RESUMEN
El presente artículo pretende señalar la interrelación entre el campo de lo popular y la teoría gramsciana de la hegemonía con la teoría sociológica de Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron y Claude Grignon. A dicho fin, llevaremos a cabo una contextualización histórica de la posición del campo de lo popular en el periodo de entreguerras, su transformación tras la Segunda Guerra Mundial y el umbral de Mayo de 1968 y el modo en que se encuentra en nuestro presente. Todo esto sin soslayar el trasfondo político en la relación entre la estructura y la superestructura de estas reflexiones.
Palabras clave: Cultura popular; sociología de la cultura; hegemonía; estructura; superestructura.
ABSTRACT
The current essay to point out the interrelation between the field of the popular and the Gramscian theory of hegemony with the sociological theory of Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron and Claude Grignon. To this end, we will carry out a historical contextualization of the position of the field of the popular in the interwar period, its transformation after the Second World War and the threshold of May 1968 and the way it is in our present. All this without ignoring the political background in the relationship between the structure and the superstructure of these reflections.
Keywords: Popular culture; sociology of culture; hegemony; structure; superstructure.
Acordamos en definir el campo de lo popular como el espacio indiscutible en el que se da lugar la contienda por la articulación de mayorías sociales bajo el horizonte del capitalismo. Recientemente autores como Antonio Gómez (2022) a partir de las categorías conceptuales del filósofo francés Jacques Rancière y del argentino Ernesto Laclau ha arrojado luz sobre la situación actual de lo que él define como el «campo de lo plebeyo» en una clara apelación a García Linera (2021), entendiendo por ello que «no es algo estático, una identidad a-histórica, una atadura metafísica, sino un campo de fuerzas, una superficie de intensidades, el cuerpo subjetivado de la emancipación» (Gómez, 2022: 50).
Nuestra posición es abiertamente de raigambre gramsciana y cercana a la sociología de Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron y Claude Grignon. Quiere decirse que, pese a entender que la acción política no depende directamente de la estructura económica, lo material, lo espiritual, la teoría, la práctica, la estructura y la superestructura son cuestiones que quedan fuertemente atravesadas por una totalidad histórica y social compleja. Asimismo, el campo de lo popular, lugar en el que se dirimen las disputas políticas por alcanzar la hegemonía, está marcado por la relación dialéctica en un contexto preciso, esto es, en un momento histórico determinado, entre la estructura y la superestructura, así como por elementos sociológicos larvados que tienen su sentido bajo la lupa de las relaciones de fuerza en la historia.
El concepto de lo popular hace referencia a la experiencia política y cultural de los integrantes que componen las comunidades humanas. Este concepto se aleja de otros como lo social o lo común porque define una gramática de vivencias ordinarias en muchas ocasiones fragmentarias o divididas que dependen de la socialización en las diferentes comunidades y de su tensión dialéctica con el intento de homogeneización política y cultural que buscan los dominantes. Esta idea no alude a un espacio de liberación o emancipación social por sí mismo, algo que ya advirtió Antonio Gramsci, pese a que puedan observarse las semillas del cambio social, pues se encuentra íntimamente relacionado con la cultura dominante: «Tiene en su centro las cambiantes y desiguales relaciones de fuerza que definen el campo de la cultura; esto es, la cuestión de la lucha cultural y sus múltiples formas. Su foco principal de atención es la relación entre cultura y cuestiones de hegemonía» (Hall, 1984: 104).
A la sazón, lo popular responde a una fuerte ambivalencia, la de un sentido común de época contaminado por relaciones de fuerza entre los dominantes y el pueblo que puede tornarse hacia un movimiento reaccionario o la emancipación social en función de las circunstancias históricas. Esto mismo es el sentido que tiene el folclore para Gramsci, ya que es observado como una práctica social reaccionaria en la superficie, pero en su interior, en el conjunto de los anhelos, miedos y deseos del pueblo que lo compone, se encuentra la posibilidad de la emancipación. De esta manera, lo popular es ese conjunto de experiencias humanas vividas y registradas por las comunidades que integran un régimen político que es diferente en términos socioeconómicos a la idea de sociedad de mercado, y es también diferente en términos socioculturales de la idea de sociedad de masas.
Desde un punto de vista gramsciano, el campo de fuerzas de lo popular, como espacio en el que se dirime la batalla política en el capitalismo, es el modo en el que desarrolla una de sus ideas de mayor relevancia contenida en las tesis sobre Feuerbach: la verdad se construye en la política. Ernesto Laclau entiende la no existencia de vínculos necesarios y prescritos entre los conceptos discursivos: «La interpelación popular-democrática no solo no tiene un contenido de clase preciso, sino que constituye el campo por excelencia de la lucha ideológica de clases» (Laclau, 1978: 123). En cambio, Gramsci piensa políticamente la relación tensionada entre la estructura y la superestructura desde la convicción sociológica de la existencia de fuerzas con mayor atracción gravitatoria que su puesta en circulación en términos discursivos: «Cómo la historia y la política se reflejan en la economía, cómo la economía y la política se reflejan en la historia, cómo la historia y la economía se reflejan en la política» (Gramsci, 1981: 177).
El campo de lo popular, como espacio en el que se dirime la lucha política en cada contexto histórico en función de la relación tensionada entre la estructura y la superestructura, debe ser rastreado históricamente a la luz de tres encrucijadas fundamentales que nos permitirán atrapar en nuestra mano las especificidades de lo popular en función de los distintos contextos con el objetivo de estar preparados para afrontar nuestro acuciante presente: el período de entreguerras o lo que podemos denominar el laboratorio Weimar; el tránsito de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control y el umbral de Mayo de 1968 y, por último, la crisis del 2008 como escenario que posibilitó la articulación de proyectos alternativos como Occupy Wall Street en los Estados Unidos, Podemos en España o Syriza en Grecia, así como la recomposición y auge de las extremas derechas en los últimos años.
En cada una de estas tres encrucijadas, lo que se nos presenta es un específico contexto marcado por el choque entre la estructura económica y la posición de las superestructuras. En cada uno de estos momentos, el movimiento alternativo a la fuerza del orden capitalista tuvo una contundente respuesta: ya sea el fascismo para el periodo de entreguerras, el neoliberalismo tras Mayo de 1968 o los ajustes estructurales y el auge de la extrema derecha después de la crisis del 2008. No existe una determinación entre la crisis y la respuesta reaccionaria en el campo de lo popular, máxime cuando podría haber ocurrido de otra manera. Lo que sí existe es un campo en disputa, la hegemonía en el espacio de lo popular, que si no es debidamente atendido por las fuerzas alternativas al capitalismo, la respuesta reaccionaria se encontrará sistemáticamente esperando su momento.
Estar a la altura de nuestro presente es acercarse al campo de lo popular a partir de la estructura del neoliberalismo y su producción de subjetividad desde la década de 1970. No todos los pensadores que han tratado de discernir la especificidad del neoliberalismo han llegado a las mismas conclusiones. Si bien David Harvey (2007: 22-25) argumentaba elocuentemente cómo el neoliberalismo fue desde el comienzo un proyecto para la restauración del poder de clase, o Jürgen Habermas (1999) lo consideraba como el escenario para evitar el siguiente paso regulativo de un capitalismo industrial asfixiado y sin oxígeno, fue, sin ambages, Michel Foucault el que definió el neoliberalismo como un dispositivo de producción y «gobierno» de las subjetividades tanto a nivel colectivo como individual. Lo relevante del estudio que emprende Michel Foucault del neoliberalismo, así como Deleuze y Guattari, es precisamente la conceptualización no económica de la economía. Lo que diríamos, acercándonos al Nietzsche de La genealogía de la moral, «el fundamento no moral de la moral», esto es, la producción y control de las subjetividades y sus formas de vida en la categoría del «empresario de sí mismo» (Foucault, 2007: 265).
