RESUMEN

España ha experimentado importantes cambios políticos en los últimos años. Entre ellos, la aparición de términos nuevos como lo nacional-popular, introducido en el lenguaje político nacional por el discurso de Podemos y luego Más País. Este artículo se pregunta por el contenido que esas fuerzas políticas le dieron a ese concepto de cuño latinoamericano en un contexto como el europeo. Asimismo, examina cómo lo usaron a fin de analizar —en clave gramsciana— si se adaptó a la especificidad histórica española y de sus sectores populares. Finalmente, partiendo de ese uso, se busca precisar qué sentido puede adquirir lo nacional-popular latinoamericano en el contexto español.

Palabras clave: Nacional-popular; España; política latinoamericana; Podemos; Más País.

ABSTRACT

Spain has undergone major political changes in recent years. Among them, the appearance of new terms such as «the national-popular», introduced in the political national language by Podemos and Más País’ discourses. This article asks about the content that these political forces gave to that concept, of Latin American origin, in a European context. It also examines how they used it, in terms of analyzing —in a Gramscian perspective— if it was adapted to the historical specificity of Spain and its popular sectors. Finally, on the basis of that use, the article seeks to specify which meaning can acquire «the national-popular», under a latinoamerican perspective, in the spanish context.

Keywords: National-Popular; Spain; Latin American politics; Podemos; Más País.

Cómo citar este artículo / Citation: Franzé, J. (2022). Los usos de lo nacional-popular en la crisis española (2014-‍2021). Revista de Estudios Políticos, 197, 137-‍165. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.197.05

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN: LAS PREGUNTAS
  4. II. CONCEPTO DE LO NACIONAL-POPULAR
  5. III. LO NACIONAL-POPULAR EN PODEMOS Y EN MÁS PAÍS
    1. 1. El Podemos populista (2014-‍2015)
    2. 2. Errejón: lo nacional-popular como nueva voluntad populista
  6. IV. EL PROGRAMA NACIONAL-POPULAR Y LA CULTURA POLÍTICA EN ESPAÑA
  7. V. A MODO DE CIERRE
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

El discurso más radical, el ingeniero más inventivo y el más sistemático son sorprendidos, engañados por una historia, un lenguaje, etc., un mundo (puesto que «mundo» no quiere decir otra cosa) al que deben pedir prestadas sus piezas, aunque sea para destruir la antigua máquina.

Jacques Derrida, De la gramatología

I. INTRODUCCIÓN: LAS PREGUNTAS[Subir]

Los cambios en la política española de los últimos años se pueden ver, cómo no, a través del lenguaje. La crisis económica mundial de 2008 acabó trasladándose a la política como crisis de representación (‍Boix, 2019), pero tuvo características específicas en la zona euro, especialmente en los países deudores (España, Grecia, Irlanda, Italia, Portugal, Chipre) dada la percepción ciudadana de impotencia de los Gobiernos democráticos nacionales y la respuesta tecnocrática, favorable al ajuste, de la Unión Europea (‍Sánchez Cuenca, 2014). En España, ese descontento se expresó a través del movimiento 15M en 2011. La política institucional, altamente estabilizada, perdió la previsibilidad que la caracterizaba desde su reconfiguración en 1978 merced a la crisis del bipartidismo, visible en las elecciones generales de 2015 (‍Orriols y Cordero, 2016; ‍Simon, 2016; ‍Rodon y Hierro, 2016). Lo que antes eran procesos predecibles se volvieron escollos, como la formación de Gobierno o la relación entre el Estado central y algunas autonomías clave.

Toda esta conmoción se expresó y a la vez produjo nuevos términos como casta, Régimen del 78, pueblo, nueva política, chiringuitos, derechita y trifachito, entre otros, y nuevos procedimientos y formas: consultas y elecciones internas partidarias, asambleas barriales, escraches, plataformas ciudadanas, renovación generacional de los liderazgos y referéndums ilegales.

Entre las más populares de estas nuevas palabras se hallan dos, lo nacional-popular y populismo[2]. Estos términos entraron en el vocabulario político gracias a Podemos, que inspirado en la llamada «ola rosa» latinoamericana se planteó en 2014 una vía nacional-popular y/o populista de acceso al poder (‍Iglesias, 2015b: 21).

Lo que nos preguntamos aquí es precisamente qué significado ha tenido el uso de la denominación nacional-popular en el contexto de la cultura política española. Al tratarse de un término prácticamente inédito en el vocabulario político español, ¿qué novedad trajo? ¿Qué vino a nombrar que antes no estaba representado? ¿Cómo operó la transposición de este término más usual en la cultura política latinoamericana a otra europea como la española?

En lo que sigue, se mostrará cómo Podemos hacia 2014 introduce en el contexto de esta crisis el concepto de lo nacional-popular y se analizará su utilización hasta nuestros días, incluyendo a Más País, creado en 2019. Se identificarán tres usos principales: como sinónimo de populismo, como programa político y como construcción de una nueva voluntad colectiva. Se analizará la coherencia de esos usos en el discurso de Podemos y en Más País, para luego interrogarnos qué vínculo puede tener ese uso en una cultura política como la española. Finalmente, se propondrá una hipótesis acerca de las perspectivas teóricas que operaron determinando esos usos.

II. CONCEPTO DE LO NACIONAL-POPULAR[Subir]

Para definir este concepto nos centraremos en la interpretación y reelaboración en clave latinoamericana que del mismo realiza Juan Carlos Portantiero, uno de los principales estudiosos de Gramsci. A los fines de este artículo, esto se justifica porque Podemos y Más País utilizaron ese concepto gramsciano reelaborado a la luz de la experiencia histórica y contemporánea de los populismos latinoamericanos.

En su libro Los usos de Gramsci, Portantiero define lo nacional-popular en Gramsci como voluntad colectiva, en el sentido del pasaje de clase corporativa a clase hegemónica, entendido como la capacidad de superar los propios intereses económicos estrechos y dirigir a las demás clases negociando y absorbiendo sus demandas/intereses para construir un nuevo bloque histórico. Este último concepto se aleja en Gramsci de la noción de alianza de clases y, por tanto, de yuxtaposición de intereses dados, para plantearse como construcción de un nueva identidad, de una nueva voluntad portadora de una concepción del mundo novedosa sobre la base de una reforma intelectual y moral (‍Portantiero, 1983a: 151-‍152). Este proceso de construcción de una nueva identidad también es nacional-popular en el sentido de que está arraigado en la irreductible particularidad política de la historia nacional, no en una receta universal-abstracta que, mirando la infraestructura económica, se aplica indistintamente a toda formación social[3]. Aunque la finalidad de la construcción de una nueva sociedad en Gramsci es internacional y su contenido, socialista, su punto de partida es la historia de cada nación (‍Portantiero, 1983b: 77)[4].

Como voluntad colectiva, cabría decir entonces que lo nacional-popular tiene dos significados solo analíticamente distinguibles: generalidad (lo que en España se ha llamado «transversalidad») e historia nacional. Dicho de otro modo, es la construcción de una voluntad colectiva no solo de clase ni principalmente económica, arraigada en el imaginario particular de una comunidad política nacional. Pero que el bloque histórico no represente exclusiva y excluyentemente los intereses de la clase que lo hegemoniza no significa que para Gramsci los actores sociales no estén preconstituidos en términos de clase. La suya es una mirada no economicista de la lucha política entre actores no obstante definidos en términos de clase[5]. Por lo tanto, este primer sentido de lo nacional-popular como voluntad, aunque tiene un elemento formal, no deja de estar vinculado a la preconstitución de los actores como clases sociales. Este primer sentido es, en definitiva, similar al de política y hegemonía en términos de clase.

