SUMARIO

  1. NOTAS

I

Los aniversarios son una buena excusa para volver sobre las cosas que no merecen el olvido. Para volver sobre De la esencia y valor de la democracia no hace falta la excusa de su centenario, pues sobran razones para resistirse a que ese libro admirable se pierda para siempre en el pasado. Bien está, sin embargo, que aprovechemos el hechizo de los números para recordar esas razones, encarecer sus méritos y ponderar las enseñanzas que todavía hoy podemos encontrar en un libro que, nacido en la crisis profunda de la Europa de su tiempo, ha sobrevivido a su circunstancia más inmediata para acreditar su utilidad en contextos históricos muy distintos.

De la esencia y valor de la democracia ha demostrado ser un libro recurrente, al menos en los avatares de sus ediciones españolas. Aparece por primera vez en 1920, coincidiendo con los albores de la democracia austríaca y los primeros pasos de la Constitución de Weimar; un tiempo en el que trata de abrirse paso, tras los desastres de la guerra, una desvalida democracia parlamentaria que a la postre sería incapaz de resistir la pugna feroz entre los valedores de la dictadura de partido. En 1929, fecha de su segunda y definitiva edición, De la esencia y valor de la democracia no es ya el libro esperanzado que pudo ser en 1920, cuando a la democracia que en él se justifica y se defiende aún le cabía una cierta oportunidad. Al iniciarse los años treinta el libro es solo el testimonio de un empeño que se adivina enteramente fracasado.

1934 es el año de la primera edición española, a cargo de Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz Lacambra. La fecha no puede ser más expresiva del contexto político y social en el que se encuentra el lector español de la obra. Aun cuando sus traductores no la hicieran preceder de un estudio preliminar, no es difícil imaginar que el hecho mismo de su traducción respondía al propósito esperanzado de contribuir con ella al empeño, tristemente baldío, de someter a razón un debate político fatalmente emponzoñado ya por el odio de partido que conduciría a la Guerra Civil.

De la esencia y valor de la democracia volvería a España en 1977, de la mano de Ignacio de Otto en una edición de Labor que reproduce la traducción de Luengo y Legaz. La España con la que se encuentra la obra en esta segunda visita es la de un país en trance de reconstitución, donde apenas puede atisbarse una democracia parlamentaria tan incierta en sus contornos como necesitada de razones para su legitimación intelectual y política. El estudio preliminar de Ignacio de Otto nos hace ver cuál era entonces el valor de la obra de Kelsen en el contexto de aquella España. En primer lugar, y de manera inevitable, la atención de Ignacio de Otto se centra en la crítica kelseniana del marxismo. En 1977 el marxismo era el único de los dos constructos ideológicos que, desaparecido el fascismo tiempo atrás, hacía frente todavía a la democracia liberal, sobre cuyos presupuestos ideológicos y conceptuales se centra en segundo término el estudio del profesor de Otto. Marxismo, liberalismo, democracia formal y democracia social son todas ellas cuestiones que, insoslayables en el horizonte político e intelectual de los años setenta, encuentran en De la esencia y valor de la democracia, si no una respuesta definitiva, sí la ocasión para plantearlas en términos de una aguda perspicacia y una admirable honestidad.

Ya en el siglo xxi, De la esencia y valor de la democracia verá la luz de nuevo en España con dos ediciones sucesivas. También entonces la obra dio pie para la reflexión sobre la democracia en el contexto del momento, planteándose con su excusa cuestiones inéditas al tiempo de las ediciones anteriores y confirmándose así la idea de que, como antes decía, se trata, al menos entre nosotros, de una obra recurrente, capaz de orientar en cualquier debate —y en cualquier tiempo— acerca de la esencia y el valor de la democracia.

En el año 2002 el profesor José Luis Monereo Pérez reeditará en Comares, Granada, la traducción de Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz Lacambra, precedida de un extenso estudio preliminar que no se limitará a la introducción de la obra propiamente dicha, sino que, con carácter más general, lleva por título «La democracia en el pensamiento de Kelsen», trayendo, pues, a colación las muchas obras kelsenianas en las que se desenvuelve su teoría de la democracia.

