SUMARIO
Esta obra, primorosamente editada por la editorial Iustel, con el concurso de la Fundación Giménez Abad y la Fundación Concordia y Cultura, reúne en sus seiscientas páginas cuarenta y dos trabajos del profesor Solozábal, unos inéditos y otros, la mayoría, publicados en los últimos doce años, y no incluidos, por tanto, en su anterior libro compilatorio (Tiempo de reformas: el Estado autonómico en cuestión), que vio la luz en 2006.
Sorprende, en primer lugar, su extraordinaria capacidad de trabajo —lejos de reducirse, parece más bien que se incrementa su tasa de fecundidad intelectual—. Y eso que no se incluyen otros muchos trabajos publicados en este mismo período sobre asuntos que no guardan relación con la organización territorial del Estado —es bien conocida su condición de jurista «todoterreno», que toca, con la misma solvencia, todos los palos— y sus artículos periodísticos, los que viene publicando —desde enero de 2008—, primero, semanalmente, y, luego, quincenalmente, en el digital El Imparcial y, de forma más esporádica, en las páginas de opinión de El País o El Correo.
Por eso no le viene grande sino todo lo contrario el reconocimiento como uno de los maestros del derecho constitucional español, porque, incluso en este libro, dedicado monográficamente al análisis de nuestra forma de organización territorial, se advierte sin esfuerzo un conocimiento exhaustivo de todas las cuestiones conexas (tanto si guardan relación con los derechos garantizados en sede constitucional como si atañen a nuestro sistema de fuentes, al régimen parlamentario, a las relaciones entre Gobierno y Parlamento, a la integración europea o al régimen local). Porque este libro no está destinado únicamente a «los muy cafeteros», a los especialistas en derecho autonómico. Cualquier persona con formación jurídica puede disfrutar de su lectura y hacerse una idea cabal del significado y el funcionamiento de nuestro Estado de las autonomías. Si de algo vale mi testimonio, yo no he dejado de aprender y descubrir nuevas claves y derivadas leyendo sus páginas (por segunda vez en muchos casos).
No puedo ocultar mis reservas iniciales en relación con un formato, el de la recopilación, que de modo casi indefectible comporta la existencia de reiteraciones. Es una objeción que suele formularse cuando el editor opta por esta fórmula, por mucho que se esmere en la depuración y selección de los trabajos. Y honestamente no puedo dejar de constatar que en este punto el libro no es una excepción: «haberlas haylas», y no pocas. Pero son inevitables en trabajos que han visto la luz sucesivamente, al hilo de los acontecimientos. No se trata en todo caso de reproducciones literales, de un ejercicio de corta y pega, sino de razonamientos y observaciones que se repiten en sucesivas publicaciones o intervenciones, pero no resultan redundantes.
Quizá podría haberse seguido un criterio más restrictivo a la hora de escoger los textos reunidos en esta obra para evitar estas duplicidades, pero entonces el lector se habría perdido algunas reflexiones de indiscutible interés y el proceso de maduración de las ideas del autor sobre la evolución de nuestra forma de organización territorial a lo largo de este último período. Una década crucial en la que realmente han pasado muchas cosas, en la que se han sucedido vertiginosamente acontecimientos de un gran calado político y dogmático: la reforma del Estatuto de Cataluña y la STC 31/2010, la deriva soberanista del nacionalismo catalán, la consulta del 9 de noviembre de 2014, la declaración unilateral de independencia de 2017, la activación del art. 155 CE… Creo que finalmente ha merecido la pena la decisión de incluir en la obra todos y cada uno de los trabajos que figuran en su índice. Lo mismo cabe decir del criterio empleado para ordenarlos. Se podrían discutir la estructura del índice o la ubicación de alguno de ellos, pero es una cuestión trivial, sin el menor interés.
El autor no esconde sus cartas: su inequívoco compromiso constitucional ante el desafío independentista y su respaldo a la respuesta de las instituciones del Estado. Ese compromiso y la convicción de que es posible la convivencia entre los pueblos de España dentro de un renovado marco constitucional es el hilo conductor que da coherencia a este libro, lo que hace que sea algo más, mucho más, que una recopilación o yuxtaposición de trabajos, agrupados para la ocasión.
El profesor Solozábal, que es una persona que puede llegar a ser vehemente en la defensa de sus posiciones cuando interviene en un foro académico, tiende a emplear un tono muy comedido y cortés en sus escritos, una mesura en la crítica y en el elogio que contrasta con el dogmatismo de quien concibe el debate como una disputa teológica o metafísica. Y en este país lo que hace falta es más análisis desapasionado y más ecuanimidad (más empatía incluso) y menos visceralidad. Se agradece, en suma, que no condene al fuego eterno al adversario ni se ensañe con él. Y reconforta en estos tiempos de tanta polarización y sectarismo su exhibición de radical libertad e independencia intelectual y académica, la fidelidad a su propio criterio. Por encima de todo, sin hipotecas, sin concesiones al oportunismo o el aplauso fácil, contra viento y marea.
Conociendo la trayectoria del autor, marcada por su firme defensa del Estado de las autonomías como fórmula de integración de la pluralidad que define nuestro ADN como nación, a nadie le puede sorprender que siga pensando que la solución apuntada en nuestra Constitución fue la respuesta más apropiada en aquellas circunstancias. Pero es consciente de que su rendimiento como instrumento de integración y cohesión no ha sido satisfactorio, que no ha estado a la altura de las expectativas creadas en su momento. Y es que el problema de nuestro sistema no es tanto de articulación, de diseño organizativo o eficiencia institucional, sino de integración, de «creación de una verdadera comunidad espiritual como sustrato de la forma política», porque la supervivencia del Estado, su éxito como organización política, depende en el fondo de la existencia de ese sentimiento de pertenencia, de esa identificación emocional con la nación como unidad política. Esa es la tarea pendiente: reconstruir las «bases espirituales» de ese pacto fundacional entre un «nacionalismo español modernizador» y los nacionalismos periféricos no soberanistas. Una tarea ardua, desde luego, por no decir imposible en las actuales circunstancias. A nadie se le oculta que la crisis que atravesamos es grave y profunda: en una parte de nuestro territorio no rige la Constitución, sus autoridades la incumplen sistemáticamente. Pero no es solo una quiebra de la legalidad, es también una crisis de legitimidad, porque lo que subyace a esa actitud de desobediencia e insumisión es el rechazo del orden político y jurídico vigente, que no se considera legítimo.
La primera parte del libro se abre con un capítulo dedicado al Estado autonómico y la jurisprudencia constitucional, que agrupa ocho trabajos cuyo común denominador es el análisis de las decisiones más importantes del Tribunal Constitucional en este convulso período. Pero encontramos también un artículo en el que el autor trata de desmontar «algunos tópicos» sobre nuestro Estado autonómico: su supuesta «endeblez ideológica» o dogmática, la disfuncionalidad del principio dispositivo o las reticencias sobre el papel del Tribunal Constitucional como árbitro imparcial del sistema.
Su valoración global de la tarea desarrollada por nuestro Tribunal Constitucional en este terreno es inequívocamente positiva. Del análisis de su jurisprudencia, que ha sido, en líneas generales, equilibrada, se ocupa el autor en un texto inédito que lleva por título «Tribunal Constitucional y Estado autonómico» (2015). Pero antes de descifrar las claves de una doctrina jurisprudencial en constante evolución, dedica unas líneas a valorar positivamente las dos modificaciones de la LOTC que se aprobaron justamente ese año: la recuperación del control previo de los proyectos de estatutos de autonomía mediante la Ley Orgánica 12/2015 y la reforma del incidente de ejecución de sentencias que lleva a cabo la LO 15/2015 con el declarado propósito de reforzar los poderes del Tribunal para hacer cumplir sus resoluciones.
Entrando de lleno en el estudio del corpus doctrinal elaborado por el Tribunal en este ámbito, lo primero que destaca Solozábal es su contribución a la hora de perfilar las categorías indispensables de nuestro derecho autonómico: autonomía, competencia, estatuto de autonomía, legislación básica, derechos estatutarios o derechos históricos.
