Con motivo del noventa aniversario de la Constitución española de 9 de diciembre de 1931, los profesores Joan Oliver Araujo y Agustín Ruiz Robledo —catedráticos de Derecho Constitucional de la Universidad de las Islas Baleares y de la Universidad de Granada, respectivamente— han dirigido un libro colectivo, publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, en el que se lleva a cabo un análisis jurídico de la norma fundamental de la Segunda República y de su legislación de desarrollo más importante.
El libro Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario, como explican sus dos directores en el prólogo, responde a la formidable atracción que la Constitución de la Segunda República ha ejercido sobre varias generaciones de especialistas. El interés doctrinal suscitado por la Constitución de 1931 desde su mismo origen se ha materializado, lógicamente, en una inmensa producción bibliográfica que se extiende a lo largo de casi un siglo. Sin embargo, Joan Oliver Araujo y Agustín Ruiz Robledo advierten que, si bien es cierto que hay centenares de trabajos que estudian históricamente la Constitución de la Segunda República desde enfoques políticos, son muchos menos los que la tratan desde el punto de vista jurídico y no hay ninguna obra moderna que analice, de forma sistemática, ese texto constitucional y su desenvolvimiento legislativo. Por esta razón, cuando iban a cumplirse noventa años de su promulgación, ambos profesores pensaron que sería útil, para la universidad y la academia en general, aprovechar la efeméride para publicar un libro en el que veintisiete catedráticos de diferentes universidades españolas —mayoritariamente de Derecho Constitucional, pero también de otras disciplinas jurídicas (Derecho Administrativo, Derecho Penal, Derecho Civil y Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social)— comentaran, con rigor jurídico, el contenido de la Constitución de 1931 y el de sus distintas legislaciones de desarrollo.
Los trabajos que integran esta obra colectiva se distribuyen en dos bloques. En el primero se estudian, de manera individualizada, cada una de las partes que conforman la estructura de la Constitución de 1931. Se examinan, pues, el preámbulo, los diez títulos y las dos disposiciones transitorias (si bien, por razones materiales, dos títulos se han dividido, a su vez, en dos trabajos cada uno). Asimismo, se repasa el proceso constituyente y, como introducción y conclusión, se hacen dos valoraciones críticas del texto constitucional. El segundo bloque comprende los comentarios específicos de las más destacadas legislaciones de desarrollo de la Constitución de la Segunda República (legislación regional, electoral, excepcional, judicial, local, religiosa, agraria, militar, penal, civil y social). El libro se completa con un anexo bibliográfico sobre la Constitución de 1931, a cargo de los directores, donde los textos recogidos se agrupan en cuatro apartados con arreglo al criterio cronológico de su época de publicación: la Segunda República (1931-1939), el exilio y la dictadura franquista (1940-1975), la Transición Política (1976-1978) y tras la aprobación de la Constitución vigente (1979-2021).
La primera parte del libro se abre con una valoración introductoria de la Constitución de 1931 por parte del profesor Luis López Guerra. Tras reflexionar sobre el lugar y el significado del texto fundamental de la Segunda República en la historia constitucional española y europea, el autor concluye que dicha norma se sitúa claramente en las coordenadas del constitucionalismo de entreguerras, del que fue una manifestación tardía, pero en cuyas líneas maestras —seguidas por el constitucionalismo democrático hasta nuestros días— encajaba sin dificultades. Así, la Constitución de 1931 compartió con los demás textos constitucionales democráticos inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial tanto sus principios esenciales (la legitimación democrática de las instituciones políticas y la sujeción de estas al Derecho, incluida la propia Constitución, que se convertía en una norma vinculante), como las difíciles circunstancias en que nació y se desenvolvió (pues tuvo que afrontar el doble desafío que suponía, por un lado, la reacción conservadora ante la efectiva vigencia del principio democrático y, por otro, la acción revolucionaria que propugnaba una reforma social sin someterse al Derecho). En definitiva, las características definitorias del constitucionalismo democrático europeo tuvieron su plasmación en la norma fundamental de la Segunda República española, como se expone de forma detallada y crítica en este trabajo al estudiar el principio democrático que inspiraba toda la Constitución, la voluntad de juridicidad de los constituyentes, los derechos fundamentales (con la excepción de la dimensión institucional de la libertad religiosa, cuya regulación —altamente restrictiva— no respondía a los cánones usuales del constitucionalismo moderno), la organización de los poderes y la estructura territorial.
