RESUMEN
El objetivo del presente trabajo es abordar la desconfiguración normativa de los derechos sociales de la forma de Estado social, situando sus causas en la conexión jurídico-fáctica de la forma constitucional del mercado conformadora de las nuevas estructuras de poder estatal y supranacional, con especial referencia a esta última. Básicamente, porque el espacio supranacional sanciona al nuevo paradigma constitucional que ordena las relaciones política-economía en torno a la centralidad del mercado. El resultado es la inmaterialidad de los derechos sociales en el orden jurídico europeo. Refuerzan estas consideraciones la crisis sindémica del orden del mercado en su actual fase inflacionaria gestionada, nuevamente, según una ortodoxia monetaria y fiscal que acentúa la desvalorización política de los conflictos de las desigualdades que atraviesan los derechos sociales.
Palabras clave: Constitucionalismo social; constitucionalismo de mercado; derechos sociales; competencia social desleal; rentabilidad social; desigualdad redistributiva; financiarización; inflación.
ABSTRACT
The aim of the contribution is to address the normative deconfiguration of the social rights of the Social State form by situating its causes in the legal-factual connection of the constitutional form of the market shaping the new structures of state and supranational power, with special reference to the latter. Basically, because the supranational space sanctions the new constitutional paradigm that orders political-economic relations around the centrality of the market. The result is the immateriality of social rights in the European legal order. These considerations are reinforced by the syndemic crisis of the market order in its current inflationary phase managed, once again, on the basis of a monetary and fiscal orthodoxy that accentuates the political devaluation of the conflicts of inequalities that cross social rights.
Keywords: Social constitutionalism; market constitutionalism; social rights; social dumping; social profitability; income inequality; wage inequality; financialisation; inflation.
El análisis sobre los derechos sociales en el orden jurídico europeo requiere de una doble aproximación, tanto de terminología conceptual como de anclaje jurídico en el marco constitucional referenciado. Ambas cuestiones se manifiestan, además, de forma consecuencial, pues precisar el significado de los derechos sociales conlleva, a su vez, contextualizar esta categoría jurídica en su debida conexión estatal-constitucional. Al respecto, es preciso advertir que la referencia al Estado y la constitución no se reconduce a la expresión, que ha adquirido rango de paradigma constitucional, de Estado constitucional. Fundamentalmente porque el Estado constitucional, como formulación jurídica que subsume el Estado de derecho y el Estado social, produce el efecto de desvincular del marco constitucional al Estado social como forma de Estado autónoma (Maestro Buelga, 2021: 13-14). En particular, en el marco del Estado constitucional, el Estado social encontraría en la constitución política o la política constitucional el espacio preferente para su realización en tanto garantía de la pluralidad de valores y principios, del pluralismo político, que se cohonesta con las funciones de límite a los poderes públicos y garantía de los derechos fundamentales desplegadas en la estructura de la constitución jurídica. Un concepto, el de Estado constitucional, que no hace sino reproducir la teorización de Schmitt (2003: 29-58) a propósito del momento de unidad de la constitución jurídica, lo que permite superar potenciales disrupciones generadas por las realidades sociopolíticas emergentes abordables a través del «lenguaje de las políticas sociales y económicas».
Berger (1989: 62) ejemplifica este matiz cuando reflexiona sobre las desigualdades y sus axiologías, pues entiende que la preferencia por el bienestar material (pobreza) o la nivelación material (igualdad sustancial) es una cuestión que conlleva juicios morales y, por ende, metarracionales, quedando fuera del campo, en terminología weberiana, del pensamiento y las técnicas (jurídicamente) racionales (Weber, 2002: 648-660). Por lo tanto, no habría correlación intrínseca entre fenómenos sociales, políticos y jurídicos, al ser los dos primeros meras variables históricamente contingentes, lo que permitiría racionalizar el fenómeno jurídico al margen de ellas (Berger, 1989: 36). Hablaríamos, entonces, de una carga empírica desprovista de toda ideología sociopolítica. La democracia como limitación institucional del poder, los derechos fundamentales como garantías formales independientes de cualquier colectividad a la que puedan pertenecer, los derechos sociales como garantías materiales irracionales por cuanto dependientes de la coyuntura del pluralismo mayorías-minorías y su recomposición evolutiva. Una identificación entre límites a los poderes y el sujeto «aequalis» de Dumont (2012), en su acepción normativa de rechazo a aceptar jerarquías inmutables o, siguiendo a De Tocqueville (1978: 53), de negar la defensa de cualquier privilegio particular, léase, la igualdad de posiciones fundamentada en la interrelación explotación-relaciones sociales de producción.
Frente a estos planteamientos que reconducen al Estado social a mero estadio evolutivo depurador de las contradicciones jurídico-políticas del Estado liberal; a una claúsula o principio metajurídico de provisión por los poderes públicos de las condiciones de procura existencial (Forsthoff,1986: 91-93), y a un producto del orden político y legal (Dworkin, 2003: 11), oponemos una crítica propositiva. Crítica porque se fundamenta la autonomía de lo político, que se identifica con el Estado social, a costa de su desvinculación del texto constitucional, lo que permite la alternancia de valores y principios socioeconómicos confrontados con el propio dispositivo constitucional en nombre del pluralismo político que diluye cualquier contradicción entre lo jurídico y las realidades socioeconómicas. Propositiva porque la autonomía de lo jurídico radica en sus conexiones con lo político o, si se prefiere, con el conjunto de las relaciones materiales de producción caracterizadas por el conflicto redistributivo.
La unidad jurídico-política se articula, en este sentido, desde la consideración del papel jurídico y constitucional de los sujetos protagonistas del conflicto, desde la integración constitucional del conflicto. Aquí radica el potencial de ruptura y transformación de la forma de Estado social y el papel de la política orientada a las funciones asumidas por la nueva forma de Estado. En oposición a la constitución material liberal, donde la libertad individual solo era alcanzable a través de la garantía de la propiedad privada en su doble condición de garantía de la libertad del individuo frente a estructuras sociales que se confrontan con la autonomía individual, y de garantía del crecimiento económico nacional. Esta centralidad de la propiedad como principio de organización social impregnaba la forma de Estado liberal y su correspondiente paradigma constitucional liberal, garantizando el statu quo del capital otrora industrial y sus fuerzas materiales desde la propia Constitución. Esta última se erigía en límite y garantía de la exclusión constitucional de la cuestión redistributiva de las rentas del capital y del trabajo abocadas a la liberalidad de las relaciones contractuales entre sujetos formalmente libres e iguales que prescribían cualquier condicionante social del contingente humano. La división de espacios Estado-sociedad revelaba la decisión de sistema de politización formal por el capital del sistema político, por más que el constitucionalismo liberal y su forma de Estado preconizaran la despolitización del sistema normativo (Heller, 2011: 135-175).
Precisamente, Piketty (2021: 49) nos advierte sobre esta decisión cuando observa cómo la propiedad, al igual que la renta, «es una relación social que adquiere todo su significado únicamente dentro de una sociedad concreta, caracterizada por un conjunto de normas específicas y relaciones de poder entre grupos sociales». De modo que las conexiones entre los procesos jurídicos y los equilibrios de poder entre fuerzas sociales se conforman en una relación sintónica entre teoría jurídica y praxis política que estructura y enmarca las conexiones constitución-forma de Estado (De Cabo, 1979:99). Obviar estas conexiones implica circunscribir el momento de ruptura que representó la forma de Estado social a una sucesión ordenada de cambios en la configuración de la forma constitucional, como si la normatividad constitucional hubiera sido el resultado de la readaptación de las tesis contractualistas de la emancipación al constitucionalismo norteamericano de la supralegalidad formal y material del texto fundamental.
Por el contrario, la forma de Estado social fue el elemento determinante del estatus de máxima jerarquía jurídica de la Constitución, pues la necesidad de conciliar la heterogeneidad de intereses en conflicto de la segunda postguerra mundial impuso la centralidad constitucional y la subordinación de la ley a esta exigencia. El pluralismo se sustanciaba en las clases en conflicto y sus ideologías portadoras de intereses heterogéneos, rompiendo con la homogeneidad de clase que fundamentaba la primacía de la ley. La unidad constitucional se legitimaba por la recomposición de los intereses en conflicto en el propio texto fundamental, actuando la integración constitucional política y económica de tales intereses.
