Christine Landfried: Judicial Power: How Constitutional Courts affect political transformations, Cambridge (U. K.), Cambridge University Press, 2019, 408 págs.
Jonathan Sumption: Trials of the State. Law and the decline of Politics, London, Profile Limited Books, 2019, 224 págs.
Armin von Bogdandy y José Martín y Pérez de Nanclares (coords.): La justicia constitucional en el espacio europeo, Valencia, Tirant Lo Blanch, 2022, 712 págs.
I. Este trabajo se refiere en primer lugar al reader dirigido por la profesora Landfried, que acoge diecisiete ensayos sobre la justicia constitucional. Singulariza a este libro, además de la calidad de sus contribuyentes, el alcance del empeño, pues se ocupa de los tribunales de todo el mundo, sin acotación geográfica o modal alguna, limitándose por ejemplo a los operantes en una latitud determinada o los clasificables como correspondientes a una jurisdicción concentrada o difusa o mixta. Aunque en la obra analizada no falten autores juristas, ha de indicarse que la orientación predominante es la politológica, de manera que a la postre de lo que se trata es de dar cuenta del rol de la justicia constitucional en el sistema político, del que pasa a ser un elemento imprescindible, como corresponde a un órgano al que se atribuyen tareas tales como el control de la constitucionalidad de la ley, el cumplimiento de las asignaciones competenciales constitucionales entre las ramas del Estado, la organización territorial del poder o la protección de los derechos fundamentales de las personas.
1. Si se trata de referir esquemáticamente los planteamientos más generales del libro, podemos apuntar primeramente al estudio de Martin M. Shapiro, Judicial Power and democracy, que pretende dar cuenta de la misma existencia de la justicia constitucional. Se trata de atender a su mismo supuesto; esto es, por qué un pequeño grupo de hombres que no han sido elegidos anulan la política pública o la bloquean, siendo esta la obra del pueblo o de sus representantes elegidos, advirtiéndose además que puede haber justicia constitucional también en sistemas no democráticos, como ocurre en Egipto y Singapur, sin duda porque se piensa que su existencia es buena para atraer inversión extranjera, y que además puede haber control de constitucionalidad no judicial, como ocurre por ejemplo en los Estados Unidos cuando el presidente justifica su veto o en el caso de que alguna comisión parlamentaria excluye, alegando motivos de inconstitucionalidad, alguna iniciativa para su tramitación. En principio, por lo demás, no debe aparecer como extraña la misma existencia de la institución jurisdiccional. La esencia del control de constitucionalidad judicial remite a la tarea aplicativa del juez que necesariamente ha de referirse a una norma preexistente. Si se parte de la idea de que la norma preexistente tiene la ambigüedad propia de las constitucionales entonces es fácil pensar que hay un amplio margen de discrecionalidad a la labor del juez.
Shapiro examina rápidamente los argumentos federales y la operación de la justicia constitucional como contrapeso en el sistema de división de poderes, así como la aceptación de la justicia constitucional como lógica coronación de la organización judicial en un país, advirtiendo aquí una cierta presión corporativa de la propia clase judicial, que según Shapiro se ha dado especialmente en el caso de los países de la Commonwealth. Pero la justificación de la justicia constitucional tiene que ver especialmente con la resolución de los conflictos entre derechos, que son absolutamente lógicos una vez que se admite su titularidad universal y que su reconocimiento, especialmente en el caso de los derechos sociales, implica la desatención de algunos de ellos o de otros intereses. La resolución de los conflictos entre derechos hace recurrir a criterios de ponderación entre los mismos y la verificación del juicio de proporcionalidad, dando por tanto un rol importante a los jueces.
Si se entiende que la justicia constitucional corona, por decirlo así, la organización judicial, se estará dispuesto a aceptar decisiones de la justicia constitucional que no convenzan a todos o que sean recibidas de modo negativo por un importante sector de la comunidad, pero que no son cuestionadas porque hacerlo sería poner en peligro el sistema judicial en su conjunto. Así la conclusión que saca el profesor Shapiro es que el control judicial constitucional allá donde esté en funcionamiento, se mantendrá si la Corte Constitucional actúa con la suficiente prudencia o sentido estratégico para no ofender a la opinión mayoritaria de modo demasiado profundo.
La contribución de Michel Rosenfeld, Judicial politics versus ordinary politics:Is the constitutional judge caught in the middle?, versa especialmente sobre la delimitación de las cuestiones sobre las que es conveniente que la última palabra corresponda a los jueces constitucionales, de modo que la razón judicial se imponga al juicio de oportunidad de los políticos, pero preliminarmente afirma la definición contramayoritaria de la justicia constitucional y apunta a los riesgos de politización judicial que esta implica. Rosenfeld cree, en efecto, que es bueno que haya un control de constitucionalidad que pueda proteger a las minorías de las decisiones mayoritarias. Esta clase de control trae algunos inconvenientes como el dar a los jueces un poder que a su vez puede parecer, en parte, que es contrario a su función jurisdiccional, ya que implica un protagonismo cierto en la vida política, pues muchas de esas decisiones de la jurisdicción amparando a las minorías se refieren a cuestiones que tienen una honda trascendencia pública. Esto explica que exista una cierta suspicacia sobre la fuerza política de la jurisdicción o los tribunales constitucionales. Sin duda, asimismo, esas decisiones en el fondo políticas de los tribunales constitucionales, son fácilmente accesibles a la presión de determinados grupos o élites políticas.
El problema fundamental es el de decidir qué cuestiones en una comunidad es mejor que las determinen los jueces según sus propios métodos, y qué problemas es preferible dejarlos al criterio de la voluntad mayoritaria democrática. Desde luego el riesgo de la politización de la justicia aumentará si tenemos una constitución politizada, esto es, una constitución que no solo contiene exigencias procedimentales en relación con la actuación de los órganos del Estado, sino que alberga pronunciamientos materiales, sobre todo en relación con los derechos. Puede pensarse en una escala de la contaminación política de la justicia constitucional que va desde un mínimo, que son las actuaciones en que se determinan cuestiones meramente procedimentales, a otra situación en la que habría espacio para la aplicación del principio de proporcionalidad sin límites en todas las materias.
Tras estos preliminares, Rosenfeld se plantea el problema de determinar qué cuestiones es mejor dejarlas al juicio de los tribunales y excluirlas del debate político. Indudablemente los puntos de vista no populares, las cuestiones relacionadas con las minorías religiosas históricamente perseguidas y las minorías étnicas y raciales parece que pueden ir mejor trazadas por los jueces sin las presiones mayoritarias. Específicamente el juez constitucional parece estar particularmente bien equipado para resolver conflictos de los derechos constitucionales entre sí, y entre estos y los intereses sociales. Tales disputas son reducibles a resoluciones categóricas de acuerdo con la interpretación legal de la constitución y los precedentes judiciales, determinando ámbitos en los que pueda aplicarse el principio de proporcionalidad. Cuando se habla de los derechos con demasiada facilidad se acantona el recurso a los tribunales en el caso de la protección de los derechos negativos o libertades públicas, pero no se ha de descuidar que los derechos libertad también requieren de una base material para su ejercicio y que los derechos sociales y económicos implican conflictos entre sí o los del derecho y una política mayoritaria, conflictos en suma susceptibles de ser tratados con arreglo al principio de proporcionalidad, que es el que están acostumbrados a aplicar los jueces en los casos de derechos de primera generación.
