La pandemia, al final de una década de trastornos económicos profundos, añadió otro eslabón a una cadena que iba alargándose desde hace tiempo, y hoy desgrana el acertijo del déficit democrático europeo en un brutal redde rationem entre hundidos y salvados. Al mostrar su cara más dura, Europa dejó a sus ciudadanos en una tormentosa crisis existencial, no solo jurídica y política, y a sus partidarios en búsqueda de una explicación de lo que ha pasado y de una previsión verosímil de lo que pasará.
Muchos respetables estudios se han planteado profundizar en el variopinto tema de la «constitución económica» europea, dedicándose, y con provecho, al análisis de las teorías que la respaldan y a la previsión de los efectos que de dichas teorías se desprenden. Varios de ellos, midiéndose con el desafío ciclópeo que lanza la pandemia, señalan que un choc de este tipo tendrá que suponer, no solo a corto sino a medio y largo plazo, un cambio radical en la lógica del rescue under conditionality, o rescate bajo condicionalidad, que ha marcado el paso de la crisis en los años anteriores.
En el ámbito jurídico, parece difícil negar que los efectos penosos de la crisis pandémica se han endurecido como corolario de la crisis económica de la última década; para quien dude, los fracasos, pese a los esfuerzos del personal médico, de la sanidad pública frente a la epidemia están allí a modo de testigo. De hecho, fue a partir de aquella crisis que se manifestaron síntomas de un cambio estructural en el seno de la Unión, capaz de afectar a sus raíces más profundas. Entre ellos, en términos generales, destacan la ruptura del equilibrio constitucional del proceso de integración —el bien conocido Exit, Voice & Loyalty que Weiler tomó en préstamo de Hirschman— y la «mutación genética» de Exit que de concepto-límite, Grenzbegriff en sentido kantiano, se vuelve opción real y concreta. Esta peculiar transmutación conlleva crecientes desigualdades formales entre los Estados miembros, tanto en la forma de Exit selectivo —el rechazo a otorgar aplicación prioritaria al derecho de la Unión en ciertos sectores— como en la del Exit radical, que lleva a la salida tout court del proyecto común.
Tentaciones radicales, cabe decirlo, no faltan de ambos lados: a los partidarios del Exit se enfrentan, con acentos no menos altisonantes, los defensores de una primacía incondicionada del derecho de la Unión, dispuestos a dejar de lado tanto las normas de competencia como las desigualdades sustanciales inherentes a la aplicación de una norma que supusiera beneficios para unos Estados en conspicuo detrimento de otros.
Por los dos lados se llega a un impasse complicado de desbloquear. De asumir el ángulo visual de los escépticos, el proyecto común se quedaría empantanado en una miríada de excepciones avanzadas por la sola vía judicial, lo que conlleva el riesgo de ajustar su evolución al antojo de intereses no democráticamente controlables. En cambio, al tomar la perspectiva de los europeístas, la imposición pura y dura del derecho de la Unión fomentaría una oposición igualmente dura en muchos Estados; con el resultado de que Europa se encontraría obligada, so pena de su disolución, a imponerse pese a la voluntad de sus miembros, o al menos de algunos de ellos.
Serían, las dos, salidas paradójicas, potencialmente letales para un edificio que tiene su primera razón de ser en la defensa de los valores de la democracia.
Aparece aquí, con toda claridad, la cuestión de fondo: si el punto de partida de este proyecto común que Europa siempre ha reivindicado con orgullo es el nunca más a los totalitarismos antidemocráticos, pues al imponerse la Unión en contra de sus propios miembros la contradicción entre premisas y consecuencias sería irresoluble. De ahí que parezca que la única vía para esquivar la radicalización de estas últimas sea atreverse a cuestionar aquellas, por doloroso que resulte.
En otras palabras: conviene, frente al tremolar del edificio construido por los míticos padres fundadores, investigar a fondo los darker legacies del proyecto común, los legados más obscuros de la construcción europea, con la finalidad de averiguar a dónde pueden estar llevándola.