La siguiente aportación, a cargo de la profesora Rosario Serra Cristóbal, es un detenido examen del proceso constituyente de 1931, en el que se repasan las fases y los puntos de discusión más relevantes de la gestación del texto constitucional. En concreto, se tratan la elección de las Cortes constituyentes, el anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora, el proyecto de la Comisión de Constitución de las Cortes, el debate en las Cortes Constituyentes (con una crónica pormenorizada de los disensos y consensos acerca de las cuestiones capitales) y la votación, promulgación y publicación de la Constitución.
A continuación, se procede a analizar de forma singular los diferentes contenidos de la Constitución de 1931. En primer lugar, el profesor Roberto L. Blanco Valdés estudia el preámbulo constitucional. Para ello, hace un repaso de los preámbulos de las constituciones españolas precedentes y después se centra en el tratamiento de este tema en el debate constituyente de la Segunda República, con especial atención al contenido del discurso preliminar. Una de las cuestiones más destacadas de este trabajo es la del verdadero carácter que cabe atribuir a la parte de la Constitución de 1931 generalmente considerada como su preámbulo. Según el autor, parece que el texto con el que se iniciaba esta norma fundamental no era, en realidad, un preámbulo en sentido estricto, sino más bien —al igual que en prácticamente todas nuestras constituciones históricas— una fórmula de promulgación (como, de hecho, reconocería Luis Jiménez de Asúa en el discurso preliminar de presentación del proyecto de Constitución, al afirmar que, con él, se venía a suplir o reemplazar el preámbulo que la urgencia no había permitido escribir).
Las disposiciones generales contenidas en el título preliminar son comentadas por el profesor Francisco Javier Díaz Revorio. Los aspectos estudiados aquí son la definición de la República y sus valores, el Estado integral y la autonomía, la bandera y la capitalidad, la no confesionalidad del Estado, el idioma, la renuncia a la guerra y la incorporación del Derecho Internacional. Como conclusión, el autor hace dos interesantes valoraciones. Por un lado, afirma que, si bien es cierto que esta parte de la Constitución de la Segunda República incluye —como es propio de los títulos preliminares— indiscutibles principios básicos del nuevo régimen político, su formulación es a menudo parca y ambigua, por lo que su verdadero significado difícilmente se puede conocer sin tener en cuenta, además, su desarrollo en el resto del texto constitucional. Por otro lado, considera llamativa la falta de referencia, en el título preliminar, a otros temas que quizá cabría considerar objetivos esenciales del constituyente de 1931 (por ejemplo, la reforma militar o el problema agrario, que eran dos de las grandes cuestiones a las que declaradamente pretendía dar respuesta la República).
La organización nacional, regulada en el título primero de la Constitución de 1931, es estudiada por el profesor Agustín Ruiz Robledo. Según el autor, la decisión fundamental del constituyente de la Segunda República acerca de la distribución territorial del poder estaba mediatizada, políticamente, por el Pacto de San Sebastián de agosto de 1930, en el que se acordó (entre otros temas) la autonomía de Cataluña, lo que suponía —de manera implícita— el abandono de la forma unitaria de Estado. Además, también antes de la presentación del proyecto de Constitución en agosto de 1931, ya se había remitido a las Cortes Constituyentes un proyecto de estatuto de autonomía para Cataluña ratificado en referéndum. Estos condicionamientos influyeron, sin duda, en el debate sobre la regulación constitucional de la organización territorial, que dio lugar a la novedosa fórmula del Estado integral. La discutida naturaleza y las características definitorias de dicha forma de Estado son tratadas detenidamente en este trabajo, que también aborda otras cuestiones conexas, como el importante papel de los estatutos de autonomía en la articulación de la nueva estructuración territorial del poder político, la distribución de competencias entre el Estado y las regiones autónomas y las vías de solución de los conflictos entre las diversas entidades. Finalmente, se hace una referencia a la autonomía local en la Constitución de 1931. Este comentario del título primero de la Constitución se complementa, en el segundo bloque del libro, con el examen específico de la legislación regional y de la legislación local por los administrativistas Iñaki Lasagabaster Herrarte y José Esteve Pardo. En el primer trabajo cabe destacar el estudio del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 y del Estatuto de Autonomía del País Vasco de 1936. En el segundo trabajo se analiza la legislación de régimen local del período republicano, cuyo núcleo estaba integrado —en realidad— por dos normas aprobadas en la dictadura de Primo de Rivera (el Estatuto Municipal de 1924 y el Estatuto Provincial de 1926), que fueron expresamente declaradas subsistentes tras proclamarse la República y estuvieron vigentes durante buena parte del tiempo que duró esta.