Portantiero reelaborará el concepto gramsciano de lo nacional-popular para comprender y caracterizar a movimientos latinoamericanos como el varguismo, el peronismo, el cardenismo o el MNR boliviano, sin perder de vista por ello sus particularidades nacionales (‍1983a: 166-‍167). Este concepto está más cerca de lo que podríamos denominar un programa político e incluso una ideología que, como tal, puede convertirse en un régimen político. En efecto, se trata del Estado formado en América Latina tras la crisis del Estado liberal en los años treinta, aunque como veremos caben excepciones. Este nuevo Estado es intervencionista y promueve la incorporación de las masas. Esta ciudadanización de los sectores populares se da a través de la ruptura con el Estado oligárquico (ibid.: 165) y, a diferencia del proceso europeo, las clases trabajadoras no entran a formar parte del pueblo como consecuencia del progresivo pasaje de su condición de clase corporativa a clase auxiliar/hegemónica, sino como resultado de la crisis política del Estado que las marginaba. La incorporación a la vida estatal se da en el seno de una coalición nacional-popular, que vincula a la clase trabajadora con la burguesía nacional y sectores de las Fuerzas Armadas, todos interesados en el desarrollo del mercado interno a través del circuito producción-consumo que vincularía a la industria nacional y a las capas populares, contra el modelo de acumulación de la gran burguesía terrateniente —«oligárquico», en su condensación política— basado en la exportación de materias primas, que condena al país a un infradesarrollo capitalista en virtud de su atadura a un mercado mundial dominado por el intercambio desigual. El sindicalismo será a la postre la expresión más acabada de esa incorporación de la clase trabajadora, sostiene Portantiero, pues pasa a formar parte de una institucionalidad en sentido extenso del término, coherente con la noción gramsciana de Estado ampliado. Para Murmis y Portantiero, la participación inicial de la clase trabajadora en el peronismo no resultó de una débil conciencia política, sino de la búsqueda de una defensa autónoma de sus intereses de clase (‍1987: 103). Este significado de lo nacional-popular, aunque refiere a un programa o régimen, incluye el anterior de voluntad colectiva, precisamente por su vocación hegemónica. No obstante, la clase trabajadora no es protagonista sino auxiliar en esta identidad nacional-popular, cuya dirección —como afirma Portantiero— es básicamente burguesa.

Este segundo significado de lo nacional-popular como programa es el que más habitualmente se ha utilizado como sinónimo de populismo. El propio Portantiero lo hace (‍1983a: 164-‍165)[6]. Por eso, los populismos clásicos (varguismo, peronismo, cardenismo) representan para él los casos paradigmáticos de Estado nacional-popular. Y, dado que todo proceso nacional-popular tiene vocación hegemónica, la sinonimia entre populismo, nacional-popular, hegemonía y política queda abonada.

¿Es compatible teóricamente esta reelaboración latinoamericana de lo nacional-popular con el concepto de populismo de Laclau? Esta pregunta es pertinente porque —como veremos— Podemos y Más País han utilizado ambos conceptos indistintamente, a partir de diagnosticar una «latinoamericanización» de la política española.

Laclau entiende el populismo como una forma, como una frontera interna antagónica entre pueblo y oligarquía, concebidos como identidades no prefijadas en términos de clase ni de ningún otro modo, sino como actores cuya constitución es el núcleo de la propia lucha política (‍2005: 150-‍151). Por lo tanto, para Laclau el populismo no es nada que tenga que ver con un contenido: no es un partido, una base social, una ideología, una política pública específica, ni un tipo de liderazgo, sino un modo de construir lo político.

Para Laclau, el modo opuesto al populismo de construir lo político es el institucionalismo (ibid.: 103-130). En este caso, el sistema político se autopresenta con capacidad infinita de ampliación y absorción de demandas, siempre que comparezcan de a una, por lo que las reglas que lo conforman se vuelven así ideológicamente neutrales, despolitizadas, incapaces de excluir a ningún actor ni a ninguna demanda, entendida ahora como petición. La vía institucional se vuelve, por tanto, la única razonable y seria, tornando superflua y extemporánea cualquier impugnación radical de la misma, como sería el populismo. En el institucionalismo hay continuidad entre orden y demandas, mientras que en el populismo las demandas deben agruparse en un conjunto antagónico al poder (el pueblo) para poder realizarse, y por eso se entienden como exigencias. Si en el institucionalismo la frontera política coincide con los límites de la comunidad, en el populismo es interna y divide al pueblo de la oligarquía o el poder.

De este modo, lo nacional-popular, pensado como programa político, ideología y/o régimen, no podría ser su sinónimo. Primero, porque ningún contenido específico puede encarnar como tal lo populista en Laclau, a excepción del rasgo de contenido implicado en la propia forma del antagonismo pueblo-oligarquía y en la lógica hegemónica plebs-populus. Y, segundo, porque lo nacional-popular latinoamericano como contenido programático conserva a su vez una matriz de clase. Por su parte, lo nacional-popular como voluntad colectiva no le agregaría nada nuevo a una perspectiva discursiva como la de Laclau y Mouffe, pues sería redundante con el concepto de hegemonía (y con el de política), que consiste en universalizar un particular (‍Laclau y Mouffe, 1987: 155-‍166). Y seguiría siendo parcialmente contradictorio con la matriz de clase que esa voluntad colectiva, pese a ser algo nuevo, diferente de una yuxtaposición de intereses, tiene en Gramsci.

Si para Laclau el populismo se vincula además a momentos de activación (‍2005: 266-‍267), cabe sostener entonces que no todos los populismos son nacional-populares en términos de programa —puede haberlos neoliberales, por ejemplo—, e incluso que no todos los regímenes ni proyectos nacional-populares fueron o son populistas, precisamente porque al ser un momento no constituye algo relativamente permanente como una ideología, una base social, un partido o una política pública.

Las dos presidencias de José Batlle y Ordóñez (1903-‍1907 y 1911-‍1915) pueden verse como ejemplo de un proceso nacional-popular no populista. El batllismo se valdrá del Estado para generar un proceso de desoligarquización del país —sustentado en la exportación agropecuaria de los grandes terratenientes y la inversión extranjera— basado en la modernización e incorporación de nuevos actores sociales —nuevas clases medias y trabajadores urbanos, aliados a una incipiente burguesía industrial—, para lo cual nacionaliza sectores clave de la economía, favorece el proteccionismo y desarrolla la legislación laboral. También impulsa una reforma intelectual y moral que seculariza la vida social y expande la educación, así como una reforma política —basada en la democracia y en el valor ejemplar de la ley— que amplía la participación de nuevos sectores (mujeres, sirvientes, jornaleros, analfabetos) y promueve mecanismos democráticos (referéndum, plebiscito) (‍Oddone, 1992: 127-‍130; Zubillaga[7], ‍1985: 18-‍21, 33; ‍Barrán y Nahum, 1983; ‍Touraine, 1989: 180).

El desarrollo de este proyecto acarrea al batllismo conflictos con el capital inglés, la Iglesia, la burguesía terrateniente y el Partido Nacional (Blanco). Aquí aparece entonces la especificidad no populista de este proceso: a pesar de la división del país por la resistencia del orden viejo a las reformas, el batllismo no va a presentar ni su proyecto ni los enemigos que le genera ni los sectores favorecidos como parte de un antagonismo político (‍Claps y Lamas, 1982: 225, 246; ‍Zubillaga, 1985: 22-‍25). En cambio, el proyecto será defendido porque resuelve injusticias que son vistas como fruto de errores y/o resultado de una mala combinación de factores dañinos. El batllismo no imputa la injusticia social a la acción deliberada de ningún sector en defensa de su interés particular ni a un conflicto general de intereses, y es mostrada como perjudicial para la sociedad en su conjunto. Por tanto, es posible reparar ese error sin dañar a ningún actor (‍Claps y Lamas, 1982: 247-‍256; ‍Zubillaga, 1985: 25). El discurso batllista no hace una apelación usual al bien común, sino en clave republicana, ilustrada y moderna: los intereses particularistas son parte de un pasado primitivo e irracional que superar porque impiden la realización de un orden beneficioso para todos. Cabría decir que, según esta perspectiva, el que privilegie su interés particular saldrá más perjudicado que si primara el bien común (‍Caetano, 2015: 197-‍198, 207).

