RESUMEN

La aprobación del ingreso mínimo vital en mayo de 2020 puso fin a la anomalía de que España fuera prácticamente el único país de la Unión Europea que carecía de un programa de garantía de ingresos mínimos de ámbito nacional. Se han escrito muchas páginas sobre las razones que permitieron su aprobación en ese momento y los problemas que está enfrentando en su implementación. El objeto de este artículo es doble. Primero, analizar la fundamentación normativa o filosófica del ingreso mínimo vital y, más concretamente, discutir el lugar que ocupa la desigualdad en ella. Segundo, encajar el ingreso mínimo vital en la caja de herramientas del igualitarismo político en su lucha contra la desigualdad, la pobreza y la exclusión social.

Palabras clave: Ingreso mínimo vital; protección social; igualitarismo; pobreza; desigualdad.

ABSTRACT

The Minimum Living Income ended the anomaly that Spain was virtually the only European Union country that lacked a minimum income scheme at a national level. Many pages have been written about the reasons that allowed its approval at that time, and the problems that the program is facing in its implementation. The aim of this article is twofold. First, to analyze the normative or philosophical foundations of the Minimum Vital Income and, more specifically, to discuss the place that (in)equality occupies in that justification. Second, to examine the Minimum Vital Income within the toolbox of the political egalitarianism in its fight against inequality, poverty and social exclusion.

Keywords: Minimum Living Income; social protection; egalitarianism; poverty; inequality.

Cómo citar este artículo / Citation: Barragué Calvo, B. (2023). España (no) es país para pobres. Apuntes sobre la teoría y la práctica del Ingreso Mínimo Vital. IgualdadES, 8, 251-‍267. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.8.09

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. ¿CUÁL DEBERÍA SER EL OBJETIVO DE LA PROTECCIÓN SOCIAL? ENTRE LA IGUALDAD Y LA SUFICIENCIA
  5. III. ¿CÓMO IMPLEMENTAMOS LOS OBJETIVOS DE LA PROTECCIÓN SOCIAL? ENTRE EL INGRESO MÍNIMO VITAL Y LOS SALARIOS MÍNIMOS Y MÁXIMOS
  6. IV. CONCLUSIÓN
  7. NOTAS
  8. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El 10 de junio de 2020, con un estado de alarma aún vigente, el Congreso de los Diputados aprobó, sin votos en contra, el real decreto ley del ingreso mínimo vital (IMV), que lo define «como [una] prestación dirigida a prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social de las personas […] cuando se encuentren en una situación de vulnerabilidad por carecer de recursos económicos suficientes para la cobertura de sus necesidades básicas»[1]. En este mismo sentido, en el art. 2 del mencionado RDL el IMV se configura «como el derecho subjetivo a una prestación de naturaleza económica que garantiza un nivel mínimo de renta a quienes se encuentren en situación de vulnerabilidad económica […] sin perjuicio de las ayudas que puedan establecer las comunidades autónomas en el ejercicio de sus competencias».

De ahí pueden extraerse dos características básicas del IMV. Primero, que es una prestación cuyo objetivo principal es erradicar o, como mínimo, reducir el riesgo de pobreza y exclusión social en España. Si miramos los datos, en el momento de la aprobación del IMV España estaba significativamente peor que la media de la Unión Europea (UE) en términos de pobreza y exclusión social, que afectaba, ya sea en su versión severa o moderada, aproximadamente a uno de cada cinco hogares españoles (‍FOESSA, 2019: 211).

Segundo, que se configura como un derecho subjetivo para garantizar un nivel mínimo a las personas con bajos ingresos. La aprobación del IMV por el Congreso puso fin a la anomalía de que España fuera prácticamente el único país de la UE que carecía de un programa de garantía de ingresos mínimos de alcance nacional. Hasta ese momento, las políticas de rentas mínimas eran exclusivamente autonómicas y adolecían de dos problemas graves. Por un lado, su enorme heterogeneidad, que hacía que prácticamente toda persona en situación de riesgo de pobreza o exclusión cobrara la prestación en Euskadi, pero prácticamente nadie en Madrid. Por el otro lado, la escasa cuantía de las prestaciones que, a excepción de unos pocos programas como el vasco o el navarro, provocaba que incluso si una familia conseguía superar la maraña administrativa y acreditar su elegibilidad para la prestación, la cuantía era tan baja que apenas servía al objeto de sacarle de la pobreza.