Con esta empresa tan incómoda, pero hoy tan necesaria, se atreve el libro que aquí se reseña: Authoritarian Liberalism and the Transformation of Modern Europe. Su autor, filósofo del derecho y constitucionalista, de formación británica y, a la vez, rotundamente europea, es doctor por el Instituto Universitario Europeo de Florencia y profesor asociado en la London School of Economics.
La obra en cuestión está dividida en cuatro partes. La primera ofrece un recuento del interludio entre las guerras mundiales y se centra en el ocaso de la República de Weimar, donde ciertos rasgos de un liberalismo autoritario se mostraron por primera vez. La segunda se enfoca en el tema de la reconstrucción de Europa después de 1945 en búsqueda de las relaciones entre el proceso de limitación de la soberanía nacional y el gradual silenciamiento de las oposiciones internas más radicales a la doctrina ordoliberal. La tercera denuncia el problema de una «Europa alemana» y expone las consecuencias de la hegemonía de facto del país que hace de perno para la construcción europea. La cuarta aborda la cuestión de la crisis económica de los años diez y de sus efectos en el plano de las relaciones políticas, económicas y sociales. Las «Conclusiones», tras recapitular las tesis presentadas en la obra, esbozan una imagen de Europa como unfinished tale, una historia cuyo final todavía ha de escribirse; y dejan al lector con un rayo de esperanza, aunque el horizonte que se le abre por delante no es de los más róseos.
En breve, el libro se plantea precisamente reconstruir el origen del proyecto que generó la Unión y sacar a la luz las líneas de continuidad, más bien que de ruptura, que unen su evolución con el atardecer de la República de Weimar y con las ideas entonces dominantes.
Si en la visión de Eric Hobsbawm el siglo xx fue breve y perturbado, marcado por la revolución rusa y por el ocaso del imperio bolchevique, el tránsito del Estado a la Unión es el follow-up de un long nineteenth century (p. 17) cuya marca es la perpetuación del capitalismo burgués como única regla admisible. Las ideas liberal-capitalistas se vuelven referencia general para una sociedad que pretende guardar la hegemonía de los pocos aun cuando —convertido el mundo entero en un campo de batalla— los efectos del silenciamiento del conflicto pongan en peligro la supervivencia del conjunto. La trayectoria de Alemania entre las guerras mundiales es paradigmática a este respecto: frente al avance de las masas y al crecimiento del espectro comunista, la antigua alianza entre la old élite campesina y los grandes burgueses que había formado el pedestal político, económico y social del Reich prusiano adquirió nuevo vigor y sirvió de base para el giro autoritario que llevaría al nacional-socialismo.
Queda, así, asentada la más despiadada de las premisas: el matadero de la democracia de Weimar fue provocado conscientemente por una anti-democratic and embittered ruling class (p. 21), y, tras acabar con el nazismo, serían precisamente sus mismos protagonistas quienes darían vida al proyecto europeo. Así las cosas, el ideal de pacificación posnacional asumido por una Europa en busca de resurrección de las cenizas de los totalitarismos no sería otra cosa que una nueva estrategia —más digna, pero no necesariamente más abierta a la democracia real— para la protección de los mismos intereses.
Por mucho que pueda sorprender, este cuento tan desagradable no es inédito: ya algunos de los intelectuales más sutiles, y atrevidos, de los años veinte y treinta se habían dado cuenta de las incongruencias de Weimar y de las tentaciones autoritarias que acechaban en sus filas. En el campo económico, el austriaco Ludwig von Mises anticipó que, a pesar de su ferocidad antilibertaria, el fascismo sería celebrado como salvador de Europa del espectro del socialcomunismo. En el campo del derecho público, Hermann Heller habló abiertamente de «liberalismo autoritario» —intolerante de las diversidades, impaciente de los debates parlamentarios, y profundamente atemorizado del gobierno de las masas (p. 25)— al señalar el tránsito weimariano de una democracia parlamentaria a un presidencialismo autoritario, vehículo y garantía del triunfo del ordoliberalismo.