Los trabajos siguientes versan sobre el estatuto jurídico esencial de los ciudadanos en la Constitución de 1931, conformado por la nacionalidad y los derechos y deberes de los españoles. La profesora María Josefa Ridaura Martínez comenta el título segundo, sobre la nacionalidad. Esta rúbrica apareció aquí por primera vez en una constitución española, aunque todas las anteriores ya habían venido incluyendo la adquisición y la pérdida de la nacionalidad como una materia constitucional (que, no obstante, había quedado notablemente desconstitucionalizada en el último tercio del siglo xix, pasando a ser regulada en el Código Civil en 1889). Las previsiones sobre la adquisición y pérdida de la nacionalidad contenidas en la Constitución de 1931 —que eran ciertamente detalladas y reflejaban una visión más progresista de esta institución— supusieron, pues, la modificación o derogación de deter- minadas disposiciones del Código Civil, aunque no llegaron a gozar de un pleno desarrollo legislativo.
Los derechos y deberes de los españoles recogidos en los dos capítulos del título tercero de la Constitución de 1931 son estudiados, en sendos trabajos, por los profesores Ángel Rodríguez-Vergara Díaz y Luis Jimena Quesada. Por un lado, en el comentario del capítulo primero, sobre las garantías individuales y políticas, se repasan de manera pormenorizada los derechos allí reconocidos. Dicho análisis se lleva a cabo agrupando los derechos en tres categorías (derechos individuales, libertades públicas y derechos de participación) y tomando como referencia comparativa las previsiones de la Constitución de 1978 sobre derechos fundamentales, para acabar con el examen de sus garantías y su suspensión. Por otro lado, el comentario del capítulo segundo tiene como objeto los derechos en materia de familia, economía y cultura. La incorporación de este contenido —en gran parte inédito hasta entonces en España— alineaba la norma fundamental de la Segunda República con las corrientes más avanzadas y progresistas de la época, y homologaba nuestro constitucionalismo con el modelo social de las constituciones del período de entreguerras. De este modo, la Constitución de 1931 abandonaba el anterior abstencionismo estatal y adoptaba plenamente la nueva concepción social del constitucionalismo moderno, que imponía obligaciones positivas al Estado para intervenir directamente en el ámbito socioeconómico y favorecer los derechos de determinados grupos o colectivos de personas.
La parte de la Constitución dedicada a los derechos tuvo, además, un destacado desarrollo legislativo, como queda patente en varios trabajos del segundo bloque del libro. Así ocurrió con la legislación civil, según expone la catedrática de la materia María Paz García Rubio, que estudia el régimen constitucional de la familia (con especial atención a la Ley del divorcio de 1932). La Constitución de 1931 también tuvo un indiscutible impacto —incomparablemente mayor que el de cualquiera de las constituciones españolas pretéritas— en el ámbito social o laboral, que se tradujo en la aprobación de importantes normas (como la Ley de contrato de trabajo de 1931), de las que da cuenta el catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Joaquín García Murcia. Asimismo, tiene relación con los derechos constitucionales la legislación penal, que es analizada por el catedrático de la disciplina Manuel Díaz y García Conlledo. La Constitución de 1931 contenía diversas disposiciones con trascendencia penal, entre las que destacaban la consagración del principio de legalidad, la prohibición de detención o prisión si no era por causa de delito o la prohibición de suscribir tratados internacionales que tuvieran por objeto la extradición de delincuentes político-sociales. Sin embargo, aunque con la llegada de la República se derogó —o anuló— el Código Penal de la Dictadura de 1928, no se consiguió aprobar un texto verdaderamente nuevo. De este modo, el conocido como Código Penal de 1932 fue, en realidad, una versión reformada —con arreglo a una ley de bases del mismo año— del Código Penal de 1870, que había recobrado su vigencia en el nuevo régimen y ahora era objeto de una modificación de alcance limitado, pero con algunos avances significativos (como su carácter humanizador, que llevó a suprimir la pena de muerte del ordenamiento punitivo ordinario). En el panorama de la legislación penal de la época también hay que destacar la Ley de vagos y maleantes de 1933 y dos leyes muy controvertidas de 1934: la Ley de amnistía y la Ley por la que se restauraba —limitadamente— la pena de muerte.
