RESUMEN
Habiendo transcurrido un siglo y medio desde la irrupción del marxismo y el anarquismo, el capitalismo ha dado muestras de una gran resiliencia, a pesar de varias crisis económicas importantes. En este escenario de promesas incumplidas, este artículo explora lo que queda en pleno siglo xxi de esa parte de la izquierda (que aquí calificamos como extremista o revolucionaria) que no acepta las reglas del Estado de derecho, de la democracia representativa o, simplemente, el pluralismo político, y que, en cambio, legitima el empleo de la violencia para cubrir sus objetivos. Para ello, empleamos como marco teórico el concepto de lo político de Carl Schmitt y exponemos el modo en que esa izquierda concibe la política, la relación con sus antagonistas en el escenario político, el modo de acceder al poder, así como algunas pinceladas referentes al modelo de sociedad pergeñado. Todo lo cual permite comprobar no solamente la supervivencia de esos discursos, sino también la presencia de muchos elementos compartidos entre todos ellos.
Palabras clave: Carl Schmitt; neomarxismo; radicalización; revolución; violencia política.
ABSTRACT
Since the irruption of marxism and anarchism, a century and a half have passed. But capitalism has shown great resilience despite several major economical crises. In this scenario of unfulfilled promises, this article explores what remains, in the xxi century, of these left -the extremist or revolutionatay one- that does not accept the procedures of the rule of law, representative democracy, or, simply, political pluralism and that, instead, legitimizes the use of violence to meet its objectives. To do this, we use Carl Schmitt’s concept of the politics as a theoretical framework, and we expose the way in which that left conceives politics, the relationship with its antagonists on the political scene, the way of accessing power, as well as some relevant brushstrokes to the devised model of society. All of which allows us to verify, not only the survival of these discourses, but also the presence of many elements shared among all of them.
Keywords: Carl Schmitt; neomarxism; radicalization; revolution; political violence.
El debate acerca de lo que popularmente se conoce como extrema derecha y extrema izquierda es antiguo, pero sigue vigente en pleno siglo xxi. Tratar ambas cuestiones en un mismo artículo puede ser demasiado ambicioso. De modo que nos centraremos en la segunda. El interés radica en explorar lo que quede, en pleno siglo xxi, de una izquierda que no acepta las reglas del Estado de derecho, de la democracia representativa o, simplemente, la supervivencia política (y quizá física) del otro, años después de la implosión de la URSS. Para ello, expondremos sucesivamente su razón de ser, así como los elementos más característicos de su discurso, poniendo especial énfasis en el modo en que conciben la política, la relación con sus antagonistas en el escenario político, el modo de acceder al poder, así como algunas pinceladas referentes al modelo pergeñado.
El objetivo de este artículo es arrojar luz acerca de la actualidad de esos proyectos políticos. La hipótesis manejada es que en nuestros días (desde finales del siglo xx y, sobre todo, en lo que llevamos de siglo xxi) existe un grupo de autores e ideas que, pese a reconocer diversas adscripciones (neomarxistas, neoanarquistas e, incluso, algunas poco definidas)[1] comparten un núcleo duro formado por referentes comunes, críticas similares —en el fondo y en la forma— al orden establecido y proyectos convergentes. Como hipótesis secundaria, establecemos que todos ellos comparten un modo de pensar la política que se sujeta a (e incluso que bebe de) el concepto de lo político de Carl Schmitt, tal como lo expresa en su libro de título homónimo de 1927. Para poder avanzar en esa dirección y cubrir este doble objetivo, los argumentos centrales del jurista alemán serán también los que operen a modo de marco teórico de nuestro análisis.
Emplear una de las obras más emblemáticas de Carl Schmitt, El concepto de lo político, para enmarcar las derivas de la extrema izquierda contemporánea puede parecer contraintuitivo. Pero antes de entrar en detalles acerca de dicho concepto no podemos obviar que el exmilitante del NSDAP ya citó el marxismo como un exponente avant la lettre de su propia aproximación (Schmitt, 2009: 67, 102). Eso no significa que Schmitt fuese marxista —pues no es el caso, obviamente—, pero sí significa que su obra revela algunas claves que, en términos académicos, nos permiten dotar de sentido esa conocida expresión de la sabiduría popular que nos recuerda, incluso machaconamente, que «los extremos se tocan». Porque, en realidad, no lo hacen en relación con el fondo de los respectivos modelos de sociedad deseados. Sin embargo, sí lo hacen en relación con sus respectivas estructuras mentales (y sus modos de proceder), que en ambos casos incluyen la negación de la legitimidad del otro, una tendencia poco disimulada a buscar su eliminación —incluso física— y un escaso respeto por las reglas más elementales del estado de derecho. Todo lo cual prepara el terreno para el ejercicio de la violencia política interna. Para conocer y comprender los detalles de esta aproximación será necesario leer el resto del análisis, pero creo pertinente marcar el terreno de juego antes de entrar en materia. De hecho, no es el único antecedente —Schmitt también señala el terror jacobino (ibid.: 76), inspirado en la oratoria de Robespierre—, pero sí uno especialmente relevante, a tenor del uso que hace del mismo. Porque la jugada maestra de Marx sería transformar un conflicto privado (el que existe entre empresarios y trabajadores) en el epicentro de un conflicto político (la lucha de clases, concebidas como antagónicas) cuyo resultado final solamente puede ser la integración de la humanidad en una única clase social, previa eliminación del antagonista.
Por otro lado, ya disponemos de trabajos recientes que han desarrollado una aproximación carlschmittiana al análisis de la extrema izquierda (Baqués, 2019). Sin embargo, no tienen por objeto de estudio a la contemporánea, sino a la decimonónica. O, como mucho, extiende la investigación a los albores del siglo xx. Por consiguiente, el hecho de que haya transcurrido entre un siglo y un siglo y medio desde entonces invita a rellenar esa laguna, planteando una reflexión adicional para analizar la deriva actual.
Las ideas fundamentales expuestas por Schmitt en la obra mencionada parten de un axioma: estamos cómodos trabajando con dicotomías. Esas dicotomías operan en todos los ámbitos del conocimiento. Así, el arte se basa en la dicotomía entre lo bello y lo feo; la ética se basa en la dicotomía entre lo bueno y lo malo, y la economía se basa en la dicotomía entre lo rentable (o lo eficiente) y lo que no lo es. Entonces, lo que distingue a la política de otras actividades del ser humano es que sus términos se definen por la dicotomía amigo/enemigo (Schmitt, 2009: 56). De hecho, a ojos de Schmitt la política es lo que evita que nuestra existencia sea inauténtica y que se base en el mero entretenimiento (Strauss, 2007: 114). Con ello, Schmitt se plantea hallar lo que dota de sentido a nuestras vidas y que, por ende, no es fácilmente prescindible. Pero lo importante es discernir qué implicaciones teóricas y prácticas tiene esa dicotomía. ¿Se trata de una mera metáfora? ¿O realmente es una forma de desarrollar la actividad política?
La verdad está más cerca de la segunda de las afirmaciones. En efecto, Schmitt nos recuerda que él se basa en el concepto latino de hostis, de acuerdo con el cual «enemigo no es cualquier competidor o adversario» (Schmitt, 2009: 58). Así que, para evitar lecturas edulcoradas de su aproximación, añade que «los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse aquí en su sentido concreto y existencial, no como metáforas o símbolos», lo que equivale a una «realidad óntica» (íd.) o incluso a la «negación óntica de un ser distinto» (ibid.: 63), cuestión que algunos de sus exégetas han interpretado, razonablemente, como la presencia de una «alteridad radical» (Prozorov, 2009: 220). En cuanto al desenlace previsible de dicha perspectiva, Schmitt desea alcanzar una sociedad homogénea. En realidad, teme el pluralismo porque el pluralismo «disuelve la unidad política y, finalmente, la existencia misma del pueblo» (Mouffe, 2011: 76-77). Ese es, por lo tanto, el problema de fondo: la necesidad de acabar con el hostis, planteada a modo de una necesidad estructural.