Es de destacar que la forma política de Alemania iba adaptándose al pensamiento que se hacía dominante en economía. El Estado fuerte, en palabras de Carl Schmitt, es el Estado que no se rinde a las pretensiones de welfare, avanzadas por quienes el de Plettemberg equiparaba a parásitos de la sociedad, sino que se mantiene imperturbable en su defensa extrema de los intereses del capital —aunque fuese una mayoría de ciudadanos la que, a través de las estructuras del Estado, legítimamente formulara semejantes pretensiones—. Lo que, plásticamente, pone de manifiesto la distancia ideológica y antropológica entre aquella versión del (ordo)liberalismo y la democracia real.
Que, entre la lucha por esta forma de democracia y la defensa de los derechos de las clases más humildes, principalmente de los trabajadores, hay un nexo imprescindible es la enseñanza crucial de aquella época —algo que Hugo Sinzheimer, tras su «conversión», no llegó a entender— (p. 35).
En esta línea, la continuidad entre la época de los totalitarismos y la «nueva» Europa se resume alrededor de tres puntos: la limitación de la soberanía, la despolitización de las relaciones entre Estado y sociedad, y la construcción de un nuevo imaginario de las libertades sociales. La «transformación de Europa» muestra aquí su ambigüedad semántica: al rechazo de un pasado fascista y autoritario se opone la renegociación unilateral del compromiso constitucional entre fuerzas antifascistas centristas y socialistas en detrimento de estas últimas, y, en general, de las ideologías de izquierdas. Pues la continuidad entre el derecho que fue propedéutico al Estado nazi y el derecho que se afirmó en Europa después de su disolución se manifestaría en la escisión de las esferas privada y pública: preservándose inalterada la estabilidad de las prerrogativas privadas, una mutación estructural de la forma política en Europa empezaría con el ocaso de Weimar y llevaría a la acomodación institucionalizada de los intereses de una clase privilegiada, aunque al precio de denegar los derechos de las otras —incluso con la violencia—.
Cabe, entonces, profundizar brevemente en cada uno de estos tres puntos.
Contrariamente a lo que se puede suponer, la limitación de la soberanía en el plano supranacional sigue, y no precede, a la limitación de la soberanía en el plano nacional, ahí donde la centralidad del «pueblo soberano» se ve limitada por dos baluartes muy resistentes.
Por un lado, se aprecia la cada vez más contundente devaluación del elemento voluntarista en la producción de Derecho, algo que Christian Möllers refleja con el debido sarcasmo al afirmar: «We are (afraid of) the People». El papel del Tribunal Constitucional Federal en la defensa de derechos «intocables» se vuelve en apoyo a una democracia de valores, que, si bien se presenta como garantía de protección contra los horrores del nazismo, también conduce, junto con la afirmación de una burocracia euronacional, a una «tiranía sin tirano».
Por otro lado, y más específicamente, la soberanía en el campo económico se reduce a simple ilusión, reemplazada por un militant economic liberalism (p. 96), lo que abre la puerta a un régimen muy distinto de la socialdemocracia proclamada por la Constitución (alemana, pero no solo), ya que su credo económico sigue siendo profundamente ordoliberal y, por lo tanto, dispuesto a aceptar desigualdades muy marcadas, y a defenderlas.
En este régimen —pasando al segundo punto—, la prevalencia incontestada de lo económico sobre lo político obliga a lo social a conformarse con el marco general que hace de guion a la trayectoria de la integración. De ahí que la transformación de Europa llegue a coincidir con la transformación de su democracia: a la devaluación del momento participativo en la formación del derecho sigue la desconexión entre los que mandan y los que obedecen. Si, en palabras de Rousseau, para poner la ley encima de los hombres il faudrait des Dieux, los partidarios de la integración encuentran respaldo en una evangelización del liberalismo económico que otorga a sus intérpretes una legitimación técnica —distinta, y superior, de aquella entre iguales que emana del Parlamento— cuyo resultado es, de facto, poner la ley dictada por instituciones competentes por encima de los humanos, precisamente a semejanza de la palabra de Dios (p. 121). Se desprende, entonces, que la lamentada fragmentación de la representación política general, en el sentido de Repräsentation y no de Vertretung, no es causa del abandono de la esfera política, sino efecto de su meditada separación de los conflictos económicos y de la lucha entre clases sociales, que quedan así disueltas.
