RESUMEN
En las actuales democracias se aprecia un deterioro de la política y un progresivo empoderamiento de los jueces. Los jueces no solo controlan al Gobierno, sino también a la legislatura. El modelo europeo de justicia ha convertido el concepto de independencia del juez en un instrumento para reforzar su posición frente a los otros poderes del Estado, como lo prueba la creación de los consejos de la judicatura, que sin pertenecer al poder judicial del Estado, han nacido para defenderlo políticamente. En este trabajo se analiza la evolución del modelo de juez-funcionario y sus diferencias con el modelo de juez anglosajón.
Palabras clave: Independencia judicial; imparcialidad; consejos judiciales; gobierno de los jueces; democracia.
ABSTRACT
In today´s democracies, there is a deterioration of politics and a progressive empowerment of judges. Judges not only control the government but also the legislature. The European model of justice has turned the concept of independence of the judge into a weapon to strengthen its position respect to the other branches of the state, as evidenced by the creation of the judiciary councils which, without belonging to the judicial branch, were born to defend it politically. This paper analyzes the evolution of the functionary-judge model and its differences with the Anglo-Saxon judiciary model.
Keywords: Judicial independence; impartiality; judicial councils; government of judges; democracy.
A José de Francisco, in memoriam.
Lo que yo digo es que ni el poder judicial ni el poder legislativo, ni el poder ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional [...] hostiles al espíritu público dominante en el país.
Manuel Azaña, Pleno del Congreso de los Diputados (23-11-1932)
Resolver controversias con exclusividad y de forma irrevocable[1] es un poder tan relevante para una comunidad que solo se admite si lo legitima el soberano y se ejercita en su nombre. El poder de juzgar siempre fue la expresión de un poder político que, con la llegada del constitucionalismo, se convirtió en un poder del Estado.
John Locke consideraba que era una forma de ejecutar la ley; por eso, en su Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690) no lo abordó de modo diferenciado. Montesquieu también entendió que el juez era un ejecutor de la ley. Sin embargo, para evitar que el Parlamento o el Gobierno pudiesen ser juez y parte, defendió que esa particular forma de ejecutar la ley se configurase como un poder independiente, cuya primera característica fuese la «neutralidad».
Esto no significa que el juez carezca de ideología o que esté libre de toda sujeción. Su reconocimiento como poder diferenciado encuentra su razón de ser en la necesidad de «neutralizar» a los otros dos poderes del Estado. La generalidad de las normas jurídicas solo se asegura si los que juzgan no son sus creadores. El poder judicial, como poder del Estado, nace para poner fin a las leyes y disposiciones de caso único (sean de origen monárquico o parlamentario, como los bill of attainder[2]), en las que se crea la norma y al mismo tiempo se juzga a las personas, privándolas del debido proceso. Para Montesquieu, el juez no es independiente de la ley decidida en el Parlamento ni tampoco lo es enteramente del monarca (hoy leeríamos Gobierno, a quien corresponde proveer los recursos necesarios para el desempeño de la actividad jurisdiccional. La independencia judicial es un elemento estructural, vinculado a la articulación jurídica del Estado, a cuyo través se garantiza la generalidad de las normas y, con ella, la libertad de las personas[3]. Cumplida esa función, lo que se espera del juez es que sea imparcial[4].
Neutralizar a los demás poderes es la razón de ser del poder judicial. Pero, lo que lo hace independiente, es su segundo atributo (en puridad, el primero, si nos atenemos al orden en que fue escrito): la invisibilidad (invisible et nulle). Así lo creía Montesquieu (1987: 108):
El poder judicial no debe darse a un Senado permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que solo dure el tiempo que la necesidad lo requiera. De esta manera, el poder de juzgar tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a determinado estado o profesión. Como los jueces no están permanentemente a la vista, se teme a la magistratura, pero no a los magistrados.
La invisibilidad del poder judicial es la pieza sobre la que gravita su legitimación democrática. El poder judicial no debe contar con una organización permanente ni estar en manos de una clase. La ley debe regular la función de juzgar, pero no a los jueces. Si los ciudadanos han de ser juzgados por sus iguales[5], solo el pueblo puede juzgar. Cuando los jueces se visualicen como un artificio distinto del pueblo, el judicial habrá dejado de ser independiente.
Siempre me han sorprendido estas afirmaciones de Montesquieu porque resultan difíciles de compaginar con su reiterada defensa de los llamados cuerpos intermedios. O la influencia de la «constitución inglesa» desequilibraba, en este punto, su calculado moderantismo, o intuía que el pensamiento ilustrado terminaría por entregar la función de juzgar a los comisarios políticos del rey y que esa era la única forma de impedirlo. Me inclino a pensar en una mezcla de ambas cosas. En todo caso, la historia más inmediata confirmará sus temores.
Mientras los ingleses se mantenían fieles a su idea de invisibilidad, preocupándose más por la imparcialidad del juez que por su independencia de los demás poderes (de hecho, nadie cuestionaba que la Cámara de los Lores fuese el más alto tribunal del país), la propuesta de Montesquieu, inspirada en la fórmula de jurados populares y jueces temporales de los británicos, cayó en saco roto.
En su lucha contra el Ancien Régime, la Revolución francesa hizo bandera de la separación de poderes, pero también apostó decididamente por un poder judicial lo suficientemente visible como para poner fin a la maraña de Parlamentos, tribunales, jueces y otras instituciones históricas con funciones materialmente asimilables. Para ello reconvirtió la vieja figura del intendente regio, que representaba la plenitudo potestas del soberano, frente a las jurisdicciones locales y, en su lugar, reclutaron a un conjunto de servidores públicos encargados de aplicar la ley en nombre de la Revolución. Los jueces naturales eran barridos para ser sustituidos por los muy visibles jueces de la constitución y el Estado. Los nuevos comisarios políticos del soberano[6].
Los poderes intermedios eran una pieza clave en el modelo de monarquía moderada y respetuosa con la ley que defendía Montesquieu. Paradójicamente, en Francia, y por su influencia, en la Europa continental, la consolidación del Estado constitucional y la realización del principio de la separación de poderes se alcanzó mediante su erradicación. La teoría del Estado de Montesquieu no coincidía con la defendida por la razón ilustrada. Ni los Parlamentos ni la jurisdicción seigneuriale et patrimoniale ni los demás tribunales independientes podían considerarse, como antaño, dépôt des lois, encargados de filtrar el abuso y la arbitrariedad del monarca[7]. Ese atributo recaerá en la todopoderosa Asamblea Nacional. La expresión «los jueces no son sino la boca que pronuncia las palabras de la ley» adquiere ahora una nueva dimensión. Napoleón le dio forma.
