RESUMEN

El objetivo de este trabajo es realizar un balance de lo que ha supuesto el Tribunal Constitucional español en sus cuarenta años de efectiva justicia constitucional desde todas y cada una de las vertientes en las que su función se desenvuelve.

Palabras clave: Balance; constitucional; funciones; tribunal.

ABSTRACT

The aim of this work is to take stock of what the Spanish Constitutional Court has assumed in its forty years of effective constitutional justice from each and every one of the aspects on which its function unfolds.

Keywords: Balance; constitutional; functions; court.

Cómo citar este artículo / Citation: Aragón Reyes, M. (2021). Cuarenta años de Tribunal Constitucional. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 25(1), 35-‍55. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.25.02

SUMARIO

  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. OBJETO DE ESTE TRABAJO
  4. II. LA DECISIÓN CONSTITUYENTE DE ESTABLECER UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
  5. III. EL MODELO DE TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. SU DESARROLLO POR LA LEY ORGÁNICA DEL TRIBUNAL. LA PRIMERA ETAPA DEL TRIBUNAL
  6. IV. LA PERSPECTIVA JURÍDICA: LA LABOR DEL TC EN LA «CONSTITUCIONALIZACIÓN» DEL DERECHO ESPAÑOL. LOS HITOS DE SU JURISPRUDENCIA
    1. 1. Planteamiento general
    2. 2. Sobre el significado y naturaleza de los derechos fundamentales
    3. 3. Sobre el sistema de fuentes del derecho
    4. 4. Sobre el régimen parlamentario
    5. 5. Sobre la organización territorial del estado
  7. V. LA PERSPECTIVA INSTITUCIONAL: LA FUNCIÓN DEL TC EN LA CONCRECIÓN Y DESARROLLO DEL ESTADO PREVISTO EN LA CE
    1. 1. Planteamiento general
    2. 2. La labor del TC en la construcción del Estado democrático, especialmente de un Estado de derechos y libertades fundamentales
    3. 3. La labor del TC en la configuración y consolidación de la forma parlamentaria de gobierno
  8. VI. LA FUNCIÓN DEL TC EN LA CONSTRUCCIÓN Y FUNCIONAMIENTO DEL ESTADO AUTONÓMICO
    1. 1. Causas que explican la extraordinaria importancia de esa función
    2. 2. La extensión de ese cometido
  9. VII. BALANCE CRÍTICO
  10. VIII. PROBLEMAS QUE DEBIERAN RESOLVERSE CON VISTAS AL MEJOR FUTURO DEL TC
    1. 1. Problemas de orden competencial
    2. 2. Problemas de orden estructural
    3. 3. Problemas de orden funcional
    4. 4. Problemas de orden doctrinal
  11. IX. CONCLUSIONES
  12. NOTAS
  13. Bibliografía

I. OBJETO DE ESTE TRABAJO[Subir]

A la hora de elaborar este trabajo he optado por no dedicarlo a alguna de las competencias del Tribunal Constitucional o a determinado sector de su doctrina. Me ha parecido más interesante reflexionar, en general, sobre la función que ha desempeñado en los cuarenta años que acaba de cumplir desde que se constituyó en julio de 1980 y dictó sus primeras sentencias en enero de 1981. Dos razones me conducen a esa opción: mi constante preocupación por la justicia constitucional, reflejada en trabajos académicos que he venido publicando en los últimos cuarenta y tres años, y mi conocimiento de la institución desde dentro gracias a la responsabilidad que desempeñé en ese Tribunal como magistrado entre 2004 y 2013.

Esta opción tiene, claro está, la consecuencia de que no podré entrar en detalles, pues ello desbordaría la extensión reducida que el presente trabajo ha de tener, pero creo que permite, en cambio, ofrecer una visión panorámica de la actuación del Tribunal, que un estudio de detalle quizá difuminaría.

II. LA DECISIÓN CONSTITUYENTE DE ESTABLECER UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL[Subir]

Como se sabe, la opción por introducir en nuestra Constitución (en adelante, CE) un Tribunal Constitucional (en adelante, TC) fue comúnmente aceptada en los debates parlamentarios a lo largo del proceso constituyente de 1978. Salvo alguna débil objeción por parte de algún grupo político minoritario, lo cierto que la inmensa mayoría de los diputados y senadores estuvieron de acuerdo tanto en dicha introducción como en las líneas generales del tipo de Tribunal que se pretendía establecer, basado en lo que se denomina modelo europeo de justicia constitucional.

Ello se explica por varias causas: el antecedente del Tribunal de Garantías de nuestra II República (que, aparte de servir de modelo, sirvió también de antimodelo), la influencia en la cultura jurídica española de los tribunales constitucionales alemán e italiano y, sobre todo, la convicción de que una Constitución democrática moderna, escrita y rígida, exigía, para su efectividad, que existiera un control jurisdiccional de las leyes y demás actos del poder público que pudieran vulnerarla. A lo que se añadía la necesidad de que un Estado de autonomías territoriales, como el que la Constitución preveía, contase con un árbitro jurídico capaz de resolver los conflictos competenciales derivados de esa organización territorial. No en vano, aunque esa no fuese su única causa, la judicial review (que nació en un Estado federal: el norte- americano) ha venido acompañando a los Estados federales o regionales de nuestro tiempo.

III. EL MODELO DE TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. SU DESARROLLO POR LA LEY ORGÁNICA DEL TRIBUNAL. LA PRIMERA ETAPA DEL TRIBUNAL[Subir]

Como se ha dicho, el Tribunal que se configuró en la Constitución seguía las líneas generales del llamado modelo europeo de justicia constitucional, en cuanto a su composición y competencias, aunque con algunas características concretas que lo aproximaban más al alemán que al italiano. De nuestro Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República, aparte de su sistema de resolución de los conflictos territoriales entre los poderes ejecutivos (no así entre los poderes legislativos, que ahora se insertaron de manera general en el recurso de inconstitucionalidad), se tomó (con alguna variante) el recurso de amparo, inspirado también, igualmente con alguna variante, en el recurso de amparo alemán.

