RESUMEN
En América Latina el control de constitucionalidad está en manos de los jueces e implica hacer prevalecer las normas de la Constitución Nacional sobre el resto del ordenamiento jurídico y, en consecuencia, hacer efectivo el principio de la supremacía constitucional. Pero ¿qué sucede cuando la norma controlada es parte al mismo tiempo de la norma controlante? ¿Puede reputarse inconstitucional una disposición incorporada en el texto de la Constitución Nacional a través de una reforma constitucional? En otras palabras, ¿puede un juez (poder constituido) controlar lo actuado por la Convención Constituyente (poder constituyente)?
En el presente trabajo se analizarán estas cuestiones a partir del análisis comparativo de los modelos jurisprudenciales nacidos a raíz de los fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en Argentina y de la Corte Constitucional en Colombia. Mientras en este último caso, la propia Constitución reconoce la facultad de la Corte Constitucional para controlar las reformas de la Constitución (arts. 241 y 379), existiendo en la práctica numerosos pronunciamientos de este tribunal, mientras que en Argentina la Carta Magna nacional nada dice al respecto y solo encontramos tres pronunciamientos del máximo tribunal nacional en los cuales fue cambiando su postura sobre este complejo asunto.
El objetivo será entonces comparar ambos modelos centrando el análisis en los argumentos esgrimidos por uno y otro tribunal a la hora de ejercer (o no) un control sobre la labor del poder constituyente derivado o reformador.
Palabras clave: Control de Constitucionalidad; Reforma Constitucional; Argentina; Colombia; Jurisdicción Constitucional.
ABSTRACT
In Latin America, constitutional review is exercise by the judiciary branch and seek to ensure the dispositions of the National Constitution over the rest of the legal system in order to give effect to the principle of constitutional supremacy. But what happens when the controlled norm is at the same time, the controlling norm? Is it possible to declare unconstitutional a provision incorporated in the constitutional text through a constitutional reform? In other words, Can a judge (part of the constituted power) exert control over the Constitutional Convention (the constituent power)?
This paper intends to address these issues from a comparative analysis of the jurisprudential models born from the judicial decisions of the Argentine Supreme Court and the Colombian Constitutional Court. While in this last case, the Constitution itself recognizes the faculty of the Constitutional Court to control the Constitutional dispositions (sections 241 and 379), and consequently, there are numerous judicial pronouncements of this Court, in Argentina the Constitutional Charter does not say anything at all on the matter, and we can find only three pronouncements, in which the Supreme Court was changing its position regarding this complex matter.
The main aim is to compare these two models focusing the analysis on the arguments put forward by both Courts in exerting (or not) their control over the production of the constituent power
Keywords: Constitutional Control; Constitutional Reform; Argentina; Colombia; Constitutional Jurisdiction.
La reforma constitucional ha sido un tema muy recurrente en las últimas décadas en América Latina; esta temática rápidamente se convirtió en una de las principales preocupaciones del derecho y de las ciencias políticas.
Argentina y Colombia no han sido la excepción. Colombia llevó a cabo un importante proceso constituyente en 1991 que daría como resultado la creación de una nueva constitución para el país, reemplazando completamente la anterior constitución de 1881. Argentina producirá, tres años después, en 1994, una importante reforma constitucional. Pero a diferencia de Colombia, en Argentina se llevó a cabo una reforma constitucional donde se agregaron, modificaron e incluso se abolieron algunos artículos, pero no se sustituyó el texto constitucional originario de 1853/60; no hubo un reemplazo del texto originario por uno enteramente nuevo, sino más bien un aggiornamento del texto clásico con nuevos institutos, derechos, declaraciones, garantías, nuevos órganos públicos, etc.
El objetivo central de este trabajo es explorar y comparar los procesos de reformas constitucionales previstos en Argentina y Colombia, a los efectos de arribar a una serie de conclusiones respecto de la posibilidad de controlar (o no) lo actuado por el poder constituyente. En este sentido, Argentina es un caso paradigmático desde que su diseño no contiene disposición alguna acerca de la posibilidad de los jueces de efectuar un control de constitucionalidad sobre lo actuado por el poder constituyente (de hecho, no contiene disposiciones sobre el control de constitucionalidad en sí) y sus previsiones sobre los procedimientos de reforma constitucional son muy escuetas, lo que deja un importante espacio para la interpretación de la doctrina y, sobre todo, de la jurisprudencia.
Por su parte, Colombia se presenta como un caso paradigmático justamente de lo contrario: su Constitución tiene precisas disposiciones sobre tres complejos sistemas de reformas constitucionales y dedica un capítulo entero a la jurisdicción constitucional; además de todas estas previsiones, su Corte Constitucional, a través de la teoría de la sustitución de la Constitución, ha convertido al caso colombiano en un caso paradigmático del control de constitucionalidad de la reforma constitucional.
Lo que interesa de este estudio comparativo es intentar establecer qué límites fijan cada uno de estos ordenamientos constitucionales al poder de reforma y su posibilidad de ser objeto de control de constitucionalidad. Nuestra hipótesis es que las diferentes concepciones que se tienen del poder constituyente derivado (en adelante PCD) en uno y otro país han llevado a que los máximos tribunales tomen posturas distintas respecto del control que se pueda ejercer sobre el poder de reforma constitucional. Sin embargo, ambas Cortes han realizado argumentaciones similares para acabar reconociendo un control sobre el fondo y la forma de las reformas constitucionales.
La teoría y el concepto de poder constituyente se atribuyen al abate Sieyés, quien la expone en su famoso opúsculo de 1788 ¿Qué es el tercer estado? En esta pequeña obra, pero de enorme significancia, el autor francés dirá que «la Nación existe ante todo, es el origen de todo, su voluntad es siempre leal, es la ley misma. Antes que ella y por encima de ella solo existe el Derecho natural»; «Si queremos una idea justa de las leyes positivas que no pueden emanar sino de su voluntad tenemos, en primer término, las leyes constitucionales»; «la Constitución no es obra del poder constituido sino del poder constituyente» y en consecuencia, «Ninguna especie del poder delegado puede cambiar nada en la condición de su delegación. Es en este sentido que las leyes constitucionales son fundamentales».
Poder constituyente es, entonces, poder que constituye, poder que crea. El término («constituant») es relativamente reciente, incluso tiene fecha precisa (1788) y su práctica también lo es. Las primeras manifestaciones fueron dadas en la Convención de Filadelfia de 1787 y en la Asamblea Nacional francesa de 1789. En ambos casos este poder no fue ejercido directamente por el pueblo, como se ve, sino a través de una asamblea o una convención.
La doctrina constitucionalista argentina define al poder constituyente de modo más o menos similar. Linares Quintana lo conceptualiza como «la facultad inherente a toda comunidad soberana a darse su ordenamiento jurídico-político fundamental originario por medio de una Constitución, y a reformar a esta total o parcialmente cuando sea necesario. En el primer caso, el poder constituyente es originario; en el segundo, es constituido, instituido o derivado» (1981: 405). Quiroga Lavié lo define como «una relación social de mando y obediencia mediante la cual la sociedad establece la distribución y el modo del ejercicio monopólico de la fuerza en ella […] es proceso político, y no producto jurídico» (1995: 37). Por su parte, Bidart Campos da una definición similar: «Si por «poder» entendemos una competencia, capacidad o energía para cumplir un fin, y por «constituyente» el poder que constituye o da constitución al estado, alcanzamos con bastante precisión el concepto global: poder constituyente es la competencia, capacidad o energía para constituir o dar constitución al Estado, es decir, para organizarlo, para establecer su estructura jurídico-política» (1998: 373).
