En esta cuidada edición de la Fundación Coloquio Jurídico Europeo, se presenta una obra de obligado estudio —no basta solo la lectura— para quienes deseen conocer los problemas actuales de las fuentes del derecho de la Unión Europea, tanto desde un punto de vista estático, muy ligado a las instituciones y la naturaleza de las fuentes, como desde un punto de vista dinámico; es decir, cómo se resuelven los problemas de fuentes por la jurisprudencia del TJUE.
Estas páginas recogen la versión escrita de la ponencia pronunciada por Ricardo Alonso García «El sistema europeo de fuentes: sombras, lagunas, imperfecciones» y la contraponencia de Paz Andrés Sáenz de Santamaría titulada «Variaciones sobre el sistema europeo de fuentes: sombras, lagunas, imperfecciones». El texto de la pluma de Alonso García se divide en los siguientes apartados: 1) «¿Tienen “el mismo valor jurídico” las normas de derecho originario?» (pp. 14-34); 2) «La compleja evolución conceptual y práctica de los reglamentos y las directivas» (pp. 34-69); 3) «El rol de los principios generales del derecho, en particular en su vertiente de derechos fundamentales» (pp. 69-89); 4) «El alcance del CEDH en el contexto de sistema de fuentes de la UE» (pp. 89-104); 5) «La impugnabilidad del soft law» (pp. 104-121); 6) «Inaplicación, invalidez, anulación de normas europeas» (pp. 121-133); 7) «La ambigua frontera entre los actos delegados y los actos de ejecución» (pp. 133-153), y 8) «Aclaración final» (pp. 153-155). Por su parte, Paz Andrés Sáenz de Santamaría estructura su exposición como sigue: 1) «Cuestiones en torno al derecho originario» (pp. 159-171); 2) «La enredada relación entre reglamentos y directivas» (pp. 172-186); 3) «La presencia del derecho internacional en el sistema de fuentes» (pp. 186-195); 4) «La inimpugnabilidad de las decisiones de los representantes de los Estados miembros» (pp. 195-212); 5) «El papel del TJUE ante las sombras, lagunas e imprecisiones del sistema de fuentes de la Unión Europea» (pp. 212-222), para terminar con 6) «Unas variaciones atípicas» (pp. 222-223).
Los autores deliberadamente centran el objeto de estudio en los problemas de las fuentes del derecho europeo, a la luz de la jurisprudencia del TJUE, lo que obviamente excluye otros aspectos de las fuentes del derecho europeo, vistas desde el derecho del Estado miembro (para esta perspectiva, vid. Fernández-Miranda, 2020), como pueden ser el modo más adecuado en que los Estados miembros deben transponer la normativa europea, si España —al ser uno de los Estados más sancionados por su retraso en la transposición del derecho europeo— debe adoptar o no una norma similar a la italiana (Martín Delgado, 2018), que parece haber reducido las sanciones de la República italiana por ese motivo, cuál sería en cada caso el instrumento interno más adecuado para la transposición de directivas (Pascua Mateo, 2006). Sobre estos temas, la doctrina española (entre cuyas obras más relevantes se encuentran algunas de los propios autores (Alonso García, 2008; 2017; 2019; Andrés Sáenz de Santamaría, 2016 y 2013 del volumen que comentamos) cuenta con aportaciones rigurosas y bien fundamentadas a las que cualquier estudioso puede acudir.
Aquí estamos ante una obra que será de gran utilidad para quien deba resolver una controversia judicial en la que de su resolución dependa la correcta interpretación de las fuentes del derecho europeo, y para todos cuantos necesiten profundizar en esta materia, partiendo ya de unos conocimientos siquiera sea a nivel propedéutico.
Una vez presentada la obra, expondremos su contenido principal (hemos titulado este apartado II como «La necesidad de seguridad jurídica: causa común de los problemas de fuentes y fin último de significativas sentencias del TJUE», comprendiendo en él varios capítulos de los tratados por los autores) y comentaremos dos de los temas tratados, por su especial relación con el derecho constitucional: el valor jurídico de las normas de derecho originario (apartado III) y los principios (apartado IV). Terminamos con unas consideraciones finales (apartado V).
1. En el apartado relativo a la compleja evolución conceptual y práctica de los reglamentos y las directivas, Alonso García entra en la problemática de las directivas detalladas, de las modificaciones parciales de directivas a través de reglamentos, de las directivas implementadas a través de reglamentos de ejecución, así como de la eficacia horizontal de las directivas, dedicando especial atención cuando afectan a la CDFUE.