Desde una perspectiva diacrónica, divide la jurisprudencia constitucional en tres fases: la dictada hasta la sentencia sobre el Estatut, la establecida en esa trascendental decisión y la que se apunta en algunas sentencias posteriores. En la primera etapa, el leading case es sin duda la Sentencia 76/1983, que anuló buena parte de la LOAPA. La sentencia, además de evidenciar la independencia del Tribunal, disipa algunas dudas sobre la posición que ocupa la ley de armonización (art. 150.3 CE) en nuestro sistema de fuentes. Y deja muy claro que la interpretación auténtica de la Constitución le corresponde al Tribunal Constitucional, no al legislador.
Otro pronunciamiento importante fue la Sentencia 183/2008, sobre la consulta prevista por una Ley del Parlamento vasco que autorizaba al Gobierno de esa comunidad a someter a referéndum un acuerdo que regularía sobre nuevas bases las relaciones de Euskadi con el Estado. En realidad, la ley impugnada viene a reconocer un derecho a decidir, esto es, a disponer del orden constitucional, que corresponde únicamente al poder constituyente, al pueblo español en su conjunto. El Tribunal no deja lugar a dudas: una decisión de ese calibre solo puede ser objeto de consulta popular por la vía del referéndum de revisión constitucional previsto en el art. 168 CE.
Son varios los trabajos que se ocupan de la Sentencia 31/2010, que estima parcialmente el recurso de un grupo de diputados del PP contra diversos preceptos de la LO 6/2006, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Sobre el juicio que le merece al autor esta emblemática sentencia, me remito al apartado que más adelante se consagra al análisis de su contenido.
Tras la sentencia del Estatut, el Tribunal mantiene su línea en varios pronunciamientos que giran en torno a la competencia del Estado para establecer «las bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica» (art. 149.1.13), un título transversal muy potente que, a pesar de su generalidad, se utiliza para justificar la intervención del Estado en materias concretas, aunque las comunidades autónomas ostenten un título más específico. Solozábal no cuestiona el vigor y la versatilidad de este título, pero sí denuncia su utilización abusiva en algunos casos.
Naturalmente, al autor no siempre le parecen encomiables las resoluciones del Tribunal. Su ecuanimidad se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando marca distancias respecto de la postura del Tribunal sobre el alcance de las bases (dejando a un lado las exageraciones dialécticas, no les falta razón a las comunidades autónomas cuando se quejan de que la hipertrofia de las bases estatales puede vaciar de contenido real sus competencias), o cuando critica abiertamente el giro que se produce en la jurisprudencia del Tribunal tras la renovación de 2013, que le lleva a avalar la constitucionalidad de leyes que refuerzan claramente las competencias del Estado. A la hora de calificar ese escoramiento no duda en emplear términos con una fuerte carga expresiva: «[…] el Tribunal entra en una barrena centralista preocupante». No faltan ejemplos de esa deriva en el período 2013-2015: las SSTC 74/2014 y 156/2015 son una buena muestra.
Pero «el clímax centralista» se alcanza con la Sentencia 215/2014 sobre la LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, dictada por un Tribunal partido en dos. Esta sentencia deja bajo mínimos («temblando», dice gráficamente el autor) la autonomía financiera de las comunidades autónomas. En primer lugar, porque permite la deslegalización en blanco a favor del Gobierno de la facultad de fijar los objetivos de estabilidad financiera de cada comunidad. En segundo lugar, porque permite adoptar al Ejecutivo nacional, en caso de incumplimiento de dichos objetivos por una comunidad autónoma, medidas coercitivas especialmente graves, como la actuación de una comisión de expertos dependientes del Ministerio de Hacienda, creándose de esa forma «un mecanismo de intervención paralelo al previsto en el artículo 155 CE». Como se dice en el voto particular formulado por cinco magistrados, la ley establece una forma de tutela de dudoso encaje constitucional.
Afortunadamente, ese sesgo parece corregirse en algunas decisiones posteriores. La rectificación se apunta ya en la Sentencia 271/2015 y se consolida en la 41/2016, que resuelve un recurso de la Asamblea de Extremadura contra varios preceptos de la Ley 27/2013, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local.
Se echa en falta, a mi juicio, una mayor contundencia en el juicio crítico del autor sobre la doctrina del Tribunal relativa a las medidas de política social adoptadas por las comunidades autónomas en los últimos años. Como todo el mundo sabe, fueron estas las que acusaron de lleno el impacto de la crisis económica y tuvieron que dar la cara aplicando recortes significativos en las prestaciones. Cuando la crisis remitió, muchas de ellas aprobaron medidas de choque para atender las necesidades básicas de los segmentos de población más vulnerables. Ese era el contenido de varias leyes de emergencia ciudadana, que garantizaban una renta básica de ciudadanía, facilitaban el acceso a la vivienda o trataban de combatir la pobreza energética. Solozábal, que no comparte determinadas decisiones (la Sentencia 139/2016 sobre el Decreto Ley 16/2012 es una de ellas), considera ambivalente la jurisprudencia del Tribunal. Creo que se queda corto. A mí me parece que ha recortado excesivamente el margen de maniobra de las comunidades a la hora de desarrollar sus políticas sociales. Lo hizo, por ejemplo, al estimar el recurso contra el Decreto Ley 3/2015, de acceso universal a la atención sanitaria en la Comunidad Valenciana, o al anular en la Sentencia 62/2016 la prohibición del corte de suministro eléctrico en situaciones de pobreza energética prevista en el Decreto Ley 6/2013 de la Generalitat de Cataluña. Hay que decir en su descargo que sí califica de severo el control ejercido por el Tribunal sobre las políticas autonómicas en materia de vivienda. Valga como ejemplo la Sentencia 93/2015, que declaró inconstitucional el Decreto Ley 6/2013, de medidas para asegurar el cumplimiento de la función social de la vivienda en Andalucía, que preveía la expropiación de las viviendas propiedad de entidades financieras o sus filiales inmobiliarias por un plazo de tres años.
El recorrido por la jurisprudencia constitucional se cierra con el análisis de dos sentencias recientes. Por un lado, la 79/2017, que estima parcialmente el recurso interpuesto por el Parlamento de Cataluña contra diversos preceptos de la Ley 20/2013, de garantía de la unidad de mercado. Para el autor, es una decisión sensata, que refuerza el principio de territorialidad de las competencias autonómicas, que no puede ser desplazado por el principio de eficacia en todo el territorio nacional de los requisitos de acceso a una actividad económica establecidos en el lugar de origen. El criterio «perverso» de la procedencia del operador económico obligaría a una comunidad autónoma a aplicar dentro de su territorio una pluralidad de regulaciones ajenas.
Más polémica desató, sin duda, la Sentencia 118/2016, sobre la reforma de la Ley Orgánica 1/2010, que reformó la LOTC, la LOPJ y la LJCA para atribuir el control de las normas fiscales vascas al Tribunal Constitucional, despojando de este a la jurisdicción contencioso-administrativa. Como recordará el lector, tanto la ley impugnada como la sentencia concitaron en su momento las críticas de numerosos juristas y políticos. A Solozábal, que es consciente de ese amplio rechazo y de la consistencia de algunos de los reparos formulados, no le convence mucho el argumento del Tribunal de que, en último término, lo que se pretende es garantizar una protección jurisdiccional eficaz de la foralidad, equiparando el régimen procesal de control de estas normas infralegales al de las leyes fiscales navarras. Esa equiparación puede ser razonable, pero no puede hacerse de cualquier manera ni a cualquier precio.
Esta reforma legal se analiza en profundidad en un artículo publicado en la REDC ese mismo año («El blindaje foral en su hora. Comentario a la Ley Orgánica 1/2010»). De entrada, le parece censurable que se fuerce la lógica de las instituciones y del sistema de fuentes para resolver un problema político acuciante (recuerda que el blindaje foral fue una exigencia del PNV para dar su apoyo —decisivo— a la Ley de Presupuestos de 2010). Pero esa sospecha de instrumentalización política de las instituciones no le impide examinar detenidamente las objeciones concretas que se formularon en contra del blindaje foral. Una de ellas es que la reforma era innecesaria. Las normas fiscales forales, en particular las que rebajaban la tributación por sociedades y las que establecían incentivos como las llamadas vacaciones fiscales, venían siendo impugnadas por instituciones y organizaciones de las comunidades autónomas limítrofes ante el TSJ del País Vasco, ante el Supremo en apelación y también ante el TJUE. Lo cierto es que tras la sentencia del TJUE de 11 de septiembre de 2008, en respuesta a varias cuestiones prejudiciales planteadas por el TSJ del País Vasco en relación con la reducción del gravamen del impuesto de sociedades, se disipan las dudas sobre la compatibilidad del régimen especial del concierto con el derecho comunitario, siempre que no se rebase la línea roja de las ayudas públicas encubiertas, contrarias a la libre competencia. Pacificada esta cuestión, la conflictividad se desactiva y el TSJ del País Vasco desestima los recursos contra las normas forales pendientes. Así pues, el riesgo de anulación judicial de estas normas era mínimo cuando se aprueba la LO 1/2010.
