individuo a su verdadero derecho y, con ello, al descubrimiento de su identidad como parte integrante de la comunidad. Esta manera de plantear las cosas constituye una forma muy sutil de autoritarismo.
ii)La dinámica libertad-restricción supone, de otra parte, que, por ridícula o injustificada que nos pueda parecer la decisión adoptada por el titular del derecho fundamental, toda la carga argumentativa cae del lado del poder público, que ha de demostrar que hay razones poderosas que exigen restringir la capacidad individual de autodeterminación, razones —y esto es importante— distintas, en todo caso, al supuesto bien que la intervención pretendida reporta al titular del derecho afectado.
Un replanteamiento de la teoría de restricciones en una clave moderadamente personalista, basada en una dinámica libertad-intervención, ha de servir, en definitiva, a un doble fin: i) evitar la funcionalización de los derechos fundamentales —esto es, evitar caer en una hermenéutica constitucional donde se incluya artificiosamente, como límite originario del derecho fundamental, cualquier exigencia de interés general que pueda derivar de un contexto concreto de la vida social—, y ii) huir de una configuración metafísica (y mística) de los derechos fundamentales, esto es, de una negación voluntarista, ajena a toda experiencia práctica, de la capacidad potencial del poder público de intervenir en ciertas esferas de autodeterminación individual —que, supuestamente, serían determinables a priori—. Desde esa lógica, que es la del constitucionalismo clásico, podemos hacer un breve recorrido sobre las categorías centrales de la teoría general de las restricciones de los derechos fundamentales.
Desde la perspectiva que acaba de ser expuesta, el derecho fundamental es, ante todo, una especial protección normativa conferida por la Constitución a un ámbito de decisión estrictamente individual. Desde un punto de vista técnico, el concepto de derecho subjetivo expresa una protección conferida por normas de derecho objetivo y, en particular, por normas de mandato o reglas de conducta. La primera tarea de la teoría de las restricciones es identificar la especial protección normativa conferida por las normas de derecho fundamental. Los elementos que determinan esa singular protección (los que podemos llamar rasgos de fundamentalidad) son las garantías características de los derechos fundamentales. Según se desprende del art. 53.1 CE, la especial protección normativa de los derechos fundamentales se manifiesta, en particular, en dos notas: una vinculación inmediata de los poderes públicos y cierta resistencia a la intervención legislativa.
La garantía de vinculación inmediata supone una estructura aplicativa simplificada que distingue la disposición que enuncia un derecho fundamental del resto de disposiciones constitucionales. La norma de derecho fundamental se caracteriza, en realidad, por la inversión de la estructura normativa propia de las disposiciones constitucionales de organización. Estas últimas pivotan en torno a normas de competencia que confieren directamente un poder jurídico concreto a un órgano determinado. De esa atribución competencial pueden derivarse indirectamente normas de conducta que afectan a los ciudadanos (establecidas ex post por los órganos titulares de la competencia). En cambio, las disposiciones de derecho fundamental establecen directamente deberes de conducta que vinculan, de inmediato, a los poderes públicos en su relación con los ciudadanos, de modo que los órganos estatales, una vez que están en disposición de actuar (a través de las normas de organización y procedimiento pertinentes), encuentran esos deberes de conducta como exigencias normativas inmediatas, a las que deben sujetarse al relacionarse con los ciudadanos.
Esto no quiere decir —y ahí radica, a mi juicio, gran parte de la confusión doctrinal— que esas normas sean autoaplicativas y que no requieran desarrollos normativos —por ejemplo, las citadas normas de organización y procedimiento—. La vinculación directa se refiere, exclusivamente, a los deberes de conducta que rigen la relación con el ciudadano (cualesquiera que sean los desarrollos normativos necesarios para que esa relación llegue a materializarse). Dichos deberes de conducta existen, en la Constitución, incluso antes de que se hayan creado los órganos y procedimientos necesarios para cumplirlos. Una vez configurada la estructura que permite la relación entre el poder público y el ciudadano, el primero tiene mandatos inmediatos de abstención o cooperación (según los casos) que resultan de la propia Constitución. Así, en el derecho (prestacional) a la tutela judicial efectiva, el poder público tiene, por mandato directo del art. 24.1 CE, un deber de cooperación positiva con el ciudadano. Una vez establecido un cauce formal (procedimiento) y orgánico (tribunal competente), el poder público tiene el deber de dar respuesta a la pretensión formulada por un ciudadano en defensa de su derecho subjetivo o interés legítimo. De la Constitución surge un deber de conducta inmediato en relación con el ciudadano que prohíbe la denegación de justicia: el órgano competente ha de dar respuesta. Solo el legislador puede transformar la denegación de justicia originariamente prohibida en la Constitución en un deber de denegación de justicia a cargo del poder público (por ejemplo, estableciendo plazos procesales, requisitos de postulación, exigencias de conciliación previa, que, de ser incumplidos, eliminan la obligación de cooperación). Pero ese poder legislativo de restringir la eficacia originaria de las normas de derecho fundamental (en cuanto deberes de conducta inmediatos) no es incondicionado. La teoría de las restricciones se ocupa, precisamente, de determinar sus requisitos.
