El derecho constitucional español tiene dos nuevas obras en nómina que responden a algunas tribulaciones en torno a nuestro sistema jurídico, en concreto sobre el sistema electoral y sobre los partidos políticos
La obra de la profesora Garrote es una declaración de intenciones desde la «Introducción» (p. 13), donde explica las virtudes y defectos del bosque jurídico-electoral.
En el primer capítulo repasa nuestra historia electoral más reciente para demostrar cómo el buen funcionamiento de la democracia representativa está ligado al buen funcionamiento del sistema electoral, mediante un sistema de garantías que permita la celebración de elecciones libres, competidas y periódicas (p. 22 y ss.). A través de un recorrido por las tres funciones clásicas imputables a todo sistema electoral (producir representación, gobierno y legimitidad), la profesora Garrote concluye que tales sistemas no siempre se diseñan velando por producir las tres con igual intensidad, repercutiendo en el juego de mayorías y minorías (p. 41). El desbroce de los elementos formales y materiales del sistema que realiza la autora (tamaño de la Cámara, magnitud electoral, fórmula electoral, barrera electoral) conduce a observar que interactúan juntos, no separados, hecho que explica muchas cosas (p. 61 y ss.).
La profesora Garrote entiende que los sistemas electorales presentan tres acusadas tendencias: la ley de la inercia, lo sensibles que son al contexto y las circunstancias, y una cierta relatividad que impide hablar de «el mejor» sistema. Por eso, todo sistema electoral tiene una acusada resistencia al cambio y no opera en el vacío (p. 66). Aplicando esa primera ley de la inercia llega el segundo capítulo, donde la constitucionalista ofrece un bosquejo de los factores que coadyuvaron para que el Congreso de los Diputados fuera elegido conforme el sistema electoral que, sin grandes cambios, ha estado vigente hasta hoy. El libro ofrece aquí al lector el elenco de vicisitudes que sufrió el derecho al voto en nuestro país desde el Trienio Liberal hasta la II República, pasando por la monarquía isabelina, el Sexenio Revolucionario y el periodo de la Restauración. Ello da pie a tres reflexiones. Por un lado, todas las constituciones contemplan rasgos básicos del sistema electoral. Por otro lado, se aprecia cierta continuidad en aspectos nucleares del mismo, tales como el tamaño del Congreso o la provincia como circunscripción. La autora nos recuerda que, aunque las experiencias nacionales tuvieron problemas en garantizar unos mínimos representativos y de gobernabilidad, las lecciones aprendidas sirvieron para no cometer los mismos —o similares— errores cuando se hizo la Transición (p. 89).
A desarrollar en profundidad este proceso dedica María Garrote el tercer capítulo de la obra. El sistema electoral del Congreso de los Diputados se gestó en la Transición y en aquellos momentos acechaban peligros de enjundia como para actuar con toda cautela. Late en la constitucionalista esta preocupación, con vocación de ofrecer un sistema con garantías que traduzca fielmente los votos en escaños. El repaso que hace del diseño inicial, seguido del estudio del sistema electoral constitucionalizado en 1978, así como la consolidación del modelo mediante la legislación orgánica de 1985, le lleva a hablar de un «modelo electoral español» (p. 116), dado el paralelismo que resulta de comparar las previsiones establecidas a escala nacional con los sistemas autonómicos e incluso municipales.
Como habrá deducido el lector, el siguiente apartado se ocupa de estudiar los rendimientos del sistema electoral y su funcionamiento real desde la perspectiva de la representación política. Son varios los efectos buscados —y algunos no buscados, colaterales—. Al fin y al cabo, cuarenta y dos años de democracia constitucional han servido de contexto para que el sistema electoral se despliegue y la autora anote. Uno de los efectos es la fragmentación parlamentaria y su repercusión en la gobernabilidad, a lo que no es ajena un sistema de partidos que ha ido mutando conforme han ido pasando los años (hasta la llamada «nueva política» ha acabado por ser, más pronto que tarde, «vieja política»). Otro de los efectos que anota la profesora Garrote es la tan traída y llevada quiebra de la igualdad de voto, al igual que ese debate bizantino sobre las listas electorales (abiertas, cerradas, bloqueadas, desbloqueadas, etc.). No elude un tema estrella de nuestra disciplina, como lo es la reforma electoral. El sistema electoral, nos dice la profesora Garrote, goza de una mala salud de hierro. Desde el momento de su implementación ha sufrido críticas y, para solaz del curioso, tanto el sistema como las críticas se mantienen casi incólumes hoy día. Así las cosas, la constitucionalista ofrece dos posibles vectores de reforma. Uno, aumentaría el tamaño de la Cámara a cuatrocientos diputados. Otro, desecharía la opción de las listas cerradas y bloqueadas y establecería el voto preferencial (p. 154 y ss.).
El último capítulo es una síntesis de conclusiones. Destacaremos fundamentalmente dos. Por un lado, el sistema ha generado estabilidad y seguridad jurídica a la distribución del poder político en España, donde gran parte de las críticas tienen más que ver con cuándo se gestó antes que con su aplicación (p. 164). Por otro lado, buena parte de los problemas que se le aparejan, o no son problemas reales o ignoran que, de implementarse, supondría el desandamiaje de la estructura jurídico-electoral. Finalmente, la profesora Garrote hace votos por evaluar críticamente algunos flecos que quedarían por mejorar respecto del sufragio, tales como la igualdad del voto, más allá del peso territorial, o reforzar las garantías del voto libre y directo, en la medida en que son los partidos quienes confeccionan las listas con procedimientos poco transparentes y menos participativos (p. 164 y ss.). En suma, nuestro sistema electoral no solo cumple las tres leyes referidas, sino que, como vehículo de calidad y fiable, se ha mostrado tan eficaz que todavía «puede hacer muchos más viajes» (p. 169).