Pero la objeción fundamental al blindaje foral es la inclusión entre las disposiciones que pueden ser objeto del control de constitucionalidad de unas normas de naturaleza reglamentaria, en contra de la configuración constitucional de este control, previsto únicamente para leyes y disposiciones o actos con fuerza de ley. Efectivamente, las normas forales no son leyes, porque las Juntas Generales no son órganos parlamentarios con potestad legislativa. Son normas reglamentarias, pero muy especiales, porque a través de ellas se ejerce la potestad tributaria que corresponde a los territorios históricos y su fuerza activa y pasiva es equiparable a la de las leyes. Pese a esa especificidad, resulta muy difícil justificar la decisión del legislador.
La otra objeción de mayor calado es que, tras la reforma, las normas fiscales forales están exentas del control judicial ordinario. Y esa exclusión no es inocua. En primer lugar, porque en la jurisdicción contencioso-administrativa se reconoce la legitimación en términos particularmente amplios, lo que contrasta con la restringida legitimación en los procedimientos de control de la ley ante el Tribunal Constitucional. En segundo lugar, porque la jurisdicción ordinaria ofrece más posibilidades de suspensión de la norma impugnada.
Este episodio entronca con una de las constantes de la obra del profesor Solozábal: su defensa del régimen foral, como expresión de la flexibilidad del sistema constitucional y del pluralismo territorial que nuestra Constitución reconoce y ampara. Celebra la recepción de la singularidad foral en la disposición adicional primera como una manifestación del «historicismo» de nuestra Constitución. Y subraya precisamente esa fundamentación o legitimidad histórica que algunos consideran incompatible con las bases racionales o funcionales del constitucionalismo moderno. Es una idea recurrente en su obra: aunque es cierto que el momento constituyente es siempre un momento de ruptura con el pasado, de instauración de un orden nuevo, la historia, el legado de las generaciones anteriores, ha de ser una referencia para la configuración política de la comunidad. Habría sido absurdo que el acceso de Navarra a la autonomía se hubiera hecho por otra vía que no fuese la del amejoramiento del régimen foral vigente desde 1841. Y tampoco habría tenido sentido que la autonomía del País Vasco se hubiera establecido ignorando el anclaje foral, su «régimen tradicional de autogobierno» (STC 76/1986), aunque debidamente actualizado para adecuarlo a los patrones democráticos y constitucionales.
En su trabajo «Fuerismo no es soberanismo» (2009), Solozábal resume magistralmente los antecedentes del actual régimen foral: las razones de su supervivencia en la época liberal (tras las guerras carlistas se restablece el Concierto) y las vicisitudes del ideario foral durante la II República y el Franquismo. Y pone de manifiesto la compatibilidad entre esta organización político-administrativa peculiar y la monarquía española. Desde la época medieval hasta ahora. Porque fue siempre un sistema equilibrado, que compaginaba el respeto por las tradiciones vascas (el rey juraba los fueros) con el reconocimiento de la suprema autoridad del monarca. La dualidad Juntas-Señor, con el consiguiente reparto de tareas y responsabilidades, se trasmuta hoy en el binomio Comunidad Autónoma-Estado.
La verdadera constitución de los vascos, repite el autor, son los fueros. Pero no en la versión tergiversada o falsificada de los nacionalistas, que ven en ellos una fuente de soberanía originaria (como no pueden prescindir de la tradición foral, se apropian de ese legado y lo manipulan y desnaturalizan al equiparar reintegración foral e independencia), sino en su auténtico significado, esto es, como un régimen de autogobierno limitado por la supremacía de la Constitución española. La rotunda declaración de la STC 76/1988 sale al paso de cualquier interpretación en clave soberanista de esa recepción constitucional de los fueros, por primera vez en nuestra historia: «La Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ellas, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones históricas anteriores».
Insiste Solozábal en que el régimen foral no rompe con las exigencias de la igualdad, que no debe confundirse con una estricta uniformidad. Admite efectivamente que sin llegar a impugnar el régimen foral in toto como una anomalía o un agravio comparativo, son dos los aspectos del funcionamiento de este régimen que son objeto de críticas recurrentes. En primer lugar, el cálculo del cupo, que para muchos expertos estima a la baja la aportación del País Vasco para sufragar los gastos generales del Estado. Solozábal reconoce que ese cálculo es cuestionable en la medida en que el resultado es ventajoso en términos de financiación per cápita para las comunidades forales. Y en segundo lugar, llama la atención el peculiar procedimiento de aprobación de la ley del cupo, un acuerdo entre Gobiernos que no admite enmiendas en su tramitación parlamentaria.
Se incluye también en el libro un texto inédito sobre las competencias del Estado sobre legislación civil (art. 149.1.8) y el derecho foral. Se trata de la otra cara de la foralidad, la foralidad civil, su dimensión de derecho privado, pero es indudable que en el caso del País Vasco y Navarra guarda relación con la dimensión pública encarnada en la disposición adicional 1.ª, y esa vinculación marca precisamente la diferencia con los títulos competenciales de otras comunidades autónomas sobre el derecho civil propio.
En otro orden de cosas, no oculta el autor su apuesta por la reforma constitucional en clave federal, para profundizar o culminar el sistema autonómico, no para superarlo o liquidarlo. Ni «rectificación centralista» ni experimentos de corte confederal, que son siempre la antesala de la implosión del Estado. La reforma debería abordarse «con una actitud más de prudencia que de temor» (recuerda el consejo de Burke: uno debe acercarse a la mesa de operaciones «como se hace ante las heridas de un padre, con un miedo respetuoso y una solicitud temblorosa»), porque, en último término, como advertía recientemente Muñoz Machado, la resistencia a las reformas no impide que acaben consumándose, pero por la vía nada aconsejable de la mutación (in)constitucional. Una Constitución que no se cambia, dice Solozábal, corre el riesgo de su incumplimiento o de su modificación subrepticia por los poderes constituidos. Obviamente, una reforma solo podrá prosperar si se plantean propuestas con una mínima contención, que faciliten el acuerdo. Ese consenso, que no es un requisito de partida sino el punto de llegada, no se alcanzará si las propuestas están teñidas de partidismo.
Pero no se limita a formular un deseo. Solozábal toma postura respecto de algunos de los posibles contenidos de esa reforma. Es partidario, por ejemplo, de definir nuestro Estado como un Estado federal. Ya es, de hecho, una «forma federativa», pero así se explicitaría en sede constitucional. Otras asignaturas pendientes son la enumeración de las comunidades autónomas en el texto constitucional, la clarificación del sistema de distribución de las competencias y la constitucionalización de las conferencias de presidentes y las conferencias sectoriales como instrumentos de cooperación y coordinación intergubernamental. Habría que buscar también una fórmula que mejorara el «acomodo» de Cataluña en la estructura común.
Rechaza expresamente, en cambio, la idea de suprimir el reconocimiento de la foralidad o el Senado; mientras que le parece sensato, por ejemplo, mantener la dualidad a la que antes se ha hecho referencia en el procedimiento de reforma de los estatutos o la facultad reconocida al Gobierno central en el art. 161.2 CE, esto es, la suspensión automática de las disposiciones o actos de las comunidades autónomas que impugne el Gobierno de la nación por esta vía. Esta previsión constitucional no responde a razones teóricas, sino a motivos de prudencia. Pero introduce un matiz: solo estaría justificada cuando la norma o resolución fuese «notoriamente» inconstitucional. Se trata de un mecanismo de seguridad de carácter excepcional, que solo debe emplearse en casos de extraordinaria gravedad (y no, colijo yo, de forma sistemática, como viene sucediendo hasta ahora).
Un vector central de esa reforma constitucional sería la reforma del Senado. Solozábal es partidario de una reforma a fondo que refuerce su condición de Cámara de representación territorial (de Cámara autonómica en este caso), como sucede en la mayoría de los Estados federales (no en todos: en Estados Unidos no cumple esa función y en Canadá, por ejemplo, el Parlamento no es bicameral). La reforma reglamentaria tuvo una eficacia limitada y las prácticas convencionales tampoco han ayudado a corregir o compensar la posición subordinada y secundaria del Senado en nuestro sistema político.