De hecho, la visión antropológica que respalda el proyecto funcionalista de la ever closer Union confunde el individuo en sí —la persona humana acogida en la forma política construida por las constituciones— con el homo oeconomicus, y, más aún, con un cierto tipo de homo oeconomicus: más precisamente, aquel individuo dotado de recursos y medios adecuados para servirse del derecho de manera instrumental a sus propios objetivos. Es este tipo de individuo quien se beneficia del empeño del Tribunal de Justicia en expandir ilimitadamente el ámbito de aplicación del derecho supranacional. Y, por cierto, la realización de dichos objetivos coincide con el mantra capitalista —la máxima acumulación de riqueza— y hace uso de sus herramientas típicas: la libre deslocalización del capital y la competencia feroz entre sistemas fiscales nacionales. La identificación de esta imagen antropológica con la persona humana exaltada en las constituciones, aunque traicionera, ofrece a semejante homo una posición de superioridad, aplastante en algunos casos, respecto a sus símiles —lo que no deja de conformar las relaciones sociales al hilo de una cierta imagen de la libertad—.
Fuera de la comprensión real de las dinámicas sociales, económicas y políticas en juego —aquí llega el tercer punto— los (ex) ciudadanos se enganchan a un tal proyecto a través de un abanico de imágenes libertarias, asociadas, de una u otra manera, a la integración europea. No cabría decir que un imaginario tan rico sea enteramente engañoso, fruto de una maléfica hipnosis colectiva; sin embargo, el libro se esfuerza en demostrar cómo el espíritu rebelde y el afán para reformar la sociedad que caracterizaron los Treinta Gloriosos —las décadas de crecimiento económico y progreso social que van de la fin de la Segunda Guerra Mundial al apagamiento de los fuegos del ‘68— conllevan, junto con una tensión hacia la igualdad sustancial como fundamento de una sociedad más justa, una visión generalmente positiva de la incipiente globalización. A la transnacionalización de la economía, ya avanzada, y a los paralelos esfuerzos de la política en deshacerse de las fronteras del Estado nacional, se otorgaba el sentido de genérica liberación de las restricciones del poder a través de un cosmopolitismo innovador —aunque, tal vez, fronterizo con la utopía, por malentender las dinámicas a su raíz—. Las renovadas reivindicaciones del individuo frente al poder supusieron la sustitución de Marx por Freud en la iconografía de las libertades (p. 135) y, con ello, la prevalencia de la dimensión individual de estas sobre su dimensión colectiva, en una suerte de renovación del más conocido discurso de Benjamin Constant sobre la libertad de los antiguos y de los modernos. De esta forma, ciertos intereses y derechos privados se adueñan de la esfera pública, y su protección se hace interés común —pese a que haya intereses y derechos de otros, individuos y grupos, que queden perjudicados o tout court suprimidos—.
Fue así que los hijos de Marx y de la Coca-Cola, como finamente los apodó Jean-Luc Godard, asistieron, quizá no del todo conscientemente, a un cambio filosófico en la integración europea y en el propio concepto de mercado único, puesto que su consecución dejaba de concebirse como medio para los fines del Estado social y democrático de derecho y se hacía finalidad en sí, erigido en defensa del evangelio ordoliberal. Dicho cambio desvela la naturaleza instrumental de la construcción europea para la cristalización del statu quo, cuyos beneficios iban extendiéndose a las figuras más destacadas —y complacientes, pues cooptables— de las clases anteriormente antagonistas, a medida que el mundo occidental, y, con ello el capitalismo transnacional, veía ganada su batalla geopolítica e ideológica contra su rival socialista.