Con mayor prontitud de lo que sucedió en su día en Italia y Alemania, se dictó, en octubre de 1979, la Ley Orgánica del Tribunal (en adelante, LOTC). Un texto excelente que ha contribuido al buen desempeño por el Tribunal Constitucional de las tareas que la CE y la propia LOTC le encomiendan. La LOTC ha sido reformada hasta hoy en diversas ocasiones, unas veces de manera plausible y otras (las menos) de manera criticable. Pero de ello ya se dirá algo al final de este trabajo. Lo que ahora importa señalar es que la mayor parte del texto originario de 1979 continúa en vigor y que, con algunas de sus reformas, ha venido ayudando notablemente a que el TC realice con eficacia su cometido.

Cometido que, adelanto, ha sido, a mi juicio, enteramente positivo, aunque pueda discreparse de algunas sentencias, algo que es natural respecto de cualquier institución jurisdiccional. Buena parte de ese éxito ha de atribuirse a la excelente composición inicial del TC, integrada por juristas de reconocida competencia, más aún, de indudable solvencia, cuya elección se hizo entonces mediante un auténtico consenso, de manera que todos los magistrados, los hubiera propuesto un partido (PSOE) o el otro (UCD), entonces los más representativos en las Cortes Generales, eran aceptables, sin reserva alguna, por esos dos grupos políticos. No hubo, pues, reparto por «cuotas», como lamentablemente se convertiría en regla años después hasta hoy. Además, a la legitimación de aquel naciente TC contribuyó la acertada elección por los magistrados de su primer presidente: una personalidad tan notable y ejemplar como Manuel García-Pelayo. Y, por supuesto, también contribuyó la selección rigurosa de los primeros letrados al servicio del TC.

Aquellos primeros magistrados pusieron en marcha el TC y formularon una ingente y sólida doctrina constitucional de la que, desde entonces, el propio TC, los demás tribunales, la Administración y los juristas españoles se han venido beneficiando. Y por supuesto los ciudadanos, que han visto garantizados sus derechos y libertades gracias, entre otras cosas, a aquella primera etapa del TC.

En lo que sigue del presente trabajo distinguiré, a efectos puramente explicativos, dos dimensiones (o si se quiere, dos perspectivas) de la labor desempeñada por el TC en los cuarenta años que lleva de existencia: una, la estrictamente jurídica, otra, la institucional. La primera referida a su doctrina sobre nuestro derecho. La segunda, a su labor en la construcción y consolidación del Estado.

IV. LA PERSPECTIVA JURÍDICA: LA LABOR DEL TC EN LA «CONSTITUCIONALIZACIÓN» DEL DERECHO ESPAÑOL. LOS HITOS DE SU JURISPRUDENCIA[Subir]

1. Planteamiento general[Subir]

La CE significó un auténtico revulsivo para el derecho español, no solo porque en los cuarenta años anteriores a la transición política hubiéramos tenido una dictadura, sino también porque nuestra cultura jurídica centenaria (salvo en el periodo efímero de la II República) estaba basada en la legalidad y no en la constitucionalidad. Al TC le correspondió cambiar ese entendimiento del derecho, y lo hizo, de manera tan inmediata como firme, desde el primer momento en que comenzó a funcionar.

En lo que sigue se pondrán algunos ejemplos sobresalientes de ese cometido, y que significaron hitos jurisprudenciales reiteradamente seguidos hasta hoy. Cometido que el TC ha desempeñado en sus cuarenta años de vida, y por ello las sentencias que se citarán no se circunscriben solo a la primera etapa del TC, sino también a las dictadas con posterioridad, aunque, como se verá, las principales líneas de la jurisprudencia ya quedaron marcadas en la primera etapa del TC. Debo advertir que el repaso que ahora se hará no es exhaustivo, por las razones que ya se dieron, sino solo indicativo de las líneas más generales de la jurisprudencia constitucional.

2. Sobre el significado y naturaleza de los derechos fundamentales[Subir]

La STC 11/1981, de 8 de abril, determinó el significado y alcance del contenido esencial de los derechos fundamentales, como límite material al que está sometido el legislador, explicando, además, el modo de obtención de ese contenido.

La STC 39/1983, de 17 de mayo, reconoció que los derechos fundamentales son de aplicación directa, sin necesidad de intermediación legislativa, de manera que están garantizados por la Constitución y no solo por la ley.

La STC 83/1984, de 24 de julio, dejará sentado que la reserva de ley es completamente exigible para regular el ejercicio de los derechos fundamentales.

La STC 292/2000, de 30 de noviembre, señalará que solo el legislador (respetando el contenido esencial) puede limitar derechos fundamentales.

La STC 64/1988, de 12 de abril, reconocerá la imprescindible función de tutela de los derechos fundamentales por la jurisdicción ordinaria y por el propio TC.

La STC 19/1982, de 5 de mayo, distinguirá entre derechos fundamentales y principios rectores de la política social y económica, atribuyendo solo a aquellos eficacia inmediata, pero aclarando que estos no son normas constitucionales sin contenido, sino mandatos que han de estar presentes en la interpretación de las demás normas constitucionales y de las leyes, y, por ello, susceptibles de protección por el TC.

3. Sobre el sistema de fuentes del derecho[Subir]

La STC 4/1981, de 2 de febrero, vino a dejar muy claro el carácter de norma suprema de la CE, plenamente eficaz, lo que determinaba su fuerza «derogatoria» respecto de la legislación anterior que entrase en contradicción con ella y su fuerza «invalidante» o anulatoria de la legislación posterior que la vulnerase. Declarando que todos los jueces y tribunales estaban obligados a aplicar la CE y, por ello, a considerar derogadas las leyes anteriores que se le opusiesen, aparte de que ello también podría hacerlo (por «inconstitucionalidad sobrevenida») el propio TC. Aquí, como se ve, el TC, respecto de la legislación anterior, optó por un modelo mixto, mezcla del alemán y el italiano.

La STC 194/1989, de 16 de noviembre, explicará que el legislador, aunque sometido a la Constitución, no es un mero ejecutor de ella, dado que el pluralismo político (y en consecuencia, la posibilidad, bajo la CE, de políticas legislativas distintas) está constitucionalmente garantizado.

La STC 76/1983, de 5 de agosto, excluirá la posibilidad de dictar leyes meramente interpretativas de los preceptos constitucionales en materia de distribución territorial de competencias, pues ello situaría al legislador en el plano del poder constituyente.

La STC 166/1986, de 19 de diciembre, vendrá a imponer límites a las leyes singulares.

La STC 129/2013, de 6 de junio, declaró inconstitucionales determinadas leyes-acto por considerar que su absoluta falta de generalidad y objeto puramente concreto vulneraba el derecho a la tutela judicial efectiva.