Rosenfeld propone algunos ejemplos en los que es factible resolver los problemas respectivos de manera judicializada, sustrayéndolos, por tanto, al tratamiento ordinario de la política: estamos hablando del caso de Canadá, el caso de Sudáfrica y el caso de Israel. En el caso de Canadá se trata de aplicar algunos principios constitucionales a la resolución del problema de la secesión; en el caso de Sudáfrica se trata de aceptar la resolución del Tribunal Supremo sobre la inconstitucionalidad de la pena de muerte; y en el caso de Israel se trata de atribuir al Tribunal Supremo un control de constitucionalidad en relación con el reconocimiento de la preminencia de algunas leyes especiales sobre las leyes ordinarias, siendo así que no hay constitución en este país. Rosenfeld muestra algún caso en el que a su juicio se da un manifiesto abuso de los jueces interviniendo en el campo del la política ordinaria. El ejemplo que nuestro autor cita es el famoso caso sobre el aborto Roe versus Wade, en donde piensa que el Tribunal Supremo se excedió al establecer de hecho una regulación sobre el particular que en su opinión debería haber sido objeto de una decisión del legislador. Para Rosenfeld lo que los casos Bush versus Gore y Citizens United muestran es la posibilidad de tratar en términos estrictamente jurídicos cuestiones que tienen un significado político evidente.
En la medida que el juez constitucional se atenga a las exigencias jurídicas, a lo que se llama el juego del lenguaje del derecho, será capaz de purgar sus interpretaciones constitucionales del ámbito de lo político y, por decirlo así, reprocesar los materiales que ordinariamente pertenecen al terreno estricto de la política, permitiendo que sean incluidos en el marco de la política judicial. La decisión sobre la secesión en Quebec le parece a Rosenfeld razonable desde el punto de vista ideológico y contextual, habida cuenta del prestigio de Tribunal y los argumentos constitucionales utilizados, muy coherentes en un país donde los valores constitucionales tienden a aceptarse de modo muy generalizado. Lo mismo puede decirse en el caso de la pena de muerte en Sudáfrica. El ejemplo de Israel es, en cambio, discutible.
Diría que la tesis de Rosenfeld es que, observados ciertos límites, es razonable que en una sociedad haya espacio para la política judicial y la politización de la constitución (sazonamiento constitucional, teniendo en cuenta razones ideológicas y contextuales).
Creo que la contribución de Dieter Grimm en el libro What exactly is political about constitutional adjudication? es absolutamente luminosa sobre ciertos aspectos de la función jurisdiccional de los tribunales constitucionales, mostrando asimismo su relieve en los ordenamientos de los que forman parte indispensable. Sin duda, Grimm cree firmemente en la capacidad de los mismos para llevar a cabo sus funciones de modo plenamente independiente como aplicadores e intérpretes supremos de la constitución. Para empezar, el problema que se plantea Grimm es el de decidir si la función o adjudicación constitucional es una actividad política o jurídica. Los politólogos suelen creer que se trata de una actividad política aunque el lenguaje sea jurídico; en cambio los tribunales y los jueces, así como buena parte de los académicos, tienden a pensar en la naturaleza jurídica o legal de la adjudicación constitucional; esto es, de la jurisdicción constitucional. Desde luego no puede ignorarse la trascendencia política de las decisiones de los tribunales constitucionales, pero tampoco que hay una especialización técnica, diríamos, en la función jurisdiccional que desarrollan. Admitamos que los tribunales constitucionales no actúan exclusivamente de acuerdo con un razonamiento jurídico. ¿Qué es lo que hay de político en el control judicial? Desde luego el objeto, que consiste necesariamente en actos políticos, de ordinario procedentes de los más altos órganos del Estado; esto es, las diversas ramas de gobierno, incluyendo los poderes que derivan su autoridad de las elecciones populares, aunque los tribunales de que estamos hablando pueden controlar la constitucionalidad de actos que no proceden de las más altas instancias, así medidas administrativas o decisiones de las cortes inferiores. Evidentemente ocurre no solo que los tribunales controlan actos políticos, sino que sus mismas decisiones tienen efectos de esta naturaleza; piénsese en el caso más obvio que es el Bush versus Gore. La propia existencia de la justicia constitucional tiene relieve político y sin duda la observancia de la Constitución es más alta si existe el control de la constitucionalidad.
Quizás la cuestión central sea el ver si la resolución jurisdiccional es también política en cuanto a su naturaleza o si puede ser calificada antes como legal o jurídica. Lo cierto es que si pensamos en actos concretos, puede verse cómo se toman este tipo de decisiones, aunque, con la excepción posiblemente solo de Brasil, no hay retransmisión o publicidad de la actuación deliberadora y decisoria de los tribunales constitucionales. Claramente es diferente la actuación o la posición de los jueces respecto de los políticos. Los jueces son profesionales legales trabajando. No necesitan hacer campaña para conseguir su puesto ni tienen agenda; además, no obran por propia iniciativa, pues la justicia que actúan es rogada, como se sabe. Pero el proceso de reclutamiento sí suele ser un proceso político, ya los elija el Parlamento, el jefe del Estado, los ministros o de acuerdo con una fórmula mixta. Eso da a los políticos una considerable influencia en el personal de los tribunales más altos; por ello, las constituciones suelen ofrecer garantías contra la elección o el nombramiento del partido en el Gobierno. Otra salvaguarda frente a la politización de los tribunales es la garantía de la independencia judicial, pues ni están sujetos a instrucciones ni han de temer por su remoción. Por descontado, la independencia no es un privilegio personal, existe por causa del derecho, orientada a asegurar que los jueces puedan decidir autónomamente, sin temer ninguna represalia.
¿Cuál es el criterio en la decisión de los jueces constitucionales? Muchos, decíamos, tienden a pensar que la decisión de los jueces es política, aunque después se cubra con una argumentación jurídica. Los tribunales tienen que motivar sus fallos, mostrando que la resolución concreta se deduce de la previsión constitucional general, y los precedentes, utilizando métodos jurídicos de interpretación. Estas decisiones han de presentarse como actos de conocimiento, no de voluntad. Los científicos de la política, sin duda condicionados por su propio modo de operar, tienden a pensar que los jueces son actores estratégicos guiados por un interés propio personal o institucional; esto es, por valores subjetivos o por preferencias políticas. Se niega así fuerza determinativa a las reglas jurídicas del comportamiento judicial, lo que se suele describir cómo una imagen realista del comportamiento judicial. Desde luego que hay casos donde esto es así: jueces que no quieren protagonizar un conflicto con fuerzas poderosas de la sociedad, que temen que sus decisiones independientes pueden tener serios problemas. Pero el problema es saber si este comportamiento político de los jueces en esos casos es normal o no.