La integración política se producía a través de lo que Heller (1985: 237) denominó, «democracia social de masas», que debía caracterizar la forma constitucional. Las masas hacían referencia a la heterogeneidad social que se confrontaba con la legitimidad monista del orden liberal. La conjunción entre lo jurídico y lo fáctico, la conexión factual-normativa, exigía la unificación en torno a los principios de la forma de Estado interiorizados por la constitución.
El fin del ateísmo político como exigencia constitucional para la corrección normativa de las desigualdades redistributivas puso fin a la democracia censitaria del poder político y jurídico del capital industrial. El reconocimiento constitucional del trabajo como sujeto político constitucionalizó el vínculo social material del trabajo excluído de la res publica liberal. Los sindicatos y los partidos portadores de los intereses de clases contribuyeron a la disolución de los entonces considerados por el racionalismo jurídico como incuestionables axiomas metajurídicos (léase la valorización de la contingencia socioeconómica). La sustitución de la libertad contractual por el intervencionismo estatal en los mercados de trabajo, junto con el poder de los sindicatos de negociación salarial ex ante y de demandar la actuación de política sociales y económicas concretas, representaban la unidad política y económica que, al constitucionalizarse, tenían un alcance sistemático más allá del marco laboral recluido hasta el constitucionalismo social en la esfera de lo privado (De Cabo, 1986: 19-41).
Paradójicamente, la separación política y economía referenciaba un derecho de clase como fundamento legitimador de la libertad individual, en cuanto derecho personalmente delimitado frente al derecho del Estado, pero que, sin embargo, rechazaba la captura estatal en base al reconocimiento de sus bases materiales en el surgimiento de la forma de Estado liberal. La despersonalización socioeconómica se reproducía en la esfera privada del intercambio, mientras que la esfera pública sancionaba la igualdad formal del interés general donde todos los inviduos eran libres como sujetos para disponer de su propio objeto: la fuerza de trabajo o fuerza productiva. El interés socioeconómico como interés privado era un axioma extrajurídico ajeno al derecho de los hechos objetivamente juridificados de las relaciones contractuales portadoras de derechos y deberes objetivamente normados.
Frente al interés general homogeneizado de la igualdad formal que porta las conexiones Estado-mercado-derecho, el interés pluriclase heterogeneizado de la forma de Estado social atribuye a la igualdad una carga de ruptura ideológica con el paradigma constitucional precedente, el del constitucionalismo liberal, pues es claramente incompatible con la efectiva igualdad de los derechos civiles y políticos y de la participación (democracia social y económica) en la organización política y social. En este sentido, la igualdad social y económicamente valorizada manifiesta la totalidad social expresada con la normativización constitucional. Frente al sujeto invididual y el fetichismo liberal del negocio jurídico, el trabajo como sujeto en la forma de Estado social se concreta en la articulación de las garantías constitucionales de la protección de lo social y de lo colectivo a través de los derechos sociales (Luciani, 2010: 631-632).
En todo caso, conviene realizar una serie de precisiones con relación a los derechos sociales. En primer lugar, los derechos sociales son una de las manifestaciones más visibles de la legitimación material de la forma de Estado social, pues reproducen en sus manifestaciones jurídicas el momento de la dimensión política y económica del trabajo. En segundo lugar, precisamente por esta vinculación directa con la normativización del sujeto trabajo del Estado social, los derechos sociales reflejan, especialmente en lo referente a la integración económica, las aporías de su reconducción, en momentos de debilidad de la conexión normativo-factual (constitucionalismo social de la crisis), al ámbito infraconstitucional. Aquí radica el nudo gordiano de los derechos sociales, porque cuando se desconectan de su función constitucional de reequilibrio del conflicto acusan la contingencia de las políticas legislativas que, reorientadas a un nueva conexión normativo-factual (constitucionalismo de mercado), reinterpretan el conflicto en términos de relación funcional de estable legitimación recíproca.
Veámos con más detenimiento esta reversión jurídico-política de la dimensión económica del conflicto de los derechos sociales. La integración económica, espacio absoluto de materialización de las transformaciones del Estado social, expresaba en su integración económica a través del mercado los condicionantes del mantenimiento de las estructuras del capital y su reconocimiento como sujeto político (debilitado) en base a la recomposición normativa del conflicto. Este segundo tipo de integración se reflejaba en la intervención pública en el gobierno del ciclo económico, o gobierno público de la economía, orientado a la redistribución progresiva de los gravámenes exigidos a los diferentes tipos de renta y de riqueza. La financiación del coste de las desigualdades del mercado implicaba trasladar la carga redistributiva a las rentas más altas en una relación funcional al Estado integrador del conflicto social.
Sin embargo, esta progresividad fiscal comenzó a experimentar una desredistribución dirigida a la financiarización de las políticas sociales y de empleo. La pérdida progresiva de la tasa de ganancias experimentada por el capitalismo dirigido o integrado trasladó la compensación de las pérdidas a la dimensión económica de los derechos sociales tanto en su desintegración a través del mercado, como en su desintegración a través del Estado. La primera, se centró en una desvalorización material del trabajo y la asunción de políticas de empleo y políticas sociales centradas en su reconfiguración como factor de producción. Las dinámicas de la empleabilidad diseñaban un pensamiento negativo del trabajo como sujeto, transformándolo en factor de producción disponible para toda transformación. El efecto de este proceso de desconstitucionalización, parafraseando a Rella (2009: 224), es un proceso de desmemorización, la construcción de un nuevo dispositivo constitucional donde el trabajo, privado de su memoria como sujeto, está también privado de los conflictos que lo atraviesan, transformándose en producto funcional para la estabilidad económica.
Paralelamente, la desintegración económica de los derechos sociales a través del Estado se caracterizó por una reorientación del déficit y la deuda pública penalizadora de los activos públicos en la forma de capital público empresarial y de las rigideces de la negociación salarial. El reparto equitativo del aumento de la productividad se sustituyó por la devaluación salarial como compensación a las pérdidas en la tasa de beneficios. El oportunismo de la narrativa del fracaso del sistema de Bretton Woods propició el principio sin fin de las desregulaciones políticamente impuestas. La privatización de los sistemas productivos públicos, la remercantilización de buena parte de las infraestructuras públicas o la connivencia en la gestión de servicios públicos con el capital privado, junto con la reducción o casi supresión de los impuestos a la riqueza y las rentas de capital, impulsaron las políticas de la desmaterialización de la forma de Estado social en su dimensión económica (Chomsky y Waterstone, 2021: 220-224).
En este orden de consideraciones, el Estado, la estatalidad en la fase de crisis del paradigma del constitucionalismo social, asume un papel central para la progresiva consolidación del nuevo paradigma constitucional que teorizamos en torno a la estatalidad del mercado, entendiendo por tal la asunción de nuevas funciones por el Estado fruto de la recomposición de las relaciones política-economía en la forma constitucional del mercado. Lógicamente, se trata de una recomposición escalada, pero estructural, que tiene en el orden de la Unión a su ámbito espacial de concreción.
La referencia directa al derecho de la Unión (DUE) como paradigma constitucional del mercado se explica en base a que este derecho juridifica las nuevas funciones asignadas por el poder global de mercado a los espacios supranacional y estatales. La conexión UE-Estados-globalización responde a una lógica jurídico política, la del proceso político globalizador y su proyecto jurídico de ruptura de los condicionamientos socioeconómicos constitucionalizados a los mercados. No se trataría, por ello, de una mera conexión espacial global-supranacional-estatal, conservando cada espacio su propia singularidad (en este sentido, Sotelo, 2010: 296), sino de una vinculación de la realidad fáctica del poder global del mercado al derecho normado supranacional e interno.
El espacio global determina los nuevos párametros definidores de la actuación del poder globalizado: ruptura del trabajo como límite político y económico a la expansión ilimitada de los mercados. Para ello, es necesario consolidar a nivel jurídico la subordinación del trabajo desprovisto de sus dinámicas de conflicto. La desaceleración del crecimiento económico iniciada desde finales de los sesenta en los países del capitalismo integrado propiciaron los cambios estructurales necesarios para la progresiva infiltración en los espacios nacionales infraconstitucionales y en los Tratados de la Unión de mecanismos de disolución de la subjetividad de las clases trabajadoras.