Los comentarios que siguen son los de los títulos de la Constitución de 1931 que organizaban los poderes de la República. El primero de ellos es el del profesor Joan Oliver Araujo sobre el título cuarto, relativo a la Cortes. Como advierte el autor, el objeto de este trabajo es el estudio jurídico del Parlamento de la Segunda República, a partir del análisis de la Constitución y de los dos reglamentos de la cámara aprobados en esa época (el Reglamento provisional de las Cortes Constituyentes, de 11 de julio de 1931, y el Reglamento del Congreso de los Diputados, de 29 de noviembre de 1934). Sobre esta base, se examinan los principales aspectos de la organización y del funcionamiento de las Cortes. Por lo que se refiere a la organización, son objeto de comentario la estructura unicameral del Parlamento republicano, opción que rompía con nuestro tradicional bicameralismo y que dio lugar a un debate constituyente de altura (en el que, sin embargo, quizá no se llegaron a tener suficientemente en cuenta las posibles ventajas de una asamblea de dos cámaras en un sistema de descentralización política como el Estado regional); la composición de las Cortes, con un repaso de la legislación y del sistema electoral de la Segunda República; el estatuto jurídico de los diputados; la organización interna de las Cortes, con especial atención a los grupos parlamentarios, que fueron reconocidos por primera vez en nuestro ordenamiento jurídico (tanto en la Constitución como en los reglamentos de la cámara); y la Diputación Permanente, órgano parlamentario previsto en la Constitución de 1812 (y también en la Constitución nonata de 1856), que la Constitución de 1931 recuperó. En cuanto al funcionamiento de las Cortes, en el trabajo se destaca que la Constitución otorgaba una gran autonomía al Congreso de los Diputados, pero también permitía al presidente de la República ciertas intromisiones en la actuación de la cámara. Asimismo, se analizan las atribuciones de las Cortes, que se concretaban en las clásicas funciones legislativa, presupuestaria y de control político del Gobierno. Respecto a esta última, el comentario se detiene en la polémica que suscitó, en la praxis de la República, la relación entre dos preceptos de la Constitución: el art. 64 (que introdujo la moción de censura racionalizada) y el art. 75 (que ordenaba al presidente de la República separar al presidente del Gobierno y a los ministros si las Cortes les negasen explícitamente su confianza).
El comentario del título cuarto se complementa con el trabajo del profesor Luis A. Gálvez Muñoz sobre la legislación electoral, que se centra en el análisis de las elecciones a las Cortes. La exposición de la normativa electoral de la Segunda República se divide en dos etapas. La primera fue la fase de transición tras proclamarse el nuevo régimen, que estuvo marcada —sobre todo— por la necesidad de convocar sin dilación elecciones a Cortes Constituyentes. En este período, el Gobierno provisional descartó la aprobación de una ley electoral de nueva planta y optó por reformar la existente —la Ley Maura de 1907— mediante el Decreto de 8 de mayo de 1931, que modificó importantes elementos, como el derecho de sufragio (con la rebaja de la edad para ser elector y elegible o la habilitación del sufragio pasivo femenino), la fórmula electoral o la barrera electoral. En la segunda etapa, las Cortes republicanas ya constituidas aprobaron un conjunto de normas reguladoras de su elección, que se articulaban en dos niveles: la Constitución —que contenía relevantes disposiciones en la materia (como el pleno derecho de sufragio de la mujer), pero también dejaba la concreción del sistema electoral casi por entero a la decisión del legislador— y su legislación de desarrollo (cuya norma básica fue la Ley de reforma electoral de 27 de julio de 1933).