En un artículo reciente (2018) hace algunas propuestas de interés que ya había avanzado en otro trabajo anterior y que se reflejan, además, en un proyecto articulado de reforma de los arts. 69, 74.2 y 90 CE, que pone el broche final a sus reflexiones. En primer lugar, la competencia universal del Senado es compatible con una especialización funcional tanto en la función de control como en el procedimiento legislativo, eliminando, por ejemplo, el límite de los dos meses como plazo en el que ha de tramitarse una iniciativa legislativa en esta Cámara (sugiere su ampliación a cuatro meses); disponiendo que comience en el Senado la tramitación de los proyectos de especial trascendencia autonómica (como las leyes del art. 150 CE o las de financiación autonómica), o previendo la intervención de una comisión mixta de conciliación, en caso de discrepancia entre los textos aprobados sucesivamente por ambas Cámaras, cuando se trate de proyectos de relevancia autonómica y siempre que prevalezca en última instancia la voluntad del Congreso.
En cuanto a la composición del Senado, es partidario de la elección de sus miembros por los Parlamentos o los Ejecutivos de las comunidades autónomas, y no directamente por los ciudadanos, lo que determinaría su carácter permanente. La opción por un Consejo (como el Bundesrat) tiene algunas ventajas. No cabe duda, por ejemplo, de que la presencia de altos funcionarios de la Administración, cualificados por su competencia técnica, redundaría en una mejora de la calidad de las leyes. Pero desecha esa alternativa, porque un «Parlamento gubernamentalizado» supone una modificación cualitativa del principio de división de poderes, en la medida en que serían los representantes de los Ejecutivos autonómicos los que intervendrían en el ejercicio de la potestad legislativa y de la función de control (del Gobierno nacional). Menos persuasivo me parece el argumento de que el modelo de Consejo choca con la prohibición de mandato imperativo, como si los senadores designados por los Parlamentos autonómicos o directamente por los electores no se sometieran a una implacable disciplina de partido, que contradice de forma no menos evidente lo dispuesto en el art. 67.2 CE.
Se decanta, pues, por la elección de los senadores por los Parlamentos territoriales, pero no por un sistema proporcional, sino aplicando un criterio mayoritario, de modo que se atribuirían a la mayoría el 80 % de los escaños, reservándose a la oposición el 20 % restante. Por lo que respecta al reparto de senadores por comunidades autónomas, cree que es mejor mantener una cierta continuidad con la distribución existente hasta ahora, teniendo en cuenta, como hacía el informe del Consejo de Estado, tanto la población total como el número de provincias de cada una de ellas. La fórmula que sugiere concede un mayor peso al número de provincias: cada comunidad elegiría dos senadores por provincia, más otro por todo el territorio y otro más por cada millón de habitantes.
Es en un artículo publicado en 2008 («Algunas consideraciones sobre las reformas estatutarias») donde fija su posición sobre este asunto en un determinado contexto: el de la oleada de reformas estatutarias de la legislatura 2004-2008. De entrada, no ve problema alguno en que, transcurridos veinticinco años desde su aprobación, se reformen los estatutos. Se da así la oportunidad de pronunciarse sobre esas propuestas a las nuevas generaciones, que es algo muy saludable. Y además esa puesta al día no puede supeditarse a una previa reforma constitucional, dada la imposibilidad de un acuerdo sobre esta entre los grandes partidos nacionales.
Estas reformas responden a motivaciones y objetivos diferentes. En unos casos (Cataluña), son una respuesta a problemas de encaje identitario. En otros, el planteamiento es más funcional: se trata de mejorar el rendimiento de las instituciones autonómicas y explotar todas las posibilidades que brinda el autogobierno. Solozábal distingue entre reformas imposibles o prohibidas, que son aquellas que desbordan el marco constitucional, como la propuesta de libre asociación de Ibarretxe; reformas obligadas o necesarias, cuya conveniencia resulta evidente, como una regulación más completa y actualizada de la forma de gobierno y el entramado institucional de las comunidades autónomas (consagrando la facultad de disolución anticipada y la figura del decreto ley, o ampliando el período de sesiones) o una delimitación de las competencias más clara y precisa, y reformas posibles, como la inclusión de cláusulas identitarias o simbólicas, que tienen cabida en los estatutos y contribuyen a su legitimación política, o de cláusulas prescriptivas (como una declaración de derechos, no prevista en el art. 147 CE como contenido necesario de la reserva estatutaria).
Para Solozábal, estas declaraciones de derechos son expresión de un pluralismo normativo lícito y no suponen una quiebra del principio de igualdad. El Estado es una comunidad jurídica de iguales, sometidos a las mismas leyes, y este principio centrípeto impone que todos los ciudadanos, con independencia del lugar donde residan, disfruten de los mismos derechos fundamentales, que son los establecidos como tales en la Constitución. Pero en un Estado descentralizado como el nuestro las exigencias de la igualdad —en el estatus jurídico básico— han de atemperarse con la del respeto del pluralismo, de modo que nada impide que, al igual que en las constituciones de los Estados miembros de una federación, también en los estatutos, que son normas cuasiconstitucionales, se reconozcan derechos, aunque no siempre puedan ejercerse inmediatamente.
Solozábal marca distancias con el rigor mostrado por el Tribunal en la Sentencia 247/2007 sobre el Estatuto de Valencia, que diferenció claramente entre derechos fundamentales y estatutarios. Es verdad que bajo esa denominación se hallan realidades normativas diferentes, pero, como regla general, viene a decir el Tribunal, los derechos estatutarios no son verdaderos derechos subjetivos, directamente exigibles ante los tribunales, sino mandatos y directrices para la actuación de los poderes públicos autonómicos.
Para empezar, no plantea ningún problema el que los estatutos contengan verdaderos derechos subjetivos en ámbitos en los que la propia Constitución abre esa posibilidad (derechos lingüísticos, por ejemplo). O en relación con los derechos de participación política en las instituciones autonómicas. Pero, fuera de estos casos, el Tribunal cierra el paso «apodícticamente» a esa posibilidad. Aunque se formulen como derechos, se trata de principios, de mandatos al legislador, que marcan objetivos que deben orientar la tarea del legislador autonómico. Por eso no anula esas cláusulas, se limita a devaluar su alcance, su fuerza normativa. Solozábal discrepa: a su juicio, no hay ninguna razón para oponerse al reconocimiento en sede estatutaria de derechos subjetivos en sentido estricto, siempre que guarden relación con las competencias de la comunidad autónoma. No tiene mucho sentido que una ley autonómica pueda crear derechos subjetivos y un estatuto no.
Esta decisión es objeto de un comentario sistemático en un artículo publicado en 2011 («La sentencia sobre el Estatuto de Cataluña: una visión de conjunto»). Advierte el autor que lo que se propone es un análisis lo más sereno y objetivo posible y desde parámetros estrictamente jurídicos. Una precisión oportuna, porque, a su juicio, las críticas con las que había sido recibida la sentencia en algunos círculos académicos denotaban más «una decepción política» que una valoración técnica. Esa misma pretensión de ceñirse al examen de su contenido explica que no se entretenga tampoco en la evocación del contexto en el que se gestó, aunque deje constancia de que el clima de crispación que envolvió este proceso, con más de un episodio lamentable en el curso de su prolongada tramitación, acabó por erosionar la autoridad del Tribunal.
A nadie se le escapa la trascendencia de este pronunciamiento. Es la primera vez que se impugna un Estatuto prácticamente en su totalidad, lo que dio ocasión al Tribunal para aclarar los límites del sistema autonómico. Globalmente considerada, esta sentencia le merece un juicio positivo. Pese al perfil excesivamente académico de algunos de sus razonamientos, está redactada de forma clara y directa. Y no supone un cambio o punto de inflexión en la jurisprudencia del Tribunal, aunque esa continuidad no excluye la inclusión de algunas novedades en su acervo doctrinal.