Tras analizar los cambios políticos ocurridos en los Estados europeos a partir de la mitad de los setenta hasta 1989, el libro comentado ofrece pruebas de semejante involución y se centra en el Tratado de Maastricht como ratificación del cambio ocurrido (p. 189 y ss.). En esa línea, el autor lee la jurisprudencia europea del Tribunal Constitucional Federal alemán como dirigida a consolidar el nuevo régimen, a cuyo través el proyecto ordoliberal se expande a toda Europa pese a las diferencias entre las economías nacionales. Su análisis toma nota de los efectos positivos que supuso la integración económica para Alemania, frente a los escasos beneficios por otros Estados —y al notorio detrimento que comportó para algunos—. Sería, este trayecto, el cumplimiento del diseño antiguo de supremacía alemana sobre el continente, llevado a cabo con medios distintos de la fuerza militar —sencillamente, a través de la diplomacia y de la estrategia geopolítica—.
A la luz de este marco, Europa se encuentra en un callejón sin salida (p. 277); su tendencia al populismo autoritario lleva a introducir en el mismo saco a Grecia, por un lado, y a Polonia y Hungría, por otro, tachados por igual de enemigos de la democracia europea y de sus valores pese a las claras diferencias entre las ideas políticas de sus líderes. De hecho, el éxito electoral de Syriza supuso un reto intolerable para los partidarios de la integración: una plataforma democrática y participativa, europeísta pero también antitética a este liberalismo autoritario que imprime el ritmo de la integración de Europa. Europa sería, entonces, un proyecto, en palabras de Antonio Gramsci, rotundamente hegemónico; sin embargo, un proyecto hegemónico congénitamente débil (p. 286) porque adolece de todo factor de estabilización. Metiéndose en aguas desconocidas, Europa pretende aprender sobre la marcha, y busca la manera para que los errores de los capitanes los paguen los marineros. El objetivo de la supremacía interna se persigue, de hecho, de manera miope, sin tema del riesgo que una desigualdad social intolerable supondría para la estabilidad del Viejo Continente, y sin tomar en cuenta las consecuencias que una crisis interna conllevaría en las relaciones globales multipolares. Por paradójico que sea, fue, de hecho, Yanis Varoufakis, y no Wolfgang Schäuble, quien confesó actuar en defensa del capital —es decir, para «salvar el capitalismo de sí mismo» y evitar un trágico regreso a los años treinta—.
En palabras del intelectual alemán Ulrich Beck, también citado por el libro (p. 223), «Alemania se ha vuelto demasiado poderosa para no asumir las responsabilidades que resultan de su centralidad». Es aquí donde, frente al análisis histórico-político y económico-sociológico del libro comentado, un jurista que haga fructificar la lección de Kelsen y la diferencia entre ser y deber ser se siente en el deber de buscar en el derecho semejante factor de estabilidad.
Cabe entonces, al comentar una obra que no puede dejar indiferentes, ponerse en la línea trazada por su autor con la finalidad de encontrar en la jurisprudencia de los tribunales europeos un respaldo suficiente para que la Unión pueda salir de este laberinto con sus propias fuerzas.
El juez constitucional alemán, pese a su recién ganada fama de antieuropeo, ha contribuido a esta tarea al plantar unas semillas quizá destinadas a madurar en un futuro no lejano.
Al tratar de establecer la compatibilidad de los tratados con la Ley Fundamental de Bonn, el BVerfG —aunque no acertando en su definición y disfrazándolo del mejor conocido principio de proporcionalidad— va refinando un principio jurídico que se puede llamar de esencialidad, al hilo del cual los que no quieran abdicar del ejercicio de la democracia ni aceptar desigualdades sociales crecientes pueden oponerse a la primacía del derecho de la Unión ahí donde dé lugar a semejantes desigualdades.
Dicho principio, en la visión que se quisiera ofrecer como complemento del dibujo de la obra reseñada, ampara un derecho de resistencia que, justo a través de la integración europea, se expande del núcleo intangible de la Grundgesetz (art. 20(4), cubierto por la cláusula de eternidad ex art. 79(3), hasta tutelar cualquier Estado que quede afectado en los intereses y derechos más sensibles de sus ciudadanos.
Este principio se fundamenta en la idea de que, no pudiéndose dar por sentada la cuestión del soberano en el espacio europeo, sería ilógico y erróneo archivarla con toda sencillez al avalar una primacía incondicionada del derecho de la Unión; de hecho, sería como rendirse a la prevalencia aplastante de un argumento moral —«más Europa» es bueno, a cualquier precio— desconectado de la voluntad de sus miembros, es decir, de su elemento voluntarista.
