RESUMEN

En este trabajo se analizan las estrategias de clientelismo político-electoral utilizadas por un régimen autoritario para mantenerse en el poder. Al efecto, se parte de una discusión teórica sobre el papel de las elecciones en contextos autoritarios para extraer un conjunto de argumentos que se examinan en las elecciones legislativas de 2020 y regionales-municipales de 2021 en Venezuela, apoyándose en diversos índices, encuestas de opinión e informes de observación electoral. Tras identificar el régimen político venezolano, en particular desde la llegada de Nicolás Maduro al poder (2013-actualidad), se describen los principales problemas de integridad electoral en los procesos electorales durante la etapa chavista para entender qué aspectos cambian durante el periodo electoral 2020-‍2021. Al aplicar el marco de análisis se evidencia cómo la mejora de algunos aspectos de la integridad para las elecciones de 2021 han ido acompañados del uso acusado de mecanismos político-clientelares competitivos que han sido eficaces para fragmentar y dispersar el voto opositor y aumentar los niveles de abstención para garantizar la continuidad de la élite gobernante en el poder. Partiendo de los hallazgos de este estudio y la naturaleza del régimen, se realizan una serie de proyecciones sobre la relación entre integridad electoral y competitividad del régimen autoritario venezolano de cara a los comicios presidenciales previstos para 2024 y las dificultades para producir una transición democrática por la vía electoral.

Palabras clave: Autoritarismo electoral; clientelismo competitivo; Venezuela; integridad electoral; elecciones; Nicolás Maduro; democratización; autocratización; chavismo; transición.

ABSTRACT

This paper analyzes the political-electoral clientelistic strategies used by an authoritarian regime to stay in power. To this end, it starts from a theoretical discussion on the role of elections in authoritarian contexts to extract a set of arguments that are examined in the 2020 legislative and regional-municipal elections of 2021 in Venezuela, based on several indexes, opinion polls and electoral observation reports. After identifying the Venezuelan political regime, particularly since the arrival of Nicolás Maduro to power (2013-present), the main problems of electoral integrity in the electoral processes during the Chavista era are described to understand what aspects change during the 2020-‍2021 electoral period. When applying the analytical framework, it is evident how the improvement of some aspects of integrity for the 2021 elections have been accompanied by an extensive use of competitive political-clientelist mechanisms, which have been effective in fragmenting and dispersing the opposition vote and increasing the levels of abstention to guarantee the continuity of the ruling élite in power. Based on the findings of this study and the nature of the regime, some projections are made on the relationship between electoral integrity and competitiveness of the Venezuelan authoritarian regime, in view of the presidential elections scheduled for 2024, and the difficulties in producing a democratic transition through elections.

Keywords: Electoral authoritarianism; competitive clientelism; Venezuela; electoral integrity; elections; Nicolás Maduro; democratization; chavismo; transition.

Cómo citar este artículo / Citation: Alarcón, B. e Hidalgo, M. (2023). Elecciones, clientelismo competitivo y autocratización en Venezuela. Revista de Estudios Políticos, 200, 249-‍282. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.200.09

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. ¿DEMOCRATIZACIÓN POR ELECCIONES?
    1. 1. La competitividad de las elecciones permitidas en regímenes autoritarios
  5. III. EL RÉGIMEN POLÍTICO VENEZOLANO Y LOS PROBLEMAS DE INTEGRIDAD DE LAS ELECCIONES
  6. IV. CONFLICTO POLÍTICO Y ELECCIONES (2020-‍2021)
  7. V. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La expansión de regímenes no democráticos en el mundo en las últimas décadas ha generado una abundante literatura sobre cuestiones conceptuales, metodológicas, estratégicas y transformaciones de tales sistemas (‍Diamond, 2002; ‍Schedler, 2006; ‍Lindberg, 2009; ‍Levitsky y Way, 2010). En particular, muchos estudiosos han centrado su atención en el análisis de una categoría central: los regímenes autoritarios electorales, o sea, aquellos que celebran elecciones presidenciales y legislativas multipartidistas periódicas, pero en las que se produce una violación sistemática y fundamental de los principios democráticos de tal modo que terminan siendo herramientas de gobierno autoritario (‍Schedler, 2006: 3). Mientras que algunos autores han explorado su democratización (‍Bunce y Wolchik, 2010; ‍Donno, 2013; ‍Magaloni, 2010), otros investigadores han dedicado sus esfuerzos a desentrañar los factores y dinámicas que ayudan a entender la persistencia y estabilidad de estos regímenes no democráticos (‍Brownlee, 2007; ‍Gerschewski, 2013; ‍Seeberg, 2014; ‍Ekman, 2009). Este artículo examina varias de las estrategias que utiliza una autocracia electoral para mantenerse en el poder manipulando las condiciones bajo las cuales compite electoralmente. Y lo hace pretendiendo responder a la pregunta de cuán eficaces son al efecto los mecanismos de cooptación, en particular en su variante clientelar competitiva. El referente empírico para contestar a dicha pregunta es el ciclo electoral del periodo 2020-‍2021 en Venezuela, en el que se puede advertir su eficacia para intentar revertir los bajos niveles de legitimidad del régimen tras atravesar el país unos años muy convulsos que hacían peligrar la sostenibilidad del sistema autoritario electoral implantado por las élites chavistas.

