1. Francisco Romero es actualmente investigador en el Instituto de Federalismo Comparado de la Academia Europea (EURAC) de Bolzano. Publica la tesis doctoral sobre el sistema federal de Canadá que elaboró en la Universidad del País Vasco bajo la dirección de A. López Basaguren, conocido especialista en la materia. La obra ha merecido el XVII premio Giménez Abad para trabajos de investigación sobre descentralización política y territorial (2020).
En ella encontramos un completo, riguroso y sugestivo tratamiento de la experiencia de la federación canadiense, con particular atención a la problemática quebequesa. No es una recopilación enciclopédica, ni mucho menos una mera acumulación de datos, sino una exposición sintética, pero sólida, de un sistema que se presenta con la explícita finalidad de que pueda servir de modelo para la solución de los problemas territoriales españoles.
Para el autor, el federalismo es la vía más útil de afrontar las reclamaciones secesionistas. Ciertamente, dentro de las múltiples variantes existentes, la básica combinación de autogobierno (self-rule) y gobierno compartido (shared-rule) que ofrecen las fórmulas federales resulta atractiva para variadas fuerzas políticas. Partiendo de esa constatación, el modelo canadiense puede resultar particularmente interesante, bajo la óptica de los instrumentos democráticos ante las reclamaciones independentistas, al ofrecer vías de actuación jurídicas y políticas ajenas al uso de la fuerza.
La experiencia de Canadá se presenta, así, en el estudio, como un ejemplo de especial transcendencia para España, donde las reclamaciones secesionistas han alcanzado notable intensidad con el Plan Ibarretxe de País Vasco (2005) y el referéndum de independencia de Cataluña (2017). No puede negarse que el contencioso de Quebec resulta objeto de atención en nuestra doctrina y en nuestra clase política. Ni tampoco que, en los debates y las tertulias, con frecuencia se ofrecen retazos del proceso seleccionados en función de los intereses o las ideas de quienes manejan los datos. De ahí la conveniencia de contar con una visión completa, aunque necesariamente sintética, del sistema federal canadiense, tal y como nos ofrece esta obra.
En todo caso, que ese sistema sea un modelo que seguir en nuestra experiencia no es cuestión que permita una fácil opción. Probablemente, el éxito social y económico de la sociedad canadiense proporcione a sus nacionales una seguridad y un impulso que no cabe transponer fácilmente a otras latitudes. Por eso diría que los aspectos de mayor utilidad en la comparación han de ser los referidos a los vectores generales que, con sus éxitos y hallazgos, pero también con sus fracasos, han configurado el moderno Canadá. En ese sentido, el autor no rehúye la implicación en cuestiones polémicas, ofreciendo incluso su propio criterio con fundamentos que parecen razonables. A veces, las visiones de conjunto proporcionadas por un extranjero pueden resultar útiles en el propio país objeto del estudio. Quizá, por ello, merecería la pena plantear la traducción de la obra en contextos académicos canadienses.
2. La exposición comprende un notable conjunto de referencias normativas, jurisprudenciales y doctrinales, también políticas, sociales y económicas. Es un buen ejemplo de estudio politológico en el que diversas vertientes del objeto son adecuadamente estudiadas y expuestas. Reiteraré que estamos ante un tratamiento sintético, pero en modo alguno superficial, pues comprende el suficiente grado de detalle para permitir la comprensión de la evolución, la problemática, las soluciones y los interrogantes de un sistema federal avanzado.
Los dos primeros capítulos de la obra se destinan a exponer la evolución general del constitucionalismo canadiense hasta llegar a la crisis que se formalizó en los sucesivos referéndums de independencia de Quebec (1980 y 1995). A continuación, se exponen las vías de salida de la crisis constitucional puestas en marcha en el importante dictamen del Tribunal Supremo (1998), que condujo a la Ley de Claridad (2000), así como muy especialmente a los mecanismos de progresiva integración de la identidad de Quebec centrados en la lengua y la educación.
