RESUMEN
Una mirada a los análisis tocquevillianos de la cuestión social nos enfrenta una vez más a un autor paradójico, contradictorio y difícil de clasificar. Por una parte, su cuestionamiento de la caridad legal, del intervencionismo del Estado, de la inclusión del derecho al trabajo en los ordenamientos constitucionales, su defensa del derecho de propiedad y del libre comercio y de la competencia le entronca con los planteamientos liberales. Pero, por otra parte, su desconfianza en la armonización de intereses en el ámbito económico, su descripción de un capitalismo sometido y atenazado inexorablemente por crisis comerciales e industriales crónicas, su visión de una clase obrera explotada y alienada por las propias indeterminaciones del mercado y por una burguesía sin escrúpulos, le aleja considerablemente del liberalismo económico clásico. Tocqueville quiere trascender los límites que su época le marca entre un liberalismo económico para el cual la intervención del Estado nunca es saludable ni deseable, y un socialismo que reclama la presencia constante y permanente del Estado. Para Tocqueville, en la sociedad democrática, caracterizada por un alto grado de individualismo, el Estado debe asegurar la solidaridad con vistas al interés general y, al mismo tiempo, favorecer el protagonismo de la sociedad civil.
Palabras clave: Alexis de Tocqueville; industria; capitalismo; socialismo; cuestión social; clase social; pauperismo; Comuna de París de 1848.
ABSTRACT
Examining analyses of Tocqueville regarding the social question presents us, once again, with an author who is paradoxical, contradictory and difficult to classify. On the one hand, his critique of legal goodwill, state interventionism, the inclusion of the right to work in constitutional frameworks and his defence of the right of ownership and of free trade and competition, position him alongside liberal approaches. On the other, his distrust in the harmonisation of economic interests, his description of a capitalism inexorably subjected to and gripped by chronic commercial and industrial crises, and his view of a working class exploited and alienated by market uncertainties and by an unscrupulous bourgeoisie, distance him considerably from classical economic liberalism. Tocqueville wished to transcend the limits of his time between an economic liberalism in which state intervention is never healthy or desirable, and a socialism that demands the constant and permanent presence of the state. For Tocqueville, in a democratic state with a high degree of individualism, the state should ensure solidarity with the general interest while encouraging the protagonism of civil society.
Keywords: Alexis de Tocqueville; industry; capitalism; socialism; social question; social class; pauperism; the Paris Commune of 1848.
Son muchos los expertos en la obra tocquevilliana que, haciendo suyas las críticas de Furet (1978: 239), niegan en Tocqueville una formación adecuada en economía para acercarse convenientemente a la cuestión social. De ahí que en escasas ocasiones se refieran a su perspectiva social y económica (Hermosa Andújar, 2003: 10) y si lo hacen —como bien señala Ros (2003)—, es de forma tangencial, sin darle un lugar propio y definido: para identificar en ella únicamente la huella de Rousseau (Bressolette, 1969); comparándola con la noción marxista de la lucha de clases (Aron, 1964; Drescher, 1968a, 1968b, 1964); limitándola a la noción de alienación y status (Nisbet, 1966); restringiéndola a la segunda Democracia (Lamberti, 1983, 1976); viéndola como una simple prolongación del punto de vista de los notables de su época (Castel, 1995); juzgándola como una simiente de análisis social que no desarrolló hasta sus últimas consecuencias (Sauca Cano, 1995), o simplemente, como ejemplo de su ceguera para vislumbrar el papel del desarrollo capitalista en las sociedadesdemocráticas modernas (Guellec, 1996; Leca, 1988; Béjar, 1993, 1991).
Sin embargo, una mirada al conjunto de su obra evidencia que la cuestión social en los planteamientos tocquevillianos tiene un lugar propio (Keslassy, 2000; Múgica, 2010), hasta el punto de que su análisis aclara de manera decisiva sus posiciones políticas y sociales. Además, con una peculiaridad distintiva: se acerca a la economía desde la política y la ética (Benoît y Keslassy, 2009: 270; Ros, 2003: XV).
Sus intérpretes liberales (Meuwly, 2002; Hayek, 1948, 2005; Manent, 1991) han atribuido a sus análisis sociales un liberalismo económico descarnado, entre otras cosas, por su rechazo a la caridad legal, al socialismo, al intervencionismo del Estado, a la inclusión del derecho al trabajo en la Constitución de su país, por su defensa del derecho de propiedad, por el lugar privilegiado que concede al comercio y la industria en las sociedades modernas, por sus elogios del libre comercio y de la competencia de resultas de un viaje a Suiza (Tocqueville, 1958) o a su utilización de expresiones tales como «donde los vicios del hombre son casi tan útiles a la sociedad como sus virtudes» (Tocqueville, 1961: 232).
Sin embargo, los planteamientos tocquevillianos sobre la pobreza como dimensión estructural de las sociedades modernas se alejan del optimismo de los liberales económicos de su tiempo, para los cuales un mercado libre de toda traba e interferencia sería su solución total, pues indefectiblemente por sí solo tenderá a la armonía de intereses. Por el contrario, para Tocqueville la propia estructura de la sociedad industrial impide soluciones definitivas al problema de la pobreza y le corresponderá al Estado la responsabilidad de reequilibrar los efectos perversos de un mercado dejado a su libre albedrío y sola autorregulación.
Así pues, al igual que su pensamiento político no se acopla de manera perfecta a la armadura liberal, en el ámbito económico su búsqueda de formas nuevas de solidaridad le aparta considerablemente del liberalismo económico clásico. En esta línea, Moreau le define como un conservador progresista, como un tradicionalista, pero no reaccionario ni conservador, sino más bien evolucionista (1960:143). Al mismo tiempo, como veremos, en sus análisis de la cuestión social nos encontramos una vez más un autor paradójico, contradictorio y difícil de clasificar, pero fundamental «para entender el presente y para crear un futuro a la medida de los seres humanos» (Cortina, 2011: 12).
Aunque en Écrits sur le système pénitentiaire en France et à l’étranger (1984), aparecen varios «Apéndices» al texto principal en los que Tocqueville toma una postura clara sobre el tema del pauperismo y los efectos indeseados del proceso de industrialización en las sociedades modernas, será en su primer viaje a Inglaterra cuando tomará conciencia del pauperismo como fenómeno social creciente. Allí comprenderá que uno de los rasgos de las sociedades modernas es la coexistencia de una riqueza social importante con bolsas de pobreza difíciles de erradicar. De hecho, ya en esta época comienza a tener la intuición de que el germen de las futuras revoluciones radica en la miseria de una parte significativa de la población de las sociedades industrializadas, es decir, no serán políticas, sino sociales y dirigidas por hombres que han hecho de su conciencia de clase obrera, su orgullo y su identidad, como percibe en un mitin sobre la cuestión polaca (Tocqueville, 1958: 2, 16-17)
De vuelta en Francia, Tocqueville seguirá reflexionando sobre el fenómeno de la pobreza en La Memoria sobre el pauperismo, escrita en 1835[1]. Observa como en las sociedades modernas el aumento de riqueza no va parejo con un desarrollo progresivo de la justicia social. Por el contrario, el desarrollo industrial se acompaña de una nueva clase de pobreza masiva y extensiva y explica este fenómeno con una historia de la civilización que recuerda al Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres de Rousseau (Bressolette, 1969: 70-73; Zetterbaum, 1967; Díez Rodríguez, 2008: 201-230; Múgica, 2010: 189-190).
De alguna manera, Tocqueville enlaza el pauperismo con un tema que aparecía en sus notas del primer viaje a Inglaterra y que desarrollará en las Democracias: la frustración. En las sociedades modernas industriales los hombres se acostumbran a bienes que, aunque en sí mismos son superfluos, su carencia y su no disfrute es vivido como una desgracia horrible (Tocqueville, 2003: 14-15). Así pues, la fractura social no es solamente material, sino también simbólica y se conforma en la conciencia colectiva.
Ahora bien, la situación del obrero es siempre más insegura y constantemente está expuesto a la pobreza y, en términos modernos, a la exclusión A diferencia de la indigencia, el pauperismo es una pobreza de masas (Diez Rodríguez, 2008).
Así, a pesar de que la influencia de autores como Villeneuve-Bargemont sobre Tocqueville es innegable[2], sin embargo rechaza la idea de que las desigualdades sean naturales. En sus Memorias sobre el pauperismo queda claro que la pobreza no es el fruto de ninguna deficiencia moral de las clases populares, sino el producto del proceso de industrialización de las sociedades modernas capitalistas en las que priman los intereses individuales por encima de los generales.