Lo primero que hay que resaltar, y que se omite (quizá deliberadamente) en algunas exégesis sesgadas que se apresuraron a hablar de regresión o paso atrás, es que el Tribunal «salva» la mayor parte de los preceptos impugnados (solo anula un artículo y una docena de apartados e incisos) y deja intactos prácticamente los derechos y las competencias que figuran en el texto. Es más, rechaza en diversas ocasiones la pretensión de los recurrentes, que le instaban a emitir pronunciamientos «preventivos» sobre posibles desarrollos normativos del Estatut. Y opta decididamente por dictar una sentencia interpretativa, de modo que se desestima la pretensión impugnatoria y se considera que el precepto recurrido no es inconstitucional si se interpreta de una determinada manera, lo que excluye otras posibles lecturas. Aunque Solozábal cree que en algún caso se va más allá y se llega a «complementar» el contenido de la norma en cuestión.
Suscribe el autor la negativa del Tribunal a reconocer la existencia de una «nación catalana». En sentido jurídico-constitucional solo hay una nación, la española, y en ella reside la soberanía. Cabe naturalmente una acepción cultural o espiritual del término, pero esa singularidad no se traslada necesariamente al plano político. Se rechaza, pues, la concepción de España como una nación de naciones o un Estado plurinacional. Solozábal no duda en calificar este pronunciamiento como necesario y concluyente. En otros trabajos posteriores no se muestra, en cambio, tan convencido, y considera «cuestionable» incluso esa resistencia al reconocimiento nacional de Cataluña.
La sentencia rechaza la filosofía del «blindaje» que inspira las cláusulas competenciales del Estatuto, en la medida en que el desglose pormenorizado de las facultades que corresponden a la comunidad autónoma acaba por neutralizar el despliegue de los títulos transversales del Estado. Solozábal comparte este razonamiento, porque el Estatuto no puede usurpar las funciones del Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución, ni puede pretender fijar el alcance de las competencias ignorando el superior rango normativo de la Constitución. El Estatuto puede acotar el objeto, esto es, la materia o submateria sobre la que recae la competencia, pero no determinar las facultades que en cada momento se derivan de ese título competencial. Pero esa sintonía con la línea argumental del Tribunal en este punto crucial de la sentencia no le impide criticar la anulación del art. 111 del Estatuto, que se limitaba a describir correctamente la competencia del Estado para fijar las bases («como principios o mínimo común normativo»). Le parece una «extralimitación» del Tribunal, porque este precepto no define ni establece ex novo lo que son las bases.
Nuestro autor no puede sino congratularse de que la sentencia valide uno de los principios genuinamente federales del Estatuto: el de participación de las comunidades autónomas en el ejercicio de las competencias exclusivas del Estado, una participación que no podrá tener, en ningún caso, carácter decisorio o vinculante, ni podrá regularse unilateralmente en sede estatutaria.
A Solozábal le parece «benévola» la doctrina del Tribunal sobre algunos aspectos relacionados con la financiación de la comunidad autónoma, como los criterios que se establecen en el Estatuto sobre su contribución a la Hacienda estatal, que se condiciona, en primer lugar, a que las demás comunidades realicen un esfuerzo fiscal suficiente, una condición que la sentencia considera lesiva de la competencia del Estado para fijar esas aportaciones con arreglo al principio de solidaridad. Pero se supedita también al respeto del principio de ordinalidad, en cuya virtud esa contribución no puede alterar la posición de Cataluña en la clasificación de las autonomías atendiendo a la renta per cápita, antes de la nivelación. Al Tribunal este límite al trasvase de recursos financieros en favor de regiones con peores indicadores le parece razonable. Y a Solozábal le sorprende esa indulgencia, porque entiende que este tipo de previsiones se fundan en una interpretación «desorbitante» del principio de autonomía financiera y niegan la función de dirección y coordinación que corresponde al Estado (a través del Consejo de Política Fiscal, no de forma bilateral, y en el marco de la LOFCA). Apela en este sentido a la tajante declaración de la STC 13/2007: no existe un derecho de las comunidades autónomas «a recibir una determinada financiación»; lo que existe es un derecho a que la suma global de los recursos existentes se reparta con arreglo al modelo vigente. De ahí que una comunidad autónoma no pueda pretender fijar su porcentaje de participación sobre esos ingresos de acuerdo con los criterios que le sean más favorables en cada momento.
Echa en falta, en cambio, una lectura menos cicatera de las competencias autonómicas sobre inmigración, limitadas a la regulación del estatus laboral de los extranjeros. Propone un reparto más equilibrado, de modo que las facultades de control corresponderían al Estado y las de protección y asistencia, a las comunidades autónomas.
Por lo que respecta a los derechos consagrados en el Estatuto, no se trata, según el autor, de una declaración bien ordenada, con un determinado criterio, sino de un conjunto heterogéneo de normas prolijas y difusas, de muy distinta naturaleza y eficacia. Algunos de los derechos proclamados se solapan con derechos fundamentales de nuestra Constitución. Así, no se sabe realmente si el derecho a vivir con dignidad el proceso de la muerte (art. 20 EAC) es un nuevo derecho o es un desarrollo del art. 15 CE (que debería llevarse a cabo entonces en una ley orgánica). También le suscita alguna duda el carácter laico que ha de tener la enseñanza en los centros públicos (art. 21 EAC), que no se corresponde con nuestro modelo constitucional, que no es el de un Estado laico.
Solozábal se ocupa finalmente de algunos de los preceptos anulados por la sentencia. Por un lado, el Tribunal, con buen criterio, considera inconstitucional la atribución de carácter vinculante a los dictámenes del Consejo de Garantías Estatutarias, que no es un órgano jurisdiccional. Y por otro, rechaza la caracterización del Consejo de Justicia de Cataluña como «órgano de gobierno» del Poder Judicial de Cataluña y su consideración como órgano desconcentrado del CGPJ, con facultades relativas al nombramiento de jueces, por ejemplo.
No podían faltar en esta recopilación los tres artículos publicados sucesivamente en El Cronista sobre las principales secuencias de esta ofensiva. En el primero de estos trabajos analiza el contenido de la Resolución 5/X del Parlamento de Cataluña de enero de 2013, que proclamaba la soberanía del pueblo catalán y ponía en marcha el proceso para hacer efectivo el derecho a decidir su futuro político. Tras reseñar la doctrina del Tribunal (STC 16/1984 y ATC 135/2004) sobre el control de las resoluciones o acuerdos de los órganos parlamentarios que carecen de eficacia normativa general y se limitan a expresar la voluntad de dichos órganos, adelanta su opinión sobre la declaración impugnada: no tiene carácter normativo, pero tampoco es una simple moción de carácter político, porque es verdaderamente «resolutoria», no es un trámite preparatorio de una decisión ulterior que pudiera ser objeto del control jurisdiccional. Tiene efectos ad extra, puesto que hace un llamamiento dirigido a todos los catalanes, con el propósito de desencadenar un proceso y provocar un resultado concreto. De hecho, sirvió para amparar el nombramiento del Consejo Asesor para la Transición Nacional y la creación de una comisión parlamentaria.
En este mismo artículo, Solozábal pone también el foco en la Ley 4/2010, de consultas populares por vía de referéndum, que permitía someter a referéndum «consultivo» de los ciudadanos de Cataluña «cuestiones políticas de especial trascendencia en el ámbito de las competencias de la Generalitat». Esta norma había sido impugnada por el Gobierno de la Nación y, a la espera de un pronunciamiento por parte del Tribunal, el autor recuerda su doctrina sobre los referenda (SSTC 103/2008 y 31/2010), que él comparte plenamente. A su juicio, la Generalitat puede aprobar una ley sobre referenda de ámbito autonómico, pero siempre que sea sobre asuntos de su competencia y respetando en todo caso la exigencia de autorización por el Estado. Esa regulación tendría que ajustarse, además, a lo previsto en la ley orgánica (LORMR).
El segundo de estos artículos se centra exclusivamente en la STC 42/2014, que declaró inconstitucional el apartado primero de la declaración soberanista aprobada por el Parlamento catalán. Para Solozábal, no es una sentencia demasiado consistente, pero lo cierto es que fue unánime y fue acogida favorablemente. Y eso es bueno, porque el Tribunal debe ser prudente y ponderar también los efectos políticos de sus decisiones. Lo que sucede es que esa actitud «contemporizadora» del Tribunal y su empeño, loable, en alcanzar un consenso entre todos los magistrados pudieron afectar a su coherencia interna.