Las instituciones que se comentan a continuación son la Presidencia y el Gobierno de la República, cuya difícil coexistencia fue una constante durante todo el período. La profesora Ángela Figueruelo Burrieza estudia la Presidencia de la República en sendos trabajos sobre las partes de la Constitución de 1931 que la regularon (el título quinto y la disposición transitoria primera). Para analizar la importancia política del presidente de la República, la autora observa que la Constitución de 1931 estableció un sistema parlamentario con un poder ejecutivo dualista o bicéfalo, donde el jefe del Estado no asumía una función meramente neutral, sino que contaba con atribuciones de carácter ejecutivo y con facultades de intervención en el ámbito de las Cortes. Sin embargo, el diseño constitucional de los poderes presidenciales resultó poco claro y, además, fue objeto frecuente de mala interpretación o, incluso, de manipulación por los actores políticos. Por todo ello, la Presidencia de la República fue una figura confusa, con una difícil ubicación en el sistema institucional y con una relación conflictiva con los demás poderes políticos. Los aspectos más destacados del comentario de este órgano son su elección y cese (aquí se incluye la disposición transitoria primera, donde se regulaba el procedimiento para nombrar al primer presidente de la República) y sus amplias funciones constitucionales.
El Gobierno es tratado por el profesor Miguel Revenga Sánchez en su comentario del título sexto de la Constitución de 1931. El autor afirma que el encaje del poder ejecutivo —frente a sí mismo, así como en su relación con la Presidencia de la República y con las Cortes— fue una de las cuestiones más controvertidas en torno a la cual gravitaron muchas de las tensiones que resultaron determinantes para el devenir del régimen republicano. En este trabajo se pone de relieve que, con la Constitución de 1931, surge por primera vez en nuestra historia el problema de dotar al Gobierno de autonomía constitucional, confiriéndole un posicionamiento singular en la norma fundamental y unas funciones propias y específicas. Para ello, el constituyente de la Segunda República se inspiró, sobre todo, en el modelo alemán de Weimar, y acabó llevando al texto una versión decididamente dualista del régimen parlamentario. A partir de este encuadramiento, se analizan, en primer lugar, las relaciones entre el Gobierno y las Cortes, que tenían un diseño ambiguo (acaso influido por la inclinación de la Constitución en favor de la centralidad del Parlamento en el desarrollo del proceso político). Acto seguido, se examinan las relaciones entre el presidente de la República y el Gobierno, cuya configuración constitucional —con una mezcolanza de atribuciones poco acertada entre uno y otro y un influjo importante del primero sobre el segundo— era una invitación al conflicto, como la dinámica política se encargaría de demostrar. El estudio concluye con una tabla final de los casi veinte Gobiernos nombrados entre abril de 1931 y mayo de 1936, con su apoyo parlamentario, su composición política y su número de miembros.