Ricardo Alonso advierte de que la teórica diferencia entre las directivas y los reglamentos no responden a su definición, a tenor del art. 288 del TFUE. Así, los reglamentos, que, aun siendo normas directamente aplicables, sin embargo, requieren en ocasiones medidas (nacionales y eventualmente también europeas) de transposición (p. 34). La jurisprudencia recogida por el autor (asunto Vlaamse Dierenartsenvereniging y Janssens, 2011; asunto Comisión v. Grecia, 68/88 y las palabras del AG en el asunto Fédération des entreprises de la beauté, 2018) pone de manifiesto que el TJUE ha adoptado una postura flexible, considerando que la habilitación a los Estados puede ser tanto expresa como tácita, siempre que se aseguren el alcance y la eficacia del derecho de la UE, y que no se ponga en peligro su aplicación uniforme. Por su parte, entre las directivas abundan los ejemplos en los que el margen de apreciación de los Estados es inexistente, y su transposición se reduce a la reproducción de la directiva europea. Este último supuesto, cuando la directiva se circunscribe a los ámbitos en los que se trata exclusivamente de «armonizar las legislaciones nacionales», puede suponer una vulneración de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad.
Por lo que respecta a las directivas detalladas, recoge la jurisprudencia europea que afirma su legitimidad constitucional, aunque le parece convincente la opinión del AG Saggio, que considera (asunto Kortas 1999 ) dudosa la legitimidad de las directivas detalladas en los supuestos en los que el Tratado obliga a utilizar una directiva. Un supuesto sería, por ejemplo, el art. 115 del TFUE, que prevé las directivas como único instrumento para aproximar los derechos nacionales que incidan directamente en el funcionamiento del mercado interior. El autor termina asumiendo el corto recorrido de la dudosa legitimidad de las directivas detalladas, toda vez que se ha admitido la doctrina de los poderes implícitos.
La completa modificación de directivas a través de reglamentos no suscita problemas; pero sí los genera su reforma parcial. Si se considera que los preceptos reformados mediante reglamento tienen naturaleza reglamentaria, estaría prohibida su reproducción o recepción interna. El autor recoge un supuesto —asunto Comisión v. Italia (272/83)— en el que el TJUE consideró que la reproducción de ciertos preceptos reglamentarios en normas internas facilita la coherencia y la comprensión de los destinatarios de las normas. Alonso García destaca las consecuencias prácticas que tendría considerar que preceptos de un reglamento que modifican una directiva adquiriesen la naturaleza de esta última: ello supondría que no tendrían «eficacia vertical descendente» (el poder público del Estado no podría utilizarlos directamente frente a los particulares). En el mismo sentido apuntado se pronunció el Consejo de Estado en su Dictamen 249/2021, de 6 de mayo, que el autor recoge.
Sobre los reglamentos que modifican parcialmente directivas, Paz Andrés Sáenz de Santamaría recuerda la regla del paralelismo de formas definida por el TJUE en el asunto Parlamento/Ripa de Meana (2004), según la cual «todas las modificaciones posteriores de un acto deben revestir la misma forma en que dicho acto se puso en conocimiento de sus destinatarios». Esta regla, reiterada en asuntos posteriores, no se cumple por parte de las instituciones europeas.
Acerca de las directivas implementadas a través de reglamentos de ejecución, Ricardo Alonso García se inclina «por la aceptación de la vida autónoma del reglamento sobre la base de la mayor intensidad posible del principio del efecto útil del Derecho de la Unión» (p. 49). Fundamenta esta opinión en la jurisprudencia del TJUE asuntos acumulados Viamez Agrar Handel y ZVK: aunque una directiva no puede por sí sola crear obligaciones directas a un particular, sin embargo sus disposiciones pueden aplicarse al particular si un reglamento se remite a las disposiciones de la directiva, siempre que se respeten los principios generales del derecho y, en particular, el principio de seguridad jurídica (p. 51).
Por lo que se refiere a la eficacia horizontal de las directivas, Alonso García afirma que, «en el supuesto de directivas de concreción de derechos incluidos en la CDFUE, serían estos últimos en cuanto tales, interpretados de manera integradora (esto es, junto con las directivas en cuestión), los llamados a desplegar en caso de ausencia de trasposición o de trasposición incorrecta, plenos efectos (esto es, también en el contexto de litigios inter privatos)» (p. 58). Para ello es necesario que los derechos de la Carta sean de los que no necesitan de concreción (ya sea por el legislador nacional o por el europeo) para su aplicación; esto es, deben ser derechos «autosuficientes», no principios rectores (p. 59).