En este sentido, Tocqueville se aleja de la tesis liberal de la coincidencia de los intereses personales con los intereses generales. Mandeville en sus Fábula de las abejas (1982) sostiene que el egoísmo sin trabas de cada individuo acaba ajustándose al de los demás, de modo que el conjunto de egoísmos particulares termina trabajando en beneficio de la comunidad. Desde este punto de vista, cualquier intervención del Estado acaba rompiendo este equilibro. Adam Smith (1979: 183-184) hace suya esta idea en su teoría de «la mano invisible»: en la sociedad todos los individuos buscan solamente su bien particular, pero sin quererlo todos colaboran al bienestar del todo.
Tocqueville no confía en esta armonización de intereses. Describe, por el contrario, un capitalismo sometido y atenazado por crisis comerciales e industriales crónicas. De este modo, presenta la situación de los obreros como consecuencia de las propias indeterminaciones del mercado. Los obreros están expuestos a crisis periódicas, que son una enfermedad endémica del industrialismo. En la segunda Memoria sobre el pauperismo atribuye las crisis, que él llama comerciales, a dos causas: «Cuando el número de obreros aumenta sin que varíe el volumen de la producción, los salarios disminuyen y hay crisis; cuando el número de obreros sigue siendo el mismo, pero disminuye el volumen de la producción, muchos obreros se vuelven improductivos y hay crisis» (Tocqueville, 2003: 51).
Así pues, Tocqueville se muestra escéptico de cara a un equilibrio entre la oferta y la demanda. No hay medio alguno de equilibrar de manera exacta y permanente el número de trabajadores y el trabajo, el consumo y la producción. De hecho, en la segunda Memoria sobre el pauperismo señala el peligro para las naciones dependientes de su comercio internacional de caer en crisis comerciales profundas.
Esta es una de las razones explicativas de su apego al mundo agrícola y rural. Al contrario de los economistas liberales, Tocqueville no ve con optimismo la sustitución de la agricultura por la industria. Piensa que el mundo rural es fuente de bienestar en la medida en que la propiedad territorial no esté concentrada en pocas manos. De hecho, el importante número de indigentes en Inglaterra se debe a la «extrema indivisión de la propiedad territorial», de tal modo que «frente a una minoría que posee, se encuentra una inmensa mayoría que no posee nada», que necesariamente se ve obligada a dejar la tierra para buscar su supervivencia en trabajos mercantiles e industriales, más inseguros y arriesgados.
Será en su segundo viaje a Inglaterra cuando tomará conciencia de los estragos que el desarrollo descontrolado del industrialismo trae consigo en las sociedades capitalistas. La industria se le aparece como un monstruo que destruye desde el interior los cimientos de las sociedades democráticas. Desde lo más profundo, provoca en estas un remolino devastador, que amenaza el orden y la cohesión social. De tal modo que, mientras en la sociedad global la igualdad se asienta y las diferencias sociales se atenúan, el proceso industrial genera nuevas desigualdades más profundas e injustas que las conocidas hasta entonces.
En Inglaterra la sociedad entera está edificada sobre el privilegio del dinero. Hay que ser rico para ser ministro, para ser miembro de los Comunes, para ser juez, para ser abogado, para ser eclesiástico, para litigar y, también, para ser rico. No hay nadie que no muestre un culto a ese dios que es el dinero, que no es solamente signo de status y de riqueza, sino también de poder, de consideración, de gloria y de honor. Los ingleses solamente han dejado a los pobres dos derechos: la igualdad ante la ley y la libertad de igualarse mediante la adquisición de riquezas, pero «incluso estos dos derechos son más aparentes que reales, puesto que el rico es el que hace la ley y que crea, en su provecho o en el de sus hijos, los principales medios de adquirir dinero» (Tocqueville, 1958: 64).
Así pues, la igualdad es aparente; la riqueza cuenta con toda una serie de privilegios, mucho mayores que en cualquier país del mundo. Inglaterra es un país aristocrático, pero de una aristocracia del dinero que ha asimilado y atraído a la tradicional (ibid.: 89-90). Este afán por enriquecerse y huir de la pobreza explica, para Tocqueville, el auge del comercio, de las manufacturas y de la industria, que son los medios más rápidos y seguros de obtener ganancia, así como la falta de inversión en la tierra. La propiedad territorial y rural ya no es un criterio de jerarquía social, sino el lujo y el signo de una gran fortuna ya consolidada.
Tocqueville con Beaumont visita los grandes centros industriales y comerciales de Liverpool, Birmingham y Manchester. Birmingham y Manchester presentan condiciones materiales notablemente diferentes, que de alguna manera sirven a nuestro autor para establecer dos modelos de desarrollo industrial y capitalista (ibid.: 78-79).
La actividad metalúrgica de Birmingham favorece el surgimiento de una clase obrera cualificada y especializada, con buenos salarios y condiciones de vida satisfactorias. Las fábricas son pequeños edificios que permiten una relación personal entre los obreros y los patronos. Manchester presenta un escenario completamente diferente. Es un bastión de la industria textil donde los patrones favorecen la competencia entre los obreros para bajar los salarios y obtener mayores beneficios, para lo cual no tienen escrúpulos en poner a trabajar a mujeres y a niños en condiciones penosas. Los obreros, procedentes en su mayoría de Irlanda, no tienen cualificación alguna y aceptan condiciones de trabajo infrahumanas. La distancia entre una minoría cada día más rica y una masa obrera cada día más pobre se hace insoportable día a día.
Tocqueville en Manchester descubre en directo la inmensidad de la miseria engendrada por un industrialismo masivo y un capitalismo salvaje. Pasea por sus infectos y miserables barrios obreros, semejantes a inmundas cloacas, observa la enorme distancia entre los grandes industriales y una masa obrera «semisalvaje», analiza las consecuencias del despoblamiento del campo en beneficio de los grandes centros industriales y comerciales, estudia los efectos del trabajo infantil en la educación de las masas populares y en la moralidad de las familias, se pregunta sobre los resultados de la competencia entre los obreros y la existencia de un ejército de reserva, como denominaría más tarde Marx, en los salarios y en las condiciones materiales de la masa obrera, se interesan por las formas de asistencia a los pobres y, en uno de sus textos más famosos, nos describe sin tapujos la brutalidad y la inhumanidad de este primer capitalismo (ibid.: 80-82). El pauperismo observado parece cuestionar su afirmación de la democratización creciente de la sociedad moderna.
Tocqueville coincide con Engels y Marx a la hora de describir la miseria de la clase obrera y denunciar la situación de alienación del obrero industrial. Al igual que ellos, denuncia el uso de los avances técnicos por la clase capitalista en orden a la obtención del mayor beneficio. Sin embargo, su condicionamiento de clase asoma a su pesar. Se escandaliza ante las condiciones de vida infrahumanas de los obreros, pero la clase obrera le asusta, torpedea su razón. No empatiza. Por otra parte, Tocqueville nunca busca información de primera mano directamente de los obreros. Tampoco se entrevista con dirigentes de partidos obreros, a pesar de que estos ya tenían en esa época un peso en la vida social y política inglesa. Se aparta de sus propósitos iniciales[3], le cuesta salir de su propia clase social. Es significativo que en su correspondencia apenas haya referencias a estos temas[4]. Sin embargo, su posición de clase no le impide juzgar duramente el extremo clasismo de la sociedad industrial inglesa.
Mucho más cálida es la actitud de Tocqueville ante la situación de los campesinos irlandeses. Nuestro autor denuncia en sus notas de viaje la situación de injusticia y de explotación vivida por el campesinado, condenado a morir de hambre por una aristocracia egoísta, avariciosa, sin corazón, extranjera en el territorio, extraña en su religión, nacida del despojo y de la conquista, que por su afán de lucro y su cortedad de miras está llevando al país a la ruina.
Aunque las notas que Tocqueville toma en su viaje a Irlanda son más numerosas que las que consagra a Inglaterra, sin embargo giran en torno al mismo hecho: la miseria. La realidad social es tan simple que no caben muchos malabarismos sociológicos o políticos: solamente hay dos clases sociales con sus dos partidos y sus dos religiones que las representan. Solamente hay explotados y explotadores, oprimidos y opresores y su lucha de clase latente (Tocqueville, 2002: 338-339).