Con respecto a su clasificación, la literatura constitucionalista argentina también coincide casi unánimemente en clasificar el poder constituyente en originario y derivado (Linares Quintana, 1981: 405; Bidart Campos, 1998: 373; Sagüés, 2003 y 2017; Quiroga Lavié, 1995: 37, como así también de Sánchez Viamonte, González Calderón, Vanossi, Spota, Bas, Romero, entre otros, citados por Hernández, 2001: 468 y, como sostiene este autor, prácticamente no hay disidencia en la doctrina local). Para Bidart Campos, «el poder constituyente puede ser originario y derivado. Es originario cuando se ejerce en la etapa fundacional o de primigeneidad del estado, para darle nacimiento y estructura. Es derivado cuando se ejerce para reformar la constitución» (Bidart Campos, 1998: 373). Aunque aclara este autor que: «Esta dicotomía doctrinaria necesita algún retoque, porque también cabe reputar poder constituyente originario al que se ejerce en un estado ya existente (o sea, después de su etapa fundacional o primigenia) cuando se cambia y sustituye totalmente una constitución anterior con innovaciones fundamentales en su contenido» (Bidart Campos, 1998: 373/4). En sentido similar, también la clasifica así la literatura colombiana (véase Velázquez Turbay, 2004: 47-56).
Sin embargo, la doctrina constitucionalista argentina, en general, no ha ahondado sobre la posibilidad de sustitución total de la constitución. De hecho, el propio Bidart Campos reconoce que «queda la duda de si una «reforma total» que no altera esa sustancialidad de los contenidos vertebrales es o no una constitución nueva emanada de Poder Constituyente Originario (en adelante PCO). Diríamos que no, con lo que la cuestión ha de atender más bien a la sustitución de los contenidos básicos que al carácter de totalidad que pueda tener la innovación respecto del texto normativo que se reemplaza» (1998: 374). Quiroga Lavié (1995) también menciona esta posibilidad de reforma total que implica sustitución de una Constitución, al referirse al PCO como «aquél que funda un Estado o que cambia su constitución, sin sujetarse a ella» (1995: 37).
La doctrina latinoamericana, en cambio, sí ha ahondado en esta cuestión, e incluso llega a hacer una diferenciación entre Asamblea Constitucional y Asamblea Constituyente. En el constitucionalismo latinoamericano «la previsión, ya sea de Asamblea Constitucional o de Asamblea Constituyente, dentro de sus Constituciones, es, cuando existe, una característica relevante en materia de procedimientos de reforma constitucional» (Benavides Ordóñez, 2018). Así, por Asamblea Constituyente se entiende como expresión del PCO, y es, por tanto, un poder facultado para sustituir la Constitución; Asamblea Constitucional, en cambio, es expresión del PCD, y como tal solo tiene facultad para reformar la Constitución y dentro del marco por ella misma previsto. Por lo tanto, no puede sustituir o cambiar totalmente la Constitución (2018: 56).
Según esta clasificación, la Constitución Argentina (art. 30) no prevé una Asamblea Constituyente sino una Asamblea Constitucional y aun cuando hable de la posibilidad de reforma total, no deja de serlo en los límites de la Constitución y por tanto, se seguiría tratando de un PCD. Del mismo modo, se concluye que en el caso colombiano el procedimiento de reforma constitucional mediante «Asamblea Constituyente» (previsto en el art. 376), tampoco puede ser calificada de constituyente, porque el Congreso, al convocarla mediante ley, fija su «competencia, el período y la composición» (art. 376).
Otras constituciones latinoamericanas, en cambio, son más precisas en este sentido, ya que expresamente prevén la reforma total de la constitución que implica directamente sustitución de la misma: Costa Rica prevé la instalación de una Asamblea Constituyente cuando se pretenda una reforma general de la Constitución (art. 196); Venezuela cuando dispone que el pueblo, en ejercicio del PCO puede convocar una Asamblea Nacional Constituyente con la finalidad de transformar al Estado (art. 347); Bolivia (art. 411) establece que para que proceda a la reforma total de la constitución, o aquella que afecte a sus bases fundamentales, a los derechos, deberes y garantías, o a la primacía y reforma de la Constitución, tendrá lugar a través de una Asamblea Constituyente Originaria Plenipotenciaria, activada por voluntad popular a través de referéndum.
En este punto, coincide, en consecuencia, con la regulación constitucional venezolana y ecuatoriana y en todos estos casos es digno de rescatar la importancia que tiene la participación popular en este tipo de reformas.
Al hablar entonces de PCO, la doctrina latinoamericana hace referencia al momento de creación del Estado o bien de un cambio profundo del Estado:
Se registran dos momentos, desde el punto de vista histórico, de creación de las constituciones: un primer momento que permite la expresión de un denominado Poder Constituyente Originario; como su nombre lo indica, es un acto de los orígenes, es un acto de fundación, que surge con la aparición misma del Estado, o para la aparición del Estado. Este Poder Constituyente Originario es el resultado de una aspiración de tránsito hacia una nueva realidad estatal, de un proceso revolucionario o de un cambio profundo del Estado. Se hace necesario que en ese acto constitutivo el Constituyente originario defina los procedimientos para la reforma de su creación, para la reforma de la Constitución, con lo cual aparece, en otro momento histórico, el Poder Constituyente Derivado, un poder cuya causa debemos encontrar en la necesidad de ajustar el Estado existente a las nuevas exigencias sociales y políticas. Este Poder Constituyente Derivado, situado en general por la Constitución misma en los órganos de la representación nacional (congresos y parlamentos), también ha sido situado por algunas constituciones en el pueblo directamente, a través de la vía plebiscitaria o referendaria (arts. 374, 375, 376, 377, 378 y 379) (Velázquez Turbay, 2004: 47-56).
En similar sentido, Ríos Álvarez dice que «el poder constituyente es aquel que se ejerce cuando se dicta una Constitución nueva o fundacional, cuando se reforma la existente o cuando se la sustituye por otra» (2017: 182).
Es decir que, en conclusión, la doctrina argentina no contempla la posibilidad de una transformación profunda de la Constitución, un cambio radical y absoluto del texto constitucional por uno enteramente nuevo, como si ello no fuera directamente posible. La literatura colombiana, e incluso la jurisprudencia de su Corte Suprema de Justicia[1], han entendido que «se dice que un Poder Constituyente Derivado de una Constitución liberal no puede transformarla en una constitución monárquica. Cuando este cambio se quiere producir, debe acudirse al Poder Constituyente Originario» (Velásquez Turbay, 2004: 44).
De ahí precisamente que el PCD tenga limitaciones más estrictas, un alcance parcial. Y esta limitación está dada justamente por la imposibilidad de sustituir la Constitución: Así, algunos autores «sostienen que el poder constituyente, constituido o derivado, no tiene facultad para transformar la Constitución, de manera total, traicionando los principios que la inspiran. De acuerdo a este criterio, no puede, el Constituyente del segundo momento indicado, cambiar la Constitución que le sirve de marco, hasta el límite de desconocer ese marco que lo contiene y lo autoriza» (Velásquez Turbay, 2004: 44).
De esta manera, su «ejercicio está regulado y limitado por la constitución originaria que le da fundamento […] está sujeto a las limitaciones impuestas por la constitución de origen, lo cual no le permite ostentar» las características que tiene el originario, es decir, de ser «supremo, ilimitado, extraordinario, único, indivisible e intransferible» (Quiroga Lavié, 1995: 37).
De todo esto se deriva la idea de que el PCD no es manifestación directa del pueblo, sino de órganos constituidos (aun cuando algunas constituciones lo sitúan directamente en el pueblo, como el texto argentino) y que se limitan a cambiar ciertos aspectos de la Constitución, sin que esto signifique su derogación o su sustitución por otra Constitución. Esto es lo que sucedió, precisamente, en Colombia en el año 1991, cuando una Convención Constituyente directamente derogó la Constitución vigente y la reemplazó por una nueva, tal como lo establece el art. 380 de esta nueva Constitución: «Queda derogada la Constitución hasta ahora vigente con todas sus reformas. Esta Constitución rige a partir del día de su promulgación».
Para que esta sustitución se dé, es necesario que actúe directamente el pueblo, es decir, el PCO. Todos los demás tipos de reformas, serán operadas, de acuerdo a la terminología y técnicas empleadas por el sistema colombiano (coincidente con la mayoría de los países de América Latina) por un PCD o constituido.