Todo ello, sumado a la ventana de oportunidad que supuso el confinamiento pandémico y que impidió a miles de trabajadores acceder a su puesto de trabajo, coadyuvaron a la implementación de la primera prestación de ingresos mínimos de ámbito estatal de la historia de España. La discusión acerca de las razones que llevaron a la aprobación del IMV en ese momento es interesante, pero no es el objeto de este trabajo. El objeto de estas páginas es doble: primero, analizar la fundamentación normativa o filosófica del IMV y, más concretamente, discutir el lugar que ocupa la desigualdad en ella. La razón es que en el debate público muchas veces tendemos a asumir que el objetivo de toda política social, así en general, es siempre promover la igualdad. Pero, como trataré de argumentar, esto es bastante discutible. Una vez desbrozado el terreno normativo, el artículo aborda el debate sobre las políticas de lucha contra la pobreza y la desigualdad y su encaje en las diversas concepciones normativas acerca de la justicia y la protección social.

El argumento se elabora en tres fases. La sección II aborda, desde un punto de vista normativo, la pregunta acerca de cuál debe ser el objetivo de la protección social: si asegurar un mínimo, promover cierta igualdad o establecer algunos límites, mínimos y/o máximos. La sección III examina, desde el punto de vista del análisis de las políticas públicas, las herramientas de lucha contra la pobreza y la exclusión. La sección IV cierra con una conclusión tentativa.

II. ¿CUÁL DEBERÍA SER EL OBJETIVO DE LA PROTECCIÓN SOCIAL? ENTRE LA IGUALDAD Y LA SUFICIENCIA [Subir]

Cuando hablamos de políticas de garantía de ingresos mínimos todos tendemos a asumir, al menos de manera implícita, que quienes las promueven son individuos y/o líderes políticos que tienen la desigualdad en el centro de sus preocupaciones y agendas políticas. Es decir, que el IMV, en cuanto que política de garantía de ingresos y lucha contra la pobreza, es una política igualitarista que encaja bien en la letra y el espíritu del art. 9 de la Constitución, cuando dice que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que […] la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra» sea real y efectiva. Esta sección discute esta intuición, ampliamente extendida tanto fuera como dentro de la academia.

En las discusiones académicas acerca de las teorías de la justicia de corte igualitarista, la obra de J. Rawls es una referencia inexcusable. Hasta el punto de que no es una exageración afirmar que, tras la publicación de su Teoría de la justicia (‍1971), la discusión en la filosofía política analítica contemporánea ha gravitado en torno a la teoría de la sociedad justa (o teoría de la justicia distributiva o social), donde la teoría de la justicia como equidad de Rawls ha ocupado el centro y muchas otras corrientes se han elaborado a partir de una crítica a ella. El comunitarismo de M. Sandel (‍1982) y de C. Taylor (‍1989) es una respuesta a Rawls, así como el feminismo liberal de S. M. Okin (‍1989), el multiculturalismo de W. Kymlicka (‍1995), el republicanismo normativo de P. Pettit (‍1997) o el cosmopolitismo de T. Pogge (‍1992).

Pues bien, una de las afirmaciones más provocadoras realizada por R. Dworkin en sus trabajos de filosofía política es que, en el fondo, todas las corrientes y teorías de la justicia esbozadas en los últimos dos siglos comparten un mismo principio moral: la igualdad (‍Dworkin, 1983: 25)[2]. Por mucho que difieran o pongan el énfasis en diferentes aspectos, el socialismo, el liberalismo, el feminismo, el ecologismo y el multiculturalismo comparten el mismo principio igualitario («the egalitarian plateau», en la expresión de Dworkin), según el cual todas personas son iguales en dignidad y, por tanto, merecen ser tratadas con igual respeto por sus gobernantes.

Desde la óptica de esta meseta igualitaria, la pregunta de la filosofía política ya no sería «por qué la igualdad», sino la «igualdad de qué» (‍Sen 1979). Como se sabe, en su teoría de la justicia como equidad Rawls defiende la igualdad de algo que denomina «bienes primarios», un índice multidimensional que incluye derechos civiles y políticos, libertades individuales, ingresos y riqueza, las bases sociales de la autoestima, y más cosas. Buena parte de la crítica a Rawls que se desarrolló a finales de la década de 1970 y comienzos de los ochenta asumía hasta tal punto el rawlsianismo (metodológico y filosófico), que se limitaba a cuestionar la métrica de la igualdad. De ahí que Sen (‍1979, ‍1985) presentara su igualitarismo de las capacidades, Dworkin (‍1981) defendiera su igualitarismo de recursos y autores que provenían del marxismo analítico como G. A. Cohen (‍1989) y R. Arneson (‍1989) optaran por un bienestarismo matizado.