Centrada de nuevo en el libro que aquí nos ocupa, mi nota preliminar a la edición de 2006 toma pie en la versión alemana definitiva para buscar en ella alguna orientación a propósito de una cuestión muy particular: la de la mínima homogeneidad cultural necesaria para el establecimiento de una sociedad democrática; la gran cuestión en el contexto de lo que parecía entonces el triunfo de la última globalización.

En 2006 se quiso ofrecer al público una nueva traducción de la obra, ceñida a la versión alemana de 1929 y, por tanto, incluyendo el último de sus diez capítulos, que en la traducción de Luengo y Legaz se había sustituido por un artículo de contenido similar publicado por Kelsen en 1933. La iniciativa de esta nueva traducción se debió al empeño de Ramón Punset, contando con el apoyo de ese editor admirable que es Benito García Noriega (KRK, Oviedo), a quien se debe también la publicación poco después de la primera traducción española de La teoría del Estado de Dante Alighieri, opera prima de un jovencísimo Hans Kelsen.

Llegados a 2020 no se espera, hasta donde puedo saber, una nueva edición de la obra. Y, sin embargo, pasados catorce años desde la última, la democracia parlamentaria está siendo contestada en términos tan acerados y radicales como lo fue en los días en que Kelsen se sintió en la obligación de defenderla.

Se me ocurre, por tanto, que la excusa de su centenario puede servir para hacer de esta intervención una suerte de «estudio preliminar» —el tercero en español— a este magnífico libro, tratando de encontrar en sus páginas alguna certidumbre para abordar los tres grandes problemas con los que, a mi juicio, se enfrenta hoy la democracia.

II

El primero de ellos es el de la reconstitución del mito de la democracia directa. Kelsen no deja de reconocer sus méritos, hasta el punto de afirmar que «sólo en la democracia directa […] el orden social se crea efectivamente por la decisión de la mayoría de los titulares de derechos políticos» (p. 87 de la traducción de 2006). Ciertamente, solo tras admitir que, «por razón de la dimensión del Estado moderno y de la diversidad de sus funciones[,] ya no representa una forma política factible» (ibid.). Con todo, aun en el ámbito de lo posible, defiende con buenas razones una reforma del parlamentarismo que dé mayor cabida a la institución del referéndum, a la iniciativa legislativa popular y hasta a una cierta reinstauración del mandato imperativo (p. 116).

Ahora bien, se trata de propuestas que parten del principio insoslayable de que la democracia solo cabe en el Estado y de que este comporta, fatalmente, la idea de autoridad, esto es, la existencia de «un ordenamiento vinculante de la conducta recíproca de los hombres» (p. 41). Quien dice «autoridad» dice «obediencia», esto es, sometimiento a una voluntad que solo puede ser la voluntad propia en la medida en que el obligado a la obediencia haya podido participar en la formación de aquella voluntad, de aquel querer objetivo.

La concepción kelseniana de la democracia se basa en un implacable ejercicio de deconstrucción de los grandes mitos de la teoría política: la libertad, la igualdad y el pueblo. Al final de ese proceso, desarrollado con precisión en los dos primeros capítulos de la obra, queda al descubierto la esencia de la democracia; más precisamente, la esencia del parlamentarismo, pues para Kelsen «no puede ponerse seriamente en duda que el parlamentarismo es la única forma real en la que puede llevarse a cabo la idea de la democracia en la realidad social del presente». Por ello, concluye, «la opción del parlamentarismo es también la opción por la democracia» (p. 92).

La esencia en cuestión no es otra que la que reduce la democracia a un método de producción de «la voluntad normativa del Estado por un órgano colegiado que decide por mayoría y que es elegido […] por sufragio universal e igual, es decir, democráticamente» (p. 92). Culmina así un tránsito vertiginoso de lo mitológico a lo prosaico, de la libertad natural —entendida como «protesta contra la voluntad ajena […], contra el mal, en suma, de la heteronomía» (p. 39)— a la libertad social —que lo es frente a la legalidad natural (p. 42) y comporta, en democracia, la participación en la formación de la voluntad del Estado—.