La idea subyacente a este argumento está presente desde hace siglos en la competición entre potencias extranjeras. El propio Schmitt cita a Platón refrendando esa idea. Sin embargo, el alemán plantea extrapolarlo a los conflictos internos, motivados ideológicamente, hasta llevarlo a un extremo que ni siquiera es propio de las guerras entre Estados, ya que las consecuencias de esa extrapolación conducen a escenarios totalitarios y, potencialmente, de exterminio del otro, apoyándose en narrativas guerracivilistas[2]. En todo caso, la «confrontación armada» (interna) constituye, lógicamente (dados la conceptualización del autor), la norma (Prozorov, 2009: 222-224). Eso permite «exigir a los hombres el sacrificio de sus vidas, dar poder a ciertos hombres para derramar sangre y matar a otros hombres» (Schmitt, 2009: 65). De esta manera, el círculo se cierra porque la política implica la violencia, pero, a su vez, nace de ella: sigue a la violencia de la misma manera que la forma sigue a la materia (Slomp, 2009: 10).
La lucha contra los herejes, el jacobinismo o el marxismo recogen la lógica profunda de este argumento, del que Schmitt levanta acta. Mientras, en esta y otras de sus obras (Schmitt, 1971: 42) sostiene que el objetivo de la política es lograr una «homogeneidad sustancial» del pueblo porque solamente entonces se podrá pacificar la sociedad. Por ello, no es raro que a lo largo de varios años, justo antes del ascenso de Hitler al poder, Schmitt elogiara a la URSS mientras cuestionaba de modo explícito el Estado de derecho, al considerarlo demasiado burgués (ibid.: 11-12; Schmitt, 2009: 54-56), así como demasiado proclive a aceptar la privatización de la vida de la gente (entendida como despolitización y como desescalada). En el fondo, Schmitt consideraba que el Estado de derecho era apolítico. Si bien alguno de sus exégetas da un paso más y modifica el prefijo para considerar que, en última instancia, para Schmitt la democracia liberal es en sí misma «antipolítica» (Hirst, 2011: 21), dada su tendencia a reducir o impedir este tipo de lógicas. De modo que, frente a los escenarios en los que prima la discusión (entendida como debate), Schmitt reclama un nuevo escenario, el único auténticamente político, en el que prima la decisión (ibid.: 22). En palabras de otro de sus intérpretes, pero en la misma línea: «Schmitt ataca sin piedad el proyecto de Benjamin Constant, quien describe la libertad moderna como el disfrute apacible de la independencia privada. Este goce privado se hace posible a partir del auge del comercio y de la “cultura”, que reemplazan en definitiva a la política» (Mansuy, 2018: 401).
Se trata de un elemento importante para nuestro análisis porque, aunque Carl Schmitt fue siempre parco a la hora de delimitar el hostis (es decir, de aclarar su exacta naturaleza), de sus escritos se deduce, como mínimo, que su auténtico enemigo no es el extremismo de izquierdas, sino el moderantismo de esas corrientes de pensamiento que basculan entre los diversos formatos de liberalismo (Meier, 2008: 56), ora sea más o menos conservador o social, otrora abrace lógicas socialdemocracias e, incluso, aproximaciones cristianodemócratas, algo que facilita la comprensión de las razones de la seducción que Schmitt puede llegar a ejercer en la extrema izquierda de hoy y que, por el mismo motivo, permite entender no solamente lo que este artículo abraza, sino también, a sensu contrario, aquello que queda excluido de nuestra investigación. Desde la socialdemocracia hasta ciertas corrientes del marxismo —pensemos en el marxismo analítico— quedan al margen de cualquier conexión carlschmittiana, como también sucede, a mayores, con ese liberalismo social que sigue la estela de autores como John Rawls y Ronald Dworkin y que, en buena medida, constituyen el referente por antonomasia de los partidos de esa otra izquierda, democrática, respetuosa del Estado de derecho y del pluralismo político, que puede y suele gobernar en nuestros días.
En definitiva, Carl Schmitt nos ayuda a entender que el fundamento de la radicalización política reside en la consideración del otro como enemigo (no mero adversario o rival en la competición por el poder); dado lo anterior, en la posibilidad real de emplear la violencia contra el mismo, y dadas las dos consideraciones previas, en el desprecio de las reglas de la democracia representativa basada en el Estado de derecho que, entre otras cosas, exige el respeto al otro (aunque se halle en minoría). En los siguientes apartados comprobaremos el grado de similitud sostenido por los autores objeto de análisis en este artículo.
Antes y después de la caída de la URSS, la izquierda marxista ha tratado de dar respuesta a los problemas no resueltos del capitalismo. Desde la escuela de Fránkfort al marxismo analítico, surgen corrientes de pensamiento tan críticas con el orden establecido como con lo que estaba sucediendo en el marco del socialismo real[3]. Todas ellas aceptan o hasta fomentan el debate razonable para hallar soluciones a esos problemas (v. gr, la tesis habermasiana de las condiciones ideales de diálogo), y promueven vías pacíficas para pasar del capitalismo al comunismo, sin necesidad de atravesar por una dictadura del proletariado encargada de reeducar a la gente y de eliminar a la oposición (v. gr, Van Parijs y Van der Veen, 2006)[4].
Notoriamente, se trata de autores y de corrientes de pensamiento que quedan excluidos de nuestro análisis, pero se trata de argumentos denostados por otros continuadores de la tradición marxista (v. gr. Zizek y Daly, 2004: 25-29; Graeber, 2015: 10)[5], que son los que nos interesan en este momento, y que han optado por recuperar y readaptar el discurso de Marx sin hacer demasiadas concesiones a otras lógicas, o bien por recuperar la llama del anarquismo, pese a los escasos réditos históricos de dichas teorías. Tampoco es inusual encontrarse con autores que optan, intencionadamente, por nadar entre esas dos aguas, o que plantean su relación con el marxismo de un modo más tangencial.
Así, Zizek se define como un «marxista casi clásico» (Zizek y Daly, 2004: 152), donde el adverbio adquiere una importancia superlativa; Negri se define como «posmarxista» (Hardt y Negri, 2004), dando relieve al prefijo, mientras se nutre de favoritos que caen más bien en las redes del anarquismo, aunque la necesidad que siente de organizar a las masas revolucionarias le impide dar el paso final (Bates, 2012: 278)[6]; por su parte, Graeber lo hace como un «marxista libertario», lo cual es curioso porque es difícil (al menos sobre el papel) ser marxista sin ser libertario, de modo que el recurso literario (esta vez, un pleonasmo) tiene su enjundia: es marxista en lo económico, pero anarquista en lo político: «libertarian, practice oriented Marxist» (Graeber, 2004: 6). En realidad, en otros libros Graeber se autodefine como un «small-a(narchist)» (Graeber, 2014: 192) y siempre como un «radical» (Graeber, 2015: 88), mientras que la síntesis entre el comunismo (de Marx) y el anarquismo reúne a través de Graeber a toda una corriente de teóricos y movimientos desde finales del siglo xx que no se dejan atrapar por el «rojo» ni por el «negro» (Kinna y Prichard, 2012: 6). Esos autores, así como el maoísta Badiou (Badiou, 2018: 38-41) o el grupo Tiqqun[7], que es un fiel pero radicalizado heredero de la tradición foucaultiana, van a ser, por méritos propios, los principales protagonistas de este artículo. La lista no tiene por qué quedar cerrada, pero lo complicado sería prescindir de los aquí citados, mientras que ulteriores investigaciones podrían hacerse eco de la evolución y/o la ampliación del grupo.
El recelo de todos ellos se debe a la conciencia de que no se han cumplido los pronósticos de Marx. Aunque algunos mantienen la esperanza de que el capitalismo «explote desde dentro» (Zizek y Daly, 2004: 152), no dejan de acudir al voluntarismo. Un caso claro es el de Badiou, que defiende a Mao frente a Stalin, precisamente por poner la voluntad y la confianza en las masas por encima de la economía (Badiou, 2018: 38-39). Pero quizá sea Graeber quien, más allá de sus anhelos, expone mejor las razones de la resiliencia capitalista.
