Cuando se cumplen cien años de la Constitución de Weimar (sancionada el 11 de agosto de 1919), recordamos aquellos tiempos convulsos en los que se pusieron los cimientos del movimiento constitucionalista contemporáneo. Cuando el horror y las monstruosidades de la Gran Guerra entran en su recta final con una más que previsible derrota del Imperio alemán, la «Revolución de Noviembre» (1918), liderada por ideales socialistas, pone fin a la monarquía del Kaiserreich y da paso a una república parlamentaria y democrática. La Asamblea Nacional de Weimar, reunida después de las elecciones constituyentes, el 6 de febrero de 1919, da por finalizado su trabajo el 31 de julio de ese mismo año. La de Weimar es la primera Constitución democrática de la joven Alemania y, como documento fundacional, nace al impulso de una gran efervescencia social y política. En ella se plasman las aspiraciones de la conciencia democrática del siglo xx y del Estado social de derecho. La nueva Constitución establece la república como forma de Estado, fija los principios del parlamentarismo moderno y afianza los derechos y libertades fundamentales, también en el ámbito social.
En el período de entreguerras, el debate constituyente y la formulación del texto constitucional se convierten en campo abonado para el florecimiento de intensas controversias políticas y formidables discusiones doctrinales. Reconocidos teóricos del derecho e iuspublicistas de la época (C. Schmitt, R. Smend, H. Heller, H. Kelsen) acunan ideas en torno a un nuevo modelo político. Son tiempos de excelencia entre los pensadores e ideólogos que conforman un momento fundamental —por la lucidez, la riqueza y la fecundidad sus debates, principalmente sobre la eficacia jurídica de los textos constitucionales— en la forja dogmática del nuevo derecho constitucional europeo.
Pese a la riqueza de los planteamientos teóricos aludidos, la incapacidad de las fuerzas políticas para dar estabilidad al régimen de Weimar, caracterizado en la práctica por su extrema inestabilidad y una ley electoral patológicamente proporcional, da paso al fracaso del régimen institucional y al derrumbamiento de la arquitectura jurídica de la Constitución de 1919. La crisis del sistema, que deriva en un drama político y social de enormes dimensiones, enseña cuáles son las consecuencias extremas ligadas a la discrepancia entre la realidad política y la realidad jurídica. En cualquier caso, la Constitución de Weimar se considera paradigma del constitucionalismo democrático y se mantienen plenamente vigentes su forma de entender la política y sus pilares fundacionales.
Un siglo después, en España se hace balance del estado de salud del régimen democrático nacido tras la dictadura franquista. El cuarenta aniversario de la Constitución se afronta con una sensación de intranquilidad, desafecto, desasosiego, y con la necesidad de abordar cambios normativos y de enfoque para superar los problemas de una etapa que algunos consideran caduca. En los últimos diez años los ciudadanos, afectados por una acentuada crisis económica, han padecido las consecuencias de las políticas de austeridad y de contención del gasto público. Ello, unido a la compleja crisis territorial, ha generado una tormenta perfecta que golpea con fuerza a los más vulnerables, al tiempo que pone en duda la capacidad de las estructuras jurídicas y de las instituciones públicas para dar una respuesta adecuada a los problemas sociales. Así, la Constitución española de 1978 ha llegado a la madurez en medio de la peor crisis económica, social y territorial que se ha conocido en la etapa democrática, que confluye incluso en una crisis de identidad constitucional (en el Barómetro de septiembre de 2018, el 45,2 % de los encuestados manifestaron estar regular, poco o nada satisfechos con la Constitución). La identificación de la Constitución con el mal funcionamiento del sistema político y de las instituciones y, al mismo tiempo, la percepción de su falta de eficiencia para resolver los problemas sociales, pueden explicar la falta de apego y confianza social en la Norma Fundamental.