De la estructura aplicativa simplificada en la que se sustancia la garantía de vinculación inmediata pueden deducirse varias consecuencias metodológicas. La primera es la imposibilidad de derivar límites inmanentes de normas constitucionales que no tienen esa misma estructura aplicativa (esto es, que no gozan de esa especial protección). En particular, no pueden deducirse, en mi opinión, tales límites a partir de normas que tienen una estructura principial (esto es, que solo establecen directrices a las que ha de orientarse el ejercicio de las competencias conferidas a los poderes públicos, como ocurre en los principios rectores de la política social y económica) o competencial (esto es, que otorgan poderes jurídicos a órganos determinados). Esto debe llevar a rechazar la posibilidad de que existan límites inmanentes directamente deducibles —sin mediación legislativa— de lo que podemos llamar bienes jurídicos colectivos (explícita o implícitamente expresados en las referidas normas constitucionales principiales o competenciales).
Las normas constitucionales que confieren poderes jurídicos y los orientan a la consecución de determinados fines necesitan siempre un desarrollo normativo idóneo. Solo indirectamente pueden imponer a los poderes públicos deberes de conducta eventualmente contradictorios con los que directamente derivan de la norma de derecho fundamental. Otra cosa (deducir límites inmediatos de disposiciones competenciales y principiales enunciadas en la Constitución) supone equiparar indebidamente disposiciones con una estructura normativa completamente distinta (y desvirtuar, en consecuencia, el valor de derecho originario que, gracias a la garantía de vinculación inmediata, tienen las normas de derecho fundamental).
Por la misma razón, deben ponerse bajo sospecha las categorías deónticas intrínsecamente débiles que son utilizadas para explicar la estructura aplicativa de las normas de derecho fundamental, como es el caso paradigmático de los principios entendidos como mandatos de optimización (Alexy, 2017: 63-114). La configuración principial implica que los deberes de conducta establecidos en la norma de derecho fundamental son puramente aparentes y requieren, para resultar realmente aplicables, un tránsito interpretativo que valore la posibilidad de realizarlos en un contexto dado. Si el derecho fundamental es convertido en principio —cuya realización concreta debe ponderarse en función del contexto y atendiendo a la presencia en este de otros bienes jurídicos dignos de tutela—, se reproduce el fenómeno, ya aludido, de equiparación indebida de normas con estructura distinta: los bienes jurídicos colectivos explícitamente enunciados en las auténticas normas principiales de la Constitución (los principios rectores) e implícitamente deducibles de las normas competenciales son indebidamente insertados dentro de la estructura aplicativa simplificada de la norma de derecho fundamental.
En definitiva, la teoría de los límites inmanentes y la concepción principialista del supuesto de hecho o ámbito normativo de la norma de derecho fundamental implican (eso sí, con notables diferencias de grado) que los bienes jurídicos colectivos son incorporados subrepticiamente al contenido originario de la norma de derecho fundamental. Se rompe, con ello, el sistema distributivo que la Constitución establece para relacionar la libertad individual con las necesidades públicas (en el que la libertad es el derecho originario y la intervención en esa libertad, una actuación legislativa posterior que requiere justificación puntual).