El estudio jurídico del poder judicial en la Segunda República es abordado en dos trabajos. El profesor Rafael Bustos Gisbert comenta el título séptimo de la Constitución de 1931, dedicado a la justicia. Como expone el autor, las discusiones constituyentes sobre esta materia no tuvieron tanta intensidad como las relativas a otros temas, pero no por eso resultaron menos brillantes. Con todo, pese a que el proyecto de Constitución pretendía modernizar y regenerar la justicia mediante la creación de un poder judicial fuerte e independiente, que fuera capaz de garantizar el Estado de Derecho en España, el debate de fondo estuvo condicionado por la falta de unanimidad constituyente sobre el verdadero objeto de regulación (esto es, si se trataba de ordenar un auténtico poder del Estado, al mismo nivel que los demás, o bien una simple administración de justicia), lo que se tradujo en un texto final lleno de mandatos muy abiertos al legislador. De este modo, la legislación de desarrollo devino decisiva para la configuración final del modelo. No obstante, la Constitución, por un lado, estableció algunos principios relevantes de la organización judicial y de su autogobierno, que suponían un límite a posibles intromisiones legislativas y gubernamentales —como la unidad de jurisdicción (si bien matizada por la existencia de ciertas jurisdicciones extraordinarias y especiales), el fortalecimiento del presidente del Tribunal Supremo y la regulación de indultos y amnistías—; y, por otro lado, proclamó la independencia del juez en el ejercicio de su función (aunque no garantizó debidamente la inamovilidad judicial, cuya concreción remitía casi por completo al legislador). El despliegue normativo del título séptimo es tratado por la profesora Esther Seijas Villadangos en el segundo bloque del libro, donde estudia con detalle la legislación judicial de la Segunda República. En dicho examen, se repasan el desarrollo de los principios constitucionales que regían la administración de justicia (independencia, responsabilidad y apertura a la participación de los ciudadanos), la determinación legal del estatuto jurídico de jueces y magistrados, y la regulación de la estructura y organización de la justica. También se presta atención a las normas que, en la etapa final del régimen republicano y en un contexto bélico, institucionalizaron una justicia revolucionaria de tribunales populares y especiales.
El constituyente de 1931 concedió gran importancia a la hacienda pública. A ella dedicó el extenso título octavo de la Constitución, que es comentado por el profesor Manuel Medina Guerrero. Una de las razones que explican esa relevancia de la materia financiera fue, sin duda, la delicada situación económica en la que nació la República, con una extrema debilidad de la moneda y un extraordinario endeudamiento tras las políticas de gasto público expansivo que caracterizaron el gobierno dictatorial de Primo de Rivera. La ordenación de las finanzas públicas en la Constitución de 1931 fue, así, minuciosa y prolija, aunque —como contraste un tanto llamativo— no se hizo referencia a la significativa cuestión de las haciendas territoriales. La norma fundamental reguló con detalle el presupuesto y, en concreto, constitucionalizó destacados aspectos de su procedimiento de elaboración (como la limitación de la facultad de enmienda), precisó los términos de su vigencia y prórroga, y trató de desvincular el presupuesto propiamente dicho —el documento integrado por el estado de gastos e ingresos— de la noción de ley presupuestos. Asimismo, el constituyente ubicó en el título de la hacienda pública el principio de legalidad en materia tributaria (que las constituciones precedentes habían situado en la parte de los derechos de los españoles) y lo conectó decisivamente con el presupuesto, al establecer que la exacción de los tributos —regulados por las correspondientes leyes sustantivas— no podía realizarse sin su previsión en el estado de ingresos. También se dio tratamiento constitucional al endeudamiento, con especial atención a las garantías del pago de la deuda. Finalmente, la Constitución de 1931 introdujo no pocas disposiciones favorecedoras de la disciplina fiscal, como la regulación del presupuesto extraordinario, la sujeción del Gobierno al gasto consignado en el presupuesto y la constitucionalización del Tribunal de Cuentas.