La verdad es que Grimm cree que los jueces tienden a contestar a un problema constitucional desde la constitución, están acostumbrados a utilizar argumentos constitucionales para justificar su solución, y es frecuente que los miembros del tribunal cambien su inicial idea sobre la solución correcta porque han sido convencidos por los argumentos jurídicos que se han planteado en la deliberación. Pero hay que reconocer que a veces la norma constitucional no se aplica directamente o no cabe ser referida al supuesto concreto, y entonces puntos de vista extrajurídicos se convierten en decisivos.
Por esto, dice Grimm, tenemos que echar un vistazo a la cuestión de la generalidad de las normas jurídicas como las constitucionales. Las normas son generales porque se refieren a un número indeterminado de destinatarios, de manera que hay un trecho, diríamos, entre la norma general y abstracta y el caso concreto. En la mayoría de los juicios constitucionales surgen dudas legítimas sobre el significado de las previsiones de la norma fundamental en relación con un caso singular. Cuanto más determinada sea la norma, menos tiene el juez que añadir antes de aplicarla al caso. Resulta así que el proceso interpretativo no es meramente cognitivo: la interpretación no es o no tiene que ver con descubrir un significado que ha sido depositado en la norma en el momento de su adopción. Hay por ello un cierto acto de creación en la aplicación. La necesidad de interpretación, o no aplicación mecánica o automática de la norma, no quiere decir que la cumplimentación de las disposiciones constitucionales sea por naturaleza política. Lo que ocurre es que la reducción de la intermediación y la conversión de una ambigua norma en una aplicable al caso no queda a la discreción de los jueces. Se encuentra guiada legalmente: se trata una operación, por decirlo así, de lógica jurídica. Precisamente, la educación jurídica busca la familiarización con la doctrina y los precedentes y aprender las habilidades que permiten la manera más racional posible de tratar con las normas jurídicas que, como las constitucionales, no se pueden aplicar inmediatamente. Desde luego ni la doctrina legal ni los métodos jurídicos vinculan al juez del mismo modo que lo hace el texto de la norma. Resulta obvio, por lo demás, que no sirve o no es válida cualquier interpretación, pues hay algunas interpretaciones claramente equivocadas con independencia de que la doctrina o el método que prevalezcan. En cualquier caso, es cierto que para delimitar y llenar el espacio de una norma hay que referirse a un contexto no estrictamente jurídico; o sea, a la posición social o intelectual del juez, aunque será muy difícil demostrar una causa entre estos datos y el comportamiento judicial.
Con todo, no se puede excluir que incluso las cortes constitucionales que toman su función seriamente, transgredan la línea sutil frontera entre interpretar la ley suprema y alterarla, y que contradigan los valores de la sociedad en cuyo nombre interpretan el derecho. Será entonces necesario hacer los correctivos, comprobando si tiene consistencia la interpretación, o bien cómo cae la interpretación en la propia sociedad. Cuando la inconsistencia de la interpretación que llevan a efecto los jueces o las contradicciones con los valores y puntos de vista de la sociedad son demasiado flagrantes, habrá que plantearse seriamente la conveniencia de las enmiendas constitucionales. Los tribunales constitucionales son legítimos solo en la medida que sirven, pero no se apropian de la Norma Fundamental.
Mattias Kumm, en On the representativeness of Constitutional Courts: How to strenghten the legitimacy of rights adjudicating Courts without undermining their independence, se plantea un problema importante que es el de la legitimidad de los tribunales constitucionales. Esta cabe establecerla en términos funcionales: estudiando, de una parte, la contribución de la justicia constitucional a asegurar la observancia de la constitución, especialmente frente al legislador; y de otra, analizando la intervención de los tribunales para conseguir o incrementar la integración y la moderación de los sistemas políticos, dando cobijo a las minorías. Pero si se trata de ir más lejos, apuntando a la justificación de la justicia constitucional, quizás podemos toparnos con el problema de lo que Kumm llama la representatividad de los tribunales constitucionales.
Ahora bien, si los jueces no se eligen, ¿cómo es que pueden ser representativos? Lo que va a hacer nuestro autor es referirse a cuatro acepciones de la representatividad; esto es, la representatividad de voluntades, la representatividad identitaria, la argumentativa y la vicaria, poniendo especial énfasis en la necesidad de la representatividad argumentativa y vicaria. Desde luego los jueces no son elegidos por intervención popular, pero la intervención de los representantes populares en su selección sí que muestra una conexión democrática de los mismos. A este respecto no se recomienda una autoselección por parte de los jueces respecto de los tribunales constitucionales, como puede ser o ha podido ser el caso de la India. Incluso en aquellos sistemas en el que hay alguna implicación de los jueces en la selección de las cortes constitucionales debe evitarse que los seleccionados por este método superen a los seleccionados por los representantes políticos. La intervención de los jueces está contraindicada aunque se haga para un solo término. Por supuesto peligraría la independencia si el plazo fuese corto y fuese necesaria una nueva propuesta para renombrar a los jueces en cuestión. Ello es vital, sobre todo en instancias internacionales, de modo que los magistrados piensen en su reelección cuando tomen parte en decisiones en casos disputados. Además, los plazos cortos de duración de las magistraturas aseguran una comunicación con las sensibilidades principales que reflejan las mayorías. En este sentido los nombramientos vitalicios, como el de los Estados Unidos, parece que están contraindicados, aunque es perfectamente plausible que algunos jueces de la Corte Suprema, que suelen desempeñar su cargo una media de veinticinco años, tengan más empatía y estén dispuestos a sintonizar con la sensibilidad cambiante de la opinión pública en mayor medida que un juez joven pero que no tuviese sensibilidad ideológica alguna.
Además de la representatividad de voluntades, Kumm llama la atención sobre lo que denomina la representatividad identitaria: los jueces deben corresponder en su raza, género, religión, nacionalidad o clase, en suma, a la comunidad a la que se refieren sus decisiones. Desde luego hay un lazo entre la representación y la legitimidad judicial, y desde este punto de vista la composición del Tribunal debería responder a un esfuerzo por superar las pautas históricas de discriminación y exclusión, aunque ningún equilibrio en la composición del órgano puede tener efectos compensatorios suficientemente satisfactorios. Especialmente en los casos de instancias internacionales es importante asegurar la presencia de jueces familiarizados con la cultura y el contexto local de un Estado que es parte en el proceso, pensando en reforzar las deliberaciones judiciales, y así disponer de una información que tiene en cuenta el contexto cultural de modo sensibilizado.
Una tercera representatividad aparece en el trabajo del Kumm. Se trata de la representatividad argumentativa, para lo que utiliza argumentos en la actuación deliberativa del Tribunal que se emplean en el proceso político y que están conectados con las creencias o valores propios de la comunidad jurídica en la que actúa el órgano judicial. La representación argumentativa se realiza en mayor o menor medida dependiendo de la metodología interpretativa, el estilo de la redacción de la opinión y el papel de las opiniones concurrentes o discrepantes.