Para ello, alude con cierta amargura a las tesis de un marxista de los años setenta del siglo xx: Ernst Mandel. De acuerdo con la opinión de Mandel, había condiciones objetivas para la crisis final del capitalismo. Sobre todo, a partir de la conocida ley de rendimientos decrecientes del capital. Así, aunque el capitalismo había gozado de un tercer ciclo ascendente, basado en una tercera revolución tecnológica, inspirada en el I+D militar y caracterizada por una creciente automatización de la producción (Mandel, 1979: 188-190), esta podía haber sido la última porque la robótica daría el golpe de gracia al sistema capitalista al hacer prescindible la mayor parte de la mano de obra humana, rebajando asimismo la capacidad de consumo de los bienes producidos. Sin embargo, Graeber advierte que el capitalismo también juega esta partida y que ha hecho lo posible por ralentizar y moderar a la baja esta dialéctica (Graeber, 2015: 113-130), canalizando los avances (frenándolos o no generalizándolos, cuando eso es necesario) e impidiendo, con ello, el colapso del sistema[8].
Ante esa constatación, una parte de la izquierda contemporánea ha optado por recuperar a los clásicos, pero adaptándolos al siglo xxi. En todo caso, para estos autores la mirada hacia el capitalismo vuelve a revestir la lógica del todo o nada. Si las condiciones objetivas para la revolución pendiente no se dan, deben recrearse de modo proactivo. Pero, para lograrlo, la política regresa al terreno guerracivilista de los enemigos antes que los adversarios, pues no hay nada que negociar. Mientras, el Estado de derecho, como ya sucediera con Marx, Lenin, Walter Benjamin y los anarquistas, es visto como parte de una superestructura burguesa que debe caer junto con el sistema económico que la dota de sentido y la sustenta. No todas las estrategias pergeñadas son violentas (tampoco lo son todas las pergeñadas por Carl Schmitt), pero la violencia política interna vuelve a quedar legitimada al ser una parte importante de la ecuación. Veámoslo con más detalle en los siguientes epígrafes.
La política, en efecto, vuelve a ser confrontación. No cualquier confrontación, sino una que eleva la intensidad en la relación mantenida con quien es definido como el otro. A su vez, el destino potencial de quien se halle en esta otreidad es su negación, ya sea conceptual o física. Este detalle es importante. En ocasiones, el otro se diluye en el grupo revolucionario, quizás porque asume que es su única alternativa (actuando por instinto de supervivencia) o porque asume sinceramente el discurso del grupo revolucionario, que se dice representante de los intereses de todos (Zizek, 2016: 33-35). En estos supuestos, podemos afirmar que una clase social (por ejemplo) deja de ser tal cosa. Se produce, pues, una eliminación conceptual del otro: desaparece la burguesía y, con ello, los burgueses, pero no necesariamente quienes antes tenían tal estatus, lo que hace innecesario cualquier ejercicio de violencia física contra los implicados. O bien reduce la necesidad de ejercer la violencia física a los pocos díscolos que optan por ofrecer resistencia.
Por ejemplo, Negri caracteriza el mundo en un plano dicotómico: «Imperio»[9] contra «Multitud». Son, a la par, los títulos de dos de sus libros más emblemáticos. El primero está integrado por una elite mundial liderada por los EE. UU. (que sería el equivalente a una «monarquía») y por sus satélites: países aliados, grandes corporaciones, organizaciones internacionales y entidades financieras transnacionales (que serían, a su vez, la «aristocracia»). Todos ellos, con sus ramificaciones nacionales, conforman el bando que derrocar, pese a que el carácter difuso de la nueva red de poder global lo dificulta (Hardt y Negri, 2000: xiii). Frente a ellos reaparece el pueblo o «multitud», los desposeídos, que deben aprovechar los flecos de los defensores del sistema para hacerse con el poder (Hardt y Negri, 2004: 12-14).
No hay nada que reformar. El envite que Negri propone implica hacer tabula rasa con el pasado. Es lo que se deduce de sus propias palabras: hay que llegar a un «mundo nuevo» (ibid.: 95, 405). Todo ello en términos mesiánicos para así alcanzar una «nueva ontología», una «nueva ciencia» —a la que también denomina «anticiencia»— (ibid.: 354-358) y hasta una «nueva humanidad» ibid.: 250-251). Ya no es posible limitarse a ganarse los «corazones y las mentes de la gente». Ahora se trata de «crearlos», ex novo (ibid.: 109). De hecho, la «multitud» (el nuevo sujeto revolucionario) también será creada en función de esas exigencias y su tarea no consiste en reformar el «Imperio», sino en terminar con él.
La aproximación de los demás autores contiene la misma percepción dicotómica. Así, Badiou alude a la necesidad de forjar alguna adaptación de la dictadura del proletariado, con sus mismos objetivos[10], para de ese modo ejercer una «lucha implacable contra las facciones surgidas de la riqueza o del privilegio hereditario». No habría alternativa, en sus propias palabras, debido a que esto se plantea desde la perspectiva de un «antagonismo absoluto» (Badiou, 2018: 41-42).
A Zizek le sucede algo similar: lejos de cuestionar el rol teórico e histórico de la dictadura del proletariado como instrumento para eliminar a la oposición política, enfatiza sus virtudes. Porque habría sido «el otro nombre de la violencia propia de la democracia» o la «violenta intrusión de la lógica de la libertad» (Zizek, 2016: 37, 40). Los reiterados alegatos de Zizek en favor del legado de Robespierre también son significativos. No en vano, sabemos que los jacobinos son elogiados por Carl Schmitt (vid. supra) porque Robespierre fue uno de los primeros líderes modernos en acentuar la dialéctica de la hostilidad: los enemigos del pueblo (aquellos que ante la atenta mirada de Robespierre no defendían el interés general) solían terminar en la guillotina. Pero terminaban ahí porque —y eso es lo realmente importante en este momento— previamente se había desencadenado el tipo de narrativa que ahora nos ocupa. En esta línea, Zizek elogia el dedo acusador de Robespierre que, cual soberano in fieri de Schmitt, señalaba a los enemigos de la Revolución (para poder constituirse como tal soberano), con tal diligencia que quienes temblaban al escuchar sus diatribas, se estarían delatando como culpables (ibid.: 18) y, de ese modo, se autocondenaban al cadalso. De nuevo, pues, parece que el único destino de la oposición es dejar de serlo…
Algo que también recoge Graeber, aunque como en él es habitual, de modo bastante más sutil cuando reflexiona acerca del papel que debería jugar una hipotética oposición el día después del triunfo de la revolución pendiente. Porque, frente a la apuesta de la democracia representativa consistente en «institucionalizar» dicha oposición, permitiendo —e incluso incentivando— la creación de nuevos partidos o promoviendo el ingreso de las minorías en el juego parlamentario, la propuesta del estadounidense está en las antípodas. Se tratará, más bien, de que esos grupos o partidos… ¡dejen de existir! (Graeber, 2015: 200-201).
Volviendo a Zizek, más allá de los detalles acerca de la recomposición del amigo[11], pero siempre dentro de la dialéctica schmittiana, ubica en el centro de su diana corrientes y autores que, aparentemente, están lejos de ser los grandes adalides del neoliberalismo, pero que serían una parte importante del hostis del siglo xxi.
Se trata de los globalistas (a los que él denomina, jocosamente, «comunistas libertarios»), con Georges Soros y Bill Gates a la cabeza. A su entender, serían culpables de la resistencia del capitalismo, además de ser «los nuevos creadores de violencia estructural», de modo que «dan con una mano lo que antes tomaron con la otra» (Zizek, 2009: 33). Zizek aduce que son «enemigos de cualquier lucha progresista» (peores, añade, que «cualquier fundamentalismo religioso y terrorismo») y que lo que habría que hacer con ellos es «fusilarlos y enterrarlos», a poder ser en «fosas comunes» (ibid.: 51-53). Entendiendo que estas expresiones responden a un alarde semántico, más que a un proyecto político, parece evidente que Zizek estimula conscientemente una lógica socialconstructivista del otro en el peor sentido de la Cultura de la enemistad de Wendt[12]. Y que eso casa a la perfección con la dialéctica referida por Carl Schmitt.
Lo que el relato del colectivo Tiqqun delata cuando alude a uno de sus conceptos recurrentes, el Bloom, no le anda a la zaga al discurso de Zizek. O incluso lo supera, si el medidor tiene que ver con el nivel de desprecio generado hacia el otro. En realidad, el Bloom constituye una tentativa de teorizar, en los albores del siglo xxi, al individuo alienado. Un consumidor sin capacidad crítica. La «nada enmascarada» o un «hombre sin substancialidad» (Tiqqun, 2006: 34, 43-44), condenado a desarrollar una «forma-de-vida»[13] que queda «contenida» en su contexto, de modo que no le pertenecen ni siquiera «sus propias emociones». Para Tiqqun, se trata de la radiografía del individuo estándar de nuestra sociedad. Ni siquiera lo es de una minoría: lo es de la mayoría.