La SSTC 247/2007, de 12 de diciembre, y 31/2010, de 16 de julio, concretaron el significado y naturaleza de los Estatutos de Autonomía (en adelante, EEAA), así como su posición en el sistema de fuentes del derecho.

La STC 5/1981, de 13 de febrero, determinó el concepto de ley orgánica, su reserva procedimental y material y su posición ordinamental.

Las SSTC 155/2005, de 9 de junio, y 140/2018, de 20 de diciembre, concretaron la naturaleza de los tratados internacionales y su posición en el sistema de fuentes del derecho.

La STC 238/2007, de 21 de noviembre, determinó las características de la ley de presupuestos generales del Estado, fijando su ámbito material y sus límites.

Las SSTC 6/1983, de 4 de febrero, y 111/1983, de 2 de diciembre, fijaron el significado de los decretos leyes, así como el entendimiento de su presupuesto de hecho habilitante y de las materias excluidas.

Las SSTC 18/1982, de 4 de mayo, y 209/1987, de 22 de diciembre, concretaron la naturaleza de los reglamentos y sus relaciones con la ley.

4. Sobre el régimen parlamentario[Subir]

La STC 10/1983, de 21 de febrero, reconoció la prohibición del mandato imperativo para los representantes elegidos por sufragio de los ciudadanos.

La STC 51/1985, de 10 de abril, determinó el contenido y garantías del estatuto de los parlamentarios.

La STC 60/1981, de 17 de junio, explicó el significado y función de la responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento.

La STC 124/2018, de 14 de noviembre, reconoció la pertinencia del control parlamentario del Gobierno en funciones.

5. Sobre la organización territorial del estado[Subir]

La STC 32/1981, de 28 de julio, explicó el carácter anfibológico del término «Estado» en la CE.

Las SSTC 247/2007 y 31/2010 ya citadas, consolidando jurisprudencia anterior, delimitaron el modelo del Estado autonómico y el sistema de distribución territorial de competencias.

Las SSTC 4/1981, de 2 de febrero, y 37/1981, de 16 de noviembre, determinaron el significado de la autonomía de las diversas entidades territoriales en que se organiza el Estado, así como el concepto de «respectivos intereses».

Un gran número de SSTC, cuya cita no puede reflejarse aquí pues lo impide la limitada extensión del presente trabajo, fueron concretando, en las diversas materias, el sistema de distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas.

Las SSTC 32/1981, de 28 de junio, y 84/1982, de 23 de diciembre, explicaron el significado y alcance de la autonomía local.

V. LA PERSPECTIVA INSTITUCIONAL: LA FUNCIÓN DEL TC EN LA CONCRECIÓN Y DESARROLLO DEL ESTADO PREVISTO EN LA CE[Subir]

1. Planteamiento general[Subir]

El examen, desde la perspectiva jurídica, de la labor del TC no es suficiente para explicar debidamente el significado crucial de la función que este ha desempeñado en los últimos cuarenta años. Ha de tenerse también en cuenta la perspectiva institucional, porque el TC ha sido, interpretando y aplicando la CE, el gran constructor de nuestro Estado constitucional.

Es cierto que esa función es propia de cualquier jurisdicción constitucional, pero en España, por diversos factores, ha adquirido una especial y más intensa significación, dado, por un lado, que el Estado que la CE establece supuso una radical novedad respecto del pasado y, por otro, que un gran número de las prescripciones constitucionales acerca del mismo revisten, inevitablemente, un carácter muy general e incluso a veces dotado de apertura, que hacían imprescindible la tarea de su concreción jurisprudencial.

En lo que sigue se distinguirá, a estos efectos institucionales, entre la construcción del sistema de derechos, la concreción del sistema parlamentario y la construcción del Estado autonómico, por referirnos solo a tres piezas vertebrales del Estado constitucionalmente previsto. Con una advertencia: no se citarán ya, salvo alguna excepción, sentencias concretas (a diferencia de lo que sí se hizo en el apartado anterior de este trabajo), puesto que ello resulta innecesario, dadas las citas ya hechas en ese apartado y dado que su conocimiento y el de otras resoluciones del TC es compartido por cualquier jurista mínimamente informado. De lo que ahora se trata es de exponer unas reflexiones generales. Con una observación respecto al desarrollo de tales reflexiones: dedicaré, en epígrafe aparte (no en subepígrafe), una atención singular a la contribución del TC a la construcción del Estado autonómico, por la muy especial intensidad y trascendencia de esa labor.

2. La labor del TC en la construcción del Estado democrático, especialmente de un Estado de derechos y libertades fundamentales[Subir]

La función, propia de cualquier jurisdicción constitucional, de interpretar y garantizar los derechos y libertades que la Constitución establece, se ha visto acrecentada en España no solo por la generalidad y abstracción de los preceptos constitucionales sobre esa materia (que no es privativo de nuestra CE), sino además por la carencia, como ya se apuntó más atrás, de una cultura jurídica preconstitucional sobre derechos fundamentales (que sí ha sido específico de España).

Todo esto obligó al TC a ser el auténtico constructor de los derechos fundamentales, de su contenido y de su eficacia. Prácticamente en todos, pero en especial en los de igualdad (extrayendo de ese derecho una rica y detallada jurisprudencia), tutela judicial efectiva (concretando una variedad de derechos fundamentales procesales derivados del las prescripciones generales del art. 24 CE) y participación política (concretando las diversas facultades que cabía derivar del art. 23 CE). Y esa labor la ha desempeñado al resolver los procesos de control de la ley, pero sobre todo al resolver los recursos de amparo.

Hoy, la garantía efectiva de los derechos fundamentales y su completo disfrute por los ciudadanos es posible, no solo por obra de la CE, sino muy específicamente gracias a la doctrina del TC.

3. La labor del TC en la configuración y consolidación de la forma parlamentaria de gobierno[Subir]

La carencia preconstitucional de una experiencia jurídica y política española sobre el régimen parlamentario (solo incipiente en un pasado remoto e inexistente en un pasado más próximo de cuarenta años de dictadura) ha obligado al TC a concretar los preceptos constitucionales acerca del régimen electoral, la democracia representativa, el significado y límites de las instituciones de democracia directa, especialmente del referéndum, el procedimiento legislativo, los derechos de los parlamentarios, el control parlamentario del Gobierno, etc.