Por lo que hace a la metodología interpretativa, la jurisprudencia constitucional debe muchas veces especificar y concretar los principios abstractos de la constitución. Esto se hace según enfoques originalistas, convencionalistas o de razón pública. Los métodos originalistas tratan de averiguar la intención del momento de la redacción constitucional y entienden el sentido de la norma según su autor. Las metodologías convencionales utilizan, sin excluir naturalmente la atención a la averiguación de la voluntad original, argumentos generales empleados en los debates públicos. Aunque esto no es muy útil para rebajar el carácter abstracto de las normas que los tribunales tienen que interpretar, en la práctica este método de interpretación refuerza la intervención legislativa. Por lo que se refiere al enfoque de la razón pública, se trata sobre todo de utilizar el principio de proporcionalidad, de modo que se controla si las autoridades públicas han tomado una determinación teniendo en cuenta los derechos de los afectados; esto es, si hay un propósito legítimo para el Gobierno que actúa, si el Gobierno eligió el modo menos restrictivo de las medidas a tomar y si el sacrificio de quién sufre las medidas adoptadas está justificado teniendo en cuenta el propósito plausible de la autoridad. Es importante considerar si hay sitio para los votos discrepantes. Una práctica judicial que permite votos concurrentes y discrepantes probablemente refleje mejor la pluralidad de puntos de vista que una práctica en la que la corte aparece solo como un actor unitario, tratándose entonces de una decisión respaldada por el tribunal como un todo.
La última representatividad que refleja Kumm es la que llama representatividad vicaria. Se trata de enmarcar las instituciones judiciales en el sistema político, y más específicamente de analizar los mecanismos que permiten a las ramas políticas disputar las decisiones de los tribunales constitucionales. Una primera situación es la de que la legislatura tiene que respaldar la decisión. En el Reino Unido el Parlamento solo puede declarar la incompatibilidad. En Canadá se establece un mecanismo para que una mayoría cualificada pueda superar la decisión del Tribunal. En otros ordenamientos las decisiones jurisdiccionales se imponen y la discrepancia solo se puede superar a través de una enmienda constitucional.
La conclusión es que en realidad no hay nada ilegítimo en el hecho de que las cortes constitucionales tengan la autoridad para controlar los actos de la autoridad pública, incluyendo actos legislativos respecto a la cuestión de si estos violan derechos individuales. Pero ello no quiere decir que la institucionalización del control judicial no plantee problemas difíciles: los tribunales, como las legislaturas, son instituciones representativas, y lo son dependiendo de una variedad de posibilidades configurativas.
2. En casi todos los autores contribuyentes al libro editado por la profesora Landfried es constante la presencia latente del significado político de la justicia constitucional, pero son los autores que vamos a considerar ahora los que se plantean francamente esta cuestión; esto es, los que proceden a la integración franca de los tribunales en el sistema político. Esta cuestión puede presentarse bajo el epígrafe de la temporalidad política que tiende a resaltar la implicación política de los tribunales especialmente en ciertos momentos, determinando el activismo de los mismos, según predomine el modelo de juez prudente o el de juez protagonista. El activismo estaría indicado sobre todo en los momentos de fundación, cuando los tribunales tienen encomendada casi una función constituyente, entendiéndose que los tribunales prolongan la obra de la propia Constitución; en cambio, en los periodos de gestión u ordinarios, los tribunales están dispuestos a su resituación, según esquemas de prudencia y autocontención, en el orden institucional del sistema democrático.
En efecto, se piensa, como Mark Tushnet en After the heroes have left the scene: Temporality in the study of Constitutional Courts judges, que en los tiempos de revolución, por así decirlo, los tribunales han de acometer importantes funciones que son consentidas e incluso encargadas por el sistema político, que acepta una aportación de los tribunales constitucionales a establecer la fábrica institucional y a poner en marcha su funcionamiento. Suelen formar parte de estos tribunales personalidades reconocidas y expertos, un personal en definitiva de cuya competencia no puede dudarse, asumiéndose por los actores políticos una renuncia por su parte a emplear cierta autoridad, pues se piensa que la contribución de los tribunales en conjunto será positiva. Véase así lo que ocurrió en Sudáfrica y en Hungría en relación con el establecimiento de la pena de muerte que los constituyentes no quisieron prever. Las llamadas cortes heroicas cuentan siempre con una o dos personas sobresalientes; es el caso del Tribunal Barak en Israel, figuras que participaron en la redacción de la constitución bien como políticos o como consultores académicos, como si su papel en el establecimiento de la constitución les diera especial autoridad a la hora de interpretarla. La Corte Constitucional sudafricana, por ejemplo, estaba formada por un grupo de jueces altamente cualificados y además con integridad política demostrada, pues no se habían implicado en el régimen del apartheid y se habían ejercitado valerosamente en la oposición al mismo. Estos jueces pueden conectar con importantes sectores la comunidad, como es el caso de Barack, que sintonizaba con los elementos más seculares de la sociedad civil israelí. Lo que ocurre es que una vez que se ha hecho el diseño constitucional, las élites políticas pueden pensar en que la contribución de los tribunales ya no es necesaria o no es necesaria en ese grado constitutivo, y la corte de recambio puede mostrarse renuente a abandonar el protagonismo. En términos generales, el trabajo de una corte constitucional en un sistema que funciona razonablemente será de rutina y no necesitará de especial cualificación. Suele admitirse que los mejores tribunales son los de Canadá y Alemania, no el de Estados Unidos; pues bien, los jueces alemanes son nombrados por una mayoría de dos tercios y se acepta que la política o la ideología no juegan un papel importante en el momento del nombramiento, de manera que sobresalen exclusivamente en cualidades intelectuales o técnicas. Cosa parecida puede decirse de los jueces de Canadá.
El estudio de Mary L.Volcasenk, Judicialization of politics or politicization of the Courts in new democracies, puede leerse como un intento de prevenir el activismo de las cortes y la necesidad de contrarrestarlo a través de la propia autocontención de los tribunales y la operación de controles de su eventual sobreactuación, propios de un sistema pluralista y de funcionamiento institucional regular. En efecto, según ella, solo en los sistemas de elecciones competitivas y alternancia en el poder, que permite a las legislaturas cumplir con sus funciones representativas, pueden los jueces que componen los tribunales constitucionales llevar a cabo una misión judicial y evitar los escollos de la politización. También esta autora cree que la tentación intervencionista para los tribunales es especialmente seductora en los momentos de fundación, cuando puede presumirse, con mayor o menor fundamento, una misión constituyente para los mismos. En las democracias más recientes, la judicialización puede ser impulsada cuando los actores de la sociedad civil utilizan a los tribunales para accionar sus agendas. De otro lado, las muchas competencias de las cortes indudablemente acrecientan su poder y le dan un gran protagonismo, ya hablemos de las relaciones horizontales entre los poderes o hablemos de los conflictos que puedan surgir entre los diversos ámbitos territoriales. Sin duda alguna, el hiperactivismo está en la base de los problemas de algunas cortes constitucionales como la húngara, o la lituana o también el mismo tribunal polaco. Es interesante la observación que se hace acerca de los riesgos de una supergarantía de la independencia de los tribunales para asegurar su autonomía. Algunos modos de proteger esta cualidad pueden acabar produciendo un cierto aislamiento de los tribunales; asimismo los requerimientos altos de consenso pueden promover los nombramientos de personas, diríamos, de poca imaginación o propia iniciativa, y por tanto demasiado conservadores. En este sentido los expedientes que acabamos de nombrar pueden ser un factor de anquilosamiento en el sistema político
La preservación de la independencia puede aconsejar cierta autocontención de los mismos (self-restraint), de modo que los jueces acepten que a veces hay que optar por no decidir ciertas categorías de casos. Lo que no pueden los tribunales es creer que pueden quedarse solos en el sistema, sin asistencia bien del Gobierno o bien de las legislaturas.