Sin embargo, en realidad es muy discutible que podamos asumir sin más que (i) todo el debate sobre la sociedad justa es reducible a un debate sobre los criterios del reparto; (ii) ese criterio es la igualdad, y (iii) por tanto toda la discusión se limita a qué es aquello que debemos repartir de manera igualitaria —recursos, capacidades, bienestar, etc.—. De hecho, en la propia teoría de Rawls esto no es así, ya que la igualdad es el criterio que rige el reparto de los derechos civiles y políticos, pero el reparto de otros bienes como los ingresos y la riqueza se rige por el «principio de diferencia». Este es un principio de tipo maximín, que otorga mayor prioridad cuanto peor es la situación socioeconómica de las personas.

Es decir, que incluso en opinión de un filósofo igualitarista como Rawls, no parece tener demasiado sentido aplicar un principio de igualdad estricta en el reparto de bienes como los ingresos y la riqueza, ya que las personas ricas y las pobres no tienen la misma necesidad de recibir los frutos de la redistribución del Estado. Dicho de forma resumida, algunos igualitaristas como Rawls piensan que, cuando hablamos de políticas de protección social como el IMV, es importante que a todo el mundo le vaya tan bien como sea posible, pero es especialmente importante que le vaya lo mejor posible a la gente que ocupa la parte más baja de la distribución (‍Temkin, 2000: 156). Esta versión del igualitarismo es conocida como prioritarismo, porque si promueve la redistribución de recursos no es tanto con el objetivo de promover la igualdad en sí, sino con el de que quienes están peor en una sociedad estén tan bien como sea posible. La tabla 1 muestra los roles del Estado y la protección social en las principales teorías normativas sobre la pobreza y la desigualdad.

Tabla 1.

Los roles del Estado y la protección social en la filosofía de la pobreza y la desigualdad

Roles del Estado en la lucha contra la pobreza Visión de la protección social
Justicia como patrón distributivo Justicia relacional
Redistribuir Prioritarismo Igualitarismo
Fijar umbrales (y nada más) Suficientarismo Limitarismo

Fuente: elaboración propia.

Como se muestra en la tabla 1, existen dos grandes divisiones a la hora de entender tanto el rol del Estado como el de la justicia social en la teoría política normativa, que dan lugar a cuatro posturas o corrientes distintas. La primera división o fractura afecta a la forma de entender el rol de la justicia social en sí. En un célebre artículo titulado What Is the Point of Equality?, E. Anderson arranca afirmando que «si los trabajos académicos en defensa de la igualdad hubieran sido escritos en secreto por autores conservadores, el resultado no podría ser más vergonzoso para un igualitarista» (‍Anderson, 1999: 287). Para Anderson, que en ese artículo seminal fija las bases de lo que desde entonces se conoce como igualitarismo relacional[3], los (igualitarios) prioritaristas à la Rawls han venido considerando, erróneamente, que la cláusula moral que impone a los poderes públicos tratar a todos los ciudadanos con «igual consideración y respeto» es un criterio distributivo. Para un prioritarista à la Rawls, viene a decir Anderson, toda injusticia tiende a ser un problema de (falta de) redistribución que, por eso mismo, se soluciona repartiendo más de algo —sea ese algo más recursos, más bienestar, más capacidades, o lo que sea— entre la gente en situación de riesgo de pobreza y exclusión.

Esta forma de entender la justicia social, tan característica y propia de la filosofía política contemporánea después de Rawls y de Dworkin, contrasta con la forma tradicional de pensar la justicia y la igualdad en tradiciones de pensamiento igualitaristas como el socialismo utópico, el marxismo o el socialismo moderno de principios del siglo xx (íd.). Este igualitarismo histórico ha tendido a defender una visión de la sociedad buena o justa como una sociedad de iguales, donde todo el mundo debería disfrutar de una cierta igualdad de estatus social. En la lucha contra la pobreza, que es el objeto de una política social como el IMV, no se trata solo de aumentar la intensidad o la cobertura o de reducir el non take-up de la prestación, sino también de arbitrar una serie de medidas que busquen garantizar la inclusión social de la población más vulnerable. Dicho de otra forma: si la pobreza es un fenómeno multidimensional, su combate no puede ceñirse a un solo aspecto, por muy importantes que sean la extensión y la intensión de la ayuda económica.

