RESUMEN

Hasta hace poco, la relación entre la moción de censura y la facultad de disolución del Parlamento en el ordenamiento constitucional de 1978 parecía exenta de complicaciones. Sin embargo, acontecimientos recientes han demostrado que pueden presentarse supuestos de difícil salida, el más grave de los cuales es el empleo simultáneo de ambos procedimientos. Tales problemas se deben principalmente a la inusual y ecléctica estructuración del parlamentarismo español. Este trabajo busca profundizar en el estudio de nuestras instituciones, tratando de ofrecer una nueva perspectiva que vaya más allá de la hermenéutica y tenga en cuenta la previsible interacción entre el derecho y la realidad política.

Palabras clave: Moción de censura constructiva; disolución del Parlamento;; régimen parlamentario; responsabilidad política del Gobierno; Comunidad de Madrid.

ABSTRACT

Until lately, the relationship between the motion of no-confidence and the power to dissolve the Parliament in the constitutional order of 1978 seemed to be free from complications. However, recent events have shown that difficult situations can arise, the most serious of which is the simultaneous use of both procedures. Such problems are mainly due to the unusual and eclectic structure of the Spanish parliamentary government. This work seeks to deepen the study of our institutions, aiming to offer a new perspective that goes beyond hermeneutics and takes into account the foreseeable interaction between law and political reality.

Keywords: Constructive motion of no-confidence; dissolution of Parliament; parliamentary government; political responsibility of the Government; Community of Madrid.

Cómo citar este artículo / Citation: De Lázaro Redruello, G. (2023). Moción de censura versus derecho de disolución: dos mecanismos incongruentes destinados a entrar en conflicto. Revista Española de Derecho Constitucional, 127, 81-‍113. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.127.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. RESPONSABILIDAD Y DISOLUCIÓN: DE LAS TEORÍAS CLÁSICAS A LOS SISTEMAS ACTUALES
  5. III. MOCIÓN DE CENSURA Y DISOLUCIÓN EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA, UNA COMBINACIÓN INSÓLITA
  6. IV. LA IMPOSIBILIDAD DE DISOLVER MIENTRAS SE TRAMITA LA MOCIÓN: UNA REGLA ANÓMALA Y PROBLEMÁTICA
  7. V. LA SINCRONÍA ENTRE AMBOS ACTOS Y EL INTENTO DE REVERTIR UNA DISOLUCIÓN
  8. VI. MÁS ALLÁ DE UNA CRISIS: PARADOJAS Y RIESGOS INADVERTIDOS DEL PARLAMENTARISMO ESPAÑOL
  9. VII. CONCLUSIÓN
  10. NOTAS
  11. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La moción de censura y la disolución se tienen por piezas íntimamente vinculadas: se suelen exponer como los dos mecanismos básicos que determinan la dinámica política del régimen parlamentario. Sin embargo, en España, cada una de ellas se ha estudiado hasta ahora de manera aislada, y principalmente desde una óptica formal y estática. Procediendo de ese modo, no se tomó conciencia de que ambos resortes podían entrar en conflicto. Y eso es lo que ha sucedido en fechas recientes: la pugna entre un Ejecutivo que pretende disolver y una oposición que a la vez intenta censurarle.

La doctrina ha tratado este incidente como un mero problema hermenéutico, pero tiene implicaciones de largo alcance que se han pasado por alto. Tampoco se ha contemplado que el choque entre censura y disolución pueda ser síntoma de una defectuosa regulación de estos elementos. Y es que se da por supuesto que, más allá del carácter constructivo de aquella, una y otra están articuladas del modo normal en los sistemas parlamentarios. La realidad es que los constituyentes de 1978 llevaron a cabo una combinación de componentes heterogéneos y reglas atípicas, especialmente en este punto. Esa circunstancia abre la puerta a ciertas perturbaciones institucionales que nunca podrían presentarse en otros países de nuestro entorno.

Dado que el español es un régimen parlamentario sui géneris, es preciso examinar a fondo sus peculiaridades, huyendo de sobreentendidos teóricos acerca del parlamentarismo. Se hace igualmente necesario trascender el análisis formal del derecho aplicable y considerar los incentivos que genera, así como sus previsibles consecuencias políticas. Este cambio de perspectiva nos permitirá hallar la interpretación más apropiada de preceptos ambiguos, depurar posibles confusiones doctrinales, descubrir deficiencias en las normas vigentes y, en fin, hacer una valoración fundamentada del diseño de nuestras instituciones.

II. RESPONSABILIDAD Y DISOLUCIÓN: DE LAS TEORÍAS CLÁSICAS A LOS SISTEMAS ACTUALES[Subir]

Es habitual entre nosotros presentar el derecho de disolución como una «contrapartida» o «contrapeso» de la responsabilidad política del Gobierno, que mantiene el «equilibrio entre poderes» en el régimen parlamentario. Esas expresiones son las propias de la teoría clásica del parlamentarismo, elaborada en Francia a finales del siglo xix y principios del xx. A grandes rasgos, y por lo que toca a este asunto, esta concepción postula que «el equilibrio de poderes, elemento esencial del gobierno parlamentario» (‍Esmein, 1928: 127), se realiza mediante «la responsabilidad y la disolución, armas equivalentes» (‍Burdeau, 1932: 91) del Legislativo y del Ejecutivo, que son «los dos medios esenciales por los que se ejerce la acción recíproca de los dos órganos, uno sobre el otro» (‍Duguit, 1928: 813), siendo la disolución «el contrapeso matemático de la responsabilidad gubernamental» (‍Redslob, 1924: 117), su «contrapartida necesaria» (‍Duguit, 1928: 823). «He ahí, por tanto, el equilibrio realizado: la Cámara puede derrocar al ministerio, el ministerio puede derrocar a la Cámara» (‍Barthélemy y Duez, 1933: 692).

Si esos entrecomillados se leen desde los parámetros de la Constitución de 1978, podría pensarse que «para que ambas instituciones fueran compatibles», era preciso que «su puesta en práctica fuera excluyente» (‍Freixes, 2021). Pero esa aseveración no se corresponde con la realidad histórica: en el parlamentarismo clásico, todo Gobierno privado de la confianza del Parlamento podía contraatacar disolviéndolo. De hecho, «la disolución típica, o según algunos deseable», es «la “sucesiva”, es decir, la que sigue a un voto de desconfianza» (‍Volpi, 1983: 20)[1]. Tal proceder no se conceptuaba como una «anulación» de la responsabilidad política, ya que esta —que ni siquiera estaba explicitada constitucionalmente[2]— no equivalía «ni en derecho, ni de hecho a una “revocación” formal de los ministros» (‍Vedel, 1949: 169). En un sistema parlamentario clásico, el Parlamento «puede obligar al gabinete a elegir entre la retirada y la disolución, no puede revocarlo» (‍Gouet, 1932: 222).

En ese contexto institucional, la disolución sucesiva a una derrota parlamentaria del Gobierno era teorizada como un medio para resolver conflictos entre poderes, mediante «la intervención de un poder superior que se pronunciará entre las dos partes en litigio» (‍Burdeau, 1932: 95). De suerte que la disolución «da al cuerpo electoral el arbitraje supremo de las dificultades que han surgido entre la Cámara y el Gabinete, arbitraje que ejercerá eligiendo diputados favorables u hostiles a la política del Gabinete» (‍Vedel, 1949: 49). Por esa razón, autores como Barthélemy y Duez (‍1933: 164) consideraban que «el gabinete es políticamente responsable ante la nación, por intermediación del parlamento», lo que exige que el primero, «cuando crea que el parlamento, al pronunciarse en su contra, no representa a la nación, pueda apelar a la nación misma mediante la disolución». En idéntico sentido, Hauriou (‍1929: 367) afirmaba que «la disolución de la Cámara significa que, más allá de la confianza del Parlamento, está la confianza del país».

Así pues, responsabilidad política y disolución no se entendían como elementos independientes, aunque igualmente imprescindibles del régimen parlamentario, sino como piezas imbricadas de un manera precisa, susceptibles de operar como dos fases de un mismo proceso. La noción de responsabilidad política que manejaba la doctrina clásica integraba la posibilidad de disolución, y el sentido principal atribuido a esta era el de servir al Ejecutivo como «medio de defensa, no para los períodos en los que existe la confianza, sino para los períodos en los que esta falta» (‍Guarino, 1948: 208). Se comprende así que Redslob (‍1924: 331) proclamara que «cuando el gobierno no tiene arma de defensa, y además la Constitución dicta un verdadero procedimiento, reglado en todas sus formas, para hacer caer al ministerio, ya no se está en presencia de la responsabilidad clásica; sino de una revocabilidad pura y simple, disfrazada bajo los vocablos falaces de rendición de cuentas y de voto de desconfianza». Y eso es precisamente lo que sucede en buena parte de los actuales sistemas parlamentarios.

En el siglo xx se generaliza la tendencia a regular procedimientos constitucionales específicos para retirar la confianza. Al mismo tiempo, la configuración del derecho de disolución adquiere formas nuevas y diversas: su ejercicio se limita temporalmente, o bien se acepta solo en supuestos tasados, o incluso se encomienda al propio Parlamento. Consecuentemente, muchos ordenamientos actuales, por una u otra razón, niegan al Gobierno censurado la tradicional alternativa entre dimisión y disolución. Todo ello ha modificado la semántica de la responsabilidad política. La moción de censura ya no es, en rigor, una «moción» —esto es, una resolución no vinculante que expresa el parecer de la Cámara—, se ha convertido en un verdadero acto constitucional, que obliga jurídicamente al Ejecutivo. Y allí donde está excluida la disolución sucesiva, el voto de desconfianza se ha transformado en aquello que, según los publicistas clásicos, nunca debía ser: un auténtico acuerdo de destitución. Sin embargo, los constituyentes del siglo xx han preferido mantener la terminología y las formalidades heredadas, en vez de confesar el significado real de las nuevas reglas[3].

