En tiempos prepandemia resultaba oportuno hacer balance de las virtudes de la democracia constitucional española, pero era todavía más urgente mirar y repensar su futuro. Los problemas estaban a la vista: crisis económica e institucional; desafección política y social; quiebra del estado de partidos; reacciones antidemocráticas o de deslegitimación del adversario; discursos del odio y deshumanización del diferente; desigualdades, discriminaciones, paro y, también, muchas corrupciones y miserias. Las demandas de emancipación se iban convirtiendo en derivas polarizadoras en el nuevo mundo de la desinformación. No es que los movimientos populistas hubieran triunfado en algunos lugares inesperados. Era algo más peligroso en su asalto, desde dentro, a nuestras democracias: el antagonismo entraba de lleno en todas ellas y ponía en cuestión no solo consensos institucionales consolidados, sino al propio constitucionalismo como límite jurídico a todo poder político. En concreto, en nuestro país el acoso y derribo del bipartidismo imperfecto (Podemos, Ciudadanos, etc.) se unía al hartazgo generalizado con tanto Estado del malestar y tanta corrupción sistémica. Y, en paralelo, el procés jaleaba su etapa más unilateral y rupturista, sirviendo de acicate al ascenso de Vox. Fue en este contexto, tan volátil y convulso, en el que la Fundación Sistema organizó unas jornadas, celebradas en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (marzo, 2019).
Resultado de ponencias y debates entre académicos de referencia y, también, con la participación de algunos protagonistas de la vida en democracia, este libro nos ofrece un panorama anterior a la pandemia en el que, sin embargo, ya se conjuraban muchas de las inquietudes y tensiones que se han evidenciado en innumerables casos de manera más alarmante. El propio título de la obra que dirigen José Félix Tezanos y Javier García Fernández resume sus logros: balance, constitucional y democrático, en general muy positivo; perspectivas de futuro, no tan halagüeñas. La mayoría de los autores son proclives a los elogios por lo conseguido. No obstante, también algunos, y en particular los que fueron protagonistas del proceso constituyente, muestran sombras de amargura frente el exceso de revisionismo. Así, al comienzo del libro, Miquel Roca defiende «lo que en aquel momento se hizo, sobre todo, cuando con lo que tengo que enfrentarme es con la ignorancia supina de la acusación sobre el “régimen del 78”» (p. 19). Ignorancia por tanto adanismo que no le impide señalar que «el problema que se está planteando en Cataluña no se da por culpa de la Constitución ni tiene su origen en ella. […] Se da por otras ambiciones, no constitucionalmente previsibles ni amparables». Conclusión: «¿Hay cosas que no funcionan? Seguro. Que no sea la reforma una excusa para no acometerlas» (p. 21). Lectura del pasado desde excepcionalidad presente que confirma otro padre de la Constitución. Miguel Herrero también es partidario de «modificar un poco el traje constitucional» para adaptarlo al «cuerpo social de España» (pp. 569-570). Reflexiones de dos ponentes constitucionales que nos sirve para enmarcar la calidad de una obra que, estructurada, en tres partes, trabaja nuestra Constitución y democracia:
La primera parte, «Balance histórico de la Constitución», contiene «visiones internacionales» (Bernecker, Chaput, Vincent) y «desde España» (Luena, Cabrera, Moradiellos, Viñas). Los temores a una transición a la portuguesa y el apoyo de la socialdemocracia y de la Internacional Socialista al PSOE son subrayados por Bernecker como ejemplos de la influencia alemana en «la democratización del régimen franquista (sic)» y en «la creación de un partido socialista de amplia base capaz de frenar a los comunistas» (p. 33). Por su parte, Mercedes Cabrera analiza la frustrada reforma de la Constitución de 1876 y Moradiellos la transición política, el último proceso constituyente y debate sobre su cronología. Ángel Viñas cierra las visiones historiográficas recordando el fracaso del intento de modernización de la Constitución republicana de 1931 frente a la paz y prosperidad que la CE de 1978 promueve.