La cuestión es que Tiqqun no duda en acogerse a la literalidad de las palabras de Carl Schmitt, con el mismo objetivo. Cuando se encuentran dos cuerpos (el Bloom no es más que eso) animados por «formas-de-vida extrañas», esos cuerpos «tienen la experiencia de la hostilidad». Se trata de cuerpos que no pueden ni «conocerse», ni «componerse» (de nuevo, el rechazo a la equidistancia, a la moderación, al debate). De manera que «el hostis es una nada que exige ser aniquilada, ya sea cesando de ser hostil, ya sea cesando de existir» (Tiqqun, 2008: 22). En definitiva, la única manera que tienen de coexistir las diversas «formas-de-vida» (precisamente, por ser irreconciliables) es la «guerra civil», que Tiqqun define como el «libre juego» de esas «formas-de-vida» (ibid.: 16). Como puede apreciarse, difícilmente podría darse una traslación tan pareja a la de Schmitt[14], casi un siglo después de que el alemán escribiera su propia obra:
Guerra porque, en cada juego singular entre formas-de-vida, la eventualidad del enfrentamiento bruto, del recurso a la violencia, no puede ser nunca anulada. Civil porque las formas-de-vida no se enfrentan como Estados, como coincidencias entre población y territorio, sino como partidos, en el sentido en el que esta palabra se entendía hasta la llegada del Estado moderno, es decir, puesto que hace falta precisarlo en adelante, como máquinas de guerra partisanas (íd.).
Recordemos que, aparte de las similitudes existentes con el texto de 1927, en 1963 el propio Carl Schmitt desarrolló una teoría del partisano, cuya particularidad es que es el portador de una «enemistad absoluta» (Schmitt, 2013: 99-100)[15], y en la que enfatizaba ese ejercicio de una violencia interna en un campo de batalla en el que se combina la ocultación (rasgo idiosincrático del Comité Invisible), la batalla de las ideas (lo mismo cabe decir) y, finalmente, la violencia física. Autores como Schulzke han puesto de relieve esa vertiente de la guerra de las ideas (Schulzke, 2016: 350-352) o, mejor desde las ideas. Y ese es el reto que plantea Tiqqun, en esos mismos términos.
Carl Schmitt mantuvo un diálogo con Clausewitz. Lo podemos comprobar, sobre todo, en alguno de los corolarios que incorporó a su libro El concepto de lo político, a finales de los años treinta del siglo xx. En uno de ellos (el 2.º, añadido en 1938) plantea darle un giro de ciento ochenta grados a la tesis del prusiano. En efecto, la guerra no sería la continuación de la política por otros medios, sino al revés: la guerra es la situación normal mientras que, en ocasiones, la política es su continuación, aunque por otros medios (Schmitt, 2009: 136). Así, en la obra de Clausewitz la política siempre busca el regreso a la situación normal (la paz) aunque estemos en medio de una guerra (Clausewitz, 1999: 185-186)[16]. En cambio, en la reinterpretación de Schmitt ocurre lo opuesto: es la guerra (civil, en su caso) la que reclama constantemente el regreso a la normalidad: la situación de hostilidad. La paz es el «imán» de Clausewitz, del mismo modo que la guerra lo es de Schmitt.
No es un tema menor porque invita a pensar que situaciones de aparente paz lo son, en realidad, de prolongación de una guerra, esto es, también de la hostilidad que la caracteriza, solo que a partir del empleo de medios de menor intensidad… en espera de que la guerra vuelva al primer plano. Aunque nunca habría dejado de estarlo desde un punto de vista conceptual y sí, tan solo, desde una perspectiva fenomenológica.
La principal derivada de esta tesis radica en la posibilidad de vislumbrar los períodos de paz (en el sentido formal, cayendo por debajo del umbral de una guerra entre Estados) como situaciones polemológicas (del griego polemos), como preparación de una guerra, o como una guerra civil (que no es una guerra en sentido formal, pero que incluye fuertes despliegues de agresividad y violencia).
Esta suerte de inversión de Clausewitz aparece en varias ocasiones en la obra de los autores objeto de análisis, incluso de forma explícita. Ya sea para sugerir que el mundo en el que vivimos no está en paz, ya sea como fundamento teórico de dinámicas guerracivilistas. Aunque Lenin también citó de modo expreso a Clausewitz, lo hizo sin salirse del guión (Lenin, 1915)… tal como reconoce Schmitt (1963: 62-64) antes de plantear su órdago teórico. En cambio, desde que el jurista alemán abordó este tema del modo en que lo hizo, la seducción ejercida sobre esa izquierda que se aleja de los parámetros del Estado de derecho ha sido recurrente. Es decir, están más cerca de Schmitt que de Lenin.
Es conocida la aproximación de Gilles Deleuze, quien reivindica la inversión de Clausewitz para de ese modo advertir acerca de que el Estado es controlado por la «máquina de guerra» que, lejos de someterse a los designios de la política, la instrumentaliza para generar una «paz armada», que es una no-paz (Deleuze y Guattari, 1994: 421). Pero no deja de ser una aproximación algo tópica, quizá demasiado elemental. En cambio, es más incisiva (y más schmittiana) la de Foucault. En su opinión, aunque el poder político decrete el final de una guerra, la guerra continúa (sigue siendo una expresión de la política) hasta poder hablar de una «guerra continua», aunque su formato sea menos ostentoso que el de las grandes guerras entre potencias (Foucault, 1976: 136). Pero contiene sus mismos condicionantes de lucha por el poder en un entorno estructuralmente hostil. De ahí a entender que vivimos en un estado de guerra permanente solamente hay un paso que, como veremos, van a dar los autores aquí trabajados.
Las apelaciones a que estamos en un estado de guerra (permanente o casi) no constituyen un ejercicio meramente retórico. Tienen su enjundia porque sirven para legitimar una respuesta igualmente dura y en su caso violenta (pero defensiva) contra ese punto de partida. Badiou alude a la latencia de una «pazguerra democrática» nunca terminada (Badiou, 2010: 25) que tendría como antagonistas a los EE. UU. —liderando a otros países ricos—, enfrentados a los países pobres. Tiqqun plantea una variante de la inversión de Clausewitz que da mucho juego: «El Estado moderno, que pretende poner fin a la guerra civil, es más bien su continuación por otros medios» (Tiqqun, 2008: 36). Por consiguiente, el Estado no es neutral, sino partícipe de una guerra, que no es tal (no, formalmente), pero sí lo es a partir del antagonismo latente, de manera que ese Estado la sostiene contra sus enemigos, que están llamados a reaccionar en consecuencia.
Por su parte, Negri hace suya la inversión de Clausewitz inaugurada por Carl Schmitt sin ningún refinamiento ni retoque, reproduciendo la máxima schmittiana con la mirada puesta en delatar tanto la perversión como las limitaciones de la supuesta (pero falsa) paz prometida por el «Imperio» (Hardt y Negri, 2004: 33-34). Una vez sentadas esas bases, añade que estamos inmersos en una «cuarta guerra mundial»[17]. Guerra que, una vez más, adquiere el formato de una «guerra civil imperial» (ibid.: 24, 62, 407). Tal como sucede con los demás autores trabajados en este artículo, lejos de las visiones de ejércitos de soldados uniformados enfrentándose en una guerra convencional en un campo de batalla, la imagen trasladada es la de nodos de violencia combatiendo en un ambiente de hostilidad difusa pero intensa contra las fuerzas del Imperio. Sea como fuere, detrás de esta lógica aparece una apelación al legítimo empleo de la fuerza para terminar con esa situación. En el siguiente epígrafe lo comprobaremos con más detalle.