La saturación de los mercados internos, la desaceleración del consumo y la ralentización del crecimiento económico, junto con la progresiva debilidad de los márgenes del beneficio, pusieron el acento en las rigideces de la conflictividad salarial al considerarse que estas conducían a un aumento de la carga fiscal de las empresas espoleada de por sí por la crisis económica de los setenta, consecuencia del incremento del coste de las materias primas, especialmente del petróleo, y la dinámica inflacionista de aumento generalizado de los precios ya antes de 1973. Para contrarrestar la caída de los beneficios, las empresas actuaron sobre los precios a través del ajuste constante entre oferta y demanda, lo que condujo a un cambio de modelo productivo caracterizado por la descentralización productiva y la flexibilidad de las relaciones laborales.
La descentralización productiva fue impulsada por el modelo productivo toyotista desarrollado entre 1940-1950, que puso fin al modelo de producción en masa fordista que ya no era rentable para el capitalismo industrial. El objetivo era evitar las crisis de sobreproducción, desempeñando un papel fundamental en su consecución las nuevas tecnologías relacionadas con la información. El nuevo modelo de producción desubjetiviza la identidad socioeconómica del trabajo, rompiendo con la cadena de montaje y aislando al trabajador a islas de poducción donde puede realizar múltiples tareas o interrumpir el ciclo productivo si considera que se han producido piezas que pueden afectar a la calidad final del producto. Comienza a combinarse el trabajo tangible con el intangible, este último desvalorizado en los procesos de automatización. Esta desmaterialización de los procesos de producción marcará el principio del fin del trabajo asalariado y su transformación en trabajo en la red digital, generando una nueva forma de producción de valor que deshace la integración económica de los derechos sociales de la forma de Estado social. Principalmente porque las estructuras organizativas y de mando sobre las condiciones de producción trasforman la lógica de la relación conflictual entre capital y trabajo para generar una relación asimétrica, por cuanto subordinan al trabajo a la lógica de valor del imperativo de la acumulación. El trabajador inserto en las islas de producción se despersonaliza de su condición social y económica para asimilar su interés con el de la empresa: optimizar la producción. Con la transformación del trabajo como sujeto al trabajo como objeto, de la pérdida de su condición de causa común de intereses colectivos, emerge la imposibilidad de la acción colectiva (Sgobio, 2020).
Además, el nuevo modelo de producción permite deslocalizar los distintos ciclos productivos en zonas periféricas donde la ausencia de limitaciones sindicales permite una explotación flexible de la mano de obra que traslada la competencia a los costes laborales centro-periferia. Las clases trabajadoras del capitalismo maduro asumen como necesidad conservar su puesto de trabajo, el derecho a trabajar proclamado por la Carta de Niza (art. 15), que no es sino la sumisión a aceptar trabajar en condiciones que en un pasado no muy lejano habían sido el detonante de las conflictividades. La aspiración a cambiar las condiciones sociales se acepta como una realidad indeseable, dada la imagen negativa que las rigideces salariales asumen en el imaginario colectivo. La reducción de los porcentajes de empleo en los países del capitalismo avanzado es paralela a la internacionalización de los mercados cuya finalidad no es el crecimiento económico, sino la acumulación de beneficios.
Precisamente, es en nombre del crecimiento económico como la presión competitiva de la explotación flexible se traslada también de la periferia al centro, combinando las dinámicas de la solidaridad competitiva entre sendos espacios. La tensión por la competencia, según los menores costes salariales de las economías de la periferia, se refleja también en las reformas laborales de las economías del centro dirigidas a modernizar, abarantando, los costes de entrada (contratos atípicos) y de salida (flexibilidad para despedir).
A ello habría que añadir la existencia en estas zonas periféricas de regulaciones más proclives a las exenciones empresariales en materia tributaria que reproducen «el nuevo poder censitario de la libre circulación de capitales» (Piketty, 2021: 205). Este constituye el segundo de los parámetros definidores de la estrategia del poder global de mercado, la generalización de la extensión y tutela del poder global de mercado. La desregulación de capitales, la renuncia a la progresividad fiscal, la desvinculación del mercado del interés social, conforman la función de las nuevas estructuras de poder estatal y supranacional. Los Estados devienen funcionales para reforzar la lógica de la subordinación al mercado a nivel externo e interno. Internamente, a través de la disciplina fiscal para garantizar los equilibrios macroeconómicos necesarios para la tutela del mercado incondicionado frente a cualquier intervención redistributiva. En otras palabras, los Estados configuran los espacios de control y de disciplina social.
Externamente, los Estados se articulan como agentes globalizadores en torno a proyectos que favorecen al mercado global. En este sentido, aunque la UE se pueda interpretar como espacio supranacional que apoya a los capitales de los Estados miembros mejorando las condiciones de su competencia en un espacio global, no puede atribuirse a este planteamiento una reconfiguración de las relaciones entre política y mercado caracterizada por la protección social de los países miembros frente a potenciales externalidades negativas de la globalización (Maestro Buelga, 2011: 170-171). Básicamente, porque el espacio supranacional afirma la estrategia globalizadora organizando el conjunto de relaciones sociales en torno a la centralidad del mercado. Esto implica la ausencia de cualquier dimensión redistributiva y la conexión de potenciales políticas de gasto público a los contextos de crisis del poder global de mercado, como se experimentó durante la gestión de la crisis financiera, y se ha vuelto a poner de relieve, como veremos más detenidamente en el capítulo III, durante la pandemia sanitaria y la actual crisis inflacionaria.
En consonancia con las consideraciones realizadas, y centrándonos en el objeto de análisis, los derechos sociales en el orden europeo, entendemos que no es posible incorporar al espacio supranacional europeo el arsenal conceptual constitución-forma de Estado social intrínseco a esta categoría jurídica. Si hemos conectado a la Unión al mercado global y su derecho a la juridificación de los ejes que vertebran la globalización del mercado, la vinculación de los derechos sociales con el conflicto redistributivo como principio ordenador de las relaciones políticas y sociales que genera la forma de Estado social dificulta la traslación de los derechos sociales al orden jurídico europeo. A menos, que esta traslación tenga una función puramente nominal, esto es, de retórica más que de anclaje jurídico-constitucional. Por ello, defendemos que en el DUE los derechos sociales de la forma de Estado social desaparecen como tales para reconfigurarse como elementos accesorios, en cuanto predeterminados por las libertades económicas supranacionales, especialmente la libre circulación de trabajadores y sus fundamentos de control social, como se analizará en el capítulo II.
Cuestión distinta es que la atemperación del potencial de tales derechos se haya hecho desde planteamientos que, bien respondiendo a una reflexión tipológico generacional que los diferencia de los denominados derechos de primera y segunda generación, como mera especie evolutiva alumbrada por los Estados constitucionales de la segunda postguerra, o bien reconduciéndolos al marco de la programaticidad de los derechos prestacionales, terminan por obviar la directa conexión de los dere- chos sociales con la sistemática constitución-Estado social como forma constitucional con sustantividad propia. Recordemos que los derechos sociales son algo más que un derecho al mínimo existencial determinado por las necesidades normales, pues esta pretensión se reconduce en todo caso a los derechos asistenciales más propios del Estado del bienestar, sucedáneo del Estado social (Revenga Sánchez, 2014: 73-86). Aunque estos últimos hayan adquirido carta de naturaleza no solo por el incremento de las desigualdades estructurales de los expulsados de los mercados de trabajo, sino sobre todo por el incremento de las desigualdades dentro de las relaciones laborales que han alumbrado el fenómeno de la pobreza laboral, generando una mixtificación prestacional como las prestaciones económicas regladas.