¿Quiere eso decir que las técnicas de ponderación, cuyo protagonismo hermenéutico resulta innegable en la actualidad, no tienen cabida en la aplicación de las normas de derecho fundamental? Las técnicas de ponderación, y, en concreto, el llamado principio de proporcionalidad, son, sin duda, el hallazgo más relevante de la dogmática constitucional posterior a la II Guerra Mundial. La proporcionalidad ha llegado al derecho constitucional para quedarse. Pero, como todos los grandes hallazgos metodológicos, hemos de superar el entusiasmo del primer momento, esto es, la fase de deslumbramiento inicial en la que es fácil caer en la tentación de tratar de convertir lo descubierto en solución universal para todos los ámbitos problemáticos de la disciplina. Nuestro reto es encontrar el lugar (importante, pero acotado) que la proporcionalidad ocupa en la dogmática constitucional. A mi juicio, la teoría de las restricciones de los derechos fundamentales debe distinguir, para ello: i) el conflicto aplicativo que puede producirse entre normas de derecho fundamental, esto es, entre normas con vinculación inmediata, que comparten la misma estructura aplicativa simplificada, y ii) el conflicto que puede consumarse, en cambio, entre una norma de derecho fundamental y una norma legal dictada al amparo de una competencia idónea.
i)La colisión entre normas con la misma estructura aplicativa (como es el caso de los distintos derechos fundamentales) no puede resolverse según el modelo de las reglas. En hipótesis de conflicto normativo entre varios derechos fundamentales con proyección sobre un mismo ámbito de la realidad debe acudirse, por ello, a la ponderación (proporcionalidad en sentido estricto). El ámbito respectivo solo puede determinarse de acuerdo con la dimensión axiológica de cada derecho y en función de la fuerza con que esa dimensión material se proyecta en un contexto determinado. La ponderación o proporcionalidad en sentido estricto funciona, así, como técnica de delimitación de derechos fundamentales cuando estos colisionan entre sí. Este sería, en realidad, el único supuesto de límite inmamente dentro de la teoría de las restricciones de los derechos fundamentales.
ii)En cambio, los bienes jurídicos colectivos enunciados en normas principiales (como los principios rectores) o competenciales no pueden servir, como ya se ha dicho, de límite inmediato a los derechos fundamentales en virtud de una delimitación basada en un juicio de ponderación. Estos bienes jurídicos están incluidos en normas que, como se ha explicado, no están dotadas de los rasgos de fundamentalidad (en particular de la estructura aplicativa directa). Por ello, solo pueden restringir el ámbito protegido por la norma de derecho fundamental de un modo puramente externo y ex post. Solo la autoridad a la que la Constitución ha conferido (a través de una norma de competencia) una potestad normativa idónea para ello puede llegar a restringir, al ejercer dicha competencia, el ámbito de protección originariamente fijado por la disposición de derecho fundamental.
De este modo, desde el punto de vista de las necesidades comunes (de los bienes jurídicos colectivos) se impone una teoría externa de las restricciones basada, a la vista del art. 53.1 CE, en una reserva general de ley. Toda restricción ha de ser impuesta en virtud de una norma con rango de ley dictada en ejercicio de una competencia idónea establecida en la Constitución misma. El ejercicio de tal competencia debe cumplir no solo con las condiciones formales (en particular, con la reserva y calidad de la ley), sino también con ciertas condiciones materiales que la Constitución enuncia. Estas últimas también están expresadas, en el art. 53.1 CE, a través de un concepto sintético: el de contenido esencial, que actúa como límite a la competencia restrictiva del legislador, esto es, según la clásica expresión, como «restricción de las restricciones».
La restricción de los derechos fundamentales opera, por ello, en tres fases: i) una fase inicial de determinación de la posición originaria establecida por la norma de derecho fundamental —configurado como haz de deberes de conducta inmediatamente dirigidos al poder público (mandatos de abstención u órdenes de cooperación)—; ii) una segunda fase en la que se identifica la norma restrictiva como una alteración externa y ex post (realizada en virtud de una competencia para restringir) de ese contenido originario y que consiste en la modificación de los deberes generales de conducta para un supuesto de hecho determinado, debidamente acotado, y iii) la comprobación de que esa restricción ha cumplido con los condicionantes formales y materiales que la propia Constitución impone. Dentro de los condicionantes materiales ocupa su lugar, precisamente, el juicio de proporcionalidad. En relación con los bienes jurídicos colectivos, la proporcionalidad no es, por tanto, una técnica delimitadora (que sirve para fijar el contenido originario de las normas de derecho fundamental en relación con tales bienes jurídicos), sino una técnica limitadora de la injerencia legislativa, que exige que esta se encuentre debidamente justificada. Si la proporcionalidad da, según se ha dicho, razones para las normas, la proporcionalidad en sentido amplio (juicio de adecuación, necesidad y ponderación) da, en definitiva, razones para la ley de restricción.