El texto fundamental de la Segunda República incorporó los dos grandes mecanismos de salvaguardia de la supremacía jurídica de la Constitución: la rigidez constitucional y el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. De este modo, en su título noveno, instituyó el Tribunal de Garantías Constitucionales y reguló un procedimiento agravado de reforma. Estos dos contenidos son objeto de sendos comentarios. Por una parte, el profesor Manuel Aragón Reyes estudia el Tribunal de Garantías Constitucionales. Con el establecimiento de este órgano, la Constitución de 1931 inauguró el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes en nuestra historia constitucional (aunque ya antes había habido en España algunas interesantes discusiones políticas y propuestas jurídicas sobre la justicia constitucional, que se exponen en el comentario). Para ello, el constituyente optó por un modelo concentrado, que se inscribía —si bien con algunas variantes significativas— en la línea del entonces naciente sistema europeo de justicia constitucional, inspirado en las teorías de Hans Kelsen. Las disposiciones de la Constitución al respecto se completaron con la importante Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales de 14 de junio de 1933, que fue —en realidad— más que una ley de desarrollo constitucional. El trabajo analiza detenidamente el sistema de justicia constitucional instaurado por la Constitución de 1931. Así, en primer lugar, trata la composición del Tribunal —ciertamente inadecuada— y sus competencias, y después se centra en la función de control de las leyes, con un profundo examen de los diversos procedimientos de inconstitucionalidad y sus efectos. Por otra parte, la profesora Piedad García-Escudero Márquez comenta el art. 125 de la Constitución de 1931, dedicado al procedimiento de reforma. Para empezar, expone el tratamiento de este tema en el constitucionalismo español —lo que permite constatar que la Constitución de la Segunda República se inserta entre los textos rígidos de nuestra historia constitucional— y en el proceso constituyente de 1931. Seguidamente, el trabajo estudia con detalle —haciendo, además, interesantes comparaciones con la Constitución española de 1978— el procedimiento de reforma de la Constitución de 1931: la iniciativa, los límites y la tramitación en doble legislatura. También se para a reflexionar sobre la posibilidad de control de la reforma constitucional por el Tribunal de Garantías Constitucionales. Finalmente, repasa la propuesta de modificación del art. 125 que se incluía en el Proyecto de reforma constitucional presentado a las Cortes en julio de 1935 por el Gobierno de Alejandro Lerroux.
El examen del contenido de la Constitución de 1931 concluye con el comentario de la disposición transitoria segunda, a cargo del profesor Abraham Barrero Ortega, que también es el autor de un trabajo conexo —incluido en el segundo bloque del libro— sobre la legislación excepcional. La disposición transitoria segunda —introducida el día anterior a la votación del texto final de la Constitución— confirió interinamente vigencia constitucional a dos leyes previas a la norma fundamental: la Ley reguladora de la Comisión de responsabilidades de las Cortes Constituyentes, de 27 de agosto de 1931, cuyo objeto era revisar y depurar las actuaciones políticas de la dictadura; y la Ley de defensa de la República, de 21 de octubre de 1931, que establecía un Derecho de excepción singular o individual (en manos del Gobierno y al margen de los tribunales) como protección extraordinaria del nuevo régimen. Con la atribución de carácter constitucional a esa legislación excepcional, se pretendía resolver el problema —que ya se puso de relieve en el debate constituyente— de su posible inconstitucionalidad sobrevenida tras la aprobación de la Constitución. Junto al Derecho de excepción singular o individual que suponía la Ley de defensa de la República, la Constitución de 1931 previó un Derecho de excepción común o general —en virtud del cual el Gobierno, por plazo limitado y con control parlamentario, podía suspender una serie de derechos y garantías constitucionales—, que posteriormente fue desarrollado por la Ley de Orden Público, de 28 de julio de 1933. Una vez aprobada esta norma, se derogó la Ley de defensa de la República, con lo que cesó la coexistencia de dos Derechos de excepción que se venía dando desde la promulgación de la Constitución.
El profesor Antonio Torres del Moral cierra la primera parte del libro con una valoración de la Segunda República y la Constitución de 1931. El trabajo comienza con un repaso de determinados problemas y momentos clave del advenimiento de la República y del proceso constituyente (como el agotamiento de la monarquía, los sucesos del 14 de abril de 1931, el rápido paso del entusiasmo inicial con que fue recibido el nuevo régimen al ambiente crispado y violento que lo acompañó hasta su triste final, o la intensa relación que se dio entre la República y la cultura). A continuación, se examinan críticamente algunos de los contenidos más relevantes de la Constitución de 1931, como el preámbulo (que, para el autor, además de estar redactado de manera confusa y poco precisa, era más bien una fórmula de promulgación) o la figura —constitucional y personal— del presidente de la República y su relación con el Gobierno, así como su destitución. Como conclusión, se enumera un catálogo de aciertos y errores de los representantes y responsables políticos de aquel período. El autor considera que fueron aciertos, por ejemplo, la conformación de un Gobierno de consenso entre las fuerzas políticas más significadas en la oposición a la monarquía, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes de 1931 con sufragio universal (incluido el voto de la mujer) o el interés de la República por la cultura y la enseñanza. Por el contrario, califica como errores, entre otros, la búsqueda del equilibrio institucional del poder político mediante la combinación de una Jefatura del Estado fuerte con un Parlamento y un Gobierno también fuertes, la atribución de carácter constitucional a la Ley de defensa de la República o el diseño del Tribunal de Garantías Constitucionales y su cierre normativo.