Los derechos sociales son la manifestación del conflicto del Estado social, de la constitución material juridificada de la forma social constitucional. Esta caracterización implica que, a pesar de las debilidades que acusan estos derechos en su concreción de integración económica a través del mercado, la asimetría de posiciones en la pugna redistributiva se corrige a través de la normación constitucional del mercado, incluido, pero no solo, el del trabajo. De ahí que los derechos sociales no puedan reconducirse únicamente a los marcos laborales, pero tampoco a los propios de la subsistencia, pues los derechos sociales convergen en las dinámicas del conflicto que caracterizan al Estado social. La identificación de los derechos sociales con uno de los sujetos del constitucionalismo social material, el trabajo, puede inducir a un cierto determinismo laboralista, en el sentido de subsumir tales derechos en los procesos productivos que se impusieron durante el fordismo. Sin embargo, el trabajo en su dimensión política se erigía como liberación de las sujeciones que condicionaban la explotación del rendimiento del trabajo por su desvalorización por una suerte de naturalismo del mercado, denunciando la artificialidad del otrora mercado del capital industrial. Una liberación, por ende, que presentaba al mercado como un hecho social cuya totalidad sistemática organizaba las relaciones política-economía en el constitucionalismo liberal. La resistencia a la totalidad sistemática del mercado en la organización de los intereses y valores de las relaciones sociales era el telos del trabajo de la forma de Estado social en su condición política, y su politización aspiraba a una intervención estructural para recuperar la materialidad del funcionamiento del sistema.
La inversión de la relación política-economía, actuada incisivamente por la globalización de los mercados en los ochenta y acentuada desde los dos mil, condujo a una imposición del capital financiero como nueva forma de capital que redefine las condiciones de reproducción social. Con la financiarización, los derechos sociales comienzan a experimentar la ruptura de su dimensión política y la redefinición de su dimensión económica. Con relación a la primera, esta se materializará en el retorno a las tesis contractualistas, frente a la preferencia por las fuerzas sindicales que tutelan las libertades colectivas y los derechos de participación y negociación. Con relación a la segunda, la redefinición de la dimensión económica de los derechos sociales opera a través de la pérdida de su valor social y económico.
Las lógicas jurídicas de los derechos asociales del nuevo paradigma constitucional del mercado se insertarán también en los procesos reformadores de los mercados laborales y las políticas sociales de los Estados miembros de la Unión, sobre todo en los años dos mil. Esta permeabilización descendente, de la Unión a los países miembros, no debería confundirse con las apelaciones a las protecciones multinivel de los derechos sociales o al reconocimiento en el derecho originario de la Unión de un dispositivo social en forma de principios sociales proclamados por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión (CDFUE). Más bien, cabría observar una remercantilización de los derechos sociales ahora configurados como meros mecanismos de participación condicionados en los circuitos sociales asistenciales y laborales. Veamos con más detenimiento estas afirmaciones en el siguiente capítulo.
Argumentada la imposibilidad material de reproducir en el DUE la categoría de los derechos sociales y sus sistemáticas de integración económica y política del constitucionalismo social, no nos detendremos en reproducir la fundamentación que avala el cambio de paradigma constitucional. Tampoco es el momento de reproducir con detalle los dos ejes que configuran la estrategia globalizadora y su juridificación en el orden de la Unión: la desregulación o, en lo que aquí interesa, la regulación social indirecta, y la ruptura de los vínculos sociales al mercado que hemos situado previamente en la constitucionalización del conflicto redistributivo y el gobierno público de la economía.
Sobre la base de esta consideración central, esto es, si los derechos sociales no existen en el orden europeo porque este es un orden contrario a la forma de Estado social, cabría dilucidar los dos siguientes interrogantes: ¿cómo se configura lo social en el constitucionalismo de mercado? Y ¿cómo se articulan los derechos con contenido social adscritos al nuevo paradigma constitucional en lo que concierne a sus relaciones con el orden de producción del mercado global?
Comenzando por la primera pregunta, cabría señalar que la cuestión social no ha sido ajena al proyecto de integración. La ausencia de previsiones sociales similares a las contempladas por los textos fundamentales de los primigenios Estados miembros no significó que el proceso europeo diera la espalda a vertebrar un orden social a escala supranacional, sino más bien la concomitancia con el nuevo paradigma globalizador que articulaba lo social desde una lógica política y jurídica distinta consistente en configurar el crecimiento económico como palanca de ajuste social (Bifulco, 2003: 292). Ahora bien, para que las economías crecieran y distribuyeran ese crecimiento era necesario garantizar que los capitales de los países miembros no estuvieran sujetos a condicionantes limitadores de su movilidad intracomunitaria. Y entre estos capitales se incluía el capital humano o factor de producción trabajo.
Restaba por identificar a esos condicionantes que impedían o podían impedir tal crecimiento, y estos se circunscribieron a una interpretación conforme a las condiciones de competencia y de acumulación establecidas por el mercado global. La desaceleración económica iniciada en la década de los cincuenta y sesenta confirmaba que el Estado distribuidor del keynesianismo de la demanda agregada comenzaba a agotar su ciclo para dar paso a otro tipo de Estado donde la distribución se revertía del interés social al interés del capital, pues sin la gestión directa de tal interés el crecimiento económico sería una quimera. Los primigenios Tratados Constitutivos de las Comunidades Europeas incorporaron esta redefinición de lo social desde la liberalización de los mercados y la gobernanza económica. Aunque ambos parámetros eran todavía incipientes y debían esperar al Tratado de Maastricht para su consolidación, ya comenzaban a insertarse en el orden legal comunitario las sujecciones estatales al proyecto de la centralidad del mercado global (Veneziani, 2000: 803-804). La inserción de la UE en la globalización responde así a la lógica de expansión del mercado global, configurando un espacio supranacional de ventaja competencial y favoreciendo, a su vez, los espacios intracomunitarios de competencia. Para desarrollar tal finalidad es necesario disponer de mecanismos eficaces de control supranacionales que disciplinen las desviaciones políticas y jurídico-constitucionales del orden del mercado.
En este constructo, las relaciones sociales del capital financiarizado comienzan a desplegar su propia lógica axial para imbuir los costes sociales en una aceptación individual de la desigualdad social y económica solo superable a través de la propia rentabilidad personal. De esta manera, la responsabilidad de la desigualdad se traslada a la persona en abstracto que puede escapar de la desigualdad económica de rentas y de la desigualdad social de las condiciones de vida a través de una igualdad de oportunidades en el acceso a las capacidades necesarias para adaptarse a las transformaciones experimentadas por los mercados y, singularmente, por los mercados laborales. Una igualdad de oportunidades (capítulo III de la CDFUE) funcional al vínculo económico del mercado, que deshace la pluralidad de situaciones subjetivas sociales y económicas para sustituirla por el monismo de la oferta, de la operatividad de los factores de producción (Di Giovine y Dogliani, 1993: 321-322).
Esta igualdad desmaterializada del constitucionalismo del mercado se conjuga con la solidaridad competitiva como segundo componente axial de los contenidos sociales en el DUE. Siguiendo la composición dispositiva de la CDFUE, el capítulo IV, que contempla, entre otros, los derechos sociales hard o del conflicto, negociación y acción colectiva, prescribe una relación entre tales derechos y la ley que convierte a esta en el límite/garantía para tales derechos. Esta reversión ley-constitución, la garantía de los derechos sociales no es la constitución sino la ley, reduce la naturaleza constitucional de los derechos sociales nacionales a un nominalismo puro (Azzariti, 2021: 98). Los nuevos parámetros definidores de lo social, competitividad y rentabilidad, otorgan al mercado la definición de la dimensión social viable para la garantía del propio mercado. Por ello, los derechos sociales se alinean con los dere- chos del mercado para reconfigurarse como elementos funcionales a las libertades económicas de la Unión. Se concretan en la igualdad de oportunidades de participación en las economías de la Unión, en sus dinámicas de circulación, prestación de servicios, libertad de establecimiento y libertad de capitales. En este sentido, son derechos accesorios a la integración económica del mercado común, lo que no debe confundirse con la integración económica a través del mercado de los derechos sociales del Estado social (Luciani, 2000: 379-385). De hecho, su finalidad no es limitar los desequilibrios económicos y sociales y la soberanía del mercado, sino reforzar la centralidad de esta última y las oportunidades de competencia entre las economías de la Unión. Es el momento de analizar con más detalle cómo se despliega esta articulación funcional en las sucesivas fases del proceso de integración que hemos denominado de europeización y de eurización de la dimensión social.