El batllismo no presenta entonces el orden político como institucionalización de los intereses de un grupo, sino expresión impersonal de valores acertados o errados. Por eso, el orden nuevo no debe construirse contra el orden viejo, impugnándolo por representar a una minoría insensible a la que hay que desplazar, sino que se edifica introduciendo reformas dentro de él. Correlativamente, el pueblo no aparece como la negación de la oligarquía y aquello que redimir. En este discurso no hay un sujeto popular que encarne en exclusiva los verdaderos intereses nacionales, sino que el horizonte de llegada es la realización de «la República», espacio neutral de convivencia y armonía comunitaria, que beneficiará incluso a sus ofuscados opositores de hoy. El batllismo desarrollará esta política nacional-popular, que implica las primeras formas del Estado de bienestar, como ampliación del orden republicano, en nombre del equilibrio social y para prevenir la lucha de clases. El orden nuevo y sus demandas caben en el orden viejo, no son incompatibles con este.

Por todo ello, cabe decir entonces que el batllismo es nacional-popular como programa y como voluntad, porque se propone colocar al pueblo —no entendido como parte beligerante, sino como conjunto de la comunidad— como núcleo de la nación, identificando la soberanía nacional con la soberanía popular[8] vía una intervención estatal que produce la unión de la comunidad política a través de la integración social y la reforma moral. Pero, a la vez, cabe sostener que no es populista —siempre en los términos de Laclau— porque no identifica un enemigo, no traza una frontera política, sino que piensa esa transformación como una expansión y mejoramiento del orden dado, en el que caben las nuevas demandas[9].

III. LO NACIONAL-POPULAR EN PODEMOS Y EN MÁS PAÍS[Subir]

1. El Podemos populista (2014-‍2015)[Subir]

Podemos surge a comienzos de 2014 recogiendo el legado del 15M. Partiendo de la teoría de la hegemonía postmarxista de Laclau y Mouffe (1987), e invocando los conceptos de populismo, de Laclau, y de lo nacional-popular, de Gramsci, en clave latinoamericana, elaborará un diagnóstico según el cual España atraviesa la crisis orgánica —aunque no de Estado— del «Régimen del 78», el orden político constituido por la Transición (‍Iglesias, 2015d: 17-‍18). Para Podemos, eso abría una «ventana de oportunidad» para reformular las identidades políticas dominantes, desplazando la frontera izquierda-derecha para constituir un «pueblo» populista nacional-popular, transversal, opuesto a las élites, basado en una nueva dicotomización arriba-abajo (‍Podemos, s/f: 4; ‍Iglesias, 2015e: 34-‍36; ‍Iglesias, 2015d: 20-‍23; ‍Porta Caballé y Jiménez, 2016). En esa primera etapa, que llegará hasta principios de 2015 (‍Franzé, 2017: 226-‍237), Podemos tendrá un discurso populista con tintes programáticos nacional-populares. Afirmará que España se ha convertido en una colonia de Alemania, por lo que debe recuperar su soberanía nacional, si bien en el marco de una Unión Europea refundada. Para ello, propondrá desplazar a la «casta» del «neoliberal Régimen del 78» a fin de impulsar una noción federalizante de España, recuperar el sector público y profundizar el Estado de bienestar como garantía de justicia social (‍Podemos, 2014a; ‍2014b: 15, 31-‍34; ‍2014c: 6, 14; ‍Iglesias, 2015a: 39). Podemos reivindicará el término patria —ajeno al vocabulario político español, en el que la derecha habla de nación y por ello la izquierda no socialista y los nacionalismos «periféricos» hablan de Estado español; el PSOE prefiere país— y un nuevo patriotismo basado en la centralidad del pueblo y los derechos sociales sostenidos por lo público-estatal (‍Iglesias, 2015f).

El primer Podemos no se definirá pública y explícitamente como «populista» —el documento partidario arriba citado es interno—, pues sus adversarios utilizarán ese término para criticarlo. Sí tratará el tema en el terreno de la reflexión intelectual.

Errejón entenderá lo nacional-popular como sinónimo de lo populista, concepto este que toma a su vez de Laclau (‍Errejón y Mouffe, 2015: 78; 83). Su posición será la del partido. Basándose en la experiencia histórica y reciente latinoamericana, en particular en la del MAS boliviano —objeto de su tesis doctoral (‍Errejón, 2012)— Errejón destacará dos elementos de lo nacional-popular (o populista, en su discurso): la creación de nuevas identidades políticas hegemónicas quebrando el eje clásico izquierda-derecha, para asimilar soberanía nacional a soberanía popular —«la patria con el pueblo» (‍Errejón y Mouffe, 2015: 82)— y las transformaciones igualitarias de esos Gobiernos en términos de democratización y redistribución de la riqueza (íd.). Para Errejón, esas transformaciones no habrían sido posibles sin la construcción de esa nueva voluntad colectiva en clave populista, como un pueblo («la gente») opuesto a una minoría oligárquica e insensible («la casta»). Para Errejón, hay una «latinoamericanización» de la política española (ibid.: 83). Por eso, el proceso boliviano le resulta inspirador para el caso español, pese a las diferencias entre ambos (ibid.: 83; 119). La principal es que, aun con la crisis de representación que corroe la hegemonía del bloque histórico, el Estado no ha perdido autoridad en España y, por tanto, el daño social es menor. Por eso sostendrá que el objetivo de la protesta social en España es conservar ese débil Estado social (íd.). Según Errejón, el enemigo político de España —en tanto país semicolonizado, como Grecia— es el poder financiero internacional, ante el cual debe afirmar su soberanía nacional-popular (ibid.: 117) a través de un sujeto patriótico, popular y democrático. Su uso de lo nacional-popular —siempre como sinónimo de populismo— es como programa político y como voluntad colectiva.

Ya en esta primera etapa de Podemos, Iglesias va a mostrar sus reservas con la visión de Errejón. Iglesias afirmará su diferencia con Laclau, al entender que en La razón populista abandona completamente el marxismo, si bien reconocía que Laclau proponía un «mecanismo teorético» para interpretar la autonomía de lo político, las «mediaciones» entre crisis económica y crisis política. «Es absolutamente cierto que no se habría producido ninguna crisis de régimen, ni en España ni en otros lugares, sin la crisis financiera» (‍2015a: 37), concluía Iglesias. Esta interpretación materialista de la crisis, anclada en el determinismo económico, resultaba coherente con su lectura de Gramsci —alejada de la de Laclau y Mouffe— en términos de «teórico de las superestructuras» (‍Iglesias, 2015g).

Esta posición epistemológica se ve complementada en Iglesias por la noción programática de que para Podemos la cuestión social estaba por encima de la cuestión nacional. Iglesias sostendrá —y nótese que refiriéndose a Cataluña— que «el desafío catalán al Régimen del 78 ha perdido algo de su centralidad con la emergencia de Podemos, dado que nosotros ponemos la cuestión social, antes que la cuestión nacional, en la primera línea de nuestra impugnación del régimen» (‍2015a: 43). En otro artículo de ese mismo año, Iglesias reiteraba esa idea, a la que curiosamente denominaba «apuesta por lo nacional-popular»:

Que Podemos fuera capaz de desplazar del centro del debate el problema catalán, frente a la cuestión social, disparando todas las alarmas del catalanismo de derecha y de izquierda, prueba hasta que punto estábamos, literalmente, pateando el tablero. E incluso dimos un paso más reivindicando, nada menos que en un país plurinacional como España, la idea de patria vinculada a los derechos sociales, como agregador político-emocional. Pocos podían pensar que una apuesta tan audaz por lo nacional-popular en España pudiera funcionar. Y vaya si funcionó (‍Iglesias, 2015c).

Coherentemente con el giro del discurso de Podemos del antagonismo al agonismo de comienzos de 2015 (‍Franzé, 2017), Iglesias afirmará en julio de ese año, ante el retroceso de Syriza, que «Grecia no es España. Nuestro país cuenta […] con unas instituciones públicas capaces de disciplinar a nuestras oligarquías corruptas, improductivas y defraudadoras simplemente haciendo cumplir la ley», rebajando considerablemente el elemento de impugnación del «Régimen del 78», que ahora podía convertirse en antioligárquico solo cumpliendo la ley; de ahí que el artículo bregara por una nueva Transición (‍Iglesias, 2015b).