Debo señalar también que esta labor del TC no solo la ha desarrollado mediante la resolución de los procesos de control de la ley, sino también, y muy destacadamente, a través de las resolución de los recursos de amparo, en especial de los amparos parlamentarios.

VI. LA FUNCIÓN DEL TC EN LA CONSTRUCCIÓN Y FUNCIONAMIENTO DEL ESTADO AUTONÓMICO[Subir]

1. Causas que explican la extraordinaria importancia de esa función[Subir]

Esta ha sido, me parece, la labor institucional más ardua e importante de las llevadas a cabo por el TC, dado que, para realizarla, había de partir de un conjunto normativo acerca de la organización territorial del Estado, el integrado por la CE y los EEAA, que se caracterizaba por su escasa concreción. Cierto es que, frente a lo que a veces se ha sostenido, el sistema de organización territorial no estaba por completo desconstitucionalizado, pues la CE contiene determinadas prescripciones a las que el desarrollo autonómico, cualquiera que este hubiera sido, habría de atenerse. Son las que pueden llamarse «bases constitucionales del Estado autonómico», que determinan las líneas fundamentales que aquel desarrollo no podría traspasar. Por ello precisamente puede haber un control de constitucionalidad de los EEAA. Pero también es cierto que esas bases había que sistematizarlas y darles coherencia.

Más todavía en cuanto se refiere a la distribución competencial, dado el sistema especialmente complejo (e incluso a veces difuso) que sobre ello había previsto la CE, y que se acentuó aún más (añadiendo contradicciones a la complejidad y difuminación) por obra de los EEAA. Estos desarrollaron el cometido que la CE les encomendaba, que era el desarrollo del Estado autonómico, haciendo uso, además, del principio dispositivo que, con límites, las normas constitucionales habían dejado abierto. El riesgo de dispersión o asistematicidad que de ello podría derivar quedó conjurado, en buena parte, mediante los pactos autonómicos de 1981 y 1992. Sin embargo, lo que no se conjuró fue otro riesgo: el de la ambigüedad, e incluso contradicción, entre las reglas constitucionales de distribución de competencias y las reglas estatutarias que, para cada comunidad, las asumían.

En definitiva: el sistema constitucional de reparto competencial, ya de por sí extraordinariamente completo (y como se ha dicho, algo difuso), se complicó por obra de los EEAA. De manera que el bloque constitucional (CE más EEAA) contenía, en esta materia, más confusión que claridad. Todo ello echaba sobre las espaldas del TC la gran responsabilidad de ordenar y concretar el sistema. Lo que se vio de manera inmediata por la doctrina académica, que advirtió no solo de la importante tarea que en ese aspecto el TC habría de desarrollar, sino, más aún, de que sin el TC el Estado autonómico no podría funcionar, de manera que en manos de la jurisprudencia constitucional quedaría la suerte del Estado autonómico. Nuestro Estado autonómico tendría que concretarse, necesariamente, «a golpe de sentencia». Y eso es lo que me condujo, desde los años ochenta del pasado siglo, a denominar al Estado autonómico como «Estado jurisdiccional autonómico»

Aragón (2013: 867-‍883).

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Es cierto que en los Estados compuestos (y un claro ejemplo es el Estado federal norteamericano) la función de la jurisdicción constitucional resulta imprescindible para el correcto funcionamiento del sistema. Pero, en España, esa función alcanzó una intensidad y relevancia muy superiores, dado el material normativo que el TC tenía que aplicar. Ahí es donde se ejerció, en mayor medida que en otras materias constitucionales, la función crucial del TC como supremo intérprete de la CE y, correlativamente, como suprema autoridad en la interpretación constitucional de los EEAA.

2. La extensión de ese cometido[Subir]

Lo primero (en un orden lógico, no necesariamente cronológico) que el TC hubo de hacer es concretar el modelo de Estado resultante de lo que las bases constitucionales preveían y de lo que el desarrollo estatutario complementó. Hoy, gracias a la doctrina del TC, tenemos definido el Estado autonómico: un tipo de Estado compuesto cuyas líneas vertebrales son, entre otras: de un lado, unidad de la nación y del Estado, doble significado del término Estado, como Estado global y como Estado central, diferenciación entre soberanía y autonomía, carácter político de la autonomía territorial, equilibrio entre unidad y diversidad, solidaridad, colaboración, división territorial de los poderes ejecutivo y legislativo, pero no del poder judicial, y de los derechos sustancialmente iguales de los españoles sea cual sea el lugar del territorio en que se encuentre; y de otro lado, unos principios comunes que deben regir tanto en la organización estatal como en la autonómica, así, democracia, forma parlamentaria de gobierno y objetividad de la Administración pública. Ese es el modelo que el TC ha concretado, aunque a veces la realidad política no se haya atenido exactamente a él. Y ese es el modelo que, por estar establecido por el supremo intérprete de la CE, debe preservarse frente a eventuales desvíos mientras no haya una reforma constitucional que lo cambie.

No menos ingente ha sido la labor del TC en la concreción de la distribución territorial de competencias, distinguiendo entre las que son exclusivas, concurrentes o compartidas, explicando la naturaleza, carácter y función de los EEAA, dotando de significado y alcance a la legislación básica (concepción material de lo básico, formalización legal con excepciones, carácter móvil de su contenido, etc.), interpretando correctamente las medidas previstas en el art. 155 CE (excepcionales, controlables por el TC mediante la razonabilidad y no la proporcionalidad) y, en fin, dando un contenido preciso a los títulos competenciales reflejados en los arts. 148 y 149 CE. No ha sido tarea fácil, dada la suma complejidad de nuestro sistema de distribución competencial y dadas las inconcreciones (e incluso contradicciones) que acerca de ello se derivan del texto constitucional y de los textos estatutarios.

Por último, no debería dejar sin destacar la firme defensa por el TC del ordenamiento constitucional frente a los intentos de secesión territorial que, lamentablemente, se han producido en los últimos años.

VII. BALANCE CRÍTICO[Subir]

Una vez reconocido el muy positivo valor que en los aspectos jurídico e institucional ha tenido la labor del TC, y la general corrección (en términos de razonable fundamentación) de sus sentencias, no debo ocultar mi crítica respecto de algunas, aunque pocas, de sus resoluciones. Salvo en algún caso, no voy a citarlas, pues, respecto de actuaciones del TC cuando no formaba parte de él, he dejado testimonio de mi crítica en varias publicaciones, y respecto de las resoluciones adoptadas cuando sí formaba parte, como magistrado, de la institución, he dejado constancia de ellas en diversos votos particulares publicados en el BOE.