Los siguientes capítulos de la obra se dedican a exponer el régimen jurídico de los principales elementos del sistema federal canadiense, teniendo siempre en cuenta la evolución experimentada, los principales casos judiciales generados en su aplicación y las políticas públicas aplicadas. Así, se estudia el régimen de distribución de competencias entre la federación y las provincias, poniéndose de relieve la paulatina opción flexible adoptada en la interpretación de elementos aparentemente rígidos. A continuación, el autor pasa a ocuparse del sistema institucional canadiense, destacando el limitado papel correspondiente al Senado, frente a la relevante función integradora desempeñada por el Tribunal Supremo y los mecanismos de cooperación entre el Gobierno federal y los Ejecutivos provinciales. Finalmente, encontramos una útil exposición del federalismo fiscal canadiense, caracterizado por la asimetría de los ingresos en relación con las competencias, lo que se refleja en el problemático empleo del poder de gasto y la corrección de los desequilibrios interterritoriales por la federación.
3. Como pone de relieve el autor, en Quebec prevalece el entendimiento originario de la federación canadiense como el producto del pacto entre los dos pueblos que habían formado el inicial dominio británico sobre la Nueva Francia (Quebec y Ontario), cedida a Gran Bretaña por el Tratado de París (1763). Para esta visión, el Acta de la Norteamérica Británica otorgada por el Parlamento de Westminster y conocida como la Constitución de Canadá (1867) permitía el autogobierno del territorio bajo un régimen confederal que debía asegurar la pervivencia de la cultura francesa, particularmente manifestada en la lengua y el derecho.
La postura quedó formalizada en el informe al Parlamento de Quebec de la Comisión Tremblay (1956). Allí se sostenía el origen de la Constitución de 1867 en un pacto implícito entre los pueblos fundadores, se denunciaban las prácticas centralistas adoptadas por el Gobierno confederal, especialmente en materia tributaria, y se reivindicaba la fortaleza del principio federal manifestado en la autonomía de las instituciones provinciales.
El proceso de consolidación y ampliación de los anteriores planteamientos por la sociedad quebequesa se conoce como la Revolución Tranquila. En su formación y desarrollo se sitúa un generalizado sentimiento de marginación social, económica y cultural con respecto a los ciudadanos y los territorios anglófonos. El movimiento encontró su primer amparo político con la victoria electoral del Partido Liberal de Quebec (1959) enarbolando el lema maîtres chez nous, que condujo a la constitución de la Oficina de la Lengua Francesa, la nacionalización de Hydro Quebec y el establecimiento de una educación pública que rompía el tradicional monopolio eclesiástico en la materia.
La potenciación de los planteamientos nacionalistas irá de la mano del Partido Quebequés, que canalizó políticamente el descontento de las clases medias y trabajadoras francófonas hasta ganar las elecciones provinciales con un programa soberanista (1976). La Carta de la Lengua Francesa, aprobada como la Ley 101 (1977), implantará el dominio lingüístico del idioma francés en la enseñanza, la justicia, la Administración pública y la rotulación comercial, y, en general, en todos los ámbitos de la vida pública.
La culminación del proceso se produjo con el referéndum (1980) en el que el Gobierno de Quebec solicitaba el permiso de la población de la provincia para negociar, «con el resto del Canadá, un nuevo entendimiento fundado sobre el principio de la igualdad de los pueblos». La pregunta continuaba refiriendo los objetivos propios de la soberanía, consistentes en disponer de una potestad exclusiva en los planos legislativo, tributario y de relaciones internacionales. Sin embargo, el alcance de los poderes soberanos quedaba matizado al preverse el mantenimiento, con Canadá, de «una asociación económica que conlleve la utilización de la misma moneda». Finalmente, los cambios políticos derivados de las negociaciones se condicionaban en todo caso a su aprobación en sucesivos referéndums. No es de extrañar que tan compleja pregunta determinara un amplio resultado negativo (59 % frente a 40 %), aunque sin merma en el apoyo popular al Partido Quebequés.
4. Frente a las anteriores tesis y actuaciones, la visión anglófona es la cuantitativamente dominante en Canadá. En ella, el pacto fundacional ha sido paulatinamente olvidado, primando el fortalecimiento de la federación. Inicialmente, bajo la Constitución de 1867, la tendencia centralizadora se insertaba en el modelo imperial británico, que imponía valores y prácticas favorecedores de la integración cultural, social y económica.