La evolución del parlamentarismo conduce forzosamente a la obsolescencia de la teoría clásica. La variada fisonomía que presentan los sistemas parlamentarios contemporáneos refuta la pretensión de que esta forma de gobierno exige una concreta fórmula de responsabilidad y disolución. Si una parte de la doctrina más moderna ha seguido manteniendo esta postura es por apego a ese elegante relato que quiere ver en el juego de estas dos «armas» el logro de un «equilibrio» institucional. Pero tampoco es ya defendible esta locución, porque «el equilibrio de poderes no está […] garantizado por el derecho de disolución» (‍Bayón Chacón, 1935: 290) y, especialmente, porque «el equilibrio es el resultado de un contexto histórico y no el fundamento lógico del régimen parlamentario» (‍Lalumière y Demichel, 1978: 39).

Las doctrinas clásicas pueden, a lo sumo, conservar cierta vigencia en otros sistemas, pero no precisamente en el español. Al excluir la disolución sucesiva, nuestros constituyentes asumieron una concepción «absolutamente contraria a la que se considera como la teoría clásica de la disolución» (‍Lauvaux, 1983: 254). Por eso no tiene sentido tratar de explicar las relaciones entre Gobierno y Cortes acudiendo a nociones como «equilibrio de poderes», «contrapeso» o «contrapartida», o intentar argumentar a partir de ellas. Reciclar ese lenguaje transmite una imagen distorsionada de nuestra forma de gobierno, pues sugiere que hay plena continuidad institucional entre el parlamentarismo decimonónico y el ideado en 1978, cuando realmente este representa una ruptura fundamental con aquel.

III. MOCIÓN DE CENSURA Y DISOLUCIÓN EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA, UNA COMBINACIÓN INSÓLITA[Subir]

Son varios los modos posibles de articular la moción de censura y la disolución, pero unos están más extendidos que otros. En derecho comparado se pueden apreciar dos grandes pautas o correlaciones: por lo general, los regímenes que autorizan a disolver en cualquier momento permiten hacerlo también tras la retirada de la confianza[4]; por el contrario, los que excluyen esta posibilidad vienen a coincidir con aquellos que privan al Ejecutivo de una facultad disolutoria, o solo se la conceden en situaciones muy específicas[5]. Los sistemas que, como el español, establecen una disolución plenamente discrecional, pero subordinada al mantenimiento de la confianza, son casos «raros y más bien marginales» (‍Lauvaux, 1983: 254). De estos países, España es el único en el que ese amplio poder de disolución se ha mezclado con una moción de censura constructiva. Esta singularidad de nuestro parlamentarismo podría considerarse un simple dato curioso que nada dice por sí solo. Al fin y al cabo, cada país es libre de confeccionar una organización constitucional original y, en principio, una mixtura de instituciones inusitada no tiene por qué ser incoherente o dar mal resultado. Ahora bien, conviene indagar si eso, que es cierto en principio, se cumple concretamente en este caso.

Ocasionalmente se ha argumentado que existe un paralelismo lógico entre las reglas de la censura y las de la disolución: si lo que se busca al disciplinar restrictivamente la responsabilidad política es reducir el número de crisis, por el mismo motivo debería limitarse igualmente el recurso a la disolución, pues su ejercicio también obliga a recomponer el Gabinete. Por ello, el autor de la obra italiana más clásica e influyente sobre la facultad disolutoria defendía que «las constituciones que se adhieren a la tendencia de hacer más compleja la regulación de la confianza y que permiten la disolución anticipada acogen al mismo tiempo instituciones heterogéneas y contradictorias» (‍Guarino, 1948: 204). Esta tesis, sin embargo, es demasiado vaga, pues se refiere a genéricas «tendencias», no a una contradicción relevante entre normas concretas. Además, dada la fecha de su estudio, Guarino no contempla la moción de censura constructiva. Y es imprescindible tener en cuenta la especificidad de esta innovación constitucional alemana a la hora de averiguar su relación con las técnicas de disolución.

Los análisis más concienzudos del parlamentarismo alemán destacan que este integra un circuito de dispositivos guiados por la misma concepción de fondo. Como apunta Lauvaux (‍1988: 84-‍85), «la moción de censura constructiva no es un procedimiento que se baste a sí mismo», pues «las instituciones de la Ley Fundamental forman a este respecto un todo que sería imprudente querer disociar, si se trata de adaptarlas a otro sistema constitucional». Entre nosotros, Vírgala Foruria (‍1988: 224), pese a no ahorrar críticas hacia esta figura, reconoce que en su país de origen «se engarza en un conjunto coherente de mecanismos que regulan las relaciones entre el Gobierno, especialmente el Canciller, y el Parlamento; unos mecanismos que faltan en la regulación española». En efecto, los artífices de la Constitución de 1978 importaron de Alemania exclusivamente la moción de censura, prescindiendo del equipamiento institucional que la complementa y le da pleno sentido. Ni la investidura ni la cuestión de confianza se ajustaron al «principio constructivo», que impediría al Congreso denegar eficazmente su confianza sin otorgársela a otro[6]. Asimismo, se rehusó emular los instrumentos que permiten al canciller condicionar a la Dieta[7]. Pero más llamativo es que también se desechase el modelo alemán, y radicalmente, en lo que toca a la disolución.

Con cierta exageración se ha dicho que «la Bonner Grundgesetz ha hecho prácticamente imposible la disolución del Bundestag» (‍Loewenstein, 1976: 114), mientras que sin exagerar un ápice puede afirmarse que nuestra Constitución la ha facilitado en extremo, pues contiene una de las regulaciones del derecho de disolución más generosas de Europa; casi tan amplia como la que ostenta el premier británico. Su título V viene a establecer una disciplina inversa a la de la Ley Fundamental de Bonn: esta solo habilita al canciller a solicitar la disolución de la Dieta tras el rechazo de una cuestión de confianza, justamente lo contrario de lo que sucede en España, donde tal derrota extingue esta facultad e impone el cese. Aunque la censura constructiva se ha integrado en sistemas constitucionales europeos bastante diversos, todos ellos coinciden en negar al Ejecutivo un poder de disolución libre y en hacer depender el adelanto electoral del consentimiento, siquiera indirecto, de la propia Asamblea[8].

Es fácil entender por qué en derecho comparado existe una correlación inversa entre los tipos de disolución y de censura que yuxtapone nuestra norma suprema. La lógica subyacente al modelo alemán revela que son fórmulas disonantes. Como desarrolla Matteo Frau en una reciente y exhaustiva monografía sobre la censura constructiva, esta figura «puede servir al propósito para el que fue originalmente concebida […] solo en el caso de que su disciplina constitucional esté bien coordinada con la disciplina del poder de disolución anticipada» (‍2017: 122). Una adecuada coordinación consiste en que el Parlamento «nunca puede ser amenazado con el arma de la disolución anticipada si es capaz de sostener a un Ejecutivo (cualquiera)» (ibid.: 96). Por ello detecta en el ordenamiento español una «clamorosa falta de coordinación» (ibid.: 167) entre ambos engranajes, que a su juicio genera un «desequilibrio del sistema en beneficio del Gobierno», gracias al «poder de chantaje» (ibid.: 189) sobre el Congreso que la disolución confiere al presidente.

Ciertamente, dotar al Ejecutivo de una extensa capacidad de disolver menoscaba la ratio de esta clase de moción de censura, pero lo criticable no es que ello produzca un discutible desequilibrio interorgánico[9]. Una constitución no es necesariamente incongruente por reforzar a un órgano frente a los demás, lo es si alberga elementos que responden a presupuestos y a propósitos contradictorios, y que se neutralizan o se estorban unos a otros. Y eso es lo que ocurre en nuestro sistema, cuyo funcionamiento acarrea problemas que Frau no percibe. Aunque su diagnóstico sobre el excesivo eclecticismo del régimen parlamentario español está teóricamente bien fundamentado, hay razones de más peso —ante todo prácticas— para sustentar esa conclusión. Tanto desde el prisma de la política constitucional como desde el ángulo de la técnica constitucional se puede observar que estos dos componentes no congenian lo más mínimo.

En primer lugar, si ambas piezas parecen repelerse en tanto que opciones del constituyente es porque las motivaciones que inducen a acoger una de ellas empujan igualmente a repudiar la otra. En concreto, proveer al Ejecutivo de una generosa facultad disolutoria refleja unas previsiones sobre la realidad política diametralmente contrarias a las que trasluce la adopción de la censura constructiva. Esta última fue concebida para lidiar con escenarios de multipartidismo extremo, similares al del período de Weimar. Con ella se busca asegurar la supervivencia de Gobiernos minoritarios allí donde el electorado está tan dividido que las elecciones no suelen permitir formar mayorías coherentes. Cuando esos son los temores de quienes elaboran una constitución, lo último que cabe esperar es que deseen instituir, a la vez, un libérrimo derecho a disolver[10]. Inversamente, puede ser razonable implantar una amplia potestad de disolución si se confía en que las urnas arrojarán habitualmente resultados nítidos; pero entonces es irracional acumular, al mismo tiempo, obstáculos procesales a la remoción de Ejecutivos en minoría, ya que, supuestamente, unas elecciones anticipadas proporcionarían nuevas mayorías.

En segundo lugar, desde un punto de vista estrictamente técnico, es obvio que no hay «nada más antitético teleológicamente que una moción de censura constructiva y una convocatoria electoral» (‍Rallo Lombarte, 2020: 342). Sin embargo, de esa obviedad no se había colegido que los arts. 113 y 115 CE estuvieran reñidos. Y no aparentan estarlo si se sobreentiende que unas veces el presidente disolverá y en otras ocasiones le tocará a la oposición censurar. Cuando el adelanto electoral y la revocación del Gobierno se piensan como supuestos de hecho diferentes, fácilmente se pierde de vista que son salidas alternativas al mismo género de situaciones. Pero, si se tiene presente esto último, la inconsistencia del esquema constitucional resulta meridiana: la censura constructiva prima la resolución parlamentaria de las crisis y, por tanto, la conservación de la legislatura frente a la apelación al sufragio universal; por contra, la disolución da carta blanca para liquidar la legislatura y consultar a los electores sobre una crisis política, desbaratando cualquier tentativa de censura. Al convertir ambos artilugios en competencias ejercitables en cualquier momento y por cualquier motivo[11], nuestros constituyentes dieron idéntica prioridad a dos finalidades opuestas y encomendaron la realización de una o de otra a dos órganos potencialmente enfrentados. Esa es una incoherencia insuperable que estaba llamada a confundir al jurista en las coyunturas políticamente más confusas.