Pasemos ahora a la segunda división o fractura, atinente a las distintas visiones acerca del rol del Estado en la lucha contra la pobreza y la exclusión social. Como se muestra en la tabla 1, aquí existe una división entre quienes afirman que para mejorar la vida de las personas más vulnerables, el Estado ha de intervenir mediante políticas que conllevan la redistribución de ingresos de una parte a otra de la distribución, y la de quienes sostienen que ese objetivo se cumple mejor mediante el establecimiento de topes o umbrales, ya sean por abajo (suficientarismo en la tabla) o por arriba (limitarismo).

Algunos de los más importantes filósofos contemporáneos han afirmado que la igualdad no es el principio adecuado para la justicia social. Lo que importa, en opinión de algunos, no es que todos tengamos una cantidad igual de aquello que sea nuestra métrica de la justicia social, sino que tengamos lo suficiente. Porque la igualdad, por sí misma, no tiene ningún valor en absoluto. Por expresarlo con las palabras de H. Frankfurt, uno de los suficientaristas más conocido, «economic inequality is not, as such, of any particular moral imporrtance, and economic inequality is not, in itself, morally objectionable […]. What [people] find morally objectionable is not that some individuals have less money than others —a relative quantitative discrepancy. Rather, it is the fact that those with less have too little» (‍Frankfurt, 2015).

Lo que importa, en cambio, en opinión de otros partidarios del establecimiento de umbrales, es que una parte de la sociedad no sea demasiado rica. En una conferencia pronunciada en el Center for Ethics in Society de la Universidad de Stanford, I. Robeyns elaboró la teoría que denominó «limitarismo», cuyo argumento central sostiene que los ciudadanos tenemos la obligación moral de no ser (demasiado) ricos (‍Robeyns, 2017, ‍2022). Robeyns entiende que el deseo de una persona de tener más recursos que los estrictamente necesarios para llevar una vida completamente satisfactoria —i. e. tener buena salud, buena educación, un trabajo satisfactorio, una vivienda digna y tiempo de ocio—, tiene cero «urgencia moral». En la línea del utilitarismo de P. Singer (‍1972), Robeyns afirma que en el mundo muchas personas se mueren de hambre a diario, mientras que gente más rica que ellos podría procurarles un incremento muy sustancial en la calidad de sus vidas a un coste, en comparación, muy bajo. Es decir, la riqueza (extrema) importa porque la pobreza (extrema) importa.

Voy concluyendo este segundo apartado del trabajo. Lo que quiere decirse es que el consenso acerca de que el objetivo de la protección social debe ser siempre (algún tipo de) igualdad es más ilusorio que real. De hecho, hay quien piensa, como los suficientaristas, que la desigualdad no es ningún problema moral en absoluto y que todo lo que deberían hacer los dispositivos de la protección social de un país es garantizar que la gente no se muera de hambre o de frío en la calle. Es decir, que la política social de un país podría resumirse en un suelo de ingresos mínimos. Pero, al mismo tiempo, hay quien piensa que es de la máxima urgencia moral poner un límite a la acumulación de quienes más tienen. Es decir, que la política social de un país debería incluir entre sus dispositivos un techo de ingresos máximos. Precisamente esto, los suelos y los techos de ingresos, junto con algunas otras propuestas, como el IMV, que aterrizan nuestras intuiciones morales en las instituciones sociales, es lo que se analiza en la siguiente sección.

III. ¿CÓMO IMPLEMENTAMOS LOS OBJETIVOS DE LA PROTECCIÓN SOCIAL? ENTRE EL INGRESO MÍNIMO VITAL Y LOS SALARIOS MÍNIMOS Y MÁXIMOS [Subir]

El 24 de noviembre de 2013 los suizos fueron convocados a votar en referéndum una ley que, de aprobarse, limitaría la retribución de los ejecutivos a doce veces el salario del empleado peor pagado en la empresa[4]. Con independencia de que, finalmente, la ciudadanía suiza votara en contra de ese límite retributivo, la mera votación parecía reflejar el hecho de que incluso un país como Suiza, sede de grandes multinacionales y uno de los países con un mayor PIB per cápita del mundo, el aumento de la desigualdad había entrado en la agenda política y una parte del electorado había dicho «basta». En este caso particular, la política discutida para transitar hacia una sociedad más justa con unos salarios más justos —«fair pay» fue uno de los eslóganes de la campaña— era una especie de salario máximo, destinado a reducir la dispersión de ingresos originales por la vía de regular el mercado de trabajo. Más concretamente, prohibiendo a las empresas tener una desigualdad salarial interna que superase la regla del 1:12.