La defensa de dicho elemento voluntarista se fundamenta en los propios tratados, que, por un lado, defienden la democracia en el plano nacional —tanto en el art. F del Tratado de Maastricht como en el art. 4(2) del TUE después de Lisboa—, y, por otro, la protegen a nivel europeo, en su doble perfil formal y sustancial, puesto que los ciudadanos de la Unión «se beneficiarán por igual de la atención de sus instituciones, órganos y organismos» (art. 9 TUE). Este conjunto normativo expresa una tensión hacia la igualdad sustancial que prescinde de la uniformidad coactiva de los ordenamientos estatales, ya que «igual atención» no implica, por cierto, uniformidad a cualquier coste.
Es, por lo tanto, necesario sacar la cuestión de la soberanía del almacén donde la situaron unos temerarios partidarios de la integración, y valorar su vertiente procedimental. Ello implica reconectar la primacía del derecho de la Unión con la interpretación del mandato que, al atribuir determinados poderes a la Unión misma, los Estados han reconocido a sus instituciones, y que se apoya en la voluntad popular. En virtud de ello, cabe, de hecho, mantener que el argumento del consentimiento inicial no puede abrigar cualquier desarrollo del derecho de la Unión, sino solo aquellos que, al interpretar la letra de los tratados, resulten previsiblemente incluidos en su base jurídica.
La locución «previsiblemente incluidos» se concreta en una relación entre interpretación literal y sensibilidad de la norma que se pretende plantear sobre la base jurídica formulada por el Tratado. Dicha sensibilidad se expresa con arreglo a dos elementos: uno, de carácter subjetivo, lleva a la evaluación del disenso político que dicha norma generaría; el otro se arraiga en la consideración objetiva de la proximidad de dicha norma a los derechos fundamentales. En palabras sencillas: la norma que afecte a posiciones sensibles de sus destinatarios no puede fundarse más que en una base jurídica interpretada de forma estricta; una norma que no afecte posiciones tan sensibles puede ampararse en una interpretación de su base jurídica más atrevida. Poner en relación las dos entidades significa explorar los límites del mandato atribuido a la propia Unión como actor de la producción de derecho.
Cabe subrayar que el juez está legitimado para las dos tareas que este tipo de escrutinio implicaría: la una desemboca en una operación hermenéutica habitual para un tribunal, la otra, aunque politizada, se hace necesaria en razón de la non-finitud de Europa como entidad política, y se desarrollaría en paralelo —por cierto, en dirección contraria, a modo de contrapeso— al judicial activism, negándose a interpretaciones demasiado atrevidas.
De hecho, la creciente producción jurídica supranacional ha creado un espacio abierto donde no se puede dar por sentada la cuestión del soberano y de su legitimidad. Así pues, evaluar el disenso que cada norma conlleva es como verificar, en concreto, si el pretendido soberano —el que pone una sovereignty claim, una pretensión de normatividad a través de una cierta medida— está legitimado para hacer de soberano, es decir, si goza de suficiente respaldo para exigir jurídicamente la aplicación de la norma en cuestión.
Es digno de nota que esta suerte de razonamiento, incluso el escrutinio de esencialidad, no es nada nuevo en el derecho europeo: al margen de su utilización enmascarada en la jurisprudencia europea del BVerfG, está formulado de manera abierta en los fallos del propio Tribunal de Karlsruhe en materia de reserva de ley (Vorbehalt des Gesetzes). En este campo, la Wesentlichkeitstheorie, o teoría de la esencialidad, ya bien sentada a partir del final de los años sesenta, toma más fuerza y estructura en el asunto Kalkar I (8 de agosto de 1978, sobre la disciplina de los implantes nucleares). Allí el BVerfG llegó a decir que una cierta medida no se adoptaría por acto secundario (art. 80 Grundgesetz) porque, al ser Alemania una democracia parlamentaria, las decisiones esenciales (wesentliches Entscheidungen) ha de tomarlas el Parlamento tras asumir la necesaria responsabilidad política frente a la ciudadanía.