Se trata en estos casos de revisión del texto constitucional para adaptar la constitución a las exigencias de la sociedad tal como sostiene la doctrina de la sustitución de la Constitución elaborada por la Corte colombiana «para efectuar reformas a la Constitución con la finalidad de adaptarla a la evolución de la sociedad civil y responder a las expectativas de los ciudadanos» (Henao Hidrón, 2013: 159), por ello se dice que estas reformas que son operadas por el Congreso, este actúa «en su condición de poder constituyente derivado».
Constituido y derivado son, aquí, sinónimos. Mientras que en el caso argentino no lo son. Poder Constituyente no se confunde con Poderes Constituidos y estos no tienen la más mínima atribución para reformar la Constitución bajo ningún aspecto. Si bien es cierto que el Congreso de la Nación es el órgano competente para declarar la necesidad de la reforma, este órgano no opera reforma o modificación alguna sobre el texto constitucional. Mientras que en Colombia el Congreso sí es PCD, porque puede operar reformas sobre el texto constitucional, aunque de manera muy limitada; en Argentina ningún poder constituido puede reformar o revisar el texto de la Constitución y, en consecuencia, el poder constituyente, en cuanto poder soberano del pueblo, es uno solo, sea originario o derivado. En Argentina tanto la literatura constitucionalista como la propia jurisprudencia de la CSJN consideran que el PCD es una expresión más del Poder Constituyente, y que la distinción entre originario y derivado es una clasificación que se hace solo a los efectos didácticos.
Sobre este punto la literatura argentina es conteste. Según sostiene Vanossi, en ambos casos (originario y derivado) se entiende que se está ante el ejercicio de una misma sustancia de poder, tanto cuando se constituye inicialmente como cuando se reforma ulteriormente: siempre es poder constituyente. Sánchez Viamonte sostiene que el poder constituyente originario y el derivado son «dos etapas de un mismo poder», etapas que denomina «etapa de primigeneidad» y «etapa de continuidad». Sostiene que después de sancionarse la Constitución este poder constituyente entra en «estado virtual o de latencia», y que queda siempre apto para ponerse de nuevo en movimiento cada vez que sea necesaria la reforma (citados por Hernández, 2001: 468). En concordancia, Vanossi (citando a Linares Quintana) dice que lo obrado por el poder constituyente únicamente puede ser modificada por el mismo poder constituyente y no por otro de menor jerarquía que aquél.
La diferenciación entre originario o primigenio y derivado (como sinónimo de constituido) queda clara y perfectamente delimitada y diferenciada en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana. La Corte colombiana ha sostenido, respecto del poder constituyente originario, que «es un poder eficaz, ya que no solo desconoce el orden de cosas existente en una sociedad dada, sino que además cuentan la fuerza para instaurar un nuevo orden (incluido el constitucional)» por tanto, «Solo el poder que oponiéndose al orden jurídico existente, es capaz de derrotar a las fuerzas que se le oponen, crear un nuevo poder y un orden jurídico también nuevo, es verdadero poder constituyente». Por ello mismo, «El poder constituyente es un poder revolucionario ya que su función no es conservar el orden sino modificarlo radicalmente, en esto se diferencia del defensor de la constitución, cuya función es conservarlo; el poder constituyente tiene una función revolucionaria, en cambio, el guardián de la constitución, tiene una función conservadora»[2].
Y por el otro lado, al definir al PCD o Constituido como «el poder de revisión constitucional o de enmienda constitucional formal», dice que «es un poder entregado a un cuerpo que existe y obra gracias a la constitución y que por lo mismo es un cuerpo constituido, no constituyente. Su poder por la misma razón es un poder constituido, no constituyente, delegado, no originario»[3]. A diferencia del Poder Constituyente, «el poder de enmienda constitucional formal, deriva su legalidad y legitimidad de la propia constitución, su autoridad se encuentra en la misma constitución que reforma. El poder constituyente constituido puede modificar el orden constitucional vigente, precisamente porque ese mismo orden se lo permite. Es en síntesis un poder derivado, mientras el poder constituyente es un poder originario»[4].
En definitiva, el poder de reforma radica, en el caso colombiano, en un cuerpo que la propia Constitución habilita a reformar su propio texto, mientras que, en Argentina, tanto el poder de creación como de reforma corresponde, siempre y sin excepciones, al pueblo. Y ello queda claro también en los distintos procedimientos de reforma previstos en ambos textos constitucionales.
De lo dicho hasta aquí respecto del poder constituyente originario y del poder constituyente constituido o derivado, surge un nuevo elemento a tener en consideración. En definitiva ¿quién ejerce el poder constituyente?
Se trata en definitiva de determinar quién es el titular y a quién le corresponde el ejercicio del poder constituyente, sea este el originario (el que crea una nueva constitución, sea desde la nada o sustituyendo una anterior) o el derivado (que produce solamente reformas o enmiendas al texto otorgado por el PCO).
La respuesta para saber a quién le compete el ejercicio está dada por los distintos procedimientos previstos en el ordenamiento jurídico de cada país. Como ya se adelantara anteriormente, en Argentina la reforma se prevé siempre limitada (total o parcial sobre el texto constitucional), y la ejerce el pueblo, aunque obviamente no de manera directa, sino a través de una convención constituyente (art. 30); en Colombia la Constitución política prevé tres mecanismos: por la vía del Congreso mediante un acto legislativo (art. 375), por referéndum constitucional (art. 378) y por Asamblea Constituyente (art. 376). En principio, tanto el procedimiento de reforma a través del Congreso como la del pueblo a través de referéndum, son procedimientos que se corresponden con el PCD. El operado a través de una Asamblea Constituyente, es decir, a través del pueblo, sería poder originario, pero ya veremos más adelante que tanto la doctrina como la jurisprudencia no lo consideran poder originario, sino también derivado.
Pero lo curioso del caso colombiano es que su Constitución no prevé una reforma total o sustitución de la Constitución, sino siempre derivada o limitada, a diferencia de la literatura constitucionalista local, la jurisprudencia de la Corte Constitucional e incluso de su propia historia reciente.
La Constitución Argentina es sumamente escueta al referirse al proceso de reforma constitucional. Su art. 30 establece:
Artículo 30. La Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto.
Colombia, en cambio, dedica todo un capítulo a la reforma constitucional (Título XIII: De la Reforma de la Constitución, arts. 374-380). El art. 374 establece, básicamente, la constitución colombiana establece tres mecanismos de reforma constitucional:
Artículo 374. La Constitución Política podrá ser reformada por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el Pueblo mediante referendo.
Estos mecanismos son: (1) El trámite integral ante el Congreso (mediante acto legislativo); (2) El Referendo constitucional (por el pueblo mediante referendo); y (3) La Asamblea Constituyente.
Acto Legislativo es, de acuerdo al art. 221. Ley 5° de 1992, «las normas expedidas por el Congreso que tengan por objeto modificar, reformar, adicionar o derogar los textos constitucionales» (Younes Moreno, 2017: 457). El procedimiento a través de la Asamblea Constituyente se realiza a través del Congreso, quien puede «disponer que el pueblo, en votación popular, decida si convoca la asamblea, y se entiende que el pueblo la convoca, si se aprueba por lo menos por una tercera parte del censo electoral. La ley que la disponga determinará su composición, competencia y período (art. 376, CN)».
El procedimiento por medio del Referendo consiste en «presentar a los electores un temario articulado para que escojan libremente el voto positivo o el voto negativo. La aprobación de las reformas requiere el voto de más de la mitad de sufragantes, y que estos excedan la cuarta parte del total de ciudadanos que integran el censo electoral (art. 377, CN)» (Younes Moreno, 2017: 459).
De conformidad con el art. 229 de la Ley 5° de 1992, los asuntos que pueden someterse a referendo, son los siguientes:
a)Las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso, si así lo solicita, dentro de los 6 meses siguientes a la promulgación del acto legislativo, un 5 % de los ciudadanos que integren el censo electoral. Estas reformas deberán estar referidas:
A los derechos y garantías reconocidos como fundamentales en la Constitución.
En los procedimientos de participación popular (arts. 377, 378, CN).
