Hemos celebrado recientemente el cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978. Ya le queda poco, siete años, para igualar en longevidad a la de 1876, y no podría estar más abierto el debate sobre su vigencia, como lo estuvo también desde principios del siglo xx la discusión pública sobre el régimen de 1876. Aquella Constitución había llegado por una vía muy usual en el siglo xix: un pronunciamiento militar y un diseño constitucional a cargo de una de las familias políticas del liberalismo, la conservadora en este caso. Sin embargo, si no el texto, sí el régimen añadió algo importante que marcó la diferencia respecto de otros sistemas previos, al establecer la alternancia en el poder entre las dos hegemónicas familias políticas, liberales y conservadores, dejando fuera al resto.
Por supuesto aquel régimen se dotó de otros mecanismos sobre los que prolongar su vigencia, especialmente los relacionados con la consolidación del Estado y su régimen jurídico. Pero puede decirse que desde 1909 la modernidad comenzó a quedarle claramente grande, tanto que acabó reemplazado no por otro régimen constitucional sino por una dictadura que se apropió del eslogan del regeneracionismo.
Recientemente, Felipe González y José María Aznar, conjuntamente presidentes del gobierno durante veintidós de estos últimos cuarenta años, atendieron una convocatoria del diario El País para conmemorar la efeméride. Ambos, curiosamente, insistieron en que la mayor virtud de la actual Constitución es haber permitido la alternancia entre los dos grandes partidos que ellos lideraron, lo que, en un escenario de transformación del sistema de partidos como el que se opera desde hace cinco años, no parece un argumento muy elocuente en favor del texto constitucional con el que se culminó la transición de la dictadura a la democracia.
González y Aznar estaban, como corresponde, utilizando argumentos políticos que, habitualmente, solo de una manera tangencial prestan atención al análisis historiográfico. En el libro que comento en estas páginas, Santos Juliá, también como corresponde, hace lo contrario, es decir, despliega argumentos historiográficos para analizar la Transición como política. Es este el principal dato, seguramente, que el lector de este volumen ha de tener presente: no está ante una historia de la Transición —en ese caso serían muchas las cosas que habrían quedado fuera—, sino ante un ensayo historiográfico de la transición como una de las políticas más determinantes de la segunda mitad del siglo xx en España.
Como el interés del libro no es la Transición sino la transición como política, debe tomar una fotografía mucho más compleja, ampliando considerablemente la profundidad de campo. En efecto, sostiene aquí Juliá que políticamente comenzó a pensarse en la transición desde el momento en que se constató la ruptura de España con su historia y consigo misma como consecuencia del golpe de Estado de julio de 1936. Fue el hecho históricamente determinante de que una España, la nacionalcatólica triunfante, se tomara como tarea ineludible la aniquilación de la España republicana lo que dio origen también a la necesidad de un doble proceso. Por una parte, obviamente y de urgencia, la reconstrucción de la España derrotada y en vías de extinción; por otra parte, la conformación de un nuevo cuerpo social y político al que seguir llamando España. Al fin y al cabo, experiencias hubo en Europa y fuera que hacían no tan conjetural que las dos Españas se hubieran definitivamente separado social, política o incluso territorialmente.
Es por ello que «donde comienza esta historia», como se titula su primer capítulo, es en el momento en que la España republicana se debate entre mantener a toda costa la exclusividad de su legitimidad, llevando la guerra adelante hasta reducir a los golpistas, o priorizar la necesidad de salvar el cuerpo social y político de la nación, como prefería Manuel Azaña. Lo cierto es que aquellos republicanos españoles lo perderían todo: la guerra, la posguerra y la posguerra mundial. Perdida la primera huyeron al exilio para salvar lo único que les quedaba, la vida; el triunfo aliado en la contienda mundial se produjo sin que el régimen fascista en España se viera incluido en la nómina de aliados del Eje; la política internacional de las potencias occidentales, orientada desde 1945 por la Guerra Fría, supuso, en fin, el definitivo abandono a su suerte de los republicanos españoles.