La verdad es que una situación política fragmentada invita o incluso fuerza a las cortes constitucionales a meterse en la arena política. Asimismo, en una situación de bloqueo político la corte constitucional se puede ver tentada a llenar el vacío político y los partidos pueden estar más dispuestos a plantear cuestiones litigiosas cuando los procesos políticos no pueden resolverlas. La conclusión de la autora es que la contención de los tribunales en sus límites, quiere decirse, su actuación como guardianes con independencia e imparcialidad, se produce en las que podríamos llamar democracias sanas, de modo que los tribunales puedan disponer de una reserva de legitimación para su actuación. En suma, si los jueces están motivados para contenerse, actuando prudente y estratégicamente, y reconocen que las legislaturas están mejor situadas para adaptar el cambio social, las cortes constitucionales en las democracias pueden acumular el apoyo público requerido, así como el respeto correspondiente, para ejercer su rol de control. Esto es lo que sucede si hay poderes de equilibrio y compensación.
El trabajo de Ulrich K. Preu∫, Judicial Power in process of transformation, es una reflexión sobre la implantación de la justicia constitucional en los Estados postcomunistas del Este y Europa Central, tan generalizada como difícil, pues suponía una revolución espiritual, por decirlo así, que iba más allá de la meramente política: la acogida de conceptos constitucionales requiere un cierto grado de comunicación transnacional, intercambio intelectual, apertura mutua y, en suma, la receptividad de las sociedades implicadas, incluyendo la capacidad de desconstitucionalizar los conceptos propios e incorporar las categorías que se importan. Pero sin duda la justicia constitucional puede jugar un papel imprescindible en las situaciones propias de una transición pacífica y evolutiva a un orden político postautoritario, donde la observancia de las reglas del Estado de derecho supone una contribución estabilizadora y garantista imprescindible. Considerando los altos estándares profesionales y éticos que tanto las élites políticas como los ciudadanos ordinarios imponen para la selección de los miembros de las cortes constitucionales —esto es, neutralidad, objetividad, atención a los minuciosidad e integridad—, estas juegan un papel fundamental para generar la confianza y la estabilidad en el proceso de creación de instituciones, en el que hay que operar con el procedimiento de ensayo y error. Esto explica efectivamente el papel de los tribunales constitucionales en Hungría y Polonia, aunque el problema es explicar por qué estos tribunales dejaron de desempeñar su función en momentos posteriores y se prescindió de ellos. Destacable es asimismo la capacidad de los tribunales constitucionales para proceder a la depuración del ordenamiento jurídico que se hereda de los regímenes anteriores.
Hay finalmente otras dos observaciones interesantes en el trabajo del profesor Preu∫. La primera se refiere a las dificultades de los nacionalismos étnicos, dispongan o no de Estados, en admitir límites en sus pretensiones derivadas de los postulados del Estado de derecho, de manera que se aprecia una tendencia fácilmente degenerativa en los Estados que admiten una legitimidad de tipo étnico vinculada a la idea nacional y no simplemente territorial del Estado. La segunda observación se refiere a la posición que ocupa la justicia constitucional en una democracia. Se trata sin duda de una institución que juega un rol político muy importante, en la medida efectivamente que lleva a efecto el control de la constitucionalidad de la ley que traslada la voluntad de la mayoría parlamentaria y del Gobierno en el que o en la que se sustenta. Pero al mismo tiempo estamos hablando de instituciones de reflexividad que deben observar los procedimientos y las exigencias de la razón del derecho. Desde luego que hay más instituciones que el Tribunal Constitucional que tienen una justificación o que disponen de una legitimación especial, en la medida que no es democrática ni han de dar cuenta a los órganos democráticos del ejercicio de la función que desempeñan: estamos hablando de los bancos centrales o de instituciones propias de la Administración independiente. Hay aquí una contradicción evidente, pues el Tribunal Constitucional es un órgano que desempeña una función política, pero que actúa de acuerdo con un procedimiento que no tiene que ver con el de la actuación de ese tipo. Por último, nuestro autor formula una observación en relación con la enemiga del populismo a los tribunales constitucionales: entre las instituciones odiosas para los populistas hay una que sobresale claramente: la corte constitucional, pues después de todo este cuerpo es el órgano que consideran que es el más serio competidor en su lucha para reconocerse como verdadera representación del pueblo.
II. La brevedad y la rotundidad del libro del juez Jonathan Sumption, Trials of the State. Law and the decline of Politics, podría permitirnos describirlo como un panfleto, a condición de que no descuidemos resaltar su brillantez y agudeza. Se trata de un ataque a la justicia constitucional que asume la tarea imposible de resolver los problemas políticos de la democracia, en realidad relacionados con deficiencias en el modo en que se organizan en la misma la participación y se atiende a la crisis de las partidos, ensanchando abusivamente el espacio de los derechos fundamentales y atribuyendo la fijación de su contorno o desarrollo a los jueces y no al legislador. En realidad, las espaldas de los jueces no son tan anchas como para soportar este cometido y la atribución de tal rol a los mismos no deja de provocar una usurpación por su parte, desconociendo que en las sociedades modernas la necesidad de composición de intereses es superior a la necesidad de fijar valores o derechos fundamentales, de modo que la atención debe dirigirse al proceso político y no a la vía jurisdiccional.
1. Según Sumption, la época contemporánea ha conocido la expansión de la acción reguladora del Estado, sin duda para asegurar nuestro bienestar, en supuestos y ámbitos en las que no se produce daño para los otros y que además tienen un apoyo moral discutido. Ello reduce el espacio de libertad de los individuos y ofrece oportunidades al poder público de injerencia en las vidas de los ciudadanos, a través de la actuación del legislador y especialmente de los jueces, que pueden verse tentados a ignorar los valores de la sociedad a la que sirven e imponer los propios. En efecto, respondemos a la complejidad creciente de la sociedad con una regulación también cada vez mayor, y pensamos que para todo debe haber un remedio jurídico: un pleito, la persecución penal o una nueva ley. Hemos alimentado un Leviatán con cada vez más poder para reducir los riesgos que amenazan nuestro bienestar. El problema es que las demandas de las mayorías democráticas, pidiendo actuaciones del Estado, pueden tomar formas que son profundamente objetables, incluso opresivas, para los individuos o sectores completos de nuestra sociedad.
2. El juez Sumption cree que en la democracia las decisiones las deben tomar los ciudadanos; pero no directamente, sino atemperadas por la mediación de los representantes y observando los principios del Estado de derecho. Comparte la idea de Burke de que las naciones tienen intereses colectivos que no entienden de límites temporales o geográficos y que no quedan reflejados en la opinión pública del momento.