El resultado de lo anterior es la invocación a la violencia política interna para alcanzar las metas deseadas. En este trabajo no analizaremos el modo en que eso se hace explícito en el marxismo y el anarquismo clásicos. Para ello, podemos referirnos a trabajos ya citados (v. gr. Baqués, 2019: 33-36), así como a otros centrados en el modo en que el marxismo-leninismo asumió la lucha contra el enemigo de clase: «Esa violencia total se vuelve real y concreta y cubre cualquier manifestación de lucha ilimitada e indiscriminada en nombre del comunismo. Todo vale para eliminar al enemigo-criminal» (Dotti, 2011: 158). Sin embargo, la pregunta que nos concierne tiene que ver con hasta qué punto eso se traslada a nuestros días más de un siglo después de que los precursores defendieran esa forma de asaltar el poder para destruirlo o, según sus propios parámetros —que son los schmittianos—, esa forma de hacer política.
Regresando, pues, al análisis del período actual, recordemos que si Zizek plantea su cercanía a Robespierre es por algo más que por considerar que el proyecto jacobino constituye un anticipo de lo que está por venir a nivel conceptual. Es decir, también afirma su idoneidad en términos empíricos, e incluso la necesidad de aplicar esa praxis revolucionaria en nuestros días.
Por ello, lamenta que buena parte de la izquierda de hoy (incluso, en sus propias palabras, de la «radical») se «avergüence del terror jacobino». Por el contrario, Zizek plantea que «debemos aceptar como nuestro el pasado terrorista», pero no por un prurito de orgullo mal canalizado, sino porque el futuro pasa por «reinventar el terror jacobino» (Zizek, 2016: 6-7, 29, respectivamente). En realidad, vislumbra modos y aliados para ello, incluidos los yihadistas, puesto que, además de su probado inconformismo contra el sistema, han demostrado que son capaces de matar y morir por un ideal (Zizek y Daly, 2004: 159-160; Zizek, 2009: 43).
Sus alegatos, incluso apologéticos, en favor de la pena de muerte (Zizek y Daly, 2004: 106); su peculiar lectura de películas como Salvar al soldado Ryan, a la que considera como blanda y a la que critica por estigmatizar la guerra (ibid.: 107); su elogio del kamikaze, de los samuráis y del desempeño de los soldados japoneses que luchaban hasta la muerte en la Segunda Guerra Mundial (Zizek, 2016: 20), o su guiño a los regímenes totalitarios, que él califica como «regímenes de misericordia» (Zizek, 2009: 190)[18], no hacen más que preparar el terreno para una suerte de alegato final en el cual plantea, sin rodeos, que ahora procede que la izquierda «invierta en bancos de cólera» para de ese modo aplicar su «venganza a gran escala» (ibid.: 221-222)[19].
Esto puede sonar, en definitiva, a Fanon y… algo hay de ello. No en vano, Zizek lo cita para recordar que debemos ser conscientes de que los cambios importantes son «dolorosos» (Zizek y Daly, 2004: 121), en lo que se nos antoja una versión muy edulcorada de los planteamientos del francés[20]. Así como, probablemente, una tentativa de rescatarlo para la revolución pendiente.
Aunque no siempre tan vehemente, la aproximación del resto de autores no difiere mucho de la de Zizek. Por ejemplo, Negri afirma que el parto de la «nueva humanidad» al que aspira será violento (Negri, 2004: 250). Quizá porque, como apunta Graeber, «en tanto haya potencial para un poder constituyente, solo puede proceder de los violentos» (Graeber, 2015: 212). Pero no estamos ante un lamento sino, otra vez, ante una elegía. Así, el primero de los autores citados marca el camino de una auténtica «transformación antropológica» que necesariamente generará situaciones «demoníacas» en las que a la gente le «hervirá la sangre», jalonada por enfrentamientos callejeros contra los enemigos (con especial énfasis para la policía), de modo que el «terremoto de la multitud»[21] va a «crear un monstruo» (Negri, 2014: 172, 310, 251).
Puede que Badiou no sea tan prolífico en detalles, pero su consideración del terror —Robespierre y Mao mediante— como un requisito sine qua non de cualquier revolución que se precie, jalonada por afirmaciones como que «la vida (política) que toma la forma de guerra civil es también exposición a la muerte» o como que «todos los individuos de un campo político son sustituibles unos por otros: un vivo llega al lugar de un muerto» (Badiou, 2018: 43) tienen un resabio ubicable entre el Catecismo revolucionario de Bakunin y Los condenados de la tierra de Fanon (siendo como son dos de las principales apologías de la violencia política interna), que es difícil pasar por alto.
Por su parte, Graeber afirma que buena parte de las experiencias prerrevolucionarias deberán ser pacíficas, basadas en el situacionismo (Graeber, 2015: 98)[22] y asumiendo una larga tradición asamblearia desarrollada en los cinco continentes a lo largo de milenios (Graeber, 2014: 183-195). Pero no tiene inconveniente en recuperar las pulsiones violentas del anarquismo clásico; de un modo, eso sí, muy orientado al fin pergeñado y discutiendo a cada paso lo que sea (o no) violento. Así, recuerda que experiencias como las de la Comuna de París (1870) o la de la España de 1936 muestran cómo en cuestión de pocos días (e incluso horas) se puede lograr que gentes pacíficas empuñen las armas contra sus convecinos (algo que satisface sus propias expectativas), siendo un relato de los hechos que entronca a la perfección con la teoría de Kropotkin de la acción-reacción-acción (v. gr. Kropotkin, 2006: 119), tan empleada a lo largo de la historia por quienes desean generar sus propios mártires en aras a sumar adeptos (v. gr. Fanon, 1963: 54).
A mayores, Graeber también reivindica el «impulso de destrucción» de Bakunin o la figura del «gran criminal» de Walter Benjamin (Graeber, 2015: 212) como condiciones de posibilidad de la revolución pendiente. La apelación al ensayo de Benjamin Una crítica de la violencia (1921) es usual entre la extrema izquierda de nuestros días para generar una calculada ceremonia de la confusión entre lo que es violento o no, habida cuenta de que la violencia que tiene por fin terminar con el capitalismo sería «redentora», «limpia» y, por ende, «no-violenta» (Benjamin, 2001), en una línea que recuerda mucho la seguida por, entre otros, Herbert Marcuse, en ensayos como Tolerancia represiva (1965)[23].
Siguiendo esa estela, Graeber también avala los destrozos contra multinacionales de la restauración (Kentucky Fried Chicken, Starbucks) y admite la conveniencia de asumir propuestas revolucionarias que incluyen la creación de «milicias armadas», citando ejemplos como Hezbollah o Al Sadr (Graeber, 2014: 234-236, 262-263, respectivamente). Como colofón, David Graeber no se olvida de agradecerle a Carl Schmitt, de modo explícito, su teoría decisionista, basada en el desprecio a la ley establecida (Graeber, 2015: 192).
El caso de Tiqqun merece un comentario aparte porque su propuesta revolucionaria no se basa en la movilización simultánea de miles de personas en las calles y plazas (en ese sentido, está muy lejos de la percepción de Negri y de Graeber, o incluso de la de Zizek). Las palabras clave empleadas por los miembros de este colectivo para referirse a su propia dinámica son elocuentes: «partido imaginario», «revolución silenciosa», etc. De hecho, Tiqqun pretende resucitar la vieja guerra de guerrillas (reivindica expresamente la figura de Lawrence de Arabia). Es decir, confía en pequeños núcleos de revolucionarios (diseminados) que, por sus características (se confunden con la población, se infiltran en las estructuras de poder) están muy cerca de esos partisanos teorizados por Carl Schmitt en su libro de 1963.
Pero Tiqqun lo plantea con un matiz relevante. El nuevo escenario de la batalla (el nuevo desierto, por seguir con la metáfora de Lawrence de Arabia) es más el ciberespacio que el mundo físico, tanto para desarrollar la batalla de las ideas como para llevar a cabo el ataque final a los nodos principales de las infraestructuras críticas de nuestro sistema, que es, justamente, lo que provocaría el estallido final de violencia callejera (solo en el último momento). El héroe de Tiqqun es el hacker, mientras que los ingenieros informáticos encargados de proteger esas infraestructuras acaban integrándose en el hostis, si es que no lo estaban de antemano (como buenos blooms) junto a los «burgueses» y a los «economistas» (Tiqqun, 2015). Todo ello complementado por los actos de sabotaje físicos —estos sí, más propios de Lawrence, incluso en el detalle de atentados contra líneas de ferrocarril, aunque eso no agote la ofensiva prevista— cuando se considere que es necesario para asegurar la eficacia del golpe contra el sistema.