La sujeción de la competencia del legislador a reserva de ley en materia de derechos fundamentales condensa, por sí misma, la tradición constitucionalista continental del siglo xix, pues, como es sabido, el positivismo decimonónico reconducía todos los derechos fundamentales de libertad a un solo derecho subjetivo público: el de exigir que la intervención coactiva en el catálogo de derechos fundamentales se hiciera con cobertura legal, lo que suponía la nulidad de las injerencias de la Administración que infringieran el principio de legalidad. No existía, sin embargo, ningún límite material a esa capacidad de injerencia del legislador.
El sistema de derechos fundamentales posterior a la II Guerra Mundial no solo modifica ese esquema dando a los derechos fundamentales una eficacia positiva directa —y no una eficacia negativa (status negativo) resultante de la ausencia de norma legal—. Les confiere un particular grado de resistencia frente al legislador. La pretensión del sistema constitucional de dotar a los derechos fundamentales de una determinada capacidad de resistencia frente al Poder Legislativo es muy atenuada en derechos, como el de propiedad, que sirven ordinariamente para el desarrollo de las políticas públicas, pero resulta, en cambio, muy acentuada en derechos que presentan una inherencia mucho mayor a la dignidad humana, como la vida, la integridad física o la libertad de movimientos, sin que eso signifique, como se ha dicho, su intangibilidad.
Esa capacidad de resistir o condicionar materialmente la intervención legislativa en el ámbito protegido por los derechos fundamentales se condensa, dentro del sistema de garantías de la Constitución española, en el concepto de contenido esencial (tomado de la Constitución alemana e incorporado también al derecho público de la Unión Europea en la Carta de Derechos Fundamentales). Dicho concepto expresa, en definitiva, la segunda vertiente de las normas de derecho fundamental como especial protección normativa.
Por desgracia, el concepto de contenido esencial ha sido, poco o poco, marginado en la práctica interpretativa (en particular por el Tribunal Constitucional) por (lo que a mí me parece) una mala inteligencia de su sentido normativo. Tanto la teoría relativa como la absoluta han buscado un contenido esencial sustantivado, como si existiera un orden noumenológico de los derechos en el ámbito trascendente, al que habría que recurrir para hallar aquello que la Constitución ha sustraído de antemano a la competencia restrictiva del legislador. Ese noúmeno sagrado e inviolable debería ser hallado, bien con un juicio a priori, buscando la esencia del derecho en la que el legislador no puede penetrar sin desvirtuarlo (teoría absoluta), bien a posteriori, aplicando un pretendido sistema constitucional de pesos y medidas axiológicas en que todos los bienes jurídicos constitucionales formarían una especie de «tabla periódica» (de modo que la combinación correcta de unos con otros, desde los parámetros que aporta la propia Constitución, nos daría como resultado el contenido esencial aplicable a cada concreto contexto).
A mi juicio, esta manera de hacer una dogmática de los derechos fundamentales tiene más de metafísica que de derecho. La garantía de contenido esencial no quiere ni puede expresar el contenido sustraído por la Constitución a la acción del legislador. Enuncia, por el contrario, un deber del legislador en relación con el contenido, lo que es bien distinto. Si estamos ante una especial protección del derecho fundamental, la garantía de contenido esencial expresa una determinada protección de los contenidos de cada derecho y no unos contenidos protegidos para cada derecho, pues esto último constituye un imposible práctico.
Lo importante, por ello, es determinar cómo protege la Constitución los contenidos de los derechos fundamentales para asegurar que la competencia del legislador para restringirlos no afecte a la esencia de estos. Para ello, hay que pensar, nuevamente, que la esencia de los derechos fundamentales, en un orden personalista —esto es, en un orden en que la dignidad de persona y el libre desarrollo de la personalidad son el fundamento de los derechos—, es preservar el mayor grado posible de autodeterminación en una esfera vital propia. Esto supone que las facultades decisorias del sujeto no han de verse restringidas más allá de lo necesario, pues, en tal caso, el titular del derecho fundamental perdería su condición de persona (dueño de sus decisiones y proyectos vitales) y sería tratado como mero medio, instrumento o herramienta de las políticas públicas que la ley de restricción pretende materializar. No se trata, por tanto, de convertir el contenido esencial en una especie de derecho fundamental nuclear ligado a la noción de dignidad humana, sino de convertir la dignidad de persona y el libre desarrollo de la personalidad en criterios materiales de interpretación del alcance puntual de la garantía de contenido esencial, como protección general conferida a todos los derechos fundamentales frente al poder de injerencia legislativa.