La segunda parte, «Perspectivas de futuro: I. Opinión pública, tendencias políticas y demandas de reforma constitucional», recoge minuciosos estudios demoscópicos y sociológicos (Tezanos, Alaminos, Capitolina Díaz, Carolina Bescansa) que, a pesar de sus diferentes dimensiones, propugnan actualizar la Constitución y, con menor o mayor urgencia e intensidad, acometer su reforma. «II. Perspectivas de Reforma de la Constitución. La Formación de Gobiernos», presenta artículos sobre aforamientos y formación gubernamental (Álvaro Cuesta), experiencias comparadas (Diego Valadés), gobernabilidad y cambio de ciclo tras las elecciones de 2015 en España (Irene Delgado), o sobre los problemas en el elección del presidente del Gobierno y sus posibles soluciones (De Carreras) y, a modo de cierre, las singularidades en la formación de los Gobiernos en las comunidades autónomas (Bernardo Fernández). Cuestiones de actualidad por esa quiebra del modelo bipartidista que complicó tanto la elección del presidente de Gobierno, aunque el «desgobierno» no puede achacarse «a las normas constitucionales, sino a la incapacidad de los políticos para alcanzar pactos sólidos, coherentes y duraderos» (Francesc De Carreras, p. 318). «III. Organización territorial del Estado», con trabajos sobre virtudes, debilidades y quebrantos en la ordenación autonómica (García Fernández, María Luisa Balaguer), ausencia de lealtad federal en clave europea (Freixes), o la colisión, un tanto anacrónica, del independentismo catalán con el titular de la soberanía y la democracia (Muñoz Machado). Javier García Fernández señala que «la deriva insurreccional del catalanismo convertido ya en independentismo […] es, probablemente, una de las consecuencias —y quizá la más importante— de la ruptura del paradigma pactista que había regido en España antes de 2000» (p. 349). Pero conviene advertir que parte de los problemas territoriales provienen de la «confusión» y, sobre todo, «desconstitucionalización» que genera la propia «indefinición» o el apócrifo organizativo del constituyente (Schmitt). Y, aquí, el papel que ha tenido que jugar el TC en la configuración del Estado autonómico «no puede valorarse positivamente». O, mejor, pregunta el autor a Kelsen: «¿Qué diría de un Tribunal Constitucional que se ha visto obligado a ocupar el papel del poder constituyente, del legislador, del titular de la potestad reglamentaria y, a veces, de los tribunales?» (p. 354). En línea parecida Muñoz Machado aborda nociones fundantes del constitucionalismo para rebatir argumentos independentistas que ni son modernos ni tampoco democráticos: «Bajo esa capa de novedad se esconde, en verdad, una construcción jurídica marginal y anticuada» o, para ser más precisos, «el programa independentista persigue el reconocimiento de la soberanía nacional, dando a ésta la significación del poder originario, único, irresistible, incondicionado e imprescriptible, que ha dejado de tener hace lustros en los Estados europeos» (pp. 434 y 435). Mejor todavía: no es que haya dejado de tener, sino que el pueblo nunca tuvo en democracia. Sublimando este dogma de ciencia ficción nos encontramos con la resurrección de un nacionalpopulismo totalizador. Su nación definida desde la nuda teología política: su pueblo, Dios terrenal. Frente a la «autodeterminación interna de los territorios que están integrados en un Estado democrático» (p. 436), la fuga de la voluntad popular (siempre ficticia en su idealización sin límites) hacia la redención populista más personalizada. El «derecho a decidir» como reedición posmoderna del decisionismo más contrademócrata por antipluralista: a saber, el Schmitt de la enemistad plebiscitaria con su vox populi vox Dei. De ahí la urgente batalla nominalista y pedagógica. No podamos seguir amparando el secuestro del derecho de autodeterminación por los que legitiman la ruptura del derecho democrático. Autodeterminación sí, pero como recuerda Muñoz Machado, en el marco constitucional de nuestro orden democrático. «IV. Reflexiones sobre valores, derechos y libertades» de Yolanda Gómez (reforma del título I CE), Adela Cortina (democracia social) y Rafael de Asis (derechos y reforma), con la vertiente pesimista de Sosa Wagner sobre el poder judicial: su independencia aquejada de tantos males en el nombramiento de cargos como para reclamar la supresión del CGPJ o, como mínimo, la elección por sorteo de los vocales que lo integran (pp. 484-486).
En muchos de estos trabajos, junto al reconocimiento de España como democracia plena, tal y como exponen los principales indicadores sobre salud democrática entre países, encontramos un hilo conductor: la propia reforma de la Constitución revoloteando como demanda compleja y necesitada de «espíritu pactista», en la afirmación de Javier García Fernández (pp. 344-346).