La crisis mundial del 2008 intensificó la desertización social auspiciada por la racionalidad neoliberal (Brown, 2015: 236-238), conformando un nuevo tipo de subjetividad definida por Lazzarato con la categoría del hombre endeudado: «Las políticas neoliberales de austeridad se concentran y pasan […] con vistas a la constitución del hombre endeudado» (Lazzarato, 2013: 148). Se produjo, entonces, la volatilización de las mediaciones que permitían el contagio entre formas culturales muy diversas, viéndonos inmensos en una «insólita sensación de inercia, repetición y retrospección, en inquietante consonancia con los proféticos análisis de cultura posmoderna que Fredric Jameson comenzó a desarrollar en los ochenta» (Fisher, 2017: 153).
Bajo el lóbrego horizonte de la desaceleración cultural propio de la posmodernidad, tanto a nivel estructural como superestructural, el auge de las respuestas defensivas, dogmáticas y fetichistas frente a una posible respuesta progresista a los problemas mundiales se sitúa en la continua ambivalencia de apostar por la desregulación neoliberal que persigue la mercantilización sin límites, completada con una respuesta neoconservadora y moralizante (ibid.: 160). Esta ambivalencia, definida por Fisher aludiendo a Deleuze y Guattari, como tensión entre desterritorialización y reterritorialización, es lo que está detrás tanto del revisionismo histórico que ha acompañado la campaña del brexit (Clark, 2022: 273-275), el ascenso de Trump y del trumpismo como resultado de la quiebra de la hegemonía de lo que Nancy Fraser ha denominado «el neoliberalismo progresista» (Fraser, 2020: 173), o el trasvase del voto en los barrios populares franceses capitalizado por Marine Le Pen (Eribon, 2017: 130-131).
Nuestra encrucijada histórica, marcada por la crisis del 2008, presenta, según Germán Cano, una herida en el corazón de la sociedad de masas: «Parece que el gran signo de nuestro tiempo viene marcado por un doble desprecio, el desprecio del pueblo» (Cano, 2020: 55). Una herida en la sociedad de masas que viene estando necrosada a partir de la emancipación de las elites con los compromisos sociales, lo que el sociólogo Christopher Lasch (1996) denominó «la rebelión de las élites». El análisis de estos casos revela la dificultad que alberga cualquier formación política que considere acuciante intervenir desde una posición diversa a lo que Antonio Gómez (2022: 136-147) denomina «la Internacional Reaccionaria». También hay que añadir que el estudio sosegado del campo de lo popular, como espacio donde confluyen y chocan la estructura y la superestructura, debe realizarse mediante un diálogo entre la postura gramsciana y las discusiones sociológicas de Bourdieu, Passeron y Grignon.
Si insistimos en esto último es, a todas luces, porque desde la irrupción del acontecimiento del 15M en España, la respuesta por parte del espacio político que podemos denominar progresista ha consistido en realizar una lectura del campo de lo plebeyo en clave populista muy vinculado a la obra del argentino Ernesto Laclau (Errejón y Mouffe, 2015; Linera y Errejón, 2020) que llega incluso hasta nuestro propio presente como se observa en el último libro de Íñigo Errejón (2021). Si algo obvian estas lecturas, y aquí queremos poner en valor, es el carácter histórico y sociológico del campo de lo popular que, si bien requiere de elementos discursivos o simbólicos para conformar una unidad contingente de lo que otrora permanecía deshilachado o incoherente, tiene una realidad material insoslayable como bien ha señalado Moreno Pestaña (2015).
Gramsci entiende que una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un programa de reformas económicas: «O, mejor, el programa de reformas económicas es precisamente la manera concreta de presentarse de toda reforma intelectual y moral» (Gramsci, 1980: 15). Por ello, observamos que el italiano no obvia la realidad sociológica cuando piensa en la construcción de una hegemonía alternativa al modelo capitalista imperante en las décadas de 1920 y 1930; y que tanto Bourdieu como Passeron y Grignon, al margen de sus diferencias, no conciben la cultura popular fuera de los mecanismos de la dominación. Motivos, todos ellos, por los que manifestamos nuestras diferencias con la interpretación de lo popular que en la actualidad han desarrollado Íñigo Errejón (2021) y Antonio Gómez (2022) marcadas por la teoría populista de Ernesto Laclau.
Asimismo, esta investigación busca completar dos objetivos: el primero de ellos es la interrelación de lo popular en la teoría de Antonio Gramsci y en la sociología de Pierre Bourdieu. Somos plenamente conscientes de sus enormes diferencias, como veremos a lo largo del texto, pero creemos que ambos autores nos ayudan a completar un loable análisis de lo popular en nuestra coyuntura histórica. A este fin, se van a desarrollar otras comparaciones de gran interés con las que progresivamente completar el primer objetivo señalado: a) la de Bourdieu con la pareja Jean-Claude Passeron y Claude Grignon; b) las reflexiones de índole gramsciana con la obra del argentino Ernesto Laclau, y c) la de distintos autores cercanos a los estudios culturales, entre los que destacan Richard Hoggart, E. P. Thompson, Raymond Williams, Stuart Hall, Fredric Jameson o Mark Fisher, que sirven como ayuda para valorar críticamente las aportaciones del sociólogo Pierre Bourdieu. Mientras, el segundo objetivo sirve tanto para contextualizar todas estas aportaciones teóricas como para realizar un recorrido histórico de diversos momentos en los que cifrar el peso de lo popular en los siglos xx y xxi.
Dicho esto, cabe señalar, en primer lugar, las tres coyunturas en las que se ha movido el campo de lo popular a lo largo del siglo xx con el objetivo de analizar las pugnas históricas que se han desarrollado, toda vez que la consolidación de las extremas derechas pone en peligro ciertos derechos y libertades que parecían estar anclados tanto en los sistemas jurídicos como en nuestras subjetividades. Estas apreciaciones nos conducen inexorablemente a hacernos una serie de preguntas que serán respondidas en el texto: ¿hay continuidad o discontinuidad en estas etapas? ¿Son diferentes o son similares entre sí? ¿Ha sufrido mutaciones el concepto de lo popular a lo largo del tiempo o ha permanecido inalterado? Para ello, realizar una cartografía de estos tres momentos históricos nos obliga a tomar el pulso de lo popular mediante el diálogo entre la postura de Gramsci y las discusiones de Bourdieu, Passeron y Grignon. Consideramos que situar las discusiones de estos autores es la manera más plausible de actuar en el campo de lo popular en virtud de construir utopías reales (Wright, 2014).
Para observar la centralidad política y sociológica de la cultura popular, es interesante revisar la obra del historiador británico E. P. Thompson Costumbres en común. La investigación de archivo llevada a cabo por el historiador arrojaba una sugerente luz sobre cómo la axiomática del capital o la mercantilización sin límites requiere de aspectos que tanto Bourdieu en Argelia como Foucault en sus investigaciones sobre el neoliberalismo habían percibido, a saber, los aspectos no económicos de la economía. El expeditivo avance de la nueva economía política suponía la conformación de un nuevo ethos económico al más puro estilo de Max Weber en La ética protestante, que terminaba por descerrajar la antigua «economía moral» de aprovisionamiento que hasta ese momento tenía el pueblo en su mano para repeler la codicia y arrogancia de los poderosos. Con el concepto de «economía moral», Thompson llamaba la atención sobre los sentidos compartidos, tradiciones y costumbres arraigadas del pueblo: «Estas comunidades existen como un tejido de costumbres y usos hasta que se ven amenazados por racionalizaciones monetarias y se vuelven conscientes de sí mismas como “economía moral”» (Thompson, 2000: 383).