En perspectiva comparada, este caso tiene una especial importancia considerando la longevidad del Gobierno chavista en el poder, ya veinticuatro años, mediante procesos electorales, pese al deceso de su líder carismático, Hugo Chávez Frías, hace una década, así como la solidaridad y transferencia del know how que se produce entre sistemas autoritarios.

En regímenes autoritarios en los que los comicios son parte del juego político para mantener el poder, los gobernantes enfrentan un dilema: recurrir a la represión con los costes que ello puede ocasionarles ante el reconocimiento que consigan tener los grupos opositores o tolerar que quienes se le oponen compitan, asumiendo el posible riesgo de perder las elecciones (‍Levitsky y Way, 2002: 58-‍60). Ante ello, las élites dirigentes disponen de un amplio menú para manipular elecciones (‍Schedler, 2002), en ocasiones de manera sutil y sofisticada, para favorecer sus intereses. En última instancia, pueden decidir detraer a las elecciones de su carácter competitivo mediante distintas estrategias, convirtiéndolas en un ejercicio de cooptación de miembros de las élites políticas, económicas y sociales (‍Gandhi y Lust-Okar, 2009).

Para entender la durabilidad de estos regímenes, teniendo en cuenta no solo el número de años sino también su estabilidad (‍Slater y Fenner, 2011), distintos mecanismos pueden ser utilizados cuando sufren una pérdida de legitimidad y las élites gobernantes desean incrementarla manteniendo la fachada de elecciones multipartidistas, pero a la vez intentando controlar la incertidumbre que se deriva de la contienda electoral. Así, por ejemplo, en el análisis de países de Medio Oriente las elecciones acaban siendo ejercicios de clientelismo competitivo entre distintos grupos sobre recursos estatales que utilizan como estrategia aquellos que detentan el poder para preservar su control (‍Lust, 2009).

En el caso de Venezuela, desde el triunfo de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de 1998, el país ha conocido una transformación radical que ha afectado muy negativamente tanto a la gobernanza democrática como a su desarrollo económico-social. Las irregularidades y problemas en torno a las elecciones han estado en el centro de las controversias y disputas desde el inicio del período chavista (1999-actualidad), dando cuenta de ellas una importante literatura (‍Carrasquero et al., 2001; ‍Kornblith, 2005; ‍Ramos Jiménez, 2009; ‍Alarcón, 2014; ‍Corrales y Penfold, 2015; ‍López Maya, 2016), así como misiones de observación electoral, internacionales y nacionales. Además, se ha investigado la posible existencia de fraude electoral en algunos procesos electorales mediante técnicas estadísticas (Statistical Science, 2011; ‍Jiménez e Hidalgo, 2014; ‍Jiménez et al., 2017). También se ha estudiado la formación y el controvertido desempeño del Consejo Nacional Electoral en la organización y supervisión de las elecciones (‍Álvarez, 2009; ‍Alarcón et al., 2014). Por otro lado, además de discutirse el impacto de los problemas en la arena electoral en la calidad de la democracia venezolana (‍Levine y Molina, 2012; ‍Corrales e Hidalgo, 2017), se ha analizado su contribución al retroceso de esta (‍Kornblith, 2007; ‍Brewer-Carías, 2010), realizándose en algún estudio reciente un análisis pormenorizado de las irregularidades y su incidencia en la agudización del autoritarismo (‍Corrales, 2020).