Esto supone que la vinculación entre contenido esencial y dignidad de persona no se limita a prohibir la cosificación o utilización del ser humano a través de métodos moralmente aberrantes. No se trata solo de evitar que el derecho fundamental se restrinja a través de procedimientos que conllevan, por sí mismos, la degradación moral de la persona titular del derecho fundamental (lo que se sustancia constitucionalmente en prohibiciones absolutas como las de torturas, tratos inhumanos o degradantes, penas corporales, etc.). Se trata, más bien, de convertir la dignidad de persona y el libre desarrollo de la personalidad en parámetros o baremos que evitan la cosificación o utilización del ser humano minimizando y corrigiendo los resultados restrictivos (y no solo los métodos utilizados).
El sistema distributivo que está condensado en la Constitución exige que la restricción de la intervención coactiva en el ámbito de autodeterminación individual (inherente a la condición de persona) sea reducida al mínimo indispensable (y no más) para alcanzar el imperioso fin que ha determinado el ejercicio de la competencia para restringir. El principio de proporcionalidad en sentido amplio queda, así, convertido, en la técnica constitucional de «restricción de las restricciones», que salvaguarda el máximo posible de autodeterminación individual. Frente al empeño doctrinal en separar las nociones de contenido esencial y proporcionalidad, ambas presentan una misma utilidad dogmática: preservar la esencia de los derechos fundamentales como piezas de dignidad, esto es, como ámbitos donde la autodeterminación del individuo ha de ser, en lo posible, conservada. En una Constitución como la nuestra, en que la proporcionalidad no está expresamente contemplada, es la garantía que limita la capacidad de restricción del legislador, imponiéndole el deber de respetar el contenido esencial, la que permite llegar a ella.
Según acaba de verse, la garantía de respeto al contenido esencial es una especial protección normativa conferida al contenido de los derechos fundamentales frente a la intervención restrictiva del legislador; su clave interpretativa es el mantenimiento, en lo posible, de la esencia de los derechos fundamentales como expresiones puntuales de la dignidad de persona y el libre desarrollo de la personalidad. Esa clave interpretativa es la que debe ser utilizada, por tanto, para afrontar el peculiar conflicto con la dignidad de persona, que se materializa cuando se produce una restricción de tipo sacrificial, esto es, aquella en que el sujeto titular del derecho es utilizado para lograr un beneficio mayor desde el punto de vista del bien común.
El mantenimiento, en ese tipo de casos, de la esencia del derecho fundamental como plasmación de la dignidad de persona y del libre desarrollo de la personalidad requiere, a mi modo de ver, un aliud al juicio de proporcionalidad que opera con ocasión de una restricción puramente protectora. En caso de que la intervención en la esfera del derecho fundamental sea sacrificial, esto es, responda a la necesidad de utilizar a la persona afectada para lograr la realización del bien común (sin que medie acto de agresión alguno por parte del afectado), el respeto al contenido esencial del derecho restringido también exige, como enseña el modelo de contrato social moderadamente personalista, que el coste de realización del bien común no se cargue exclusivamente en la persona sacrificada, sino que se distribuya equitativamente entre todos los beneficiarios. La esencia del derecho fundamental como poder de autodeterminación para el libre desarrollo de la personalidad también queda comprometida si no se actúa de ese modo. El individuo sacrificado que ha perdido la facultad de autodeterminarse en beneficio de toda la sociedad es convertido en instrumento, medio o herramienta de la realización de las políticas públicas. La esencia del derecho fundamental, como realización puntual de la dignidad de persona, se ve comprometida y debe ser, en la medida de lo posible, restaurada. El único modo que queda para restablecer el poder decisorio perdido es la concesión de una indemnización.