El Estado representativo no puede funcionar sin la labor agregadora, integradora y moderadora de los partidos políticos. Lo que pasa es que la fuerza de estos no ha dejado de disminuir como consecuencia de la caída en el número de sus miembros, al tiempo que pasan a manos de un pequeño grupo de activistas, cada vez menos representativo de los que los votan.
Quizás el hueco de los partidos llame a los jueces que ofrecen una apariencia de neutralidad, objetividad y competencia que puede contrastar con las características atribuidas a los dirigentes políticos. En la medida en que los políticos han perdido su prestigio, los jueces están prestos a ocupar su sitio. «Los jueces son generalmente inteligentes: gente reflexiva y coherente además de intelectualmente honestos. Están acostumbrados a pensar seriamente sobre los problemas que no tienen fácil respuesta. Contrariamente al cliché acostumbrado saben mucho de la vida real. El mismo proceso judicial consiste en una combinación de razonamiento abstracto, observación social y valoración ética, que para mucha gente, racionaliza y moraliza el proceso de la toma pública de decisiones».
Pero hay un evidente riego en ofrecer a los jueces la solución a los conflictos de intereses, fuera de su actuación meramente aplicadora. Primero, porque se trata de una actuación irresponsable, lo que es contrario a los principios democráticos; y segundo, porque las decisiones judiciales no median, pactan o se concilian entre sí. Se trata de decisiones, por el contrario, en las que irremisiblemente hay un ganador y un perdedor. Sin duda la resolución judicial de los problemas políticos minará la mayor ventaja del proceso político que es acomodar los diferentes intereses y opinión de los ciudadanos. Hurtar las decisiones políticas del proceso político para atribuirlas a un cuerpo de gente que no es responsable ante nadie por lo que hacen, es bien cuestionable desde un punto de vista democrático.
3. En el capítulo tercero del libro se exponen algunas ideas sobre la fuente de los derechos humanos o derechos naturales, ligados a una idea de la democracia que Sumption llama valorativa frente a la idea de la democracia agregativa o consensual. Aquella desprende los derechos de los valores; esta de los intereses acomodados según determinadas reglas procedimentales. La democracia valorativa depende de los jueces que crean el derecho. La agregativa de los políticos o representantes que alcanzan acuerdos sobre los intereses.
Los derechos fundamentales son expresión de valores como la dignidad, evidentes y que son suprademocráticos, de modo que el legislador no puede negarlos ni desvirtuarlos. Se trata de derechos inalienables que los seres humanos tienen no por la generosidad del Estado o por la tolerancia de los conciudadanos, sino porque son inherentes a su condición humana. Así, están por encima del debate político y poseen un rango normativo superior al de las leyes aprobadas por las legislaturas democráticas. Hoy en día en Inglaterra su principal asidero es el tratado internacional; eso es, la Convención, cuyos derechos obligan en virtud de su aceptación en la Human Rights Act. Para los que creen que los derechos fundamentales deben existir con independencia de su base democrática, los tratados sobre derechos humanos tienen una atracción obvia pues constituyen una fuente de derecho que no depende de los procesos de decisión nacionales.
Se plantean dos problemas: primero, el de resolver los problemas cuando los jueces nacionales no aceptan la autoridad de la Corte y no anulan el derecho contrario a la Convención: esto ha ocurrido en pocos casos. La segunda cuestión tiene que ver con el carácter dinámico de la Convención, que da lugar a un desarrollo de la misma afirmando una multitud de derechos que en realidad no están contenidos en la Declaración, y que van a obligar no por la voluntad expresa del Parlamento, sino en virtud de lo establecido por los jueces de Estrasburgo (caso del artículo 8 del Convenio, que no es tanto un derecho que proteja la intimidad familiar como la autonomía personal). Se trata de desarrollos del texto del Convenio que reposan en la exclusiva autoridad de los jueces del Tribunal de Derechos Humanos y constituyen un tipo de legislación que no tiene una base consensual. ¿Pero cuál es la legitimidad democrática del legislador juez? ¿No se está trasladando la determinación de los derechos del terreno del legislador democrático a la jurisdicción exclusiva «de la casta sacerdotal de los jueces»?
4. Sumption insiste en su idea de que el control de constitucionalidad en el fondo es una manifestación, parafraseando a Tocqueville, del poder de los juristas o la élite del derecho. Estados Unidos es el ejemplo del Estado legal frente al Estado político que sería Gran Bretaña: esto es, un tinglado institucional, ideado para refrenar el poder del pueblo. El autor subraya con viveza que los tribunales constitucionales, al crear derechos no contenidos en la Constitución (por ejemplo, el art. 8 del Convenio al que ya nos hemos referido, o la cláusula del debido proceso en los Estados Unidos), usurpan el poder de los legisladores. Esto es rechazable desde el punto de vista democrático, ya lo apuntamos, en la medida que se trata de un proceso no presentado claramente y, sobre todo, porque es inútil o contraproducente. La sentencia sobre el aborto (Roe versus Wade) no ha pacificado el debate social sobre el aborto ni ha demostrado que esa vía sea mejor que la que se ha seguido mediante su reconocimiento legal en otros países, por ejemplo en Inglaterra. Lo que puede agrupar a la opinión de un país sobre temas vidriosos es la actividad política, o sea, el debate público sobre la citada cuestión porque la defensa de la democracia no puede entregarse a los jueces. Ha de ser política. Y corresponde a la ciudadanía activa a través de las instituciones representativas, que desempeñan su papel tradicional de suavizar la división y mediar en el disenso. Naturalmente esto no excluye que determinados derechos estén consagrados en la constitución y sean defendidos por los tribunales. Pero se trata solo de los derechos esenciales en la vida en sociedad y que aseguran la participación política. Son los derechos que ofrecen la garantía básica de la seguridad, la libertad y la propiedad, y que reconocen la libertad de expresión, asamblea y asociación, sin los cuales una comunidad no puede funcionar democráticamente.
5. Nuestro autor repara en que en el actual momento hay una crisis no solo con el funcionamiento de la democracia, sino atinente a sus agentes o personal político, en realidad a la médula del propio sistema. Y no está de acuerdo con que la solución sea la reforma constitucional, que lo primero que hará será debilitar al Parlamento y darle más poder a los jueces; esto es, abandonar el Estado político y aproximarse al Estado legal. Sumption cree que no se dan los supuestos políticos revolucionarios en que se basa toda experiencia constituyente, y que los problemas graves se afrontan mejor poco a poco y mediante reformas y acomodaciones meramente legales. A veces los topes constitucionales, como a su juicio ocurre en España con nuestro art. 2CE, impiden precisamente las soluciones.