La descripción histórica realizada por Thompson de cómo el programa de la racionalidad capitalista llevaba implícito la absorción de lo que podemos denominar con Raymond Williams la «estructura de sentimiento» de las clases populares, coincide con la idea de «la vieja economía del deber ser» que postula el pensador colombiano Jesús Martín-Barbero (1987: 105). El propio Jesús Martín-Barbero, a partir de una lectura muy fina de Antonio Gramsci, identifica las décadas de 1920 y 1930 como la transición de lo popular a lo masivo o, por decirlo de otra manera, de cómo se consolidó la cultura de masas como forma acabada pero contingente de introducir las fuerzas inconexas y fragmentarias del pueblo en un núcleo programado y homogéneo (Martín-Barbero, 1987: 95).
Las apreciaciones de Martín-Barbero son de enorme importancia para nuestro estudio de lo popular. De manera análoga, M. Bajtín (1974: 11) advertía de la dualidad del mundo durante la Edad Media entre, por una parte, los poderosos y, por otro lado, la experiencia de las clases populares. Maurizio Lazzarato ha tratado de rescatar esta idea en los últimos años para pensar una política del acontecimiento que ponga óbice al desarrollo del capitalismo contemporáneo: «Bajtín nos muestra de qué modo la multiplicidad de los lenguajes, de las formas de enunciación, de las semióticas, en el interior del mundo precapitalista (plurilingüismo) es reprimido y subordinado a una lengua (monolingüismo)» (Lazzarato, 2006: 95). Esta representación coincide con el conjunto de las revueltas propiciadas por rebeldes primitivos como consecuencia de su adaptación a la economía capitalista moderna (Hobsbawm, 1983: 21).
En este sentido, lo planteado hasta el momento no es ajeno a la cuestión de la cultura popular en un sentido nítidamente gramsciano. Para Gramsci, cada coyuntura histórica se encuentra atravesada por un sentido común que no es algo diferente a una contingente superposición de elementos culturales inconexos pero vivenciales que ordenan el sentido de las clases populares. La cultura popular, como conjunto de prácticas ordinarias que conforman el sentido común de cada coyuntura histórica en función de la posición dialéctica entre la estructura y la superestructura, se encuentra en la idea del «folclore»: «Habría que estudiarlo, por el contrario, como concepción del mundo y de la vida, implícita en gran medida en determinados estratos (determinados en el tiempo y en el espacio) de la sociedad, en contraposición con las concepciones del mundo oficiales que se han sucedido en el desarrollo histórico» (Gramsci, 2000: 203).
Este sentido común, que se muestra en la realidad del folclore en Gramsci, tiene una dimensión sociológica que desaparece en la lectura que realizan Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista de 1985. Y este sentido sociológico que tiene el término de clase en Gramsci se adquiere a través de la categoría de la «experiencia» que posteriormente retoma E. P. Thompson en virtud de pensar la especificidad de la clase social allende del marxismo ortodoxo tras la Segunda Guerra Mundial: «Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico» (Thompson, 2012: 27).
En la inteligente lectura que lleva a cabo Jesús Martín-Barbero para cartografiar la hegemonía de la cultura de masas, su propuesta se encuentra en pensar esta intersección, a saber, en el intento por parte de las fuerzas del capital de absorber la energía popular. Pese a esta constatación, la lúcida posición de Martín-Barbero que será llevada más allá por García Canclini (1989) al introducir en la ecuación la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu, estriba en no considerar el proceso de absorción como una cuestión acabada y total: «Pensar la industria cultural, la cultura de masas, desde la hegemonía implica una doble ruptura: con el positivismo tecnologista […] y con el etnocentrismo culturalista» (Martín-Barbero, 1987: 95). Que la axiomática de la mercancía no es capaz de absorber la totalidad de la vida de los obreros es algo a lo que el filósofo Jacques Rancière dedicó su obra La noche de los proletarios: «Su emancipación consiste, primero, en reapropiarse de esta fragmentación del tiempo para crear formas de subjetividad que vivan otro ritmo que el del sistema» (Rancière, 2010b: 9).
Continuando con este hilo de la explicación, para Gramsci la aparición del fascismo como un «ismo» vinculado a la política de masas (Paxton, 2019: 31), cumplía el objetivo de dar carpetazo mediante acciones violentas al descontento social y popular propiciado por la lucha de clases en el capitalismo. La sagacidad política e histórica que manifestó Gramsci tanto en los compases previos a su entrada en prisión, como en sus Cuadernos de la cárcel, le permitió observar que o bien la desafección y dolor popular como consecuencia de la degradación de la vida material bajo las condiciones capitalistas de producción se declinaba en una cartografía clara en torno a la clase social o, por el contrario, el torrente de energía, exaltación y agitación que manifestaban las organizaciones fascistas podría terminar conformando una revolución pasiva o, dicho en otros términos, de arrastrar el desgarro popular hacia el fetiche de valores heroicos y nacionalistas que supondrían el repliegue y la recomposición de la burguesía en el campo de la lucha de clases:
Si esta fuerza no consigue colocar a la clase obrera en las conciencias de las multitudes y en la realidad política de las instituciones de gobierno, como clase dominante y dirigente, nuestro país no podrá superar la crisis actual, nuestro país no será ya, por lo menos durante doscientos años, una nación o un Estado, nuestro país será el centro de un maelstrom que arrasará a su vórtice a toda la civilización europea (Gramsci, 1979: 61).
De esta manera, el escenario político, social y cultural del periodo de entreguerras en Europa era embrionario del horizonte que Nietzsche en el siglo xix había declarado decadente como consecuencia de la enfermedad congénita de la modernidad: el nihilismo. Una encrucijada histórica que concretamente en Alemania, tras las heridas de la Primera Guerra Mundial y acompañado de una fortísima crisis inflacionista había generado un desasosiego y resentimiento generalizado (Sloterdijk, 2019: 47). Por ello, el clima de excitación en un ambiente irrespirable podría dar paso a que todo el dolor popular se declinase, como en el caso italiano, hacia lo que Sigfried Kracauer (2008) denominó «el ornamento de la masa». A la sazón, el objetivo para quienes querían mantener el statu quo continuaba siendo el mismo de lo advertido por Antonio Gramsci para el caso italiano: cortocircuitar la simple posibilidad de atender al malestar social y al sufrimiento humano a través de la explotación de clase. Las clases sociales iban a ser sustituidas por un cuerpo homogéneo que será la «nación» (Herf, 1990: 241).
El paisaje de la República de Weimar, como «época que había ahuecado su identidad social, cultural e histórica fundamental y había desencadenado la sensación intensa de desorientación» (Griffin, 2010: 446), coincide no solo con el horizonte intempestivo al que aludía Nietzsche, es decir, a la modernidad decadente, sino que puede ser descrito a partir de las categorías puestas en liza por Walter Benjamin cuando piensa el París del siglo xix y la figura del poeta Charles Baudelaire: la experiencia moderna se centra en el shock. En obras como las de Erich Fromm (2011), Wilhelm Reich (1972) o Theodor W. Adorno (2008) se mapea una cuestión fundamental para comprender lo ocurrido en el campo de lo popular en el periodo de entreguerras: cómo las masas desarraigadas por la inflación y el desempleo tras la crisis de 1929 son engullidas por el monstruo del fascismo, toda vez que este movimiento de masas se convirtió, tal y como fuera definido por Kracauer (2007), en un «asilo para desamparados».