Algunos autores dejaron entrever que eran relativamente conscientes de tal antinomia, ya que procuraron orillarla mediante una lectura limitativa de la disolución. Así, Fernández Segado (‍1998: 195) estima que el empleo de esta, «por su misma naturaleza, debe tratarse de espaciar al máximo». Esa es una legítima apreciación de oportunidad política, pero no puede elevarse a criterio hermenéutico. Más explícitamente, Blanco Valdés (‍2003: 198) asegura que esta atribución presidencial «tiene por objeto dar solución al bloqueo» derivado de «la confluencia de una doble situación: la incapacidad del Gobierno para mantener la mayoría […] y la del Congreso de los Diputados para alumbrar una mayoría alternativa». Esa descripción sería exacta referida al parlamentarismo alemán, pero es errónea en relación con el español. Si la disolución fuera posible «solo de forma excepcional» (ibid.: 199) y estuviera reservada para cuando concurra esa «doble situación», tendríamos un sistema congruente que consagraría, a semejanza del texto de Bonn, «la primacía de una vía estrictamente parlamentaria de resolución de las crisis» (‍Le Divellec, 2004: 341). Pero no es el caso: el presidente del Gobierno está autorizado a disolver con independencia de la capacidad del Congreso para generar nuevas mayorías. De hecho, puede hacerlo precisamente para torpedear la gestación de una mayoría alternativa.

En definitiva, esta peculiar mezcolanza de moción de censura y disolución supone la ausencia de un criterio constitucional uniforme sobre el modo de resolver las crisis. No se ha secundado el canon clásico que hace del cuerpo electoral el árbitro potencial de todo conflicto, como ocurre allí donde se admite la disolución sucesiva. Tampoco se ha seguido la pauta inversa de convertir la legislatura actual en la instancia prevalente que decide la suerte del Ejecutivo, como en los regímenes que organizan de forma consecuente la censura constructiva. Al contrario que ambos modelos, la Constitución española impide que las crisis políticas se resuelvan de la misma manera. Lo que establece son dos vías de resolución alternativas y excluyentes entre sí, pero situadas al mismo nivel, pues a priori es indiferente que se use una u otra. Cuál de los cauces se imponga en cada momento queda al albur de las vicisitudes de la vida política. Aunque esta circunstancia se haya asumido hasta ahora con naturalidad, es fuente de importantes disfunciones.

IV. LA IMPOSIBILIDAD DE DISOLVER MIENTRAS SE TRAMITA LA MOCIÓN: UNA REGLA ANÓMALA Y PROBLEMÁTICA[Subir]

Los manuales suelen mencionar el art. 115.2 CE ayuno de toda acotación, pues se tiene por una limitación «lógica», tanto «que de puro obvia no precisa mayor comentario» (‍Alzaga, 1978: 692). Las esporádicas glosas que se le dedican lo presentan como un precepto acorde al «esquema clásico» (‍Molas, 1980: 103), que plasma «un principio implícito en los regímenes parlamentarios» (‍Pérez Royo, 2018: 568): constituye una «salvaguardia fundamental» (‍Montero Gibert y García Morillo, 1984: 174), que evita la «falsificación, por frustración, del mecanismo de censura» (‍Blanco Valdés, 2003: 198), pues permitir «lo contrario sería anular la responsabilidad política del Gobierno» (‍Martínez Sampere, 1984: 221). Tan difundida opinión no se sustenta ni en la realidad histórica del parlamentarismo, ni en sus teorizaciones clásicas, ni en el común denominador de los sistemas actuales. En esas aseveraciones subyace la convicción de que la retirada de la confianza ha de implicar forzosamente un proceso de destitución frente al que no cabe resistencia alguna. Semejante premisa teórica nos obligaría a concluir que no hay responsabilidad política en los países que consienten la disolución sucesiva, es decir, en los regímenes más fieles a las pautas tradicionales del gobierno parlamentario.

Más fundamento tiene la postura minoritaria que ve en este apartado una exigencia técnica del carácter constructivo de nuestra moción de censura. Así razonan Sánchez de Dios (‍1992: 312) y Mellado Prado (‍1988: 307), para quien «haber admitido en este supuesto la disolución hubiera sido atentar contra la propia naturaleza de la moción de censura constructiva». También Fernández Segado (‍1998: 195) considera «obvio» que dicha posibilidad «vaciaría de todo contenido» este resorte y añade que, aunque no estuviera expresamente proscrita, «no tendría encaje constitucional la disolución en el supuesto de referencia». Es indudable que la aprobación de una moción de censura constructiva excluye por definición que el Ejecutivo censurado pueda disolver, pero es dudoso que la mera tramitación de aquella requiera consecuencias análogas. Por lo demás, no hay ejemplos extranjeros que respalden esta tesis, pues, curiosamente, este impedimento a la disolución solo rige en países que no contemplan la censura constructiva.

Tampoco faltan autores que se abstienen de proclamar esa pretendida necesidad lógica de la prohibición examinada, pese a valorarla positivamente. Es el caso de Santaolalla, Vírgala o Alzaga, quien se limita a apuntar que sin ella «rara vez llegaría a debatirse ninguna moción de censura, ya que podría abortarla in radice el potencialmente censurado Presidente del Gobierno» (‍Alzaga y Álvarez, 2021: 537). Es decir, que el art. 115.2 busca simplemente brindar al art. 113 CE mayores oportunidades de ser aplicado. Ese argumento es teóricamente inobjetable, pero tampoco hace comprensible esta previsión, ya que la escasa utilización de un procedimiento puede ser la consecuencia natural de su conjugación con otros. No hay duda de que optar a la vez por facilitar la disolución y por dificultar al máximo la censura supone asumir que aquella será la principal forma de resolver las crisis y que esta jugará un papel residual. Y si ese es el efecto buscado por los constituyentes, ¿qué razón hay para añadir un precepto que haga más probable el éxito de una iniciativa que se ha querido obstaculizar en primer lugar?

La explicación más común del art. 115.2 CE se acepta sin discusión porque se presupone que la regla que coordina la censura y la disolución en el sistema español «es frecuente» en derecho comparado (‍Cuenca Miranda, 2018: 139). Pero al menos Santaolalla (‍2001: 1761) reparó en que es «una limitación que no encuentra parangón en otros países de nuestro entorno». El estudio de Volpi (‍1983: 235-‍236) catalogó a España como «el único caso en el que se prohíbe expresamente la disolución cuando esté in itinere una moción de censura». A decir verdad, esta disposición tiene un exótico e inesperado precedente: el art. 58.2 de la ley fundamental de Pakistán, aprobada en 1973. Hoy podemos hallar otras tres constituciones con réplicas del art. 115.2 CE: la andorrana de 1993 (art. 71.2) —basada enteramente en la española— y las de Serbia (art. 109) y Montenegro (art. 92)[12]. ¿Por qué una restricción que nuestra doctrina juzga indispensable es casi desconocida en el resto del mundo? Como es evidente, sería superflua allí donde es posible la disolución sucesiva; solo tendría algún sentido en los escasos regímenes que únicamente permiten disolver mientras persista la confianza. Y hay buenas razones para que tampoco ellos acojan una norma semejante.

En primer lugar, si el art. 115.2 CE es una «garantía», como se suele afirmar, tal «garantía» invierte los términos por los que se rige la actividad parlamentaria: por regla general, no se asegura a los miembros de las Cámaras que sus iniciativas vayan a ser debatidas y votadas; esa pretensión sería materialmente inconciliable con el derecho gubernamental de disolución. Quienes creen imprescindible que este «no interfiera con otras instituciones parlamentarias (moción de censura)» (‍Solé Tura y Aparicio, 1988: 216) olvidan que uno de sus cometidos esenciales es precisamente ese: interrumpir el proceso de formación de la voluntad del Parlamento y diferir la decisión definitiva sobre los asuntos pendientes a unas Asambleas con legitimidad renovada. Introducir este instituto en el ordenamiento implica, en suma, aceptar que no hay proposiciones parlamentarias tan importantes que no puedan esperar hasta la próxima legislatura.

De hecho, los hacedores de nuestra Constitución tampoco vieron la necesidad de asegurar que otras iniciativas completen su iter, omisión que dio lugar a inexplicables asimetrías en su texto. Por ejemplo, que se prohíba al presidente disolver cuando un décimo de los diputados le reproche una mala gestión, pero se le deje hacerlo cuando una cuarta parte de la Cámara le acuse de traición o de un delito contra la seguridad del Estado (art. 102.2 CE). Es decir, se confiere a una moción de improbable éxito una protección especial que se niega a iniciativas más graves y menos susceptibles de ser improvisadas frívolamente. Asimismo, es extraño que una minoría del Congreso pueda provocar un estado de indisolubilidad que las propias Cortes no pueden generar por sí mismas, ni siquiera cuando adoptan una decisión tan trascendente como es la de emprender una reforma constitucional.

Al margen de que sea una excepción chocante, el art. 115.2 CE vuelve dudoso el estatuto de la facultad disolutoria. Bar Cendón (‍1989: 226) asegura que dicho precepto «marca decisivamente el carácter autónomo» de esta, pero es discutible, para empezar, que ese adjetivo describa el tipo de disolución que existe en España[13]. En todo caso, la limitación comentada compromete a todas luces esa supuesta autonomía, pues somete a la competencia presidencial a una servidumbre extravagante: su ejercicio puede verse vedado en cualquier momento por intromisión de una voluntad ajena a su titular. Por ese motivo, no es claro qué principio informa el uso legítimo de esta prerrogativa. A primera vista, en nuestro ordenamiento, la disolución «solo puede ser decidida si se presume que el gobierno dispone de la confianza parlamentaria» (‍Lauvaux, 1983: 254). Pero un análisis más detenido nos desvela que el art. 115.2 CE quebranta ese principio, menoscabando tal presunción fiduciaria: interpreta la mera propuesta de censurar al presidente como indicio de que este carece de la confianza del Congreso, por lo que le sustrae cautelarmente su derecho de disolución. De manera que la ley fundamental otorga aquí más valor al escrito de una minoría que a la mayoría expresada en la investidura.