La europeización del vínculo económico o centralidad del mercado interior puede definirse como un proceso progresivo consustancial al proyecto de integración europeo por cuanto despliega los mecanismos institucionales y procedimentales necesarios para su viabilidad. Esta comienza a gestarse desde los inicios de los Tratados Constitutivos, alcanzando su consolidación jurídico-normativa en el Tratado de Maastricht. Su objetivo era sentar las bases jurídicas para: en un primer momento (Tratado de París y Tratado de Roma), controlar las desviaciones sociales de las economías de las entonces Comunidades Económicas Europeas que pudieran obstaculizar la construcción del mercado común; y, en un segundo momento (desde el Tratado de la UE hasta el actual Tratado de Lisboa), suprimir cualquier mecanismo de ajuste social (básicamente, políticas redistributivas) que no se orientara a los criterios de convergencia macroeconómica (estabilidad de precios, finanzas públicas saneadas y sostenibles, estabilidad de tipos de cambio, estabilidad de los tipos de interés a largo plazo-art. 140 del Tratado de Funcionamiento de la Unión, TFUE).
A pesar de los planteamientos que reivindican la autonomía inicial de la constitución del mercado del proyecto europeo de la constitución social de los derechos internos (Giubboni, 2003: 165-182), en los orígenes del proceso de integración no pudo prescindirse de aquellos aspectos sociales necesarios, por su directa conexión, para el establecimiento de un mercado común. Entre ellos, ocupó un lugar central el trabajo, que debía reorientarse a su operatividad a la construcción del mercado único. De esta manera se vinculaba a los derechos del mercado como factor de producción en su condición de libertad económica de circulación de trabajadores. El objetivo del trabajo configurado como libertad era el de eliminar los obstáculos jurídicos (legislaciones sociales y laborales nacionales correctoras de las asimetrías de las situaciones sociales) que pudieran alterar las condiciones de la competencia. Así desaparece la autonomía normativa del trabajo de la forma de Estado social, reasignándole el significado constitucional de servicio al mercado. Una metamorfosis que se completaba con una política social, la armonización en el progreso de los sistemas sociales, como consecuencia directa derivada del funcionamiento del mercado común y de los operadores económicos que intervienen en el mismo (Treu, 2000: 448).
Paralelamente, las breves referencias a los derechos sociales en el derecho primario comunitario se insertaban en el empleo de regulaciones de escasa eficacia jurídica de tipo soft. A medida que avanzaba el proyecto de integración, la embrionaria dimensión social comenzó a perfilarse en consonancia con la técnica de la regulación social de mínimos (Weiler, 1999: 370-385), lo que supuso la introducción de la competencia social entre las distintas legislaciones nacionales. La configuración de lo social como espacio de competencia implicaba definir la dimensión social europea en sintonía con las axiologías de la igualdad y de la solidaridad competitivas entre países miembros en los siguientes términos: los bajos costes salariales solo podían interpretarse como desventaja competitiva y, por ende, como obstáculos al mercado, si se traducían en la práctica en desventajas reales y efectivas para la movilidad de las fuerzas productivas entre países miembros y para la competencia entre agentes económicos intracomunitarios (Cantaro, 1999: 103-104).
La mejora de las condiciones de trabajo, de acuerdo con una igualdad y solidaridad declinadas en términos de progreso social y económico, supone una carga económica adicional que redunda en perjuicio de la ventaja competitiva, no una carga de protección social adicional que redunda en una solidaridad supranacional. La analogía de este enfoque de gobernanza social con el de la gobernanza de la economía y la moneda es evidente. Unas normas distributivas que funcionen mediante mecanismos fiscales y de transferencia pueden servir de freno a la productividad y, por ello, al crecimiento económico. Las divergencias entre regulaciones sociales nacionales solo podían corregirse a través de políticas destinadas a fomentar la igualdad de oportunidades intracomunitaria entre factores de producción. De ahí que las políticas sociales y de empleo nacionales estuvieran condicionadas por las políticas económicas nacionales subordinadas a una política monetaria supranacional que desplazaba las políticas fiscales de redistribución por las de la estabilidad macroeconómica y financiera a través del ajuste fiscal social. En definitiva, predeterminar las políticas fiscales, contributivas y asistenciales de los derechos nacionales con el objetivo de incrementar la productividad disminuyendo los costes relativos sociolaborales con respecto a otros factores de producción (Lyon-Caen, 1992:313).
La primera crisis sistémica del proyecto europeo, caracterizada como tal en tanto cuestionaba la legitimidad de sus principios estructurales (estabilidad macroeconómica y ortodoxia monetaria) para alcanzar el crecimiento económico equilibrado como factor de la cohesión socioeconómica de la Unión, fue la experimentada durante el periodo 2007-2017, a tenor de la comunicación de la Comisión Europea «Diez años después del comienzo de la crisis: vuelta a la recuperación gracias a la intervención decisiva de la UE»[2]. Sin embargo, lejos de imputar tales perturbaciones al diseño global del mercado y a su acomodo jurídico-normativo en el orden europeo, la lectura institucional dominante a escala supranacional y nacional se concretó en la necesidad de mejorar los mecanismos de control y de supervisión de los desequilibrios fiscales (deuda pública y déficit público) y macroeconómicos nacionales (deuda privada, desarrollo de los mercados y de los activos financieros), modernizando la gobernanza económica y monetaria para prevenir futuras variables exógenas (colapso de mercados financieros extracomunitarios —estadounidense—, pero intensamente integrados en los mercados financieros de la Unión) y endógenas (el escándalo de la deuda griega de 2010).
Desde esta óptica, y a diferencia de las tesis de la crisis fiscal del Estado integrador social de los años ochenta, que pusieron el acento en el agotamiento de la forma constitucional social para la ordenación de las relaciones política y economía, el proceso de reestructuración de las formas de producción de la forma constitucional del mercado (que impuso un nuevo modelo de acumulación flexible opuesto al caracterizado por las rigideces del vínculo social del trabajo en su condición de sujeto político y vector de integración socioeconómica), en ningún momento se consideró y se considera como una forma política y jurídica agotada para la ordenación de las relaciones políticas y económicas (Bucci, 2008: 35). Y ello, a pesar de que la crisis de la financiarización del mercado de finales de los dos mil puso de relieve cómo la financiarización de los procesos de producción, de los mercados de trabajo, de las materias primas y de los modelos de consumo, no sirvió para evitar otra crisis de acumulación como la iniciada en las décadas de los cincuenta y sesenta.
La adaptación organizativa y funcional de los países occidentales al nuevo carácter global de la producción capitalista que pretendía, a través de la libre circulación del capital financiero, incrementar la igualdad de oportunidades global y supranacional a costa de ejercer un férreo control sobre la fuerza de trabajo y el poder de las organizaciones obreras, generó resultados muy distintos: una falta de convergencia entre las economías de la Unión, pareja a un incremento de la desigualdad social y de las diferencias territoriales (Demertzis et al., 2019: 4). El modelo de acumulación flexible, basado en la liberalización de capitales y la desregulación financiera, ignora los límites de espacio y tiempo consustanciales a las actividades materiales de producción y de consumo, pues actúa a espaldas de la producción real, agudizando las contradicciones del modo de producción capitalista y exportándolas, mediante oleadas especulativas, a escala planetaria (Bucci, 2008: 52). Precisamente, es su oposición a todo vínculo social lo que incrementa los conflictos de las desigualdades sociales y económicas, porque la contracción de la inversión productiva derivada de la lógica especulativa de la financiarización de las economías genera desempleo estructural y mayores costes sociales.
En todo caso, como hemos señalado, la prioridad de la estabilidad macroeconómica y de las reformas estructurales de los mercados de trabajo nacionales, como mecanismos de tutela del crecimiento de las economías de la Unión, paralizaron cualquier potencial marco macroeconómico de estímulos en el proceso de integración. La pervivencia del constitucionalismo del mercado centró el objeto de gestión de la integración a través de la crisis (Scicluna, 2018: 222) en la disciplina de la deuda, la acomodación de las políticas monetarias, la austeridad fiscal y la primacía de los presupuestos públicos equilibrados a los que se subordinaron las políticas sociales y de empleo nacionales. La ortodoxia monetaria, fiscal y bancaria eurizaron el proyecto de integración, que experimenta una nueva fase más garantista, en el sentido de mejorar las herramientas de control de disciplina macroeconómica, financiera y monetaria en términos de eficiencia, que no de validez, del modelo constitucional de la centralidad del mercado (Graziano y Hartlapp, 2019: 1487-1488).