A modo conclusivo de este apartado, citamos dos rotundas declaraciones judiciales acerca del incumplimiento de España de una directiva en el primer caso[1], y de un reglamento en el segundo[2]. En los dieciséis años transcurridos desde que fueron dictadas esas dos sentencias condenatorias contra España hasta hoy, se podría pensar que ya estas dos fuentes del derecho de la Unión no presentan inseguridad jurídica alguna. Sin embargo, los problemas expuestos por Alonso García y comentados por Andrés Sáenz de Santamaría ponen de manifiesto que aún estamos lejos de alcanzar ese objetivo.
2. El CEDH no es un instrumento directamente aplicable en la Unión Europea (ni para la Unión ni para los Estados miembros) en virtud del derecho europeo (Dictamen TJUE 2/2013, asunto Kamberaj [2012]). Sin embargo, el CEDH y las tradiciones constitucionales comunes de los Estados, a través de los principios generales del derecho, vinculan a la Unión y a los Estados (p. 90). A ello hay que añadir, como ya había señalado Alonso García en otro estudio anterior, que el derecho derivado de la Unión (asunto Consob, C-481/19) debe interpretarse en el marco del respeto a los derechos garantizados en la Carta (Alonso García, 2021: 1-14).
A nuestro parecer, es dudoso si el art. 53 de la CDFUE permite o no a las autoridades judiciales de un Estado miembro oponerse al cumplimiento de la obligación establecida por el derecho europeo, alegando que dicha obligación no respeta el estándar de protección más alto de los derechos fundamentales garantizado por la Constitución de dicho Estado (Krämer, 2016: 833-834; García Vitoria, 2018: 147). El abogado general aconsejaba que prevaleciera el art. 53 de la Carta, en el caso Melloni, pero no fue lo decidido por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. En mi opinión, los eventuales conflictos que pudieran suscitarse entre derecho europeo y nacional en materia de derechos fundamentales deberían resolverse mediante lo previsto en el art. 53 de la Carta (Torres Pérez, 2013).
3. El profundo conocimiento de Ricardo Alonso García sobre los problemas de fuentes se pone de manifiesto de modo palmario, si cabe expresarlo así, en el apartado dedicado a la impugnabilidad del soft law. Punto nuclear de las perplejidades que el soft law plantea es
[…] el efecto jurídico que, aun de naturaleza no vinculante, puede tener una incidencia decisiva en la esfera de los individuos, habida cuenta de que, como precisó el TJUE, «los particulares perjudicados por la infracción del Derecho de la Unión constatada por esa Recomendación, aun cuando no sean los destinatarios de esta, deben poder basarse en la referida Recomendación para que se declare, ante los tribunales nacionales competentes, la responsabilidad del Estado miembro de que se trate por dicha infracción del Derecho de la Unión» (p. 112).
Aunque el hecho de que se haya abierto el control judicial también a instrumentos jurídicos no vinculantes, a juicio del autor, es un paso importante, pero «todavía insuficiente desde la perspectiva del equilibrio de poderes y de límites a la intervención del poder público frente al administrado» (p. 115).
4. Por lo que se refiere a la pregunta acerca de cuáles son las diferencias entre la técnica anulatoria y la invalidatoria de las normas europeas, Ricardo Alonso fundamenta sólidamente en la jurisprudencia europea que, si bien las sentencias anulatorias tienen efectos erga omnes y ex tunc (art. 264 del TFUE), sin embargo, ambas técnicas se han ido equiparando: «[…] la presunción de legalidad de los actos de las instituciones comunitarias implica que éstos producen efectos jurídicos mientras no hayan sido revocados, anulados en el marco de un recurso de anulación o declarados inválidos a raíz de una cuestión prejudicial o de una excepción de ilegalidad (por ejemplo, asuntos CELF, 2008 y CIVAD, 2012)» (p. 126 de la monografía). Asimismo, advierte de la falta de coherencia que supone el hecho de que
[…] quien dispone de plenas facultades anulatorias en el marco de un recurso directo contra una disposición general, no proceda a su anulación en el marco de una impugnación indirecta, obligando a nuevas impugnaciones de sucesivos actos de aplicación para obtener, dado el valor del precedente (stare decisis al que, según algunos Abogado General —Bobek, Campos—, se adhiere en la práctica, o debería hacerlo, el TJUE), ulteriores inaplicaciones de la norma en cuestión, hasta su modificación o derogación por la institución o la autoridad competente (p. 129).