Aunque la ley sobre la organización judicial de 1790[8] ya había establecido distintos órdenes jurisdiccionales (tribunales de familia, de comercio, penales, administrativos) y un sistema vertical de órganos judiciales, todavía mantenía la idea de la libre elección de los jueces por los justiciables, aunque sobre los primeros pesaba la espada de Damocles de la prevaricación por aplicación indebida de la ley, a criterio del ministro de Justicia. El principio de legitimación democrática se plasmará en la Constitución de 1791, pero la invisibilidad del juez desaparecerá por completo con la llegada de Napoleón y la definitiva creación de la figura juez-funcionario.
La Constitución del año X (Senadoconsulto de 4 de agosto de 1802) otorgaba la dirección del poder judicial al ministro de Justicia, que ocupaba un lugar destacado en el Senado y el Consejo de Estado; presidía el Tribunal de Casación y los tribunales de Apelación, siempre que el Gobierno lo estimase conveniente y ejercía la potestad disciplinaria sobre los jueces. La ley sobre organización judicial, de 20 de abril de 1810, dispuso que correspondía al Ejecutivo reclutar a los jueces y magistrados, que se convirtieron en administradores de justicia al servicio del emperador. El juez burócrata, desligado del pueblo, fue instrumentalmente absorbido por el poder ejecutivo, como si se tratase de una división especializada de la Administración. La opción revolucionaria por el juez visible y organizado como poder permanente del Estado, culminó en una organización profesionalizada y dependiente del poder ejecutivo.
La concepción del juez-funcionario se unió desde entonces a la idea de modernización y transformación de la justicia como servicio permanente del Estado. A medida que el Estado constitucional se democratizaba, la contradicción entre la figura del juez-funcionario y la independencia del poder judicial se acentuaba. En el centro de todas las preocupaciones se situaba la necesidad de buscar garantías jurídicas que asegurasen la independencia interna y externa de los jueces frente al poder ejecutivo y en recuperar la legitimidad democrática perdida, manteniendo, al tiempo, su visibilidad como poder permanente y profesionalizado del Estado. Se trataba, en definitiva, de demostrar que a través del derecho era posible articular un poder judicial independiente, sin necesidad de contar con el pueblo.
La imparcialidad del juez se convirtió en una cuestión meramente legal y secundaria. En términos constitucionales solo importaba cómo abordar su independencia. Progresivamente, aparecieron formas de selección de jueces un poco más objetivas y garantías como las de la inamovilidad, la no sujeción a mandatos procedentes de los otros poderes o de la propia jerarquía judicial y, sobre todo, la de la irresponsabilidad en los casos en que un tribunal superior revocase la decisión inicialmente acordada. El juez que resuelve técnicamente un conflicto, aunque su parcialidad sea manifiesta, es esclavo de su error y de su conciencia, pero, por regla general, nunca prevarica.
Todo el debate jurídico-constitucional pivotaba sobre la necesidad e intensidad de esa coraza protectora de la posición del juez, como si su sola existencia avalase, por sí misma, no solo la independencia del judicial frente a los demás poderes, sino también que sus resoluciones, digan lo que digan y traten de lo que traten, nunca podrán ser calificadas como políticas. Serán técnicamente criticables, pero el juez-funcionario público con una independencia jurídicamente garantizada, por ese solo hecho, siempre resolverá con fundamento en razones ajenas a las que mueven las decisiones políticas.
Confieso que nunca he entendido muy bien ese razonamiento. Una cosa es que se pueda ser independiente y otra que se sea. Además, en ningún sitio está escrito que la independencia sea el antídoto de la política. Lo cierto es que sobre esa premisa nació la conveniente e interesada simplificación consistente en diferenciar entre criterios de oportunidad, que serían los propios de la política, y los de razonabilidad, que serían los que sustentan las decisiones judiciales. Todos los informes y todas las razones legales que figuran en un expediente administrativo para justificar una determinada actuación pública se reducen y subsumen en una decisión que es considera de mera oportunidad, mientras que una sentencia mínimamente motivada pasa por ser la expresión de la razón objetiva. Exagero intencionalmente los extremos del argumento con el solo fin de subrayar que la independencia solo es un presupuesto contextual, pues un juez jurídicamente independiente puede ser parcial y, al revés, un juez designado por el poder ejecutivo o por el legislativo puede ser completamente imparcial[9]. No existe una relación de causa-efecto entre una y otra garantía, aunque se complementen y, lo que es más grave, a menudo se confundan.
Quedaba una segunda cuestión por resolver: cómo justificar que el poder de juzgar se ejerciese en nombre del pueblo, pero sin el pueblo. El artificio de persuasión jurídica ideado para la ocasión es sobradamente conocido: el juez está legitimado democráticamente porque aplica la ley, que es la expresión de la voluntad general manifestada por los representantes del pueblo. Como justificación de la legitimación democrática del juez-funcionario, el argumento resulta bastante pobre y poco convincente, aunque solo sea por el hecho de que también otros muchos funcionarios públicos aplican a diario la ley y, no por ello, se dice que participen de aquella legitimación.
La legitimación del juez profesional y no elegido por el pueblo es estrictamente funcional: sin él, no sería posible instaurar una democracia constitucional. El juez-funcionario está legitimado democráticamente, no porque aplique la ley, sino porque su función es conditio sine qua non del sistema democrático[10].
Ello no impide que se visualice como un poder público permanente, dotado de su propia organización y distinto del pueblo. Acaso por ello, en los sistemas de justicia continental ese modelo dominante del juez-funcionario se suaviza y complementa con algunas formas de justicia en las que existe una participación ciudadana mucho más directa, como los tribunales del jurado.
Hasta la llegada del constitucionalismo de entreguerras y el debate acerca del control de la ley —y por ende, del posible carácter contra-mayoritario de la jurisdicción— esa fue, en términos muy esquemáticos, la situación del poder judicial en el continente europeo. Un período que Giannini (1986: 49) denominó, con acierto, el del «Estado de clase única».