Desde las elecciones generales del 26 de junio de 2016 —última campaña que dirigirá Errejón— el discurso de Podemos irá virando hacia las posiciones tradicionales de la izquierda a la izquierda del PSOE, trayectoria anticipada con el pacto con IU de mayo de 2016. Esto generará una distancia cada vez mayor entre Iglesias y Errejón, explicitada con la disputa interna en el segundo congreso partidario en febrero de 2017, donde Iglesias se impone con claridad. La historia acabará en la salida de Errejón de Podemos a comienzos de 2019 para formar Más País, lo cual marcó el declive casi definitivo del discurso nacional-popular/populista en la formación morada.

Iglesias argumentará que el 26J clausura el ciclo populista porque la apuesta por una guerra de movimientos («blitz») no alcanza a plasmarse en un resultado electoral suficiente para acceder al gobierno. Iglesias afirmará que cerrada la «ventana de oportunidad» abierta por el 15M, Podemos debe dejar de ser un ejército irregular dedicado a una lucha frontal para pasar a ser un ejército regular abocado a una guerra de posiciones[10] (‍Iglesias, 2016c). Errejón, a pesar de coincidir en el cierre de ciclo que significa el 26J, sostendrá que ha sido el pacto con IU y el abandono de la «transversalidad» inicial lo que ha generado malos resultados, básicamente el millón de votos que UP no sumará entre las generales de 2015 y el 26J (‍Carvajal, 29 de junio de 2016).

Las diferencias entre Iglesias y Errejón eran teóricas, sobre en qué consiste la construcción de una nueva voluntad colectiva y, por tanto, políticas, vinculadas al sentido de Podemos como organización. Errejón piensa la construcción de ese pueblo como creación de algo nuevo, mientras que para Iglesias consiste en una alianza que sume identidades preexistentes (‍Franzé, 2017: 237). Por eso, Errejón pensará que el partido debe representar esa nueva voluntad, mientras para Iglesias tiene que ser un instrumento de los movimientos sociales. Iglesias defenderá su posición en clave populista, afirmando que para Laclau ese nuevo pueblo se crea con los sujetos que están «fuera» de las instituciones, interpretando la exclusión y la inclusión del autor de La razón populista en términos materiales y espaciales y no simbólicos (‍Franzé, 2017: 237).

El giro de Podemos tras el 26J significará también la sustitución de la inicial interpretación eminentemente política de la perdurabilidad de las élites en el pasaje de la dictadura a la democracia, por otra más clásica de la izquierda no socialista española, de carácter económico. El inicial significante la casta será ahora reemplazado por el de trama, y la noción de Régimen del 78 perderá protagonismo. En abril de 2017 esta interpretación se presentará en público con la campaña del Tramabús. Para Iglesias, casta resultaba estrecho (politicista) para dar cuenta de la real fisonomía del poder en España, que para ellos es justamente un entramado según el cual los verdaderos poderes económicos utilizan el poder político en su provecho y así contra las mayorías populares (‍López de Miguel, 5 de marzo de 2017). La concepción de la trama, más allá del uso específico de este término, dominará el discurso de Podemos en adelante. La formación y, en especial, su líder Pablo Iglesias, se presentarán como los que dicen «la verdad», caiga quien caiga, sobre «el poder», mostrando cómo los poderes económicos dominan en las sombras a los poderes políticos.

Este diagnóstico afirmará que el poder en España lo tienen unas elites extractivas, provenientes del franquismo, que redirigen la riqueza que se genera en el país merced a los trabajadores, las pymes y los autónomos, a los paraísos fiscales. Este modelo productivo poco industrializado, centrado básicamente en los servicios (sobre todo, turismo), coloca a España en la periferia de Europa y hace que su Estado de bienestar se encuentre infradesarrollado en relación con su capacidad económica (‍Podemos: 2019b, 5). La corrupción —siempre según UP— es clave para la imbricación de lo económico con lo político, pues permite que las élites premien a los políticos de los partidos tradicionales con «jubilaciones doradas» en los consejos de administración de las grandes empresas (las «puertas giratorias») (‍Montero: 2017). Los partidos tradicionales no tienen la independencia suficiente del poder económico para hacer cumplir la Constitución estableciendo —por ejemplo— una fiscalidad progresiva y poniendo la riqueza social al servicio del bien común (‍Iglesias, 2017; ‍Podemos: 2019a: 47; ‍2019b: 5). Aquí se ve cómo Podemos, a diferencia de como lo había hecho originariamente, deja de impugnar radicalmente la Transición y, por el contrario, rescata la institucionalidad española, que ya no es resultado de esas élites, sino, por el contrario, traicionada por ellas, lo que las convierte en verdaderas antisistema y antipatriotas (‍Iglesias, 2019, ‍2020). El de Podemos es, tal como dijera Iglesias en varias ocasiones, un programa socialdemócrata clásico, de la etapa anterior a la globalización y el neoliberalismo (‍2016b). Es en este tipo de política pública universalista donde Podemos cifra ahora la transversalidad, y ya no como en sus inicios, en la construcción de un nuevo sujeto popular. Si este sujeto se edificaba contra las elites y su orden, la Transición, ahora se trata más bien de que puedan realizarse sus distintas demandas preexistentes, sector a sector (mujeres, trabajadores, pymes, autónomos), apelando a que las mismas son de sentido común democrático y que incluso la derecha podría estar de acuerdo con ellas; por ello son canalizables en el marco de la aplicación de la Constitución de 1978, fruto del consenso. La transversalidad coincide ahora con «el pueblo» de la Constitución y tiene por base la idea clásica de la izquierda no socialista de que el PSOE ha sido inconsecuente a la hora de representar auténticamente a las clases populares españolas. La contraprueba es que las élites deben, para alcanzar sus objetivos, incumplir la ley (corrupción y medidas pseudolegales como la amnistía fiscal de 2012). Podemos, en cambio, se presenta como el único garante del mandato popular-constitucional, pues puede equivocarse, pero «no roba» ni depende de los bancos (‍Montero: 2017; ‍Podemos: 2019a: 5).

Asimismo, Podemos afirmará la plurinacionalidad de España. Propondrá el derecho a decidir en Cataluña y en el resto de las denominadas nacionalidades históricas, basándose en que el artículo 2 de la Constitución de 1978, diferencia entre nacionalidades y regiones. Podemos reconocerá que es casi imposible acordar este punto con las derechas, pero porque estos sectores no comprenden la idea de España que esboza la propia Constitución.

Hay algo en este discurso de Podemos que resuena a lo nacional-popular: la idea de que traicionar a España es traicionar a su pueblo, que es lo que hacen sus élites. Esta afirmación tiene dos implicaciones clave: quién es el pueblo (y por tanto, la élite) y qué programa resolvería esa traición.

La concepción del pueblo del primer Podemos, que deriva de Errejón, dada su importancia se analizará en el siguiente apartado. En cuanto al programa, el discurso de Podemos aparece sin tres componentes fundamentales de lo nacional-popular: antiimperialismo, nuevo bloque histórico (sectores populares y burguesía nacional) y relación entre soberanía nacional y soberanía popular. Podemos no identifica unas relaciones económicas mundiales estructuralmente desiguales entre unos países subalternos y otros centrales que estén enajenando la riqueza de España y generando su atraso. Más bien, el problema es el rol periférico de España dentro de la economía europea que acepta y reproduce su élite, producto a su vez de su propia historia como país oligárquico cuya transición a la democracia no afectó —siempre según Podemos— su estructura económica. En este esquema, Europa no puede funcionar como imperialismo porque es una federación de países a la cual España se integró democráticamente y de la cual ningún partido plantea salir —ni los independentistas—, sino más bien lo contrario: el problema en todo caso es no ser lo suficientemente europeo. Así lo sostiene el propio Podemos al poner como ejemplo para España una Europa con sistemas impositivos más progresivos. El problema entonces es la fisonomía de Europa: su neoliberalismo. Aun así, Podemos pasará de aspirar a la refundación de la UE para despojarla de su neoliberalismo constitutivo a luchar exclusivamente contra la élite española, no contra la de Bruselas, en tanto Europa es un significante vacío clave en el imaginario político español. Tampoco en este discurso hay un imperialismo que oprima a Europa.