Por último, el art. 115.2 entraña una mutación de la moción de censura en tanto que iniciativa parlamentaria. Casi por definición, las iniciativas pendientes de aprobación definitiva solo producen efectos ad intra, en el seno de las Cámaras. La moción de censura es la única a la que se ha asignado un efecto ad extra, que afecta a una competencia de la que no es titular el Parlamento. Ello delata la verdadera naturaleza de este apartado, que no contiene una prohibición objetiva, por más que se haya redactado con el tenor propio de estas. Que un décimo de los diputados pueda crear el supuesto de hecho que inmuniza a las Cortes frente a la disolución tiene otro nombre: estamos ante un auténtico veto suspensivo de las minorías parlamentarias. La peculiaridad de esta faculté d’empêcher discretamente acoplada a la moción de censura es que no suspende la eficacia de un acto ya formalizado, sino el ejercicio de una potestad. En cualquier otro ámbito, causaría perplejidad que una pequeña fracción de parlamentarios tuviera la capacidad de enervar unilateralmente una atribución exclusiva del presidente, aunque fuera por un breve lapso. Sería palmario que eso no es una «garantía», sino un privilegio exorbitante entregado a la oposición.

Tras diseccionar el art. 115.2 CE, resulta imposible reputarlo «una expresión más del acusado parlamentarismo racionalizado que preside nuestra ley fundamental» (‍Santaolalla, 2001: 1761), y, menos todavía, «un límite exigido por un principio de coherencia en el funcionamiento del sistema» (‍Fernández Segado, 1992: 746). La disposición de marras es en sí misma estrambótica y no puede justificarse arguyendo que «lo contrario hubiera supuesto constitucionalizar una vía de escape a la responsabilidad política del Gobierno» (‍De Esteban y González Trevijano, 1994: 614). Dista de ser evidente que ordenar la renovación de las Cámaras en ese justo momento sea un comportamiento evasivo. Toda disolución, tanto si precede como si sucede al registro de una moción, evita que el presidente responda ante la legislatura que ha extinguido. Si hay elusión de responsabilidades, la hay en los dos casos. Por eso, el tratamiento desigual de ambos instantes es arbitrario, no basado en una diferencia objetiva, puesto que la legitimidad de una disolución no depende intrínsecamente de cuál sea la conducta previa de una minoría parlamentaria. Es decir, no es que el art. 115.2 CE esté pensado para impedir que el Ejecutivo «haga trampas» (‍García Costa, 2021), sino que disolver en este lapso se percibe como un lance tramposo únicamente porque existe este apartado.

Tampoco da sentido a esta limitación el hecho de que la censura sea constructiva. A decir de algunos, disolver tras la presentación de aquella supondría «obstruir la elección de un nuevo Presidente del Gobierno» (‍Bar Cendón, 1989: 229), «lo que es menos admisible» (‍Fernández Segado, 1992: 746). Pero cabe igualmente argumentar en sentido inverso: que, gracias al art. 115.2 CE, es la moción la que puede «obstruir» la facultad disolutoria. Si estimásemos que invocar al electorado en ese intervalo es un acto de obstrucción, ¿no merecería, asimismo, ese calificativo una disolución que se adelantara a una inminente censura? Pues, ¿cómo puede ser ilegítimo abortar el debate y votación de las mociones presentadas, cuando se considera lícito imposibilitar sin más su presentación? Y si el problema es que la disolución puede malograr un cambio de Gobierno, ¿no cabría hablar también de obstruccionismo presidencial, aunque la censura no fuera constructiva? Al fin y al cabo, ninguna legislatura disuelta podrá designar de la manera que sea a un nuevo Ejecutivo.

Los intentos de explicar la ratio de este precepto arrastran una contradicción teórica insalvable: cuando se asevera que una disolución burlaría el principio de responsabilidad política o que arrebataría a la Cámara su derecho a reemplazar al Gobierno, lo que en realidad se está cuestionando, conscientemente o no, es la prerrogativa presidencial en sí, no solo su ejercicio en un preciso momento procesal. Y es que discurrir en esos términos supone identificar la institución parlamentaria con la legislatura presente, pues solo desde tal premisa tiene sentido afirmar que destruir esta vulnera una función de aquella. Pero esa perspectiva teórica tiene como corolario que la disolución quebranta en la misma medida las demás funciones parlamentarias, porque también imposibilita que la legislatura afectada debata y apruebe cualesquiera iniciativas en trámite. En otras palabras, queriendo buscarle una justificación al art. 115.2 CE, se ha caído de lleno en el terreno argumental de quienes ven en el poder de disolución un atentado contra la independencia del Parlamento.

Con todo, estas contradicciones doctrinales son tributarias de la confusión que encierra el propio texto constitucional. No se comprende por qué se juzgó oportuno conferir un extenso derecho de disolución al jefe de Gobierno y a renglón seguido capacitar a la oposición para ponerlo en jaque en cualquier momento. O por qué se quiso que la moción de censura gozase de primacía solo si se presenta y únicamente hasta que se vota. Quizá esta abstrusa prohibición de disolver indique que el constituyente notaba en cierto modo la falta de sintonía entre las modalidades de censura y de disolución que se propuso juntar, y era en parte consciente de la conveniencia de jerarquizarlas. No obstante, el método encontrado para intentar acompasar estos dos instrumentos discordantes acentúa la incoherencia profunda del sistema en vez de aminorarla y, de paso, complica innecesariamente la interpretación constitucional[14]. Por desgracia, el art. 115.2 CE no es una limitación «ingenua y, probablemente, de escasa incidencia práctica» (‍Santaolalla, 2001: 1761), o «ineficaz y fácilmente eludible» (‍Frau, 2017: 187). Como veremos, es más bien lo contrario.

V. LA SINCRONÍA ENTRE AMBOS ACTOS Y EL INTENTO DE REVERTIR UNA DISOLUCIÓN[Subir]

Dado que moción de censura y disolución han solido estudiarse por separado y tratarse como supuestos de hecho distintos, rara vez se ha verbalizado la manera en la que interactúan en la realidad. Solo recientemente ha empezado a describirse esa interacción con la ayuda de analogías. Así, Cuenca Miranda (‍2018: 146) resume que «el constituyente da prioridad “a quien ha disparado primero”». En el mismo sentido, Díez-Picazo (‍2020: 289) comenta que «el terreno de juego (disolución o moción de censura) es decidido por quien primero se mueve (Gobierno o Congreso de los Diputados)». Estos símiles hacen que parezca sencillo e intuitivo un rasgo que, bien mirado, es cuanto menos caprichoso: resulta que en España el modo posible de resolver las crisis depende de una circunstancia tan aleatoria y trivial como es la premura de los distintos agentes políticos. Las metáforas del juego y del duelo ilustran, sin pretenderlo, el principal punto de fricción de la regulación vigente: que la oposición y el Ejecutivo podrían moverse a la vez, supuesto que haría difícil determinar quién ha disparado primero y cuál de los dos procedimientos prevalece.

La posibilidad de una utilización sincrónica de ambos artilugios era descartada en nuestra doctrina, pues se creía que una «moción de censura no es algo que se pueda preparar con tanto sigilo como para que el Gobierno no tenga noticia de ello», por lo que seguramente este «se adelantase decretando la disolución» (‍Santaolalla, 2001: 1761)[15]. Pero que la oposición conociera a su vez las intenciones gubernamentales y quisiera frustrarlas no era en absoluto una hipótesis rebuscada[16]. Sin ir más lejos, la había planteado Pérez Serrano (‍1932: 268) al comentar críticamente la Constitución de 1931: «¿Y no habrá una carrera entre Cámara y Gobierno a ver quién llega antes a su designio, aquélla derribando a éste, o el Gabinete matando al Parlamento?»[17]. También se había imaginado similar «carrera de velocidad» (‍Amphoux, 1962: 469) en los primeros años de la Ley Fundamental de Bonn, texto que permite tanto la disolución anticipada como el reemplazo parlamentario del canciller tras el rechazo de una cuestión de confianza. No obstante, ese suceso es más improbable y menos problemático en Alemania[18], donde la disolución se configura como un remedio excepcional y subordinado al «asentimiento tácito del Bundestag» (‍Le Divellec, 2004: 352). Por el contrario, en España no hay más prelación entre censura y disolución que la que dicta la cronología de su uso. Esto tiene consecuencias indeseables que ya se han hecho patentes.

La eventualidad temida en otras épocas y lugares se materializó en la Comunidad de Madrid el 10 de marzo de 2021, cuando la firma de un decreto de disolución se adelantó poco más de media hora al registro de dos mociones de censura. La Mesa de la Cámara regional las admitió a trámite, declarando no tener aún constancia formal de la disolución. Cuando se registraron las mociones, el decreto no había sido publicado, ya que eso debe hacerse «al día siguiente de su expedición», conforme al art. 8.2 de Ley Electoral autonómica, que reproduce el art. 42.1 de la LOREG. La inserción de la convocatoria electoral en el boletín oficial llevó a la Asamblea de Madrid a interponer un recurso contencioso-administrativo, cuyos argumentos se resumen en que, al no estar en vigor el decreto, era posible presentar mociones de censura y admitirlas a trámite, y que esos hechos hacían entrar en juego la prohibición del art. 21.2 EAM —equivalente al art. 115.2 CE—, convirtiendo el decreto de disolución en «nulo de pleno derecho». Esa tesis fue defendida, con razonamientos similares, por Arbós Marín (‍2021), Carmona Contreras (‍2021) o Presno Linera (‍2021).