Las impresiones de su viaje a Inglaterra van a plasmarse en la segunda Democracia. A diferencia de la primera Democracia, Tocqueville deja definitivamente a un lado su mentalidad excesivamente rural y agrícola, y coloca al proceso de industrialización capitalista como elemento consustancial del Estado social democrático.
Las sociedades democráticas caracterizadas por el amor al bienestar y al dinero han hecho del trabajo asalariado una «honrosa necesidad de la condición humana» (Tocqueville, 1961: 159), dotando a todas las profesiones de igual valor. El predominio de una clase media, su deseo insaciable de bienestar material y de enriquecimiento rápido, la dificultad de acceder a la vida política por parte de los ricos, provoca que las sociedades democráticas «se dirijan hacia el comercio y la industria».
Sin embargo, el crecimiento rápido de la industria tiene sus riesgos. Tocqueville rompe definidamente con el esquema optimista del liberalismo económico y muestra un «lúcido pesimismo» (Keslassy, 2000: 153).
Los americanos hacen inmensos progresos en la industria porque se ocupan todos a la vez de ella, y por esa misma causa están sujetos a crisis industriales inesperadas y formidables […] Creo que el retorno de las crisis industriales es una enfermedad endémica en las naciones democráticas de nuestros días. Se la puede hacer menos peligrosa, pero no curarla, porque no depende de un accidente, sino del temperamento mismo de esos pueblos (Tocqueville, 1961: 163).
Por una parte, parece que en las sociedades democráticas el enfrentamiento entre las clases sociales disminuye. Para ejemplificar esta aseveración se sirve de la oposición amo/siervo. La razón de su elección reside en que es la relación básica de desigualdad que permanece en las sociedades democráticas, a pesar de que en estas se hayan suavizado sus costumbres y presenten una mayor movilidad social. Sin embargo, tampoco esta relación va a resistir la fuerza y los efectos de la igualdad (ibid.: 185). Frente a la rigidez de la estructura aristocrática y la naturalización de su jerarquía social, las relaciones sociales democráticas se caracterizan por su relativismo. Desde el momento mismo en que la igualdad se instala en la opinión pública y en las leyes, las diferencias individuales se desnaturalizan, amos y servidores se consideran iguales, creen sus papeles intercambiables en cualquier momento, y así el contrato deviene la única forma de legitimidad posible de la obediencia (ibid.: 189). El contrato transciende lo puramente mercantil y desacraliza las relaciones sociales al romper sus lazos teológicos y naturalizados dentro de los cuales el Antiguo Régimen los encuadraba (Heimonet, 1999: 190).
Ahora bien, no hay que perder de vista que, a pesar de la movilidad social y la posible, aunque improbable, reversibilidad de la relación, la desigualdad entre amos y sirvientes es real. Sin embargo, «la igualdad imaginaria es un principio constituyente arraigado en las costumbres, más fuerte y, por lo tanto, más real que lo real pues constituye seres nuevos, semejantes a partir de la desigualdad real» (Capdevila, 2008: 73). La igualdad reside en el consentimiento contractual y en la relación respetuosa entre ambas partes que surge con él. La opinión pública transforma la relación más desigual en un conjunto completamente democrático. Tocqueville defiende un uso conservador del contrato y de la democracia.
De ahí su preocupación por separar democracia de revolución. Es decir, en el periodo de transición de la aristocracia a la democracia existe una confusión entre la noción aristocrática de sumisión y la democrática de obediencia. La obediencia entonces pierde toda moralidad a los ojos del que obedece. No la considera ya una obligación por designio divino, pero tampoco como algo humano y convencional. Consienten en servir, pero se avergüenzan de obedecer. Aparentemente aceptan las ventajas de su condición, pero ven al amo como un usurpador de un derecho que les corresponde. Tocqueville parece comprender la democracia como contrapunto radical a la revolución y, por tanto, como superación de la lucha de clases. La igualdad progresa lenta, pero indefectiblemente (Tocqueville, 1961: 225).
Ahora bien, hay un resquicio en las sociedades democráticas donde nuevas y más duras desigualdades se desarrollan: la industria. La industria aparece como un auténtico monstruo en el conjunto de la sociedad y el único sector del que puede surgir e instalarse en el seno de las sociedades industriales una nueva aristocracia. A esta temática Tocqueville dedica el capítulo «Como la aristocracia podría surgir de la industria» en la segunda Democracia, donde describe las relaciones de clase en la sociedad democrática capitalista, las condiciones materiales de la clase obrera y advierte del peligro de retroceso histórico que puede suponer un industrialismo capitalista salvaje.
Tocqueville emprende una crítica implacable de los efectos de la producción a gran escala y de la división del trabajo en las condiciones de vida de los obreros. Hace hincapié en el carácter alienante de la producción industrial, en la medida en que el obrero obligado a concentrarse constante y exclusivamente en la producción de un único objeto, acaba degradado intelectual y humanamente. A causa de la parcialización a la que la industria le somete, termina especializándose tanto que se vuelve inútil para cualquier otra actividad y termina también perdiendo la capacidad de entender el proceso global de trabajo. El obrero «cada día se hace más hábil y menos industrioso, y se puede decir que se degrada como hombre a medida que se perfecciona como obrero» (ibid.: 164). Al igual que para Marx, la división del trabajo es una forma de explotación refinada y civilizada (Marx, 1959: 285), que engendra el «idiotismo del oficio» y vuelve al obrero totalmente dependiente del engranaje de producción al que está vinculado, estando éste al servicio de los intereses del capital. El ejemplo de Adam Smith de la producción de alfileres, le sirve para explicitar degradación y la alienación del trabajador (Tocqueville, 1961: 164).
Una vez más se distancia de los economistas liberales, y fustiga a los empresarios manufactureros por modelar a los trabajadores al servicio del capital y castrarles para el desarrollo de una ciudadanía activa. Encerrado en la rutina alienante de su oficio, el obrero se desinteresa del mundo exterior e, incluso de sí mismo. «En una palabra, no pertenece ya a sí mismo, sino a la profesión que ha elegido» (ibid.: 16). La división del trabajo ahoga al obrero la posibilidad de cambiar de lugar, de oficio y de condición. «Le ha asignado dentro de la sociedad un espacio del que no puede salir». En medio de la movilidad característica de la sociedad democrática, le ha convertido en un ser inmóvil. Así «a medida que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación más completa, el obrero se hace más débil, más limitado y más dependiente. El arte hace progresos, el artesano retrocede» (ibid.: 164).
Así pues, el principio de la movilidad social no es aplicable a la sociedad industrial. Por el contrario, se abre un abismo cada vez más profundo entre la clase obrera y la capitalista manufacturera, hasta el punto de que con la llegada de la industria manufacturera el proceso de creciente pauperización y alienación de la clase obrera se acompaña de la implantación de un nuevo feudalismo y de una nueva aristocracia. El estilo de los textos empleados en la descripción de la nueva aristocracia manufacturera revela su juicio radicalmente negativo de esa nueva clase social, capaz de resucitar las castas y los estamentos en la sociedad, y su clara conciencia de las desigualdades que el desarrollo capitalista necesariamente conlleva.
Los planteamientos tocquevillianos no se alejan mucho del Marx de los Manuscritos. Para los dos, cuanto más avanza el capitalismo, más se empobrecen material, intelectual y espiritualmente los trabajadores. La alienación del trabajador en la economía capitalista se basa en la disparidad entre la fuerza productiva del trabajo, que crece incesantemente con la expansión del capitalismo, y la falta de posibilidades por parte del trabajador para ejercer un control sobre los objetos que produce y poder aplicar algo más que la rutina y la fuerza física al proceso global de trabajo. Los movimientos del mercado operan en el sentido de promover los intereses del capitalista a expensa de los del obrero. De modo que cuanto más produce el trabajador, cuantos más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él. La democracia en sus entrañas lleva la ambivalencia: el movimiento igualitario que genera produce y reproduce la desigualdad progresiva y creciente de la masa obrera.
Así pues, aunque la situación de la clase obrera significa una excepción en el conjunto de la sociedad democrática, está latente el peligro de su expansión en el conjunto del estado social democrático. De alguna manera la clase obrera contradice la igualdad de condiciones, dimensión básica de la democracia, incluso a nivel de la igualdad imaginaria.