Al Congreso de la República.
b)Los proyectos de reforma constitucional que el mismo Congreso incorpora a la ley. Esta ley deberá ser por iniciativa del Gobierno o de un número de ciudadanos igual o superior al 5 % del censo electoral existente en la fecha respectiva.
El Referendo será presentado de manera que los sectores pueden escoger libremente, en el temario o articulado, entre votar positiva o negativamente (Younes Moreno, 2017: 459). Este instituto es definido por el art. 3° de la Ley 134 de 1994 como «la convocatoria que se hace al pueblo para que apruebe o rechace un proyecto de norma jurídica o derogue o no una norma ya vigente». «El referendo constitucional es un acto jurídico de carácter complejo y en su trámite y perfeccionamiento interviene tanto el pueblo, como numerosas autoridades públicas» (ídem).
En la concepción (normativa) argentina del poder constituyente «No obstante que las dos clases de poder constituyente tienen la misma sustancia, la doctrina distingue al originario del derivado por sus límites, habida cuenta que el segundo debe adecuarse a los límites jurídicos impuestos por el primero al establecer el sistema de reforma constitucional» (Hernández, 2001: 469).
Es decir que en la concepción (normativa) argentina del PCD tiene límites que, en definitiva, son límites impuestos por sí mismo, ya que tanto el originario como el derivado «tienen la misma sustancia» y no descansan en sujetos distintos —como interpreta el sistema colombiano, por ejemplo—.
Para Bidart Campos el PCO ejercido en 1853 «fue ilimitado porque no estuvo condicionado por ninguna instancia positiva superior o más alta», sin embargo —aclara— «tuvo en cuenta: a) los límites suprapositivos del valor justicia (o derecho natural); b) los pactos preexistentes; c) la realidad social de nuestro medio» (1998: 376) y además a (d) «los pactos preexistentes ([…] el propio preámbulo afirma que la constitución se dicta «en cumplimiento» de ellos)» lo cual significa, según el autor, que hay también límites colaterales en el poder constituyente originario, ya que los pactos preexistentes «no fueron una instancia superior o más alta, pero condicionaron colateralmente al poder constituyente originario» (1998: 377).
Hernández, relevando la opinión de tratadistas clásicos del derecho constitucional argentino, refiere que, con igual criterio, Linares Quintana en su obra Derecho Constitucional e Instituciones políticas afirma que toda comunidad política al ejercitar tan esencial facultad soberana, por encima del Derecho positivo está constreñida a respetar ciertos valores naturales y absolutos como la libertad, la dignidad del hombre, la justicia, etc. (2001: 470). Sarmiento sostuvo en la Convención Provincial Bonaerense de 1860 que los derechos y garantías de los pueblos «así establecidos son superiores a la Constitución, son superiores a la soberanía popular» y Vélez Sársfield, en esa misma convención, sostuvo que «estos derechos son superiores a toda Constitución, superiores a toda ley y a todo cuerpo legislativo y tan extensos que no pueden estar escritos en la Constitución» (confr. Hernández, 2001: 470). Quiroga Lavié menciona como limitantes la cultura, las tradiciones y las circunstancias históricas (1995: 37).
La literatura colombiana por su parte, solo reconoce limitaciones fácticas, no jurídica, ni siquiera incluso de normas suprapositivas: el poder constituyente originario «solo tiene limitaciones fácticas, mientras que el segundo, además de estas, tiene limitaciones jurídicas. Resulta evidente entonces que las facultades del constituyente únicamente se enmarcan en la incapacidad obvia de no cambiar la naturaleza de las cosas por medio del derecho. Fuera de eso sus capacidades jurídicas son absolutas» (Canal Zarama, 2012: 98).
Claramente, el PCD tiene límites. La cuestión de la limitación del PCD tiene que ver con la rigidez (y sus grados) de la constitución nacional. En el caso argentino, el art. 30 consagra la rigidez, ya que establece un procedimiento especial para reformar el texto constitucional y además por tal reforma debe hacerla un órgano especial que habilita para ello.
a)En cuanto al procedimiento, este es especial porque es distinto al de la legislación ordinaria;
b)En cuanto al órgano, se trata de una convención especial, es decir, de un órgano diferente al legislativo ordinario. Se trata, dice Bidart Campos, de una rigidez «orgánica» (1998: 378);
c)En cuanto a la materia. La doctrina argentina ha elaborado también una serie de restricciones materiales o sustanciales al PCD.
Así, siguiendo a Bidart Campos, con esta primera caracterización de requisitos formales y materiales, se puede llegar a la afirmación de que el PCD tiene límites de derecho positivo: de procedimiento y de materia: «El art. 30 dice que la constitución se puede reformar en el «todo» o en «cualquiera de sus partes» significa que «cuantitativamente» se la puede revisar en forma integral y total. Pero «cualitativamente» no, porque hay «algunos» contenidos o partes que, si bien pueden reformarse, no pueden alterarse, suprimirse o destruirse. Precisamente, son los contenidos pétreos» (1998: 279). En la constitución argentina, estos contenidos pétreos «no impiden su reforma, sino su abolición». Ellos son (según Bidart Campos): (a) la forma de estado democrático; (b) la forma de estado federal; (c) la forma republicana de gobierno; entre otros. Así, siguiendo al autor, lo que estaría prohibido sería reemplazar democracia por totalitarismo; federalismo por unitarismo; sustituir república por monarquía.
Pero es importante concluir que tales limitaciones sobre la sustancia o materia siguen siendo limitaciones de naturaleza jurídica, es decir, impuestas por la misma constitución[5].
En Colombia, la doctrina constitucionalista también reconoce la existencia de ciertos contenidos que denomina esenciales, los que, a criterio de Henao Hidrón (2013: 161) podrían ser: El Estado social de derecho; La separación y colaboración armónica entre los tres poderes públicos; La forma de Estado unitaria; El principio de igualdad y no discriminación; Los medios de democracia participativa; El régimen político democrático; Los derechos fundamentales.
Evidentemente, si existen límites y estos no fueran respetados, forzoso es concluir que la reforma es inválida, es decir, inconstitucional. La cuestión que se plantea entonces es ¿quién puede o debe revisar lo actuado por el reformador constituyente? ¿el propio constituyente, el poder judicial (en el marco de los sistemas de control de constitucionalidad jurisdiccional que existe en América Latina), el pueblo?
En Argentina, como se sostuvo anteriormente, la Constitución nada dice respecto del control, lo que ha dado lugar a diversas interpretaciones. La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha tenido oportunidad de expedirse al respecto en tan solo tres oportunidades, y podemos identificar en cada una de ellas tres criterios distintos que se corresponden con tres etapas diferentes:
El primer período se inicia con el fallo «Soria de Guerrero c. Bodegas y Viñedos Pulenta Hermanos S.A.», Fallos, 256: 556, de 1963, período que abarcaría hasta el año 1999. En este precedente la Corte concluyó que si bien el PCD tiene claramente límites, estos no pueden ser controlados por el Poder Judicial.
En el caso se había cuestionado la validez del derecho de huelga establecido por el art. 14, incorporado por la Convención Reformadora de 1957. El fundamento del reclamo residía en que, al ser sancionado dicho artículo, no se había dado cumplimiento a las normas del reglamento interno de la Convención que exigía una reunión posterior de la misma para aprobar el acta y la versión taquigráfica de la sanción. El Supremo Tribunal puso de manifiesto que de ningún modo los poderes conferidos a la Convención pueden reputarse ilimitados, porque el ámbito de aquéllos se halla circunscripto por los términos de la norma que la convoca y le atribuye competencia.
En este primer fallo, la Corte sostuvo que el control sobre los aspectos formales del proceso de reforma constitucional no eran, en principio, revisables judicialmente, ya que se trataba de cuestiones políticas no judiciables. Sostuvo que «de conformidad con la doctrina de los precedentes de esta Corte, las facultades jurisdiccionales del tribunal no alcanzan, como principio, al examen del procedimiento adoptado en la formación y sanción de las leyes, sean ellas nacionales o provinciales». La Corte fundamenta la no judiciabilidad del caso en exigencias institucionales, particularmente tendientes a «preservar la separación de los poderes del Estado, asegurando a cada uno de ellos el goce de la competencia constitucional que le concierne en el ámbito de su actividad específica».