La potenciación de esos planteamientos va a corresponder al Partido Liberal de Canadá bajo el largo liderazgo del presidente Pierre Trudeau (1968-1984). Se trata del período de la Patriación Constitucional, en la traducción literal que nuestro autor considera preferible para identificar la emancipación definitiva de Canadá respecto al Reino Unido. Conforme a los objetivos de la nueva ciudadanía canadiense multicultural, la federación pretendía aprobar unilateralmente, sin contar con la aprobación británica, la correspondiente modificación constitucional.
La superación de la oposición de las provincias de Manitoba, Terranova y Quebec, que consideraban lesionadas sus competencias, fue posible gracias a la doctrina fijada por el Tribunal Supremo en el Patriation Reference (1981). En ese importante dictamen consultivo, si bien se negó que el consentimiento de las provincias fuera legalmente necesario para modificar el reparto constitucional de poder, se expresaron importantes consideraciones en el terreno de los buenos principios políticos.
Así, el Tribunal identificó una convención constitucional que obligaba moralmente a contar con el consenso de las provincias en las modificaciones constitucionales que afectaran a sus competencias. Empleó a tal fin los precedentes que acreditaban la aprobación provincial de tales modificaciones, los documentos parlamentarios demostrativos de que los actores políticos eran conscientes de su necesidad y, finalmente, el fundamento de la misma convención en la defensa del principio federal. Se trataba de una convención que, aun carente de acción judicial para imponerla, obligaba a comportamientos políticos deferentes por la federación y las provincias para la definición de los contenidos de lo que acabó siendo la Constitución de 1982.
Dos son los elementos de este texto que cabe destacar en la línea de obtención del consenso constitucional: de una parte, la Carta de Derechos y Libertades como vía de afirmación de la nueva ciudadanía canadiense, cuyos contenidos pasaban a estar garantizados por los tribunales de justicia, sin reconocerse, pues, la plena soberanía parlamentaria propia de la tradición británica, de otra parte, los procedimientos de reforma constitucional ya plenamente dominados por las instituciones internas, sin necesidad de la aprobación del Parlamento de Westminster, que todavía fue precisa para la reforma constitucional de 1982.
Sin embargo, ambos elementos cuentan con correcciones y matices en la propia Constitución: de un lado, el temor de las provincias a una reducción de sus competencias por la interpretación judicial de los derechos y libertades mereció ser compensado con la cláusula de salvaguardia (notwithstanding), sin parangón en el constitucionalismo comparado, ya que permite al Parlamento federal y a los Parlamentos provinciales exceptuar la aplicación de determinados derechos por períodos de cinco años (quedan, en todo caso, a salvo los derechos de participación política, movilidad, lingüísticos y de igualdad), del otro lado, los procedimientos de reforma constitucional incluyen una general implicación del consenso provincial, que culmina en una serie de materias requeridas de la unanimidad de las provincias.
En todo caso, la Constitución de 1982 fue rechazada por Quebec en aplicación de su concepción dual del origen de la confederación. El Tribunal Supremo, en el Veto Reference (1982), rechazó la existencia de una posible convención constitucional en tal sentido, de manera que la obligación de negociar y buscar el consenso interprovincial no configuraba la necesidad del consentimiento expreso de todas las provincias para la reforma constitucional.
5. Quedaron, así, establecidas las bases del aislamiento de Quebec en el seno de la federación. Lo que para el Canadá anglófono era el triunfo de la sociedad multicultural basada en las garantías de las libertades individuales, que comprendían incluso el bilingüismo, para Quebec suponía el fin de la visión igualitaria de los dos pueblos fundadores. Durante los años siguientes se sucedieron sin éxito intentos de evitar la marginación de la población francófona.
El Acuerdo del Lago Meech (1987) fue el primer gran ensayo de reincorporar a Quebec al consenso constitucional. La vuelta al poder provincial del Partido Liberal Quebequés permitía albergar esperanzas en ese sentido. Las negociaciones se desarrollaron con pragmatismo, alcanzándose acuerdos encaminados al reconocimiento de Quebec como sociedad distinta, la atribución a la provincia de facultades en materia de inmigración a fin de proteger su identidad cultural, la participación de esta en la selección de los tres jueces que el sistema de droit civil tiene reconocidos en el Tribunal Supremo, la limitación del poder federal de gasto en áreas de competencia provincial y la voluntariedad del traspaso de competencias a la federación acompañada de la correspondiente compensación financiera. Sin embargo, el entusiasmo inicial fue quebrándose ante las dificultades de lograr la unanimidad provincial para aprobar las reformas constitucionales que la operación exigía.