Ahora bien, la «nueva aristocracia» industrial, «una de las más duras que hayan aparecido sobre la tierra» no se parece nada a las que le han precedido. En primer lugar, constituye solamente un sector de la clase privilegiada de las sociedades democráticas. Por eso, «es una excepción, un monstruo en el conjunto del estado social». En segundo lugar, aunque las condiciones de vida de los proletarios industriales apenas se diferencien del campesinado feudal, la clase de los ricos en las sociedades democráticas no es comparable a la aristocracia feudal, hasta el punto de que no constituye, en sentido estricto, una clase; está compuesta por grupos con diferentes objetivos, tradiciones, expectativas, espíritu de cuerpo: «hay miembros, pero no un cuerpo». En tercer lugar, «no solamente los ricos no están unidos sólidamente entre sí, sino que se puede decir que no hay un vínculo verdadero entre el pobre y el rico». Rotos los lazos sociales de dependencia mutua que caracterizaban el orden feudal, desaparecen los deberes de solidaridad de los nobles con respecto a los pobres de su territorio. Las relaciones de los capitalistas industriales con sus obreros son meramente contractuales: trabajo frente a salario. Más allá, ninguno de los dos tiene obligación alguna. De hecho, como señala en las Memorias del pauperismo, si la coyuntura económica le es desfavorable, el capitalista no tiene el menor empacho y remordimiento de mandar a sus trabajadores al paro y ala caridad pública.
La quiebra de los lazos sociales entre los capitalistas industriales y el proletariado, y el consiguiente pauperismo emergente de la industrialización, refuerzan la pérdida de cohesión social que el proceso democrático entraña. Así, en su lucha contra el pauperismo subyacen dos razones: a) el estado de sufrimiento de la clase obrera y b) el mantenimiento del orden social que las reivindicaciones de una masa obrera explotada amenazan quebrar.
Lo económico demanda una actitud moral de empeño decidido a eliminar un mal tan profundo como es la pobreza en las sociedades industrializadas. Son varios los medios examinados por nuestro autor para equilibrar en la medida de lo posible capital y trabajo, producción y consumo. Sin embargo, siempre subyace en nuestro autor un pesimismo realista, un convencimiento de que ninguno de ellos, ni todos en su conjunto, son la solución definitiva a la pobreza intrínseca del desarrollo industrial capitalista. La pobreza es endémica a la sociedad industrial capitalista. Dos son las fuentes principales para introducirnos en el programa social de Tocqueville: la segunda memoria sobre el pauperismo y sus escritos en torno a las líneas programáticas del partido Joven izquierda.
Hacemos nuestra la opinión de Ros: la segunda Memoria sobre el pauperismo es un rechazo al modelo industrial manchesteriano y significa la asunción por parte de Tocqueville del espíritu cooperativista presente en buena parte del socialismo utópico francés. Mantiene una línea de continuidad con la visión del hombre, del Estado y de la política reflejada en las Democracias. Presupone la libertad como la esencia del hombre y la ciudadanía como el uso responsable y activo de esa libertad. El proletariado solamente posee su fuerza de trabajo y carece de libertad en sentido estricto, no participa de una vida propiamente moral y humana. No es sujeto de ciudadanía. Por tanto, habrá que buscar medidas sociales dirigidas a posibilitarle el ejercicio de la ciudadanía. Con vistas a este objetivo, Tocqueville tiene varias propuestas.
La primera es la caridad legal. Aunque a primera vista la caridad legal pudiera parecer más justa que la privada, nuestro autor se preocupa de mostrarnos sus peligros y efectos nocivos. Con la vista puesta en la ley sobre los pobres inglesa, nos avisa sobre los posibles abusos que se pueden derivar de dejar todas las medidas de beneficencia en las manos de un Estado paternalista y burocrático. En esta crítica a la caridad legal, muestra grandes dosis de moralismo clasista y elitista, propio de los notables de la época, pero todavía vigentes hoy en día en algunos de los planteamientos políticos y sociales neoliberales.
Así, Tocqueville nos describe al hombre con una tendencia natural a la pereza. Si trabaja es para subsistir y mejorar sus condiciones de existencia. Sin embargo, en palabras de nuestro autor, «un derecho al auxilio público, debilita o destruye el primer estímulo y deja intacto el segundo» (Tocqueville, 2003: 24). Además, una ley de pobres tiene el inconveniente de no poder distinguir entre el pobre y el vago y, por tanto, siempre prima la ociosidad. Este fomento de la molicie no se elimina porque, como contraprestación al salario social, se obligue a los pobres a trabajar en obras públicas, ya que al final: «Solicitado por las necesidades del pobre, el inspector impondrá un trabajo ficticio, o incluso, como se practica casi siempre en Inglaterra, donará el salario sin exigir el trabajo» (ibid.: 27). Tocqueville continua la línea expresada en El sistema penitenciario, no hace del trabajo medio rehabilitador y regenerador.
Por otra parte, la ley de pobres «es un germen envenenado», que «devorará el bienestar de las generaciones futuras», porque, al elevar la limosna al nivel de derecho, termina degradando y humillando al pobre. Le acostumbra a depender permanentemente de las arcas públicas. Le encierra en un clientelismo aberrante y «crea, pues, una clase ociosa y perezosa que vive a costa de la clase industrial y trabajadora» (íd.: 27).
Asimismo, la caridad legal no elimina las clases sociales y favorece el enfrentamiento y el odio entre las clases. No sirve para unir a las clases: el pobre demanda lo que en derecho le corresponde; el rico siente que se le despoja parte de lo superfluo sin consultarle. El rico ve al pobre como «un extraño codicioso»; el pobre no siente «ninguna gratitud». Por tanto, la caridad legal encierra un peligro para el orden social y moral.
Tocqueville da un paso adelante y relaciona la caridad legal con la degradación moral de las clases bajas. Una vez más se deja conducir por los prejuicios de la época entre los miembros de su clase y, comentando los efectos de la ley de pobres inglesa, señala:
¡La situación de degradación en la que han caído las clases inferiores de este gran pueblo es deplorable! El número de hijos naturales aumenta sin cesar, el de los criminales crece rápidamente, la población indigente se incrementa demasiado y el espíritu de ahorro y de previsión se muestra cada vez más ajeno al pobre. Mientras que en el resto de la nación se difunde los conocimientos, se suavizan las costumbres, los gustos se vuelven más exquisitos y los hábitos más corteses, el pobre permanece inmóvil, o más bien retrocede, se diría hacia la barbarie y, situado en medio de las maravillas de la civilización, parece asemejarse por sus ideas e inclinaciones al hombre salvaje (ibid.: 31).
Sin embargo, la ley de pobres acaba afectando a la propia libertad de los pobres. En efecto, desde el momento en que recae sobre los municipios la obligación de socorrer a los pobres, aquellos solamente se hacen cargo de los pobres adscritos a su territorio. De alguna manera la ley de pobres nos hace retrotraer al periodo feudal.
Tras su crítica debe verse su temor a un Estado omnipresente y omnipotente, que dirija y haga suyas en exclusiva las labores de cohesión social que el progreso del individualismo democrático pone en peligro. Sin embargo, este miedo no le lleva a descargar al Estado de toda responsabilidad social, aunque está convencido de que un sistema de beneficencia estatal permanente, rígido y centralizado puede provocar aquello que quiere evitar y que para Tocqueville es su gran pesadilla: la revolución, la quiebra del orden social (ibid.: 39-40).
La segunda es la caridad privada. Sus intérpretes relacionan su visión de la caridad privada con su historia familiar y su propia experiencia (Benoît y Keslassy, 2009). Dentro de las obligaciones de la aristocracia estaba la obligación de asistir a los pobres. Él mismo en su castillo normando se ocupaba directamente de la caridad y atención a la población sin recursos. Este tipo de beneficencia tiene para nuestro autor numerosas virtudes: refuerza los lazos sociales, establece vínculos morales entre las diversas clases sociales, no hace del pobre un ser dependiente, «alivia muchas miserias y no engendra ninguna». Sin embargo, el progresivo desarrollo del proceso de secularización y de las miserias engendradas por el desarrollo del capitalismo industrial, limitan enormemente los efectos de la caridad privada. «La caridad individual es un agente poderoso que la sociedad no debe en modo alguno menospreciar, pero al que sería imprudente confiarse: es uno de los recursos y no podría ser el único» (Tocqueville, 2003: 41).