La obra de la profesora Salvador ofrece un contexto jurídico-político problemático: la preocupación por la calidad democrática de España y la creciente desafección de los ciudadanos ante un sistema que, mal que bien, ha conseguido que volvamos a la senda de la convivencia (p. 17). Los partidos políticos son inescindibles de la democracia moderna y esa será la piedra angular de la monografía.
En el primer capítulo se estudia la constitucionalización de los partidos políticos con la vista puesta en el ordenamiento jurídico español, un trayecto que tuvo inicios complicados en nuestra historia constitucional. Con la Constitución de 1978 se incorporan formalmente al sistema, con un conocido art. 6 cuyas implicaciones son básicamente dos, a juicio de la autora: adaptar el derecho constitucional a los partidos y definir su régimen jurídico en la Constitución (p. 46 y ss.). Esto lleva a la profesora Salvador a realizar un ejercicio de realismo, puesto que el derecho que somete a los partidos debe cohonestarse con el elenco de posibilidades que ofrece, junto a la inestimable ayuda del legislador y del Tribunal Constitucional (p. 52).
En el segundo capítulo se abordan las funciones que cumplen los partidos políticos. Haciéndose eco de los principales estudios politológicos sobre el tema, la autora parte de la base de la doble dimensión social e institucional que presenta toda formación partidaria en el seno de una democracia constitucional (con especial referencia a la nuestra). Por un lado, los partidos son uniones de personas ligadas por criterios ideológicos que se dotan de un programa electoral y, por otro, necesitan del triunfo electoral que lleve a la conquista del poder institucional para estar en condiciones de desplegar aquel. En esta parte concreta es nutritivo tener al lado el libro de la profesora Garrote para reforzar la tesis de la necesaria elaboración plural de estas reglas. María Salvador deduce que los partidos políticos actúan como mediadores entre la sociedad y el Estado, haciendo posible la formación democrática de la voluntad del Estado (p. 60 y ss.). Para la constitucionalista queda claro que como tal función se constitucionaliza en el artículo 6 CE, nuestra norma «está exigiendo que jurídicamente se aseguren las condiciones necesarias para que estos puedan desempeñar su cometido» (p. 64).
El tercer capítulo versa sobre el estatuto constitucional de los partidos políticos. La profesora Salvador identifica tres principios relevantes. En primer término, la libertad de asociación política. El análisis que propone la autora se centra en las peculiaridades de la titularidad de este derecho, el ámbito protegido, las obligaciones de respeto de los poderes públicos, así como sus límites, incluyendo en el análisis la siempre traumática decisión de la eventual ilegalización llegado el caso (p. 77 y ss.). Esa libertad es la que posibilita que los partidos realicen sus idearios y desplieguen sus actividades ejerciendo derechos fundamentales adyacentes («instrumentales») tales como la libertad ideológica, la libertad de expresión o la libertad de reunión y manifestación, entre otros. En segundo término, María Salvador examina la garantía de democracia interna en el seno de los partidos: ¿qué exige realmente? Aunque es asunto discutido y discutible, ofrece dos respuestas. Por un lado, el funcionamiento y organización internos debe proceder de órganos directivos electos con participación de los afiliados y militantes. Por otro, los derechos democráticos de tales afiliados deben ser respetados, controlados por la jurisdicción ordinaria y, en su caso, por el Tribunal Constitucional (p. 114). En tercer lugar, la igualdad de oportunidades, centro de la «democracia competitiva», garantía deducible de los arts. 1.1, 9.2, 14 y 23 CE y que en ningún caso puede significar igualdad de resultados (p. 118). En cuarto lugar, Salvador entiende que el estatuto constitucional también comprende la publicidad, transparencia y rendición de cuentas hacia la ciudadanía, derivadas tanto de la cláusula Estado de Derecho como de la cláusula Estado democrático.
En el capítulo cuarto la autora nos ofrece reflexiones interesantes sobre las diferentes actitudes del legislador hacia los partidos políticos. De una regulación parca y escasa en 1978 pasamos a una legislación diferente en 2002, por motivos de sobra conocidos: hubo de tomarse la decisión de redoblar los esfuerzos en cuanto al funcionamiento democrático de los partidos, legislación esta última avalada por la relevante STC 48/2003 (p. 139). En los últimos tiempos, el estatuto legal de los partidos se ha centrado en su financiación, su control económico-financiero y sus obligaciones de transparencia e información pública. La autora entiende que este compendio legislativo se integra de «normas más precisas, más ambiciosas, que establecen exigencias concretas y mayores mecanismos de control, con el objetivo de asegurar en mejor medida las condiciones adecuadas para que los partidos cumplan con el papel que se espera de ellos» (p. 141).
El quinto capítulo explica los lineamientos básicos de la creación, organización y funcionamiento interno, así como la financiación y la eventual disolución de las formaciones partidarias, cuestión esta última que suele tildarse de «traumática». Siguiendo el criterio de nuestra jurisprudencia constitucional, la profesora Salvador recuerda que se permite dicha disolución cuando la actividad del partido impida de forma real y grave el funcionamiento correcto de los procesos democráticos (p. 186). Analiza la autora los controles legales de la actividad partidaria, tanto los judiciales (incluido el constitucional) como los controles económico-financieros, siendo el primero más efectivo que el segundo (p. 194).
Se han reseñado dos obras importantes para el derecho constitucional español que incorporan pedagogía constitucional con rigor y claridad y que el curioso deberá añadir a la mesa de trabajo (esa pirámide en constante crecimiento). Obras que, por lo demás, traducen el esfuerzo y el mérito de dos mujeres que jamás demandaron cuota alguna.