El otro rasgo típico de lo nacional-popular como programa que Podemos no plantea es la mutua implicación de la soberanía nacional y la soberanía popular. Esto es, que la nación será tal y realizará sus fines solo cuando la soberanía popular se efectivice, pues los intereses nacionales son los de su pueblo, y para que esos intereses se plasmen es necesario un nuevo bloque de poder. Más aún, a propósito de la cuestión catalana, vimos que Iglesias separaba e incluso contraponía cuestión social y cuestión nacional, privilegiando la primera en detrimento de la segunda. Esto es del todo extraño al discurso nacional-popular, que justamente concibe que ambas se coconstituyen.

El rasgo plurinacional que Podemos otorga a España cortocircuita la identificación de lo nacional con lo popular, pues lo nacional no adquiere la homogeneidad mínima que permita constituirlo. Por el contrario, es tensado por las naciones que lo conforman, algunas de las cuales hablan incluso de colonialismo interno, sea económico y/o cultural. Volveremos sobre esto más adelante.

En definitiva, el discurso de Podemos tiene un aire lejano a lo nacional-popular como programa y voluntad en tanto afirma que la patria es asegurar los derechos del pueblo a través de lo público. Pero esta identificación no requiere —salvo durante el primer año— la reformulación del orden político, pues la ley y las instituciones vigentes lo permitirían; ni la construcción de un nuevo pueblo, pues ya están planteadas las demandas de las mujeres y las de la clase trabajadora, por ejemplo; ni la refundación de Europa, pues esta es el hogar «natural» y deseable de España. Además, presenta serias tensiones entre lo social (lo popular) y lo nacional. No solo porque aun si se los pensara coimplicados no podría obviarse la dificultad específica de lo plurinacional, sino porque —al menos en Iglesias— lo social aparece como freno para la cuestión catalana. Finalmente, la doble alianza con formaciones que, en definitiva, tienen un programa socialdemócrata europeo —como IU y PSOE— difumina el carácter nacionalista y antiimperialista prototípico de lo nacional-popular latinoamericano y coloca a Podemos en la senda de la profundización del Estado de bienestar como modo de incorporación y participación de las masas en la vida política. En su primer año, además, la asimilación de lo nacional-popular a lo populista obligó a Podemos a representar a «los de abajo» contra «el poder», olvidando que en todo caso lo nacional-popular latinoamericano incluiría también a la burguesía nacional en un lugar preminente, y no resultante de una mera «transversalidad».

2. Errejón: lo nacional-popular como nueva voluntad populista[Subir]

En su último libro, Errejón utiliza intensamente el concepto de lo nacional-popular. Lo hace, en lo fundamental, como sinónimo de creación de una nueva voluntad colectiva (‍2021: 41, 46) y, por lo tanto, de transversalidad, pero también de populismo (ibid.: 59, 73, 129, 134-‍135, 177, 198).

Para analizar cómo Errejón encadena esos usos, vale la pena —pese a su extensión— citar el siguiente párrafo:

Porque las mayorías sociales que caen en la incertidumbre y la angustia a duras penas comparten rasgos sociales que garanticen su «unidad». La pulverización de vínculos comunitarios operada por el neoliberalismo lo hace casi imposible. Por tanto, la «unidad» de los maltratados no es el punto de partida en el que descubrir el pasado común o los rasgos esenciales esperando a ser proclamados, sino el punto de llegada: la reunión de quienes no tienen otro título. We the people.

Y este sí es el verdadero momento gramsciano: la articulación de una voluntad colectiva nacional-popular por la que los postergados se postulan como legítimos portadores del nuevo interés general. Ernesto Laclau lo expresaba de forma sintética y hermosa: «La plebs que reclama ser el único populus legítimo». Por eso he defendido siempre que el objetivo de la izquierda no es la reunión de la izquierda, sino trascenderse en algo muy superior: la construcción de pueblo.

A este momento los comentaristas suelen llamarle populismo con un rictus despectivo en la boca. Eso es como no decir nada. Olvidan que es el momento de constitución popular que está en el origen de todas las ampliaciones democráticas o de cada pacto constitucional. El pueblo es algo así como un imposible inevitable: no se puede determinar estadísticamente ni decretar, pero tampoco hay sociedad que se mantenga sin un lazo afectivo y trascendente compartido, una idea de quienes somos «nosotros». El sentido que el pueblo tenga en cada caso depende de una lucha política con su interior. En primer lugar, por definir la frontera que lo demarca. No hay identidad sin afuera ni pueblo sin exterioridad. Y no es lo mismo que el pueblo se construya por oposición a las oligarquías que viven por encima de la gente a que lo haga por oposición a los migrantes, a comunidades nacionales interiores o a las personas con orientación sexual diversa, por poner un ejemplo. Y en segundo lugar, por la explicitación de su antiesencialismo. No es lo mismo un pueblo que se afirme en la reunión de los frágiles para cuidar del prójimo, para tener futuro en común, una comunidad cívica y democrática, que uno que se quiera en la recuperación de las esencias del pasado.

Esta es sin duda una de las batallas más importantes del futuro. En España el 15M fue sin duda un momento populista democrático, de apertura del demos e intento de superar el divorcio entre el país real y el país oficial haciendo de las razones de la calle las razones de una profunda transformación institucional y económica del poder. Un intento igualitarista de equilibrar la balanza entre la oligarquía y un pueblo que en ese mismo acto se formaba.

El primer Podemos fue un intento de traducción de aquella voluntad nacional-popular y democrática a la contienda electoral e institucional. Llegamos muy lejos, aunque no conseguimos nuestros objetivos» (ibid.: 67-68).

Errejón terminará asimilando lo nacional-popular a populismo a través de un rodeo. El primer paso es identificar lo nacional-popular con la construcción de una nueva voluntad colectiva, un pueblo. El segundo paso es clave. Errejón parece dar por sentado que el único modo de construir un pueblo es el populista descrito por Laclau en La razón populista: «La plebs que reclama ser el único populus legítimo», es decir, el pueblo contra la oligarquía.

Comparado con la primera etapa de Podemos, este uso —presente en otros textos recientes (‍García Linera y Errejón, 2019: 127, 131, 132, 135, 138, 139; ‍La Trivial, 2020)— de lo nacional-popular como nueva voluntad colectiva en clave populista se mantiene, a la vez que se aleja de lo nacional-popular, como programa político antiimperialista, pues España ya no será caracterizada como semicolonia de Alemania.

Cuando Errejón afirma que llamar a esto «populismo» es como «no decir nada», no está —según mi interpretación— negando la sinonimia entre nacional-popular y populismo, sino confirmándola. «No dice nada» porque ese modo único de construir un pueblo es —para Errejón— en un sentido inevitable e inespecífico, ya que toda fuerza u orden político lo hace. Dado eso, la única diferencia será si ese pueblo se construye «contra las oligarquías» o «contra los migrantes».

Aquí hay varias afirmaciones implícitas que conviene desbrozar.

Primero, no necesariamente el modo populista laclausiano de construcción de un pueblo coincide con la forma en que Gramsci piensa la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular. En primer término, porque para Gramsci —como se ha visto— los actores sociales vienen predeterminados en términos de clase. Y aunque la clase debe trascender sus límites y atraer a otros sectores sociales, esto no implica que tenga que hacerlo en clave populista. Lo populista va contra el orden, pero no todo lo que va contra el orden es, entonces, populista. Sí en La razón populista, porque Laclau reduce política a ruptura y por eso a populismo (‍Franzé, 2021: 27-‍29). No casualmente, la concepción gramsciana se asemejaría a la noción metonímica que Mouffe y Laclau exponen en Hegemonía y estrategia socialista en el sentido de ser una parte que encarna el todo, pero no necesariamente bajo la forma populista de La razón populista.

Segundo, si bien puede afirmarse que todo orden o fuerza construye un demos y que toda identidad supone una frontera política, no siempre esta se explicita, como ocurre en el caso del populismo. La parte puede aspirar a representar el todo explicitando su frontera y señalando a su enemigo como minoría insensible, o no. Este último caso es el del discurso de la Transición (‍Franzé, 2017: 227-‍231) y el del liberalismo en general, según la conocida y aguda crítica de Schmitt (‍1991). En estos casos, el actor hegemónico se asume universal-humano per se, achacando al que queda fuera del orden que él mismo se autoexcluye, pues en la comunidad, en tanto que racional, entran todos.