De esta manera, revisar «el modo en que [el Congreso] cumplió las prescripciones constitucionales atinentes al […] procedimiento de formación y sanción de las leyes […] no constituye cuestión justiciable».
Y si este principio aplica al Congreso, con mayor razón, dice la Corte, se aplicará a la Convención Nacional Constituyente (derivada):
Que si ello es así con respecto a la observancia del procedimiento constitucional vigente para las cámaras del Congreso, con mayor razón la intervención de esta Corte tampoco es pertinente para decidir, como se pretende en el caso, si el art. 14 nuevo de la Constitución Nacional fue sancionado de conformidad con las normas del reglamento interno dictado por la Convención Constituyente de 1957, relativas a la exigencia de la aprobación, por dicho cuerpo, de las versiones taquigráficas de sus sesiones. No resultando comprobado que la sanción de la norma constitucional impugnada se encuentre comprendida en el supuesto excepcional precedentemente recordado, la índole de las objeciones formuladas en el caso reafirma la estricta aplicabilidad, en el «sub lite» de la jurisprudencia a que se ha hecho mención (Cons. 4°).
Hay dos pasajes que deben ser tenidos en cuenta en este fallo. Por un lado, dice que estas cuestiones no son justiciables, «como principio» y luego, en el Considerando n.° 3, dice que «Tal principio solo cedería en el supuesto de demostrarse la falta de concurrencia de los requisitos mínimos e indispensables que condicionan la creación de la ley». Este argumento es muy importante, porque si bien en este caso concluirá que no se puede controlar, más adelante (en el segundo período) la Corte utilizará este mismo argumento para efectuar un efectivo control sobre la reforma constitucional.
Este fue el único caso en el que la CSJN debió resolver sobre la posibilidad de controlar lo actuado por el PCD. Se puede concluir que en este primer período (1963-1999) la Corte no ejercía control de constitucionalidad sobre las reformas constitucionales.
Luego, la CSJN aceptó la posibilidad de control. En el caso Fayt, de hecho, declaró la inconstitucionalidad de un artículo incorporado en la reforma constitucional de 1994. El caso Fayt afirma la posibilidad del poder judicial de ejercer control de constitucionalidad, aunque este control solo se ejerce sobre cuestiones formales.
En realidad, en términos de la propia Corte, lo que aquí hace es re-afirmar su facultad de ejercer este control, facultad que ya la había establecido en el precedente «Soria» de 1963, precedente en el que se estableció que la facultad jurisdiccional de controlar la actividad de una convención reformadora procedería «si se demostrase la falta de concurrencia de los «requisitos mínimos e indispensables» que condicionan la sanción de la norma constitucional reformada» (Cons. 6°)[6].
En este precedente la Corte limita su control a una cuestión procedimental, referida específicamente a la competencia del órgano encargado de llevar a cabo la reforma, sosteniendo además que «no hay otro poder por encima del de esta Corte para resolver acerca de la existencia y de los límites de las atribuciones constitucionales otorgadas a los otros poderes y del deslinde de atribuciones de estos entre sí». Así, sostuvo que «Si la esencia de nuestro sistema de gobierno radica en la limitación de los poderes de los distintos órganos y en la supremacía de la Constitución, ningún departamento puede ejercer lícitamente otras facultades que las que le han sido acordadas» y que si se produce un «desborde de los límites de la atribución», ello implicaría que dicha potestad ejercida «no fuese, entonces, la de la Constitución y allí es donde la cuestión deja de ser inmune a la revisión judicial por parte del Tribunal encargado —por mandato de aquélla— de preservar la supremacía de la Ley Fundamental».
Remarcó que estas consideraciones son plenamente aplicables al PCD: «la facultad de reformar la Constitución no puede exceder el marco de la regulación —constitucional— en que descansa» y que «las facultades atribuidas en nuestro sistema constitucional a las convenciones constituyentes están limitadas […] Restricción que también resulta del texto del art. 30 de la Constitución Nacional que, tras declarar la posibilidad de que aquélla sea reformada «en el todo o en cualquiera de sus partes» y conferir al Congreso de la Nación la función de declarar la necesidad de la reforma, atribuye su realización a «una Convención convocada al efecto». Esta última la expresión «pone de manifiesto que la convención se reúne con la finalidad de modificar aquellas cláusulas constitucionales que el Congreso declaró que podían ser reformadas y sobre las que el pueblo de la Nación tuvo oportunidad de pronunciarse al elegir a los convencionales y no otras, sobre las que no concurren dichos requisitos».
En su argumentación, la Corte remarca los límites del PCD. La Corte distingue, tal como lo hace la doctrina local, entre PCO y PCD y al hacerlo, niega (o desconoce) la posibilidad de un nuevo PCO, pues reafirma la vocación de permanencia o perpetuidad de la Constitución Nacional de 1853/60 vigente: «El constituyente originario quiso que el procedimiento del art. 30 reflejase verdaderamente la voluntad soberana del pueblo en cada una de sus etapas y que toda reforma fuese fruto de una reflexión madura. Por ello, al órgano donde naturalmente está representado ese poder soberano le compete declarar la necesidad de reforma e incluir las partes o puntos cuya revisión justifica la convocatoria y a otro cuerpo legislativo distinto, también representativo de la soberanía, le corresponde llevar a cabo la actividad reformadora dentro de ese marco» y concluye que «En un régimen republicano, fundado sobre el principio de la soberanía del pueblo, debe ser la misma constitución política del Estado la que establezca y asegure su propia existencia, imposibilitando reformas inopinadas o antojadizas (conf. Juan A. González Calderón, Derecho Constitucional Argentino, tomo 1, Buenos Aires, 1917, págs. 330, 334, 335, 340)» (Cons. 8º, 2º párr.).
En este precedente, la Corte limita el análisis a una cuestión de competencias y solo analizará la adecuación de lo actuado por la Convención con la ley declaratoria de necesidad de la reforma (Ley 24.309), que es la que fija el temario y, en consecuencia, determina la competencia de aquella. En su análisis, la Corte concluye que efectivamente no había habido habilitación al PCD para modificar cuestiones relativas a la duración del cargo de los jueces (cuestión principal del caso), y en consecuencia «el art. 99, inciso 4, párrafo tercero de la Constitución reformada, no puede aplicarse al actor por vicio de nulidad absoluta, en virtud de haberse configurado un manifiesto exceso en las facultades de que disponía la convención, conforme al procedimiento reglado por el art. 30 de la Constitución Nacional y a lo dispuesto en la declaración de necesidad instrumentada mediante la ley 24.309» (Cons. n.° 15).
La Corte declara inconstitucional una cláusula de la Constitución Nacional incorporada en la reforma de 1994. Sin embargo, este control se ejerce solo sobre cuestiones de forma, no así de fondo. Y en este sentido, la Corte precisó el alcance y contenido del control que el poder judicial puede realizar sobre lo actuado por el PCD: está habilitado si concurren defectos de forma, más no le compete revistar el contenido de fondo: «Que esta sentencia no comporta un pronunciamiento sobre aspectos de naturaleza substancial que conciernen a la conveniencia o inconveniencia de la norma impugnada —juicio que no está en las atribuciones propias del Poder Judicial—, sino en la comprobación de que aquélla es fruto de un ejercicio indebido de la limitada competencia otorgada a la convención reformadora» (Cons. 16).
En el caso Shiffrin (2017) también aceptó la posibilidad de control, pero sosteniendo que debía hacerlo con la máxima deferencia al órgano reformador. En este último fallo de la Corte, recientemente sancionado, se revoca explícitamente el precedente Fayt. En este cambio radical de su propio precedente la Corte hace un esfuerzo argumentativo considerable.