No obstante, como de lo que se trata, al celebrar estos cuarenta años de TC, no es solo de resaltar, merecidamente, su excelente trayectoria, sino también de apostar porque esa trayectoria continúe, voy a dedicar ahora un apartado de este trabajo a exponer algunos de los problemas que el TC tiene y que convendría resolver ‍[2], justamente para que en el futuro pueda desempeñar, en las mejores condiciones, su importante labor. Eso lo considero una obligación como jurista, pero también un deber derivado de mi lealtad a la institución a la que serví durante nueve años.

VIII. PROBLEMAS QUE DEBIERAN RESOLVERSE CON VISTAS AL MEJOR FUTURO DEL TC[Subir]

1. Problemas de orden competencial[Subir]

Las competencias del TC me parecen muy adecuadas, salvo algunas que ahora diré y otras de las que carece y que expondré más adelante.

Soy crítico en relación con la competencia que se le ha atribuido para la resolución de conflictos en defensa de la autonomía foral, o dicho más exactamente, en defensa de la autonomía foral fiscal de los territorios históricos del País Vasco. Aunque el propio TC la convalidó en sentencia, me sigue planteando problemas de constitucionalidad, al menos en cuanto a la fundamentación jurídica con que esa sentencia avaló este nuevo proceso. Y no solo porque dichas normas sean reglamentos, cuyo control la CE atribuye a la jurisdicción ordinaria, sino porque su naturaleza de reglamentos independientes, aparte de ser discutible, no impediría que, como antes sucedía, fueran plenamente controlados por los tribunales ordinarios, y sobre todo porque validar la decisión legislativa de detraerlos de dicho control y encomendarlo al TC hubiera requerido de una fundamentación mucho más rica y rigurosa de la que se formuló en aquella sentencia. Es cierto que la desaparición de esta competencia del TC, como en mi opinión debiera hacerse, solo está en manos del legislador, pero quizás, si ello no sucediera, el propio TC debería de aprovechar la oportunidad que le deparase el conocimiento de uno de estos conflictos para fundamentar con más solidez su no contradicción con la CE.

Otra competencia cuya constitucionalidad me ofrece dudas, y cuya ineficacia la práctica ha venido demostrando, es el conflicto en defensa de la autonomía local. Creo que su establecimiento se hizo a costa de desvirtuar el recurso de inconstitucionalidad previsto en la CE. También creo que no supuso una tutela mejor de la autonomía local de la que realiza la jurisdicción ordinaria (que tiene a su alcance no solo garantizar esa tutela frente a actos y reglamentos, sino también frente a leyes planteando la cuestión de inconstitucionalidad). El resultado práctico de esa competencia del TC ha sido muy parco (por no decir nulo) en vista de lo sucedido con los conflictos que de ese tipo se han planteado en los bastantes años que lleva vigente este proceso. Como suele suceder, el derecho se venga cuando se tuerce.

Por último, creo que debiera atribuirse al TC una nueva competencia en relación con el control de los estados excepcionales. Más que una competencia nueva sería una modalidad o un proceso especial, a incluir en una competencia que ahora tiene: la del recurso de inconstitucionalidad. Expondré las razones que me conducen a ello.

Nuestro Estado de derecho tiene que ofrecer la seguridad de que la declaración de los estados excepcionales previstos en el art. 116 CE, y sus prórrogas, se adecúan a la CE y a la Ley Orgánica 4/1981 de desarrollo. Porque no basta con el control parlamentario previsto a esos efectos, basado, como es propio, en razones de oportunidad y en su voluntario ejercicio (lo que ha conducido, en el presente y con ocasión de la actual pandemia, a lamentables recortes de ese control), pues, al control político, propio del Estado democrático, debe acompañarle el control jurisdiccional, propio del Estado de derecho.

Para que ese control jurisdiccional sea una realidad, fácilmente practicable y de eficaz resultado, y dado que los decretos de declaración, y sus prórrogas, de los estados excepcionales son normas con fuerza de ley, la única vía jurisdiccional para controlarlos de manera inmediata, como el Estado de derecho requiere, es la de otorgar al TC una nueva competencia, para añadirla a la única que ahora tiene (a través del recurso de inconstitucionalidad o la cuestión de inconstitucionalidad), cuya larga sustanciación e ineludible tardía resolución privan de eficacia inmediata al control (cuando resulta que lo que están en juego con la adopción de las medidas excepcionales son situaciones institucionales y personales de tan alto valor y, por ello, de tan urgente vigilancia, como el funcionamiento ordinario del Estado y el ejercicio de los derechos y libertades ciudadanas).

En sentido estricto, más que de una nueva competencia del TC, se trataría de una nueva modalidad procesal para el ejercicio de una competencia que ya tiene, la del recurso de inconstitucionalidad, como antes acaba de decirse. Esto podría hacerse estableciendo (obviamente en la LOTC) una vía preferente, urgente y sumaria de recurso frente a los decretos de declaración y prórroga de los estados excepcionales

Más operativa, creo, para los estados de alarma y excepción, aunque, en teoría, no cabría desechar que también para los estados de sitio.

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que permitiese que, en pocos días desde la impugnación, el TC pudiera dictar sentencia. Tal urgencia procedimental resulta coherente con la naturaleza excepcional del derecho que se ha de controlar y con la corta duración de la declaración y su prórroga. La legitimación para instar ese control urgente solo debiera recaer, en mi opinión, en las minorías parlamentarias (un mínimo de 50 diputados o 50 senadores) y no en los demás legitimados para interponer (como hasta ahora) el recurso ordinario de inconstitucionalidad frente a la declaración y su prórroga de los estados excepcionales. Recurso ordinario que debería mantenerse, reconociéndose su compatibilidad con el nuevo recurso urgente.

De manera que en un plazo muy breve, de días, esos legitimados pudieran impugnar ante el TC la declaración, y la prórroga, de los estados excepcionales, abriéndose un plazo también corto para oír al Gobierno, al Congreso y al Senado y dictándose sentencia de manera perentoria, único modo de que el control por el TC sea eficaz y se produzca cuando aún están vigentes las medidas de excepción.