III. 1. Nos parece que el viaje por la literatura sobre los jueces constitucionales bien puede concluir comentando dos estudios imprescindibles sobre esta problemática de los profesores Pedro Cruz y Juan Luis Requejo. El trabajo de Pedro Cruz, «La dimensión evolutiva de la jurisdicción constitucional en Europa», incluido en el libro coordinado por los profesores Bogdandy y Martín y Perez Nanclares, se plantea, en concreto, trazar las líneas evolutivas de la jurisdicción constitucional en Europa, desde los comienzos de constitucionalismo hasta 2009, atendiendo a sus manifestaciones orgánicas, las diferentes funciones que asume y sus bases doctrinales correspondientes. La jurisdicción constitucional no deja de ser la consecuencia lógica de la implantación de la idea normativa de constitución. La constitución es una verdadera norma jurídica y ante su infracción por parte del poder público o de los particulares debe haber una oportunidad para reclamar su justiciabilidad ante un verdadero tribunal; esto es, un órgano jurisdiccional independiente que ofrece garantías de regularidad procesal y que decide exclusivamente empleando la razón del derecho. Desde el punto de vista temporal, la trayectoria examinada va desde el señalado surgimiento del constitucionalismo (1789) hasta 2009, cuando tiene lugar el reconocimiento indirecto de la primacía del derecho de la Unión en el Tratado de Lisboa que entró en vigor el 1 de diciembre de este año, la incorporación de la Carta de los Derechos Fundamentales al derecho primario de la Unión y la cristalización de la identidad constitucional del Estado miembro, ejemplificada en la sentencia Lisboa del Tribunal Constitucional alemán del 30 de junio de este año.
1.1. Pasamos por encima la consideración de los primeros períodos de este tracto de tiempo, que Pedro Cruz domina como nadie, y que conocen formas de control de la ley inconstitucional bastante rudimentarias, pues en el siglo xix la normatividad constitucional plena no puede lograrse por la dificultad monárquica o la nacional, y es pronto para llegar a la reclamación de un tribunal que concentre el control de la constitucionalidad de la ley, aunque de modo extraordinario en algunos ordenamientos se ejerza un control difuso por los jueces que inaplican la norma inconstitucional inter partes. Pedro Cruz recuerda una toma de posición de Dicey al describir una situación bastante desalentadora del constitucionalismo europeo anterior a la Gran Guerra: ni en Inglaterra ni en Francia se reconoce efectivamente protección constitucional frente a una ley considerada inconstitucional; ello solo ocurría en los Estados Unidos.
1.2. La situación de la justicia constitucional en el período entreguerras da cuenta de la incertidumbre de Weimar, con tribunales superiores que resuelven conflictos competenciales, reclamaciones individuales de derechos políticos y de participación e impugnaciones denunciando la inconstitucionalidad de las leyes (conflicto de Prusia en el año 1932, anulación de la ley de revaluación de la moneda de 1925 o lesiones de los derechos de participación, educación o de carácter lingüístico). Pero este tiempo conoce el establecimiento y funcionamiento de tribunales constitucionales concretos: así el Tribunal Constitucional de la República de Austria de1920 a 1933, un Tribunal Constitucional en la Primera República Checoslovaca de 1920 a 1968 y el Tribunal español de Garantías Constitucionales de 1931 a 1939. Para Pedro Cruz lo importante es que entonces se produce una reflexión doctrinal en la que se lleva a efecto una caracterización total de la justicia constitucional, empleando una serie de categorías conceptuales cuyo rigor y precisión nos acompañan hasta hoy: tipos de control, legitimación, efectos, etc. Para esto es muy importante considerar lo que había hecho la Escuela de Derecho Privado, en particular adoptando una concepción del ordenamiento jurídico como una estructura jerárquicamente articulada. Se trata del momento Kelsen: él es quien da forma al invento de la justicia constitucional, quién se responsabiliza del mismo tanto a nivel teórico como práctico, y quien se convierte en su propagador indiscutible.
1.3. La siguiente fase temporal comprende hasta 1989 y estudia, sobre todo, la implantación de la justicia constitucional en Alemania e Italia, países ambos en los que se reconoce el monopolio del control de la constitucionalidad de las leyes a los tribunales constitucionales correspondientes. En el caso de Alemania se destaca la contribución del Tribunal a la efectividad de los derechos fundamentales a través del amparo, asumiendo la irradiación de los mismos a las relaciones entre particulares, o la utilización del criterio de proporcionalidad para resolver sobre las vulneraciones de dichos derechos fundamentales. Cuestión aparte es la intervención del Tribunal Constitucional en el desarrollo del federalismo. En el caso de la Corte Constitucional italiana se recoge su labor en el control de la constitucionalidad de las leyes anteriores a la Constitución, la preponderancia de la cuestión en el desarrollo de las funciones del Tribunal o la actuación del mismo en relación con los referéndums abrogatorios de las leyes. Según Cruz, este Tribunal, en tanto que de los más antiguos representantes del sistema europeo, aparece como el elemento más estable de la Constitución italiana, equiparable solo a la magistratura del presidente de la República. Se presta también atención a la evolución del Consejo Constitucional francés, que se ha convertido finalmente en una verdadera jurisdicción constitucional, sobre todo como consecuencia en 2008 de la introducción de la cuestión prioritaria de constitucionalidad. Además de estos tres casos, Cruz se refiere a la situación en Grecia, que opta por una un control difuso de la constitucionalidad de las leyes, y Portugal, que combina el control difuso con el control concreto. Y España, que es un modelo completo de justicia constitucional y que notoriamente depende del alemán. Se destaca que la justicia constitucional no solo es cuestión de lo que podríamos llamar los Estados fallidos o los Estados con un pasado autoritario, pues se introduce realmente asimismo a través de la reforma en ordenamientos como son el de Bélgica, Luxemburgo y Andorra.
Hay un apéndice muy interesante donde se reflexiona sobre la función que han adquirido los tribunales constitucionales, especialmente el alemán, cómo supremos intérpretes de la Constitución, dando a esta expresión un contenido que va más allá de la mera averiguación del significado de la norma fundamental, refiriéndose a una cierta labor de construcción, cuasi normativa si se quiere. Esto está relacionado con la atribución al Tribunal Constitucional de un halo mítico al que ya hemos aludido y ha sido objeto de algún comentario crítico especialmente por parte de un sector profesoral del derecho constitucional y la teoría del Estado alemanes que ha puesto de relieve el seguidismo de la doctrina académica respecto del BVerfGE; y en definitiva su rebajamiento en relación con el nivel de la teoría constitucional anterior. Así, los profesores, según este criterio un tanto exagerado, pasarían de contribuir a la teoría constitucional a la mera exégesis de las decisiones y sentencias del Tribunal.
1.4. Tras la tras la caída del muro se produce una proliferación de tribunales constitucionales en los países del centro y el este de Europa, que preceden a los procesos constituyentes, y que desarrollan un activismo llamativo. Es el caso de Polonia, cuyo Tribunal dicta sentencias monitorias no vinculantes, a medio camino entre un control por omisión y un control represivo, por medio de las cuales se señalan deficiencias o lagunas en el ordenamiento jurídico susceptibles de afectar su coherencia. Interesante también es el caso de Hungría, cuyo máximo Tribunal utiliza como canon de constitucionalidad no necesariamente la norma fundamental escrita, sino la Constitución, por así decir, ideal o subyacente. Así se declaró la inconstitucionalidad de la pena capital subsistente en el Código Penal. El Tribunal también da instrucciones al legislador. En palabras de quien fue su presidente Solyon, la aportación del Tribunal radicó en su contribución a la fundación en Hungría de una cultura constitucional democrática y de Estado de derecho. Asimismo, el Tribunal Constitucional checo puede considerarse definitivamente instalado, siguiendo un esquema de inspiración claramente norteamericano con una renovación de la totalidad de los quince miembros nombrados con la aprobación del Senado cada nueve años, y cuyo centro de gravedad es el control tanto abstracto como concreto de constitucionalidad de la ley parlamentaria. Es de advertir que todos estos tribunales se encuentran con el reto de la integración europea, asumiendo la primacía de un ordenamiento supranacional enteramente novedoso para ellos. También parece, de algún modo, que se trata de tribunales impuestos cuya aceptación se condiciona al ingreso en la Unión Europea.