La restauración del individuo afectado en su condición de fin en sí mismo solo puede realizarse, en estos casos, mediante la indemnización de los daños sacrificiales. Estos son la consecuencia conscientemente asumida del levantamiento de las barreras de protección originariamente fijadas en la norma de derecho fundamental. La indemnización de los daños causados se convierte, así, en un requisito específico de la garantía de contenido esencial (art. 53.1 CE) para las restricciones sacrificiales. No basta, en relación con ellas, con ser especialmente escrupulosos en la formulación del juicio de proporcionalidad (lo que es, obviamente, exigible); también ha de corregirse el efecto instrumentalizador que consiste en cargar exclusivamente en la esfera del individuo dañado el coste del bien común.
La indemnización es, sin duda, un mecanismo imperfecto de reparación del derecho, pero, en el caso de la restricción sacrificial, es el único mecanismo posible para devolver al ciudadano inocente el espacio de decisión, de libertad, que la comunidad le quita coactivamente para lograr una utilidad mayor. El pago de la indemnización no da, obviamente, un poder decisorio equivalente al que tenía el individuo afectado, pero materializa, del único modo posible, el deber del poder público de devolverle el ámbito de libertad decisoria del que le ha privado en utilidad común.
En relación con la indemnización que puede resultar de una restricción sacrificial, deben hacerse, no obstante, las siguientes advertencias:
i)Las restricciones sacrificiales no solo se producen en los supuestos de sacrificio directo del derecho fundamental (como en el caso del derribo de la aeronave secuestrada que causa la muerte de los inocentes que viajan a bordo). También se materializan cuando el poder público autoriza normativamente riesgos extraordinarios (que superan el límite de recíprocamente tolerado) con la finalidad instrumental de obtener un bien mayor y a sabiendas de que eso supondrá (como revela una evidencia estadística) el sacrificio de algunos ciudadanos inocentes. Los casos de sacrificio hipotético, como las vacunaciones obligatorias o la prisión provisional seguida de absolución, son hipótesis de restricción sacrificial plenamente equiparables, en cuanto a sus requisitos constitucionales, a las de sacrificio directo (derribo del avión o expropiación forzosa).
ii)De ello se infiere que hay supuestos, tradicionalmente encuadrados en la responsabilidad «objetiva» de las Administraciones públicas, que suponen, en realidad, la indemnización de un daño que resulta de una restricción sacrificial de un derecho fundamental (Rodríguez Fernández, 2018: 155-192). El resarcimiento o indemnización aparece, en esos casos, como una exigencia de la garantía de contenido esencial, ya que el alzamiento de la barrera protectora conferida originariamente por la norma de derecho fundamental solo es compatible con la dignidad de persona si el coste de la realización del bien común es distribuido equitativamente entre los beneficiarios, lo que evita que el dañado se convierta en mero medio o instrumento al servicio de los demás. Fuera de esos supuestos sacrificiales, la indemnización a cargo de la Administración es una cuestión que, con arreglo al art. 106.2 CE, pertenece al ámbito de la discrecionalidad del legislador (que, eso sí, no puede incurrir en arbitrariedad en la distribución de la carga económica del daño).
iii)Por último, la restricción sacrificial no siempre da lugar a una indemnización. Ha de verificarse que estamos ante a) un supuesto de injerencia coactiva (no consentida), b) de injerencia realmente sacrificial (y no protectora) y c) de injerencia verdaderamente productora de daños que no están implícitamente compensados por el bien que ellos mismos generan (lo que obliga a descartar la indemnización de los daños mínimos, que son compensados por su propia utilidad social, o los que no superan los beneficios que la propia medida produce directamente en la esfera del afectado). La reflexión doctrinal norteamericana sobre los llamados takings es un auxilio fundamental para delimitar adecuadamente, en nuestro propio derecho, los casos indemnizables y, de hecho, los mismos criterios han acabado apareciendo en nuestra propia jurisprudencia y doctrina constitucional para determinar los casos de injerencias resarcibles que desbordan la expropiación forzosa. Estos criterios hacen que la indemnización del daño sacrificial se circunscriba a casos en los que dicha compensación resulte racional y que constituya una exigencia de justicia conmutativa insoslayable.