En su pronta respuesta, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid denegó la suspensión cautelar del decreto de disolución solicitada en el recurso y vino a pronunciarse sobre el fondo de la controversia. El Auto 48/2021 desecha los argumentos de la representación procesal de la Asamblea y declara que la facultad de «acordar» la disolución «queda válidamente ejercitada desde el momento en que [se] firma el Decreto de disolución», y que «la validez y eficacia del correspondiente decreto no pueden verse comprometidas por la presentación ulterior de una o varias mociones de censura», ya que eso significaría «de facto, vaciar de contenido la facultad de disolución anticipada de la Asamblea». Las conclusiones del Tribunal habían sido adelantadas, entre otros, por Bustos Gisbert (‍2021), Fernández-Fontecha (‍2021), Freixes Sanjuán (‍2021), García Costa (‍2021), García Vitoria (‍2021), López Basaguren (‍2021), Ruiz Miguel (‍2021), Ruiz Robledo (‍2021), Tudela Aranda (‍2021) o Vera Santos (‍2021).

Al margen de los errores que se pueden encontrar en el auto[19], la interpretación del Tribunal es la única aceptable. No hay duda hermenéutica posible sobre el alcance de la prohibición de disolver, sobre todo si el precepto se refiere al «acuerdo de disolución» o a la «propuesta de disolución»: ambas expresiones aluden a la firma del decreto[20]. Nadie niega que este no surte efectos frente a sus destinatarios hasta que se publica, pero de ese dato no se infiere que sea jurídicamente posible evitar su publicación. Entender semejante cosa supondría hacer depender la validez de la eficacia. Pero la validez de un decreto se funda en las circunstancias que concurrían en el momento de dictarlo; hechos posteriores, provocados por terceros, nunca pueden convertirlo en «nulo de pleno derecho». La pretensión, defendida por Presno Linera, de que el decreto es una norma y no un acto tampoco cambia el resultado, pues existe la obligación de publicar una disposición desde el instante en que ha sido válidamente adoptada[21]. ¿Acaso sería aceptable sostener que la sanción y publicación de un texto legislativo puede ser abortada si el presidente disuelve las Cortes dentro los quince días posteriores a la aprobación definitiva de aquel (art. 91 CE)?

Dar curso a una moción cuando es notorio que se ha firmado antes un decreto de disolución no es hacer una exégesis formalista que desconozca el espíritu de la ley, sino una lectura contraria a la literalidad de su texto, al que se quiere hacer decir algo de este tenor: «La disolución acordada no será efectiva si antes de la publicación del decreto que la formaliza se presenta una moción de censura». Querer recurrir a esta herramienta en ese ínterin es un intento de aprovechar un tecnicismo legal accesorio y de carácter meramente administrativo para inutilizar una competencia constitucional o estatuaria del jefe de Gobierno. De aceptarse esta posibilidad, se extremaría el ya de por sí generoso derecho de veto que el ordenamiento español adhiere a la moción de censura, de suerte que el art. 115.2 CE y sus acríticas imitaciones en la legislación autonómica servirían no solo para prevenir una eventual decisión de disolver, sino también para anular una disolución ya decidida. Se instauraría, así, una verdadera «moción de censura retroactiva».

Entiéndase bien: que una Cámara pueda desbaratar el propósito gubernamental de disolverla no es aberrante en sí mismo, sino otra forma posible de organizar la disolución. De hecho, que la facultad presidencial fuera meramente propositiva y no decisoria sería bastante más consecuente con la naturaleza de nuestra moción de censura, como bien supo ver García-Pelayo en 1978[22]. En los sistemas plenamente inspirados en el «principio constructivo», el acceso a la disolución por parte del Gobierno puede ser «siempre neutralizado por una mayoría constructiva capaz de (y dispuesta a) reemplazarlo» (‍Frau, 2017: 178). Pero, aunque esa sea una regulación preferible, que sortearía muchos problemas y confusiones, no es la que han recogido la Constitución y el derecho autonómico. Si se hubiera querido entregar a la Cámara ese poder, se habría hecho de manera explícita; no sería la secuela imprevista de una situación material creada por el legislador —el breve lapso que media entre la firma y la publicación del decreto—, pues tampoco sería un resquicio indeterminado y variable de unas pocas horas el tiempo concedido a la Asamblea para reaccionar[23].

Aunque la norma no admita esa interpretación, algunos autores intentan llegar a ella desde ciertos presupuestos teóricos. Por ejemplo, Rodríguez-Vergara (‍2021), pese a admitir que la literalidad del Estatuto avala de las razones del TSJM, entiende que moción de censura y disolución «no tienen en nuestro ordenamiento constitucional una posición equiparable», y que, «siempre que fuera posible», debe hacerse una interpretación favorable a la primera «si con ello se evita una disolución anticipada». El único motivo que aduce es que el español es un régimen parlamentario «racionalizado», sintagma que, a su juicio, designa la intención constituyente de dificultar tanto la remoción de los Gobiernos como la disolución de los Parlamentos. Ese argumento no avala tal conclusión. La «posición» de dos instituciones en un ordenamiento concreto no se puede desprender de una difusa categoría doctrinal, cuyo significado dista de ser unívoco o incontestable. La exégesis de una norma ha de basarse ante todo en su texto, no en lo que se perciben como modernas tendencias del derecho constitucional[24]. Por lo demás, si diéramos a ese adjetivo el sentido que le atribuye Rodríguez-Vergara, no podríamos clasificar como «racionalizado» el parlamentarismo español, vistas las facilidades que da para disolver.

También Pérez Royo (‍2021) comparte el deseo de subordinar la disolución a la censura, aunque atendiendo a otras consideraciones. En su opinión, «la Asamblea, que tiene legitimidad democrática directa, está por encima de la presidenta», cuya legitimidad es derivada; por eso, en caso de duda, «la presunción de legitimidad del acto de la Asamblea prevalece sobre el acto de la Presidenta de la Comunidad». Ese es un razonamiento inequívocamente asambleario, que deduce del método de selección de cada órgano una jerarquía de voluntades susceptible de imponerse sobre toda distribución de competencias[25]. Se trata de un planteamiento político ajeno a las instituciones de 1978, y su fuerza persuasiva es exigua precisamente en este asunto: ¿evitar la disolución antepondría la voluntad del Legislativo a la del Ejecutivo, o más bien la de los elegidos a la de los electores, que ya no podrían expresar su parecer sobre la suerte del Gobierno?

VI. MÁS ALLÁ DE UNA CRISIS: PARADOJAS Y RIESGOS INADVERTIDOS DEL PARLAMENTARISMO ESPAÑOL[Subir]

Si este caso puede describirse como un burdo intento de censurar una disolución, sería equivocado creer que un conflicto de estas características solo puede deberse a la mala fe. Y sería un error aún mayor confiar en que no volveremos a tropezar con esta piedra. Al contrario, lo conveniente es prever, como hace un reciente manual, que «en situaciones de crisis política pueden concurrir en el tiempo la moción de censura y la disolución» (‍Balaguer Callejón, 2021: 652-‍653). Tengamos en cuenta que el incidente madrileño fue relativamente fácil de solucionar y habría sido sencillo de conjurar. Un simple cambio legal hubiera bastado para hacer impensable el intento de revertir la decisión de disolver[26]. Pero precisar que la firma del decreto es el dato jurídicamente determinante no ahuyenta el problema de la foto finish. Bajo las normas vigentes todavía podrían darse escenarios más enrevesados, sea porque los hechos fueran menos pacíficos o porque su valoración fuera más controvertible.

A ello contribuye una ambigüedad crucial del art. 115.2 CE y de sus calcos estatutarios, que no ha sido relevante en esta ocasión, pero que podría serlo en el futuro. Es innegable que el presidente no puede convocar elecciones mientras esté tramitándose una moción de censura, pero no es obvio cuándo se debe considerar que comienza tal tramitación[27]. Puede entenderse que se inicia con su calificación por parte de la Mesa, criterio hasta ahora compartido por el grueso de la doctrina[28], o bien con el registro de la moción, postura de Santaolalla (‍2001: 1761) que últimamente parecen suscribir letrados de distintos Parlamentos. Por su parte, Satrústegui (‍2018: 23-‍24) va más lejos y cuestiona «que fuera legítima, desde el punto de vista constitucional, una disolución preventiva o de combate, decretada el día anterior, o bien pocas horas antes, de que se presente una moción de censura, previamente anunciada». Arguye que «la expresión “cuando esté en trámite una moción de censura”, puede interpretarse en sentido amplio, de forma que cubra también ese período inmediatamente antecedente a la presentación de la moción».

Esta tercera lectura no tiene base alguna en el texto, por no decir que querer atribuir consecuencias jurídicas a una mera declaración política tendría implicaciones inaceptables[29] y dañinas para el sistema[30]. Sin haber satisfecho los requisitos del art. 113 nadie puede pretender beneficiarse del art. 115.2 CE. Además, este precepto concede un inaudito privilegio a la oposición, y todo privilegio reclama una interpretación restrictiva. Por eso, el simple depósito de la moción tampoco debe bastar para embargar la facultad disolutoria. La exégesis más respetuosa con los principios de publicidad parlamentaria y de seguridad jurídica es que la potestad presidencial solo queda hibernada cuando su titular adquiere conocimiento oficial de la moción. Es decir, cuando la Mesa, además de admitirla a trámite, cumple con su deber de informar al jefe de Gobierno (art. 176.1 RCD). Frente a este criterio se objetará que la demora del órgano rector, maliciosa o no, podría ser aprovechada para disolver. Esto último es cierto y, si tal cosa sucediera, estaría servido un conflicto más intrincado. Aun así, es la alternativa hermenéutica preferible también por puro sentido práctico. El riesgo de que se acuda a la disolución en ese instante es el más asumible de todos, como se comprenderá enseguida.