Esta no es, sin embargo, y como resulta obvio, más que un ejemplo de una de las muchas políticas públicas disponibles para reducir la desigualdad y combatir la pobreza y la exclusión. Un líder político que aspire a implementar medidas que avancen hacia una sociedad más igualitaria tiene muchas otras opciones a su alcance. La tabla 2 muestra algunas de ellas, clasificadas en función de las diversas visiones que tengamos acerca del rol del Estado y la justicia social.

Tabla 2.

Políticas de lucha contra la pobreza y la exclusión, en función de las visiones acerca del Estado y la justicia social

Herramientas del Estado Visión de la justicia social
Justicia como patrón distributivo Justicia relacional
Redistribución fiscal Redistribución focalizada (ingreso mínimo vital, rentas mínimas) Redistribución universal (educación, sanidad, seguridad social, vivienda digna y adecuada)
Fijar umbrales (y nada más) Dividendo social Salario máximo

Fuente: elaboración propia.

En la tabla, la política del salario máximo se ubica en el extremo inferior derecho, pues encaja con una visión relacional de la justicia social donde el Estado se contenta con fijar umbrales. Digo que el salario máximo es una política que encaja bien en una visión relacional de la justicia social porque, junto a la erradicación de la pobreza severa y la reducción de la desigualdad, cabe esgrimir al menos otra razón en favor de establecer un umbral de riqueza.

Una de las áreas de investigación más fértiles en los últimos años en el campo de la ciencia política empírica es el estudio de las consecuencias que ha tenido el incremento de la desigualdad sobre el proceso democrático. Aunque muchos de esos trabajos se refieren a Estados Unidos, A. Gallego (‍2008) ha analizado el grado en que varios factores de estratificación social influyen sobre los niveles de participación política de las diferentes clases sociales en Europa. Cabe extraer una conclusión principal de esa literatura empírica, y que es relevante en esta sección del artículo, ya que existe evidencia de que el sentido del voto de los representantes políticos se corresponde mucho mejor con las preferencias políticas del 20 % más rico de la distribución que con las del 80 % restante (‍Gilens, 2014). Limitar los recursos económicos que puede acumular la parte más alta de la distribución podría ser una forma de limitar los recursos políticos que puede acumular ese grupo social. Dicho de otra forma: el limitarismo es una forma de intentar evitar que la élite económica de un país sea, también, su élite política.

Siguiendo con las políticas que se exponen en la fila inferior de la tabla, en el cuadrante izquierdo he ubicado una política pública denominada, de manera algo críptica, «dividendo social». Pero ¿qué tipo de política social es un dividendo social?

La búsqueda de una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo a finales del siglo xx y comienzos del xxi generó un debate acerca de la extensión de los derechos individuales y las políticas que mejor los promueven y protegen. La institución empleada a partir de la Segunda Guerra Mundial para hacer compatibles la eficiencia del mercado con cierto grado de igualdad ha sido el Estado del bienestar. Sin embargo, desde los orígenes del capitalismo industrial a finales del siglo xviii viene circulando una idea algo diferente, cuyo objetivo es también tratar de limitar las desigualdades socioeconómicas que genera una economía industrial capitalista y que T. Paine enunciaba (y justificaba) así:

Cuando una pareja joven comienza su camino en la vida, hay una diferencia enorme entre que lo hagan sin nada o que lo hagan con 15 libras cada uno. Con esta ayuda podrían comprar una res y aperos de labranza para trabajar un pedazo de tierra; y en lugar de convertirse en una carga para la sociedad […] estarían en condiciones de convertirse en ciudadanos útiles y provechosos (‍Paine, 1995: 419).