Esos y otros trabajos, como los más recientes de Rosales y Jiménez (‍2021), quienes abordan las estrategias desplegadas por la oposición para enfrentar al régimen o el de Trak (‍2022), que pone el acento en la fallida liberalización del régimen en torno a las elecciones regionales y locales de 2021, han hecho una importante contribución al conocimiento del carácter de las elecciones en Venezuela y el funcionamiento del régimen político. No obstante, faltan estudios que analicen las estrategias desplegadas por la élite gobernante autoritaria en la arena electoral para sostenerse en el poder, en línea con trabajos teóricos y comparativos apuntados más arriba que insisten en la importancia de la cooptación y, en particular, de los mecanismos clientelares competitivos. El hecho no es novedoso como tal en dicho país, pero sí su extensión y relevancia, poco estudiados. Este artículo pretende contribuir a llenar ese vacío analizando las elecciones del periodo 2020-‍2021, en las que dicho tipo de clientelismo deviene en fundamental para entender la dinámica electoral y sus consecuencias en el funcionamiento del régimen. A mayor abundamiento, el uso de instrumentos para cooptar y dividir a la oposición es esencial para entender la capacidad del Ejecutivo para superar la crisis política que enfrentó el país en torno a los años 2017-‍2020, atravesados por un colapso socioeconómico sin parangón en América Latina (‍Puente y Rodríguez, 2020), el éxodo masivo de venezolanos y, entre otros, numerosas protestas política y acciones, de distinto tipo, llevadas a cabo por grupos de la oposición y sectores de la sociedad civil para revertir la deriva autoritaria y la falta de respuesta eficaz a la crítica situación de la gran mayoría de los venezolanos.

Conviene realizar algunas consideraciones metodológicas respecto al objeto de estudio. Siguiendo a Diamond (‍2002: 32) y a Schedler (‍2006: 7), en este artículo se consideran regímenes autoritarios electorales aquellos que obtienen una puntuación entre 4 y 6 (sobre 7) en la escala combinada de Freedom House (FH) sobre derechos políticos y libertades civiles. Respecto a la línea divisoria entre competitivos y no competitivos, no hay una respuesta fácil en términos de indicadores. Distintos autores establecen umbrales en los resultados electorales. Así, Levitsky y Way (‍2002: 55) califican como no competitivos que los presidentes sean reelegidos con más del 70 % de los votos, no obstante dicho porcentaje pareciera algo arbitrario y debería depender de factores contextuales. En su lugar, tomar en cuenta la duración del régimen (mínimo de diez años) y el control continuado del poder legislativo con al menos una mayoría cualificada pueden ser elementos que permiten ayudar a identificar regímenes hegemónicos caracterizados por bajos niveles de incertidumbre electoral (‍Schedler, 2013: 191-‍194). Además del índice de FH, en este trabajo se recurrirá a diversos indicadores del proyecto Variedades de Democracia (V-Dem), encuestas de opinión pública en Venezuela e informes de observación electoral de distintas organizaciones locales e internacionales para evaluar las irregularidades y problemas identificados en el ciclo electoral (‍Norris, 2013). Igualmente, para identificar instrumentos de clientelismo competitivo se recurre al análisis de prácticas vinculadas al contexto, como, por ejemplo, el incremento del número de curules en la Asamblea Nacional o la simplificación del registro de nuevos partidos políticos, en las que resulta evidente la intención de fragmentar el voto opositor incrementando el número de «oposiciones», muchas de ellas evidentemente cooptadas por el Gobierno.

Dada la importancia de la situación planteada, en la siguiente sección realizamos una aproximación teórica de los procesos electorales realizados bajo regímenes autoritarios. A continuación describimos algunos rasgos esenciales del régimen político venezolano, y en especial los que han caracterizado los procesos electorales a partir de la llegada de Nicolás Maduro al poder (2013-actualidad). En el cuarto apartado se examinan los principales aspectos del contexto, integridad electoral y dinámica del régimen para las elecciones legislativas del año 2020 y los comicios regionales de 2021. Finalmente, unas conclusiones dan cuenta de los patrones de comportamiento de las élites gobernantes, que tienen interés comparativo, y que deben ser considerados de cara a las próximas elecciones presidenciales previstas para diciembre de 2024.