En tercer término, las dos maneras que Errejón identifica de construcción del pueblo coinciden, aunque no lo explicite, con el populismo de izquierdas y el de derechas[11]. Esto vendría a desmentir al propio Errejón en cuanto a que el eje izquierda-derecha es algo superado que ya no da cuenta, al menos, de la sociedad española.

Esto último entronca con un cuarto punto: la contraposición entre el criterio izquierda-derecha y el nacional-popular como modo de construcción de hegemonía. Errejón afirma, desde el inicio de Podemos, que para poner las demandas del pueblo en el centro de la nación no se debe hablar desde y para la izquierda, porque supondría dirigirse a una parte, sino hacerlo en clave nacional-popular (‍2021: 62, 71-‍72, 141) para apelar al todo.

Lo que Errejón presenta como la sustitución de algo de parte por algo universalizante, en realidad es el reemplazo de una hegemonía por otra, de un pueblo —el de la Transición— por otro —el potencial, nacional-popular—. No hay nada en la partición izquierda-derecha que sea constitutivamente de parte ni en lo nacional-popular per se más abarcador o hegemonizante. Ambas son posiciones particulares —en lo político no hay más que posiciones particulares (‍Laclau, 2005: 94-‍95)— que, en todo caso, aspiran a universalizarse. Como tales, incluyen y excluyen, y pueden hegemonizar o no. Depende del juego de articulaciones que construyan, no de ellas mismas como posición, que no existe en sí. Otro tanto ocurre con las demandas. Su naturalización como sentido común es un efecto de su universalización, que diluye su procedencia particular y beligerante. No es una consecuencia de un rasgo inherente, como parece sostener Errejón al referirse al feminismo o a las luchas LGTBI+ (‍2021: 178; 179).

Ese privilegio epistemológico que tendría lo nacional-popular sobre la izquierda parece descansar en una doble negación de lo discursivo. Primero, la literalidad del significante en relación con la cosa que nombra: la izquierda, la parte y lo nacional-popular, el todo. Y, segundo, que algo tiene significado a priori antes del juego de articulación. Finalmente, Errejón parece concebir lo nacional como una vía privilegiada para construir identidad comunitaria y canalizar afectos (ibid.: 36-37, 111-‍112). España justamente sería un ejemplo en contrario.

Lo que desaparece en Con todo es el uso de nacional-popular como programa, al menos para el caso español, tal como ocurría en la segunda etapa de Podemos. A diferencia de Bolivia, en España la construcción de una nueva voluntad no se vincula a unas políticas específicas, sino a fines como la «justicia social», los «derechos del pueblo» e incluso la «plurinacionalidad».

IV. EL PROGRAMA NACIONAL-POPULAR Y LA CULTURA POLÍTICA EN ESPAÑA[Subir]

Analizado ya el uso de lo nacional-popular latinoamericano como sinónimo de populismo en términos de programa y de nueva voluntad, queda pendiente el segundo interrogante que formulábamos: si lo nacional-popular como programa cumple con el requisito gramsciano de arraigo en la historia nacional, en especial en los sectores populares, para poder constituirse en la España actual en una fuerza transformadora.

En el contexto de una cultura política europea y marcada por una transición como la española, ese proyecto de reunión de lo nacional con lo popular ya tiene un nombre y una tradición en España, la del Estado de bienestar, impulsado originalmente en Europa por fuerzas conservadoras, pero contemporáneamente, y sobre todo en España, identificado con la socialdemocracia. La presencia de los sindicatos como parte de la institucionalidad en sentido extenso del Estado ampliado —la prueba que señalaba Portantiero para el caso latinoamericano— vendría a confirmar esta idea[12].

Las fuerzas y movimientos más identificados en España con el Estado de bienestar no parecen hacer suyo, en el contexto europeo y de la globalización, ese programa antiimperialista centrado en el mercado interno. Como se ha visto, incluso el primer Podemos dirigió su programa nacional-popular a la refundación de la Unión Europea y la federalización de España, con el objetivo de recuperar el sector público para ampliar el Estado de bienestar. La noción de España como país semicolonizado por Alemania a la que refería Errejón no se ajusta al concepto clásico de país semicolonial, formalmente libre y soberano, con ejército propio, pero cuyo Estado se encuentra bajo el control de uno o varios países extranjeros imperialistas, pues España pertenece a la OTAN y a la UE, de la que ha recibido fondos y a la que la ciudadanía adhiere con alto nivel de apoyo.

Pero veamos dos objeciones del primer Podemos a estas ideas. La primera sería que la socialdemocracia ha abandonado la defensa del Estado de bienestar y que, por tanto, para enfrentar la globalización neoliberal es necesario luchar contra las élites internacionalizadas a fin de recuperar márgenes de soberanía popular y nacional (‍BBC Mundo, 2014). La segunda sería que para transformar el tablero político hay que cambiar su lenguaje, las denominaciones y posiciones dadas (‍Iglesias, 2014; ‍Errejón y Mouffe, 2015: 49-‍50).

Aun aceptando la primera objeción, no obstante el control del poder económico financiero global no puede hacerse desde el Estado nacional, pues precisamente esa pérdida de soberanía fue lo que estranguló la fórmula política del pacto de bienestar europeo de posguerra y precipitó a la socialdemocracia a la impotencia política (‍Paramio, 2009: 64-‍71). Además, toda lucha por la democracia social conlleva un componente antielitista o antioligárquico que no implica su asimilación al programa nacional-popular de la ISI. En el primer Podemos lo nacional-popular tampoco se tradujo en un programa muy diferente del socialdemócrata, pues apostaba a la redistribución por la vía impositiva más que por los dividendos de una economía semicerrada (‍Iglesias, 2015f, ‍2016a y ‍2016b). Además, dada la falta de arraigo en España de la tradición nacional-popular y el enraizamiento de la socialdemócrata, la propuesta de Podemos fue percibida como una radicalización (o una vuelta a los orígenes) de la socialdemocracia (‍Epdata, 2020).

En cuanto a la segunda objeción, la aspiración a que un cambio de denominación y lenguaje modifique per se el tablero político puede conducir más bien a lo opuesto: a una desconexión con el lenguaje particular de los sectores favorables a ese programa, generando un repliegue —en términos de Laclau— del populus hacia la plebs.

Pero hay algo más, que complejiza el panorama. El hecho de que lo nacional-popular, así literalmente dicho, no tenga eco en la historia específica de los sectores populares en España no significa que conceptual y políticamente no exista de ningún modo. Cabría decir que existe bajo dos formas. Por una parte, porque hay una vinculación de lo popular con lo nacional en tanto los sectores populares han sido incorporados a la vida estatal. Como esa vía de agregación no se ha dado a través de un modelo económico como el de la ISI, el elemento antiimperialista se halla muy difuminado[13] al no verse como requisito del bienestar popular. Ese lugar lo ocupa la política impositiva, pilar del Estado de bienestar, compatible con la inserción de la economía nacional en el mercado mundial. En este sentido, podríamos decir que lo nacional-popular existe más como voluntad hegemónica que como programa específico, como resultado más que como medio.

Su otra forma es la existencia en España de fuerzas políticas como el nacionalismo vasco y el catalán, principalmente. Esta tradición expresa sobre todo la protección de lo nacional subestatal, más que de incorporación de las masas a la vida política, que en ambas comunidades han realizado históricamente las izquierdas nucleando al movimiento obrero. El PNV y CiU/PDeCAT cultivan un nacionalismo en el que lo popular se vincula más a un proteccionismo cultural-lingüístico que a uno específicamente económico ante España. Así, la vigencia de la tradición nacional-popular en el territorio español implica su retroceso correlativo en el nivel del Estado nación, obligando a lo pluri-nacional-popular. Esto no casa bien con la centralidad del Estado nación y su correlato, la unidad del pueblo, en lo nacional-popular latinoamericano. Como en otras fuerzas nacional-populares latinoamericanas, el populismo opera en los nacionalismos vasco y catalán como un momento de antagonismo contra Madrid, centro amenazante de la propia soberanía. Valgan como ejemplos el Plan Ibarretxe (2001-‍2003) y la declaración (e inmediata suspensión) de la república en Cataluña en 2017: el momento de mayor confrontación con Madrid se intentó encausar en el orden constitucional. El orden político español es hasta tal punto institucionalista que incluso los potenciales antagonismos buscan legitimarse en clave agonista[14].