La nómina de las aportaciones incluidas en esta obra colectiva se completa con los comentarios de la legislación sobre tres de los grandes problemas a los que la Segunda República pretendió dar respuesta: el religioso, el agrario y el militar. Por un lado, el profesor Gerardo Ruiz-Rico Ruiz estudia la legislación religiosa, cuyo marco constitucional de referencia era un laicismo radical y abiertamente rupturista, que tenía por objetivo la secularización del Estado y de la sociedad. El principal desarrollo legislativo de las previsiones constitucionales en la materia fue la Ley de confesiones y congregaciones religiosas de 1933, que establecía un fuerte intervencionismo estatal sobre las entidades religiosas y sometía su organización y sus actividades a severas restricciones. Otra destacada norma para hacer efectivo el principio constitucional de laicidad fue la Ley de cementerios de 1932. Por otro lado, el profesor Germán Gómez Orfanel comenta la legislación agraria, con la que se quería modificar la estructura de este sector. El texto esencial fue la Ley de reforma agraria de septiembre de 1932, cuyo planteamiento se centraba en la redistribución de tierras —adquiridas generalmente por expropiación, aunque no siempre con indemnización— para asentar en ellas a los campesinos. Sin embargo, la reforma tuvo, por diversas causas (técnicas, políticas, sociales, económicas), una aplicación lenta y de alcance muy limitado. En este trabajo también se analiza la problemática jurídica de la ley aprobada en agosto de 1932 —poco antes de la Ley de reforma agraria— como respuesta al frustrado golpe de Estado del general Sanjurjo, que impuso la expropiación sin indemnización de los bienes rústicos de los participantes en dicho complot contra la República. Finalmente, el profesor Javier García Fernández examina la legislación militar, donde se manifestó con especial intensidad el impulso reformador que inspiró la Segunda República. Así, en el bienio republicano-socialista se modificaron, mediante normas legales y reglamentarias, prácticamente todos los elementos básicos del modelo de fuerzas armadas, como la denominación y estructura del Ministerio de la Guerra, la planta territorial (con la supresión de las capitanías generales y las regiones militares), la organización de la fuerza (que se articuló en torno a las divisiones), la justicia castrense (donde el Consejo Supremo de Guerra y Marina fue sustituido por una Sala de lo Militar en el Tribunal Supremo), la asistencia jurídica en el ámbito militar, la política de personal (orientada, sobre todo, a reducir las plantillas y modernizar las funciones de las diversas categorías de mandos y tropa y marinería) o la enseñanza militar. Sin embargo, como afirma el autor, ese reformismo se truncó durante el bienio conservador, ya que en dicho período se deshicieron los cambios más representativos realizados en la etapa previa y las fuerzas armadas acabaron actuando como un poder del Estado.
Una vez examinado el libro Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario, cabe considerar logrado el propósito que animó a los profesores Joan Oliver Araujo y Agustín Ruiz Robledo a dirigir este trabajo colectivo: hacer un estudio jurídico y sistemático de la Constitución de 1931 y de su despliegue normativo directo más relevante. La disposición y el contenido de la obra responden perfectamente a esa idea rectora, ya que, por un lado, se comentan las diferentes partes en que se articula el texto constitucional y, por otro, se analiza el desarrollo legislativo más destacado de las previsiones constitucionales por ámbitos o sectores. Los dos bloques son, además, plenamente conexos, porque los diversos comentarios del contenido de la Constitución se ven complementados y enriquecidos por el estudio de la legislación sobre la materia correspondiente. El resultado de esta adecuada conjunción entre ambos grupos de trabajos es una obra colectiva que ofrece un análisis ordenado, exhaustivo y coherente, no solo de la Constitución de 1931, sino de todo el conjunto normativo esencial de la Segunda República. Por ello, es indudable que este libro —como manifiestan sus directores en el prólogo— resultará a partir de ahora una referencia inexcusable para quienes quieran estudiar la Constitución de 1931.