Para reforzar la eficacia de la caridad personal, Tocqueville propone asociaciones ciudadanas de asistencia social. Aunque esta propuesta está presente en la primera Memoria sobre el pauperismo, Tocqueville la desarrolla con más detenimiento en la Carta sobre el pauperismo en Normandía (ibid.: 73-77), donde defiende la organización a escala municipal de un sistema de caridad colectiva, cuya finalidad sería crear lazos de solidaridad entre ciudadanos para combatir la miseria en el municipio. Tocqueville pensaba que el compromiso moral individual contra la pobreza serviría mejor para el alivio de la pobreza, para la toma de conciencia de las clases privilegiadas de su responsabilidad social, para la preservación del derecho a la propiedad y la conservación del orden público. En todo caso, es consciente de la necesidad de otros instrumentos complementarios no ya para aliviar la pobreza, sino para prevenirla.
La tercera es facilitar al proletariado y al campesinado el acceso a la propiedad territorial, con lo que se les inculcaría el sentimiento del orden, la actividad, el ahorro, la responsabilidad, la previsión y el sentido de futuro. El medio más eficaz sería darle al obrero una participación en la empresa. Tocqueville cree equivocada la actitud del empresariado radicalmente contrario a facilitar a sus trabajadores parte de la propiedad de la empresa, pero «no sería justo ni útil obligarle a ello» (ibid.: 54).
Pero, por otra parte, los obreros no tienen la preparación material para llevar por sí mismos la dirección de las empresas. Sin embargo, Tocqueville, fiel a sus presupuestos teóricos, confía en las posibilidades de las asociaciones obreras como medios eficaces para superar y prevenir el pauperismo. Su defensa de la extensión de la educación a todas las capas sociales, toma aquí su sentido pleno: el desarrollo de las capacidades morales e intelectuales de los obreros para poder promover y llevar adelante eficazmente cooperativas obreras.
La cuarta es favorecer el ahorro en los salarios y ofrecer a los obreros un método fácil y seguro de capitalizar esos ahorros y de hacerles producir rentas (Tocqueville, 2003: 55). Con esta medida pretende alcanzar varios objetivos: combatir la concentración de capitales, proporcionar a las clases obreras aquellos rasgos de carácter que proporciona la propiedad, proteger a las clases inferiores ante las periódicas crisis económicas del capitalismo industrial. Para permitir al pobre capitalizar y volver productivos sus ahorros, Tocqueville propone la creación de cajas de ahorro y montes de piedad, unificadas en una misma institución, con una organización descentralizada y democrática a nivel municipal. Al comprometer al pueblo en el mantenimiento de la estabilidad social y política, el ahorro y la propiedad tienen para Tocqueville un carácter eminentemente político. Sin embargo, Tocqueville carece de una visión económica seria en sus planteamientos, y, así, por ejemplo, no nos dice de donde van a sacar los «pobres obreros» los recursos necesarios para ahorrar.
A partir de 1840, el tema social cobra centralidad en la obra y en la actividad política de Tocqueville. En las cartas aparecidas en la revista Le siècle en Enero de 1843, expresa su convencimiento de que más tarde que pronto Francia, y con el tiempo todas las naciones industriales, se enfrentará a una revolución social sangrante, puesto que el descontento de las masas trabajadoras aumenta de manera exponencial, al compás de la ampliación del abismo entre sus condiciones de vida, marcadas por la explotación y miseria creciente, y las de clase capitalista industrial, cada vez más rica y menos escrupulosa. Al propio tiempo, su hacinamiento en las barriadas obreras se volverá contra aquellos que la provocan y favorecerá la toma de conciencia del proletariado de sus intereses de clase, facilitará su capacidad organizativa y encenderá la mecha de la insurrección (Tocqueville, 1985: 105-106).
Este escenario revolucionario se ve favorecido por el propio contexto político y social. Así años más tarde, Tocqueville se referirá a la apatía política reinante y a la falta de espíritu público de la ciudadanía, encerrada en sus intereses privados y centrada únicamente en la búsqueda del bienestar individual (ibid.: 721-722). Por otro lado, la búsqueda del interés general ha dejado de ser el alma y motor de Gobierno, lo que necesariamente ha desembocado en la inmoralidad pública y en una corrupción generalizada. El Gobierno ha hecho de la ambición y la avaricia las dos virtudes sociales fundamentales, encaminadas a que el pueblo recele de los peligros de la libertad y se aparte de cualquier veleidad revolucionaria. El Gobierno y la clase política explota a su favor el miedo y el ansia de seguridad que el materialismo dominante ha impregnado la vida de la nación (ibid.: 725). La nación está en manos de una corrupta oligarquía burguesa que, encerrada en su ensimismamiento y mediocridad, sin querer atender a las necesidades de la clase obrera, conduce al país a la lucha de clases (ibid.: 727). Encontrar los medios para impedir este enfrentamiento se convierte en la preocupación central de Tocqueville. Por eso, buena parte de su actividad política se mueve por una sincera preocupación por la suerte y las condiciones materiales de la clase trabajadora.
Esta inquietud le lleva a colaborar en la revista Annales de la Charité e intentar en el año 1846, junto con unos amigos, la aventura de fundar el partido de la Jeune Gauche para intervenir indirecta y directamente en la vida política. A través de este partido Tocqueville quería ofrecer una alternativa real a la crisis social que se estaba generando. Era consciente de que estaba aumentando progresivamente la grieta entre el país real y el país legal, entre los poseedores y los que nada tenían, entre la burguesía y el proletariado. Y en modo alguno quiere dejar la cuestión social en manos del «desprecio egoísta y obtuso de la mayoría conservadora» (Keslassy, 2000: 214), de esa burguesía que desconoce las necesidades sociales, a la que poco importa las condiciones de vida de la clase obrera, que se ha acostumbrado «a ocupar todos los cargos, que aumenta prodigiosamente su número y se habitúa a vivir del tesoro público más que de su propia industria».
El fracaso de la aventura no impidió que Tocqueville dotara al partido de un sólido programa político. En su preocupación por dar un contenido coherente al partido estaba presente su esperanza de sumar a su causa a todos aquellos que, intuyendo las convulsiones sociales por venir, estuvieran preocupados por la suerte de la libertad y el orden social. Con este fin redacta tres textos: La question financière, De la classe moyenne et du peuple, Fragments pour une politique sociale.
Estos textos conforman el programa político más avanzado y progresista de toda la izquierda reformista bajo la Monarquía de Julio. Se nos aparece un Tocqueville preocupado por la cuestión social, un político marcadamente inclinado a la izquierda, consciente de la necesidad de implantar profundas reformas sociales, convencido de que el egoísmo y la avidez de riquezas de una burguesía que ha explotado hasta el infinito las posibilidades que la Revolución francesa puso en sus manos, está llevando a la revolución a un proletariado y a unas clases pobres que viven en la miseria y en el abandono, y cuya esperanza empieza a residir únicamente en el cambio radical del sistema. Pero, una vez más, el mundo político hizo oídos sordos a las advertencias de nuestro autor, el Gobierno siguió en su inmovilismo y la oposición comenzó una campaña de banquetes que aceleraría el movimiento revolucionario.
Dejar a la democracia abandonada a sus instintos y tendencias naturales nos llevaba en el plano político indefectiblemente al individualismo democrático y al nuevo despotismo en sus variadas y múltiples configuraciones. En el plano social, el proceso de industrialización, componente básico de la democracia, orienta la igualdad de condiciones hacia el enfrentamiento entre los poseedores y no poseedores, es decir, la propiedad constituye el campo de batalla de las relaciones de clase. La cuestión social y la cuestión política se unificarán al convertirse el derecho de propiedad en el centro de las polémicas (Tocqueville, 1985: 736-737).
Tocqueville plantea en su escrito La cuestión financiera dos grandes objetivos de cara a evitar ese enfrentamiento. En primer lugar, en coherencia con sus principios políticos, favorecer la participación política de las clases populares. En segundo lugar, pide a los legisladores la elaboración de una reforma fiscal que asegure al pobre la igualdad legal y el bienestar material, aunque todo ello sin cuestionar el derecho de propiedad y las consecuentes desigualdades de condiciones (ibid.: 737).
En su escrito De la classe moyenne et du peuple, Tocqueville se lamenta de la falta de interés de las clases populares por los asuntos públicos y la vida política. Esta indiferencia del pueblo se debe a diversos factores: la corrupción que habita en las entrañas del régimen, la inexistencia de grandes partidos que lleven a la palestra pública principios políticos y sociales enfrentados, la homogeneidad social de la clase política que hace que «su lucha parezca una bronca intestina en el seno de la misma familia» (ibid.: 740), en una palabra, el alejamiento del país político y legal del país real. Tocqueville quiere animar la participación política de las clases inferiores para evitar la ruptura del orden político y social, que el cuestionamiento del derecho de propiedad puede causar, si no encuentra lo cauces para su expresión política.