Pero hay, dice con toda razón Pedro Cruz, que dedicar una atención imprescindible a los tribunales europeos que son expresión de una constitucionalidad a nivel continental y que inciden en la función propia de los tribunales nacionales. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos termina funcionando como supremo tribunal de amparo en los países del Consejo de Europa frente a las resoluciones judiciales nacionales firmes. Por su lado, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea es el tribunal constitucional del ordenamiento comunitario, que ha considerado parte de su misión la garantía de los derechos fundamentales casi desde los Trimeros tiempos, función que queda reforzada por la sentencia Solange II. El derecho de la Unión desplaza la aplicación del derecho de los Estados miembros en su conjunto y en cada una de sus manifestaciones, generando la obligación de cualesquiera órganos judiciales de estos de proceder en consecuencia de manera directa y sin intermediación o filtro alguno. Así, los tribunales constitucionales pierden el llamado monopolio de rechazo respecto a la ley nacional del interior de cada ordenamiento jurídico nacional y deben aceptar la concurrencia del conjunto de los órganos jurisdiccionales nacionales en esta materia. Paralelamente es importante señalar que el Tratado de la Unión asegura el respeto por parte del derecho de la Unión de la identidad constitucional de los Estados miembros, y que se ha admitido por los Estados la obligación de plantear una cuestión prejudicial ante el Tribunal de la Unión de la misma manera que cualquier tribunal nacional en las circunstancias contenidas en el artículo 267.
Lo cierto es que el proceso de integración, concluye el profesor Pedro Cruz, ha afectado seriamente a la actividad de la jurisdicción constitucional concentrada a escala nacional. De otro lado, lo que no se puede negar es que los tribunales constitucionales europeos a todo lo largo de su evolución han acumulado entre ellos un formidable patrimonio de cultura constitucional compartida como miembros de la misma Verfassungsgerichtsverbund (comunión de tribunales europeos constitucionales).
2. Por lo que hace a la contribución del profesor Juan Luis Requejo, hay que resaltar diversos aspecto de interés de la misma. Ofrece, en primer lugar, una panorámica de conjunto que refleja perfectamente el actual momento de la justicia constitucional, que es justamente el de la pérdida del privilegio jurisdiccional de la ley, que solo admitía el control del Tribunal Constitucional pronunciándose sobre la validez de la misma y estableciendo en su caso su nulidad. En la situación actual, ante todo, la Constitución no es la norma suprema del ordenamiento, pues como se sabe los conflictos entre la ley nacional y el derecho comunitario se resuelven a favor de la prevalencia de este; y además el control al que está sometida la ley no es solo el de la Constitución, sino también el del derecho europeo. Tampoco ese control corre a cargo del Tribunal Constitucional, sino de los jueces, aunque estos se pronuncien sobre la aplicabilidad de la ley y no respecto de su validez.
Lo que ofrece el trabajo del profesor Requejo es un exhaustivo repaso de las variantes europeas de la justicia constitucional, sea en lo que se refiere a la organización institucional de esta, las sentencias que emiten los tribunales y las funciones o tareas que desarrollan, a partir del análisis de las conclusiones que ofrecen los diferentes casos considerados en el libro editado por Armin von Bogdandy y José Martín y Pèrez de Nanclares. Me parecen especialmente significativas las afirmaciones de Requejo en relación con los mecanismos que se conocen en los diversos ordenamientos para asegurar la independencia de los tribunales, atendiendo sobre todo al alcance de la partidificación en su composición y la posible utilización de otros procedimientos de selección alternativos, como las asociaciones judiciales. Requejo no cree que se pueda salvar la objeción del carácter político de la justicia constitucional ni que las asociaciones judiciales carezcan de sesgo ideológico. Lo que al respecto ofrece el derecho comparado es cohonestar, a la hora del nombramiento de los magistrados constitucionales, la conveniencia de una cierta correspondencia con las sensibilidades políticas mayoritarias y la ventaja de la transparencia democrática, pues siendo imposible el juez ideológicamente neutro es preferible que la adscripción o sensibilidad ideológica del juez sea de conocimiento público. Parece también adecuada la observación de Requejo sobre el conveniente equilibrio en la composición de los tribunales de su ala judicial y su ala académica. Los jueces profesores permiten estrechar las relaciones entre la doctrina judicial y el derecho comparado y la teoría constitucional, y están más abiertos a la crítica. Los jueces judiciales pueden facilitar descubrir el nervio de la argumentación, sin divagaciones y meandros, y están preocupados por los efectos verdaderos de las decisiones que adoptan. Su incorporación a los tribunales depende también de la inclinación de las jurisdicciones al control difuso.
La evolución de la jurisdicción constitucional debería orientarse a una cierta confluencia en el ejercicio tanto del control abstracto como del concreto, partiendo de que en la actualidad es clara la preponderancia de la jurisdicción concentrada (nueve de los trece casos examinados en los informes del libro). La corrección en el sentido de favorecer el control difuso es debida no solo a la influencia del modelo americano, sino a la toma en consideración de la especialidad de la propia justicia constitucional cuyos rasgos, en los términos que hemos visto, progresivamente están perdiendo justificación. El asentamiento de los sistemas democráticos confirma la conciencia del legislador de sus límites de acuerdo con una idea adecuada del Estado de derecho. La ley es la expresión normal de la voluntad democrática y la corrección de la misma queda para los supuestos de infracción manifiesta constitucional. Otra cosa, esto es, la hiperconstitucionalización del ordenamiento no deja de señalar una orientación de excepción en la que urge recuperar, a través de la significación educativa de las sentencias, la propia reconstitución democrática de la sociedad. Para la recuperación posicional de la ley democrática y el rebajamiento de su evidente hiperconstitucionalización los sistemas de jurisdicción concentrada harán bien en mirar con mejores ojos a los sistemas europeos, que sin problemas especiales de democracia habían basado el control de constitucionalidad sobre esquemas difusos, sea Suiza, Países Bajos o mixtos como Finlandia o Portugal.
El futuro de la justicia constitucional no puede entenderse sin perder de vista el provenir del mismo proceso de integración europea. Irrenunciable será el ofrecer, en lo que duren los tiempos de la transición, especialmente por parte de los tribunales europeos, una protección ordenada y superior de los derechos fundamentales, al tiempo que se garantiza el respeto de la identidad constitucional de los Estados a que compromete a los poderes públicos comunes el artículo 4 del Tratado. Pero si el futuro es la integración total, advierte el profesor Requejo, lo que corresponderá a los tribunales europeos es servir de inductores de la constitucionalización acelerada de la Unión y garantizar la libertad de los ciudadanos frente al nuevo Leviatán europeo.