El recrudecimiento de la batalla lingüística con el caso Ford v. Quebec (1988) contribuyó a estimular pasiones. El Tribunal Supremo consideró que la prohibición de rotular comercialmente en lengua distinta del francés, aunque respondiera a la legítima aspiración de asegurar el visage linguistique, violaba la libertad de expresión garantizada constitucionalmente. La reacción quebequesa fue rápida, procediendo a hacer uso de la cláusula notwithstanding para impedir la aplicación de la resolución judicial. Transcurridos los cinco años previstos constitucionalmente, la excepción no sería ya renovada, debido especialmente a la presión internacional derivada del rechazo de la legislación quebequesa por el Comité de Derechos Humanos de la ONU (caso Ballantyne y otros, 1989). Los enfrentamientos lingüísticos contribuían, así, a sepultar las esperanzas de reintegrar a la provincia francófona en el consenso constitucional.
En 1990, el Acuerdo del Lago Meech se consideraba ya fracasado. El primer ministro quebequés, el liberal R. Bourassa, proclamaba que «el Canadá inglés debe comprender […] que Quebec es, hoy y siempre, una sociedad distinta, libre y capaz de asumir su destino y su desarrollo». Poco después, una comisión constituida en el Parlamento de la provincia concluía que Quebec debía decidir su propio futuro constitucional, aunque se identificaban dos vías que seguir: la primera consistía en proclamar su soberanía y convocar un referéndum al efecto, mientras que la segunda determinaba la reforma del sistema federal conforme a las pautas del Lago Meech. Al iniciarse la primera vía con la regulación del referéndum en la Ley provincial 150 (1991), el Gobierno federal se vio obligado a abrir negociaciones que llevaron al llamado Acuerdo de Charlottetown (1992), que asumía los puntos del pacto anterior, pero dotándolos de una motivación que pretendía lograr un mayor apoyo popular. Aun así, tanto en Quebec como en el conjunto de Canadá, el nuevo acuerdo fue rechazado en el referéndum convocado al efecto (1992).
El fracaso de las rondas del Lago Meech y de Charlottetown reforzó las tesis soberanistas en Quebec, situando a Canadá «frente al abismo» en la expresión empleada por nuestro autor. La victoria del Partido Quebequés en las elecciones (1994) implicaba la convocatoria de un referéndum para decidir sobre la soberanía del territorio, comprendiendo en ella el pleno poder tributario, internacional y legislativo, aunque admitiendo una asociación política y económica negociada con Canadá. Contra todo pronóstico, en el referéndum (1995) la opción soberanista fue rechazada por un escaso margen de menos de 55 000 votos. El desmembramiento de la federación se había evitado, pero esta atravesaba el momento más crítico de su historia.
6. Los intentos de distensión comenzaron con la discutible decisión de aprobar la ley federal que regulaba la iniciativa de las modificaciones constitucionales ordinarias (1996), es decir, de las no afectadas por la regla de la unanimidad entre la federación y las provincias. Se pretendía garantizar el consentimiento previo de Quebec, aunque situando en posición equivalente a Ontario, Columbia Británica y resto de las provincias agrupadas en dos regiones. De esta manera, la norma se alejaba de la tesis de la dualidad canadiense sostenida por Quebec, aunque también parecía dificultar la plena reintegración del territorio al generalizar la regla de la unanimidad en toda modificación constitucional.
En esta situación, resultó clave para la evolución del problema la intervención del Tribunal Supremo en el Secession Reference (1998). En el dictamen consultivo, la suprema jurisdicción canadiense respondía a la pregunta formulada por el Gobierno federal sobre si el derecho internacional o el derecho interno otorgaban a Quebec un derecho de secesión unilateral.
El Tribunal, tras el análisis del derecho internacional, rechazó el reconocimiento de un derecho de autodeterminación aplicable a Quebec. Situado en el derecho interno, estimó que el texto de la Constitución canadiense ha de ser interpretado no conforme a las pautas originales proporcionadas por los padres de la confederación, sino como un sistema vivo vertebrado por los principios del federalismo, la democracia, el constitucionalismo, el imperio de la ley y la protección de las minorías.