La indemnización adquiere, en todo caso, un valor constitucional especial con motivo de una restricción de tipo sacrificial. De ordinario, el resarcimiento solo es un mecanismo de reparación ex post del daño irregularmente verificado en el ámbito de un derecho fundamental. El derecho ha resultado previamente vulnerado por la injerencia ilícita del poder público, verificada sin cumplir los requisitos generalmente exigibles (reserva legal, calidad de la ley, juicio de proporcionalidad). El caso de la restricción sacrificial no responde a ese esquema. La indemnización no es la consecuencia reparadora de una intervención defectuosa sino un requisito ligado a la operación de injerencia misma (para que sea lícitamente verificada), de suerte que, en caso de restricción sacrificial, la negación de la indemnización vulnera ab origine el derecho fundamental. No es un remedio de la vulneración ya consumada sino un requisito de la propia intervención pública. Del mismo modo que una expropiación forzosa verificada negando el pago del justiprecio vulnera el derecho de propiedad (art. 33 CE), la falta de indemnización del daño sacrificial ocasionado en el ámbito de un derecho fundamental no económico ha de considerarse contraria al contenido esencial de ese derecho. En estos casos, la autoridad pública que deniega la indemnización vulnera el derecho fundamental del ciudadano afectado. Esto, obviamente, debería abrir la vía del recurso de amparo a los casos ya examinados de negativa del poder público a indemnizar la muerte de pasajeros inocentes de una aeronave derribada, de vacunación forzosa con efectos secundarios adversos o de prisión provisional seguida de absolución.
El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 24 de noviembre de 2020, ha propuesto, recientemente, un modelo de tratamiento legal de la restricción del derecho fundamental a la libertad. Se trata de una propuesta plenamente adaptada a la concepción moderadamente personalista de la dinámica libertad-restricción que he tratado de exponer sintéticamente en este artículo[7].
El referido anteproyecto incluye un título preliminar que trata de establecer, como pilares de toda la regulación normativa, los fundamentos constitucionales del proceso penal, entre ellos, de modo particular, los relativos a la restricción de los derechos fundamentales de la persona sometida a investigación o enjuiciamiento penal. Al ocuparse del régimen de las restricciones de derechos fundamentales, el texto establece, primero, la prohibición absoluta de métodos restrictivos contrarios a la dignidad humana (arts. 4 y 5). Donde juegan dichas prohibiciones no cabe restricción por razón del bien común. Acto seguido, somete el resto de intervenciones del poder público en el ámbito de los derechos fundamentales al cumplimiento estricto de los tres estadios aplicativos del juicio de proporcionalidad (art. 6). Pero el anteproyecto no se contenta con esto. En relación con la restricción de tipo sacrificial del derecho fundamental a la libertad (esto es, en caso de prisión provisional seguida de absolución), establece una obligación de indemnización (art. 10.1).
En relación con ese deber de indemnización, el anteproyecto fija criterios legales específicos para determinar su procedencia. Los referidos criterios expresan los rasgos fisonómicos de los daños sacrificiales. Se descarta, por ejemplo, la indemnización cuando la pérdida de libertad ya ha sido compensada en especie mediante su descuento de otra pena que el individuo afectado debía cumplir (art. 10.2). Asimismo, no cabe la indemnización cuando la privación de libertad no tiene valor sacrificial por haber sido provocada por la decisión autónoma del propio dañado que ha incurrido en un comportamiento ilícito al incumplir sus deberes de conducta, por ejemplo, por la incomparecencia injustificada a las citaciones judiciales, por haber intentado sustraerse de la acción de la justicia, haber alterado u ocultado pruebas o haber agredido o intimidado a víctimas o testigos (art. 10.3).
El régimen sustantivo incluido en el título preliminar se complementa, finalmente, con un procedimiento autónomo para determinar la indemnización («procedimiento especial para la indemnización de la prisión provisional seguida de absolución», arts. 868-872), a petición del interesado y una vez dictada la sentencia absolutoria, en el que se admite la práctica de prueba sobre la realidad del daño, sobre la posible contribución causal del individuo que lo ha sufrido y sobre el importe de la indemnización (art. 870.3)
Es obvio que el citado anteproyecto carece ya de recorrido en la presente legislatura. Cualquiera que sea la suerte que corra el referido texto, espero que su contenido sirva, en todo caso, para que la noción de «restricción sacrificial de los derechos fundamentales» sea objeto de estudio doctrinal, de tratamiento jurisprudencial y desarrollo legal desde la óptica propia del derecho constitucional.