Sin embargo, su máxima preocupación es solventar la situación material de las clases populares. Es consciente de que, en la medida en que se mantengan sus condiciones infrahumanas de existencia, estas clases difícilmente mostrarán interés alguno por participar en la vida pública institucionalizada. Esta se les aparece como una organización enemiga a abatir y a sustituir. En este sentido, repetidamente, propone una reforma fiscal para aliviar la carga de las clases populares y redistribuir la riqueza equitativamente. Ciertamente, reconoce lo quimérico de alcanzar una igualdad completa, pero defiende la reforma fiscal como instrumento idóneo para atenuar la enorme desigualdad existente. Sugiere eliminar en la medida de lo posible los impuestos indirectos por injustos y seguir las siguientes reglas:
1.Excluir del impuesto a los más pobres, es decir, a aquellos para los cuales la carga es más gravosa.
2.No cargar el impuesto sobre las cosas de primera necesidad, porque entonces todo el mundo estaría obligado a someterse y afectaría al pobre.
3.Cuando el impuesto se carga sobre las cosas de primera necesidad o muy útiles para la vida, que sea muy débil para que afecte por igual a los pobres que a los ricos.
4.Cuando es fuerte, procurad que sea proporcional a la fortuna del contribuyente (ibid.: 740-741).
Con el propósito claro de mejorar y socorrer a los más desprotegidos propone una serie de medidas fiscales, que resume en las siguientes:
1.Descargarle [al pueblo] de una parte de las cargas públicas o, al menos, de cargar solamente de manera proporcional.
2.Poner a su disposición las instituciones que le permitan cumplir con sus asuntos y socorrerse.
3.Socorrerle y asistirle directamente en sus necesidades (ibid.: 743).
Ciertamente Tocqueville ha dado desde su primera Memoria sobre el pauperismo un giro importante en su pensamiento social. Ahora se aleja de sus críticas anteriores a la caridad pública. Manifiesta una verdadera conciencia social, que le aleja de los notables de su época y le distingue de la burguesía en el poder. En sus borradores para el programa social de la Joven Izquierda está implícita una noción de democracia que trasciende el ámbito puramente político, porque «el verdadero sentido de la revolución es la igualdad, la distribución más igualitaria de los bienes de este mundo» (ibid.: 744). Así, Tocqueville buscará reforzar la asistencia social desde el aparato estatal. Defiende incluso un programa de auxilio social en caso de caer el trabajador en el paro o en la enfermedad. Se trata de un auténtico manifiesto social, que exige la intervención directa del Estado. En este momento Tocqueville se ha liberado de todo moralismo; ya no se pregunta por las razones que le han conducido al pobre a la pobreza. La igualdad no amenaza a la libertad, sino que al contrario ha de venir en su ayuda para construir una organización social justa que aleje los enfrentamientos de clase y haga innecesarios los levantamientos populares. Toqueville al configurar el contenido programático de la Joven Izquierda reconoce su carácter de extrema izquierda, pero pretende diferenciarse de ella por el realismo de sus principios y la aceptación de lalegalidad como camino para alcanzar sus objetivos.
Su programa social dista mucho de semejarse a los principios del liberalismo económico. Son muchos los intérpretes de Tocqueville que se limitan a su crítica del Estado intervencionista de la Democracia en América. Pero sus palabras no hay que analizarlas aisladamente, sino verlas a la luz de su intento de formación de la Joven Izquierda. Y vemos que en su programa social se concede al Estado un lugar protagonista: es al legislador a quien le corresponde definir y llevar adelante una política social nacional, es decir, medidas para prevenir la miseria, ayudas al desempleo, definición de una política familiar, amparo a las madres, lucha contra el abandono de los niños, etc.
Las jornadas revolucionarias de febrero no cogieron por sorpresa a Tocqueville. Ya en un conocido discurso en la Cámara el 24 de enero, ante la indiferencia general había, advertido que le vent des révolutions soplaba de nuevo sobre la sociedad francesa (Tocqueville, 1985: 757).
Una clase política indolente, corrupta, incapaz e indigna de gobernar, un individualismo feroz, la pérdida de las virtudes políticas[5], el interés como pivote sobre el que giraba la vida privada y la vida pública y, finalmente, el despertar de una clase obrera explotada y olvidada por una burguesía egoísta y mezquina, eran síntomas evidentes de que la sociedad francesa «está sobre un volcán» (Tocqueville, 2002: 778) a punto de entrar en erupción. Tocqueville está convencido que será la masa obrera quien, ante la indiferencia y la miopía de la clase dirigente, abandonando su tradicional papel de comparsa, se constituya como sujeto político y protagonice las futuras revoluciones. Revoluciones encaminadas todas ellas a destruir el fundamento último de la sociedad burguesa, el derecho a la propiedad privada (Tocqueville, 1985: 750).
Las contradicciones y las fricciones entre el país legal y el país real explotan súbita y violentamente en las jornadas de febrero, recogidas en su libro Souvenirs, verdadero retrato de una época (Guyon, 1972; Fernández, 1942; Shiner, 1988). Al revivir estos acontecimientos mientras trataba de dar forma a sus recuerdos, Tocqueville percibió claramente que los acontecimientos revolucionarios de febrero de 1848 mostraban rasgos específicos y originales con respecto a las revoluciones anteriores. En primer lugar, en la escena política aparecía por primera vez el pueblo y la clase obrera como categorías sociales con una entidad propia y como protagonistas y únicas beneficiarias del posible éxito de la revolución (Tocqueville, 2002: 805).
En segundo lugar, las jornadas revolucionarias no tienen como finalidad exclusiva cambios en la dimensión política, no se trata de trocar formas de gobierno, se trata de conseguir el poder político para transformar radicalmente la estructura social y la organización de clases que la sustenta, es decir, nos encontramos ante una revolución social (ibid.: 806-808).
Una vez más, este deseo de cambiar la estructura económica y social no viene dado porque las condiciones económicas y sociales hayan empeorado. Tocqueville anticipa una idea que desarrollará en El Antiguo Régimen y la Revolución: las revoluciones no se producen en aquellas sociedades que están pasando por una coyuntura económica difícil, sino, al contrario, el estallido revolucionario es más probable en aquellas sociedades en las que comienzan a resurgir económicamente. Son sociedades en las que todas las clases sociales viven un mayor bienestar material, pero las fronteras entre las clases sociales se mantienen rígidas e infranqueables y el poder, encerrado en una soledad orgullosa y autocomplaciente, sin querer escuchar a nadie, porque cree que ya no tiene nada que aprender de nadie, se aleja irremediablemente de los ciudadanos. De alguna manera los acontecimientos corroboraban las ideas escritas tiempo atrás en la Question financière y en el resto de sus borradores del programa para la Joven Izquierda.
El análisis tocquevilliano de los factores que impulsaron la revolución de 1848, así como el posterior golpe de Estado de Luis-Napoleón, coincide con los postulados marxianos contenidos en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 y El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Sin embargo, sus conclusiones son radicalmente opuestas. Marx, espera, desea y confía en que en el futuro esta revolución triunfe, Tocqueville teme que tal hecho se produzca y así, a pesar de haber redactado para el partido de la Joven Izquierda un programa neta y claramente social, su miedo y recelo al triunfo de los socialistas le llevarán a apostar por el partido del orden. De hecho, choca verle apoyando medidas claramente represivas y en contra de sus planteamientos liberales. El 2 de marzo se promulga el sufragio universal[6], el 5 el Gobierno provisional decretó la elección de una Asamblea constituyente por medio de listas provisionales abiertas, siendo los elegidos aquellos que obtuvieran el mayor número de votos.
Tocqueville, enfermo y fatigado, decide presentarse a las elecciones (Leberruyer, 2005). Y esta vez sus temores de una ruptura del orden social no se cumplieron. Al contrario, le sorprendió el resultado eminentemente conservador que la aplicación del sufragio universal produjo: se conformó una Asamblea constituyente con un número significativo de viejos aristócratas, grandes propietarios y miembros del clero.
Sin embargo, los resultados electorales no desaniman a la masa obrera y los trabajos de la comisión son interrumpidos por las jornadas revolucionarias de mayo y junio, autentica y sangrienta guerra civil, que tiene a París como su escenario más trágico. La clase obrera está convencida de que lo que no ha podido conseguir con el juego institucional, lo va a conquistar por la fuerza. Sale de las barriadas inmundas en las que el capital la había encerrado, toma las calles y la Asamblea para exigir los derechos y el protagonismo que por justicia le corresponde.