Una última precisión debe hacerse respecto de esta modalidad de recurso de inconstitucionalidad, referida al tipo de control a efectuar por el TC. Para los supuestos de medidas limitativas de derechos fundamentales dicho control debiera serlo de razonabilidad (como, en principio, se corresponde con la excepcionalidad, y ha reconocido el TC en sus sentencias sobre las medidas adoptadas según el art. 155 CE). En cambio, para las medidas de suspensión de derechos fundamentales, el control debiera serlo de proporcionalidad, como así lo requiere el alto valor constitucional de lo que se suspende.

Todo ello en relación con el control de las medidas, no con el control del supuesto de hecho que habilita para la puesta en marcha del derecho de excepción, puesto que (como también ya ha explicado el TC en aquellas sentencias) este control debe basarse únicamente en la razonabilidad, que solo tiene como límite el manifiesto error de hecho o la arbitrariedad.

Dicho todo lo anterior, no puedo cerrar este apartado sin referirme, no exactamente a una competencia o proceso que le falte al TC, sino a una facultad que ahora no tiene y que, a mi juicio, debiera atribuírsele. Me refiero a la capacidad de suspensión de leyes estatales sobre derechos fundamentales cuando, a petición del recurrente que las impugne (acudiendo al recurso de inconstitucionalidad) por razón de la supuesta vulneración del contenido esencial de los mismos, aprecie el TC un evidente periculum in mora y un suficiente fumus boni iuris (previa apertura de un incidente con audiencia de las partes en el proceso). El alto valor de los derechos fundamentales creo que merece esta medida cautelar, que habría de administrarla el TC con todo rigor y de manera excepcional. Hasta ahora, el TC se ha negado a esas peticiones de los recurrentes por la correcta razón de que la LOTC no lo habilita para ello. De ahí la conveniencia (como sucedió en Alemania) que, mediante reforma de la LOTC, dicha facultad se le otorgue.

2. Problemas de orden estructural[Subir]

La composición del TC prevista en la CE y desarrollada por la LOTC la considero muy adecuada, pero no tanto la práctica seguida en la designación de sus miembros, pues, con desvío del consenso con que se eligieron los primeros magistrados, lo cierto es que a partir de los años noventa del pasado siglo la vía adoptada (respecto de los magistrados correspondientes al Congreso y el Senado) ha sido el reparto por «cuotas», algo que, en principio, no tiene que significar, necesaria y realmente, una politización del TC (o si se quiere, de sus magistrados), pero que conduce, irremediablemente, a una «apariencia» de politización que daña la imagen de independencia que el TC debe tener.

Este sistema (constitucionalmente impropio, a mi juicio) de elección de magistrados debiera eliminarse, bien por la voluntaria asunción por los agentes políticos del auténtico consenso (que significa que todos los magistrados propuestos han de ser aceptables por los grupos parlamentarios que los apoyan, lo que incluye la pertinencia de los vetos mutuos en la negociación), bien, si ello no se consiguiese, incorporando en los reglamentos del Congreso y el Senado medidas que vengan a garantizar ese necesario consenso. El simple reparto actual de magistrados entre grupos políticos (pública, y asombrosamente, reconocido por los que han de votarlos en las Cámaras) resulta inadmisible e incluso escandaloso, sin ningún género de dudas.

También es un problema el frecuente retraso en las renovaciones parciales que les corresponde efectuar a las Cámaras, que ha llegado a ser de años (de tres en un pasado no muy lejano, y de más de uno en la actualidad). Además de que esa negligencia supone una deslealtad constitucional por parte de los agentes políticos y las instituciones llamadas a efectuar la renovación, no hay duda de que también redunda negativamente en la institucionalidad del TC. Es cierto que el retraso no impide que el TC continúe ejerciendo en plenitud sus funciones (para eso están previstas las prórrogas del mandato de los magistrados afectados), pero también lo es que el incumplimiento del mandato claro de la CE en cuanto al deber de renovar en tiempo afecta también a la imagen «social» del TC. Esa práctica desviada debiera eliminarse por los políticos y las instituciones que han de llevar a cabo la renovación. Si ello no se consiguiera, podría incorporarse a nuestro ordenamiento el sistema alemán para evitar los retrasos: pasado un periodo de tiempo prudente (unos meses) sin que la renovación se efectúe, el propio TC propondría, al órgano constitucional al que le correspondiera renovar, un número de personas doble del número de puestos a cubrir y, en otro plazo breve, dicho órgano constitucional tendría, necesariamente, que elegir los nuevos magistrados, de entre los nombres propuestos por el TC o de entre otros que el órgano decidiera.

Esta solución sería preferible a la que se ha adoptado por medio de la Ley Orgánica 8/2010, de 4 de noviembre, que acorta el mandato de los nuevos magistrados detrayéndoles el tiempo transcurrido por el retraso. De manera que puede haber magistrados que tengan un periodo de mandato inferior (incluso en varios años) de los nueve años que la CE establece. Esta solución me parece que es inconstitucional, sin duda, pues quebranta de manera directa las previsiones de la CE, además sin otra causa que la justifique más que la negligencia de órgano concernido en el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales. Por ello creo que esta previsión normativa debiera de ser derogada y sustituida por la reforma que antes apunté.

3. Problemas de orden funcional[Subir]

El más grave quizá sea el retraso del TC en decidir. No me refiero a retrasos lógicos (de meses o de uno o dos años) debidos a la acumulación de trabajo y a la complejidad de algunos asuntos, sino a los retrasos excesivos (más frecuentes hace años, pero ahora no desaparecidos por completo), que los ha habido, y aún los hay, de diez o más años en algunos asuntos, y no son pocos en los que transcurren más de tres o cuatro años sin que se dicte sentencia. Esa situación anómala debe desaparecer, más aún cuando con la reforma de la LOTC de 2007 se ha facilitado que, en los amparos y en los demás procesos, el TC pueda ponerse al día. Especialmente en los amparos, pues si el excesivo retraso siempre es criticable en todos los procesos, en el amparo lo es aún más, cuando resulta que si se administra bien el sistema de admisión previsto en la reforma de la LOTC de 2007, esto permitiría al TC dar una pronta respuesta a las vulneraciones de derechos denunciadas en este proceso.

Creo que con una más adecuada organización interna del trabajo podría el TC hacer frente al problema de los retrasos, y de paso a otros, como el sistema quizá muy pesado y repetitivo de deliberación oral de las sentencias, introduciendo una fase previa por escrito y dejando así más descargado el debate en Pleno o en Sala. Tampoco estaría mal que se reformase el texto, a veces demasiado largo y repetitivo, de las sentencias.