Podría pensarse que de todas formas la sincronía de procedimientos no tiene demasiada importancia, pues, en el peor de los casos, se resolverá en sede jurisdiccional quién ha ejercido válidamente su competencia. Es verdad que sobre el papel este supuesto es jurídicamente resoluble, porque una de las posibles interpretaciones del término «tramitación» acabará consolidándose y porque siempre habrá un actor que le lleve al otro al menos unos minutos de ventaja. Pero que llegue a ser una nimia fracción de tiempo lo que marque la diferencia entre el legítimo ejercicio de una facultad y el presumible el fraude de ley no puede sino desorientar a los operadores jurídicos —especialmente si, dada la imprecisión de los textos, resulta discutible qué hechos deben tomarse como referencia temporal—. También causará perplejidad en la opinión pública que el orden de dos actos casi simultáneos pueda determinar desenlaces políticos opuestos. Por eso, esclarecer el sentido de la norma no acabaría con las dificultades que plantea esta hipótesis, que no son solo ni principalmente hermenéuticas.

Para empezar, no hay interpretación capaz de esquivar el aspecto más delicado del asunto: que, en un litigio sobre los límites de ambas atribuciones, lo que virtualmente se dirime es si prevalece la voluntad parlamentaria o la voluntad popular. Esa circunstancia pone un serio obstáculo a los razonamientos estrictamente formales, pues es imposible pretender que la moción de censura y la disolución escrutan voluntades equiparables, o fingir que su diferencia de rango no tiene mayor relevancia. Inevitablemente, una polémica de este género se volverá más política que jurídica. Y en esa arena retórica, quien esgrima la disolución lleva de entrada las de ganar: el discurso que reclame «dar la palabra a los ciudadanos» siempre será más poderoso que cualquier otro que pueda construirse en torno a la primacía del Parlamento o al ejercicio del cargo representativo. Así las cosas, no sería de extrañar que un tribunal colocado ante esta incómoda disyuntiva se incline, en caso de duda, por la salida políticamente menos comprometida, que es la que en menor medida predetermina el resultado del proceso y la que mayor legitimidad aporta.

Lo anterior pone de manifiesto que un criterio puramente formal como el cronológico es del todo inadecuado para resolver tan peliagudo conflicto político. Pero percatémonos de cuál es el problema de fondo: que este enfrentamiento es factible únicamente porque la ley fundamental ha hecho suyo aquel criterio. En efecto, pareja colisión de potestades nunca podría ocurrir ni en los regímenes que aceptan la disolución sucesiva, ni en los que descartan la disolución gubernamental libre; ni en los que el adelanto electoral requiere el consentimiento de las asambleas, ni en los que el Parlamento no puede impedir el final anticipado de la legislatura. Este atolladero es un subproducto de las paradójicas características del parlamentarismo español. A saber: la facultad disolutoria es ejercitable en todo momento, pero también puede ser suspendida en cualquier momento; la decisión de disolver no necesita el plácet del Congreso, pero, no obstante, puede ser evitada por los diputados; y, en fin, la moción de censura está expresamente concebida para prevenir la disolución, pero, al mismo tiempo, la disolución tiene una regulación óptima para prevenir la censura.

Cuanto más se examina la articulación de estos artificios, más evidente resulta que no hay una lógica global del sistema, sino dos lógicas antagónicas en liza, que obligan al jurista a cambiar de coordenadas argumentales según el momento procesal de que se trate. Aunque superficialmente pudiera parecer normal que moción de censura y disolución se relacionen de acuerdo con un célebre aforismo —prior in tempore, potior in iure—, eso, en realidad, es desatinado y disfuncional, pues convierte a estos mecanismos en competencias que compiten entre sí, cuando deberían ser técnicas integradas y complementarias. La regla de oro para lograr una sana integración entre estas facultades consiste en que a uno de los órganos le corresponda siempre la decisión final sobre la alternativa que representan el cese del Gobierno y la terminación anticipada de la legislatura. Básicamente, o bien se permite al Gabinete censurado optar entre la dimisión y el recurso al electorado, o bien la moción de censura es un verdadero acuerdo de destitución y el Ejecutivo no puede disolver el Legislativo sin su consentimiento.

Dotar a ambos procedimientos de efectos análogos —el cese inmediato de los titulares del otro poder— no es un «contrapeso», es un contrasentido originado por la indecisión del constituyente. Los arts. 113 y 115 CE obedecen a dos concepciones incompatibles del régimen parlamentario, las cuales prevalecen alternativamente en función de factores meramente casuales e incidentales, que en otros países nunca son decisivos. Todo ello entraña una completa indefinición del rol asignado a cada órgano, que es determinado coyunturalmente por la agilidad de los distintos partidos. Así, por un lado, el cuerpo electoral juega el papel de árbitro inapelable o de testigo mudo de una crisis según qué grupo haya tenido más reflejos. Por otro lado, la existencia de una mayoría dispuesta a dar vida a un nuevo Gobierno se vuelve un dato constitucionalmente decisivo o una circunstancia intranscendente dependiendo de quién haya sido el más madrugador. Se puede decir que la Constitución de 1978 da más importancia a la fecha y hora de los hechos que a los hechos en sí.

Es difícil exagerar hasta qué punto es eso cierto. Pensemos en la anomalía que supone que un presidente, para demostrar que ha actuado dentro de la ley, se vea obligado a acreditar el minuto exacto en el que ha firmado el decreto de disolución. Como ha quedado patente, ese detalle anecdótico e ignorado por la ley adquiere relevancia jurídica si una moción de censura se presenta a la par. Pero al ser actos de distinta naturaleza, la moción y el decreto no se remiten a un mismo registro que certifique imparcialmente sus respectivas horas de entrada; por tanto, la misma cronología de los acontecimientos puede ser objeto de disputa y la datación que aporte el Ejecutivo tal vez no sea verificable. En consecuencia, las reglas constitucionales hacen relativamente inseguras en la práctica las condiciones de legalidad del acto de disolución. Los límites al ejercicio de una competencia deberían ser estables y predecibles; sin embargo, en España, las acciones permitidas o vedadas al jefe de Gobierno pueden cambiar repentinamente a lo largo del día.

Que la licitud constitucional de la conducta de un actor dependa de cuáles sean los movimientos previos de sus rivales también enturbia la valoración social de los comportamientos políticos. Cuando se intentan emplear simultáneamente ambos dispositivos, es tentador culpar del enredo resultante al oportunismo y a la deslealtad de unos u otros partidos. Pero no es fácil saber en qué se concreta la lealtad institucional exigible a las fuerzas políticas en un sistema que prevé dos vías paralelas para resolver una crisis, cada una de las cuales puede, llegado el caso, beneficiar a ciertos grupos y perjudicar a otros. ¿Ha de resignarse a ver terminado prematuramente su mandato una oposición que tenga la aritmética parlamentaria de su parte? ¿Debe dejarse censurar un presidente que se sienta arropado por los votantes? ¿Acaso el buen funcionamiento del parlamentarismo español requiere que Gobierno y oposición concierten sus respectivas ambiciones y estrategias?

Más aún: es probable que esa divergencia de intereses exista, para empezar, en el seno del propio Ejecutivo. Al jefe de Gobierno puede beneficiarle una disolución, mientras que a un socio menor quizá le convenga, en su lugar, cambiar de alianzas. Es decir, cada formación gobernante puede temer una ruptura de la coalición por la vía que más le perjudica. Por eso es de esperar que, ante la menor sospecha, un presidente cese a los ministros o consejeros de distinta afiliación para proceder de inmediato a convocar elecciones, pues, si deliberase con ellos su intención de disolver, se expondría a que pusieran en marcha el procedimiento de censura antes de que pudiera firmar el decreto. También es previsible la maniobra inversa: que un partido bisagra negocie en secreto con fuerzas opositoras un cambio de mayoría sin haber abandonado el Gabinete, ya que, de hacerlo abiertamente antes de registrar la moción, se arriesgaría a una pronta disolución. Esas conductas, de las que hay ejemplos cercanos[31], pueden parecer inelegantes, poco éticas, y hasta podrían tacharse de tácticas alevosas, pero son comprensibles bajo las reglas vigentes. Dada nuestra estructura institucional, cada grupo puede pagar caro poner demasiada fe en la vigencia del acuerdo de Gobierno y en la lealtad de sus otros signatarios. Tenemos, en definitiva, un sistema que precariza la relación de confianza y premia al actor más desconfiado.

Si bien no hay duda de «la conveniencia de que existan pactos parlamentarios amplios y duraderos» (‍Aragón Reyes, 2017: 33), lo cierto es que la Constitución no fomenta esa durabilidad ni aclara cómo han de obrar los grupos políticos cuando esos pactos se rompen. Al haberse consagrado el absurdo de que ambos poderes tienen potencialmente la última palabra sobre cómo resolver sus discrepancias, no cabe inferir una norma de corrección constitucional capaz de evitar que los apresurados portadores de un decreto de disolución se crucen por el camino con quienes a paso ligero llevan a registrar una moción de censura. Y no puede sorprender que ese encontronazo se produzca cuando se sepan viables varias coaliciones, pues nada es más natural que en un escenario fragmentado y volátil los partidos pugnen por acogerse al cauce que estiman más conveniente para sus respectivos intereses. Cuestión distinta es que esa sea una situación de todo punto perturbadora, a la que el derecho no debería dar pie[32].

Y resulta particularmente perturbadora porque, cuando el inminente empleo de uno de los resortes se vea truncado por la súbita activación del otro, una parte del arco parlamentario se sentirá frustrada o víctima de una jugada sucia y fraudulenta. Por eso es de temer que se prolonguen en el tiempo las contiendas políticas sobre este asunto, con independencia de qué dispositivo haya alcanzado la línea de meta. Si prospera la moción de censura, los gobernantes que intentaban disolver y fueron finalmente descabalgados acusarán al nuevo Ejecutivo de tener miedo a las urnas, y pondrán en tela de juicio la legitimidad de su victoria parlamentaria por no haber sido refrendada por los ciudadanos. Si, por el contrario, llegase antes a puerto la disolución y los comicios desautorizaran a quienes pretendían aprobar una moción de censura, los dirigentes recién revalidados por el sufragio universal recriminarán constantemente a las fuerzas vencidas su intento de hacerse con el poder en los despachos, en contra de los deseos del electorado. Es decir, un percance de este tipo entraña el riesgo de exasperar aún más las relaciones entre Gobierno y oposición, y de crear un gran desconcierto social sobre las reglas del juego político.