La reducción de la democracia a mero procedimiento y su institucionalización como democracia representativa no responden solo a la inviabilidad de la democracia directa en razón de las dimensiones de los Estados modernos. Las comunidades políticas no se asientan ya únicamente en el mundo físico, sino también, y cada vez más, en el universo digital, lo que supone una redimensión del espacio/tiempo capaz de retrotraernos a las condiciones de la ciudad-Estado y reunirnos en un ágora virtual en el que todas las voces tienen cabida sin necesidad de mediación o de intermedio.

No es difícil imaginar un futuro relativamente próximo en el que la tecnología haga posible la sustitución del Parlamento físico —representativo— por una Asamblea digital en la que la elaboración de las leyes sea el resultado de un procedimiento abierto a la participación directa de todos los llamados a obedecerlas. Pero, sin entrar ahora en las ventajas —muy discutibles, a mi juicio— que supondría renunciar a la libertad de los modernos en favor de la de los antiguos, lo cierto es que la posibilidad cada vez más cierta de la democracia digital —vislumbrada desde hace tiempo en las comunidades de información y debate de las plataformas digitales— ha propiciado una crisis de la representatividad que va mucho más allá de las críticas tradicionales al parlamentarismo democrático y ha llegado al punto de comprometer tanto el ejercicio responsable del poder público como el principio de legalidad.

En un proceso de reconstrucción inverso al desarrollado por Hans Kelsen, la fantasía digital nos está llevando a desandar el camino que nos había alejado de las concepciones míticas de la libertad, la igualdad y el pueblo, conduciéndonos a una idea de la democracia cuya esencia no es ya la de un simple método de formación de la voluntad del Estado, sino el de la identidad efectiva entre los gobernantes y los gobernados. El mito, en fin, de que, al cabo, solo es libre quien no obedece más que a su propia voluntad.

Por el lado de los individuos, esta ensoñación exime al ciudadano de la obediencia a la ley que le disgusta, legitimándole para cuestionar la legalidad a cada instante y exigir su revisión permanente, en un procedimiento legislativo siempre abierto e inacabado. Porque no se trata solo de la democracia directa, sino también de la democracia instantánea, en la que las generaciones vivas —del momento exacto y preciso— se imponen sin consideración alguna a la obra de las generaciones muertas.

Por el lado de los gobernantes, el efecto de esa fantasía es, entre otros, el de la tentación de la irresponsabilidad, como demuestra el renovado entusiasmo por el referéndum, institución venerable que Kelsen defiende «en interés del propio principio parlamentario» (p. 114), pero que en la práctica de los últimos tiempos se ha pervertido como un instrumento que, o bien permite al gobernante hacer dejación de su obligación de decidir, o bien se utiliza para resolver cuestiones que, por su complejidad, no son accesibles a la alternativa simplista y binaria característica del referéndum, ni, en razón de su gravedad y trascendencia, se avienen a las soluciones irreversibles. Y, sin embargo, prisionero del instante y de la algarabía que ha ocupado el lugar de la vieja opinión pública, el gobernante se convierte en víctima propicia de la ilusión de la voz del pueblo, incurriendo torpemente en la tentación de darle la palabra. Con ello traslada la responsabilidad de decidir a quien no puede ser responsable del perjuicio que eventualmente resulte de lo decidido; ni siquiera cuando quienes más sufren las consecuencias de la decisión son aquellos que han sido confundidos con el pueblo.

La crisis del parlamentarismo es hoy, en definitiva, la crisis de la legalidad, lo que supone que no solo se pone en riesgo una forma específica de creación de la voluntad del Estado, sino la existencia del Estado mismo, que, o es sujeción obediente a la voluntad objetivada en el ordenamiento, o se diluye en los rigores de la pura causalidad natural, y, por tanto, en el imperio de la fuerza ingobernable.

III

La reconstrucción del mito democrático afecta también a los actores privilegiados de la democracia parlamentaria, los partidos políticos. Las páginas dedicadas a los partidos en De la esencia y valor de la democracia se cuentan entre las más lúcidas y brillantes de la obra, destacando en particular su demoledora crítica de Triepel.