Los jueces no son sociedad civil. Son autoridades del Estado que hacen visible el poder de juzgar como distinto del de gobernar o legislar. Para corregir los efectos no deseados de esa visualización y asegurar su independencia, se les ha dotado de unas determinadas condiciones de ejercicio y de una protección jurídica reforzada que, al parecer, los convierte en distintos. Todos hacemos política, menos los miembros del poder judicial. Solo ellos, por el estatus legal que les rodea y la función que desempeñan, obedecen a los designios de la razón. El resto de los mortales, o bien nos movemos por intereses no racionales o tenemos la razón contaminada de pasiones.
En este modelo, el poder judicial es un «peso sin contrapeso» (Guarnier, 1993), una autorización en blanco carente de toda accountability ciudadana. Antes bien, cualquier intento de modificación de su estatuto (reforma del sistema de acceso, de la carrera profesional, de las condiciones de trabajo, de sus órganos de gobierno…) será presentada ante la opinión pública como una injerencia política dirigida a menoscabar su independencia.
En el sistema de juez-funcionario, la independencia judicial se ha convertido en una poderosa arma política que, a su manera, todos invocan en defensa de la democracia. El poder judicial nació para neutralizar a los demás poderes. La línea de separación entre neutralizar y sustituir siempre será demasiado fina y quebradiza. En ese espacio de inevitable fricción todos hacen política, también los jueces. Pero estos últimos cuentan, como después veremos, con el casco de Hades de la independencia que les permite, a su antojo, hacerse invisibles. Los jueces no están en la escaramuza política, pero son parte de ella.
En los países del common law, el poder judicial también se ha ido profesionalizando y haciéndose progresivamente más visible, pero manteniendo siempre un firme anclaje con el pueblo como factor de legitimación democrática y de control externo de la responsabilidad del juez y del sistema de justicia[11].
No parece necesario retroceder a la época en la que el juez Coke defendía la preferencia del common law frente a su arbitrario desconocimiento por parte de las normas aprobadas en nombre del rey. En el derecho anglosajón siempre se ha reconocido sin complejos la capacidad creadora de derecho del juez y, por tanto, la significativa dimensión política de la labor consistente en hacer justicia.
Esta herencia fue reacondicionada, especialmente en su tratamiento constitucional, por las colonias norteamericanas desde sus inicios, pero, sobre todo, tras la guerra de independencia y los debates surgidos como consecuencia de la redacción y aprobación de la Constitución federal. Sin entrar ahora en detalle, mientras en la práctica jurídica los esfuerzos se concentraban en garantizar el principio de imparcialidad del juez como una vertiente del derecho al due process of law, en el debate político constitucional, aun existiendo claras referencias a esa imparcialidad, la cuestión principal se proyectaba sobre el delicado y complejo asunto relativo a la determinación de las relaciones entre los diversos sistemas de justicia de los estados y el destinado a aplicar y controlar el derecho federal.
En el primer ámbito se presentaba un debate sobre el juez y el alcance de los civil rights a través de su defensa en juicio. En el segundo, la cuestión se planteaba en términos de separación y reparto del poder político. Aunque ya me he ocupado de este asunto en otro lugar (Caamaño, 2020: 237-260), resulta obligado remarcar que el federalismo es una reafirmación de los valores democráticos y republicanos y que, en su ideario, todos los poderes del Estado están conectados con el pueblo y responden ante él. Los jueces y tribunales no eran ajenos a ese circuito democrático al que se unía una marcada tradición de tribunales populares tanto en asuntos civiles como penales. No es de extrañar, en consecuencia, que a pesar de la visión elitista de alguno de los padres fundadores, la elección popular de los jueces o su designación directa y temporal por órganos políticos (el gobernador o la asamblea legislativa del Estado) constituyese, con algunas matizaciones y variaciones locales, la base sobre la que se conformaron los distintos sistemas de justicia que integran el poder judicial de aquel país. En los Papeles del Federalista se aprecia de modo meridiano que la discusión acerca de la independencia del juez se circunscribía a su delimitación como poder neutralizador en relación con los otros poderes del Estado, de modo que, salvo alguna puntual referencia a la necesidad de establecer alguna garantía jurídica protectora[12], la discusión se movía en torno a la responsabilidad del juez y, sobre todo, a su elección y designación.
Si el poder de realizar los nombramientos se dejara a la rama ejecutiva o legislativa, existirá el peligro de una sumisión inapropiada a la rama que ostente ese poder. Si lo ostentan ambas ramas, la judicatura intentará evitar desagradar a cualquiera de ellas. Si es responsable de ello el pueblo o personas elegidas por el pueblo para este fin, habría una excesiva inclinación hacia el populismo, que haría ilusoria la creencia de que se ceñirían a la Constitución y a las leyes (Plubius, Hamilton)[13].
Esta sucesión encadenada de imposibles sirvió para justificar que los nuevos miembros de la mayor autoridad judicial del país, el Tribunal Supremo, fuesen nombrados directamente y de modo vitalicio por el presidente de los Estados Unidos con el advice and consent del Senado. Una solución que hoy, desde la mentalidad europea, muchos considerarían manifiestamente contraria al principio de independencia judicial.
Desde fechas muy tempranas los sistemas de designación y elección de los jueces convivieron bajo muy diversas tradiciones locales, experimentando significativas variaciones según las tendencias políticas y sociales dominantes en la vida de cada uno de los estados. En el año 1832 el estado de Misisipi decidió que todos los miembros de la judicatura estatal fuesen elegidos mediante elecciones partidistas, lo que tuvo una importante repercusión sobre otros estados. Por contraposición, en 1934, como reacción a los populismos y con el fin de articular un sistema de justicia más eficaz frente al crimen organizado, California fue el primer estado de la Unión en sustituir las elecciones judiciales vinculadas a los partidos políticos (partisan elections), por un sistema de nombramientos de jueces (apointtive system) designados directamente por el gobernador (Nonpartisan Court Plan) a partir de un grupo de candidatos previamente seleccionados por una comisión participada por distintos sectores profesionales de la justicia. En el año 1940, el estado de Missouri aprobó un plan para articular un sistema de méritos en el acceso a la judicatura con el fin de favorecer la especialización, mejorar la calidad del servicio y reducir la dependencia partidaria que podía derivase del sistema de elección ciudadana. El Merit-Plan o Plan Missouri tuvo un notorio éxito (se entremezclaba un proceso de selección técnica y de formación). Los jueces eran elegidos por el gobernador a partir de un conjunto de candidatos seleccionados por una comisión en la que participaban juristas y representantes de la ciudadanía. Los jueces designados tenían un tiempo inicial de ejercicio del cargo y, para su permanencia en el mismo, se dispuso la necesidad de que fuesen confirmados mediante el voto popular (retention election).