Aunque desde cierta doctrina se haya considerado que durante esta etapa de refuerzo de la convergencia nominal se adoptaron otras medidas de naturaleza social que introdujeron un reequilibrio parcial entre la integración económica y la integración social, principalmente la proclamación del Pilar Europeo de Derechos Sociales (PEDS)[3] en 2017 (Rasnača, 2017: 37; Hendrickx, 2018: 3-6; Garben, 2019: 115-127), no compartimos este argumento de cohabitación entre dimensiones supranacionales económica y social partiendo de un análisis teórico y práctico del PEDS. En primer lugar, porque la finalidad del PEDS no es la de confrontarse con los criterios de convergencia macroeconómica transitando hacia un nuevo escenario de convergencia real con capacidad para condicionar la sistemática de la centralidad de mercado. De hecho, su objetivo es, de acuerdo con el considerando 12 del preámbulo, «servir de guía para alcanzar resultados sociales y de empleo eficientes para responder a los desafíos actuales y futuros con el fin de satisfacer las necesidades esenciales de la población, así como para garantizar una mejor regulación y aplicación de los derechos sociales». Las demandas vitales de la ciudadanía de la Unión se concretan en la adopción de políticas sociales y de empleo orientadas a la disciplina de los mercados, pues los desafíos de los choques macroeconómicos se reconducen a la demanda agregada y la baja productividad, no a las desigualdades estructurales generadas por la financiarización de las economías.
En segundo lugar, porque el PEDS se circunscribe a una dimensión social flexible, sintónica con el segundo escenario del Documento de reflexión sobre la dimensión social de Europa de 2017 —COM (2017) 206— y, por ello, fragmentando los espacios de realización de la integración social supranacional. En este sentido, siguiendo lo dispuesto en el considerando 13 del preámbulo del PEDS, se trataría de un marco político concebido para la zona del euro en particular. La inserción del PEDS en las estructuras de la eurozona obedece a la lógica de la necesidad de mantener la competitividad de la gobernanza económica y monetaria a través de una austeridad flexible, en tanto condiciona la financiación de las deudas soberanas a la eficacia de las reformas estructurales nacionales de los sistemas de protección social y de empleo. Concretamente, la mejora de la técnica legislativa supranacional y nacional hacia la regulación de aquellos objetivos sociales que sean necesarios para el funcionamiento del mercado en la medida en que mejoren la efectividad y la competitividad de los distintos recursos económicos.
En tercer lugar, la referencia «al nivel adecuado» (considerando 14 del preámbulo) para dotar de eficacia jurídica a los derechos y principios del PEDS se caracteriza por la indeterminación de los estándares sustanciales de protección de tales derechos y principios, acentuando el margen de discrecionalidad de la fuente legislativa como espacio de materialización de los derechos y principios contemplados por los tres ámbitos del PEDS (Carella y Graziano, 2022: 384): igualdad de oportunidades y acceso al mercado laboral; condiciones laborales justas; protección social adecuada y sostenible, y acceso a servicios esenciales de calidad. El reenvío genérico a la legislación nacional y supranacional sitúa en estos ámbitos la fuente directa de los derechos y principios del PEDS, marginalizando a los textos fundamentales como marcos desde los que contextualizar la garantía constitucional de los derechos sociales que, recordemos, al menos formalmente aún se configuran como derechos de naturaleza constitucional. En definitiva, los espacios de realización de los derechos y principios del PEDS sancionan la configuración de la legislación como forma incondicionada de desarrollo al margen de las constituciones formales nacionales.
Si a ello se añade que el PEDS referencia sus contenidos en el conjunto de normas sociales existentes en el ordenamiento jurídico europeo, el denominado «acervo comunitario», sería el derecho primario de la Unión el fundamento normativo desde el que se articulan las disponibilidades normativas legislativas supranacionales y estatales. En otros términos, la centralidad del mercado desde los axiomas de la ortodoxia macroeconómica, fiscal y monetaria articula los espacios disponibles e indisponibles de los derechos y principios del PEDS para los legisladores estatales en torno a la función de hacer que un activo, las políticas sociales y de empleo, declinadas en torno a la empleabilidad y la remercantilización de los sistemas nacionales de protección social, sean rentables y productivas, circunscribiendo ese beneficio a lo puramente monetario, esto es, al euro. Los valores que acompañan a la eurización se convierten así en universales para los miembros de la zona del euro, homogeneizando los fines que dotan de unidad al proyecto de la Unión Económica y Monetaria.
La sustitución de la política fiscal por el endeudamiento público como mecanismo para la financiación de las políticas sociales y de empleo nacionales sanciona la dependencia incondicionada de los Estados de los mercados financieros. Este proceso de financiarización de las economías nacionales se articula desde la ortodoxia monetaria que prescribe, a su vez, la estabilidad presupuestaria como principio rector que disciplina la autonomía económica nacional. En este entramado de la forma constitucional del mercado los derechos sociales deben asumir la lógica de la rentabilidad, garantizando la sostenibilidad sólida y la contradicción fiscal expansiva. Una conexión, hacer que los derechos sociales sean rentables para los mercados, que subyace en la propia intencionalidad política del momento que acompañó los preliminares de la conformación del PEDS cuando el entonces presidente electo de la Comisión, Jean-Claude Juncker, anunciaba en 2014 que le gustaría que Europa obtuviera la «AAA» social[4]. Un deseo que, lejos de expresar una sintonía al alza de la dimensión social supranacional, materializaba la configuración de los contenidos sociales como activos insertos en las lógicas de la financiarización. Algunas de estas lógicas han sido avanzadas cuando abordábamos la configuración inicial de la integración positiva en los Tratados y las fuentes derivadas del DUE, principalmente la funcionalidad a las libertades económicas y la solidaridad competitiva; otras, como la emergencia de nuevas desigualdades (pobreza laboral) y la acumulación de las desigualdades ya existentes —el trabajo reproductivo (cuidados, crianza) libre/intangible como productivo de valor económico— , están dejando sentir sus efectos más negativos en las sucesivas subcrisis del poder de mercado (pandemia sanitaria e inflación).
Fundamentalmente porque tanto una subcrisis como las otras han puesto en evidencia las relaciones sociales en torno a las que se articula la forma constitucional del mercado y sus contradicciones con las fuerzas productivas, a saber: el trabajo desvalorizado ha dejado de configurarse como factor de integración social a través de las políticas laborales activas (flexiseguridad), cuestionando así el círculo virtuoso de la desigualdad de rentas y riquezas para la dinamización de la economía, pero manteniendo su centralidad para el modo de producción de valor del poder global de mercado en su forma de factor de explotación flexible. Las desigualdades redistributivas en general, y las brechas cada vez mayores entre la productividad y la retribución salarial en particular, acrecientan los desequilibrios macropolíticos y sociales a pesar de su inserción en los niveles micro constitucionales de los países miembros.
Apenas tres años después de los desequilibrios generados por la estrategia de la acumulación flexible del poder global de mercado, la UE hacía frente a un nuevo choque para el mercado interior. Si bien la perturbación respondía en su forma a una emergencia global sanitaria, en sus contenidos venía a reproducir una vez más las contradicciones de la financiarización como forma de organización de las relaciones sociales, económicas y ambientales. La separación de la economía real, el trabajo, de la economía especulativa, la creación de riqueza, ha generado a su vez una separación del trabajo y la acumulación flexible de las condiciones naturales. En esta reestructuración de las relaciones derivadas del modo de producción material, la naturaleza se configura como una externalidad al propio sistema de producción, como mercancía. La capitalización de la naturaleza (capital verde o capital natural), al igual que la capitalización de los seres humanos (capital humano), reproduce la subsunción de sendos capitales en su condición de sujetos pasivos que simplemente deben hacerse más eficientes para estimular el crecimiento económico. El origen zoonótico de la pandemia, transmisión del virus animal a humanos, no sería por tanto el resultado de la elección e inversión colectiva y natural de la humanidad, sino de un poder global de mercado que alienta la explotación desigual de la naturaleza (Burkett, 1999: 69-79). No obstante, la crisis como oportunidad de reforma de la organización social del capital financiero nunca llegó a plantearse en la gestión supranacional de la integración a través de la crisis sanitaria. De hecho, el conflicto ecológico no explotó en su dimensión política; muy al contrario, tan solo se exploró su dimensión económica confiando en las empresas y los consumidores la sostenibilidad ambiental. Desde esta óptica, ninguno de los documentos o estrategias políticas de la Comisión Europea ha abogado por una politización del conflicto por los recursos ambientales, que es un conflicto común, declinando la responsabilidad a los individuos y confiando en el savoir faire del mercado.