Aunque no se consumen los peligros apuntados, su mera factibilidad es inquietante y no puede obviarse a la hora de valorar el derecho vigente. Que el modo de solventar los conflictos políticos pueda ser, a su vez, objeto de conflictos es la prueba definitiva de que el diseño de nuestra forma de gobierno es desafortunado. Un régimen parlamentario bien concebido impide, de una manera u otra, que el inevitable desacuerdo entre partidos se convierta en un indeseable choque entre instituciones. Y el ordenamiento español, más que posibilitarlo, lo fomenta. Que se imponga el designio de «quien dispara primero» quiere decir que el sistema anima a desenfundar antes de que lo haga el rival. Ya advirtió Guarino adónde conduce eso: semejante arreglo constitucional tiene efectos «desfavorables y no favorables a la estabilidad», pues el Ejecutivo, «temiendo futuros conflictos con la cámara, preferirá disolver inmediatamente y por adelantado», en lugar de esperar a ser censurado; la Asamblea, por su parte, «no dudará en votar la censura» para librarse de la disolución (‍1948: 201). Es decir, ambos actores se verán incitados a desencadenar una crisis política para eludir otra que podría finalmente no haber ocurrido (ibid.: 202). He ahí una perspicaz crónica parlamentaria de 2021… escrita con 73 años de antelación[33].

Como se ve, no era difícil predecir que favorecer procesalmente al gatillo más rápido del hemiciclo sería un perverso incentivo institucional para acelerar y multiplicar las crisis[34]. El forcejeo entre órganos que ansían derribarse el uno al otro no es más que el colofón de esa patológica dinámica inducida por los arts. 113 y 115 CE. Si en el pasado pudo pensarse que la imposibilidad de disolver durante la tramitación de la censura «trata de evitar posibles conflictos constitucionales» (‍Martínez Sospedra, 1983: 219), hoy salta a la vista que el resultado conseguido es justamente el contrario. Habiéndose configurado la disolución y la moción como instrumentos recíprocamente preventivos, era cuestión de tiempo que surgiera la discordia a propósito de cuál de ellos ha conseguido prevenir la utilización del otro. Por añadidura, los nocivos acicates codificados en el título V adquieren especial intensidad en la era de las comunicaciones instantáneas. Estas facilitan que los partidos conozcan en tiempo real las intenciones de sus adversarios, incrementando, así, sus posibilidades de contrarrestarlas con éxito. Si se piensa fríamente, lo más extraño del episodio madrileño es que fuera el primero.

VII. CONCLUSIÓN[Subir]

No hay una única forma válida de organizar la responsabilidad y la disolución, aunque sí hay mixturas claramente desaconsejables. Los constituyentes de 1978 quisieron ensayar una de estas amalgamas institucionales que debían evitarse. El resultado es un parlamentarismo inconexo y paradójico, en el que el valor otorgado a la preservación de la legislatura y a la intervención del electorado varía según la azarosa secuencia de los acontecimientos. Las contradicciones del derecho vigente pasaron por obviedades por la familiaridad académica con su texto y la ausencia de controversias en la praxis política. Sucede aquí lo mismo que con otros preceptos: que su aplicación pacífica era obsequio del bipartidismo anterior a 2015. Es decir, las deficiencias del esquema constitucional eran amortiguadas por el mismo contexto en el que la moción de censura constructiva se creía inviable y en el que la disolución no se utilizaba para atajar una posible caída del Gobierno, sino para seleccionar a conveniencia la fecha de las elecciones. Pero, bajo un multipartidismo de coaliciones frágiles y mayorías inciertas, las fricciones entre ambos engranajes no tardan en hacerse notar.

La facultad congresual de sustituir unilateralmente al Ejecutivo y la facultad presidencial de finalizar unilateralmente la legislatura solo parecen conciliables mientras sean empleadas en momentos diferentes y distanciados en el tiempo. Pero, siendo formas alternativas de solventar una crisis, están llamadas a utilizarse precisamente en las mismas ocasiones. Ello implica que el método con el que las fuerzas políticas deben resolver sus desencuentros se selecciona mediante una carrera de rapidez entre Gobierno y oposición. Nada tiene eso de beneficioso: en el mejor de los casos promueve la desconfianza entre partidos y la inestabilidad política; en el peor, genera importantes complicaciones hermenéuticas y una innecesaria tensión entre la voluntad parlamentaria y la voluntad popular, que rivalizan al ser invocadas a la vez. Esta embarazosa tesitura es sorteada allí donde se consagran inequívocamente la primacía de la legislatura en curso o bien el arbitraje del electorado, pero es irremediable en un régimen que oscila entre este y aquella en función de qué actor político sea más suspicaz y resuelto.

La experiencia de 2021 demuestra que el modo en que se ha entendido entre nosotros la relación entre moción de censura y disolución no resiste la prueba de los hechos. Pretender que dos dispositivos técnicamente excluyentes pero simultáneamente operativos tengan su propio radio de acción y no se interfieran es un círculo imposible de cuadrar: la única manera de impedir que uno bloquee al otro es permitir que el otro bloquee al uno. Es estéril intentar que ambas competencias sean igualmente eficaces. Como advirtió Théry (‍1949: 228), «una Constitución no es un traje de Arlequín. Querer por compromiso yuxtaponer piezas que se excluyen es una empresa vana. Cualquiera que sea la confusión que haya presidido la elaboración del edificio, una nota dominante se impone, que da valor a ciertos mecanismos y paraliza los otros». Asumamos, pues, que ningún esfuerzo hermenéutico podrá lograr que una pieza concebida para evitar pasar por las urnas encaje limpiamente con otra ideada para facilitar el recurso a las urnas. En resumen, la moción de censura more germanico y la disolución more anglico son recetas constitucionales contraindicadas y solamente prescindiendo de una de ellas se prevendrán dinámicas patológicas y situaciones desconcertantes.

NOTAS[Subir]

[1]

La «disolución sucesiva» es una categoría frecuente en la doctrina italiana, acuñada originalmente por Guarino (‍1948: 50), quien la define como aquella «decidida por el gabinete derrotado, que de lo contrario tendría que dimitir».

[2]

La responsabilidad política solía sancionarse indirectamente mediante el rechazo de la postura gubernamental en una votación ordinaria, de ahí que el poder del Parlamento sobre la vida de los Gobiernos se describiera con expresiones gráficas y no técnicas, tales como «derribar», «hacer caer», «derrocar» o «forzar a dimitir».

[3]

Los regímenes parlamentarios que no permiten la disolución sucesiva suelen participar de la misma ficción constitucional: que la remoción de los miembros del Gobierno resulta siempre de un acto de estos o del jefe del Estado. Así, en Alemania la moción de censura es un texto formalmente dirigido al presidente federal pidiéndole que cese al canciller. Nuestra Constitución, por su parte, obliga al presidente del Gobierno censurado a presentar una dimisión protocolaria —declaración prescindible por redundante, pues el art. 101.1 CE dispone el cese automático del Ejecutivo tras la pérdida de la confianza parlamentaria—.

[4]

Casos de Suecia, Dinamarca, Francia, Italia, Canadá, Australia o Portugal. Esta lista registra el hecho de que sea constitucionalmente posible una disolución previa o posterior a la pérdida de la confianza, con independencia de cuál sea la praxis seguida y de que la decisión de disolver corresponda al jefe del Estado o al del Gobierno.

[5]

Por ejemplo: Noruega, Letonia, Lituania, Croacia, Rumanía, Bulgaria, Chequia o Eslovaquia. Curiosamente, el Reino Unido también formó parte de este grupo entre 2011 y 2022.

[6]

Sobre la conveniencia de una «investidura constructiva», similar a la regulada en el art. 63.4 LFB, vid. De Lázaro (‍2018: 145). Respecto a la cuestión de confianza en Alemania, en la que solo un «rechazo constructivo» produce el cese del canciller, véase la bibliografía citada en la nota siguiente.

[7]

Los autores de la Ley Fundamental de Bonn eran conscientes de que la moción de censura constructiva asegura la subsistencia del Gobierno, «pero no garantiza, por sí sola, que ese Gobierno pueda gobernar» (‍Aragón Reyes, 2017: 27); por eso reforzaron su capacidad de dirección política de dos modos. El canciller puede obtener la aprobación de un texto legislativo mediante la cuestión de confianza y, en caso de no lograrlo, el Gabinete tiene la opción de legislar a espaldas de la Dieta, con la sola aprobación del Consejo Federal, gracias al llamado «estado de necesidad legislativa» (art. 81 LFB). Sobre estas instituciones, vid. Mellado Prado (‍1988: 73-‍93) o Amphoux (‍1962: 456-‍490).

[8]

Así sucede con todos los países de Europa del Este que han incorporado la censura constructiva (Hungría, Polonia, Eslovenia y Albania). Más significativo es el caso belga, cuya reforma constitucional de 1993 adoptó este formato de moción a la vez que sustituyó el derecho de disolución libre, vigente hasta entonces, por un modelo de disolución condicionada, muy parecido al alemán.

[9]

El «equilibrio» es una idea imprecisa susceptible de multitud de interpretaciones. Baste decir que, para quienes comparten las teorías clásicas, el régimen parlamentario alemán estaría desequilibrado en favor del Legislativo, por su intensa restricción de la facultad disolutoria.

[10]

De hecho, la severa limitación de la facultad disolutoria en la Ley Fundamental de Bonn es, al igual que la censura constructiva, una reacción contra la experiencia de Weimar. En ese período histórico, el constante recurso a la disolución para remediar la inestabilidad política fue contraproducente, porque «en cada nueva elección, la Dieta se volvía un poco menos “gobernable” y las mayorías posibles se desmoronaban» (‍Amphoux, 1962: 464).