Se comprueba así cómo las organizaciones fascistas en el periodo de entreguerras, conscientes de la ensimismada y abigarrada subjetividad de la clase media, pero también del desgarro diario de la clase obrera fuertemente golpeada tanto por la crisis económica como por las fuerzas de asalto, trataron de ofrecer una vía utópica alternativa a la decadencia generalizada mediante la figura de una «masa ornamento». En suma, se absorbió todo el malestar y la atomización social generado por la crisis sistémica de lo que Hobsbawn llamó «la era de los imperios» en un cuerpo amplio y masificado como mecanismo de blindaje e inmunización al dolor, a saber, la intensificación en la estructura cínica de la época: «La estructura del ornamento de la masa refleja la estructura de la situación general presente. […] La comunidad del pueblo y la personalidad sucumben cuando se exige calculabilidad; el hombre, como mera parte de la masa, puede superar etapas y hacer funcionar máquinas sin dificultades» (Kracauer, 2008: 55).
Tras la Segunda Guerra Mundial, y propiciado en gran medida por el miedo que inspiraba el modelo alternativo de la Unión Soviética, las potencias capitalistas occidentales decidieron reestructurar las formas estatales y los complejos dispositivos de las relaciones internacionales con el objetivo de impedir la vuelta a un periodo de catástrofes como las que se sucedieron desde 1929 y que pusieron en cuestión al sistema-mundo capitalista. En el plano internacional, los principales elementos del edificio que se empezaba a construir, como modelo alternativo a la Unión Soviética, consistían en los acuerdos de Bretton Woods y la creación de diferentes organismos institucionales como la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, que tenían por objetivo la estabilización de las relaciones internacionales (Harvey, 2007: 16).
En el plano estatal, la construcción de los Estados de bienestar fue el resultado de un compromiso de clase entre las fuerzas capitalistas y las clases populares (Wright, 2018: 272). En este contexto, el acuerdo entre los capitalistas y las fuerzas populares consistía en que, si bien los primeros eran libres de generalizar movimientos y transacciones que les reportara beneficios, el Estado se encargaba de corregir los desajustes que sistemáticamente produce el capitalismo por su lógica interna, a saber, la vulnerabilidad de las personas ante riesgos abusivos, la provisión insuficiente de bienes públicos y algunas externalidades negativas de la actividad económica orientada a la masificación de beneficios (Wright, 2018: 272). Acierta Antonio Gómez (2022: 76) al señalar que el compromiso post-45 supuso la imposición de la racionalidad capitalista industrial en el sentido que Antonio Gramsci concedía al fordismo, y que el movimiento obrero, renunciando a tomar decisiones en el plano de la producción, se encontraba condicionado a tomarlas en el espacio del consumo. Algo que intensificó la absorción de la clase trabajadora dentro de los intrincados muros de la racionalidad del capital, sin que por ello, como bien advirtió Pierre Bourdieu (1966), desaparecieran las distinciones de clase.
El final de la Segunda Guerra Mundial, según Roberto Esposito (2010: 195-198), es el momento en el que se consuman las tesis gramscianas sobre el americanismo y fordismo. Se anticiparon, de esta manera, las cuestiones de la biopolítica que posteriormente desarrollaría Michel Foucault. Lo que retoma Esposito de la lectura de Gramsci para comprender el contexto histórico post-45 apunta a que en los nuevos Estados de bienestar europeos, así como en el modelo de los Estados Unidos que estudió el italiano, la racionalidad económica ha determinado la conformación de un nuevo sujeto, un sujeto delineado en función de cuestiones como el trabajo y el proceso productivo.
No obstante, para circunscribir con mayor rigor las transformaciones en la composición de las clases sociales en las décadas de 1950 y 1960, se hace necesario la revisión bibliográfica de algunos de los pensadores más cercanos a la New Left Review (Williams, 2015: 361-366). Un proyecto político e intelectual con un fuerte compromiso por analizar minuciosamente las mutaciones del capitalismo de posguerra nacía como consecuencia, fundamentalmente, del «aplastamiento de la Revolución húngara por los tanques soviéticos y, por otro lado, por la invasión francesa y británica de la zona del Canal de Suez» (Hall, 2016: 163). Como hemos presentado en otro lugar (Del Pino y Alvarado Castro, 2022), si nos resultan tan interesantes los trabajos del primer triunvirato de lo que se ha dado en conocer como los estudios culturales británicos (Richard Hoggart, E. P. Thompson y Raymond Williams), ha sido por sus cartografías de las experiencias populares en una coyuntura histórica en la que la racionalización del capitalismo industrial pujaba por terminar de desvencijarlas.
Raymond Williams (2003: 314) aceptó que la topografía de la clase obrera británica tras la Segunda Guerra Mundial estaba siendo transformada. En la línea de sus compañeros Hoggart y Thompson, reivindicó la materialidad de la experiencia de las clases populares frente al complejo y arrojadizo término de «masa» (Williams, 2008: 39). Igualmente, Richard Hoggart concentró sus críticas contra la experiencia anestésica de los mass media y popularizó la idea del «esnobismo al revés», esto es, columnistas y autores de artículos de opinión que se hacen pasar por sujetos comunes sin pretensiones ideológicas o intelectuales (Hoggart, 2013: 197). La clase obrera tradicional presentaba rasgos enormemente diferentes de los que acostumbraba: «Disminuye la nitidez de las relaciones de clase; el desplazamiento y la incorporación de sectores de las clases trabajadoras y las clases bajas a las clases de comerciantes no profesionales y profesionales; los comienzos de la cultura de masas […]» (Hall, 2017: 29).
Desde un punto de vista sociológico, la conclusión a la que llegan estos pensadores circunscritos a la New Left Review es más compleja y ambivalente. En una década como la de 1960, marcada por la supuesta victoria de la utopía de la sociedad de masas (Barthes, 2010; Eco, 2016; Morin, 1966), Pierre Bourdieu y sus colaboradores (Lane, 2000: 36-40) trataron de derribar esta pantalla ideológica con una serie de obras que todavía continúan siendo relevantes para pensar nuestro presente, toda vez que el neoliberalismo tiende a construir la idea de la homogeneización cultural.
Los resultados sociológicos hallados por Bourdieu (2003) y sus colaboradores en temas tan prosaicos como la fotografía no invalidaban las transformaciones de la clase obrera tras los acuerdos entre el capital y el trabajo post-45. Estas obras ponían en liza la distribución jerárquica y desigual de los capitales, saberes y gustos entre las clases sociales, así como de la existencia de una estructura de dominación. En definitiva, que la división social en torno a la clase no había desaparecido pese a la hegemonía de la sociedad de masas.
Sin embargo, al mismo tiempo que trabajos como L’Amour de l’art, Un art moyen, Les Héritiers, La Reproduction o La distinction mostraban la estructura jerárquica y desigual que da forma a lo social, es decir, la irrefutable existencia de la división social en torno a las clases, Bourdieu y Boltanski, mucho antes que autores como Michel Foucault o Jacques Donzelot, percibieron la descomposición de la gubernamentalidad disciplinaria y el advenimiento de una sociedad basada en nuevos patrones ideológicos y de conducta: «La nueva filosofía social afianza su fe en el porvenir, […] identifica la historia de la humanidad con una serie de revoluciones científicas y tecnológicas y sacrifican las viejas ideologías a la ideología abierta que conviene a un universo social en expansión» (Bourdieu y Boltanski, 2009: 82). Las transformaciones ideológicas que Pierre Bourdieu y Luc Boltanski identifican en La production de l’idéologie dominante de 1976 son la antesala de lo que en un marco weberiano el propio Boltanski junto a Ève Chiapello denominaron «el nuevo espíritu del capitalismo», cuyo análisis ha generado incontables enfrentamientos y desavenencias (Lazzarato, 2008; Rancière, 2010a: 38-39.; Ross, 2008: 37-39).