Si bien aquí la Corte reitera que tiene la facultad de ejercer control sobre lo actuado por el PCD, sostiene que «la interpretación no puede ser restrictiva, —como se desprende del caso «Fayt»—, de manera de limitar severamente la soberanía de la Convención; por el contrario, el criterio de interpretación debe ser amplio, extensivo, y, en caso de duda, debe juzgarse a favor de la plenitud de poderes de la Convención Constituyente» (Cons. 7°, apdo. e).
Es decir que puede ejercer control, pero este control deberá ser de excepción: «Que, por otra parte, ese estándar de amplio respeto por parte de la rama judicial sobre el alcance de las facultades puestas en ejercicio por la Convención Constituyente, y que solo interviene en casos de marcada excepcionalidad en que el apartamiento por parte del órgano reformador sea grave, ostensible y concluyente con respecto a los temas habilitados por el Congreso de la Nación, ha sido la jurisprudencia constante de los tribunales desde el origen de la Nación» (Cons. 15).
Esta excepcionalidad con que la Corte ejerce control sobre la reforma constitucional está en sintonía con su propia interpretación respecto del control de constitucionalidad genérico, es decir, el que se ejerce sobre cualquier norma: «Si la declaración de inconstitucionalidad de un acto de los poderes constituidos ya presenta suma gravedad institucional y debe ser considerada como ultima ratio del ordenamiento jurídico [...] con mucha mayor rigurosidad debe serlo cuando se ha puesto en cuestión la validez de una norma de la Constitución sancionada por una Convención Reformadora elegida por el pueblo» (Cons. 12, 4° párr..).
De esta manera, la Corte concluye que «resulta necesario abandonar la doctrina del caso «Fayt», y adoptar un nuevo estándar de control, que sea deferente y respetuoso de la voluntad soberana del pueblo expresada por la Convención Reformadora con las disposiciones que aprobare, pero que, a su vez, preserve en cabeza del Departamento Judicial la atribución para revisar dichas cláusulas y, como ultima ratio de la más marcada rigurosidad, descalificarlas» (Cons. 16, 9° párr.). Por demás, la Corte sostiene que el pronunciamiento que había dado en 1999 en el caso Fayt, fue una circunstancia excepcional; en cambio, el estándar de amplio respeto sobre las facultades de la Convención «ha sido la jurisprudencia constante de los tribunales desde el origen de la Nación» (Cons. 15), que luego de 1994, «la Corte aplicó todas sus cláusulas, siendo absolutamente deferente respecto de las decisiones del poder constituyente» y que «el único caso distinto fue el del precedente «Fayt», lo cual muestra claramente que no se inserta en la tradición jurídica de este Tribunal». Reitera que el control judicial sobre la reforma es limitado, y así, por ejemplo, «El Poder Judicial no puede analizar la conveniencia de las decisiones de los constituyentes ni desconocer un presupuesto esencial de nuestra democracia, según el cual la Constitución materializa un pacto de unión nacional entre todos los ciudadanos».
Por último, pero no menos importante, este nuevo pronunciamiento sirvió no solo para reafirmar la facultad del poder judicial para revisar lo actuado por un poder constituyente, sino además termina por ampliar esta facultad, pues no la limita solo a cuestiones formales, sino que también puede ejercer un control sobre el contenido mismo de la reforma, es decir, sobre la materia.
En primer lugar, sostiene lo que ya venía sosteniendo desde 1963, es decir, que el poder judicial puede revisar la reforma constitucional por vicios de forma:
Que la Constitución Nacional dispone (artículo 30) que «la Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes». La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto». De conformidad con ello, el Honorable Congreso de la Nación declara la necesidad de la Reforma Constitucional, y esta declaración es normativa, es decir, contiene un mandato obligatorio.
Este procedimiento puede ser motivo de impugnación judicial. Es jurisprudencia consolidada de esta Corte el carácter justiciable de la regularidad de los procesos de Reforma Constitucional, tanto a nivel nacional como provincial (Fallos: 316: 2743; 322: 1616; 338: 249) Ello es así cuando se demostrase «la falta de concurrencia de los «requisitos mínimos e indispensables» que condicionan la sanción de la norma constitucional reformada» (conf. considerandos 3° y 4° de Fallos: 256: 556, «Soria de Guerrero»).
Este nuevo estándar de control (aunque deferente y respetuoso de la voluntad soberana del pueblo expresada por la Convención Reformadora) puede ser aplicado en dos supuestos, dice la Corte:
(a) «cuando se demuestre categóricamente que exista una grave, ostensible y concluyente discordancia sustancial que haga absolutamente incompatible la habilitación conferida y la actuación llevada a cabo por la Convención Constituyente»; o,
(b) cuando lo decidido por la Convención afectara, de un modo sustantivo y grave, el sistema republicano como base del estatuto del poder constitucional; o los derechos fundamentales inderogables que forman parte del contenido pétreo de la Constitución.
Para que no queden dudas, la Corte reitera la facultad de controlar la materia de la reforma: «Que, con relación al último punto, resulta importante insistir en que el producto de una Convención Constituyente también podría ser descalificado por razones sustantivas, en circunstancias marcadamente excepcionales» (Cons. 17).
En definitiva, en el caso Shifring, da un paso atrás y un paso adelante en materia de revisión de lo actuado por el PCD: porque por un lado dice determinantemente que hay que ser muy respetuoso del PC, pero también afirma que puede controlarlo, y además que este control no es solo sobre cuestiones formales ¡sino también materiales!
Ahora bien, ¿cuáles son las similitudes, los puntos de contacto o puntos en común con la jurisprudencia elaborada por la Corte Constitucional colombiana?
Como se sostuvo anteriormente, la propia Constitución colombiana fija expresamente la posibilidad de la Corte de ejercer el control de constitucionalidad sobre una reforma constitucional. Sin embargo, dicha habilitación se extiende solo a cuestiones de procedimiento, lo que implicaría decir que el PCD colombiano está (constitucionalmente) limitado en lo formal, más no en lo material.
Sin embargo, y a pesar de esta habilitación expresa, la Corte Constitucional, a través de sus propios precedentes, ha ido más allá en sus facultades de revisión.
Dentro del contexto latinoamericano, la Corte Constitucional de Colombia se muestra como un caso paradigmático del control constitucional de la reforma constitucional, por medio de su doctrina de la sustitución de la Constitución, la cual le permitió a la Corte revisar el contenido de una reforma y no solo vigilar por el respeto de los aspectos procedimentales.
Además la doctrina en cuestión alude al hecho de que el poder de reforma al tratarse de un poder que su ejercicio se enmarca dentro de lo dispuesto por la Constitución, no tiene facultad para cambiar el núcleo esencial de esta. Distinción que, en definitiva, supone la diferenciación entre PCO y PCD.
La doctrina constitucional en cuestión ha sido desarrollada en algunas sentencias de la Corte Colombiana que, iniciando en el año 2003 con la Sentencia C-551, en el 2010, con motivo de la Sentencia C-141, tuvo un importantísimo aporte para el sistema democrático cuando la Corte señaló que una reforma que introduce la posibilidad de la segunda reelección del entonces Presidente Álvaro Uribe, suponía una sustitución de la Constitución, toda vez que la reforma modificaba el equilibrio entre frenos y contrapesos, así como la alternancia en el ejercicio del poder y la igualdad entre los candidatos que postulen para la presidencia de la República, todos ellos principios identitarios del Texto constitucional de 1991 (Benavides Ordóñez, 2018: 62).
La postura de la Corte Constitucional colombiana a través de su doctrina sobre la sustitución de la constitución es que «tomando como punto de partida el art. 374, que la Carta Política es susceptible de ser «reformada» por el Congreso de la República por el procedimiento de los «actos legislativos», pero no derogada, subvertida o sustituida» (Henao Hidrón, 2013: 159). Las reformas que puede realizar el Congreso son aquellas destinadas a adaptar el texto constitucional «a la evolución de la sociedad civil y responder a las expectativas de los ciudadanos» (ibíd.), pero ello no implica, en lo más mínimo, la posibilidad de sustituir, sea en forma total o parcial, de manera transitoria o permanente. Tampoco puede reemplazar la Constitución actual. Todo ello significa que «no podrá desconocer sus elementos esenciales, la estructura básica del Estado» (Henao Hidrón, 2013: 159).