Paine parte de dos ideas principales. La primera es que en el estado de naturaleza toda la tierra es de propiedad común y que, al contrario de lo que pensaba J. Locke (1690), labrar no genera un título de propiedad (privada) sobre la tierra en sí, sino solo sobre los beneficios aportados por ese trabajo. La segunda es que la masiva desposesión generada por la introducción de la propiedad privada ha condenado a capas amplias de la población a una pobreza tal que es legítimo que la comunidad establezca un tributo sobre el suelo, a pagar por sus nuevos propietarios. Con este tributo se obtendrían unos recursos que permitirían pagar un dividendo social a todos los miembros de la comunidad, de manera que todo el mundo pueda satisfacer al menos sus necesidades más fundamentales.

Si pasamos de las musas al teatro, el único ejemplo real de fondo nacional à la Paine, pues se nutre de los recursos obtenidos por la explotación de los recursos naturales (o materias primas) para pagar un ingreso anual incondicional a todos los ciudadanos de una comunidad, es el Alaska Permanent Fund.[5] De ahí que, según P. Van Parijs, Estados Unidos sea el único país del mundo en el que existe una renta básica universal (‍Van Parijs, 2014).

En lo que aquí nos interesa, lo característico de esta política de lucha contra la pobreza es que no se financia con impuestos sobre el trabajo ni está condicionado a que sus perceptores sigan una determinada pauta de comportamiento —acepten una oferta de trabajo, firmen un convenio de inserción sociolaboral, etc.— ni se paga solo a quienes consigan acreditar su ausencia de recursos. En cambio, (i) se financia con cargo a impuestos sobre la explotación de recursos comunes (commons); (ii) es incondicional, de manera que lo cobran tanto quienes muestran su voluntad de desarrollar una actividad remunerada en el mercado laboral como quienes no, y (iii) es universal, de manera que lo cobra el 1 % más rico y el 1 % más pobre de la población. En definitiva, es un suelo de ingresos, pero que no implica ningún tipo de redistribución fiscal pues no se financia a través del IRPF.

Si pasamos a la fila superior de la tabla, en el cuadrante derecho se ubican políticas públicas que aspiran a construir sociedades más igualitarias mediante herramientas de redistribución fiscal y que encajan en una visión relacional de la justicia social porque la prestación se establece como derecho subjetivo (de ciudadanía). Veámoslo primero con el caso de la educación y la sanidad.

Como se sabe, la universalización de la educación y la sanidad contribuyeron de manera muy destacada al notable crecimiento económico de las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En el contexto de una economía cada vez más intensiva en conocimiento, la universalización de la educación contribuyó a aumentar las habilidades y el capital intelectual de los trabajadores, elevando con ello la productividad. La universalización de la sanidad, por su parte, permitió tener más trabajadores y más sanos en su lugar de trabajo. El crecimiento económico de esos años tuvo, además, la característica de ser muy equitativo, ya que los incrementos de la productividad se transmitieron más o menos por igual a todos los estratos de la producción.

En efecto, fue en esos años de posguerra cuando se extendió el universalismo como principio de la política social, entendiendo por ello políticas de las que todos los ciudadanos son elegibles por el mero hecho de ser ciudadanos (‍Mkandawire, 2005). En su fase inicial de construcción, el objetivo de los Estados del bienestar era uno y muy nítido: no dejar a nadie fuera de su protección. En la arquitectura teórica de T. H. Marshall (‍1950), los derechos sociales están en pie de igualdad junto a los civiles y políticos, pues solo la concurrencia de esos tres tipos de derechos da lugar a una ciudadanía plena. Y en cuanto a su alcance, Marshall afirma que «los derechos sociales implican un derecho absoluto a cierto estándar civilizatorio con la única condición del cumplimiento de los deberes generales de ciudadanía» (ibid.: 69), de manera que una vez que los ciudadanos son reconocidos como miembros de pleno derecho de la sociedad, reciben también una serie de derechos sociales que no pueden serles negados, como la protección frente a la pobreza (ibid.: 96). Por eso, la tabla 2 ubica esas actuaciones del Estado en una visión relacional de la justicia social: porque son políticas en las que la idea de justicia no se agota en la redistribución de recursos, sino que alcanza a las relaciones sociales entre individuos.

Por último, en el cuadrante derecho de la fila superior de la tabla encontramos el IMV, junto al resto de políticas sociales focalizadas que conforman la asistencia social (welfare), como las rentas mínimas de inserción, las pensiones no contributivas, etc. Acabamos de decir que en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se extendió el universalismo como principio informador de las políticas sociales, pues los derechos sociales formaban parte, tanto como los políticos y los civiles, del concepto de ciudadanía.