[…] por qué la crítica no fue capaz de «aferrar» la situación, por qué fue incapaz de comprender la evolución que se estaba produciendo, por qué se apagó de forma tan brutal a finales de la década de 1970 dejando el paso libre a la reorganización del capitalismo durante casi dos décadas, limitándose, en el mejor de los casos, al papel poco glorioso, aunque necesario, de testigo de las crecientes dificultades del cuerpo social, y para terminar, por qué tantos «sesentayochistas» se acomodaron con tanta facilidad a la nueva sociedad que surgía, hasta el punto de convertirse en sus portavoces y potenciar dicha transformación. (Boltanski y Chiapello, 2002: 18).
Retomando la idea principal de este escrito, el umbral de Mayo del 68 como coyuntura en la que por decirlo con Deleuze (1990: 240-247) se produce el tránsito de una sociedad disciplinaria (Foucault, 1994b: 532-534) a una sociedad de control, generó un profundo seísmo en el campo de lo popular. Los cambios que se generaron alrededor de la estructura económica son de enorme envergadura. Para David Harvey, la característica fundamental de la transformación de la estructura económica en 1970 tenía que ver con el fuerte decrecimiento de la tasa de ganancia combinado con el ascenso del desempleo y la aceleración de la inflación (Harvey, 2007: 20). Otro de los motivos más relevantes por los que el cambio en la estructura se hacía acuciante tras Mayo de 1968 respondía a que el Estado del bienestar se había extendido demasiado, dando como resultado la absorción del excedente social. Estos acontecimientos, junto con la búsqueda de una intensificación en los procesos globales de mercantilización, crearon el contexto político «para el asalto a los fundamentos institucionales del compromiso de clases que empezó en el decenio de los ochenta, un asalto que se conoció como neoliberalismo» (Wright, 2018: 277). Mientras, en el espacio de la superestructura la yuxtaposición de posiciones encontradas contra la sociedad disciplinaria y la abolición del trabajo dio lugar al siempre ambivalente Mayo de 1968, pero, sobre todo, a la aparición de una nueva estructura subjetiva definida por Jacques Donzelot sobre la base de «hacer de todo individuo un agente de cambio en un mundo en cambio» (Donzelot, 2007: 168).
En una situación histórica en la que la globalización capitalista se intensificaba en muchas dimensiones, en el campo de las superestructuras se instalaba un desprecio al trabajo asalariado y a sus inercias repetitivas en la fábrica industrial (Foucault, 1994a: 329-331). Asimismo, dada la naturaleza de los cambios en la estructura económica, y de las posibilidades reales de emancipación en las superestructuras, las fuerzas del neoliberalismo estuvieron prestas en cooptar este anhelo de subversión y liberación (Fisher, 2021: 131). De esta manera, el sueño de un mundo alternativo al trabajo asalariado fue rápidamente dirigido hacia las entrañas de la propia biopolítica neoliberal, generando la mercantilización de lo onírico y la imaginación. En palabras del pensador italiano Marco Revelli: «Finalmente, proclamaron la imaginación al poder como forma de liberación y, ahora, nos descubrimos esclavos del poder de la imaginación, que se ha convertido en mercancías y, al mismo tiempo, en medio de producción» (Revelli, 2002: 215)
Sobre estas últimas consideraciones, que están indiscutiblemente vinculadas a Mayo de 1968, se han generado innumerables debates y enfrentamientos interpretativos. No es el momento de entrar a desbrozarlos exhaustivamente. Tampoco es nuestro objetivo. Pero sí que es relevante, al menos de cara a clarificar el campo de lo popular que se dibuja en estas décadas —el espacio en el que con algunas diferencias nos toca analizar en nuestro presente— arrojar luz sobre dos posturas que ejemplifican las dos posiciones enfrentadas: por un lado, la del sociólogo Pierre Bourdieu y, por otro, la del filósofo Jacques Rancière.
Este debate entre Pierre Bourdieu y Jacques Rancière que ha recogido Charlotte Nordmann (2010) muestra las dificultades de reducir un fenómeno tan complejo como Mayo del 68 a una categoría monolítica. En realidad, algo de razón presentan los dos. Aunque es Pierre Bourdieu quien otorga una cartografía analítica más sólida. Lo que pensadores como Rancière (2010a), Lazzarato (2006) y Ross (2008) le critican a Bourdieu parte de una premisa exagerada, a saber, la de que en Bourdieu tenemos a un heraldo del determinismo más rígido. Demuestran, de esta manera, una lectura sesgada y poco precisa de un pensador que infatigablemente señaló el engaño de aquellos que seguían pensando el mundo social a partir del determinismo económico.
Jacques Rancière (2007) analiza el acontecimiento de Mayo de 1968 como el momento en el que los roles históricamente asignados y jerarquizados son desplazados, volatilizados, ridiculizados; un momento de ebullición social en el que se produjo una desclasificación. En Pierre Bourdieu encontramos a un pensador que no habiendo participado tan activamente como Jacques Rancière o Jean-Paul Sartre en las revueltas de Mayo, mantiene una posición más distanciada y menos entusiasta, más analítica y sociológica que virtuosa y filosófica. Pierre Bourdieu, junto a su entonces colaborador Jean-Claude Passeron, publica Los herederos en 1964, obra que marca un antes y un después en la Francia de la época, siendo un trabajo importante para comprender la genealogía de los hechos históricos que arribaron en el acontecimiento del 68. En este trabajo se señala cómo el sistema de enseñanza republicano está diseñado para excluir y silenciar a una parte sustancial de la población francesa, en concreto a las clases populares. Bourdieu y Passeron en Los herederos advierten que el funcionamiento escolar y universitario francés está diseñado para apartar a los hijos e hijas de las clases populares.
De esta manera, si Rancière interpretaba el acontecimiento de Mayo como un momento de desclasificación o volatilización de las identificaciones sociales previas, Pierre Bourdieu (2002: 63-72) concentra su atención en la exclusión social de un sistema escolar que se hace llamar universal y republicano, pero está conformado para reproducir las desigualdades sociales. Así, cabe añadir que el análisis que realiza Pierre Bourdieu (2008) de las revueltas de Mayo al final de su Homo academicus muestra la forma en la que el conflicto general estalla al cruzarse un conjunto de crisis parciales que afectan a campos sociales e instituciones diferentes.
En cualquier caso, lo que nos encontramos después de Mayo del 68 es la sincronización entre la estructura y la superestructura, es decir, cómo el posfordismo, en tanto sistema de organización de las relaciones de producción tras la globalización neoliberal, ha capturado no solo el tiempo de trabajo, sino el tiempo de ocio, delineando una subjetividad que Michel Foucault acertó en denominar «empresario de sí mismo»: «El éxito del neoliberalismo tuvo como condición la captura de los deseos de los trabajadores, que querían desesperadamente liberarse de las restricciones del fordismo, aunque el consumismo individualista miserable en el que nos encontramos inmersos hoy en día no es la alternativa que buscaban» (Fisher, 2016: 138).
A partir de la captura de los deseos que circulaban en el campo de lo popular por liberarse de las restricciones y los grilletes del trabajo asalariado —que Stuart Hall (2010: 485-500) denominó como los «nuevos tiempos»—, la izquierda no ha sabido tomar el pulso a un reloj histórico diverso. Por el contrario, Margaret Thatcher habría interpretado perfectamente el reloj histórico de lo popular dando una respuesta contraria a sus aspiraciones iniciales, a saber, una alternativa reaccionaria empleando una estrategia calificada por el propio Hall de «populismo autoritario».
Lo interesante de la lectura que realiza Stuart Hall del thatcherismo es que muestra la habilidad e inteligencia con la que Thatcher conectó su proyecto profundamente neoliberal en lo económico y neoconservador en el plano cultural con ciertos descontentos populares, trascendiendo las divisiones sociales de la sociedad en un nivel retórico y discursivo (pero material), y conectando con aspectos de la experiencia de los de abajo.