El debate en torno a los modelos de democracia es ya un clásico en sí mismo. Consabido es que tanto el marxismo como el anarquismo aspiran a una sociedad final sin Estado, en el que por consiguiente no tendría mayor sentido hablar de un Estado de derecho ni, probablemente, de la persistencia del derecho. Recordemos, por acudir a argumentos no tan citados, la expresión de Walter Benjamin en su opúsculo sobre la violencia política: el objetivo de la revolución no puede ser nunca un «fin de derecho» (léase, un fin jurídico o transcribible como tal), sino el «final de derecho» (Benjamin, 2001). Pero no es muy diferente el diagnóstico del propio Marx, una vez se alcance el comunismo (Held, 1993: 161-164).
Con todo, el hecho de que Marx, Engels y Lenin abogaran por una democracia directa (la Comuna de París) como período de transición hacia la destrucción del Estado, ha fomentado una imagen más compleja del fenómeno, aunque esa transición tenía por norte terminar con la propiedad privada, el derecho de herencia, la ideología burguesa y cualquier otro obstáculo interpuesto contra el proceso en marcha (v. gr. Balibar, 1977: 41, mediante el típico alegato contra las fuerzas «contrarrevolucionarias»). Dicho con otras palabras, esta versión de la democracia directa tiende a convertirse en una negación de los derechos del otro, calificado, no lo olvidemos, como enemigo.
Pero la pregunta sigue en pie en la medida en que ahora tenemos que centrarnos en los contemporáneos. ¿Qué percepción tienen ellos de la democracia representativa? ¿O del Estado de derecho? ¿O de la toma de decisiones por mayoría? ¿O del papel de sus enemigos en la arena política?
Las cosas no han cambiado mucho. Zizek, por ejemplo, elogia la respuesta de Lenin a los bolcheviques que pedían un referéndum para decidir si era pertinente lanzar la revolución en un país como la Rusia zarista, sin apenas proletariado, porque Lenin dejó claro que las reglas de la democracia son prescindibles y que la «Revolución no se autoriza más que por sí misma» (Zizek y Daly, 2004: 64; Zizek, 2016: 32). Badiou, siguiendo el mejor estilo del Marx del 18 Brumario, no duda en calificar nuestros sistemas democráticos, basados en elecciones periódicas y en el debate parlamentario, como el resultado del «fetichismo de los números». En su opinión, la política es «luz». Ahora bien, esa iluminación solo puede conseguirse cuando prescindimos del «maleficio de los números de la representación» (Badiou, 2010: 27, 44).
Pero también podemos encontrar argumentos muy originales. Negri, sin ir más lejos, entiende que la Comuna de París no fue una democracia directa, sino representativa (Hardt y Negri, 2004: 289). Por ende, fue inadecuada. Negri reivindica un modelo espartano moderno, basado en la noción rousseauniana del «pueblo en armas» (ibid.: 73). Sin embargo, frente al aprecio de Zizek por los jacobinos, él defiende el papel de los sans culottes. Los mismos que reuniendo varios miles de adeptos rodearon y finalmente asaltaron la Convención, en 1793 (ibid.: 76), expulsando de sus escaños a los girondinos (que eran, por cierto, electos). Todo ello en nombre de una pretendida democracia absoluta que se presenta a sí misma como una «sociedad de código abierto», en la que no habrá límites a la participación de todos en la toma de decisiones.
Claro que a la hora de buscar referentes más cercanos en el tiempo que los sans culottes, no duda en poner como ejemplo la actividad de la CNT-FAI en plena guerra civil española (ibid.: 102). Con independencia del juicio que ello merezca, parece evidente que poco tiene que ver con los parámetros de un Estado de derecho, de la representación basada en elecciones pluripartidistas, ni con el respeto al rival político (para ellos, el enemigo).
En el sector más próximo al anarquismo, o al menos más foucaultiano, el diagnóstico es más complejo porque no se plantea recrear una dictadura del proletariado. Lo que Graeber comenta es que no se puede desarrollar una transición adecuada hacia la sociedad pergeñada desde modelos de corte parlamentario porque quien juega con las reglas que marca el sistema, nunca podrá desplegar toda su imaginación revolucionaria (Graeber, 2015: 101-102). Este argumento recuerda mucho el que Rosa Luxemburgo esgrimió contra Kautsky hace más de un siglo, y que provocó la ruptura entre ambos (Luxemburgo, 1910). En ambos casos se plantea una fuerte desconfianza ante el potencial de cambio desarrollable desde los partidos tradicionales (pensando sobre todo en los socialistas) si se mantienen leales al juego parlamentario.
Graeber opone la lógica asamblearia a la lógica de la democracia representativa. Es decir, la lógica del consenso a la del voto y la construcción de mayorías. La única lógica auténticamente democrática sería la primera, aunque a la segunda se la pueda llamar «república» o se puedan emplear otros eufemismos (Graeber, 2004: 92). Sin embargo, la democracia anhelada por Graeber tiene sus propios flecos porque cuando alude a esas asambleas, lo hace a que operan como una pelea de amantes (lover´s quarrel). Ya, pero… ¿Acaso todos los que acuden a la asamblea son amantes? Es decir, ¿acaso presupone que deben tener las mismas ideas, el mismo proyecto político, los mismos deseos? El problema es que… parece que así es. Sobre todo cuando apunta a lo que sucederá con los disidentes: serán excluidos del debate, no se les dejará emplear el people´s microphone, o incluso se tomará una «decisión colectiva» para expulsarlos de la asamblea (Graeber, 2014: 219, 225). Entonces, los amantes reunidos en asamblea excluyen al hostis. En realidad, tiene lógica. Pero… quizá no sea muy democrático…
Por su parte, Tiqqun plantea, sin solución de continuidad, la guerra civil vigente y la destrucción del orden existente como desenlace deseado de la misma. El ínterin es parte de esa lucha entre «formas-de-vida» que reemplaza a la vieja lucha de clases como epicentro del conflicto. Ahí se contemplan acciones de disidencia como la liberación de espacios, las fiestas contraculturales, la puesta en marcha de radios libres, etc. (Tiqqun, 2007). Hay que tener en cuenta que, como ya sucediera con Graeber, la influencia ejercida por el situacionismo es muy grande.
En cuanto al asalto final, reaparece una vez más el desprecio más absoluto por la democracia representativa, que es impugnada de raíz. No habrá reformas del viejo edificio (que debe ser demolido) y los cambios no se votarán en ninguna asamblea legislativa, del mismo modo que en su día no se votó la instauración del capitalismo[24] (Tiqqun, 2015). Lo que Tiqqun incentiva es la creación de «bandos con reflejo de horda», que tomarían los resortes del poder, incluyendo las principales Universidades. De nuevo, excluirían de las asambleas a quienes se opongan al proyecto revolucionario, con el argumento de que las huelgas nunca habrían sido democráticas, sino el resultado de una condensación de fuerzas. De este modo, se sitúan en un nivel de discurso muy parecido, en su literalidad, al de Graeber, pero, en el fondo, idéntico al que sería propio de la dictadura del proletariado marxista (a la que sin embargo no apelan directamente) y a sus objetivos en relación con el otro, tan contrarios a un Estado de derecho: su eliminación conceptual (si es posible) o física (si la resistencia es demasiado pertinaz).
El capitalismo ha resistido diversos embates en forma de crisis sin que se atisbe su final. Por el contrario, más bien parece que los principales adalides del socialismo real, como la URSS, en vez de culminar el proceso para alcanzar el comunismo se han adaptado bien a la lógica que supuestamente (en clave teleológica) debería ser derrotada[25]. Sin embargo, la primera conclusión que podemos extraer es que en el seno de la izquierda contemporánea siguen existiendo intelectuales inconformistas deseosos de avanzar hacia una suerte de revolución pendiente que conlleve soluciones maximalistas, en el fondo y en la forma, a lo que ellos plantean como el principal problema de nuestras sociedades.