La tercera parte se titula «La Constitución de 1978 y sus protagonistas: mirando al futuro» (Tezanos, Simancas, Fernández de la Vega, Miguel Herrero, Carmen Iglesias, Félix Bolaños). Ya hemos destacado las palabras de Herrero y Rodríguez de Miñón, partidario de esa interpretación flexible de la Constitución e, incluso, de la reforma en profundidad de la ordenación territorial del Estado. Por su parte, Teresa Fernández de la Vega, después de su balance positivo de la Constitución y tras una descripción certera sobre la desafección ciudadana, no duda en la necesidad de «abordar algunas reformas […] ambiciosas» (pp. 563-567). También Carmen Iglesias alaba «la actuación de los protagonistas constitucionales», sin olvidar entre ellos, «y, especialmente, el propio pueblo español» (p. 576). Y, sin embargo, ahora, nos encontramos con demasiados revisionismos, faltas de educación cívica, ausencia de pedagogía, esencialismos, pero también «pusilanimidad política en abordar problemas»; de ahí su apelación a la «conciencia histórica» y al «valor de la Constitución», lo que no significa que no se deban hacer las adaptaciones que, en caso de contar con el consenso requerido, sean necesarias (pp. 578-581). Precisamente, Félix Bolaños cierra el libro apelando a «un nuevo consenso para otros cuarenta años de prosperidad y estabilidad» (pp. 583-589). Porque, aunque subraya que Constitución y democracia han ido de la mano, también afirma que muchos de su generación, que han crecido toda su vida en democracia, parece que no son conscientes de su fragilidad. Pero si incluso los más jóvenes también creen en los valores constitucionales y solo buscan «cómo conseguir más avances», cabría fijar ya las materias sobre las que hay «consenso social para reformar la Constitución. Básicamente derechos sociales, organización territorial y control a los políticos» (pp. 587-588). Tan fácil de exponer como difícil de llevar a buen puerto; más ahora, ante la deriva de tantos populismos y extremismos (p. 584) que han hecho de la polarización y deslegitimación del adversario seña de identidad y, además, muy dados al ensañamiento mediático y público en su conversión en enemigo existencial.
En resumen, aunque estemos ante escritos prepandemia, en muchos artículos sobrevuelan otras epidemias contra las que, a pesar de las buenas intenciones y esperanzas que también recogen algunos trabajos, no nos hemos vacunado. Antes al contrario, parece que esa sinrazón populista del conmigo o contra mí, de yo, el pueblo frente al resto ajeno a lo popular o sin legitimidad para representarlo, sigue ganando altavoces y subiendo en decibelios. La distensión entre Gobierno y Generalitat, como búsqueda dialogada para resolver «el principal problema político de España»[1], sería la excepción, aunque conviene ser cautos. Bienvenido sea dejar atrás el inmovilismo o la confrontación total, pero no lancemos las campanas al vuelo. Las reiteradas manifestaciones desde el secesionismo catalán, que siguen machaconamente pregonando a su parroquia y a quién quiera oírlos que la celebración de un referéndum de autodeterminación (binario sobre la independencia) es «inevitable (sic)»[2], nos obligan a no ser ingenuos sobre la voluntad real de acuerdos, siempre producto, para no ser imposición o despotismo, de cesiones mutuas. Es decir, más compromiso entre identidades plurales y menos construcción de una voluntad popular homogénea e inequívoca, siempre falseada, nunca realmente existente. En definitiva, y como reflexión final de una obra tan enciclopédica, poliédrica y estimulante, aunque el Balance de la democracia constitucional española no puede dejar de ser singularmente positivo, si queremos avanzar tampoco sirve dormirnos en los laureles. Nuestra responsabilidad sigue siendo actualizar el modelo, no destruir la Constitución: a saber, reforzar sus valores fundamentales dentro de los límites intangibles de todo constitucionalismo democrático (art. 168 desde el art. 10 CE)[3]. Esta reforma de la Constitución sí que es inevitable. Y, aquí y ahora, la única perspectiva para hacer más viva y querida, es decir, aún más plena, nuestra democracia[4].
[1] |
Afirmación de Félix Bolaños (p. 588) que cabría matizar si enfocamos el juicio, con Adela Cortina (p. 469), hacia las desigualdades interpersonales de rentas, oportunidades y vidas, problemas mucho más vitales y reales que los territoriales, sobre todo si los comparamos con los nacionalismos, en su teología identitaria excluyente, que se activan, precisamente, para no abordarlos. |
[2] |
Por ejemplo, las numerosas declaraciones del presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en ese sentido, o de Oriol Junqueras. |
[3] |
A pesar de la consolidada —pero errática— jurisprudencia del TC: su interpretación autodestructiva de la Constitución española sin límites materiales de ningún tipo (ver, por todas, STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 12). |
[4] |
«Democracia entera», añadió mi madre —con 93 años— cuando leía para ella el final de esta recensión, estando medio dormida. Y que así conste como homenaje a todas esas madres/padres de la constitución que —anónima y vitalmente— hicieron realidad la nuestra. |