En un momento crucial para el régimen democrático, el espíritu de la Constitución (para buscar un espacio político común y configurar un sistema institucional que canalice la vida democrática) se encuentra debilitado por un ciclo político convulso y, a menudo, irascible. Tal como sucedió en Alemania hace cien años, aquí y ahora adquiere una relevancia fundamental el aporte de conocimiento y reflexión sobre la teoría y la realidad constitucional. En este complejo contexto de inestabilidad política e institucional que vive España, fragmentado por la polarización ideológica y por la falta de consensos básicos, aparece el libro La Constitución de España, de Luis López Guerra. Intelectual de primer orden, constitucionalista de altísimo prestigio y miembro de una generación de juristas que ha visto nacer la Norma Fundamental y ha contribuido, decididamente, a la «puesta en planta», como dirían los doceañistas, del modelo político que aquel texto dibuja, al menos en sus grandes trazos. La obra se sitúa en la órbita del análisis crítico de la Constitución —como debe ser, dado que no existe ningún sistema que no sea perfectible— y del convencimiento de que, a pesar de todo, el marco jurídico constitucional sigue cumpliendo sus funciones como eje de la convivencia democrática y de la libertad de los ciudadanos.
El trabajo de Luis López Guerra supone un estudio riguroso y valiente de la Constitución española, de sus orígenes y de sus retos y desafíos, elaborado desde el más amplio conocimiento de la teoría general del Estado y de la Constitución y, al mismo tiempo, a partir de un enfoque crítico de la compleja realidad constitucional española. El libro no se limita a realizar una descripción de los diversos títulos constitucionales, sino que aborda con lucidez y perspicacia los dilemas y problemas que se plantean a partir de la interpretación y aplicación práctica de sus preceptos. En definitiva, en este trabajo, el autor expone, de forma clara y sintética, lo que ha sido, lo que es y lo que puede ser el constitucionalismo español visto desde la perspectiva de la vigente Norma Fundamental.
La obra se estructura en nueve capítulos, precedidos de una «Nota preliminar». En ella se explica, por una parte, que el trabajo se incluye en la colección Las Constituciones Iberoamericanas, y, por otra, que «pretende ofrecer una visión introductoria de la Constitución Española que tenga en cuenta no sólo sus disposiciones normativas, sino también su efectiva puesta en práctica hasta la actualidad». Sin embargo, pese a la modestia de las anteriores palabras, es preciso subrayar que este libro del profesor López Guerra no es una mera síntesis del régimen constitucional español, sino que va mucho más allá. En efecto, en poco más de doscientas páginas, el autor nos ofrece un rico estudio de los pilares del sistema constitucional vigente, así como de sus grietas y de las reformas precisas para que su utilidad no sea solo cosa del pasado.
En el primer capítulo se realiza una síntesis sobre la singular historia del constitucionalismo y del no menos peculiar proceso constituyente. El autor se refiere brevemente a la incapacidad de las constituciones históricas españolas de dar una respuesta estable a nuestros «demonios familiares» —la configuración de la monarquía, el papel de la Iglesia, o el grado de autonomía de las diferentes nacionalidades integradas en España—. A continuación, repasa el complejo y atípico proceso de transición a la democracia, pues son sus peculiares características las que nos ayudan a «comprender tanto el origen de la actual Constitución, como su naturaleza y contenido, así como su posterior evolución y aplicación». Y destaca que, junto con las notables ventajas que ofrece una transición efectuada «de la ley a la ley», esta decisión provoca «considerables condicionamientos respecto del proceso constituyente», y, en definitiva, al propio contenido de la Constitución.
El segundo capítulo se centra en las «características básicas del sistema constitucional», establecidas a partir de mandatos concretos del constituyente, que el autor sintetiza en cinco ejes: la monarquía parlamentaria; el Estado social y democrático de derecho; la unidad del Estado y el derecho a la autonomía política de los territorios que lo conforman; la integración del Estado en la Unión Europea; y la rigidez constitucional. En cada uno de estos puntos, López Guerra aborda los elementos neurálgicos de los principios generales del nuevo orden constitucional: «los mecanismos usuales del régimen parlamentario» y «la patente búsqueda por el texto constitucional de fórmulas que garanticen la estabilidad en el funcionamiento […] del poder ejecutivo»; el alcance de los derechos constitucionales y sus garantías, como uno los componentes fundamentales del Estado de derecho; la transformación de la imprecisión constitucional del modelo territorial del Estado hacia una amplia descentralización política, que, sin embargo, no puede confundirse con el sistema federal; la posición de los poderes públicos tras el proceso de integración europea y en el sistema de protección del Convenio Europeo de Derechos Humanos; y el establecimiento de especiales garantías en el mecanismo de reforma constitucional con el fin de «evitar la inestabilidad política» y, de este modo, «garantizar el mantenimiento del acuerdo o consenso» constitucional.