En lo que respecta al fondo de la cuestión, la propuesta pasa por asaltar el poder para destruirlo. Ello incluye tanto la estructura económica como las instituciones políticas que la sustentan: tanto el capitalismo, la propiedad privada y la herencia, como el Estado de derecho, la democracia representativa y el pluralismo político. Lo que se plantea es un juego de suma cero, en el que no se conciben dinámicas reformistas ni componendas con el orden vigente. El resultado final pasa por la eliminación del otro, al menos a nivel conceptual (si ese otro lo acepta, de mejor o peor grado, ya sea por alguna convicción sobrevenida o por pura supervivencia).
Sin embargo, desde un punto de vista formal, se advierte la contemplación de la violencia política interna para alcanzar esos objetivos. Eso no es extraño a la lógica de sus precursores decimonónicos, pero en este artículo se ha demostrado el modo en el que quienes siguen su estela, más de un siglo más tarde, no solo adoptan el mismo planteamiento, sino que en muchos casos lo refuerzan a través de narrativas especialmente beligerantes. Eso conlleva la eventualidad de la eliminación física del otro cuando sea necesario para que el proyecto revolucionario llegue a buen puerto.
Por otro lado, las viejas diferencias entre marxistas y anarquistas no desaparecen, pero se diluyen. Casos fronterizos como los de Hardt y Negri (viniendo del marxismo) o Graeber (viniendo del anarquismo) así lo demuestran. Los errores del socialismo real, así como las experiencias de las dictaduras del proletariado (siempre inspirados en alguna corriente del marxismo), han contribuido a ello, tanto como el menor celo, en comparación con sus precursores, a la hora de definir las líneas maestras de la sociedad pergeñada[26]. De modo que muchos de los temas tratados por unos y otros son recurrentes y transversales, tanto más cuanto que se refieren, sobre todo, a la crítica al sistema económico y político capitalista.
Para defender ese tipo de discurso entrando o entrados en el siglo xxi, se han recuperado muchas de las intuiciones de Carl Schmitt. Su concepto de lo político, basado en la noción de hostis (como diferente del mero adversario, competidor o rival) ha hecho fortuna en la extrema izquierda, aunque quizá sea más adecuado afirmar que sigue haciendo fortuna en la extrema izquierda en la medida en que otros trabajos habrían demostrado con anterioridad el paralelismo entre los marxistas y anarquistas clásicos y las tesis del teórico alemán. El paso del tiempo no ha deteriorado esa relación e, incluso, en algunos aspectos la ha reforzado.
Porque además de mantener la dialéctica amigo/enemigo como columna vertebral de la política, se han venido produciendo algunas adaptaciones adicionales de la obra de Carl Schmitt, planteadas a modo de narrativas (en lógica socialconstructivista) con ánimo de legitimar el empleo de la violencia (en la medida en que ya estaríamos en una guerra, aunque sea una guerra civil permanente). Destaca, en ese sentido, la inversión de Clausewitz, anticipada por el jurista alemán en 1938, y explotada constantemente por esa extrema izquierda, en ocasiones al pie de la letra.
Algo similar acontece con el decisionismo, entendido a modo de alternativa a los procedimientos democráticos al uso: los números son considerados como una referencia inadecuada e insuficiente para tomar las grandes decisiones que requiera la política, de modo que se perfilan nuevos modos para la toma del poder, que no tienen en consideración (por definición) si se posee (o no) la mayoría requerida para ello. Lejos de avanzar hacia la búsqueda de mayorías cualificadas o reforzadas, la opción pasa por prescindir del cálculo, enfatizando, en cambio, supuestos vínculos entre el revolucionario y la gente («pueblo», «clase», «sujetos conscientes» o «multitud»), mientras que, como ya sucediera en el caso de Schmitt, a lo sumo se acepta el veredicto a través del número solamente después de que la sociedad haya alcanzado (forzadamente) un nivel de homogeneidad económica, política e ideológica de tal calado que apenas habrá nada relevante que dirimir.
[1] |
Volveré sobre ello en las páginas siguientes, pero cabe notar que la caída de la URSS, así como, en general, la situación crítica de otros modelos de socialismo real (Corea del Norte y en parte Cuba) o de inacabada transición hacia el comunismo (China y en parte Cuba) ha generado una vis crítica en el seno del propio marxismo que, entre otras consecuencias, ha provocado que muchos marxistas busquen sucedáneos a la hora de buscar etiquetas para su autodefinición y para referirse a sus antecedentes intelectuales. Un análisis casi contemporáneo de la caída de la URSS, pero muy incisivo en lo que se refiere al impacto de esos hechos, puede encontrarse en la obra colectiva Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo (1993), coordinada y editada por Robin Blackburn. |
[2] |
Schmitt descarta que pueda apelarse a algo similar a una «teoría de la guerra justa», basada en criterios éticos o jurídicos (Schmitt, 2009: 78), incluso cuando hablamos de las guerras que producen entre Estados. La diferencia radica en que los Estados no persiguen (no, en la inmensa mayoría de los casos) la completa destrucción del otro… |
[3] |
Una buena síntesis acerca del devenir del marxismo desde principios del siglo xx hasta los años en los que la URSS entra en crisis puede leerse en el libro Consideraciones sobre el marxismo occidental (Anderson, 1987). |
[4] |
El primero en emplear esta etiqueta fue Eric Olin Wright, en su libro Classes (1985: 2). La base del concepto de los marxistas analíticos es que no es preciso que la gente sea altruista para llegar al comunismo (Van Parijs y Van der Veen, 2006: 4-5), lo cual implica asumir axiomas propios del liberalismo para introducirlos en su propia agenda. No en vano, también se conoce al marxismo analítico como «marxismo del cálculo racional», aunque ese sea, por razones evidentes, uno de los elementos más criticados por otros marxistas, detractores de esta corriente (v. gr. Lebowitz, 1988: 212; Callinicos, 1989: 3; Cohen, 1995: 6; Roberts, 1997: 17-19, etc.). |
[5] |
Es llamativo que Graeber sea más crítico con la socialdemocracia que con el propio liberalismo, incluso en sus versiones conservadoras. Su argumento se centra en que la socialdemocracia es la que más ha incentivado el crecimiento del Estado mediante políticas que, a la postre, atenúan el conflicto social (Graeber, 2015: 13). |
[6] |
Los debates cruzados son también frecuentes, de modo que Tiqqun, más cercano al anarquismo, le recrimina al marxista Negri que hable de una multitud, cuando esa masa es irreducible a la unidad (Tiqqun, 2007). |
[7] |
En realidad, Tiqqun se presenta siempre como colectivo, huyendo intencionadamente de la lógica individualista, aunque siempre han sonado nombres propios, como el de Julien Coupat. Por lo demás, existe cierto debate acerca de hasta qué punto Tiqqun y otra firma conocida como Comité Invisible deben ser tratadas de modo unitario o no. En este artículo nos acogemos a la teoría del profesor francés Emmanuel Barot, buen conocedor del tema, que sugiere que, en esencia, Comité Invisible es el nuevo nombre del mismo colectivo (Barot, 2015) |
[8] |
Aunque Graeber ni lo cite, esta explicación conecta a la perfección con la filosofía de la ciencia (y con la historia de la ciencia) de Koyré (1994: 72-78, 87, 130): las elites pueden frenar o ralentizar algunos motores de cambio a fin de evitar que una aceleración ponga en riesgo al sistema. Eso habría frenado en el tiempo y en el espacio el ímpetu de la mecanización, desde el mundo antiguo, para adecuar sus ritmos a las posibilidades del sistema (sin que este entre en dinámicas revolucionarias). |
[9] |
A ojos de Hardt y Negri, el «Imperio» sería la última fase del capitalismo, una vez superada la fase «imperialista» teorizada por Rosa Luxemburgo o Lenin, hace algo más de un siglo. |
[10] |