En la actualidad existen cinco sistemas fundamentales de selección de jueces: designación por quien encabeza el poder ejecutivo (presidente/gobernadores); designación por el legislativo (como en Virginia o Carolina del Sur); elecciones con candidatura de partido (partisan contested election); sin presencia de partidos (nonpartisan contested election), y de méritos (commissión-assisted gubernatorial appointment), con y sin retetion election.
Salvo puntuales excepciones, los jueces norteamericanos son mayoritariamente elegidos mediante procesos políticos participados directamente por la ciudadanía o liderados por órganos de naturaleza eminentemente política. Con desigual intensidad se mantiene un modelo de selección y responsabilidad del juez estrechamente unido a la política y a la participación ciudadana. En el derecho anglosajón el poder judicial es un poder fuerte, pero que todavía conserva ciertos rasgos de invisibilidad. Montesquieu diría «más independiente». No es la ley, sino la ciudadanía la que sujeta y legitima directamente al juez, entre otras razones porque en los sistemas de common law la ley parlamentaria comparte espacio con la jurisprudencia. Todo ello ha dado lugar a una convivencia más normalizada entre jurisdicción y política (political clause, selft-restraint…), en la que a la independencia se llega desde la imparcialidad, y no a la inversa.
Con todo, en los Estados Unidos se ha planteado y sigue vivo un interesante debate político y jurídico acerca de hacia dónde debe encauzarse el proceso de selección de jueces. Los defensores del sistema de selección por méritos recurren a un argumentario que, como señala Gardner Geyh (2019: 79), se ilustra muy bien en la explicación que ofrece a los escolares la División de Educación Pública de la American Bar Association: los jueces son como los árbitros de béisbol, fútbol o baloncesto. Lo relevante no es cómo y quién los haya designado. Lo que importa es cómo han dirigido el encuentro y si los espectadores consideran que, aún teniendo errores, han sabido interpretar el juego y resolver las situaciones comprometidas sin incurrir en favoritismos.
Ahora bien, el juez entendido como un árbitro (like the ump), debe limitarse a aplicar las reglas a los hechos. Si esta es la función del juez, entonces no es conveniente que sea elegido por el pueblo. El árbitro no debe ser nombrado por las hinchadas de los equipos ni estas deben decidir su continuidad porque, entonces, intentará contentar a quien le apoye. Las elecciones no favorecen que los jueces piten aquello que ven, sino aquello que quieren ver los que los votan.
Frente a esta postura, los defensores de la elección popular de los jueces alegan que los jueces, además de árbitros, también son creadores de las reglas y las interpretan con arreglo a sus convicciones personales e ideología. Su visión del juego no es neutral y, a través de la suma de partidos, cada uno de ellos intenta rehacer las normas acomodándolas a sus preferencias. Solo el reproche de los espectadores permite corregir esas desviaciones. Además, cuando los fans de uno y otro equipo acuerdan participar en el proceso de selección del árbitro, existe una mayor atención ciudadana, más transparencia y sus decisiones son mejor aceptadas.
Detrás de este debate subyacen algunas cuestiones fundamentales en las que claramente se entrelazan política y jurisdicción. La principal tiene que ver con el significado político de juzgar en un Estado democrático.
La expresión «neoconstitucionalismo» no acaba de convencerme[14]. A mi juicio, otorga un halo de modernidad a la vieja idea del gobierno de los jueces y sobredimensiona la parte dogmática de la Constitución, olvidando que los derechos y libertades fundamentales nada serían sin la parte orgánica. No me imagino una constitución sin el hemiciclo de un Parlamento o sin la sala de vistas de un tribunal. En el primero se ordena el futuro. En la segunda se resuelven conflictos que vienen del pasado. La voz del juez, aunque se proyecte hacia el futuro, siempre lo hará sobre la reverberación de lo ya ocurrido.
Tampoco es de mi agrado otra expresión, intelectualmente menos precisa, pero mucho más icónica, que ha causado fortuna desde que Tate y Vallinder (1995) la utilizaran por primera vez y Ran Hirschl (2004) la popularizase: «La juristocracia». No niego, sin embargo, que más allá de la semántica hay hechos que destellan en rojo. El día 24 de septiembre de 2019, el Tribunal Supremo del Reino Unido hizo pública la Sentencia mediante la que resolvía los asuntos Miller v. The Prime minister y The Advocate General of Scotland v. Joanna Cherry MP and other. Más allá del caso, el Tribunal acababa de declarar que ni las decisiones puramente institucionales ni la tradicional soberanía de Westminster iban a ser obstáculo a su función de control. El último bastión acababa de caer. ¿Estábamos ante el fin de la democracia representativa y el comienzo de una nueva forma de gobernanza pública en la que, a través de su función de control, los jueces asumen, en última instancia, un papel protagonista en la dirección de la vida pública?
No lo creo. Su protagonismo y visibilidad es incuestionable. Las decisiones de los jueces condicionan las agendas políticas de las democracias. La justicia constitucional no solo ha promovido el control de la ley y de los compromisos internacionales entre Estados. Además, ha impulsado el derecho de acceso al juez hasta alcanzar los últimos rincones: el del control íntegro del Gobierno, el de los interna corporis acta de las cámaras parlamentarias, las decisiones de las autoridades administrativas independientes, los acuerdos internos de los partidos políticos y otras organizaciones de relevancia constitucional... Si algo no está sujeto a control judicial es porque no existe.
Mientras esto ocurre, la vieja teoría de los actos políticos, el selft-restraint o las diferencias entre actos reglados y discrecionales se han ido reubicando en el rincón del olvido. Todo se ha judicializado y la política no iba ser una excepción. Los principios de motivación, racionalidad y proporcionalidad se han convertido en leyes naturales mediante las que los jueces gestionan el derecho positivo. La cultura de la jurisdicción ha ido adueñándose del derecho hasta el punto de exigirse que se motive el resultado de una votación secreta[15].