Tras una sugerente introducción sobre la atención preferente de los constituyentes a la materia de los derechos fundamentales —no solo como eje fundamental de la protección de las personas, sino también como elemento imprescindible del orden democrático—, el capítulo tercero se adentra en el sistema de protección de los derechos fundamentales de España, que califica de «sumamente complejo, tanto en cuanto a sus fuentes, domésticas e internacionales, como en cuanto al contenido de los derechos garantizados y los procedimientos para su protección». Siguiendo la estructura y sistemática constitucional, el autor aborda la titularidad de los derechos fundamentales a partir de la «tendencia general hacia la universalización» de los mismos, y analiza las tres categorías de derechos —los reservados estrictamente a los ciudadanos españoles, los predicables de todas las personas y los que pueden ser objeto de configuración o restricción legal—. Acto seguido, se refiere a los límites de los derechos fundamentales a partir de las previsiones contenidas en el art. 10.1 de la Constitución —con el fin de «conseguir un equilibrio entre el ejercicio de los derechos de cada persona y el respeto a los derechos de los demás y a intereses públicos»—, y, siguiendo la línea de la jurisprudencia constitucional, pone el acento en la reserva de ley y en la sólida justificación de la restricción de los derechos fundamentales. Buena parte de este apartado contiene un rico análisis del régimen de garantías de los derechos fundamentales. En él se hace particular referencia a la tutela por parte de jueces y magistrados, a la protección reforzada de determinados derechos mediante el recurso de amparo y a la protección jurisdiccional a nivel supraestatal. En este capítulo también hay un espacio dedicado a la suspensión —individual y general— de los derechos fundamentales, y, finalmente, un apartado en el que lleva a cabo el análisis de los principios rectores de la política social y económica.
El capítulo cuarto se ocupa de la Jefatura del Estado y de la posición constitucional de la Corona. López Guerra nos ofrece un interesante enfoque sobre el estatuto jurídico del rey, en particular de las consecuencias de la inviolabilidad e inmunidad del titular de la Corona sobre los eventuales afectados por hipotéticas conductas delictivas. Igualmente, resultan sugerentes las reflexiones sobre la proyección de la inviolabilidad del rey en supuestos de acciones civiles, principalmente a partir de la jurisprudencia generada a raíz de diversas demandas de reconocimiento de paternidad frente al monarca emérito. El epígrafe dedicado a las funciones del rey parte de la clásica distinción entre la función simbólica, moderadora y arbitral, pero afirmando que la «voluntad [del rey] no tiene en forma alguna carácter decisorio», y que, en cualquier actuación del jefe del Estado, «la institución del refrendo se muestra como clave para la configuración del papel del Rey y la traslación de responsabilidad al refrendante». Además, el autor expone sus impresiones sobre los discursos del rey como «una expresión de la política gubernamental», que no encajan en una «constitucionalmente inexistente capacidad de iniciativa o dirección política del monarca».