[1] |
Sobre el contexto, tanto social como jurídico (dadas las diferencias notables entre el amparo alemán y el español) de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán, véase Rodríguez de Santiago (2006: 257-372). |
[2] |
Disponible en: https://bit.ly/3Cdlpz9; https://bit.ly/3CdVSpo; https://bit.ly/3E58y3v. |
[3] |
Y ello sin perjuicio de que puedan estar en juego otros derechos fundamentales. Así, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido la posible incidencia de una vacunación forzosa en el derecho a la libertad religiosa o a la libertad ideológica en general en la reciente Sentencia de la Gran Sala de 8 de abril de 2021, asunto Vavřička y otros c. la República Checa. La alegación del recurrente sobre este derecho fue, sin embargo, puramente genérica y, por ello, desestimada por la Gran Sala sin mayor dificultad. |
[4] |
Importante en esta materia es el ya citado caso de la sentencia del TEDH en el asunto Vavřička y otros c. la República Checa, que avala las sanciones impuestas a los padres que habían rechazado que sus hijos participaran en los programas de vacunación obligatoria de menores establecidas por la autoridad pública. |
[5] |
En un principio, el Tribunal Constitucional dictó una providencia de 20 de abril de 2021 en la que declaraba la suspensión, en el seno del recurso de inconstitucionalidad 1975-2021, de todo el apdo. 5 del art. único la Ley 8/2021, de 25 de febrero, del Parlamento de Galicia. No obstante, en providencia de 22 de abril de 2021, el Tribunal rectificó los efectos de la suspensión, aclarando que esta solo afecta a la nueva redacción dada al art. 38.2 de la Ley 8/2008, de 10 de julio, de salud de Galicia (BOE de 29 de abril de 2021). En auto de 20 de julio de 2021, el Tribunal acordó mantener la suspension del precepto únicamente en relación con el número 5º del art. 38.2 b). |
[6] |
Hay que tener presente que la falta de tratamiento de la posible vulneración del art. 17 CE es una decisión deliberada del Tribunal Constitucional, que no le venía impuesta en absoluto por el objeto del proceso. La Sentencia 85/2019, de 19 de junio, procede de una cuestión interna de inconstitucionalidad (4314-2018) planteada por el Pleno del Tribunal en Auto 79/2018, de 19 de julio, a raíz de un recurso de amparo (4035-2012) previamente avocado al Pleno en el que también se planteaba la posible vulneración del derecho fundamental a la libertad. El auto de planteamiento de la cuestión invoca, como primer motivo de inconstitucionalidad, la posible infracción del art. 17 CE. La cuestión fue admitida en su integridad por providencia de 6 de septiembre de 2018. |
[7] |
La propuesta regulatoria recoge puntualmente la construcción de Medina Alcoz y Rodríguez Fernández (2019: 147-190). |
Alexy, R. (2017). Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. |
|
Doménech Pascual, G. (2006). ¿Puede el Estado abatir un avión con inocentes a bordo para prevenir un atentado kamikaze? Comentario a la Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán sobre la Ley de Seguridad Aérea. Revista de Administración Pública, 170, 389-425. |
|
Garrido Falla, F. (2006). Tratado de Derecho Administrativo. Madrid: Tecnos. |
|
Häberle, P. (2003). La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales. Madrid: Dykinson. |
|
Medina Alcoz, L. y Rodríguez Fernández, I. (2019). Razones para (no) indemnizar la prisión provisional seguida de absolución. Guía aplicativa del art. 294.1 LOPJ tras la STC 85/2019, de 19 de junio. Revista Española de Derecho Administrativo, 200, 147-190. |
|
Pantaleón Prieto, F. (1994). Los anteojos del civilista: Hacia una revisión del régimen de responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas. Documentación Administrativa, 237-238, 239-254. |
|
Radbruch, G. (1959). Filosofía del Derecho. Madrid: Revista de Derecho Privado. |
|
Rodríguez de Santiago, J. M. (2006). Una cuestión de principios. La Sentencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán de 15 de febrero de 2006, sobre la Ley de Seguridad Aérea, que autorizaba a derribar el avión secuestrado para cometer un atentado terrorista. Revista Española de Derecho Constitucional, 77, 257-372. |
|
Rodríguez Fernández, I. (2018). La responsabilidad objetiva de la Administración pública y la equidistribución del coste del bien común. Revista Española de Derecho Administrativo, 195, 155-192. |
|
Sánchez Dafauce, M. (2014). El abatimiento de un avión secuestrado. Indret, 4-10-2014. Disponible en: https://bit.ly/3reazmb. |