Este empoderamiento del juez no es el principio del fin de la democracia, pero es evidente que ha debilitado su alma republicana. En los procesos de deliberación pública ha aparecido un nuevo circuito en el que la responsabilidad política es examinada como si se tratase siempre de una responsabilidad jurídica. Obviamente, no hablo de un retorno a los principios organizativos de las sociedades preestatales en las que ambas responsabilidades se confundían. Antes bien, lo que quiero decir es que los poderes públicos no solo deciden pensando en los intereses de la ciudadanía, sino que también evalúan lo que posteriormente dirá un juez. Los procesos de decisión política, aunque se ajusten a la legalidad, anticipan hoy un riesgo justicia, como factor políticamente relevante e imponderable y, por ese motivo, prefieren saber lo que el juez pueda decir antes de actuar[16], incluso, en situaciones de emergencia[17]. Tal es el dominio del juez y tales son las consecuencias políticas de sus decisiones, que los otros poderes han habilitado cauces para convertirlo en consultor y anticipar su opinión.
Los jueces no solo son creadores de derecho. También participan en los procesos de decisión política manteniendo un diálogo y, a veces hasta un pulso, con los demás poderes del Estado[18]. La ley ya no es garantía de seguridad jurídica. Lo único seguro es aquello que se acuerda por o con el juez. Las virtudes cívicas y el buen hacer institucional son insuficientes. Ha de añadirse el aval del juez para serenar al pueblo.
La democracia de fondo republicano, basada en el diálogo competitivo entre mayorías y minorías, la confianza política y la decisión mediante el voto, se ha encontrado con un nuevo interlocutor que opera con una lógica y una metodología forjada para resolver, desde la neutralidad, casos y conflictos concretos, y no para responder a los retos que conforman la dirección de la vida pública. Si, a pesar de ello, el republicanismo pierde peso y el judicialismo gana posiciones, no solo se debe a la pérdida de valor de los procedimientos habituales de participación democrática, sino también al casco de Hades de la independencia, que invisibiliza políticamente al poder judicial ante los ojos del pueblo. Un arma de dioses que, en este nuevo contexto, nada tiene que ver con la garantía jurídico-procesal de la imparcialidad.
El cálculo del impacto derivado de la conjunción de ese doble circuito deliberativo —el de la democracia representativa y el judicial— ha de pasarse por múltiples filtros en función de la realidad y la cultura de cada país. Quienes, en palabras del juez Holmes (1959: 21), siempre han pensado que el derecho es «las profecías acerca de lo que los tribunales harán en concreto; nada más, ni nada menos», tendrán más facilidad asimilar el impacto. Y allí donde se han implementado fórmulas efectivas de control popular del poder judicial o, cuando menos, ha prendido un sentimiento cívico de accountabiliy judicial, estarán mejor preparados para reparar los desequilibrios graves que se puedan producir, pues cuentan con un sistema de alerta temprana que históricamente les ha advertido de los riesgos de una excesiva judicialización de la vida pública[19].
En el modelo de juez-funcionario, característico del derecho continental europeo, el proceso de adaptación y cambio se adivina bastante más complicado porque ni existe la tradición del juez creador de derecho (lo complementa, sigue diciendo el art. 1.6 del Código Civil) ni tampoco un control democrático de su actuación.
Ahora bien, durante tiempo ese impacto se ha visto contenido como consecuencia del establecimiento de un sistema de jurisdicción constitucional concentrado inspirado en el modelo kelseniano. Solo tres países (Alemania, Austria y España) cuentan con un procedimiento de control de constitucionalidad abstracto o sin caso que, por su naturaleza y el perfil de los sujetos legitimados, es el de mayor connotación política. Además, en aquellos países políticamente descentralizados, antes de la jurisdicción de la ley, el poder judicial, a través de la denominada jurisdicción de Estado, ya resolvía conflictos entre leyes procedentes de distintos entes territoriales, por lo que existía cierta cultura de control judicial del poder político.
Con todo, el factor de contención más relevante nace de la diferenciación estructural entre poder judicial y jurisdicción constitucional, no solo desde una perspectiva jurídico-constitucional, sino también política y social. Los tribunales constitucionales no forman parte del poder judicial y, por tanto, su relación con los otros poderes del Estado se ha configurado y comprendido de forma distinta. La judicialización de la gobernanza del Estado aparecía como algo puntual y circunscrito a la jurisdicción constitucional, en tanto que garante y cierre del sistema democrático. Visto así, era un mal menor, absolutamente necesario y, en todo caso, contenido. Un solo órgano, con funciones y características específicas —un legislador negativo- formado por un reducido número de personas, elegidas por otros órganos de relevancia constitucional y con un mandato temporalmente limitado.
Ocurre, sin embargo, que ese deslinde se ha ido progresiva y aceleradamente desdibujando. El «juez ordinario» -en la terminología acuñada por muestro Tribunal Constitucional- es hoy un juez del derecho (incluida la ley) más que un juez de casos. Sería del todo inadecuado generalizar esta afirmación, pero creo que no es exagerada cuando pensamos en los altos tribunales y, especialmente, en aquellos que culminan la organización judicial. A poco que se examine la evolución de los procedimientos de casación (no solo en España) se comprueba que operan más al servicio de tribunales concebidos como órganos de depuración del ordenamiento jurídico, anulando, creando y modificando reglas jurídicas para su aplicación general, que pensando en la resolución de casos concretos. A ello debemos sumar el planteamiento por los jueces de la cuestión de inconstitucionalidad, de la cuestión prejudicial, la aplicación directa del principio de primacía del derecho de la UE o el sorprendente resurgir del principio de prevalencia[20] y la traslación, a veces irreflexiva y descontextualizada, de la jurisprudencia constitucional, de la del TJUE o la del TEDH a la resolución de los conflictos judiciales. El resultado de este apretado resumen es la aparición de un poder judicial en cuya cúpula existe una equivocada preocupación por asegurar la igualdad en la aplicación judicial del derecho, que lo transmuta en un legislador informal de segunda vuelta, olvidando que la razón de ser del derecho fundamental de acceso al juez consiste, precisamente, en poder demostrar que mi caso no es exactamente igual al previsto en la ley.
La suma de todos estos factores conduce a una situación inquietante que afecta a la gobernanza democrática, pero también a la comprensión de los derechos y libertades fundamentales. Las sentencias de los altos tribunales ponen más énfasis en establecer una doctrina de carácter general que en ofrecer una respuesta individualizada a la persona y su particular caso, lo que los lleva a objetivar los criterios de admisión y a reproducirlos de manera sistemática. Interesa más intervenir en la dirección de la comunidad que la justicia del caso. Se olvida que el poder judicial no nació para definir la igualdad (tarea que incumbe al legislador), sino para hacer justicia a lo diferente.