El Tribunal considera que la declaración tiene efectos jurídicos, aunque no sea vinculante, y anula el apartado relativo a la soberanía por ser manifiestamente inconstitucional. Pero añade que, si bien el llamado «derecho a decidir» no tiene cabida en nuestro ordenamiento si se entiende como una versión maquillada del derecho de autodeterminación, sí puede admitirse como una aspiración política que podría alcanzarse siempre que fuese a través de un proceso ajustado estrictamente a la legalidad constitucional. A Solozábal no le agrada mucho esta concesión, porque quiebra, a su juicio, la coherencia argumentativa de la sentencia y de la doctrina sentada en la 103/2008 (que identifica precisamente el derecho a decidir con la autodeterminación). No entiende cómo es posible que la inconstitucionalidad de la apropiación de la soberanía no se extienda al instrumento a través del cual se ejerce.
Esta trilogía se cierra con el comentario de la STC 31/2015, que anuló la Ley 10/2014 del Parlamento de Cataluña, sobre consultas populares no referendarias y otras formas de participación ciudadana, con la que se pretendía dar cobertura al decreto de convocatoria de la consulta del 9-N de ese mismo año. El Tribunal reitera la doctrina sentada en sus sentencias 103/2008 y 31/2010: no se puede hacer pasar por una consulta popular lo que es, a todas luces, un referéndum, con el fin de sortear el requisito de la preceptiva autorización del Estado (art. 149.1.32 CE). Dicho de otro modo, el nomen iuris no es determinante: un referéndum no dejará de serlo porque la norma que lo prevea le niegue la condición de tal. Las consultas populares reguladas en la ley recurrida eran, en realidad, referenda encubiertos.
Más discutibles le parecen al autor las afirmaciones que se vierten, tanto en la STC 31/2010 como en esta última decisión, sobre la regulación del referéndum como materia reservada exclusivamente —in toto— al Estado, sin margen alguno para la intervención normativa de las comunidades autónomas. Cree que esa doctrina es demasiado estricta.
En 2014 publica Solozábal un trabajo, «La autodeterminación y el lenguaje de los derechos», realmente esclarecedor. Entiende por autodeterminación la decisión soberana en un solo acto de una comunidad territorial sobre su propia forma política, manifestando su voluntad de separarse o mantenerse dentro del Estado en el que se integra. Comienza reconociendo la habilidad de los nacionalistas para presentar una legítima aspiración política como un derecho natural. Como una opción moralmente justificada incluso, que hace posible la liberación del yugo opresor y la recuperación de una identidad secuestrada, la felicidad del grupo, en suma. En el caso de Cataluña, contra toda evidencia, porque no ha sido ofendida ni ninguneada, su capacidad de autogobierno es muy notable y viene participando decisivamente en la gobernación de España. Es evidente que tal derecho no está reconocido en el ordenamiento positivo, ni en el plano internacional (solo un pueblo realmente oprimido, sometido a dominación colonial, podría invocarlo como una suerte de legítima defensa, cuando está en juego su supervivencia) ni en el interno (dada su manifiesta incompatibilidad con la atribución de la soberanía al pueblo español). Pero no importa, siempre se puede recurrir al comodín de contraponer derecho y justicia, adoptando una perspectiva iusnaturalista.
Ante la práctica imposibilidad de completar con éxito el procedimiento previsto en el art. 168, algunos han propuesto la convocatoria de un referéndum consultivo del art. 92 CE para verificar la voluntad secesionista en un determinado territorio y poner en marcha entonces el procedimiento de reforma constitucional. Esta solución no le convence. En primer lugar, porque el art. 92 CE solo contempla la posibilidad de un referéndum a escala nacional, en el que participe todo el cuerpo electoral («todos los ciudadanos»). Y, en segundo lugar, porque ese referéndum, aunque se convocase como consultivo, sería realmente vinculante, de modo que no abriría el paso a la reforma constitucional, sino a la independencia. Si bien se mira, los que se celebraron en Quebec y Escocia no fueron consultivos, no solo porque es inconcebible que los órganos del Estado pudieran negarse a acatar el resultado, sino también porque el hecho mismo de su convocatoria implica una definición del soberano. En su opinión, una consulta sobre la soberanía, se formule o no de modo explícito, con efectos inmediatos o no, sea de carácter consultivo o vinculante, constituye en soberano al cuerpo electoral consultado, lo que, de hecho, le confiere la facultad de autodeterminarse. Y eso, sin una reforma constitucional previa, no cabe en nuestro ordenamiento. La experiencia de Quebec refrenda, a su juicio, esa tesis: aunque de iure no se reconoce tal derecho, de facto se posibilita su ejercicio. Puede que Solozábal tenga razón en eso, pero creo que el dictamen de la Corte Suprema canadiense de 1998 (y su secuela, la Ley de la Claridad del 2000) sigue siendo la mejor carta de navegación en estas procelosas aguas, porque es una síntesis muy cabal entre los principios de democracia y Estado de derecho. Y ha servido para apaciguar las tensiones centrífugas.
Solozábal es consciente de que a los partidarios del reconocimiento del derecho de autodeterminación no se les puede negar la oportunidad de lograr su objetivo en una democracia no militante como la nuestra. Y en la línea de la STC 42/2014 les ofrece una vía: la aprobación por el Parlamento autonómico de una iniciativa de reforma constitucional en clave confederal y la presentación de esa propuesta en las Cortes Generales. La postura de Solozábal es impecable en términos jurídico-constitucionales. Se trataría de sustituir un pronunciamiento directo de los ciudadanos por la voluntad de una amplia mayoría parlamentaria como disparo de salida de la reforma constitucional. A mí esta oferta siempre me ha parecido un poco cínica. Pero en Solozábal es honesta, sincera. Y un tanto ingenua, tal vez. Juzguen ustedes: «[…] nadie sensatamente puede dudar de que una posición clara al respecto, mantenida en el tiempo y compartida ampliamente en una parte del territorio nacional, no podría ser obstaculizada por el constituyente español, que en este caso habría de hacerla posible a través de la correspondiente reforma». En otras palabras, las Cortes serían sensibles a esa reclamación si fuese seria y reiterada y la asumirían en un gesto de realismo político (el propio Tribunal lo dice abiertamente en la Sentencia 42/2014: «[…] el Parlamento español deberá considerarla»). Es verdad que Solozábal reconoce a renglón seguido que en estos momentos una reforma de este tipo no prosperaría. Pero ¿solo en estos momentos? Lo más probable es que esta vía conduzca a un callejón sin salida.
Aunque finalmente se impusiera el principio de realidad, esta hoja de ruta es políticamente insostenible, porque si se pierde definitivamente la batalla política en Cataluña y una abrumadora mayoría de los catalanes, Dios no lo quiera, acaban seducidos por el épica (y la propaganda) del independentismo, de poco va a servir el blindaje constitucional. Va a resultar muy difícil explicar en ese escenario que no es posible un referéndum, porque esa negativa a preguntar es «contraintuitiva». Y, además, los líderes de ese movimiento emergente no van a seguir seguramente el arduo e incierto camino de la reforma constitucional, no van a aceptar que la independencia de Cataluña dependa de lo que decidan todos los españoles, de su buena fe, y apostarán por la ruptura y la vía unilateral, confiando en la comprensión de la comunidad internacional. Me quedo con el comentario que hace Solozábal al hilo de la reflexión de un constitucionalista norteamericano sobre el momento en que procede la secesión. Este compara el Estado con un matrimonio y se pregunta: «¿Por qué no se puede abandonar una relación que ya no funciona?». La respuesta de Solozábal me parece plausible: «[…] en un sistema de opinión pública lo que no se puede recurrir es a la fuerza para mantener lo que solo puede ser una unión consentida». Pues eso.
Ya hicimos referencia al acierto que representa, según Solozábal, la «huella» foral del Estatuto de Gernika. La autonomía vasca es en el fondo la «evocación» del régimen foral, su versión actualizada. La reforma estatutaria debería reforzar, a su juicio, ese engarce foral y revalidar el acuerdo al que llegaron las fuerzas políticas mayoritarias en 1979.
Conviene resaltar el valor de ese acuerdo entre nacionalistas y no nacionalistas que hizo posible la aprobación del Estatuto de Gernika, porque en la II República el Estatuto vasco se hizo esperar. Solozábal rememora este accidentado proceso en un artículo titulado «El precedente republicano del Plan Ibarretxe». En esa crónica de lo que él llama «el largo camino hacia el Estatuto vasco» recuerda que en ese período se elaboraron tres estatutos, el de Estella (1931), el de las Gestoras (1933), que llegó a ser ratificado en referéndum, pero se topó con la oposición de la CEDA en las Cortes, y el Estatuto de 1936, que se aprueba ya en plena Guerra Civil y rige solo en el territorio controlado por las fuerzas republicanas (hasta la caída de Bilbao en 1937).