La Corte ha entendido, sin embargo, que es posible sustituir la Constitución, pero para ello es necesario recurrir al Poder Constituyente, representado según el art. 376, por la Asamblea Nacional Constituyente, electa de manera directa por el pueblo. Sin embargo, es de notar que esta Asamblea también está limitada. El procedimiento en este sentido es muy similar al argentino, ya que la convocatoria y constitución de la Asamblea «no puede suceder sino previa la expedición por el Congreso de una ley en la cual se determine no solamente el período y composición de la Asamblea sino también la competencia, que podrá ser amplia o restringida a criterio de aquella corporación» (Henao Hidrón, 2013: 160). Además, este llamado a convocatoria de la Asamblea está también sujeto al control de constitucionalidad de la Corte Constitucional, según lo dispone expresamente el art. 241, inc. 2° de la Carta Magna colombiana.
Cuando la Corte ejerce este control «deberá proceder a utilizar un método que consta de tres etapas específicas: a) aprecia si la reforma introduce un nuevo elemento esencial a la Constitución; b) se canaliza si este reemplaza al originalmente adoptado por el constituyente y c) se compara el nuevo principio con el anterior para verificar si son opuestos o integralmente diferentes, al punto que resulten incompatibles» (Henao Hidrón, 2013: 160). Este es el procedimiento para que la Corte pueda deducir si el Congreso ha actuado en el marco de sus competencias o no.
Si en este análisis se observa un vicio de competencia la Corte entiende que el Congreso incurre en sustitución de la Constitución la que resulta inconstitucional y así debe ser declarada por el juez.
Un diferencia sustancial entre los dos países es que la Corte argentina avanza sobre lo operado por el PCD, la Convención Constituyente reformadora misma; no así, en principio, la Corte Constitucional Colombiana, la cual limita su competencia al análisis de lo actuado por el Congreso, en cuanto poder constituyente constituido, no así a lo obrado por la Asamblea Constituyente[7].
Esta doctrina de la sustitución, según la propia Corte, «no tiene fundamento en ninguna disposición concreta del estatuto superior sino «en toda la Constitución a la luz de los elementos esenciales que definen su identidad»» (Henao Hidrón, 2013: 161). En consecuencia, la Corte aplica esta solución (vicios sobre el procedimiento) incluso «al supuesto de que una enmienda a la Constitución resultase inconstitucional por ir en contravía de los valores esenciales a ella incorporados, empezando por los pregonados en el preámbulo» (ídem).
La Doctrina de la Sustitución fue elaborada por la Corte Constitucional Colombiana a lo largo de tres períodos.
En este primer período la Corte había interpretado el art. 241-1, en un sentido más literal, ya que «tan solo ejercería el control sobre el trámite de la reforma, verificando que no se hubiere incurrido en ningún vicio de forma relacionado con la publicidad o la consecutividad por ejemplo» (Quinche Ramírez, 2016: 96).
La doctrina de la sustitución nacerá en este segundo período, que va desde 2003 hasta la actualidad, y es en este período actual donde la Corte «declara su competencia para ejercer control tanto por vicios en el trámite (i) como por vicios de competencia, es decir, para verificar que el Congreso en el ejercicio de la función constituyente, se haya limitado a reformar la constitución y no a cambiarla o sustituirla (ii)» (Quinche Ramírez, 2016: 96).
Es precisamente en este control por vicios de competencia donde la Corte ha elaborado su doctrina de la sustitución: «los arts. 114 y 374 de la Constitución demarcan las funciones y los límites del Congreso en materia de reformas a la Constitución: El Congreso de la República tan solo es competente para reformar la Constitución, y no puede por lo mismo, sustituir o cambiar la Carta Política. En este sentido si el Congreso llega a expedir un acto legislativo por el que sustituya la Constitución y no la reforme simplemente, incurrirá en un vicio de competencia, en la medida en que habrá excedido el límite de las competencias que le fueron asignadas por la Constitución» (Quinche Ramírez, 2016: 97).
Esta doctrina fue planteada en varios precedentes de la Corte, entre ellos: Sentencia C-970 (2004), Sentencia C-971 (2004) y Sentencia C-140 (2005) y fue aplicada en la Sentencia C-388 (2009) sobre ingreso automático a la carrera administrativa, Sentencia C-141 (2010) relativa a la segunda reelección del Presidente y Sentencia C-397 (2010) sobre convocatoria a referendo constitucional para imponer hasta prisión perpetua por violación y explotación sexual y otros delitos contra menores de 14 años y menores de edad con discapacidad física o mental (Henao Hidrón, 2013: 161).
Ahora bien, la propia Corte ha elaborado un test para determinar cómo y bajo qué criterios nos encontramos en un supuesto de sustitución de la Constitución y no de un acto reformatorio, que se ha denominado un test de sustitución, establecido por primera vez en las sentencias C-970 y C-971 (ambas de 2004), donde le dedica todo un Considerando, el n.º 4, titulado precisamente «Metodología para el ejercicio del control de constitucionalidad en relación con cargos por sustitución de la Constitución».
En ese mismo fallo, la Corte primero establece cuáles son los tipos de actuaciones del poder de reforma que pueden dar lugar a un vicio de competencia por sustitución de la Constitución (Cons. 3.2.2.): «se da una sustitución de la Constitución cuando por la vía de la reforma constitucional se produce un cambio de tal manera significativo que no pueda sostenerse la identidad de la Constitución» y citando su propio precedente sentado en la Sentencia C-1200 de 2003, nos va a decir que todo cambio operado en el texto constitución implica lógicamente que la parte modificada deje de ser idéntica a lo que era antes, pero la sustitución, en sí, «exige que el cambio sea de tal magnitud y trascendencia material que transforme a la Constitución modificada en una Constitución completamente distinta», es decir, opera una «transformación de una forma de organización política en otra opuesta»[8].
Para arribar entonces a la conclusión de que existe sustitución y no simple reforma, resulta necesaria una metodología adecuada que nos conduzca, lógicamente, a calificar el acto reformatorio como una cosa o la otra. Aclara que no se trata de «un examen de fondo en torno al contenido del acto reformatorio de la Constitución, sino de un juicio sobre la competencia del órgano encargado de adelantar la reforma […] de un juicio autónomo en el ámbito de la competencia» (Cons. n.º 4). De esta manera, establece que «Si el órgano que expidió la reforma era competente para hacerlo, nos encontraríamos frente a una verdadera reforma constitucional, susceptible de control solo en relación con los vicios en el trámite de formación del correspondiente acto reformatorio. Si, por el contrario, hay un vicio de competencia, quiere decir que el órgano respectivo, por la vía del procedimiento de reforma, habría acometido una sustitución de la Constitución, para lo cual carecía de competencia, y su actuación habría de ser invalidada» (Cons. n.º 4).
Establece así el siguiente procedimiento lógico:
(1)Como premisa mayor en el anterior análisis, es necesario enunciar aquellos aspectos definitorios de la identidad de la Constitución que se supone han sido sustituidos por el acto reformatorio. Ello permite a la Corte establecer los parámetros normativos aplicables al examen de constitucionalidad del acto acusado (Cons. 4.1);
(2)Procede luego el examen del acto acusado, para establecer cuál es su alcance jurídico, en relación con los elementos definitorios identificadores de la Constitución, a partir de las cuales se han aislado los parámetros normativos del control (Cons. 4.2);
(3)Al contrastar las anteriores premisas con el criterio de juzgamiento que se ha señalado por la Corte, esto es, la verificación de si la reforma reemplaza un elemento definitorio identificador de la Constitución por otro integralmente diferente, será posible determinar si se ha incurrido o no en un vicio de competencia (Cons. 4.3)[9].
Una de las conclusiones a las que puede arribarse es que, en definitiva, el sistema argentino termina siendo mucho más rígido que el sistema colombiano, no solo por la dificultad de lograr la modificación al texto constitucional, sino además también por la práctica imposibilidad de ejercer el control de constitucionalidad sobre el mismo —con la sola y única excepción hecha por el caso «Fayt» de 1999 en toda la historia constitucional argentina—. Colombia, en cambio, muestra numerosas intervenciones de sus tribunales supremos dejando sin efecto reformas al texto constitucional.