Este incremento de las tensiones entre política y jurisdicción forma parte de la dificultad inherente al concepto de juzgar en una sociedad plural y democrática. Desde que se estableció la judicial review en los Estados Unidos de América, la literatura sobre este asunto, sus inflexiones históricas y sus repercusiones políticas y sociológicas, es inabarcable. Lo que resulta verdaderamente novedoso es la tendencia hacia el desequilibrio causado por la mayor influencia política del poder judicial, singularmente en los países en los que existía una tradición jurídica distinta. Con ello quiero significar que cierta penetración de la justicia en la política, y a la inversa, está en la naturaleza de las cosas y dentro de lo esperable. Si bien esta distinta dimensión de la independencia judicial opera autónomamente y al margen del objetivo de favorecer su imparcialidad, sirve de contrapeso razonable, sin perjuicio de que puedan darse, si se me permite la expresión, situaciones de abuso de independencia.
Por contraste con lo anterior, lo que en mi criterio resulta carente de fundamento constitucional profundo —es decir, más allá de la literalidad de cada constitución— es la invocación de la garantía de la independencia en todos aquellos otros ámbitos de comunicación bidireccional entre justicia y política que, razonablemente, no pueden incluirse en el concepto de juzgar. En esa esfera externa al poder de juzgar es donde la interferencia de la justicia sobre la política es más intensa, más preocupante, más desconcertante y más innecesaria.
En el modelo de juez-funcionario la sospecha de presiones gubernamentales sobre los jueces prende con facilidad. El esfuerzo realizado estableciendo garantías legales que impidiesen la indebida remoción de los jueces, una interesada política de promoción y ascensos o un uso selectivo de la potestad disciplinaria, no parecía suficiente. Para terminar con esa destructiva desconfianza en la neutralidad de la justicia se pensó que sería una buena idea visualizar políticamente a los jueces como poder, confiriéndoseles una voz colectiva propia y capacidad suficiente para autogobernarse.
Puesto que el poder judicial reside en cada juez o jueza individualmente considerada cuando ejerce su exclusiva potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, para alcanzar ese objetivo algunos países sintieron la necesidad de incorporar, como en el mito de la caverna de Platón, una institución-sombra. Un órgano que, sin ser uno de los poderes del Estado, apareciese regulado junto a ellos en la constitución y que hablase como si fuese el poder judicial, porque aparenta representarlo colectivamente y autogestionar los intereses que conciernen a los miembros de la carrera judicial. Subrayo lo de carrera, pues los jurados imparten justicia, son poder judicial, pero, a estos efectos, no serían jueces.
Surgió así una figura constitucional en tierra de nadie, cuya teórica razón de ser es amplificar políticamente la voz del poder judicial para dotar de mayor eficacia persuasiva a las garantías legales de su independencia. Si, como hemos visto, la independencia es una garantía ambiental del principio de imparcialidad, su representación en pantalla gigante comporta la llegada de un nuevo actor principal al escenario de la política.
Italia inició este camino con la regulación por la Constitución de 1948 del Consiglio Superiore della Magistratura, cuyo modelo sirvió de inspiración a otros países, entre ellos el nuestro. Allí donde existe ese modelo de consejo del poder judicial, gran parte de la ciudadanía confunde la sombra con la realidad y hasta sienten como normal que el poder judicial tenga dos bocas: la que dice la ley, a la que apenas prestan atención, pues, salvo casos de especial relevancia pública, las resoluciones judiciales solo incumben a las partes en conflicto; y la que llena los informativos, reivindica mejoras para los jueces, denuncia injerencias de los otros poderes del Estado o les afea políticamente su conducta[21].
Los consejos del poder judicial opacan al poder que dicen proteger, porque el relato que amplifican no es el de los jueces, sino el posicionamiento político-corporativo de la institución, construido mediante un circuito interno de poder, dominado por las asociaciones judiciales[22].
La principal consecuencia de este modelo de consejos del poder judicial es que, de tanto abanderarla, se han adueñado de la independencia de los jueces. Han creado un nuevo concepto de independencia que califican de judicial, pero que poco o nada tiene que ver con ella. Las posiciones construidas en los órganos de decisión de estos consejos de la judicatura son la expresión política del órgano y la reducción de las concepciones acerca de la justicia y del modo en que debe ordenarse su administración que existen en su interior. Por esta razón, sus decisiones están sujetas a control judicial. La garantía de la independencia judicial no reside en los consejos de la judicatura, sino en la ley y en el juez. El análisis de aquellas sentencias en las que los órganos judiciales de los países democráticos con consejo de la judicatura declaran la vulneración del principio de independencia, nos pone ante la enorme paradoja de su creación: los consejos de la judicatura (que controlan los actos que afectan a la carrera de los jueces) son los que más veces infringen la garantían de la independencia judicial. Si la independencia de los jueces se dejase en mano de los consejos, acabarían siendo mucho menos independientes.
Se comprende así por qué en otros muchos países democráticos no existe esta figura y por qué sus jueces no son menos independientes. Los consejos de la judicatura solo han servido para crear una falsa y equívoca imagen de independencia al servicio de la contienda política y por completo ajena el principio de independencia que protege a las personas titulares del poder judicial del Estado. Con ello, no solo no se ha aminorado la natural desconfianza ciudadana en el juez-funcionario, sino que se ha incrementado la percepción de una justicia politizada e, incluso, próxima a los partidos políticos.
Pero si esto ya es de por sí preocupante, más me parece que este concepto de independencia, si se me permite el juego de palabras, independiente de la independencia judicial esté contaminando progresivamente a este último.
En efecto, la concepción de la independencia judicial dominante en Europa, singularmente a la vista de la jurisprudencia del TEDH y del TJUE, tiende a considerar que la existencia de un consejo de la judicatura es un presupuesto básico para la eficacia de la independencia judicial (Bustos Gisbert, 2020). Los jueces están imponiendo a los demás poderes del Estado, especialmente al legislador, un concepto de independencia judicial expansivo y que se proyecta sobre ámbitos muy distantes de la función de juzgar. Dicho con otras palabras: con el pretexto de la independencia están blindando una zona de no interferencia política, pero desde la que hacer una política que incide directamente en la gobernaza de la vida pública y muy distante de la que puede estimarse imprescindible para ejercer el poder de juzgar. Ya no son, si es que alguna vez lo fueron, los depositarios de la ley que deben aplicar con independencia. Se han hecho dueños de la ley que determina cómo debe ejercerse el poder de juzgar y cuál ha de ser el alcance de sus garantías.