El thatcherismo como proyecto político que busca desactivar las demandas y aspiraciones de Mayo del 68 muestra a todas luces una clarividencia en leer gramscianamente el campo de lo popular en la interacción de la estructura y la superestructura que se erige, como muestra Hall, en una adversaria a la que reconocer su lucidez y brillantez: «Su radicalismo conecta con sentimientos populares radicales; pero en realidad les da la vuelta, absorbe y neutraliza su fuerza popular, y crea, en el lugar de una ruptura, una unidad popular» (Hall, 2018: 92). El proceso al que se acerca Hall muestra un parecido más que razonable con la lectura del campo de lo popular que realiza Gramsci cuando se enfrenta al fascismo de entreguerras: un movimiento político de masas que mediante lo que el italiano denominaba «transformismo», captura y neutraliza algunos de los dolores y desgarros populares en formas políticas pasivas y resignadas.
Hall fue capaz de atisbar el movimiento profundo del thatcherismo en tanto espacio político que «ha trabajado directamente sobre la experiencia real y nítidamente contradictoria de las clases populares bajo el corporativismo socialdemócrata» (ibid.: 93). Esto mismo es lo que las fuerzas de la extrema derecha están tratando de componer en nuestro presente —aquello que Enzo Traverso (2021) ha denominado como «posfascismo» —. Entendiendo la profundidad estructural de la crisis de 2008 y de una superestructura atravesada por un agotamiento de la crítica y de la combinación de los efectos de cinismo y resentimiento por la falta de una cartografía nítida para explicar nuestros problemas sociales (Brown, 2021), sus acciones se dirigen a neutralizar una posible declinación progresista y a intensificar la producción de una subjetividad descreída, narcotizada y blindada a cualquier tipo de vulnerabilidad. Un revival del periodo de entreguerras en forma de pastiche, pues ya no pueden apelar a formas utópicas o ideales como modelo alternativo.
Aceptando las tesis de Fredric Jameson en su texto «Postmodernism or the cultural logic of late capitalism» publicado en la New Left Review en 1984, el posmodernismo pierde su tarea de ruptura estética para convertirse en el motor cultural predilecto de lo que podemos denominar la superestructura del neoliberalismo. Jameson señalaba que como consecuencia de las sucesivas transformaciones en la estructura económica, tales como el aumento de la deslocalización en países con escasa o nula regulación laboral, el aumento de la especulación financiera o el auge y consolidación de los mass media como «caballa de Troya» del campo económico en el resto de los campos de producción cultural o artística, si lo queremos decir con Pierre Bourdieu (2010), la cartografía cognitiva que permitía cierta correspondencia entre la posición objetiva dentro de la estructura social y la identidad de clase, elementos que están presentes en la sociología de Bourdieu, se habían difuminado, dando paso al debilitamiento cultural entre las fronteras. Las clases no habían desaparecido, pero el espacio cultural a partir del cual la realidad objetiva de una posición social se expresa correspondientemente en una identidad, aquello que los pensadores de los estudios culturales, pensando en el sardo, denominaban proceso de formación o experiencia, estaba siendo contaminado por la proliferación del pastiche y de lo kitsch.
La destrucción de las mediaciones culturales y la contaminación económica de las expresiones artísticas propició, a partir de 1980, que se produjera lo que Perry Anderson ha denominado «la disneyficación de los protocolos y la tarantinización de las prácticas» (Anderson, 2000: 119). Para Anderson, siguiendo la línea de Jameson, estas transformaciones culturales en las que el mercado coloniza cualquier espacio sin límites están acompañadas de una metamorfosis social: la «plebeyización». «Aunque no carezca de siniestros placeres, tal plebeyización no supone una mayor ilustración popular sino nuevas formas de intoxicación y engaño» (ibid.: 153). La contaminación del espacio cultural en el que otrora las clases populares, como habían señalado Hoggart, Thompson y Williams, conformaban sus experiencias al albor de un proceso formativo, lugar donde se producían ciertas mediaciones y trasvases entre determinados nichos sociales con recursos muy diferentes, se ha venido abajo.
De esta manera, el realismo capitalista como estructura de sentimiento que se ha instalado en el campo de lo popular desde 1980, responde a lo que Mark Fisher ha denominado un resentimiento de clase (inconsciente y negada) sin conciencia de clase (Fisher, 2018: 133). Quiere decirse que, a causa de la contaminación del espacio intermedio entre la relación objetiva de la clase social y la correspondencia a partir de la identidad, formación o experiencia, la borradura de la clase como realidad material y discursiva, como marco cognitivo desde el que comprender la realidad circundante, ha distorsionado todo. Como en el periodo de entreguerras que cartografió Gramsci, nos hallamos en una situación en la que o bien se insiste en la recomposición del dolor social a partir de la clase o, por el contrario, las fuerzas políticas del posfascismo intensificarán más esta contradicción en virtud de desdibujar por completo los motivos estructurales por los que se producen los desgarros populares. De esta manera, el proyecto de Fisher, tras la publicación de su realismo capitalista y de un acercamiento cada vez más intenso a la figura de Antonio Gramsci, es reafirmar la clase como espacio desde el que pensar en términos de Jameson una cartografía pedagógica para un mundo que cada vez es más difícil de comprender: «El objetivo no es “ser” activista, sino ayudar a que la clase trabajadora se active y se transforme a sí misma» (Fisher, 2021: 114).
Se hace cada vez más difícil obtener una cartografía de la procedencia de dolores y desgarros sociales. Aquello que con Cano (2020) hemos denominado la doble herida en la sociedad de masas: la irresponsabilidad de los de arriba con los de abajo, y el resentimiento sin conciencia de clase de los de abajo con los de arriba; dónde surgen, se alimentan y consolidan los monstruos de la extrema derecha, unos monstruos que siendo enormemente peligrosos para los derechos y libertades que nos hemos dado en las últimas décadas, no aspiran como el fascismo que estudiaba Gramsci, a la conformación de un movimiento de masas, pues apelan a un sujeto fragmentado, reactivo y menos ideologizado (Traverso, 2021: 39).
En este sentido se han expresado algunas voces que han adquirido en el espacio público no solo norteamericano, sino global, cierta notoriedad. Nos referimos a las obras de ¿Qué pasa con Kansas? de Thomas Frank publicada en el 2008 o, más recientemente, el trabajo de J. D. Vance intitulado Hillbilly, una elegía rural, publicado en el 2016. En ambas obras aparecen ideas similares a las palabras proferidas por Enzo Traverso al explicar el fenómeno del auge de Trump en lugares desertizados y pobres tras la desindustrialización de 1960 y 1970. La transformación estructural que se produjo con el proceso de la desindustrialización en las décadas señaladas generó un intenso y generalizado resentimiento sin conciencia de clase (Vance, 2017: 141-142), que, unas décadas más tarde, fue instrumentalizado por Trump.
No obstante, el movimiento cultural de la alt-right que condicionó la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no se reduce al voto blanco empobrecido que relatan Thomas Frank y J. D. Vance, sino que es una superposición de espacios diversos (Nagle, 2018) donde también se da cita la misoginia de hombres que sienten que están perdiendo su situación histórica de privilegio (Kimmel, 2019). De tal manera, se delinea un horizonte histórico marcado por la desorientación cultural, el cinismo y el resentimiento del espacio de lo popular. Esto es debido a los cambios en la estructura económica con la desindustrialización, la implantación del neoliberalismo y el aumento de la influencia internacional de otras regiones del mundo. Acompañado también de un crecimiento exponencial del descrédito y la falta de orientación en la lucha de clases. Motivos por los que se hace más necesario que nunca volver a Gramsci.