Por último, en cuanto a los problemas funcionales, me parece necesario un uso más restringido de las sentencias interpretativas, necesarias, por supuesto, cuando mediante la interpretación constitucional de la ley se impide su declaración de inconstitucionalidad, pero criticables cuando para salvar la ley se la interpreta haciéndole decir lo que de ninguna manera dice. Cuando así ocurre, el TC deja de ser un legislador negativo para convertirse en legislador positivo, algo que no debiera suceder, pues el TC, que puede controlar al legislador, lo que no puede es sustituirlo.

4. Problemas de orden doctrinal[Subir]

Ya expresé más atrás mi opinión muy favorable sobre la corrección, en general, de la doctrina que durante estos cuarenta años el TC ha venido produciendo. Pero ello no impide señalar que algunos, aunque pocos, extremos de esa doctrina presentan aspectos criticables.

Esto sucede, a mi juicio, con la doctrina de los últimos tiempos (a partir de la STC 102/2016, de 25 de mayo) acerca de la prevalencia del derecho estatal sobre el derecho autonómico, atribuyendo, sin las necesarias cautelas

Necesarias cautelas que no quedan despejadas en las SSTC posteriores a la 102/2016, pese a que introdujeron algunos matices aclaratorios.

‍[4]
, a la jurisdicción ordinaria la capacidad de inaplicar leyes de las comunidades autónomas, máxime en casos (de competencias legislativas compartidas) en los que no hubiera habido por el TC una previa validación de conformidad con la CE de la legislación básica correspondiente. Es decir, por utilizar una figura propia de derecho europeo, sin que existiese «acto aclarado». En tales casos lo correcto sería, a mi juicio, plantear la cuestión de inconstitucionalidad, puesto que la resolución de la contradicción entre normas con fuerza de ley depende, sin duda, de la apreciación de validez constitucional del derecho estatal, enjuiciamiento que, en tal caso, está atribuido en exclusiva al TC. Es cierto que esa apreciación de la validez constitucional de una ley la realizan, legítimamente, los órganos judiciales cada vez que deciden no plantear la cuestión de inconstitucionalidad a la hora de controlar la legalidad de reglamentos y actos. Pero ello es una cosa, y otra bien distinta, la de tal apreciación de constitucionalidad (aquí de la legislación estatal básica) para controlar, inaplicándola, la ley autonómica.

También me parece criticable la doctrina establecida en la STC 79/2017, de 22 de junio, sobre la Ley de Unidad de Mercado, en cuanto que considera que la unidad de mercado no viene impuesta por la CE, sino que queda en manos del legislador garantizarla o no. Creo que esto es un error doctrinal, pues, a mi juicio, esa garantía la impone la CE (debidamente interpretada). Una garantía consustancial para la preservación del modelo económico establecido por el art. 38 CE, que, por ello, no puede quedar libremente a disposición del legislador, salvo que se sostenga que aquí la CE es «una hoja en blanco en la que el legislador puede escribir a su capricho» (por utilizar una frase bien conocida). Algo difícilmente aceptable, en la teoría y en la práctica.

Así mismo creo pertinente sugerir que el TC modifique su doctrina, muy flexible, sobre el control de los decretos leyes, iniciada por la SSTC 29/1982, de 31 de mayo, y 61/1983, de 4 de febrero, modificación que tímidamente ya viene haciendo en los últimos años, pero que requiere de una rectificación aún más clara y profunda. Así como también sería conveniente que rectificase la doctrina establecida en la STC 199/2015, de 24 de septiembre, que admite la validez constitucional de los decretos leyes ómnibus. Sobre todo ello no preciso extenderme, pues lo he examinado con detalle, criticando la desvirtuación que supone de la figura constitucional del decreto ley, en una obra publicada a la que me remito ‍[5].

Otra apelación a la necesidad de modificación de doctrina puedo hacer en lo que se refiere a la admisión (por la STC 136/2011, de 1 de septiembre) de la validez constitucional de las leyes ómnibus, que a mi juicio supone también una desvirtuación del concepto de ley que cabe extraer de la CE. Sobre esto tampoco no necesito extenderme, pues me basta con remitirme al voto particular que suscribí frente a esa STC.

Por último, en este apartado de los problemas doctrinales, no quiero dejar de señalar algún aspecto criticable de la jurisprudencia constitucional acerca de las relaciones entre nuestro derecho interno y el derecho internacional o supranacional. En cuanto a lo primero, creo que el TC ha aceptado, de manera tajante (desde siempre, pero sobre todo desde la STC 140/2018, de 20 de diciembre), que la relación entre los tratados internacionales y las leyes españolas no es un problema de constitucionalidad, sino de legalidad, de manera que son los jueces y tribunales los llamados a inaplicar una ley contraria a un tratado. Esa tesis plantea, sin embargo, un problema que no es ajeno a la jurisdicción constitucional, pues el tratado solo prevalece, en su aplicación, sobre la ley si ese tratado es constitucional (los arts. 95.1 CE y 27.2, c, LOTC lo dejan claro), de manera que tal potestad de la jurisdicción ordinaria no cabe considerarla incondicionada, ya que, en caso de conflicto entre un tratado y una ley, si el órgano judicial tiene dudas sobre la constitucionalidad del tratado, debe, respecto del mismo, plantear la cuestión de inconstitucionalidad. Más aún, resulta que, para inaplicar la ley por contradicción con el tratado, el juez o tribunal ha de prejuzgar, necesariamente, que el tratado no es inconstitucional, y ese enjuiciamiento, en tales casos, no parece propio de la jurisdicción ordinaria

No debe confundirse, en nuestro ordenamiento interno, la posición de que gozan los tratados internacionales de la tiene el derecho de la Unión Europea, pues la oposición entre nuestro ordenamiento propio y el derecho de la Unión sí faculta a la jurisdicción ordinaria para inaplicar la ley que lo contradiga. Aquí no se enfrentan la Constitución y la ley, sino el derecho de la Unión y la ley, y la salvaguardia de este derecho corresponde, bajo la superior autoridad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a los jueces y tribunales ordinarios de los Estados miembros.