La visualización de los jueces funcionarios en cinemascope no ha servido para reforzar la independencia del juez en su función de juzgar. Solo ha venido a incrementar las tensiones entre jurisdicción y política, y a redimensionar la función política del juez como amo y señor del derecho al que siempre asiste la razón, aunque esta no se acomode a la orientación democrática de la comunidad.
Partimos, en este apretado viaje, de una idea que está enraizada en el primer constitucionalismo y su marcado espíritu liberal: la invisibilidad del poder judicial como presupuesto de su legitimación democrática y único medio de asegurar su capacidad para neutralizar eficazmente a los otros poderes del Estado. Hemos visto la distinta evolución de este concepto en los países de derecho anglosajón y en los de derecho continental, y cómo el principio de independencia del juez nació para favorecer su imparcialidad. El ciudadano espera que el juez que haya de resolver su caso sea imparcial y una forma de perder esa condición es que se demuestre que ha recibido instrucciones de otras autoridades o personas. El juez dependiente puede ser parcial, pero el juez independiente también puede llegar a serlo. Este concepto de independencia está directamente vinculado al proceso y a la función constitucional de juzgar.
Concurre, además, una segunda dimensión externa de la independencia, constituida por un conjunto de garantías legales cuya finalidad es evitar perturbaciones indirectas sobre el juez procedentes de los otros poderes del Estado, singularmente del ejecutivo (inamovilidad, régimen retributivo carrera profesional, imposibilidad de cese salvo comisión de actos ilícitos, control del régimen disciplinario…).
Ambas dimensiones de la independencia judicial están presentes, con distinta intensidad, en los sistemas de common law y de derecho continental, si bien en el primer caso existe menos riesgo de que la independencia del juez se pueda convertir en tiranía porque su mayor profesionalización como autoridad pública se ha compatibilizado con procesos que permiten la participación ciudadana en su elección o permanencia, o bien a través de fórmulas de exigencia de responsabilidad basadas en una cultura de la accountability que obliga a los jueces a tener muy presentes las consecuencias de sus decisiones sobre los equilibrios democráticos constitucionalmente establecidos.
Sin embargo, en algunos países en los que rige la figura del juez-funcionario, se ha intentado sustituir esa accountability democrática mediante la creación de un órgano de relevancia constitucional que opere como portavoz y garante político de la independencia de los jueces.
Esta sobrevisualización del poder judicial no ha aportado mayor independencia a los jueces, ha incrementado innecesariamente las áreas de fricción entre política y justicia y, sobre todo, ha servido para gestar una suerte de concepto autónomo de independencia judicial que opera como arma de posicionamiento en el debate político, otorgando un pretendido plus de razonabilidad de la posición de los jueces frente a la razonabilidad partidista (no independiente) del Parlamento y el Gobierno.
Esta faceta claramente política de la independencia judicial ha establecido un preocupante bypass con su concepto propiamente jurídico, hasta el punto de que se está imponiendo en los altos tribunales europeos una línea jurisprudencial que tiende a sostener que allí donde hay un consejo de la judicatura hay más probabilidades de que los jueces sean independientes, sin motivar cuál es la relación de causa efecto en la que sostienen esa afirmación. Los consejos pueden ser un refuerzo adicional, pero no son una garantía de la función de juzgar y, menos, la única.
La institucionalización reforzada del poder judicial produce un innecesario acrecentamiento del espacio público ocupado por lo judicial que distorsiona la idea originaria de independencia y abre un frente amplio e intenso de confrontación entre la política y los representantes políticos de la judicatura, lo que alimenta las denuncias de juristocracia. Por eso, en lugar de promover los consejos de la judicatura[23] puede ser más prudente y conveniente recuperar una poca de la invisibilidad perdida. Montesquieu se alegraría, pero, sobre todo, lo agradecerá la democracia.
[1] |
Coincido con J. L. Requejo Pagés, cuando señala que lo que caracteriza al poder judicial es «la forma de aplicación del derecho que se distingue de las otras modalidades posibles por representar el máximo grado de irrevocabilidad admitido en cada ordenamiento» (Requejo, 1989: 90). |
[2] |
La expresa inclusión de su prohibición en la Constitución de los Estados Unidos de América (art. I, sección 9, cláusula 3) es muestra de cómo el pensamiento ilustrado deseaba poner fin a una práctica normativa que consideraba contraria a la más elemental idea de justicia. |
[3] |
Un efecto perfectamente apreciado por Publius (Hamilton) en El Federalista, vol. II, 28 de mayo de 1788, núm. 78, cuando, con referencia expresa a la obra de Montesquieu, sostiene que «la libertad no tiene nada que temer de la judicatura en solitario, pero tendría mucho que temer de su unión con otra rama» (Máiz, 2015: 549). |
[4] |
En cierto modo, la independencia apunta hacia la realización de un presupuesto imprescindible para la organización de la democracia constitucional. La imparcialidad, en cambio, se proyecta sobre el proceso y afecta a la justicia de la resolución. Esa funcionalidad del poder judicial, como pouvoir arrête pouvoir, lo legitima democráticamente (y no solo constitucionalmente), «aunque solo sea «por la indudable eficacia deslegitimadora que la censura judicial implica» (Ibáñez, 1992: 76). La independencia «es una prerrogativa eminentemente funcional. Recubre —insisto de nuevo— no tanto a la persona cuanto a la función» (López Aguilar, 1996: 114). |
[5] |
«Es necesario además que los jueces sean de la misma condición que el acusado, para que este no pueda pensar que cae en manos de gentes propensas a irrogarle daño» (Montesquieu, 1987:109). |
[6] |
Una transformación estudiada con detalle por Carl Schmitt (2013): «Los comisarios regios, de comisarios de negocios se habían convertido en comisarios de servicios. El comisario se convierte en un funcionario dependiente que tiene una competencia regulada, pero ya no es como en la Edad Media, representante personal inmediato, sino servidor del Estado» (ibid.: 147). «Así como la teoría conciliar se había hecho valer contra la plenitudo potestatis del papa, alegando que la plenitud del poder no debería ser ejercida por el papa, sino por la Iglesia, y que el papa tenía que abstenerse de intervenir de una manera inmediata en las escalas de la jerarquía y en las competencias ordinarias de los funcionarios, […] los estamentos imperiales alemanes eran de la opinión de que la majestas no la tenía el emperador, sino el imperio (imperium), del que el emperador era tan solo una parte, así también, decían los Parlamentos franceses, el rey no está fuera del Estado, sino que es él mismo una parte del reino. La gradation des pouvoirs intermédiaires la consideraban como dépôt sacré, que vinculaba la autoridad del rey a la confianza del pueblo» (ibid.: 175-176). |