5. La postura de Alonso García sobre la ambigua frontera entre los actos delegados y los actos de ejecución cabe sintetizarla en los términos siguientes: «[…] el punto de partida del art. 291 es que estaríamos en un terreno competencial propio de los Estados miembros (ap. 1), el cual, en el caso de requerir objetivamente condiciones uniformes de ejecución, permitiría (ap. 2) la habilitación en favor de la Unión (bien de la Comisión como regla general, bien del Consejo en casos específicos)» (p. 139). «La esencia de los actos delegados estaría en determinar qué deben hacer los Estados miembros; la de los actos de ejecución, en puntualizar, en caso necesario, cómo deben actuar para cumplir con sus obligaciones ya definidas» (p. 140).
Ricardo Alonso se pregunta si tienen «el mismo valor jurídico» las normas de derecho originario (pp. 14 y ss.), sobre lo que la discussant Paz Andrés diserta «variaciones en torno al Derecho originario» (pp. 159-171). El art. 1 del TUE afirma categóricamente su identidad de valor jurídico. Sin embargo, no deja de ser llamativo que esa identidad se extienda a un elenco de 43 normas. Aunque en principio sean 41, el art. 51 del TUE prescribe que los protocolos y anexos de los tratados forman parte de estos; por ello, las normas de derecho originario son 43.
A esta primera premisa (qué es derecho originario) hay que añadir otra: el TJUE no puede examinar la validez del derecho originario; así se expresaba la AG Stix-Hackl en 2005 con ocasión del caso BCE c. Alemania. Sin embargo, en el caso Pringle (recordemos que en este caso el objeto de la demanda fue una decisión del Consejo Europeo que incorporó el apdo. 3 al art. 136 del TFUE; para un estudio de esta sentencia, no referido al problema de las fuentes, vid. Borger, 2013), el TJUE, al admitir su jurisdicción para enjuiciar las reformas constitucionales (con valor de derecho originario), operadas no mediante la reforma de los tratados sino a través de un acto institucional de la Unión, ha introducido una matización importante. Para Paz Andrés, el caso Pringle no modifica el principio general de la incompetencia del TJUE para examinar la validez del derecho originario; en este caso, el objeto de la cuestión de validez fue una decisión del Consejo Europeo. En nuestra opinión, aunque la jurisprudencia europea pronunciada hasta ahora fundamente las opiniones sostenidas por los dos autores (Alonso y Andrés), y aunque haya previstas diversas vías de reforma de los tratados (Haratsch et al., 2016: 42-46), tarde o temprano se acabará introduciendo en el derecho europeo la elaboración teórica que se ha hecho en derecho constitucional sobre las mutaciones constitucionales (Lucas Murillo de la Cueva, 2018; Badura, 2015) y sobre la posibilidad de que el TJUE se pronuncie sobre la adecuación a los principios del ordenamiento jurídico de la Unión Europea (art. 2 del TUE) de las eventuales reformas del derecho originario que puedan acometerse en el futuro[3].
Por lo que se refiere a la superioridad del derecho originario con respecto a los tribunales constitucionales nacionales, hay que afirmar que, con ocasión de la sentencia del TC polaco de 7 de octubre de 2021 (caso K 3/21), el TJUE ha ido identificando un «núcleo constitucional duro» (en expresión de Paz Andrés) dentro de los tratados, que estaría formado por los valores recogidos en el art. 2 del TUE (Ricardo Alonso). Esta consideración de la identidad europea como una identidad constitucional de valores compartidos (art. 2 del TUE), en interacción con las identidades constitucionales de los Estados miembros (art. 4.2. del TUE), ya había sido anticipada por la doctrina (entre otros, vid. Sánchez Barrilao, 2014: 75-78). Esta doctrina se reitera en las sentencias del pleno del TJUE, de 16 de febrero de 2022 (Hungría c. Parlamento y Consejo y Polonia c. Parlamento y Consejo), donde se afirma de nuevo que los valores del precitado art. 2 «definen la identidad misma de la Unión en tanto que ordenamiento jurídico común».