No parece, pues, desajustado afirmar que la cultura política de la transición se abrió paso a pesar de todo: todos los planes que se elaboraron al respecto en los años cuarenta —y no fueron pocos— encontraron el desdén internacional y la férrea oposición de la columna militar-católica del régimen en el interior. Es por ello interesante recuperar los hilos de voz, como la de Daniel Tapia, que a finales de los cuarenta proponía atreverse a olvidar para poder pensar el porvenir. Es un gen que, como detecta el microscopio de Santos Juliá, llegará hasta octubre de 1977 con la ley de amnistía y al proceso constituyente subsiguiente.
Para que pudiera comenzar a generar tejido nuevo, tuvo que esperar a un medio de cultivo mínimamente propicio, que no se produjo hasta que los hijos de los vencedores, que formaban parte de la España oficial, entraron en contacto con la España peregrina y los hijos de los vencidos. Fue, en efecto, en los años cincuenta cuando el ADN de la Transición, de la nuestra, comenzó a nutrirse de aquella cultura política de la transición que enfocó de manera diferente la relación entre ambas Españas. El exterminio imposible de la peregrina, precisamente por serlo, y la recuperación irrealizable del régimen de 1931 condujeron a concebir formas de tránsito entre dictadura y democracia. Ahí entra de lleno el análisis pormenorizado del momento que va desde la formulación de la idea de reconciliación nacional del Partido Comunista de España hasta la reunión liberal-democrática de Múnich.
A pesar de la airada reacción del régimen a ese episodio, el de Múnich, fue entonces también cuando Franco decidió, en la persona de José Luis de Arrese, liquidar el estilo fascista y vestir el régimen con la asepsia de la tecnocracia. La eminencia gris de la eminencia gris, Laureano López Rodó y su equipo, se encargaron entonces de dar la vuelta a la idea fascista del Estado para poner a la Administración y no al partido único en la cúspide. Se trataba, por supuesto, de optar por el tipo de respuesta posible desde el régimen a una realidad cambiante desde finales de los cincuenta y a lo largo de la siguiente década: estudiantes e intelectuales crecientemente levantiscos; clases medias consolidadas al calor del crecimiento económico en un escenario europeo que se recuperaba definitivamente del hundimiento provocado por la guerra; cambios en la doctrina política de la Iglesia católica a raíz del Concilio Vaticano II (1965).
Es solamente con esta profundidad de campo que puede comprenderse la relevancia que las políticas de la transición tuvieron en el momento de iniciarse la Transición. La tríada de libertad, amnistía y autonomía, a la que este libro dedica sendos capítulos, debe, en efecto, interpretarse historiográficamente mirando al fondo de la fotografía y reconstruyendo esos planos traseros, donde estaban desde el Partido Comunista hasta exfalangistas dando vueltas a un caldo que, de manera cada vez más notable, destilaría esos tres principios esenciales.
Como este es un ensayo sobre la transición como política, no se detiene con el momento constituyente y la generación del régimen democrático. Las últimas cien páginas entran también en el posparto para detectar el desencanto como actitud más acusada en la España ya transitada hacia la democracia, el final del consenso y del olvido como condición de futuro y la crítica de la Transición como consolidación de un régimen de dudosa genética democrática.
Los libros de Santos Juliá suelen tener la virtud de mover el avispero historiográfico español. Es lo que suele ocurrir cuando un libro de Historia no solamente contiene un relato del pasado elaborado con oficio sino que a partir de ahí propone una reflexión de alcance que apela tanto al gremio como a la sociedad. Es esto lo que hace fecundas a las humanidades, como argumenta Adela Cortina, y lo que cabe esperar del pensamiento historiográfico.
Ya ocurrió algo similar con su Historias de las dos Españas. Al igual que en esta ocasión, se trata de identificar una cuestión historiográfica estructural para la comprensión de la España contemporánea y de proponer una reflexión sobre ella desde el pensamiento historiográfico. Es a este respecto precisamente que, en mi opinión, Transición podría haber ido más lejos. Juliá coloca el último plano en los años treinta del siglo xx, el momento en que se rompe la historia de España y rompe con Europa. Una reflexión al estilo de las Historias de las dos Españas habría dado, sin embargo, más juego, pues ¿no es la España contemporánea más una sucesión de transiciones que de revoluciones? Como reforma de las leyes fundamentales de la monarquía se presentaba la primera de nuestras constituciones en 1812; como reforma de esta la de 1837, y con el objeto de reformarla surgió la de 1845; de restablecer un orden alterado por la revolución se trató en 1876. La primera vez que en la España contemporánea la revolución se abre paso cuestionando en su integridad el orden político anterior fue en 1869, no casualmente el primer momento en que monarquía y religión son sometidas a escrutinio político, con los resultados conocidos a lo largo del Sexenio. La segunda lo fue en 1931, también con la deliberada intención de cortar amarras con la historia de la monarquía y de la nación católicas.