Consideramos importante enfatizar la inserción de la pandemia en las distorsiones generadas por la forma global de mercado porque a esta le ha sucedido un choque inflacionista cuyas causas se sitúan principalmente en el incremento de los precios de la energía, y secundariamente de los alimentos, propiciados por los fondos de inversión que operan en los mercados financieros europeos del gas. En estos mercados, el precio de referencia, al igual que el diferencial entre los títulos de deuda soberana en periodos de crisis, no refleja la realidad porque está impulsado por posibles rendimientos no vinculados a las necesidades reales del gas. Esta burbuja especulativa, beneficiada por acontencimientos extremos que se suceden desde el otoño de 2021 (guerra de Ucrania, producción de energía eólica inferior a la prevista y recuperación económica de Asia), está favoreciendo la obtención de beneficios adicionales para, entre otros, los fondos de inversión en energía o los accionistas de las empresas productoras de electricidad (Fumagalli, 2022).
Las políticas temporales adoptadas hasta el momento, como sucedió durante la pandemia, se han orientado a la emergencia coyuntural, en este caso, de hacer frente a los elevados precios de la energía (Reglamento UE 2022/1854), pero sin modificar la estructura y el funcionamiento de los mercados de la energía y de la electricidad; esto es, no se han vinculado normativamente las causas de vulnerabilidad de las economías de la Unión a los precios de la energía: la desregulación de estos mercados que alientan las burbujas especulativas. La ausencia de políticas europeas y nacionales para intervenir y proteger a las economías de la inestabilidad de las posiciones rentistas con un fuerte poder oligopolístico de fijación de precios, para limitar los márgenes de especulación financiera y los hiperbeneficios de las multinacionales energéticas a traves de la adopción de un impuesto comercial europeo para estabilizar los precios, la renacionalización de las principales empresas energéticas o una política industrial supranacional que intervenga por el lado de la oferta (Gnesutta y Lucchese, 2023).
Tanto en la pandemia como en la inflación, las políticas supranacionales y nacionales no se han centrado en las consecuencias directas que han tenido sendas subcrisis en la distribución de los costes. La intervención con ayudas auxiliares para compensar algunos efectos negativos pandémicos e inflacionistas sobre los ingresos reales no se han acompañado de políticas fiscales de apoyo a los salarios nominales, especialmente los salarios con rentas más bajas. Durante la pandemia sanitaria se consideró que las inyecciones de liquidez del Banco Central Europeo serían suficientes para incrementar la circulación de dinero que fomentaría la compra de deuda pública, la contención de los diferenciales entre los bonos de los Estados miembros y los bajos tipos de interés, y que alentarían el consumo de las familias y las inversiones empresariales, unido a ayudas temporales para proteger los puestos de trabajo. Durante la inflación, se sigue adoptando el enfoque de su gestión como un factor monetario, pues la tesis dominante es que el ajuste de los precios puede conseguirse con una política restrictiva monetaria y fiscal que comprima los demás costes monetarios, donde se incluyen los costes laborales. El resultado, se afirma, es que la economía volvería al equilibrio mediante una recesión aparentemente neutra[5].
Pero, detrás de esta neutralidad de la caída de la producción y de la renta para reabsorber la liquidez, la cuestión central es que la desinflación de los precios monetarios distribuye los costes económicos y sociales del ajuste en función de la relación de fuerzas en el mercado de bienes y en la agenda política supranacional. No son la pandemia o la inflación las que han generado una nueva estructura redistributiva de la renta caracterizada por la pérdida de poder adquisitivo de las rentas salariales. Desde la década de los ochenta la inflación se ha contenido con políticas de austeridad flexible que han combinado la desfiscalización con las políticas activas o flexisecuritarias de empleo que, sin embargo, no han preservado a los salarios de la pérdida de poder adquisitivo, hasta el punto de que los salarios en países como España, Portugal, Grecia o Italia llevan casi treinta años estancados, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) de 2021[6].
De modo que la pregunta que surge inmediatamente es por qué la reducción de la inflación se combate a través de mecanismos de gobernanza económica (desfiscalización), monetaria (subida de los tipos de interés) y social (medidas temporales microsociales) donde la Unión y sus Estados miembros actúan como agentes del keynesianismo privado o de la distribución inversa. La respuesta no puede ser otra que la consolidación una vez más de la estrategia del vínculo económico del mercado que se impone a la acción política y, por efecto de esta, al conjunto social. Frente a las tesis que postulan una mutación de la política supranacional que ha activado la «resocialización de la integración europea» (Cecchini, 2021: 120-121), cabe interpretar la actual integración positiva en la fase postpandémica e inflacionaria como una integración de reapropiación de los espacios de financiarización en su gestión.
El constitucionalismo de mercado europeo y sus instituciones contribuyen a garantizar los intereses financieros a costa de profundizar en la asimetría socioeconómica del vínculo del mercado como proyecto político y jurídico. Solo desde esta conexión de las políticas descritas con la forma constitucional del mercado es posible sortear la contradicción latente entre: la finalidad aparentemente protectora de las desigualdades materiales de la reciente Directiva (UE) 2022/2041, de 19 de octubre de 2022, sobre unos salarios mínimos adecuados en la UE[7]; la consecución de una estabilidad presupuestaria a través de políticas fiscales restrictivas, y una política monetaria que penaliza la demanda agregada. Comenzando por la Directiva, esta tiene su origen en las orientaciones de la agenda política presentada por la entonces candidata a presidir la Comisión 2019-2024, Von Der Leyden[8], reafirmadas en su primer discurso sobre el estado de la Unión, el 16 de septiembre de 2020, en pleno contexto pandémico[9]. Para la consecución del objetivo de la Directiva, convergencia social al alza y reducción de la desigualdad salarial adecuando los salarios mínimos para los trabajadores, se contemplan dos medidas: elevar los salarios mínimos hasta el 60 % (cifra en la que habitualmente se fija el umbral del riesgo de pobreza del salario medio bruto en cada Estado miembro) y aumentar la cobertura de la negociación colectiva hasta el 80 % de los trabajadores.
No obstante, si nos centramos en cómo se articulan los mecanismos contemplados por la Directiva para la consecución del objetivo que la fundamenta, la distorsión entre objetivos y medios cobra toda su virtualidad. En primer lugar, para el fomento de la negociación colectiva sobre la fijación de salarios en los Estados miembros en que esta sea inferior al 80 %, la Directiva (art. 4.2) contempla, entre otras medidas, «el establecimiento de un marco de condiciones que favorezcan la negociación colectiva» y también «elaborará un plan de acción para su fomento […]». El interrogante que se plantea es cómo los Estados pueden establecer dicho marco favorable al fomento de la negociación colectiva si, al mismo tiempo, deben someter sus políticas sociales y de empleo a los requerimientos de la estabilidad presupuestaria y la estabilidad de precios. Con relación a la primera, en los informes por país publicados por la Comisión Europea el 23 de mayo de 2022[10], donde se exponen las recomendaciones específicas que elabora la Comisión analizados los planes de reforma presupuestaria, macroeconómica y estructural presentados formalmente por cada Estado, la sostenibilidad de las finanzas públicas a través de la revisión/ajustes en el gasto público para la reducción del déficit estructural continúa siendo el único mecanismo legítimo para la garantía de los sistemas económicos. A estas recomendaciones habría que añadir los mecanismos de vigilancia de desequilibrios fiscales o macroeconómicos excesivos que, en el marco del plan de recuperación postpándemica, están vinculados al desembolso de fondos del Mecanismo Europeo de Recuperación y Resiliencia[11].