Es interesante advertir cómo en la actualidad, Angela Nagle (2018: 57) vuelva a Gramsci para entender el proceso de la alt-right. Tiene mucho sentido, porque Gramsci, a diferencia de muchos de sus colegas del partido en Italia, y de la resolución del VI Congreso de la Internacional Comunista acerca del fascismo en 1928, nunca aceptó la reducción de este sin atender a cómo apelaba al sentido común contradictorio y ambivalente de las masas. La resolución de dicho congreso, que planteaba la cuestión de clase contra clase, fue súbitamente rechazada por Gramsci. Frente a esta idea reduccionista del fenómeno del fascismo, Gramsci apelaba por la construcción de una asamblea constituyente que aunara a muchos estratos diferentes y que estuviera en condiciones de mimetizarse con los dolores populares que el fascismo trataba de absorber.
El sindicalismo fascista es un fenómeno de coerción ¿pero es eso sola o solamente ha quedado eso? La gran masa de los obreros y campesinos ha sido reducida, por la explotación económica y la opresión intelectual, a condiciones de barbarie; es incapaz, como bloque, de emanciparse, de progresar en la vía de su liberación espiritual, por reacciones puramente mecánicas, determinadas por la explotación y la opresión. El tiempo, la realidad, por sí solos, no liberan a las masas, sino que incluso la deprimen y la embrutecen todavía más. Es preciso que se formen, fuera de las masas grupos y organizaciones constituidas por los elementos individuales que, no obstante la opresión y la explotación capitalista, se han liberado intelectualmente (Gramsci, 1979: 284).
En resumidas cuentas, hemos intentado arrojar luz sobre el espacio de la contienda política y cultural, lo que hemos definido como el campo de lo popular a partir del cruce dialéctico en cada coyuntura histórica de la estructura y la superestructura. No obstante, a esta lectura gramsciana de lo popular hay que añadirle algunas cuestiones que desde la literatura cercana al pensador italiano a partir de la segunda mitad del siglo xx soslayan o desaprueban, con la excepción de García Canclini (1989): una lectura sociológica de lo popular. Solo mediante una lectura rigurosa, empírica y aplicada a cada caso, en definitiva, sociológica, tendremos en nuestra mano las herramientas necesarias tanto para adentrarnos en la construcción de una hegemonía alternativa que construya utopías posibles sin una fase violenta y derramadora de sangre (Wright, 2014: 161; 2018: 280-290) como la introducción de principios antioligárquicos que desvencijen los espacios de poder que reproducen las elites y relegan a las clases populares a la posición de ignorantes: «Solo un régimen político capaz de integrar a las personas, y de prever los efectos de la arrogancia, puede sacar a los sujetos de la mezcla de desconocimiento y especulación delirante» (Pestaña, 2021: 21).
Para evitar equívocos o interpretaciones exageradas, no se trata de hacer una comparación detallada entre las obras de Gramsci, Bourdieu, Passeron y Grignon, sino un análisis interrelacionado a partir de las diferentes perspectivas que complejice y nos posibilite tener una comprensión más profunda del espacio de lo popular, toda vez que admitimos la búsqueda de una salida al capitalismo. Si la lectura atenta de la obra de Antonio Gramsci nos permite atender al espacio de la pugna por la hegemonía política como pocos pensadores han sido capaces de observar, el acercamiento a la sociología de Bourdieu, Passeron y Grignon tiene el objetivo de dotarnos de herramientas analíticas sólidas y empíricas para saber realmente qué quiere decir lo popular al margen de abstracciones o escuelas que conciben el discurso como único instrumento para interpretar lo social.
Atender a una salida del capitalismo mediante una vía democrática nos conduce irremisiblemente a la lectura del sociólogo Erik Olin Wright (2014, 2018, 2020). Siendo una lectura sugerente y de una lucidez sin parangón, hemos querido arrojar luz a lo largo del escrito sobre el espacio en el que se juega la transformación de la subjetividad, y este espacio es el campo de lo popular. De manera que nos acercamos a los procesos históricos en tanto que están constituidos por el choque entre las acciones hegemónicas y subalternas. Tal y como hemos comentado, para que esta brújula metodológica sea aún más sensible a la realidad social, debe incorporar una visión sociológica.
De entrada, la cultura popular como entidad autónoma o como sustrato político para pensar la emancipación no existe en la sociología de Pierre Bourdieu: «Las personas que hablan de «cultura popular» lo hacen con una pretensión de rehabilitación y quieren encontrar en esa cosa así definida como algo popular todo lo que les parece constitutivo de la cultura dominante» (Bourdieu, 2020: 309). De este modo, para Bourdieu toda apelación al concepto de cultura implica desde un comienzo la incorporación de otras condiciones estructurales como la desposesión o la dominación. Es decir, que el propio término alude a un paisaje estructuralmente jerárquico y desigualmente dividido que no permite, por su ejercicio intrínseco de desposesión, que la gran mayoría, los dominados, acceden a eso que hemos acordado en llamar cultura: «La cultura se opone a la naturaleza, es decir, a las personas excluidas, a las clases dominadas» (Bourdieu, 2020: 308).
A la sazón, el espacio prioritario al que alude Gramsci para pensar la hegemonía es el sentido común. Por el contrario, Bourdieu entiende el sentido común con una mayor densidad estructural, esto es, profundizando sociológicamente hasta advertir que lo que se juega ahí ya está dado: la emancipación, que es política y cultural en Bourdieu, no puede venir de un lugar marcado por la dominación, pues esta no se perpetraría si no se interiorizasen o incorporasen los arbitrios de las relaciones de poder. Todas las categorías producidas en el interior del sentido común entre los dominados están producidas por la dominación. Proviene de una comprensión práctica del mundo, algo que tiene que ver con la filosofía de la praxis de Antonio Gramsci, aunque le separe del italiano el pensar que los dominados que viven bajo la fuerza de la práctica asumen que las cosas no pueden ser de otra manera, que no hay posibilidades para politizar sus dolores, puesto que no son capaces de reflexionar sobre ello vinculándolo a la estructura de la dominación (ibid.: 147).
No es el momento de desgranar los elementos más sustanciales de la sociología de Bourdieu. El objetivo es hacernos una idea de la opinión que le suscita la cultura popular y el sentido común. Para Bourdieu, el desconocimiento de lo que significa la cultura legítima o la cultura dominada dentro de las estructuras de la dominación entre las clases inspira «tanto la intención populista-culturalista de liberar a las clases dominadas, […] como también el proyecto populista de decretar la legitimidad de la arbitrariedad cultural» (Bourdieu, 2011: 39). De esta manera, Bourdieu trata de distanciarse de los proyectos intelectuales que sitúan la cultura popular como una realidad autónoma o con capacidad de subversión, pues terminan cayendo en la moralización del mundo social y alejándose de lo que realmente significa el trabajo científico (Bourdieu y Wacquant, 2012: 119).
Pese a que los análisis de Bourdieu puedan conducirnos a una visión pasiva y miserabilista de la cultura popular, pensemos en alguno de sus retratos sociológicos; por ejemplo, los presentados para el caso de Argelia o cuando rastrea las características de su pueblo natal, el Béarn: una visión autosuficiente y un tanto mezquina de las vidas populares. Interesa concederle el mérito de situar las estructuras de la dominación en la centralidad del análisis sociológico. Tanto es así que Passeron, en una obra escrita junto a Claude Grignon, consagrada a criticar la posición de Bourdieu, reconoce la irresponsabilidad de pensar la cultura popular al margen de los mecanismos de la dominación social: «La existencia siempre próxima e íntima de la relación social de dominación que, incluso si no se pone constantemente de manifiesto en todos los actos de simbolización efectuados en posición dominada, los marca culturalmente, aunque solo sea por […] las producciones de un simbolismo dominado» (Grignon y Passeron, 1992: 24-25).