Identificar lo sedimentado sirve aquí para analizar el mandato epistemológico gramsciano: la conexión con la historia nacional como requisito de toda lucha por la hegemonía. No se trata de valorar fines ni de medir probabilidades de éxito.

V. A MODO DE CIERRE[Subir]

El propósito de este trabajo era interrogarnos por los usos del concepto nacional-popular durante la reciente crisis española. Identificamos varios significados: lo nacional-popular como populismo, como programa y como voluntad colectiva.

Hemos visto que lo nacional-popular latinoamericano no puede operar como sinónimo del concepto de populismo de Laclau, tanto si se entiende como programa o como nueva voluntad, debido en ambos casos al carácter formal de uno y de contenido del otro. Tampoco puede serlo a través del rodeo que daba Errejón, al entender que el único modo de edificar una nueva voluntad es construyendo un pueblo populista, pues hay formas no populistas de instituir un demos y de antagonizar con el orden.

Los otros dos significados posibles resultaban, por diversos motivos ya expuestos, desconectados de la historia de España y de sus sectores populares. Y, así, del espíritu teórico particularista gramsciano, recogido por Portantiero para el caso latinoamericano. Además, tales usos no percibían dos modos de presencia específica de lo nacional-popular en España: uno, más palpable, la tradición de los nacionalismos vasco y catalán; y otro, más lateral, a través de su fruto: la incorporación de los sectores populares a la vida política a través de la vía del Estado de bienestar. Ambos, por distintas razones, tienden a dificultar la existencia de lo nacional-popular latinoamericano en España en el nivel estatal. En definitiva, estos usos de Podemos y de Más País no percibieron que lo nacional-popular latinoamericano no tenía lugar en el nivel nacional español y, a la vez, tampoco el modo en que lo nacional-popular, bajo otras formas, ya existía en algunas comunidades políticas históricas del país.

Nuestra hipótesis es que esta peculiar percepción fue posible por la convergencia de la noción laclausiana de que el populismo es la política como tal, con la perspectiva de la izquierda no socialista española —lugar de proveniencia de la mayoría de los dirigentes iniciales de Podemos— sobre la Transición como una suerte de continuidad del franquismo, construida desde arriba y sin arraigo popular. Laclau establece en La razón populista una sinonimia entre política, populismo y hegemonía (‍Arditi, 2010; ‍Melo y Aboy, 2015; ‍Melo, 2009: 53; ‍Franzé, 2021: 23-‍28). Según esta, el populismo es la lógica de la política en cuanto tal (‍2005: 33, 44, 195, 279) y el institucionalismo es la muerte de la política (‍2005: 195), más allá de que en lo óntico se encuentren siempre entrelazados (o, mejor, yuxtapuestos). La noción de que un orden institucionalista equivale a la muerte de la política y la concepción de la Transición como puro transformismo no ayudaron a ver el carácter hegemónico de la Transición, sino más bien lo contrario, como un gigante con pies de barro, sin arraigo popular. Si a esta homologación entre política y populismo se le añade la de lo nacional-popular y el populismo, nos encontramos con el corolario según el cual lo nacional-popular, entendido como sinónimo de populismo, es la única forma de hacer hegemonía.

Este corolario es teóricamente cuestionable y, como tal, invita a inconsistencias políticas prácticas. Por ejemplo, a pensar que el único pueblo es el populista, como vimos ocurría en el primer Podemos y en Errejón. La sobreestimación de la crisis de 2008 como crisis orgánica resulta coherente con la infravaloración del arraigo de la Transición en los sectores populares y proporcional a la confianza en el populismo y en lo nacional-popular como herramientas (¿fórmulas?) hegemónicas teórica y políticamente privilegiadas. El primer Podemos interpreta la crisis de 2008 como la crisis orgánica de un Estado oligárquico. Esto presupone una exclusión de los sectores populares semejante a la de las masas latinoamericanas de aquel entonces. Por el contrario, para nosotros el panorama español de 2008 se asemejaba más al caso europeo que describía Portantiero, en el cual las clases populares ya han entrado a formar parte de la vida estatal, no a consecuencia de una crisis del Estado que las excluía, como podría pensarse al franquismo, sino de una incorporación gradual, institucionalista, propia de una transición de continuidad como la que llevó adelante la Transición, básicamente a través del PSOE y del PCE y sus sindicatos aliados, UGT y CCOO.

Lo que sí se daba en 2008 era un largo proceso de pérdida de centralidad de las demandas populares, en buena medida por la impotencia de la socialdemocracia para enfrentar la creciente hegemonía neoliberal. De ahí que ese malestar popular no cuestionara el Régimen del 78 ni su proyecto, sino a aquellos que lo encarnaban en ese entonces, carentes a los ojos ciudadanos de la estatura política de los padres fundadores. El propio Podemos reconocía implícitamente esto al tener que recurrir a dos oxímoron teóricos. Uno, para caracterizar la crisis del Régimen del 78 como una «crisis orgánica» sin crisis del Estado; y el otro, al apostar por una «guerra de posiciones rápida» como única vía para transformar el tablero político español. Lo anotaba Errejón al afirmar que el PSOE era el pilar de la Transición, pues había incorporado a las clases populares al orden político, si bien lo interpretaba como «transformismo» y «revolución pasiva» (‍Errejón, 2014), y cuando caracterizaba la protesta en torno al 15M como defensiva, «conservadora», para «entrar» en la vida social, no para transformarla como requisito para tomar parte en ella (‍La Trivial, 2020). También lo registró Podemos cuando en 2015 abandonó la crítica radical de la Transición y pasó a criticar solo la conducta de las élites, mientras rescataba la estructura institucional del Régimen del 78, apagaba su demanda de proceso constituyente para España (y para Europa), y convocaba a una «Segunda Transición» y a un «compromiso histórico» con el PSOE, similar al del PCI y la DC en la Italia de los años setenta del siglo pasado.

Pero estos usos remiten a problemas de más calado.

Podría aducirse que la sinonimia entre nacional-popular y populismo estuvo determinada por las necesidades de la lucha política. Podemos no podía asumir su populismo para no confirmar la principal crítica opositora en un contexto político y mediático hostil. Sin embargo, sí aparecía en los textos teóricos de sus dirigentes. Esto remite a la relación entre lucha política y teoría política. Según nuestra perspectiva, el objetivo de la política cotidiana no es validar o refutar una teoría, sino operar sobre el orden. A la inversa, el cometido de la teoría política no es ofertar objetivos ni estrategias al político, sino brindarle herramientas de análisis. Ambos niveles están sin duda interconectados, pero no por la voluntad de alguien, sino por sus características: toda teoría es una práctica por la performatividad del lenguaje y toda práctica es una teoría en tanto presupone, lo sepa o no su portador, una concepción del mundo. Pero eso no significa que una esté al servicio de la otra ni que esa instrumentalidad le otorgue su sentido. Nadie dirige ni controla el proceso social: por eso política y hegemonía sí son sinónimos.

Otro problema es la tensión entre cambio y sedimentación. Lo nacional-popular como programa en clave latinoamericano está vinculado, como sugiere Touraine (‍1989), a una vía específica de incorporación de las masas a la vida política en países dependientes, y por ello configuró la identidad del sujeto político popular. Esta vía se realizó a veces a través de momentos populistas, pero no dependió exclusivamente de estos —como en el caso uruguayo— para su cristalización histórica. Por eso tampoco son sinónimos. Ahora bien, este modo de constituir un sujeto político popular (el pueblo nacional-popular) no es el único para la conformación de una voluntad colectiva en sentido igualitario y con vocación hegemónica, ni siquiera en América Latina. El caso europeo en general, y el estatal español en particular, responden a otra vía de incorporación: la del Estado de bienestar, cuya matriz de redistribución no depende de una economía centrada en un capitalismo nacional, sino en la política fiscal. Este camino, para alcanzar su hegemonía, tuvo que atravesar un dramático proceso de nacionalización en los distintos países del continente, de formas diversas en cada uno. La crisis de la socialdemocracia alemana en la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias para el socialismo internacional resulta elocuente al respecto. En la segunda posguerra, este modelo tomó formas consensualistas e institucionalistas como salida de un período de lucha de clases abierta. Contra la noción laclausiana del institucionalismo como muerte de la política, también configuró un sujeto popular, no un pueblo sin densidad política[15]. Podríamos agregar que el primer sujeto tiene un componente antagónico antioligárquico en tanto la inclusión depende de la crisis del Estado oligárquico, mientras en el segundo se vincula a un pacto social integrador con la burguesía. Probablemente esto explique los momentos populistas del primero y la relativa estabilidad institucionalista del segundo.