De hecho, conforme al Mecanismo (art. 18.4b), seguir las recomendaciones específicas de la Comisión es condición preceptiva para poder obtar a los préstamos y subvenciones que contempla, lo que limita el espacio de maniobra fiscal estatal necesario para la mejora de las condiciones laborales. A ello habría que añadir cómo la estabilidad de precios también debilita directamente los espacios favorables a una convergencia social al alza en materia salarial. Las políticas de la ortodoxia monetaria de subidas de los tipos de interés suponen lógicamente que se emitirá nueva deuda pública a tipos más altos que implicarán un mayor desembolso final en gastos de intereses principalmente hacia el sector bancario, que posee la mayor parte de la deuda pública. Al mismo tiempo, el recurso a la deuda es consecuencia directa de la restricción del gasto público deficitario o de la sustitución del sistema económico keynesiano por el sistema económico del endeudamiento que redistribuye inversamente la riqueza social. Basta con analizar la inflación desde la forma constitucional social para comprender que bajo este paradigma constitucional la inflación era el resultado de la dinámica del conflicto capital-trabajo o proceso de redistribución de la renta entre las clases sociales: la plena indexación salarial a los precios para evitar una pérdida de poder adquisitivo de las rentas del trabajo, junto con un control de los precios de los bienes y servicios producidos.
A ello se añadiría el círculo virtuoso demanda agregada-gasto público deficitario. El incremento de la demanda agregada o trabajo apoyado por el gobierno público de la economía a través del gasto público deficitario generaba una disminución del desempleo y un incremento de la integración económica y política del trabajo (mayor poder de negociación y mayor presión sobre el incremento salarial). Un gasto público restrictivo tiene un efecto negativo sobre la demanda agregada en términos de desempleo o precarización del trabajo en su dinámica económica y política, al perder su condición de sujeto de codeterminación de la relación salarial. De forma que el gasto público es un elemento inescindible de la dinámica conflictiva del proceso de distribución.
En segundo lugar, con relación al procedimiento de fijación y actualización de salarios mínimos legales adecuados, el artículo 5.1 de la Directiva establece que este se guiará por criterios nacionales que incluirán, entre otros, (art. 5.2): el poder adquisitivo de los salarios mínimos legales teniendo en cuenta el coste de la vida, la tasa de crecimiento o la evolución de la productividad a largo plazo. Un procedimiento de fijación sumamente ambiguo que parece limitarse a demostrar que la fijación del salario mínimo, allí donde ya está legislado, sigue algún criterio formalmente aceptable, sin reparar en otros criterios que cuestionan las estructuras asimétricas de los mercados laborales caracterizados por una fuerte segmentación. Pero la deformación de la finalidad perseguida alcanza su máxima expresión cuando se dispone que el procedimiento de actualización de los salarios mínimos legales, donde se integraría la cuestión tan candente del ajuste del salario mínimo a la inflación, se producirá, «al menos, cada cuatro años para los países que utilizen un mecanismo de indexación automática», mientras que para los países que no dispongan de indexación este periodo deberá ser de dos años (art. 5.5). La Directiva no aclara a qué se referiría esta indexación (para los que la tengan...), pero lo que sí está claro es que hacer depender la actualización de los salarios mínimos legales de un horizonte temporal tan amplio, cuatro años, hace que la medida sea cuanto menos estéril para el objetivo propuesto.
Pero quizás estas disparidades solo sean tales si las interpretamos desde el paradigma constitucional de la forma de Estado social, esto es, si interpretamos la Directiva como medida macrosocial dirigida a corregir las desigualdades materiales del mercado. En un sentido distinto, si vinculamos la norma secundaria de DUE a las coordenadas del constitucionalismo del mercado,y, por ello, la valoramos desde su vocación para la tutela del mercado, las disparidades desaparecen. En otros términos, desde un enfoque promocional de la lógica económica, la Directiva limitaría aquellas devaluaciones salariales que generan formas extremas de competencia social desleal que hacen peligrar los principios estructuales de la centralidad del mercado y la competitividad, por cuanto amenazan con distorsionar la paz social necesaria para las dinámicas de funcionamiento de la forma de mercado: «La aceptación de una desigualdad sustancial y necesaria como vía inevitable para que el enriquecimiento sea beneficioso para las diversas capas sociales que accederán al bienestar por medio del goteo o descenso de la riqueza» (García Herrera, 2021: 63).
Solo así se entiende una directiva que pide únicamente a los Estados miembros que ya tienen un salario mínimo que lo ajusten, con los condicionantes monetarios y fiscales, a la inflación de dentro de unos cuatro años. Por si no fuera suficiente, a aquellos trabajadores que vivan en un país miembro donde no exista una legislación sobre salario mínimo (siete de los veintisiete Estados miembros), o que vivan en uno donde la negociación colectiva ya cubre a más del 80 % de los trabajadores, no se les aplicaría la Directiva. Aún más, sus potenciales destinatarios, el precariado, cuya desubjetividad ha emergido durante la pandemia, trabajadores con salarios que les sitúan por debajo del umbral de la pobreza, aunque se vieran beneficiados por un salario mínimo, seguirían atrapados en la pobreza laboral. Por ello, una directiva que no imponga la introducción del salario mínimo a los países que no han previsto este instrumento y que no imponga ningún refuerzo de la negociación colectiva a los países que ya disponen de una cobertura suficiente, solo puede ser un mecanismo legislativo guiado por la integración social a través de la lógica del mercado.
Parece como si el criterio rawlsiano del principio de la diferencia (medidas microsociales que no cuestionan la centralidad incondicionada del mercado), como alternativa al principio distributivo (Rawls, 2006: 101, 153), fuera la única opción plausible, legitimando así la desigualdad material del constitucionalismo de mercado porque, una vez que los países se convirten automáticamente en «gobiernos decentes» (Rawls, 1993: 62-64), en tanto orientados a la gestión del interés del capital previa aceptación de los criterios de Maastricht, no habría razón para reconocer el origen socioeconómico de la desigualdad, pues las diferencias de renta o de riqueza son inmateriales, reflejo de las opciones sociales de los legisladores nacionales. En definitiva, como si el anverso de la igualdad del mercado fuera la igualdad condicionada del elogio a la precariedad.
[1] |
La presente contribución se ha realizado en el marco de actividades de los siguientes proyectos de investigación: «Biovigilancia mediante inteligencia artificial (IA) en la era post COVID: corporeidad, identidad y derechos fundamentales» (cód. TED 2021-129975B-C21), IP: Leire Escajedo San Epifanio; «Gobernanza multinivel y derecho europeo» (cód. IT1733-22), IP: Alberto López Basaguren; «Gobernanza multinivel: retos y oportunidades tras la crisis pandémica» (cód. PID2021-128599NB-I00), IP: Alberto López Basaguren. |
[2] |
Disponible en: https://bit.ly/3KvjZmo (consultado 2 de abril de 2023). |
[3] |
Documento disponible en: https://bit.ly/3mqEpVM (último acceso: 2/04/2023). |
[4] |
Declaración realizada en la sesión plenaria del Parlamento Europeo antes de la votación sobre el Colegio de Comisarios de la Unión Europea, «Llegó la hora de actuar», 22 de octubre de 2014. Disponible en: https://bit.ly/3Mz7aKx (último acceso: 2/04/2023). |
[5] |
European Central Bank Financial Stability Review, November 2022. Disponible en: https://bit.ly/3ZV4AS5 (último acceso: 2/04/2023). |
[6] |
Datos disponibles en: https://bit.ly/411uwwW. (último acceso 2/04/2023). |
[7] |
Diario Oficial de la Unión Europea de 25 de octubre de 2022, L 275/33- L 275/47. |
[8] |
Comisión Europea, Dirección General de Comunicación, Leyen, U., Orientaciones políticas para la próxima Comisión Europea 2019-2024; Discurso de apertura en la sesión plenaria del Parlamento Europeo 16 de julio de 2019; Discurso ante la sesión plenaria del Parlamento Europeo 27 de noviembre de 2019, Oficina de Publicaciones de la Unión Europea, 2020, p. 20. Disponible en: https://bit.ly/41kGNMn (último acceso 2/04/2023). |
[9] |
Discurso disponible en: https://bit.ly/43qYRqj (último acceso 2/04/2023). |
[10] |
Informes disponibles en: https://bit.ly/43qZd07 (último acceso 2/04/2023). |
[11] |
Art. 10, Medidas de vinculación del Mecanismo a una buena gobernanza económica, del Reglamento (UE) 2021/241 del Parlamento Europeo y del Consejo de 12 de febrero de 2021 por el que se establece el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Diario Oficial de la Unión Europea de 18 de febrero de 2021. |
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