El excolaborador de Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron, aceptando la estructura de la dominación como condición sine qua non para un análisis sociológico, termina distanciándose del primero por el concepto de «desposesión» que, por otro lado, es una de las ideas fuertes de Bourdieu. Este concepto, el de desposesión, determina para Passeron una visión «monolítica» y «miserabilista» de las prácticas populares, esto es, las condena a ser vistas como culturas mudas: «Sería, sin duda, falso verlas como culturas mudas, como muestra muy bien el rol de organizador de los discursos populares que desempeña la distinción ideológica entre “ellos” y “nosotros”» (Passeron, 2011: 444-445). En este sentido, Passeron apuesta por un realismo sociológico en el que se establecen conexiones entre la teoría marxista y la opción de la teoría sociológica weberiana en virtud de rechazar el relativismo que observa las culturas populares como autónomas y no contaminadas por las relaciones de poder (Grignon y Passeron, 1992: 39).
De lo que se trata es de no caer en miserabilismos y populismos y acercarse sociológicamente a las culturas populares sin ciertos presupuestos que implícitamente conlleven sesgos de clase, como el que Grignon le achaca a Bourdieu por «adoptar una vez más, de forma exclusiva, un punto de vista marcado por el punto de vista de la clase y de la cultura dominante» (ibid.: 53). Se busca obtener los medios empíricos para explicar la relación existente entre gustos, consumos, estilos de vida y, asimismo, reconstruir la secuencia lógica «de las imitaciones y de las reinterpretaciones, examinar en qué medida las diferentes capas de las clases populares llegan a apropiarse materialmente de los bienes de gran consumo, etc.» (ibid.: 46-47).
En última instancia, la propuesta de Grignon y Passeron y la crítica que le realizan a Pierre Bourdieu se dirige en demostrar que las personas dominadas, pues vivimos bajo las estructuras de la dominación, tienen una posición propia. Por ello la insistencia de ambos pensadores franceses en la figura de Richard Hoggart. Lo realmente importante es el estudio empírico y concreto de determinados patrones sociológicos, no arrancar de una posición que acepte la desposesión cultural y la imposibilidad de tener un perfil propio. En palabras de José Luis Moreno Pestaña: «No es así y la descripción sociológica debe señalar, por escrúpulo profesional y quizá, si es el caso, por compromiso ético y político, los momentos y los espacios sociales que permiten invertir el estigma dominante» (Moreno Pestaña, 2016: 300).
En definitiva, pensar el campo de lo popular desde un punto de vista gramsciano requiere añadir la dimensión sociológica. Se busca una hegemonía alternativa. Para ello, el análisis sociológico no solo aporta rigor y solidez para atender a las prácticas de las clases populares sin caer en un virtuosismo ecléctico, sino que, también, como reconocemos en la obra de Moreno Pestaña (2021), insta a la conformación de un principio antioligárquico que se tome en cuenta lo popular más allá de la retórica o el discurso, que abra el espacio de las decisiones políticas a los que históricamente han estado apartados, que difumine en un sentido gramsciano el conocimiento a los que se les ha impedido llegar a ello pese a filosofar diariamente.
Este análisis sociológico consiste en entender que el investigador no ocupa una posición imparcial y privilegiada. Encontrándose en una posición determinada dentro del mundo social, para lo que Bourdieu reivindica un arduo trabajo de autosocioanálisis, se busca congelar científicamente las relaciones de fuerza y el espacio de la dominación social en un determinado momento histórico. Por lo tanto, nos va a decir Pierre Bourdieu (1976), el sociólogo busca desvelar el velo social que cubre los procesos de la dominación mediante un acervo científico en los que, citando a Gaston Bachelard, se lleva a cabo la conquista, construcción y comprobación del objeto de estudio, en este caso los procesos de la dominación de clase. Así pues, una muestra clara de lo que significa el análisis sociológico de la dominación social en esta investigación es la obra colectiva en la que participa Pierre Bourdieu, La miseria del mundo. En esta obra colectiva se cartografía científicamente la experiencia de sufrimiento y explotación de las clases populares bajo el régimen histórico del neoliberalismo. Es una muestra nítida de lo que supone el análisis sociológico en el mundo de la dominación social. Con las categorías sociológicas del olvido de sí mismo se quiere una completa conversión de la mirada que dirigimos al objeto de estudio en virtud de comprender la raíz del sufrimiento y dolor de los dominados, encontrar las razones políticas de una posible deriva reaccionaria y, así, estar en condiciones de anticiparlo.
El estudio de las diversas etapas históricas que hemos recorrido a lo largo de este trabajo nos permite resolver las preguntas con las que comenzábamos el presente artículo. En esta investigación se ha analizado la interrelación del pensamiento de Gramsci y Bourdieu con el objetivo de llevar a cabo un acercamiento complejo a lo popular en nuestro presente. El campo de lo popular no se presenta en cada etapa histórica de la misma manera. Esto quiere decir que, existiendo elementos comunes, en cada coyuntura se presenta en función del choque dialéctico entre la estructura y la superestructura. Progresivamente el concepto de lo popular va modulándose en función de los acontecimientos históricos. Por este motivo, un análisis riguroso de lo popular requiere tanto de la dimensión política que estudia Antonio Gramsci como del análisis sociológico de Pierre Bourdieu, teniendo en cuenta los comentarios críticos de Passeron y Grignon. Concentrarse únicamente en el estudio de lo popular desde un único prisma, a partir de Gramsci o de Bourdieu, reduce las posibilidades de hacer un estudio complejo de lo popular en nuestra coyuntura.
Dicho esto, el campo de lo popular es el terreno de disputa en el que plantear una alternativa al sistema dominante. En cada encrucijada histórica se presenta de una determinada manera, pues «el razonamiento se basa en la reciprocidad necesaria entre estructura y superestructura (reciprocidad que es precisamente el proceso dialéctico real)» (Gramsci, 1984: 309). Dicha lectura nos aleja decididamente de la caricaturización que se viene haciendo en España a partir de las categorías del argentino Ernesto Laclau (Errejón, 2021; Gómez, 2022), obviando la dimensión histórica y sociológica que presenta Antonio Gramsci: «La estructura y las superestructuras forman un bloque histórico, o sea que el conjunto complejo y discorde de las superestructuras son el reflejo del conjunto de las relaciones sociales de producción» (Gramsci, 1984: 309).
Tras haber realizado un conjunto de paradas necesarias en cómo se ha abierto el campo de lo popular en diversos momentos históricos, acordamos en definir nuestra coyuntura como la estructura de sentimiento del realismo capitalista donde «a partir de un determinado momento —que yo identifico con el año 1977— la humanidad comenzó a poner en duda que futuro y progreso fueran equivalentes» (Fisher, 2018: 261). Tal y como he explicado en otro lugar (Del Pino, 2022), la construcción de utopías reales como alternativa al capitalismo dominante tiene que darse necesariamente bajo estas condiciones históricas de mengua de historicidad.
En suma, un Mark Fisher erigido en sismógrafo de nuestro presente terminó dándose cuenta de que la alternativa al realismo capitalista pasaba por no menospreciar los anhelos de liberación expresados en Mayo de 1968 y capturados por la maquinaria del posfordismo. Para ello, es necesario volver a la teoría de Antonio Gramsci junto a la lectura de algunos integrantes de la sociología crítica francesa. Hemos querido completar el trabajo con la reivindicación del estudio sociológico y empírico de las culturas populares, así como la incorporación de mecanismos antioligárquicos que desmoronen y diseminen los saberes políticos concentrados y reproducidos en pocas manos.
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