Otra conclusión importante es que no hay posibilidad jurídica de sustitución total de la Constitución en ninguno de los dos países. En el caso argentino, pareciera que —de acuerdo a la jurisprudencia y a la doctrina— no estuviese previsto la posibilidad de volver a ejercer el poder constituyente originario. Es como si la teoría estuviera condicionada históricamente: fue ejercido una vez y ya no se puede volver a hacerlo. Desde este punto de vista, se le otorga —explícita o implícitamente— vocación de perpetuidad a la Constitución nacional sancionada en 1853. Ello quiere decir también que si, en el caso argentino, se quisiera operar un cambio radical al texto constitucional, la única vía posible seria la revolución (pacífica o no), es decir, a través de vías de hecho, porque en el ordenamiento jurídico argentino no existe la posibilidad de ejercer el poder constituyente originario —con toda la amplitud y extensión que este tiene— de acuerdo a cómo es entendido en la mayoría de los países latinoamericanos.
En Colombia sucede otro tanto. Ciertamente el poder constituyente originario o primario, como lo denominara la asamblea nacional de la época de la revolución francesa a instancias del abate Sieyés y cuya característica fundamental consiste en poseer potestad soberana para constituir el Estado o cambiar su contenido jurídico esencial, con prescindencia de norma constitucional que le brinde sustento, no existe en Colombia, y solo sería posible revivirlo por la vía del acto revolucionario» (Henao Hidrón, 2013: 161).
En definitiva, el ordenamiento es hermético, no permite el cambio de sistema y la única vía posible sería la vía de hecho.
Por otro lado, las posturas de ambas Cortes tienden a expandir sus competencias en materia de control, no solo sobre la forma, sino también sobre el fondo: la Corte argentina reconociéndolo expresamente, la colombiana, en cambio, de manera más indirecta. Ambas Cortes realizan una argumentación similar en lo que hace a la competencia del órgano reformador (caso «Fayt» 1999 y Sentencia C-970/04) con la diferencia de que en el caso argentino el control es sobre la forma y la materia y se aplica a lo actuado por una Convención, mientras que en Colombia, en principio, el control se ejerce sobre los actos legislativos del Congreso.
En uno y otro caso, existe un poderoso control por parte del poder judicial sobre el poder constituyente. En Argentina es más bien teórico (se aplicó una sola vez y como un caso excepcional), pero desde la teoría se argumenta y defiende un control bastante amplio (sobre la forma y la materia); Colombia en cambio su Corte ha hecho un esfuerzo argumentativo para llegar a controlar cuestiones de fondo a través de la habilitación constitucional de revisar solo cuestiones de forma, y en los hechos ha ejercido este control en un número importante de ocasiones.
En su último precedente (caso «Schiffrin»), la Corte argentina da un paso atrás y un paso adelante en materia de revisión de lo actuado por el poder constituyente: Primero establece un estándar más respetuoso del poder constituyente y restablece la vigencia de la norma constitucional declarada inválida en «Fayt» pero también (re)afirma que puede controlarlo, y además que este control no es solo sobre cuestiones formales (ya reconocido en «Soria» y ratificado en «Fayt»), sino también materiales (lo que hace de este último caso una decisión inédita).
Resultan llamativas las similitudes en las argumentaciones referidas a la competencia del órgano reformador. La Corte Constitucional Colombiana en su Sentencia C-970/04 sostuvo —entre otros argumentos— que «Cuando tal sustitución se produce como consecuencia de la actuación del poder de reforma […], existe un vicio competencial, porque dicho poder de reforma habría desbordado el ámbito de su competencia y habría incursionado en terrenos reservados al constituyente primario […] y por lo mismo, está sustraída del ámbito competencial del poder de reforma constitucional. […] El concepto de sustitución trasciende la dimensión puramente formal. […] La noción apunta a unas diferencias materiales y no meramente formales. Por lo mismo, no es cuantitativa sino cualitativa». En esta misma sentencia sostendrá que el poder de reforma no puede afectar la división del poder constituida a favor del Estado democrático, pues como organización política resulta ser uno de los principios angulares del Estado Social de Derecho; se trata de un principio intangible que solo puede ser modificado por el constituyente primario.
La Corte Suprema de Justicia argentina (Caso «Fayt») dirá, en manera muy similar, que «Si la esencia de nuestro sistema de gobierno radica en la limitación de los poderes de los distintos órganos y en la supremacía de la Constitución, ningún departamento puede ejercer lícitamente otras facultades que las que le han sido acordadas» y si se produjese un «desborde de los límites de la atribución», ello implicaría que dicha potestad ejercida «no fuese, entonces, la de la Constitución y allí es donde la cuestión deja de ser inmune a la revisión judicial por parte del Tribunal encargado —por mandato de aquélla— de preservar la supremacía de la Ley Fundamental». Estas consideraciones son plenamente aplicables al Poder Constituyente Derivado: «la facultad de reformar la Constitución no puede exceder el marco de la regulación —constitucional— en que descansa» y que «las facultades atribuidas en nuestro sistema constitucional a las convenciones constituyentes están limitadas».
Se observa así que, a través de distintos procedimientos y caminos argumentativos, ambas Cortes extendieron el poder de revisar lo actuado por los poderes constituyentes. Más allá de las diferencias en cuanto al diseño constitucional, a las habilitaciones expresas o no, en los hechos ambas Cortes ejercen un control sobre lo obrado por el constituyente tanto en lo formal como en lo material.
[1] |
«Corte Suprema de Justicia, Sentencia del 3 de noviembre de 1981, M. P.: Fernando Uribe Restrepo, sentencia que declara inexequible la reforma constitucional de 1979» (Velázquez Turbay, 2004: 44). |
[2] |
Corte Constitucional, Sentencia C-1200 de 2003 (MP Manuel José Cepeda Espinosa; diciembre 9 de 2003), citada por Canal Zarama 2012: 99. |
[3] |
Ibíd. |
[4] |
Ibíd |
[5] |
Aclara este autor, sin embargo, que «Por supuesto que nuestra interpretación reconoce que los contenidos pétreos no están explícita ni expresamente definidos como tales en la constitución. Los valoramos como tales y los descubrimos implícitos, en cuanto admitimos parcialmente una tipología tradicional-historicista de la constitución argentina. Al recoger del medio geográfico, cultural, religioso, etc., ciertas pautas históricamente legitimadas durante el proceso genético de nuestra organización, el constituyente petrificó en la constitución formal los contenidos expuestos, tal como la estructura social subyacente les daba cabida». |
[6] |
«Que, además, la doctrina del control judicial sobre el proceso de reforma de la Constitución fue elaborada por el Tribunal hace más de treinta años, pues surge de la recta interpretación de la sentencia dictada in re: «Soria de Guerrero, Juana Ana c/ Bodegas y Viñedos Pulenta Hnos. S.A.». En ese precedente, se aplicó a la actividad de una convención reformadora el principio jurisprudencial que limitaba las facultades jurisdiccionales respecto del procedimiento de «formación y sanción» de las leyes. Sin embargo, se afirmó que esa regla general solo cedería si se demostrase la falta de concurrencia de los «requisitos mínimos e indispensables» que condicionan la sanción de la norma constitucional reformada (conf. considerandos 3° y 4° de Fallos: 256: 556) (Cons. 6°). |
[7] |
«De manera que en Colombia tenemos un poder constituyente, no originario sino reglado, representado por la Asamblea Nacional Constituyente dotada de las características que le confiere el art. 376, con aptitud para reemplazar la estructura básica del Estado o sus elementos esenciales» (Henao Hidrón, 2013: 161). |
[8] |
Sentencia C-970/04, Cons. n.º 3.2.2. |
[9] |
Con posterioridad, la Corte Constitucional ampliará estos tres pasos convirtiéndolos en un total de siete (Sentencia C-1040 de 2005) (véase Quinche Ramírez, 2016). |
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