Como ha sido puesto de manifiesto, «el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha mostrado siempre una cierta inclinación a apropiarse de categorías nacidas en el Derecho interno, tratándolas como conceptos autónomos del Derecho de la UE y, por tanto, sin adaptarse necesariamente a la lectura que le da la interpretación nacional en la cual tiene su contexto de origen esa norma» (Martinico, 2020: 9). Veremos en qué medida el concepto de «identidad del ordenamiento europeo» se relaciona con el concepto de «identidad constitucional de los Estados miembros» si se interpreta como una bisagra integradora de ambos ordenamientos o como un escudo de uno frente al otro en la lucha por cuál de ellos resulta aplicable al caso concreto (sobre esta problemática, vid., por todos, García Roca y Bustos Gisbert, 2022).
Incluso quien tiene una visión escéptica acerca de la identidad europea (Zagrebelsky, 2009: 21), y considera que carece de sentido reflexionar sobre ella, no deja de afirmar que el principio del respeto a las identidades constitucionales es constitutivo del orden jurídico de la Unión Europea (ibid.: 110); «los principios desempeñan un papel propiamente constitucional, es decir, “constitutivo” del orden jurídico», como propuso el abogado general (Cruz Villalón) en la sentencia del caso Gauweiler:
[…] la identidad constitucional de cada Estado miembro, que por supuesto es específica en la medida necesaria, no puede ser considerada, para los asuntos estatales, como a años luz de esa cultura constitucional común. Más bien, una actitud abierta y claramente entendida hacia el Derecho de la UE debería dar lugar, a medio y largo plazo, a un principio, a una convergencia básica entre la identidad constitucional de la Unión y la de cada uno de los Estados miembros (la traducción y las cursivas son propias).
Por ello, en nuestra opinión, una de las tareas en la interpretación de las fuentes del derecho originario de la Unión consiste en ir llenando de contenido el principio de respeto por parte de los Estados miembros a la identidad del ordenamiento jurídico europeo. Quizá no sea superfluo añadir que para esta tarea de construcción se requiere «empatía» (Alonso García, 2019: 528), o lo que se ha llamado una «perspectiva conciliadora y no conflictiva» (Ruggieri, 2003: 390), para resolver los conflictos entre ambos ordenamientos.
Ricardo Alonso, después de recoger la jurisprudencia y la doctrina que fundamenta que aquellos derechos fundamentales que necesitan desarrollo legislativo no son principios generales, sostiene que el debate en torno a los principios generales del derecho no debería centrarse en torno a si tienen o no rango constitucional, sino en su carácter no escrito, o, más correctamente, no positivizado (p. 73). El autor hace un recorrido sobre pronunciamientos jurisprudenciales que han recogido derechos fundamentales como «principios jurídicos», tales son los casos del «derecho a una buena administración» (p. 76), la «tutela judicial efectiva» (p. 78) o «la transparencia del proceso de toma de decisiones» (p. 79). En cambio, no goza de la consideración de principio general del derecho la pretensión de someter los casos de mala administración a la revisión o control de un órgano específico (Defensor del Pueblo Europeo) (p. 79). Del análisis realizado concluye que los principios generales del derecho, tal como son interpretados por el TJUE, tienen incluso mayor potencial que «el articulado de la CDFUE» (p. 79).
Sostiene el autor que la función principal de los principios generales (en su faceta de derechos fundamentales) consiste en «suplir las lagunas en la protección sustantiva de los administrados» (p. 80). Asimismo, recoge la jurisprudencia del TJUE que avala la utilización por parte de los Estados miembros de la CDFUE, por decisión propia, más allá de la aplicación del derecho europeo tanto como instrumento hermenéutico como de modo directo (pp. 82-83).
Como se ve, el problema de los principios generales del derecho europeo no es nuevo. En realidad, remite nada menos que al debate entre si es derecho solo el derecho positivizado o tienen pleno carácter jurídico los principios metapositivos (Ollero Tassara, 2015: 427-454). En la medida en que se tenga una concepción más positivista del derecho, los principios (también, por tanto, el principio del respeto a la identidad constitucional de los Estados) serán más bien supletorios que fundantes; en la medida en que se tenga una concepción del derecho en la que los valores no escritos (no positivizados) forman parte del derecho, los principios tendrán un carácter más fundante que supletorio. Si se quiere, en el plano constitucional, estamos ante una concepción más deudora de Kelsen, o, por el contrario, de Smend (Pernice, 1995: 103-108, expone la influencia de la doctrina de la época de la Constitución de Weimar en la sentencia del Tribunal Constitucional Federal sobre Maastricht).