Además del juez constitucional alemán, fue el Tribunal Supremo danés, en un asunto de 2016 cuya trascendencia supera su notoriedad, el que se encargó de negar la aplicación prioritaria al derecho de la Unión por caer la norma, en aquel caso, fuera del mandato que Dinamarca había reconocido a la propia Unión a través del acta de adhesión.
En fin, el propio Tribunal de Justicia, curiosamente en el mismo día —17 de diciembre de 1970, no por azar en los años de la Wesentlichkeitsheorie en Alemania—, valoró esta reconstrucción anudándola al principio de atribución y al de primacía. Aquel día, de hecho, los jueces de Kirchberg dictaron dos sentencias. La una, bien conocida (Internationale Handelsgesellschaft), establece la primacía del derecho comunitario sobre los derechos, incluso constitucionales, de los Estados miembros. La otra, menos conocida (Köster), manda que los «elementos esenciales» de una cierta disciplina no se deleguen a una base jurídica secundaria —es decir, a un procedimiento dictado por las propias instituciones de la Comunidad al poner la normativa material de un cierto sector—, sino que se reserven a la base jurídica primaria, reconociéndose a esta una legitimación más sólida al ampararse directamente en el consentimiento inicial de los Estados.
De ahí la posibilidad, a través de la «esencialidad», de fomentar el diálogo entre Estados y Unión apoyándose en el principio democrático —o, en palabras de los jueces de Karlsruhe, en el «contenido sustancial del derecho de voto». Un derecho que el propio BVerfG fundamenta en el valor de la dignidad humana, intocable ex art. 1 Grundgesetz, y, por lo tanto, de calado universal, igualmente válido para ciudadanos de cualquier Estado.
Se añade así otra pieza al círculo que la destacada y valiente reconstrucción del libro aquí reseñado se atreve a inaugurar. Pues no cabe ninguna duda de que un grupo numéricamente pequeño, pero económicamente robusto, ha intentado, intenta e intentará aprovecharse del escenario creado por la integración —un proyecto tal vez conservador, hasta reaccionario, como lo define el autor (p. 13)— para destrozar a los rivales y hacerse con el poder, al margen del pueblo soberano y de su derecho de reglamentar la vida de la comunidad política. Sin embargo, de esta reconstrucción fáctica, que puede resultar acertada y hasta iluminante en muchos sentidos, nunca se desprende un derecho a que las cosas sigan en la dirección planteada, y, por otro lado, una obligación jurídica a la resignación. Del ser, por mucho que su poderío sea manifiesto, nunca deriva, en sí, el deber ser. Del giro autoritario que se intenta dar a Europa no surge el derecho a que semejante mutación constitucional se dé por jurídicamente cumplida; muy por el contrario, resulta, para quienes se nieguen a someterse a un tal cambio, el pleno derecho de resistir. Este derecho, al hilo de la jurisprudencia de los tribunales constitucionales de Europa, impide que los espectros de la «Constitución material» de Mortati y de Schmitt se materialicen al desprenderse ex facto ius.
Así planteada, la batalla por el poder en el espacio europeo sigue, en último término, el mismo esquema de siempre: por un lado, un conjunto de ejecutivos, Gobiernos o instituciones técnicas, a cuya espalda los grupos sociales más poderosos trabajan para un equilibrio constitucional que les otorgue siempre más ventajas; por otro, los jueces, que contrastan semejante mutación mediante los principios elaborados al amparo del equilibrio anterior. Afortunadamente, este último equilibrio se basa en las constituciones nacionales y no ha sido repudiado, sino reforzado, en la letra de los tratados.
Servirse del cleavage interclasista, al estilo de Marx, lleva a desmantelar los cleavages entre Estados y expone la fuerza engañadora de las polarizaciones —Norte-Sur, frugales-derrochadores, etc.— a la luz de las cuales se esconde lo que sigue siendo nada más que lucha por la hegemonía, por un lado, y, por otro, lucha de resistencia contra tentativas hegemónicas.