El análisis del Poder Legislativo y de las Cortes Generales, contenido en el capítulo quinto, hace un recorrido completo sobre el modelo parlamentario y sus ejes estructurales: la composición de las Cámaras (con referencia ineludible al sistema electoral, que, cuarenta años después, mantiene los mismos parámetros establecidos durante la Transición); la organización de las Cortes Generales (desarrollada con detalle en los reglamentos parlamentarios), cuyo planteamiento gira en torno a la presencia de los partidos políticos (o los grupos parlamentarios) como elemento decisivo de la vida parlamentaria; el reflejo de la composición partidista de la Cámara en la conformación de los órganos de gobierno, y la influencia de los órganos de funcionamiento en la racionalización del Parlamento español. Encontramos también un amplio análisis de las funciones de las Cortes Generales, que empieza con la referencia a la función legislativa (articulada conforme al procedimiento común y los procedimientos especiales, con especial mención a la ley de presupuestos). Además, se realiza un detallado estudio de la función de control al Gobierno (tanto en la esfera del control ordinario que ejercen indistintamente las dos Cámaras, y que pretende la fiscalización y supervisión de la acción del Ejecutivo, como en la exigencia de responsabilidad del Gobierno, que conlleva la remoción del mismo).
El capítulo sexto analiza el Poder Ejecutivo más allá de la pura función de ejecución de lo que otros han decidido, para destacar que el Gobierno ha sido, durante varias décadas, el que ha controlado la mayoría parlamentaria. Lo cual comporta, además, «el liderazgo gubernamental de la vida política, que se ve reforzado por la importancia que reviste una figura concreta, el Presidente del Gobierno». En relación con el proceso de investidura, López Guerra destaca que «el sistema ha mostrado considerables disfunciones en supuestos de fragmentación parlamentaria», tanto en relación con la posición del rey (que puede quedar comprometido cuando su propuesta no prospera) como con las considerables dilaciones que pueden producirse. Y apunta cómo esta situación puede prolongar la interinidad del Gobierno, que está en funciones. Sobre la composición y el estatus de los miembros del Gobierno, el autor enfatiza el carácter «semipresidencial» que ha mantenido (al menos, hasta el momento) la forma de Gobierno en España, a partir de las facultades que la Constitución y las leyes atribuyen al presidente del Gobierno (la designación y cese de sus ministros, el planteamiento de una cuestión de confianza o la decisión de disolver anticipadamente las Cortes, la solicitud para que se celebre un referéndum consultivo o la legitimación para interponer un recurso de inconstitucionalidad). López Guerra realiza un sugerente análisis de la función de dirección de la política interior y su influencia en relación con las Cortes Generales y con el Poder Judicial, así como de la capacidad de intervención del Poder Ejecutivo tras la declaración de los estados excepcionales o la facultad de activar los procedimientos de control jurisdiccional (a través del Tribunal Constitucional) o político (con la previa autorización del Senado) sobre las comunidades autónomas. En relación con la función normativa del Gobierno, el autor pone el acento en la facultad de aprobar la legislación de urgencia (con ulterior control por parte del Congreso de los Diputados) y en la, menos controvertida, potestad de dictar decretos legislativos a partir de las leyes de bases o leyes de refundición de textos legales.
En el capítulo séptimo, dedicado al Poder Judicial, el autor aborda con soltura un ámbito que conoce bien, más allá de la pura teoría del derecho. Traza los principios jurídico-políticos de la Justicia referidos en la Constitución (imparcialidad, independencia, responsabilidad, unidad y exclusividad). En relación con el Consejo General del Poder Judicial, analiza sin ambages la siempre polémica cuestión de la forma de elección de los vocales judiciales, los diferentes sistemas que se han articulado desde la primera regulación en el año 1980 (de elección por los propios jueces), pasando por la plena parlamentarización de la designación (con la aprobación de la LOPJ en 1985), hasta la articulación del sistema mixto en el año 2001 y sus posteriores modulaciones (2013). En cualquier caso, concluye que «todos estos cambios, finalmente, no afectan al elemento esencial del sistema, esto es la distribución de los vocales siguiendo las cuotas correspondientes a los grupos parlamentarios, y, por ello, la clasificación de los vocales según sus afinidades “conservadoras o progresistas”». También encontramos una interesante valoración de las funciones del Consejo, que «aparecen como esenciales para la independencia del Poder Judicial respecto de otros poderes», principalmente las referidas a los nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario de los jueces y magistrados.