En este artículo, el autor pone el foco en el primer proyecto de Estatuto, respaldado por nacionalistas y carlistas, que se aprobó en una Asamblea de Ayuntamientos vascos y navarros (sin la presencia de los alcaldes socialistas y republicanos de las grandes ciudades) que tuvo lugar en Estella, antes de que entrase en vigor la Constitución de 1931. Este texto era claramente inconstitucional. Contiene disposiciones que denotan la atribución de la soberanía a Euskadi, nuevo sujeto político que se define como Estado (art. 1) con arreglo a una lógica confederal. Y determinan cuáles son las funciones asignadas al Estado central en el territorio vasco. Nos encontramos también con otro detalle que resultaría a la postre decisivo, porque provocaría el veto de las formaciones republicanas: se reserva al Estado vasco, de carácter confesional, la firma de un concordato con la Santa Sede. En fin, una mirada retrospectiva que nos trae a la memoria un precedente de Estatuto fallido que presenta notorias analogías con el Plan Ibarretxe.
Pero volvamos al presente. El balance del autogobierno en estos cuarenta años es positivo: Gobiernos estables (de coalición en muchos casos) y progreso económico (superando circunstancias poco propicias, como la extorsión de ETA y la reconversión industrial). Pero sigue sin resolverse el problema del déficit de legitimación política de la autonomía como fórmula de convivencia. Y no solo por el rechazo frontal de la izquierda abertzale, sino también por la actitud del nacionalismo gobernante, que presume de determinados logros, pero desdeña el orden institucional que los hace posibles.
En una intervención muy reciente («La nación foral vasca. Una reflexión sobre un borrador de reforma del Estatuto de Gernika», 2019), Solozábal se hace eco de los trabajos de la Ponencia de Autogobierno constituida en el Parlamento Vasco y lamenta que los nacionalistas insistan en las mismas tesis que sirvieron de inspiración al Plan Ibarretxe. Efectivamente, las «bases consensuadas» que contiene el informe de la ponencia aprobado a finales de 2018 con los votos del PNV y Bildu recuperan la idea de un nuevo sujeto político soberano, que Solozábal identifica como la «nación foral», porque se presenta como una actualización de los derechos históricos.
Lejos de cumplir el encargo inicial de buscar un acuerdo transversal entre diferentes que respetase además el ordenamiento jurídico, el texto aprobado por la mayoría nacionalista reconoce el derecho a decidir del pueblo vasco, configura un nuevo modelo de relación bilateral con el Estado, de respeto y reconocimiento mutuo, de naturaleza confederal, y pone el acento en la necesidad de blindar el autogobierno. El nuevo estatus se sustentará en la voluntad libre y democráticamente expresada por la ciudadanía vasca, tanto directamente como a través de sus legítimos representantes. Solozábal constata la desaparición de toda referencia a la Constitución española en el documento (no se admite ningún límite externo) y la existencia de cláusulas que implican la apropiación del poder constituyente, como la imposición al Estado de un determinado tipo de reparto competencial, la derogación de normas constitucionales que prevén la intervención o la coerción del Estado (como el art. 155 CE) o la creación de un sala paritaria especial en el Tribunal Constitucional para resolver los conflictos de competencias entre el País Vasco y el Estado. Ahora que tanto se ensalza (con razón) el pragmatismo de los actuales dirigentes del PNV, conviene no perder de vista la proverbial ambigüedad de este partido, cuyas dos almas le permiten jugar a varias bandas: posibilista en su gestión al frente del Gobierno (en coalición con el PSE) y soberanista en la ponencia parlamentaria (con Bildu) y en sus documentos programáticos.
La reforma estatutaria que propone el autor, lo decíamos antes, no rompe con la filosofía del Estatuto de 1979: se limitaría a algunos reajustes en el terreno institucional (en las relaciones Gobierno-Parlamento, en la regulación de la inmunidad de los parlamentarios, de la iniciativa legislativa popular o del sistema de fuentes, con la inclusión del decreto ley) y también en el competencial (distinguiendo, por ejemplo, submaterias a la hora de determinar el objeto de la competencia, sin incurrir en el detallismo del Estatut).
La segunda parte del libro se inicia con un artículo publicado en 2017 («Pensamiento político federal español: Azaola, Solé Tura, Trujillo») en el que elogia la obra de tres de sus referentes intelectuales, por los que siente un especial aprecio. Los tres comparten una visión optimista acerca de las posibilidades del federalismo para resolver las tensiones centrífugas en nuestro país. Una confianza que hoy nos parece ingenua, porque a estas alturas sabemos muy bien que la aceptación del federalismo por el nacionalismo es siempre táctica y provisional, a la espera de una ocasión propicia para lanzar el órdago de la secesión. Y también que el federalismo ha tenido más éxito como una fórmula eficaz de profundización democrática, que acerca las decisiones a los ciudadanos e incrementa sus posibilidades de participación, que como panacea para lograr la integración de los nacionalismos. Nuestro autor, que conoce muy bien los distintos «rostros» del federalismo (es muy sugestiva su recensión del libro de Blanco Valdés que lleva precisamente ese título), constata que los Estados federales funcionan mejor en sociedades homogéneas, donde no existen pulsiones centrífugas, como Alemania o Estados Unidos, que allí donde se registran tensiones y conflictos de este tipo, como ocurre en Bélgica o Canadá. Porque son filosofías difíciles de conjugar. Al nacionalismo le puede interesar una cierta simbología del federalismo como el reconocimiento de la condición de Estados a los entes territoriales, pero le cuesta mucho asumir la cultura federal, que es una cultura de transacción, cooperación y lealtad. En realidad, cuando los nacionalistas hablan de federalismo están pensando en un modelo confederal de libre asociación, que nada tiene que ver con el genuino federalismo.
Solozábal profesa verdadera admiración por Azaola. Y no le faltan motivos, porque la biografía de este intelectual vasquista es fascinante. Pero más allá de su personalidad poliédrica, llama la atención la vigencia de su pensamiento político. Es un firme defensor de la descentralización, de lo que él denomina «democracia de detalle», y un crítico implacable del centralismo «asfixiante». En su libro Vasconia (1972) uno puede encontrar afirmaciones premonitorias: «Todas las regiones de España deben tener iguales facultades en un régimen de descentralización generalizada», una igualdad jurídica que es compatible con una asimetría de facto, porque cada una de ellas ejercerá esas mismas facultades de una forma distinta, con más o menos intensidad. De ahí que nuestro autor le atribuya la condición de padre del título VIII de la Constitución.
Solé Tura fue un profesor metido a político, una doble vocación que le llevó a ser uno de los ponentes de la Constitución de 1978. Su primera aportación al pensamiento federal español fue su tesis doctoral, publicada en 1967 con el título Catalanismo y Revolución burguesa. En esta obra subraya la impronta burguesa del nacionalismo de Prat de la Riba, fundador de la Lliga. Como testigo privilegiado del proceso constituyente, Solé alaba el pragmatismo y la ductilidad del nacionalismo catalán, una actitud que entronca con el posibilismo de Prat, frente a la rigidez y la intransigencia del nacionalismo vasco, que conecta con la indigencia intelectual de su fundador, Sabino Arana, que desprecia a los españoles y los considera una raza inferior. Siendo catalán ejerciente, Solé defiende la generalización y la homogeneidad del proceso de descentralización. Es más, considera regresiva e insolidaria la aspiración a la independencia.
Solozábal reivindica, por último, la obra de Gumersindo Trujillo, profundo conocedor del federalismo democrático de la I República, que se inspira en el pensamiento de Pi y Margall. Para el profesor canario, nuestro Estado de las autonomías es una variante del federalismo de devolución. Con matices: no somos un Estado federal en el plano nominal o normativo, el de la constitution, pero sí en la práctica, en el plano del government, y sobre todo en su meta final, porque el nuestro es un «federalismo de llegada».
El libro incluye otros trabajos sobre experiencias federales de perfiles muy distintos. Dos sobre el paradigma alemán: «La reforma del Estado federal alemán» (2009), que es el prólogo a la monografía de A. Arroyo sobre la reforma constitucional del federalismo alemán, y «Las constituciones de los länder de la República Federal de Alemania» (2014), que es una recensión al libro del mismo título de S. Arias. Sobre el peculiar federalismo suizo, que Solozábal califica de identitario, trata el prólogo al libro de L. Mérillat titulado De la diversidad y unidad mediante el federalismo (2014).