Kelsen tiene a los partidos por «uno de los elementos más importantes de la democracia real» (p. 70), conclusión a la que llega después de considerar:

Dentro del conjunto de quienes ejercen efectivamente sus derechos políticos y participan en la formación de la voluntad estatal debería distinguirse entre aquéllos que actúan como una multitud sin criterio y sin opinión propia, siguiendo la pauta marcada por otros, y aquellos pocos que —como exige la idea de democracia— intervienen de manera activa y con criterio independiente en el proceso de formación de la voluntad de la comunidad, imprimiéndole una orientación determinada (pp. 69-70).

Tales son, para Kelsen, los partidos políticos; verdaderos «órganos de la formación de la voluntad del Estado» (p. 71).

Hasta ellos ha llegado también la fiebre del mito democrático, haciéndoles cursar un proceso degenerativo cada vez más acusado que ha terminado por convertirlos en el segundo de los problemas que, en mi opinión, acucian a la democracia.

«La democracia —afirma Kelsen— es, necesaria e inevitablemente, un Estado de partidos» (p. 73). Y «[l]a realidad de la vida de partido, en la que las personalidades de los líderes pueden imponerse con más fuerza de lo que podrían hacerlo en los límites de una Constitución democrática, y en la que aún funciona la llamada disciplina de partido […], esa realidad sólo brinda al individuo, por lo general, un mínimo de autodeterminación democrática» (pp. 85-86). Una de las grandes paradojas de la democracia —una de tantas— es que los partidos políticos, inexcusables para su realización práctica, son estructuralmente reacios a la lógica democrática. Sin embargo, es justamente su marcada pulsión autocrática la que hace posible la configuración de su identidad ideológica y la definición racional de su estrategia política, condiciones necesarias para cumplir con su cometido de contribuir a la formación de la voluntad general.

Con todas sus deficiencias orgánicas y funcionales en términos de configuración democrática, los partidos políticos tradicionales han sido capaces de arbitrar una cierta institucionalización de las opciones ideológicas adecuadas a las distintas sensibilidades políticas presentes en la sociedad. Ello ha sido posible gracias a la existencia de un núcleo dirigente dotado de la autonomía necesaria para la definición de la identidad del partido y para la configuración y ejecución de sus programas, aunque siempre bajo el control y la supervisión de una pluralidad más o menos acusada de distintas sensibilidades o familias, articuladas orgánicamente como instrumentos de contrapeso en la propia estructura del partido. Un sistema, en fin, en el que frente a una dirección homogénea y hegemónica se erige una oposición vigilante en aras de la garantía de la personalidad ideológica del partido y de la fidelidad a sus programas.

La democracia directa ha terminado también con ese modelo de partido. Remedando la invocación al «pueblo» que ha servido para la perturbadora, por distorsionada, recuperación del referéndum, el recurso a las denominadas «bases» de los partidos políticos para la selección de sus dirigentes y para la definición de sus estrategias ha traído de la mano tanto la despersonalización de los partidos como la inevitable instalación del cesarismo.

Por lo que hace a lo segundo, la designación de la cabeza del partido por parte de sus afiliados o simpatizantes supone prescindir de las instancias representativas del partido político para valerse directamente de una pluralidad heteróclita y difusa que confiere al elegido una posición de dominio sencillamente incontestable que hace inútiles toda oposición y control internos. La práctica añadida de confiar a las bases la decisión de las grandes cuestiones estratégicas —cuando no la de las minucias de orden puramente doméstico— propicia hasta el extremo la huida de los dirigentes hacia la irresponsabilidad. No solo por lo que tiene de dejación del deber propio, sino también, y acaso sobre todo, porque, de nuevo, se traslada la responsabilidad a quien no puede ser hecho responsable.

Los partidos políticos pierden así todo atisbo de racionalidad y se convierten en meros instrumentos para la gestión de la ocurrencia, lo que les inhabilita por principio como actores fundamentales para la ordenación racional del proceso que permite la reducción a unidad de la pluralidad de las voluntades políticas individuales; para la conformación, en definitiva, de la voluntad general.

La democracia, entendida como proceso, es decir, la democracia real, pierde así a sus protagonistas principales y necesarios.