Pues bien, en un libro acerca de los cambios introducidos por la tercera vía en la teoría política de la socialdemocracia, J. Huo (‍2009) sostiene que el igualitarismo socialdemócrata post Trente Glorieuses ha evolucionado para adaptarse a los cambios sociales y económicos de las últimas décadas. Uno de estos cambios afecta a la protección social, pues en los países de la OCDE esta ha ido adquiriendo, afirma Huo, una orientación cada vez más prioritarista; es decir, centrada en mejorar las expectativas de vida de quienes se encuentran en situaciones de pobreza y exclusión social.

Junto a este «giro prioritarista» de la asistencia social, Huo detecta lo que podríamos denominar como «giro activador». Este segundo giro se caracteriza por la expansión de la protección social activa —políticas activas de empleo, incentivos al trabajo, flexiseguridad— a expensas de los mecanismos de la protección pasiva —subsidios asistenciales de paro, rentas mínimas de inserción—. La idea del giro activador es la de generar una especie de círculo virtuoso, de forma que el gasto público actúe como motor de la formación de ciudadanos más formados y capaces de insertarse en el mercado laboral. Invertir en la generación de habilidades laborales y formativas mediante políticas de activación es, de acuerdo con este enfoque del bienestar, la mejor política social. Dicho de otra forma: la mejor asistencia social es la que no existe.

Esta es, en lo esencial, la orientación que ha guiado la política social europea desde 2014 y, por tanto, también la española. Como se puede leer en la hoja de ruta para la Implementación del Paquete de Inversión Social publicada en septiembre de 2014 por la Comisión (Comisión Europea, 2014), las políticas para reducir el número de europeos viviendo en situaciones de riesgo pobreza y exclusión social se centran en cuatro aspectos: (i) la inversión en educación; (ii) las políticas activas de empleo; (iii) la modernización o actualización de las pensiones mediante políticas de envejecimiento activo (active ageing, en el lenguaje de la Comisión), y (iv) las políticas de conciliación, que faciliten la participación en el mercado laboral de las mujeres.

El mínimo común denominador a todas estas políticas es la idea de activación. Y casa perfectamente con el eslogan «Ending the Welfare as We Knew It» de la campaña de 1992 con la que Bill Clinton ganó sus primeras elecciones. El subtexto de esa campaña —tampoco había que tener un doctorado para desentrañarlo— era que el Estado del bienestar se había convertido en una máquina de alimentar welfare queens que tenían una preferencia muy intensa por tener hijos y televisiones por encima de sus posibilidades, y una preferencia bastante menos intensa por levantarse a las siete de la mañana para ir a trabajar. Esa era la visión de la justicia social de la tercera vía y la que, mutatis mutandis, ha informado las políticas de lucha contra la pobreza y la exclusión de los países europeos de los últimos treinta o cuarenta años.

El problema de este enfoque de política social es doble. Por una parte, ignora que la pobreza y la exclusión social son problemas multidimensionales y que, por tanto, su solución no puede pasar simple ni fundamentalmente por la activación laboral. Aunque solo sea porque para una parte no irrelevante de la población que necesita la asistencia social la activación llega demasiado tarde. Cuando hablamos de pobreza severa y exclusión social hablamos, en muchos casos, de situaciones que se han cronificado y de personas que son muy difícilmente reintegrables al mercado laboral. La activación laboral está bien en algunos casos, pero resulta una solución inadecuada o incluso naïve en otros. La mejor política social no es siempre, seguramente de hecho casi nunca, la que no existe.

El otro problema de este enfoque de la lucha contra la pobreza y la exclusión es la ponderación que, tácitamente, se hace de dos principios: la justicia como asumir los resultados de nuestras decisiones, por un lado, y tratar con igual dignidad y respeto a todo el mundo, por el otro (‍Barragué, 2017). El enfoque mainstream de la política social de las cuatro últimas décadas resulta incómodo para alguien a quien le preocupa la desigualdad y la pobreza porque termina responsabilizando a los pobres de serlo: «Si quieres nuestra ayuda, no haber abandonado el colegio de forma temprana», o «si quieres nuestra ayuda, haberte esforzado más en tu puesto de trabajo», o, en general, «si quieres nuestra ayuda, haber sido más responsable». La meritocracia entroniza el esfuerzo y el éxito y estigmatiza la pobreza y la exclusión social. Y su enfoque de la política actúa a modo de amplificador. En realidad, la idea que subyace es que «si quieres nuestra ayuda, haberte comportado de manera que no sea necesaria nuestra ayuda». O sea: te has comportado mal en el pasado, ahora búscate la vida.