‍[6]
, sino de la jurisdicción constitucional. Digo lo mismo que ya advertí más atrás: la legítima interpretación de conformidad constitucional de un tratado (no planeando entonces sobre el mismo la cuestión de inconstitucionalidad) cuando se trata de controlar actos y reglamentos que se opusieren al mismo es competencia, sin duda, de la jurisdicción ordinaria, pero eso es algo muy distinto de la apreciación de constitucionalidad de un tratado para controlar (inaplicando) la ley que entrase en contradicción con él. Por todo ello sería conveniente que el TC matizara su doctrina.

En cuanto a lo segundo, las relaciones entre el derecho interno y el derecho supranacional, voy a referirme, concretamente, a las que se dan entre nuestro derecho interno y el derecho de la Unión Europea (antes, derecho comunitario). Y debo reconocer que en los últimos tiempos el TC ha abandonado su vieja doctrina de que estas relaciones son un «problema de mera legalidad» que no incumbe resolver a la jurisdicción constitucional. En tal sentido, el TC ha dado algunos pasos adelante rechazando, por fin, la idea de que el ordenamiento interno y el ordenamiento de la Unión Europea sean compartimentos estancos, cuando resulta que, evidentemente, están relacionados, lo que le ha conducido, incluso, a plantear, por primera vez, una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Sin embargo, en mi opinión, esos pasos adelante que, indudablemente, se han dado, resultan todavía cortos y debiera asumirse, de manera más clara que hasta ahora, que las relaciones entre nuestro derecho interno y el derecho de la Unión Europea plantean a veces problemas de constitucionalidad

Que no ponen en cuestión, en principio, aunque sí la doten de mayor complejidad, la indudable competencia de los jueces y tribunales ordinarios para inaplicar las leyes contrarias al derecho de la Unión Europea. A lo que me refiero es a la aplicación por el TC de este derecho en el ejercicio de sus funciones de controlar la constitucionalidad de los actos del poder. Un buen ejemplo de esa aplicación podemos encontrarlo (como muestra de esos pasos adelante que el TC viene efectuando) en la STC 145/2012, de 2 de julio.

‍[7]
que no pueden ser ajenos a la jurisdicción constitucional. Integrar más adecuadamente el derecho de la Unión en nuestro derecho constitucional, es, creo, una tarea pendiente del TC.

IX. CONCLUSIONES[Subir]

Al margen de la conveniencia de introducir las reformas (estructurales, funcionales y doctrinales) antes aludidas, no cabe negar que (como se ha venido repitiendo a lo largo de este trabajo) el TC, durante estos cuarenta años de su vida institucional, ha desempeñado con solvencia y eficacia una labor crucial en la «constitucionalización» de nuestro derecho y en la consolidación de nuestro Estado. Puede decirse, sin exageración, que ha sido (y es) una de las instituciones públicas que mejor ha funcionado en el cumplimiento de su cometido. A diferencia de lo que sucede, lamentablemente, con el poder legislativo y el poder ejecutivo, aquejados, en los últimos años, de graves deficiencias.

Pero no debemos olvidar que el TC no puede hacerlo todo, pues el correcto funcionamiento de nuestra democracia constitucional y autonómica no puede sostenerse solo en el buen hacer del poder jurisdiccional (TC y jurisdicción ordinaria) si ese mismo buen hacer no se da en las actuaciones del poder político (formalizado en gobiernos y parlamentos, pero dependiente de los partidos). Ha ya más de un siglo alertó Jellinek acerca de que la vigencia y efectividad del derecho público (y hay que decir, muy especialmente, del derecho constitucional) no pueden descansar únicamente en sus garantías jurídicas (necesarias), sino también en sus garantías políticas y sociales (igualmente imprescindibles). La flaqueza de estas dos últimas es, creo, la penosa situación en que ahora nos encontramos, caracterizada por el declive de las funciones del Parlamento, la desbordante actuación de los gobiernos, alérgica al control y, sin embargo, más empeñada en comunicar que en gobernar, acompañada de la transformación cesarista de los partidos y la excesiva polarización política que impide los pactos transversales en cuestiones fundamentales para el Estado y la convivencia ciudadana.

No creo que estos problemas pueda, por sí solo, solucionarlos el TC, en cuanto que pertenecen más al ámbito de la política que de la jurisdicción. Aquí el TC únicamente puede ayudar, y bien que lo ha hecho en los muchos años que lleva funcionando. Pero, al final, les corresponde a los políticos y a las instituciones políticas (y también a los ciudadanos) la actuación decisiva para que nuestro Estado constitucional, social y democrático, de derecho y autonómico sobreviva por muchos más años de los cuarenta y dos que hace poco acaba de cumplir.

NOTAS[Subir]

[1]

Aragón (2013: 867-‍883).

[2]

Aragón (Aragón, M. (2019). El futuro de la justicia constitucional. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 23, 11-41. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.23.01‍2019: 11-‍41).

[3]

Más operativa, creo, para los estados de alarma y excepción, aunque, en teoría, no cabría desechar que también para los estados de sitio.

[4]

Necesarias cautelas que no quedan despejadas en las SSTC posteriores a la 102/2016, pese a que introdujeron algunos matices aclaratorios.

[5]

Aragón (Aragón, M. (2016). Uso y abuso del decreto-ley. Una propuesta de reinterpretación constitucional. Madrid: Iustel.‍2016).

[6]

No debe confundirse, en nuestro ordenamiento interno, la posición de que gozan los tratados internacionales de la tiene el derecho de la Unión Europea, pues la oposición entre nuestro ordenamiento propio y el derecho de la Unión sí faculta a la jurisdicción ordinaria para inaplicar la ley que lo contradiga. Aquí no se enfrentan la Constitución y la ley, sino el derecho de la Unión y la ley, y la salvaguardia de este derecho corresponde, bajo la superior autoridad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a los jueces y tribunales ordinarios de los Estados miembros.

[7]

Que no ponen en cuestión, en principio, aunque sí la doten de mayor complejidad, la indudable competencia de los jueces y tribunales ordinarios para inaplicar las leyes contrarias al derecho de la Unión Europea. A lo que me refiero es a la aplicación por el TC de este derecho en el ejercicio de sus funciones de controlar la constitucionalidad de los actos del poder. Un buen ejemplo de esa aplicación podemos encontrarlo (como muestra de esos pasos adelante que el TC viene efectuando) en la STC 145/2012, de 2 de julio.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Aragón, M. (2016). Uso y abuso del decreto-ley. Una propuesta de reinterpretación constitucional. Madrid: Iustel.

[2] 

Aragón, M. (2019). El futuro de la justicia constitucional. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 23, 11-‍41. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/aijc.23.01.