El capítulo octavo lleva a cabo el análisis de la organización territorial del Estado, posiblemente la cuestión de más complejidad con la que ha tenido que enfrentarse el constitucionalismo español, ya desde el último tercio del siglo xix. Durante el proceso constituyente, la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre las formaciones políticas provoca la indefinición constitucional del modelo territorial. La Constitución tan solo es capaz de regular de forma confusa un conjunto de principios y procedimientos para poder acceder a la autonomía política, si este era el deseo de los territorios con derecho a ello. A partir de este nivel de indeterminación, se ha producido una profunda transformación del Estado autonómico, que ha pasado por diferentes etapas, descritas por el autor —la primera fase, entre 1979 y 1983, de acceso al proceso autonómico; la segunda, que finaliza en 1995, supone la generalización de la descentralización; la tercera, iniciada por los acuerdos autonómicos de 1992, da paso a sucesivas reformas estatutarias que permiten una cierta igualación competencial, y una última etapa de desarrollo progresivo del proceso autonómico, que culmina a partir de 2006 con la aprobación de los estatutos llamados de «segunda generación»—. Encontramos, tras la referencia a los estatutos de autonomía, un sugerente encuadre, con cita de jurisprudencia, del complejo sistema de reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Y, como corolario, el autor se refiere a las no menos dificultosas relaciones en la distribución del poder territorial, que «ha hecho necesaria la introducción de técnicas de cooperación y prevención de conflictos, así como, en su caso, de resolución de los mismos». También analiza la organización institucional de las comunidades autónomas conforme al modelo de gobierno parlamentario que fija la propia Constitución y que, en la práctica, difiere poco del modelo estatal. A modo de epílogo de este capítulo, López Guerra trata la evolución del Estado de las autonomías tomando como referencia las tensiones territoriales, particularmente en Cataluña y el País Vasco.
La obra termina con un noveno capítulo dedicado al Tribunal Constitucional, en el que se explican los motivos que determinan al constituyente a incorporar un «órgano de vigilancia y garantía de frente a posibles voluntades coyunturales de incumplimiento» de los preceptos constitucionales. Además, se expone el sistema de designación de los magistrados a partir de la intervención de los demás poderes del Estado y se señalan los cambios normativos que han tratado de evitar disfunciones en la renovación y en el estatuto jurídico de los miembros de la institución. Este epígrafe concluye con una valoración del papel del Tribunal Constitucional «como intérprete supremo (no único) de la Constitución» y de las principales funciones del Alto Tribunal.
La Constitución de España del profesor López Guerra es un valioso trabajo, que nos ayuda a entender mejor nuestra realidad constitucional. El resultado final enriquece, sin duda, la literatura científica sobre el constitucionalismo contemporáneo en España, Europa y América. La excelencia intelectual y científica de Luis López Guerra y la finura jurídica que ha exhibido, en este trabajo y a lo largo de su prolífica obra, hacen de él un referente entre los iuspublicistas españoles y europeos de su generación. Con su larga y fructífera trayectoria profesional se ha ganado el respeto y el reconocimiento de la academia, más allá incluso del ámbito estrictamente universitario. Catedrático de Derecho Constitucional con tan solo treinta años, ha ejercido su magisterio en distintas universidades (Complutense de Madrid, Extremadura, Carlos III de Madrid). Lo ha sido todo en el mundo jurídico político (vicepresidente del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, miembro de la Junta Electoral Central, Secretario de Estado de Justicia y magistrado del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos). Brillante pensador y excelente divulgador, su extraordinario trabajo como constitucionalista nos ofrece auténticas obras maestras en el campo de la investigación de la teoría y la realidad constitucional en España y en el mundo. El grado de excelencia que encontramos en su trabajo lo convierte en referente para el constitucionalismo (español e internacional) y para el ámbito jurídico en general. Con esta nueva obra, que aúna síntesis, claridad expositiva y tono crítico, Luis López Guerra contribuye, una vez más, a estimular el debate sobre el texto constitucional español y a mejorar el conocimiento de la Constitución de España en la cultura jurídica en lengua española.