Testigo directo de los acontecimientos, Tocqueville los describe con toda su intensidad dramática en la segunda parte de sus Souvenirs y en la correspondencia que mantiene en esa época (Tocqueville, 1995: 461-463, 468-469). En estas jornadas nuestro autor percibe que cuando el enfrentamiento toma la calle lo político desaparece detrás de lo social y lo social descubre su verdadero rostro: la lucha de clases. Tocqueville, prisionero de su clase, admira y teme, a la vez, el coraje de esos hombres y mujeres que sin jefes y sin esperanza clara de victoria luchan en las barricadas con arrojo y sin descanso para conseguir una sociedad más justa (Tocqueville, 2002: 635-636). Pero, al mismo tiempo, en los Souvenirs y en su correspondencia juzga sin indulgencia este movimiento popular y a sus integrantes. Todas las anécdotas que desgrana a lo largo de la narración le sirven para evidenciar la avaricia y el rencor de los insurgentes, la necedad de los gobernantes y el populismo inquietante de un protagonista emergente, Luis Napoleón, de cuyo confusionismo ideológico desconfía. En cuanto líderes del levantamiento, los retrata de escasa inteligencia, incapaces de llevar a buen término la revolución social.
El temor a las masas (Béjar, 1993: 97), el desprecio al socialismo (Mayer, 1965: 78), la defensa de la nación francesa frente a los obreros de París, arrastran a Tocqueville a defender medidas extremadamente violentas contra los sublevados[7] y a apoyar una política de orden extremo, respaldando las duras medidas represivas del general Cavaignac. El pensador liberal de la Democracia, para quien la mejor defensa de la libertad consistía en expandir la libertad, ahora, para defender, según sus palabras, la democracia frente a la demagogia, vota a favor de la supresión de la libertad de expresión y de reunión y contra la limitación de la jornada de trabajo a diez horas, contra la supresión del impuesto de la sal, por el mantenimiento de los reemplazos en lugar de la introducción del servicio militar para todos y, como no podía ser otra cosa, contra la amnistía para los condenados de junio. «La clase que despertaba compasión resulta finalmente el enemigo con el que no es posible ningún compromiso» (Capdevila, 2008: 83). Quizás detrás de este giro copernicano en sus planteamientos resuenan los ecos de las palabras marxianas ante la toma de postura de las clases medias en momentos revolucionarios (Jaume, 2007: 189; Guellec, 1996:87-88; Béjar, 1993: 102-103; Bourricaud, 2005:113).
Finalizadas las jornadas revolucionarias, la comisión encargada a tal efecto reemprende los trabajos de redacción de la Constitución de la república, que, tras arduas discusiones, finalmente se promulga en noviembre de 1848. Tocqueville, crítico severo con los trabajos de la comisión, centró sus intervenciones en torno al derecho al trabajo, la existencia de dos cámaras y al modo de elección del presidente de la República, aunque también intervendrá activamente en el tema de la descentralización
En el periodo en que estaba enfrascado en la fundación de la Joven Izquierda, Tocqueville, en una carta de fecha 10 de noviembre (Tocqueville, 2002: 591-592), reconoce a Enfantin que, a pesar de sus discrepancias en los medios a utilizar para resolver el grave escenario social, coinciden en una misma preocupación por los problemas de miseria y exclusión de las clases populares. Al igual que su interlocutor socialista, considera la desigualdad social un mal para el desarrollo de la democracia, un problema central que reclama medidas radicales y urgentes, una cuestión básica a la que la sociedad no puede dar la espalda. Sin embargo, en su opinión, el problema social no demanda solamente medidas de carácter económico. Una vez más, habla de la necesidad de unir el interés individual a los deberes y a los valores colectivos. En ese intento, la libertad sigue siendo el mejor instrumento para contener las derivas sociales negativas del capitalismo industrial.
Por eso, sus preocupaciones sociales van de la mano con su temor al avance de las teorías socialistas. Considera que pretender la transformación radical de la organización social y política supondría quebrar el orden y la cohesión social. Este temor fue creciendo a medida que observaba la capacidad de penetración de las ideas socialistas en las clases populares. En terminología moderna, frente a revolución y ruptura, Tocqueville defiende reformas progresivas dentro de la legalidad (Tocqueville, 1985: 797).
Pero es en su discurso sobre el derecho al trabajo pronunciado en la Asamblea constituyente el 12 de septiembre de 1848, con el pretexto de dilucidar si la revolución de febrero tuvo un carácter socialista o democrático, donde critica de modo más preciso las teorías socialistas.
La primera característica del socialismo es ser profundamente materialista. «Si no me equivoco, señores, el primer rasgo característico de todos los sistemas que llevan el nombre de socialismo, es una llamada enérgica, continua, inmoderada, a las pasiones materiales del hombre» (ibid.: 170).
El otro rasgo propio del socialismo es su ataque al derecho de propiedad (íd.). Todas las teorías socialistas hacen del trabajo el fundamento de la sociedad y la propiedad privada la principal fuente de desigualdad. Por ello, su eliminación y sustitución por la propiedad colectiva de los medios de producción es su primer objetivo. Tocqueville defiende el derecho a la propiedad y lo considera un factor de progreso social, pero en modo alguno lo ve como el fruto de un derecho natural. En sus escritos aparece más como un instrumento útil de cara a fortalecer la responsabilidad del individuo y darle seguridad en caso de un viraje de la fortuna. De alguna manera se cierra a percibir el cambio de paradigma social de la modernidad y que la revolución del 48 lo evidencia: la centralidad del trabajo en detrimento de la propiedad.
Finalmente, el tercer rasgo del socialismo es su desprecio profundo por la libertad y la razón humana. Viene a ser una amenaza para el individuo y su libertad, porque se les sacrifica en nombre del «todo».
[Es] la idea de que el Estado no debe ser solamente el director de la sociedad; sino debe ser, por así decirlo, el maestro de cada hombre; ¡Qué digo yo su maestro!, su preceptor, su pedagogo; que ante el miedo de dejarle equivocarse, tiene que colarse siempre a su lado, por encima suyo, alrededor suyo, para guiarle, protegerle, mantenerle, retenerle; en una palabra, como lo decía hace poco, es la confiscación más o menos completa de la libertad humana […]; yo diría que es una nueva forma de esclavitud (ibid.: 171).
El socialismo es una caricatura de la democracia, pues hace de la igualdad su estandarte, pero sirviéndose de la coacción y del autoritarismo. Es incapaz de unir libertad e igualdad. Por eso, por su ceguera frente a la libertad humana, representa una traición a la democracia, que consiste precisamente en organizar y conquistar la igualdad sirviéndose de la libertad.
Indudablemente, la emergencia de la cuestión social representa para Tocqueville el fracaso de un liberalismo burgués elitista y estrecho, pero su solución no debe llevarnos a una organización autoritaria y totalitaria de la sociedad. La desconfianza del socialismo en la capacidad del individuo para dirigirse de forma razonada y autónoma, le asemeja al Antiguo Régimen porque para este
[…] la prudencia solamente estaba en el Estado, que los sujetos son seres enfermos y débiles que hay que llevar siempre de la mano, para que no se caigan o se hieran; que es bueno molestar, contrariar, comprimir sin fin las libertades individuales; que es necesario reglamentar la industria, asegurar la bondad de los productos, impedir la libre concurrencia. El Antiguo Régimen pensaba sobre este punto lo mismo que los socialistas hoy (ibid.: 172-173).
Estas tres características muestran la imposibilidad de considerar al socialismo una deriva natural y necesaria de la Revolución francesa. En primer lugar, la Revolución no ha arrastrado a las masas apelando a las necesidades materiales de los hombres. En cuanto a la propiedad, «no solamente ha consagrado la propiedad individual, sino que la ha expandido; ¡ha hecho que participen de ella al mayor número de personas!».
La democracia extiende la esfera de la independencia individual, el socialismo la restringe. La democracia concede un valor a cada hombre, el socialismo hace de cada hombre un agente, un instrumento, un número. La democracia y el socialismo no se parecen más que por una palabra; pero mirad la diferencia: la democracia quiere la igualdad en la libertad, y el socialismo quiere la igualdad en la escasez y la servidumbre (ibid.: 175).
Sin embargo, no se trata de negar la realidad. Hay que solucionar los problemas sociales, pero sin caer en brazos de la dictadura dulce de un Estado totalitario paternalista, conservador en el fondo, censor de las iniciativas individuales, que en aras de un futuro quimérico de perfección total, sacrifica las libertades individuales presentes.