Confieso que la lectura del trabajo del autor sobre «La cuestión territorial según Francisco Rubio Llorente», que se publicó en 2018, pero yo no conocía, me ha traído muchos recuerdos, porque puedo dar fe de que Rubio no solo dirigió como presidente del Consejo de Estado todo el proceso de elaboración del famoso informe sobre la reforma constitucional de 2006, sino que redactó personalmente la versión final de muchos de sus capítulos, y, muy particularmente, de aquellos que se referían a la organización territorial del Estado. Y en sus páginas uno puede encontrar sin dificultad la huella del maestro, de su estilo inconfundible y de su pensamiento.
Aunque critique puntualmente algunas disfunciones o patologías del sistema (no le gusta, por ejemplo, la provisionalidad inherente al principio dispositivo e insiste en la conveniencia de llevar al propio texto constitucional el reparto y la delimitación de las competencias), Rubio está «moderadamente satisfecho», según el autor, con el modelo autonómico. El mismo dijo en alguna ocasión que «en conjunto ha sido un éxito del que los españoles podemos estar legítimamente orgullosos». Es verdad que en los últimos años se mostraba más pesimista, pero siguió apostando por una actualización del sistema, no por su liquidación.
No cabe duda, en cualquier caso, de que los problemas son de orden simbólico y no competencial. Y en este aspecto Rubio se siente cómodo con la concepción de España como una nación de naciones, una comunidad plural que asume que los lazos que nos unen están por encima de las diferencias que nos singularizan. Nada que ver con la idea de un Estado plurinacional, en el que coexisten varias naciones soberanas sin un sustrato común. La clave de esta fórmula es justamente la existencia de una nación común, no creada por la Constitución, sino anterior a esta, en la que reside la soberanía. España no es solo un Estado, es también una nación, forjada durante siglos. Y eso es lo que se niegan a reconocer los nacionalistas. Su idea de nación es excluyente: si te sientes catalán o vasco, no puedes sentirte español al mismo tiempo.
En la misma línea que su maestro, Solozábal defiende en un artículo titulado «España: nación de naciones» (2017) la inclusión de esa fórmula en una futura reforma constitucional. Cree que reforzaría la virtualidad integradora de esa reforma el reconocimiento del «pluralismo nacional», como correlato de la referencia del preámbulo a los pueblos de España, siempre que se reserve la titularidad de la soberanía para la nación española. Cobra interés, en este punto, el testimonio de Rubio, ciertamente cualificado, dada su condición de letrado de la ponencia constitucional, acerca de la elaboración del art. 2 de la Constitución. Al rememorar el debate que se suscitó en torno a este precepto, se muestra convencido de que para la mayoría de los constituyentes el término «nacionalidad» no tenía un significado cultural, sino político, y se identificaba con nación. En realidad, la distinción entre nacionalidades y regiones no tuvo ninguna trascendencia en el plano jurídico, ni en el modo de acceso ni en el grado de autogobierno que podían alcanzar unas y otras, pero el nudo gordiano de nuestro sistema autonómico va a ser precisamente el dilema entre homogeneidad y singularidad, esto es, cómo compatibilizar la aspiración a la singularidad de las nacionalidades «históricas» con la determinación de las demás comunidades, que no quieren ser menos o quedarse atrás. La emulación es, sin duda, uno de los motores de nuestra peculiar forma de descentralización. Se ha impuesto claramente la tendencia a la equiparación, aunque esa dinámica pueda frustrar el «narcisismo» de algunas comunidades de la primera hornada que invocan su mayor pedigree. Rubio piensa que, de cara al objetivo de la integración política de los nacionalismos, fue un error anular o «esterilizar» esa diferencia entre nacionalidades (naciones sin soberanía) y regiones.
En un trabajo publicado en 2013, Solozábal aborda esta cuestión desde la perspectiva constitucional, tratando de ofrecer un marco conceptual útil para la comprensión de los problemas que genera el pluralismo lingüístico. Estudia, en primer lugar, el régimen constitucional del castellano, como lengua común. En el art. 3 se consagra, en efecto, el derecho a usar y el deber de conocer el castellano, como lengua oficial del Estado. Es un derecho constitucional, pero no de rango fundamental. En rigor, no tendría asegurado un contenido esencial, pero es evidente que no puede admitirse una regulación de este que lo desfigure o vacíe de contenido. En el ámbito de la enseñanza, por ejemplo, no puede privarse al castellano, como lengua oficial del Estado, de su condición de lengua vehicular y de aprendizaje (STC 31/2010). Siempre me ha sorprendido que esta afirmación levante ampollas en Cataluña, cuyas autoridades educativas han puesto todo tipo de trabas al ejercicio de este derecho elemental a recibir la enseñanza en la lengua materna.
En cuanto al deber de conocer el castellano, esta cláusula habilita al legislador estatal para concretar su alcance e impide que el legislador estatutario o autonómico dificulte de cualquier manera el cumplimiento de esa obligación. Pero este deber, predicable únicamente del castellano en los términos del art. 3 CE, se establece también respecto del catalán en el Estatuto de 2006 (art. 6.2). Y en este punto Solozábal critica que en la Sentencia 31/2010 se conciba este deber como correlato de la facultad de utilizar ese idioma por parte del poder público correspondiente. En el caso del castellano, esa obligación sería el reflejo de la facultad del Estado de utilizar exclusivamente el castellano como lengua de comunicación con los ciudadanos, mientras que en el caso del catalán no existe esa facultad (la Administración catalana puede dirigirse a los ciudadanos en cualquiera de los idiomas), y, por tanto, su conocimiento no puede exigirse con carácter general. Puede imponerse, eso sí, como obligación individualizada de los funcionarios en determinados ámbitos de la Administración y la enseñanza. El Tribunal concluye que el precepto estatutario es constitucional si se interpreta en el sentido de que no impone un deber de conocimiento del catalán equivalente al establecido en el art. 3 CE.
Creo que en este aspecto la sentencia sobre el Estatut es bastante complaciente y contemporizadora. Como lo es también en relación con el deber de disponibilidad u obligación de un establecimiento abierto al público de ofrecer sus servicios en cualquiera de las dos lenguas, como reflejo del derecho de opción lingüística del cliente. Se salva su constitucionalidad mediante el mismo expediente: llevando al límite la interpretación «conforme» mediante un razonamiento que a Solozábal le parece «algo inconsistente».
No menos interés encierran sus atinadas reflexiones sobre la protección del pluralismo lingüístico a través de la garantía institucional de la cooficialidad, que en último término protege el bilingüismo. Esta garantía comporta efectos habilitantes, sin duda, para promover políticas activas tendentes al fomento y normalización de la lengua «propia», con el fin de corregir el desequilibrio existente entre las dos lenguas cooficiales. Pero también impeditivos, en la medida en que veda una política que trate de «superar» el bilingüismo, imponiendo a toda costa el uso de la lengua privativa y considerando el castellano «como una lengua extraña». Solozábal cita en este punto una frase del eminente lingüista Koldo Mitxelena: «El castellano también es de aquí». No puedo sino suscribir este planteamiento. Una política lingüística «agresivamente militante» en favor de una de las dos lenguas oficiales, dificultando, por ejemplo, el ejercicio efectivo del derecho a usar el castellano, sería incompatible con ese modelo constitucional. Lo que no se atreve a decir el autor, pero yo sí, es que en Cataluña, a diferencia del País Vasco, se dio ese paso hace muchos años y se viene aplicando una política lingüística que no respeta ese régimen de cooficialidad.
El libro del profesor Solozábal ofrece mucho más —por supuesto— de lo que en esta reseña se recoge. Sin ir más lejos, dos artículos sobre el derecho a la salud, que el autor considera un derecho materialmente fundamental, y los títulos competenciales sobre la sanidad en nuestro ordenamiento o una exégesis muy lúcida de los arts. 2 y 4 de la Constitución, con sustanciosas reflexiones sobre la soberanía, el principio de solidaridad o los símbolos nacionales. Pero me daré por satisfecho si estas notas han servido para despertar la curiosidad y el interés por una obra que vale la pena leer despacio, porque no tiene desperdicio.