En el dictamen se buscará conciliar el valor de la legalidad sostenido por la parte federal con el valor de la democracia hecho valer por la parte provincial. Así, al igual que la democracia no puede ser concebida sin ley, la ley no puede ignorar la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Adicionalmente, se referirá que la voluntad democrática ha de tener en cuenta el principio federal, lo que implica que un mismo asunto puede dar lugar a diferentes mayorías en las unidades que integran la federación. Ahora bien, sin que ello suponga que el voto mayoritario de una provincia sea legítimo para ignorar la Constitución y proclamar la secesión, sino más bien con el efecto de que las aspiraciones secesionistas habrán de canalizarse a través de las vías de reforma constitucional.
Las anteriores premisas permitieron al Tribunal reconocer el valor que cabe otorgar al referéndum como expresión de la voluntad popular, lo que le obligaba a estimar, conforme al principio democrático, el «peso considerable» que tendría una expresión clara por parte del electorado de Quebec de separarse del resto de Canadá. Tal expresión clara a favor de la secesión legitimaría la pretensión del Ejecutivo quebequés de iniciar un proceso negociador de la reforma constitucional que hiciera viable la misma independencia. Conscientemente, el Tribunal no estableció el exacto alcance de los conceptos de la mayoría clara y del deber de negociar, remitiendo su determinación al juego de los actores políticos implicados. En todo caso, está claro que la premisa que respetar es que el resultado de las negociaciones podría conducir a la secesión, siempre dentro del orden establecido, es decir, siguiendo los procedimientos de reforma constitucional aplicables.
Para nuestro autor, de esta manera se produce un «cambio de paradigma» con respecto al tradicional federalismo estadounidense que niega cualquier posibilidad de secesión. El nuevo paradigma establece que, en caso de concurrir la voluntad decidida de la población de una provincia, expresada en una mayoría clara en un referéndum de secesión, los actores políticos estarán obligados a negociar sobre la posibilidad de reformar la Constitución a fin de dar una respuesta conveniente a la voluntad popular. En una primera etapa, sin embargo, las reacciones políticas ante la sentencia fueron diametralmente opuestas.
7. En la federación se aprobó la Ley de Claridad (2000), que remite a la apreciación de la Cámara de los Comunes la determinación de si una eventual mayoría secesionista producida en un referéndum habría de considerarse clara a efectos de abrir el proceso negociador. A tal fin se establecen el procedimiento de consultas, el plazo de actuación, las reglas sobre la claridad misma de la pregunta formulada al electorado y los elementos que evaluar. En caso de apreciarse una expresión clara de la voluntad secesionista, se autoriza al Gobierno federal a entablar negociaciones encaminadas a concluir una modificación constitucional que materialice la secesión. No obstante, las negociaciones quedan en todo caso condicionadas al cumplimiento de una serie de exigencias sobre división de activos y deudas, modificación de fronteras, y derechos de los pueblos indígenas y minorías.
En Quebec, poco después se aprobó la Ley 99 (2000), que contenía la interpretación provincial del dictamen del Tribunal Supremo. Se manifestaba en ella el derecho de Quebec a la secesión como manifestación del derecho universal a la autodeterminación de los pueblos. Un derecho inalienable que, en caso de expresarse en un referéndum, derivaría de la mayoría simple de los votantes. El territorio provincial se consideraba en cualquier caso indivisible y se rechazaba todo tipo de condicionantes para la opción secesionista.
En definitiva, se ofrecían posturas antagónicas difícilmente conciliables con los ponderados planteamientos hechos valer por el Tribunal Supremo. No obstante, cabe pensar que poco a poco esos razonamientos fueron penetrando en ambas posiciones, modulándolas. De una parte, el soberanismo quebequés, falto quizá del apoyo que proporcionó la frustración del Acuerdo del Lago Meech, parece haber renunciado a convocar un nuevo referéndum de independencia sin tener la seguridad de ganarlo. De otra parte, el federalismo canadiense, comprendiendo que el intento de regular las secesiones no sirve para solucionar la misma tensión secesionista, ha terminado optando por pragmáticas vías de reconocimiento de un mayor papel para las instituciones quebequesas.