[11]

Es verdad que nuestro ordenamiento somete el ejercicio de la disolución a límites temporales que no pesan sobre la moción de censura, pero no por ello esta goza de una primacía general sobre aquella cuando ambas están activas.

[12]

La vigencia de esta regla en ambos lados de la frontera balcánica se explica por un origen común. La redacción del art. 115 CE fue inicialmente copiada por la Constitución yugoslava de 1992 (art. 83). Tras la ruptura de la confederación en 2006, fue retomada por las nuevas leyes fundamentales de sus repúblicas sucesoras.

[13]

En la clasificación de Lauvaux (‍1983) de los «sistemas de disolución» —seguramente la más exhaustiva que existe—, la disolución autónoma designa el grado máximo de discrecionalidad en su ejercicio, que se da cuando este no requiere ninguna condición previa. Bar Cendón hace suyo ese adjetivo, pero lo emplea también para referirse a la imposibilidad de disolución sucesiva. Sin embargo, esa circunstancia más bien merma la autonomía de la facultad disolutoria. De ahí que Lauvaux no incluya a España entre los sistemas con disolución autónoma, sino entre los que poseen una «disolución condicionada por la situación parlamentaria del gobierno».

[14]

El art. 115.2 CE alimenta confusiones hermenéuticas incluso en cuestiones ajenas a la censura o a la disolución. Así, se discute frecuentemente si cabe disolver una vez planteada una cuestión de confianza. Ciertos autores también creen analógicamente prohibida la dimisión presidencial durante la tramitación de la censura.

[15]

Santaolalla presupone aquí que las mociones solo se presentan una vez negociadas en todos sus extremos entre las fuerzas necesarias para desbancar al Gobierno. No imaginó que un partido pudiera plantear una moción de improviso y buscar los apoyos a continuación, como sucedió en 2018. Pero en nuestro sistema esta táctica es la que hace más factible el éxito de la censura, al vedar de entrada la disolución.

[16]

De hecho, Alzaga (‍1978: 692-‍693) presagió una contingencia relativamente similar, más enrevesada, pero nada descartable: la concatenación planeada de mociones de censura fallidas con el fin de retrasar una probable disolución.

[17]

La Constitución de 1931 no prohibía disolver tras una censura, pero cabía la duda de si la disolución, que era competencia del jefe del Estado, podía ser refrendada por un Gobierno censurado o si este acto estaba exento de refrendo. Una controversia análoga se planteó en Weimar. La ambigüedad del texto constitucional alemán de 1919 propició la grotesca sesión del Reichstag del 12 de septiembre de 1932, en la que Göring, presidente de la Cámara, dio curso a una votación de censura, ignorando deliberadamente el decreto de disolución que portaba el canciller Von Papen. Sobre este suceso, vid. Amphoux (‍1962: 469) y Frau (‍2017: 70).

[18]

En Alemania ese problema solo puede darse en una coyuntura muy concreta y durante un período muy breve (21 días), mientras que en nuestro país el posible conflicto entre censura y disolución puede ocurrir en cualquier momento y sin mediar condición previa. Además, el jefe del Estado alemán puede —y cabe interpretar que lealmente debe— retrasar su consentimiento a la disolución hasta verificar si existe una mayoría alternativa en la Dieta actual, cosa que no es posible en España.

[19]

En el auto se afirma que disolución y convocatoria electoral son «dos decisiones distintas» y se identifica incomprensiblemente la primera con la firma del decreto y la segunda, con su publicación. Por otra parte, el TSJM menciona la Ley 5/1990, que reconoció extraestatutariamente el derecho de disolución, y que debe considerarse derogada desde que en 1998 se incorporó esa prerrogativa al Estatuto con mayores limitaciones.

[20]

Las disposiciones homólogas de ciertas CC. AA. establecen que «la disolución no podrá tener lugar» o que la Asamblea «no podrá ser disuelta», redacciones ambiguas que podrían referirse tanto a la firma del decreto como a su publicación. Empero, tales preceptos imprecisos deberían interpretarse en el mismo sentido que el art. 115.2 CE en el que se inspiran.

[21]

De esta cuestión se ocupó expresamente Velu, autor del que quizá sea el estudio más minucioso sobre los aspectos técnicos y procedimentales de la disolución. Detalla que, en su país (Bélgica), el acto de disolución es «oponible a las Cámaras y al cuerpo electoral» cuando se hace público, pero «entra en vigor» desde que se firma (‍1966: 113). El diferente sentido dado a este término es lo de menos, pues las consecuencias jurídicas son idénticas: un decreto de disolución aún no publicado nunca puede ser revertido por el Parlamento.

[22]

García-Pelayo escribió por encargo de UCD un informe inédito sobre el texto constitucional in fieri, que ha visto la luz en fechas recientes. El autor de este valioso documento (‍García Pelayo et al., 2021: 129) aconsejó a los constituyentes seguir escrupulosamente el ejemplo alemán y conferir «al Congreso la posibilidad de invalidar la propuesta [de disolución] mediante la elección, dentro de un tiempo determinado, de un nuevo presidente del Gobierno».

[23]

Un ejemplo de cómo sería un sistema que admitiese ese resultado lo proporciona Israel. El art. 29 de la vigente ley fundamental del Gobierno permite al primer ministro solicitar al jefe del Estado la disolución de la Cámara, pero el decreto solo produce efectos pasados 21 días, tiempo habilitado para que una mayoría de los parlamentarios pueda impulsar la formación de un nuevo Gobierno. Si eso no sucede, o si fracasa su investidura, la disolución se hace efectiva. Es destacable que la citada norma obliga a insertar en la gaceta oficial un decreto que puede finalmente no ejecutarse. Es decir, la «reversibilidad» de una propuesta de disolución nunca se basa en que el acto aún no haya sido publicado.

[24]

Título de la célebre obra de Mirkine-Gueztévitch en la que acuñó el concepto de «racionalización del parlamentarismo» (‍1936: 14-‍20). Sus páginas muestran que esa expresión no tenía originalmente el sentido que hoy frecuentemente connota.

[25]

En rigor, Pérez Royo extrema el argumento asambleario hasta identificar la parte con el todo, ya que el escrito de una minoría de diputados ni siquiera es un «acto de la Asamblea» al que quepa imputar una legitimidad superior a la del Ejecutivo, que es una emanación de esa misma Cámara.

[26]

A juicio de Cuenca Miranda (‍2018: 145), la entrada en vigor del decreto el día de su publicación busca evitar esta clase de patologías, ya que, si lo hiciera al día siguiente, «podría presentarse una moción de censura». Aunque no se planteó que eso mismo podría ocurrir entre la firma y la publicación del acto, dio la solución que nos hubiera ahorrado el espectáculo madrileño: «[…] que el día de la expedición del decreto, el de publicación y el de su entrada en vigor fueran coincidentes».

[27]

Tan solo Canarias se libra de esta ambigüedad: su Estatuto de 2018 no prohíbe disolver «cuando esté en trámite» una moción, sino cuando esta «se haya presentado» (art. 56.2). En Galicia tampoco debería darse este problema, porque es la única comunidad que no ha introducido una limitación equivalente a la del art. 115.2 CE (vid. art. 24 de la Ley 1/1983), y, frente a la opinión de Fernández Segado, no cabe considerarla implícita.

[28]

Vid. Montero Gibert y García Morillo (‍1984: 174), Mellado Prado, (‍1988: 307), Vírgala (‍1988: 247), Bar Cendón (‍1989: 227) o Sánchez de Dios (‍1992: 312).

[29]

Como sabemos, pueden transcurrir meses desde que se anuncia una moción hasta que por fin se registra, por no hablar de los célebres amagos de presentar una moción que nunca se materializan. ¿Debemos entender que la oposición puede mantener secuestrada indefinidamente la facultad del presidente del Gobierno por el expediente de proclamar su intención de censurarle?

[30]

A juicio de Satrústegui (‍2018: 24), es «razonable» que una propuesta de disolución posterior al anuncio de una moción no se considere vinculante para el rey, de suerte que este podría «arbitrar entre los intereses del Gobierno y los de la oposición, ponderando las circunstancias del caso». Es decir, la tesis de este autor involucraría al monarca en un conflicto político-constitucional ya de por sí bastante enmarañado, obligándole a tomar partido. En vez de resolver un problema, esta imaginativa interpretación añade uno nuevo.

[31]

Lo primero ocurrió en Castilla y León en diciembre de 2021; lo segundo aconteció en la Región de Murcia justo antes de la disolución madrileña. En este caso, la moción de censura fue, para más inri, encabezada por una integrante del Gobierno al que se pretendía censurar. En Madrid, el cese de varios consejeros fue posterior al acuerdo de disolución, pero aquellos no tuvieron margen de maniobra porque la decisión presidencial les fue comunicada por sorpresa en la reunión ordinaria del Consejo de Gobierno. Más allá de estas diferencias, queda claro que estos tres episodios que se sucedieron en menos de un año son sintomáticos de una misma disfunción institucional.

[32]

La tan criticada ausencia inicial de un derecho de disolución en las CC. AA. al menos imposibilitaba pugnas y peripecias como las vividas en 2021. Por más que se haya presentado la carencia de esa facultad como un defecto, la realidad es que los ordenamientos autonómicos establecían sistemas parlamentarios menos incoherentes y más conformes al modelo alemán antes de transcribir el art. 115 CE.

[33]

Guarino alude a las constituciones que prohíben disolver tras la aprobación de la censura. Lógicamente, sus observaciones son aplicables, con mayor motivo, a aquellas que impiden hacerlo tras la simple presentación de la moción.

[34]

El contraste con las reglas del parlamentarismo tradicional no puede ser mayor. Para la doctrina clásica, aquellas tenían la virtud de hacer «menos frecuente el uso de armas encomendadas a cada autoridad» (‍Burdeau, 1932: 91), pues se consideraba que la posibilidad de una disolución sucesiva disuadiría al Parlamento de censurar al Ejecutivo y también haría innecesario que este disolviera preventivamente. Nuestra Constitución ha instituido unos alicientes diametralmente opuestos.

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