Afortunadamente, el IMV se desmarca en un aspecto importante de la idiosincrasia meritocrática que acompañaba el diseño de las rentas mínimas de inserción autonómicas, pues incorpora una condicionalidad muy laxa. En efecto, el IMV se articula más como una renta garantizada que como una renta mínima. La diferencia entre ambas estriba en que mientras la primera establece la prestación como un derecho subjetivo sujeto a muy pocas condiciones comportamentales de sus potenciales perceptores, las rentas mínimas ponen el acento en los deberes que acompañan a la prestación, como por ejemplo la firma de un convenio de inclusión social cuyo incumplimiento hace decaer el derecho a la prestación.

En la línea de la visión de los derechos sociales afirmada por T. H. Marshall, el art. 2 del Real Decreto-ley 20/2020 por el que se establece el IMV lo configura como un «derecho subjetivo», en desarrollo del art. 41 de la Constitución y sin perjuicio de los dispositivos de la asistencia social que establezcan las comunidades autónomas en el ejercicio de sus competencias y sin perjuicio, además, de la obtención de ingresos laborales bajos —con el inicio del año 2023 ha entrado en vigor el incentivo al empleo, que complementa el conjunto de políticas que configuran el IMV—. Es cierto que las cuantías resultan insuficientes y que ello es un reflejo, seguramente, de la escasa atención social y política que han merecido las políticas de lucha contra la pobreza y la exclusión social en España. Pero el IMV es un avance, y es además un avance en la buena dirección.

IV. CONCLUSIÓN [Subir]

En este artículo he discutido el IMV como política de lucha contra la desigualdad y la pobreza. Pueden extraerse dos conclusiones tentativas de este trabajo.

La primera es que en el plano de la teoría política, el consenso que existe en torno al objetivo principal de la protección social es más aparente que real. Mientras que los ciudadanos y los líderes políticos conservadores sostienen una concepción suficientarista de la protección social, incompatible con la pobreza extrema, pero perfectamente compatible con elevadísimas tasas de desigualdad y pobreza relativa —porque la desigualdad es un fetiche o una moda de la izquierda woke, pero en realidad es moralmente irrelevante—, los ciudadanos y líderes políticas progresistas afirman una visión que defiende que la desigualdad importa, y mucho. Ojalá me equivoque, pero el consenso que existe acerca del IMV también es, seguramente, más aparente que real.

Segunda, que en el plano de la política práctica, existe una gran variedad de políticas de lucha contra la pobreza y la desigualdad. Esto resulta escasamente sorprendente, ya que es el corolario de la conclusión anterior. Es decir, dado que la gente tiene opiniones muy distintas sobre cuál debería ser el objetivo de la protección social —si asegurar un mínimo, promover cierta igualdad, establecer algunos máximos—, también tiene opiniones muy distintas sobre cómo debería articularse esta mediante las políticas de protección social. El IMV forma parte de una familia de políticas sociales basadas en la redistribución fiscal y una noción distributivista de la justicia social. Pero a diferencia de otras políticas similares, como las rentas mínimas de inserción, el IMV se configura como un verdadero derecho de ciudadanía, sujeto a una condicionalidad más bien laxa. Un pequeño paso en la historia de la protección social en el mundo, un gran paso para muchas personas en situaciones de pobreza y exclusión social en España.

NOTAS[Subir]

[1]

Real Decreto Ley 20/2020, de 29 de mayo, por el que se establece el ingreso mínimo vital. Disponible en: https://bit.ly/3MDhpxk. La prestación es de entre 462 y 1015 euros mensuales, en función del tamaño del hogar.

[2]

«The egalitarian thesis can, therefore, be thought to provide a kind of plateau in political argument […] I suspect that most of the practical debate about equality —even debate provoked by people who hold positions they think are anti-egalitarian— is actually debate about [which conception of equality is the best]» (‍Dworkin, 1983: 25).

[3]

Vid. por todos Lippert-Rasmussen (‍2018).

[4]

Vid. https://bit.ly/415Eg9o.

[5]

Vid. https://bit.ly/415ikuO.

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