La llegada al Gobierno federal del conservador S. Harper (2006) impulsó el llamado Open Federalism, que propugnaba limitar el poder de gasto y la actuación de la federación a las verdaderas prioridades nacionales como la defensa o la unión económica. La cordialidad en las relaciones interterritoriales llegó incluso a imperar con la reserva de un puesto a Quebec en la delegación canadiense de la UNESCO y el simbólico reconocimiento de los quebequeses como una nación dentro de Canadá, que fue aprobado por abrumadora mayoría en el Parlamento federal. Sin embargo, el idilio fue decayendo a consecuencia de enfrentamientos variados como los generados por el cómputo de ingresos en el programa de nivelación interterritorial, la regulación de los valores mobiliarios o el registro de armas largas.
La más reciente victoria del liberal J. Trudeau (2015) ha conllevado la adopción del llamado federalismo de reconciliación, que aplica grandes dosis de pragmatismo en la solución de las tensiones. El nuevo sistema de designación de los magistrados del Tribunal Supremo, el incremento de las inversiones federales en infraestructuras educativas o la consolidación del uso del francés en diversos ámbitos han sido factores que han contribuido a la distensión, sirviendo para encauzar más sosegadamente la posición quebequesa. Se trataría, así, de aparcar las reclamaciones soberanistas apostando por construir un Quebec más fuerte dentro de Canadá.
8. No es fácil sacar conclusiones del repaso de los episodios, incidentes, enfrentamientos, conciliaciones, propuestas, dictámenes y demás actuaciones e incidencias sucedidas en la experiencia canadiense de los últimos cuarenta años. Por ello sigo sin ver claro, tal y como anunciaba al comienzo, que constituya un modelo para el caso español.
El enfrentamiento dialéctico de posiciones opuestas continúa produciéndose, si bien ha de admitirse que ha perdido la virulencia de otra época. ¿Es el cansancio de la población y de la clase política ante el permanente debate descalificador del contrario lo que ha determinado la flexibilización del sistema que advierte nuestro autor? Entonces, quizá, la principal enseñanza que debiéramos sacar de la evolución del federalismo en Canadá es que hay que actuar con paciencia y con prudencia para resolver o encauzar las tensiones territoriales de signo identitario. ¿Un observador imparcial podría identificar actuaciones caracterizadas por esos rasgos en el proceso independentista de Cataluña?
Entre los movimientos secesionistas quebequés y catalán encuentro una diferencia esencial, pues el primero busca mantenerse dentro de la unidad económica canadiense, mientras que el segundo niega todo beneficio económico a la unión. Por eso me parece que la política de claridad actúa, en realidad, como una suerte de chantaje federal para impedir la independencia: si quieres irte, tendrás que hacerte cargo de lo que nos debes. No creo que fuera viable para moderar los movimientos nacionalistas ni en Cataluña ni en el País Vasco. Ciertamente, un proceso de secesión obligaría a hacer las cuentas, pero poner de relieve previamente tal exigencia serviría de poco, especialmente si no era percibido como una amenaza real en el territorio afectado. En definitiva, el efecto de la claridad en nuestro caso, probablemente, sería el encrespamiento de las posiciones, alcanzando acaso niveles más intensos que los producidos en Quebec. Paciencia y prudencia.
Nada de lo anterior resta valor a la obra que estamos considerando. Ya lo he dicho: es rigurosa, amena, interesante, útil, aunque no conlleve la traslación fácil de las soluciones canadienses al suelo patrio. El estudio se sostiene por sí mismo como exposición de una experiencia extranjera que mantiene algunas afinidades con nuestros problemas de distribución territorial del poder.
Hay, no obstante, una cuestión dogmática de gran trascendencia que adquiere una nueva dimensión como consecuencia del dictamen del Tribunal Supremo canadiense de 1998. Es un problema que suscita pasiones no solo ideológicas o políticas, sino también jurídicas, con la consecuencia de que resulta difícil aun su mera mención. Me refiero, claro está, a la secesión. En el plano de los valores democráticos propios del constitucionalismo, resulta difícil obviar los dos postulados de la alta corte federal: primero, que no cabe desconocer la expresión clara de un electorado que desea la independencia, y, segundo, que la subsiguiente obligación de entablar negociaciones debería hacerse sin descartar la misma secesión. ¿Estamos ante lo que el autor que consideramos denomina un cambio de paradigma?