Sobre el rol de la dictadura del proletariado, es indispensable la consulta de La crítica del programa de Gotha, de Marx (1973 [1875]), así como de El Estado y la Revolución de Lenin (1986 [1917]). Entre sus últimos defensores en Occidente, es altamente recomendable la lectura de Sobre la dictadura del proletariado, de Balibar (1977). Mientras, a modo de texto que aporta algo de frescor al debate, puede consultarse la obra colectiva Estado y marxismo: un siglo y medio de debates, coordinada por Mabel Rey (2007). En todas ellas se pone de manifiesto que lo que lleva a Marx a teorizar esa etapa de transición es, precisamente, la concepción de las clases como antagónicas y la necesidad de suprimir a la burguesía como clase (conceptual o físicamente). Balibar, siguiendo la estela de Marx (y de Lenin), recuerda que para llegar algún día al comunismo es imprescindible «destruir» el Estado burgués (no basta con «conquistarlo»); que el proletariado solamente se constituye como clase cuando se convierte en «clase dominante», y que eso pasa por destruir, sin excepciones, todo derecho de propiedad y herencia (Balibar, 1977: 54-55 y 86, 70 y 101, respectivamente). Sobre la forma de gobierno pergeñada, lo desarrollaré en el epígrafe correspondiente de este análisis, pero podemos adelantar que el modelo de la Comuna de París, rescatado por Marx y Lenin (1986: 142) para vertebrar esa etapa intermedia, poco tiene que ver con el Estado de derecho, con el respeto al otro (o a sus presuntos derechos) y con las reglas de la democracia representativa (Marx, 1973: 343). |
[11] |
Zizek, como otros marxistas actuales, no acepta sin más la oposición entre burguesía y proletariado al estilo de Marx, y asume que las líneas de fractura son bastante más sutiles: parados y trabajadores en precario contra burguesía y asalariados con buenos empleos, por ejemplo (Zizek y Daly, 2004: 147-148). Badiou, por su parte, en ocasiones alude al «proletariado», pero con frecuencia lo hace a conceptos más abiertos como a lo «popular» (Badiou, 2010: 45-46). En todo caso, eso no es lo más relevante para nuestro argumento, ya que no se trata tanto de definir con precisión al otro como de entender el tipo de relación que estos autores plantean con quien caiga en ese saco. |
[12] |
A partir de su muy conocida teoría de las tres culturas de la anarquía: amistad (kantiana), rivalidad (lockeana) y enemistad (hobbesiana), en Wendt (1999: 247-250). |
[13] |
«Forma-de-vida» es un concepto basal en Tiqqun. Se refiere a una «atracción» o «inclinación» que nos conecta al mundo. La del Bloom sería una «forma—de—vida» atenuada. Pero no una «ausencia de inclinación» (si así fuere, no sería tal «forma-de-vida») sino, lo que es peor, una «inclinación por la ausencia» (Tiqqun, 2008: 10) de toda experiencia (más allá de la doméstica, de la del mero consumo). |
[14] |
Es hasta sorprendente la mimesis conceptual y hasta semántica porque cuando Tiqqun alude al modo en que se construye la amistad, plantea que los «amigos» son aquellos que están unidos por una «decisión» (2008: 26). El sentido de esta palabra no es exactamente el mismo que tiene en la obra de Schmitt (puesto que Tiqqun alude a una elección personal), pero no es incompatible (cada individuo deberá elegir entre ser parte del grupo que sigue a la decisión que constituye al soberano de Schmitt o ser parte del enemigo). Pero, precisamente por ello, llama la atención que, pudiendo elegir las palabras, se elija precisamente esta. |
[15] |
Podría decirse que toda enemistad lo es o tiende a serlo, pero Carl Schmitt enfatiza el papel del partisano porque «lucha sin uniforme», desafiando de ese modo cualquier posible restauración del derecho: el «fuera de la ley busca su derecho en la enemistad» (Schmitt, 1963: 98). |
[16] |
Para Clausewitz, la autoridad política decide en cada momento el grado de intensidad del enfrentamiento, así como el momento de claudicar, en función de cálculos racionales en los que la ideología no tiene mucho que decir: «El valor del objetivo político determina los sacrificios que deben hacerse, tanto en magnitud como en duración. En cuanto el esfuerzo sobrepasa el valor del objetivo político, es preciso renunciar a este y firmar la paz» (Clausewitz, 1999: 199). En la obra de Clausewitz no hay atisbo de los niveles de hostilidad destacados por Schmitt. Así lo admite el jurista, al recordar que Clausewitz, «arraigado en su existencia de oficial profesional de un ejército regular, no podía perseguir la lógica del partisanismo sistemáticamente hasta su fin extremo, como podían Lenin y Mao» (Schmitt, 1963: 69). Eso puede explicar las razones por las cuales el odio se dispara más en conflictos internos y porque (aunque pueda parecer paradójico a primera vista) es más fácil plantear el respeto a reglas morales (ius in bello) en una guerra entre Estados que en un contexto revolucionario. |
[17] |
Coherentemente con la interpretación que hacen de Clausewitz, entienden que la Guerra Fría fue la tercera guerra mundial, pese a que nunca se dio un enfrentamiento militar entre los EE. UU. y la URSS, pero sí varios enfrentamientos vicarios, de menor intensidad, con la participación de satélites de ambos. |
[18] |
Llama la atención, como ejemplo de ello, la explicación (más que condescendiente) que desarrolla de la decisión de Lenin de enviar al exilio a los intelectuales críticos con su régimen, embarcados en el Buque filosofía (Zizek, 2009: 20). Todo ello admitiendo, como lo hace, en muchos casos, que se trataba de gente intachable que incluso habían ayudado a los más desfavorecidos. Pero eran hostis… |
[19] |
Para revestirlo académicamente, Zizek se ampara en la obra de Lacan, especialmente en lo que se refiere a la distinción entre la realidad (con minúsculas, empírica) y lo Real (con mayúsculas, referido al modo en que transforma esa realidad), hasta el punto de afirmar que para entender bien la violencia hay que ignorar su impacto traumático más inmediato (ibid.; 12). |
[20] |
Nacido en Martinica, adalid de la independencia de Argelia e inspirador, entre otros, del discurso de ETA a través de su libro más divulgado (Fanon, 1963). En realidad, Fanon se confiesa «racista» (aunque «racista antirracista»), mientras que los detalles acerca de la violencia que ejercer contra los colonizadores y sus familias denotan unos niveles de odio hacia el «enemigo» que desbordan, a mayores (por la forma tan cruel que adquieren), las previsiones del propio Carl Schmitt. |
[21] |
Una de las diferencias principales con Lenin es que Negri denosta la noción de vanguardia revolucionaria. De ahí su insistencia en esa «multitud», aun bajo el riesgo de que eso precipite sucesivas espirales de violencia (Negri, 2004: 449). |
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Fácil de conectar con la propaganda por el hecho, tan reclamada por los clásicos del anarquismo. |
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No es muy dispar la aproximación de Marcuse cuando advierte que a la oposición política se la debe acallar, incluso por «medios no democráticos», en función de cuál sea su discurso (Marcuse, 2010: 62) porque al final la historia no se «hace con módulos éticos» (ibid.: 64). Todo ello para terminar aduciendo que el «radicalismo» de izquierda debe ser tolerado, pero no el de derecha basándose en el rendimiento histórico ofrecido por uno y otro (ibid.: 67). Ni que decir tiene, al margen de las consideraciones de orden conceptual, que el transcurrir de los años también obliga a replantear esa presunta eficacia histórica de regímenes como el soviético, el maoísta o el cubano a la que apela Marcuse. |
[24] |
Nótese que este argumento, aparentemente original, es un tanto falaz habida cuenta de que sí se han venido votando constituciones y leyes que las desarrollan (incluyendo códigos civiles y mercantiles) que, guste o no, definen, avalan y protegen ese capitalismo (con los matices que sean, en función de cada Estado y de cada momento histórico). |
[25] |
Aunque no haya sido objeto de este análisis, podría sugerirse el caso de China ya que, sin bien sigue siendo nominalmente socialista, el 50 % de su PIB ya está en manos privadas. |
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Recordemos que la gran diferencia entre marxistas y anarquistas tenía que ver con la aceptación (o no) de la dictadura del proletariado. En cambio, el modelo de sociedad al que se deseaba llegar planteaba menos diferencias: Marx y Kropotkin, por ejemplo, abogaban por una sociedad muy similar, en la que «cada quien trabaje según su capacidad y reciba según sus necesidades», en la que no habría ni propiedad privada ni clases sociales ni Estado. Es cierto, en todo caso, que sí había más diferencias entre Marx y Bakunin, pues este último abogaba por mantener algún tipo de sistema de bonos por el trabajo realizado, que tanto Marx como Kropotkin juzgaban como burgués. El hecho de que la extrema izquierda de hoy no apueste por definiciones tan claras, también contribuye a esa tendencia a la difuminación de las diferencias. |
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