Tocqueville es partidario de la igualdad, pero esta debe conjugarse con la libertad; de lo contrario, la sociedad perdería aquellos estímulos que la hacen progresar y la propia vida de los individuos sería insoportable. En este sentido, el socialismo se le presenta como una teoría igualitarista, alimentada y sostenida por la pasión del hombre democrático por la igualdad. Esta pasión sin libertad acabará arrastrando a la sociedad a su parálisis y retroceso.
Ciertamente, ve la irrupción de las masas en la vida política como una amenaza a la civilización. Asimismo, teme que el enfrentamiento entre las dos clases en lucha confluya en un orden social altamente peligroso. Indudablemente, rechaza el derecho al trabajo. Pero todo ello no es tanto la expresión de una carencia de conciencia social, como de su temor a la pérdida de la libertad política[8]. De hecho, es consciente que sin justicia social el movimiento revolucionario no se detendrá: «Estamos en medio de una revolución general de pueblos civilizados, y creo que, a la larga, ninguno se escapará. Solamente hay un medio de alejar y de atenuar esta revolución, hacer antes que estemos obligados todo lo que sea para mejorar la suerte del pueblo» (Tocqueville: 2002: 630)[9].
No niega el espíritu recogido en el programa de la Joven Izquierda. Es cierto que se opone al reconocimiento del derecho al trabajo y que en escasas ocasiones hace mención a la justicia o a la responsabilidad colectiva (Bresolette,1969: 77), pero defiende el derecho a la asistencia porque es «la caridad cristiana aplicada a la política». Y así, la consciencia de la urgencia de emprender medidas sociales, le lleva a atribuir al Estado un rol fundamental en el plano social, a respaldar una regulación y un crecimiento de la caridad pública.
Como han mostrado alguno de sus analistas, sus preocupaciones sociales aparecen en su actividad en el Consejo de la Mancha, donde de 1842 a 1851 fue responsable de los asuntos económicos y sociales (Tudesq, 1995: 7-36). Durante esos años elaboró diversos informes sobre los niños abandonados, en los que insta al Gobierno para su rápida intervención en la mejora de la asistencia (Tocqueville, 1995). Es decir, Tocqueville no es un liberal económico al uso: la intervención del Estado en el campo social es necesaria (ibid.: 663).
Tocqueville defiende un Estado que se posiciona entre el Estado protector de los socialistas y la ausencia del Estado de los economistas liberales. También en el plano económico avanza los rasgos de una tercera vía, mediante la cual pretende regularizar y controlar las relaciones de dominación del mercado a través de la protección del Estado y evitar la esclerosis burocrática de un Estado emprendedor y superprotector a través de la libertad individual (Moreau, 1960: 143). Esta tercera vía le permite tratar a la vez las miserias que el proceso capitalista entraña y dejar un espacio a la responsabilidad individual. Su política social y económica es un reflejo de su convencimiento en la posibilidad de unir los valores de la libertad individual y la movilidad social de la democracia con los valores de justicia social y solidaridad, es trasplantar a la esfera económica lo que ha pretendido en la esfera política.
Al igual que en el plano político se veía un liberal de una nueva especie, en el plano económico, con sus luces y sus sombras, Tocqueville quiere trascender los límites que su época le marca entre un liberalismo económico para el cual la intervención del Estado nunca es saludable ni deseable, y un socialismo que reclama a través del derecho al trabajo la presencia constante y permanente del Estado. Para Tocqueville, en la sociedad democrática, caracterizada por un alto grado de individualismo, el Estado debe asegurar la solidaridad en vistas al interés general y, al mismo tiempo, favorecer el protagonismo de la sociedad civil. Desde este contexto la Democracia, la Memoria sobre el pauperismo, sus escritos para el programa de la Joven Izquierda, sus informes parlamentarios, son llamadas a la intervención del Estado para aliviar la miseria de la clase obrera y controlar los desvaríos de la sociedad capitalista industrial. De ahí que incumba al Estado reglamentar vigilar y contener a la nueva clase capitalista industrial, impedir la reducción de los salarios de los obreros, paliar las insuficiencias del mercado, etc. El Estado es el único que puede controlar y evitar las derivas de un liberalismo económico absoluto. Solamente él puede definir los contornos de una política social que complete la caridad privada, evite un desequilibrio económico creciente entre las diferentes regiones[10]y lleve a lasociedad a la quiebra de un enfrentamiento radical entre los poseedores y los no poseedores. Pero en y desde la libertad.
[1] |
La cuestión del pauperismo ocupa un lugar central en tiempos de nuestro autor. Es de resaltar que Tocqueville publica Mémoire sur le Paupérisme y Deuxième Article sur le Paupérisme en 1835 y 1837 respectivamente, mucho antes de que Luis-Napoleón redactara L’extinction du paupérisme durante su estancia en la prisión del fuerte Ham en 1840 —aunque salió al público en 1844— y que Engels publicara La situación de la clase obrera en Inglaterra en 1845. |
[2] |
Lamberti señala la desconfianza tocquevilliana hacia la industria, su rechazo de un individualismo estrecho, su visión pesimista del hombre y de la historia (Lamberti, 1983: 230). |
[3] |
«Nous tenons beaucoup à nous mêler à toutes les classes et à essayer tous les contacts» (Tocqueville, 1998 : 396-397). |
[4] |
Uno de los pocos ejemplos es la descripción a su mujer del barrio de la «pequeña Irlanda» de Manchester (ibid. : 398). |
[5] |
El retrato que hace en los Souvenirs de su cuñada ejemplifica el tipo de individualismo imperante: «Ce qui m’impatienta surtout était de voir que ma belle-sœur ne mêlait en rien le pays dans le lamentations que lui arrachait à tous moments le sort des siens. C’était une femme d’une sensibilité démonstrative plutôt que profonde et étendue. Très bonne au demeurant et même fort spirituelle mais qui avait un peu raccourci son esprit et refroidi son cœur en les resserrant étroitement dans une sorte d’égoïsme pieux où elle vivait uniquement occupé du bon Dieu, de son mari, de ses enfants, surtout de sa santé et ne s’intéressant guère aux autres ; la plus honnête femme et la plus mauvaise citoyenne qu’on pût rencontrer» (Tocqueville, 2002 : 778). |
[6] |
No hay que olvidar que el calificativo de universal solamente compete a los varones y que las mujeres todavía no han alcanzado el derecho a una plena ciudadanía. |
[7] |
En ocasiones él mismo se siente extraño frente a sí mismo: «J’ajoutais qu’on ne devait fusiller aucun prisonnier, mais qu’il fallait tuer sur-le-champ tout ce qui faisait mine de se défendre […] en continuant mon chemin, je ne pouvais m’empêcher de faire un retour sur moi et de m’étonner de la nature des arguments dont je venais d’user et de la promptitude avec laquelle je m’étais familiarisé moi-même en deux jours avec ces idées d’inexorable destruction et de rigueur qui m’étaient naturellement si étrangères» (Tocqueville, 2002: 885). |
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Así, en los últimos años de su vida escribe a su amiga Sophie Swetchine: «Que j’aime à vous entendre parler si noblement contre tout ce qui ressemble à l’esclavage! Je suis bien de votre avis que la répartition plus égale des biens et des droits dans ce monde est le plus grand objet que doivent se proposer ceux qui mènent les affaires humaines. Je veux seulement que l’égalité en politique consiste à être tous également libres et non, comme on l’entend si souvent de nos jours, tous également assujettis à un même maître» (Tocqueville, 2002 : 1210). |
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La razón es simple: «Beaucoup de ces hommes qui marchaient au renversement des droits les plus sacrés, étaient conduits par une sorte de notion erronée du droit. Ils croyaient sincèrement que la société était fondée sur l’injustice, et ils voulaient lui donner une autre basse. C’est cette sorte de religion révolutionnaire que nos baïonnettes et nos canons ne détruiront pas. Elle nous créera des embarras et des périls qui ne sont pas près de finir» (ibid.: 634). |
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De ahí su defensa de la finalización de la línea ferroviaria París-Cherbourg; su convencimiento de la necesidad de intervención del Estado en beneficio del bien común, pues si se dejara toda la economía en manos de la iniciativa privada, esta solamente invertiría en lo rentable a corto plazo (en este caso la vía París-Caen) (Tocqueville, 1995: 622-647, 694-702, 721-724). |
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