[7] |
En el caso español, ese proceso de cambio puede verse en Tomás y Valiente (1990: 11-32). |
[8] |
Lois des 16 et 24 août 1790 sur l’organisation judiciaire. Su texto puede consultarse en este enlace: https://bit.ly/3srHN23 (última consulta: 7-12-2021). |
[9] |
Por eso, «no debe confundirse la imparcialidad judicial con la independencia del juez ya que este puede ser independiente y, sin embargo, no ser imparcial y viceversa» (Picó i Junoy, 1998: 32). |
[10] |
Desde esta óptica, cobran pleno sentido las palabras de Requejo Pagés (1989: 185) cuando señala que «para un juez la independencia es la nota más sobresaliente, para el ciudadano concreto que se sitúa ante un juez o tribunal es mucho más relevante la imagen de imparcialidad que en última instancia será la que imbuya a ese ciudadano confianza en los tribunales y, en suma, actuará como factor de legitimidad del Estado constitucional». |
[11] |
De hecho, «los jueces ingleses nunca han sido verdaderamente incorporados a la administración» Guarnieri (2002). |
[12] |
A diferencia de Montesquieu, Hamilton defiende la permanencia de los jueces federales «mientras demuestren buena conducta». Y añade: «Nada puede contribuir más a la independencia de los jueces que unos ingresos fijos para su mantenimiento» (Máiz, 2015: 556). |
[13] |
Ibid.: 554-555. |
[14] |
Cfr., Carbonell y García Jaramillo (2010) y Marín Castán (2017: 123 y 125). |
[15] |
Vid. la STC 206/1992, en la que se otorga el amparo solicitado porque el Senado no ha motivado suficientemente el acuerdo del Pleno por el que se denegó la autorización para decretar el procesamiento de un miembro de la Cámara. Un acuerdo que según el Reglamento del Senado es secreto. |
[16] |
El retorno del control previo de constitucionalidad, como consecuencia del conflicto existente entre la voluntad popular, manifestada en el referéndum de aprobación del Estatuto de Autonomía para Cataluña y la Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional, es muestra de esa inquietud de la política por conocer el criterio del juez antes de decidir, aunque ello suponga sacrificar el principio de presunción de constitucionalidad de la ley. |
[17] |
Me refiero a la ampliación de competencias de las salas de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores de Justicia, operada por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, facultando a dicho tribunales para la autorización o ratificación judicial de las medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que la autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales, cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente. En este caso, se habilita el control judicial de las medidas sanitarias que piensa adoptar el Poder Ejecutivo antes de que entren efectivamente en vigor. |
[18] |
La Sentencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán (BVerfG) sobre el Public Sector Purchase Programme (PSPP) aprobado por la Unión Europea, ilustra perfectamente lo que se quiere indicar en el texto. Como se sabe, en esta sentencia el BVerfG declaró, por primera vez, ultra vires una Sentencia del TJUE (Weiss, asunto C-493/17, de 11 de diciembre de 2017). En su criterio, el Gobierno y el Parlamento federales vulneraron el derecho fundamental de los demandantes de amparo a la «autodeterminación democrática» por no haber adoptado las medidas imprescindibles para reaccionar contra las decisiones del Banco Central Europeo (BCE) derivadas del PSPP que, en su criterio, no han sido suficientemente motivadas ni se ajustan al principio de proporcionalidad. El BVerfG para defender el derecho a la democracia de los ciudadanos recurrentes cuestiona la actuación y la voluntad expresada por los órganos constitucionales encargados de la dirección política del país. La crisis que provocó ese fallo no solo a nivel interno sino en la gobernanza del la UE es bien conocida. Pero, acaso, lo que más llama la atención desde la óptica de nuestro análisis, es que, al conocerse la sentencia y como reacción a la misma, el pleno del Bundestag aprobó una moción de apoyo al emisor europeo y a sus políticas de compra de bonos, respaldada por los votos de los grupos parlamentarios CDU/CSU, socialdemócratas del SPD, liberales del FDP, Los Verdes, registrándose solamente la oposición de los partidos de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) y extrema izquierda Die Linke. ¿Cómo solventar este conflicto entre razones democráticas? Con la motivación o la proporcionalidad o, por el contrario, atendiendo a las necesidades y a la urgencia de reactivar la economía para favorecer el bienestar de la ciudadanía. Para un detallado examen de esta Sentencia vid. Rodríguez de Santiago (2021: 295-331). |
[19] |
Mientras en el derecho anglosajón la judicial review es aceptada con prevención por los riesgos que puede comportar para la democracia, en el sistema europeo la jurisdicción constitucional es abrazada como un impulsor del cambio democrático, admitiéndose un constitucionalismo judicialmente dirigido. Sobre esta cuestión, en términos de evolución comparada, vid. Ahumada Ruíz (2005). Esta desconfianza en la revisión judicial de la ley es el fundamento de conocidas corrientes de pensamiento y de relevantes obras jurídicas. Asi, Ely (1980); Bickel (1986); Waldron (2018), y Kramer (2008), entre otros. |
[20] |
Vid. las SSTC 102 y 204 de 2016. Un comentario en De la Quadra-Salcedo Janini (2017). |
[21] |
Un episodio de intervención puramente política del CGPJ español fue el suscitado como consecuencia del Acuerdo del Pleno de dicho órgano (de 17-12-2020), instando al Congreso de los Diputados a que le pidiese un informe previo a la tramitación de una proposición de ley de reforma de la LOPJ, cuando, como es sobradamente conocido, ese requisito solo se exige en relación con los proyectos de ley. Ninguna razón, salvo la política, justifica un requerimiento de esa naturaleza. |
[22] |
Sobre las asociaciones judiciales vid. Serra Cristóbal (2008). |
[23] |
En el caso del Consejo General del Poder Judicial español, tanto la valoración pública como la doctrinal es señaladamente crítica. Por todos, vid. Nieto (2004); Íñigo Hernández (2008); Lucas Murillo (2018), y Andrés Ibáñez (2021). |
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