IV

La democracia se enfrenta, por último, a un tercer problema. Seguramente el más grave por ser también el más radical.

Si la esencia de la democracia es, para Kelsen, su condición de método de producción de la voluntad del Estado a través de una Asamblea elegida por sufragio universal, su valor radica en que constituye el método más pertinente para determinar el contenido de la ley en un contexto en el que no es posible, por principio, identificar racionalmente el bien y la verdad.

El presupuesto de la democracia, como se explica de manera magistral en el último capítulo de la obra, es la incertidumbre acerca de lo bueno y de lo cierto. La inexistencia, en definitiva, de valores absolutos y la necesidad, por tanto, de hacer posible la formalización normativa de todas las concepciones (relativas) de la verdad.

El universo digital que ahora habitamos es fruto de una revolución que, además de tecnológica, ha sido ante todo conceptual, como solo pueden serlo los cambios que, afectando a la percepción misma de la realidad, hacen necesaria una verdadera reconstrucción intelectual del mundo. El construido por la racionalidad occidental se ve seriamente amenazado por la racionalidad puramente inductiva que es consustancial a la gestión masiva de datos. Si aquella se fundamenta en el principio de causalidad, el de esta última lo hace en el de correlación, que permite analizar fenómenos complejos sin conocer y comprender sus causas, pero llegando al punto de alcanzar lo más parecido a la certidumbre.

La democracia que viene, a la que ya se ha caracterizado como la democracia vigilante (Shoshana Zuboff, The Age of Surveillance Capitalism, Profile Books, Londres, 2019), será la de un Estado cuyo conocimiento del individuo le permitirá no solo anticipar el sentido de su conducta, sino también condicionarlo y, en último término, programarlo. Contará para ello con una información tan exhaustiva y, en particular, con una capacidad de correlación tan extraordinaria, que llegará a desaparecer toda incertidumbre acerca de la sucesión de los fenómenos de la realidad física, de la económica y de la social. No será necesario el recurso a ninguna mano invisible para completar la lógica de la causalidad, ni tendrá sentido aventurar soluciones para dirigirla en uno u otro sentido, pues desaparecerá necesariamente para dar paso a las últimas leyes de aquella lógica, todavía hoy desconocidas.

Si la libertad no es otra cosa que la respuesta racional a la incertidumbre, con la certeza prometida en el universo digital no habrá lugar para la conducta libre o será un espacio mucho más reducido que el acostumbrado.

¿Supone esto el principio del fin de la democracia?

Podría serlo. Pero, repitiendo a Kelsen, cuando la democracia parece haber perdido toda perspectiva de justificación, precisamente en ese punto tiene que situarse su defensa (p. 223).

Y la defensa no puede ser sino, de nuevo, la educación. Más precisamente, lo que Kelsen denomina «educación sistemática para la democracia» (p. 69). Aquella que permita la formación de ciudadanos dotados de un espíritu suficientemente crítico y combativo como para resistirse a la lógica diabólica de la democracia vigilante y oponer a sus certezas la contestación innegociable de la rebeldía.

Aquella, en fin, que nos haga sensibles a la necesidad del sacrificio del interés propio en beneficio del interés común y conscientes de que, si el contrato social es un compromiso de acción colectiva hacia un futuro compartido, nos corresponde contribuir a la formación democrática de la voluntad general cuidando de evitar que la razón de la mayoría contribuya a la legitimación de la desigualdad económica que está en el origen de una desafección a la democracia liberal tan notoria como creciente.

Quizá la próxima vez que una nueva reedición de esta obra o la excusa de otro aniversario permitan pasar revista al estado de la democracia, la preocupación de sus futuros lectores será justamente la del desafecto. Y también frente a ese mal podrá encontrarse algún consuelo en las páginas del que seguramente sea el único libro de Kelsen en el que la frialdad de su implacable rigor analítico se ve traicionada por la pasión que tan a menudo se esconde tras el genio cartesiano.

NOTAS[Subir]

[1]

Texto de la ponencia presentada en el seminario organizado por Giuliano Vosa en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales el 16 de enero de 2020, con ocasión del centenario de la publicación de De la esencia y valor de la democracia, de Hans Kelsen.