Gramsci, Portantiero, Laclau y Mouffe —más allá de sus respectivos acentos materialista o discursivo— se alejan de la epistemología dominante en Occidente, que piensa en términos de género y especie, para acercarse a los tipos ideales weberianos. Todo cambio por tanto debe hacer pie en la particularidad de lo sedimentado, no en una matriz universal. No hay ruptura: la ciudad futura es un mestizaje entre pasado y presente.

Ésa es la contradicción interna de Laclau al pensar el populismo como la política —paliada por su carácter formal, pero al fin postulada como forma universal de lo político— y, con él, la del discurso del primer Podemos y de Errejón, que anudó populismo a nacional-popular y así a política y a hegemonía. ¿Cómo podría coagular una identidad a pesar de su desvinculación de la tradición política propia?; ¿presuponiendo que se trata de una fórmula ganadora para hacer hegemonía en un orden de cuarenta años pero sin arraigo popular? La apuesta del primer Podemos por una «guerra de posiciones rápida», sujeta además a la suerte electoral (y cancelada con ella, en junio de 2016), más que a una real guerra de posiciones, por definición larga, parece confirmar estas presunciones.

NOTAS[Subir]

[1]

Agradezco los comentarios de Julián Melo y Gerardo Aboy para la elaboración de este texto. También a Julián González, Javier Gallardo, Ismael Garcia Ávalos, Guillermo Fernández Vázquez y, muy especialmente, a Pablo Langone por su ayuda con algunos materiales bibliográficos. Agradezco también los comentarios y críticas de los revisores, que contribuyeron a mejorar el texto. Este artículo es parte del proyecto «Racionalidad económica, ecología política y globalización: hacia una nueva racionalidad cosmopolita» (PID2019-109252RB-100), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, Agenda Estatal de Investigación, España.

[2]

La Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), promovida por la Agencia Efe y el BBVA, elige cada año los términos que han marcado la actualidad informativa. Nacionalpopulismo estuvo entre las candidatas en 2018 a «palabra del año», aunque finalmente no ganó. Populismo había obtenido ese galardón en 2016.

[3]

También Buci-Glucksmann subraya este elemento histórico-particular (‍1978: 355). Sobre lo histórico-particular como único significado posible de lo humano-universal, véanse: Gramsci (‍1999: t4, 100-‍102; t5, 191; t6, 150).

[4]

Sobre el pasaje de clase corporativa a clase hegemónica entendida como construcción de una voluntad nacional-popular basada en una reforma intelectual y moral, véase: Gramsci (‍1999: t5, 16-‍18).

[5]

«[...] el conjunto de la construcción gramsciana reposa sobre una concepción finalmente incoherente [...]. Porque, para Gramsci, incluso si los diversos elementos sociales tienen una identidad tan sólo relacional, lograda a través de la acción de prácticas articulatorias, tiene que haber siempre un principio unificante en toda formación hegemónica, y éste debe ser referido a una clase fundamental. [...] La lucha política sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases. Este es el último núcleo esencialista que continúa presente en el pensamiento de Gramsci [...]» (‍Laclau y Mouffe, 1987: 80).

[6]

Germani (‍1962), Di Tella (‍1965), Murmis y Portantiero (‍1987) y Vilas (‍2004) definen el populismo en términos de contenido y lo usan como sinónimo de nacional-popular. Touraine también, pero busca definir lo nacional-popular, no lo populista: «En lugar de tratar de definir ciertos regímenes como típicamente populistas, me esforzaré por demostrar que en América Latina existe una forma dominante de intervención social del Estado, que, con otros, denominaré la política nacional-popular, y que corresponde a la naturaleza política de una sociedad dependiente» (‍1989, 168). Germani no utiliza el término populismo, pero su análisis sugiere esa asimilación. Portantiero y de Ípola (‍1981) definen cómo el populismo latinoamericano construye el pueblo, lo nacional-popular, caracterizado por su organicismo y la dependencia última del líder, y así opuesto a la forma pluralista propia del socialismo, proyectada por ellos a partir de su interpretación de Gramsci. Esto abona la idea de que populismo latinoamericano y nacional-popular no son sinónimos, pues el primero es una variante del segundo, no lo agota.

[7]

Zubillaga caracteriza al batllismo como populismo, pero utilizando un concepto de populismo cuyo contenido coincide en lo fundamental con lo que aquí llamamos nacional-popular (‍1985: 12-‍16).

[8]

«Nosotros, a esta fórmula del gobierno del pueblo por los mejores, tenemos otra fórmula que oponer. [...] El gobierno de todos pero por sí mismos, por los mejores ejecutores de su voluntad. [...] La representación de la nación será en lo sucesivo la representación del pueblo» (José Batlle y Ordóñez, El Día, 29/5/1919, citado en ‍Claps y Lamas, 1982: 229).

[9]

Otros procesos que pueden caracterizarse como nacional-populares pero no necesariamente populistas serían el Gobierno de Illia en Argentina (1963-‍1966), dadas sus políticas públicas (nacionalización del petróleo, ley de medicamentos, condena de la política exterior intervencionista norteamericana), si bien la proscripción del peronismo le restó un rasgo clave nacional-popular, la integración política en el Estado de las masas populares. El tercer Gobierno de Perón (1973-‍1974) también podría ser calificado de nacional-popular pero no populista, en tanto el contexto político le permitió a Perón recurrir a políticas nacional-populares como parte de su propuesta de paz social, institucionalidad y orden, como superación de un intenso conflicto interno. Asimismo, el Gobierno de Néstor Kirchner (2003-‍2007) también impulsó políticas nacional-populares —retorno del Estado, redistribución y recuperación de la autonomía política nacional— a fin de poner orden reconstruyendo la institucionalidad y la paz social tras la crisis del 2001 y la década neoliberal de los noventa.

[10]

Nótese la contradicción, en términos de Gramsci: Iglesias afirmará que Podemos inicialmente eran «partisanos que hacía una guerra de movimientos rápida», pero los guerrilleros hacen guerras de posiciones, justamente porque no pueden hacer guerras de movimientos.

[11]

También hará mención a «nuestra tarea inacabada [en referencia a Podemos] en la fundación de una identidad nacional-popular progresista» (‍2021: 111; subrayado agregado).

[12]

Según la Constitución española de 1978, los sindicatos son actores básicos del sistema político (art. 7) y junto a las organizaciones empresariales ejercen una representación institucional en un Estado definido como «social y democrático de Derecho» (art. 1). Su rol no se limita a lo profesional (arts. 37.1 y 37.2), sino que abarca también el interés general (arts. 129.1, 129.2 y 131.2 CE).

[13]

Basta comparar el significado de Malvinas para la tradición nacional-popular argentina con el de Gibraltar en la tradición de la izquierda española. O lo que simbolizan las empresas estatales como Yacimientos Petrolíferos Fiscales o Aerolíneas Argentinas respecto de sus empresas hermanas en España. Probablemente, la última lucha antiimperialista de la izquierda parlamentaria española fue contra la entrada en la OTAN. En el referéndum de 1986 impulsado por el Gobierno socialista de Felipe González, el «sí» obtuvo la mayoría absoluta (56 %).

[14]

Rescato el concepto de agonismo de Mouffe, pero sin considerar la relación adversarial una sublimación del antagonismo y, por tanto, como capaz de albergar proyectos hegemónicos antagónicos en el seno de una misma comunidad política, pues el compartir las reglas del juego, que no son neutrales, los convierte en «amigos con diferencias». Para un desarrollo más amplio, véase Franzé (‍2017: 223-‍224).

[15]

El propio Laclau afirma en La razón populista que el Estado de bienestar es el ejemplo de política institucionalista.

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