La reforma, como componente más propio de una cultura de transición que de revolución, ha solido ir acompañada de transferencias políticas que los nuevos regímenes surgidos de esas transiciones han debido ir digiriendo. Lo hubieron de hacer el constitucionalismo gaditano y el liberalismo español en general con la idea de la nación católica y, como bien muestra en este análisis Santos Juliá, ha debido hacerlo nuestro actual constitucionalismo con una monarquía que se concibió originariamente como la «monarquía del 18 de julio» para luego reciclarse en una monarquía parlamentaria. Recuerda también el autor de este libro, y en perspectiva histórica cobra mayor sentido, que en paralelo a las negociaciones constitucionales entre los grupos del primer Congreso, Marcelino Oreja negociaba con el Vaticano unos acuerdos de más que dudosa constitucionalidad que también ha tenido que digerir la democracia española actual y que todavía provocan no poca acidez. La cultura de la transición como política alternativa a la ruptura y la revolución, consistente en tragar y luego digerir, que llegaba hasta esos meses finales de 1978 era, en efecto, de larga data en la España contemporánea.
Esas transferencias propias de una política de la transición las propiciaba una cultura, de cuya gestación precisamente se ocupa este libro, que primaba la necesidad de reconstruir el cuerpo político de la nación —de toda ella— antes que de la consumación de una (por otra parte justa) reconstrucción de la situación alterada por el golpe de julio de 1936. Es la imagen que el discurso público más ha promocionado de la Transición española al presentarla como relativamente pacífica y generalizadamente consensuada, que forman los fundamentos de una legitimidad propia.
La crítica historiográfica ya ha aportado suficientes evidencias para hacer insostenible ese mito de la Transición pacífica. Una cosa es que la guerra no volviera y otra muy distinta que no hubiera muertos por violencia política, y muchos, en esos años. Observando el proceso desde la perspectiva del análisis historiográfico, Santos Juliá delimita aquí también de manera precisa el alcance del consenso. Entre la propia oposición, el consenso surgió de manera generalizada solo al filo de la muerte del dictador; con el Gobierno, aún de factura franquista, se alcanzó solamente una vez que este logró legitimarse a sí mismo a través del referéndum de la Ley para la Reforma Política, y duró un par de años escasos entre el verano de 1977 y los primeros meses de 1979. Su final no solamente fue seguido por el desencanto, analizado con detalle en este libro, sino también por una reapertura de las querellas por el pasado.
Es bien cierto que algunas digestiones le han ido mejor y otras peor a la democracia española construida desde la política de la transición, como sostiene a modo de tesis central este libro. Le ha ido mejor la propia democracia, su consolidación, como insistían González y Aznar en el encuentro referido al principio de esta reseña. No le ha ido tan bien en aquellos aspectos en los que el diseño constitucional, por mor del consenso, utilizó más la táctica de la dilación, como fue el caso de la estructura territorial del Estado. A ese respecto el texto constitucional ciertamente parece más un instructivo para la transición que un texto para su funcionamiento regular. No es solo la disposición adicional primera, la que hace de la vasca y la navarra autonomías diferentes al resto, sino también el art. 150.2, por ejemplo, que indetermina completamente el reparto de competencias entre el Gobierno central y las autonomías.
La lectura del libro de Santos Juliá no entra obviamente en juicios de valor sobre el alcance y limitaciones del texto constitucional que culminó la política de transición en 1978. Lo sitúa, por supuesto, en su curso histórico llamando implícitamente la atención sobre juicios históricamente descontextualizados. Como en alguna ocasión dijo Fernando Savater —preguntado por sus opiniones contrarias a este texto en 1978—, los textos deben asumirse siempre con fecha debajo. Por ello a no pocos intervinientes en el necesario debate sobre nuestra Constitución y sus posibles reformas les vendría de perlas el aporte desde el pensamiento historiográfico acerca de la Transición como producto de una cultura política de la transición gestada desde aquellos oscuros años en que una España decidió que no podía compartir nación con la otra.