Concluimos con una consideración de Zagrebelsky, «según el punto de vista tradicional del positivismo jurídico, los principios del Derecho desempeñan una importante función supletoria, integradora o correctiva de las reglas jurídicas. Los principios operarían para “perfeccionar” el ordenamiento y entrarían en juego cuando las otras normas no estuvieran en condición de desarrollar plena o satisfactoriamente la función reguladora que tienen atribuida». Pero, añade el mismo autor:
[…] esta concepción no solo es parcial, […] sino que encierra además la intrínseca contradicción de asignar a las normas de mayor densidad de contenido —los principios— una función puramente accesoria de la que desempeñan las normas cuya densidad es menor —las reglas—. Esto deriva del persistente prejuicio de pensar que, en realidad, las verdaderas normas son las reglas, mientras que los principios son un plus, algo que sólo es necesario como «válvula de seguridad» del ordenamiento (Zagrebelsky, 2019: 117).
Sería deseable que autores con el sólido y riguroso conocimiento del derecho positivo europeo como los de esta obra acometan en otras publicaciones cuestiones de fondo como esta. Quizá así se puedan ir salvando algunas de las sombras, lagunas e imperfecciones que presentan las fuentes del derecho europeo
Para los lectores de la REDC, en su mayoría cultivadores del derecho constitucional, la problemática apuntada en torno al derecho originario de la Unión conecta con las llamadas «mutaciones constitucionales»; las reformas del derecho originario introducidas a través de actos institucionales de la Unión podrían caracterizarse como mutaciones del derecho originario. Tanto al examinar si una mutación constitucional es admisible o no, como al enjuiciar la «constitucionalidad» de una reforma constitucional —situación que podría presentarse aunque el TJUE no puede juzgar sobre la validez del derecho originario, pero sí podría tener que pronunciarse sobre la adecuación al derecho originario de una reforma de este—, emerge el concepto de «identidad del ordenamiento jurídico europeo» como núcleo duro intangible.
Como apunta Paz Andrés Sáenz de Santamaría, «la jurisprudencia del TJUE es el mejor espejo de las debilidades del sistema de fuentes de la UE» (p. 212), y, en este sentido, la falta de rigor formal en las fuentes del derecho europeo, en ocasiones, merece una valoración positiva (p. ej.: el carácter prevalente del fondo sobre la forma en orden a determinar la admisibilidad de los recursos de anulación), por su flexibilidad; en cambio, en otras ocasiones —quizá en la mayoría (p. ej., la «enmarañada» relación entre directivas y reglamentos)—, conviene tener presente que la forma es la garantía del fondo (v. Ihering), y su falta de respeto revela la debilidad del fondo que se pretende garantizar.
La doctrina está llamada a prestar a la jurisprudencia la reflexión crítica acerca de las debilidades actuales del sistema europeo de fuentes y a construir las categorías teórico-dogmáticas que permitan mejorar las debilidades que ahora conducen a situaciones de falta de seguridad jurídica. La madurez intelectual y experiencia práctica de los autores del libro que comentamos permiten calificarlo como una obra de referencia en ambos sentidos.
[1] |
«Las disposiciones de una directiva deben ejecutarse con indiscutible fuerza imperativa, con la especificidad, precisión y claridad exigidas para cumplir la exigencia de seguridad jurídica. Por ello, las meras prácticas administrativas, por naturaleza modificables a discreción de la Administración y desprovistas de una publicidad adecuada, no pueden ser consideradas como constitutivas de un cumplimiento válido de las obligaciones del Derecho comunitario, al mantener, para los sujetos de Derecho afectados, un estado de incertidumbre en cuanto a la extensión de sus derechos y obligaciones en los ámbitos regulados por dicho ordenamiento jurídico» (TJUE, asunto C-132/04, sentencia de 12 de enero de 2006, FJ 35). |
[2] |
«La incompatibilidad de una legislación nacional con las disposiciones de Derecho Comunitario, aunque sean directamente aplicables, sólo puede quedar definitivamente eliminada mediante disposiciones internas de carácter obligatorio que tengan el mismo valor jurídico que las disposiciones internas que deban modificarse. Por consiguiente, las resoluciones judiciales o las meras prácticas administrativas –estas últimas por naturaleza modificables a discreción de la Administración y desprovistas de una publicidad adecuada- no pueden ser consideradas como constitutivas de un cumplimiento válido de las obligaciones del Tratado de la CE» (TJUE, asunto C-205/04, sentencia de 23 de febrero de 2006, FJ 18). |
[3] |
A nuestro parecer, este paso se dará inevitablemente, en la medida en que el derecho originario se acabe transformando en derecho constitucional de la Unión. Vid. Bachof (2010). |
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