El argumento básico que contrastar en este artículo es que los mecanismos político-clientelares competitivos fueron eficaces para fragmentar y dispersar el voto opositor y aumentar los niveles de abstención tanto en las elecciones parlamentarias de 2020 como en los comicios regionales de 2021. Procesos electorales estos sobre los que hacemos un especial énfasis, dado que estas eran las primeras elecciones en las que el régimen liderado por Maduro enfrentó a la oposición tras su derrota en la Asamblea elegida en 2015 y el retiro de la oposición mayoritaria de todos los procesos electorales desde los señalamientos de fraude en la elección de gobernadores de 2017. Con ello se responde a la pregunta planteada al inicio de esta introducción que a la vez da cuenta de cuándo las elecciones sirven para democratizar un régimen.

II. ¿DEMOCRATIZACIÓN POR ELECCIONES?[Subir]

En todo régimen autoritario en el que se celebran elecciones, uno de los grandes debates se da en torno a si los procesos electorales son útiles para lograr una transición democrática (‍O’Donnell et al., 1986; ‍Morlino, 2011). Este debate no solo involucra a electores y personas del ámbito político, sino también a académicos en el mundo entero. Mientras que algunos autores, como Schedler, responden afirmativamente, hay otros como McCoy y Hartlyn (‍Lindberg, 2009), así como Levitsky y Way (‍2010) para quienes las elecciones, aunque siempre presentes en los procesos de democratización, no son su variable causal ni su presencia equivale a mayor democracia, aunque sean el resultado final y esperado de toda transición democrática. Insisten estos autores en que las elecciones celebradas en el marco impuesto por regímenes autoritarios solo han servido para relegitimarlos y otorgarles mayor tiempo y poder para profundizar las bases de un ejercicio cada vez más hegemónico.

Un tipo particular de regímenes autoritarios electorales son los autoritarismos competitivos, entendidos como regímenes que no cumplen los mínimos estándares democráticos al violentar frecuentemente principios y reglas para la obtención y ejercicio del poder (‍Levitsky y Way, 2010). En estos regímenes, los gobernantes se mantienen en el poder mediante el cultivo cuidadoso y permanente de una red de electores que funcionan como una base popular cautiva que, mediante procesos electorales, le permiten su legitimación formal en el poder por tanto tiempo como sea posible mantener tal ventaja. Ello les otorga las condiciones necesarias para su estabilidad, el poder para la toma de decisiones, así como la protección necesaria contra sus adversarios internos y externos, dificultando su destitución por acciones violentas, golpes de Estado o intervenciones extranjeras, al desanimar a sus potenciales promotores que, por lo general, no cuentan con mecanismos para probar una mayor legitimidad o, por lo menos, la mínima necesaria para justificar sus acciones, al menos que la impopularidad de quienes ocupen el poder escale a niveles de consenso importantes entre la población en general.

Cuando los autoritarismos competitivos pierden la base de legitimidad que les otorga su competitividad y legitimación formal a través de elecciones, frecuentemente terminan endureciéndose en forma de autocracias electorales hegemónicas en las que la oposición pasa a jugar un papel residual (‍Alarcón, 2014; ‍Corrales y Penfold, 2015). Y ello en la medida que los intentos democratizadores fallan y los riesgos y costos de la tolerancia se elevan, tal como sucedió en las elecciones de Azerbaiyán en 2003 y 2005, Armenia en los procesos electorales de 2003 y 2008, Bielorrusia durante las elecciones presidenciales de 2001 y 2006 y Rusia tras las protestas por los resultados de las elecciones legislativas de 2011, donde Putin regresó para ocupar nuevamente la primera magistratura (‍Alarcón, 2014). También en Venezuela tras el triunfo de la oposición en la elección parlamentaria de 2015. Casos como estos parecieran reafirmar las conclusiones del estudio realizado por Roessler y Howard (‍2009) en el sentido de que las elecciones pueden servir para democratizar o para reproducir y estabilizar autoritarismos competitivos que devienen en autoritarismos hegemónicos, en la medida que los intentos democratizadores fallan y los costos de una tolerancia, derivados de la pérdida del poder, se elevan para quienes detentan el control político.

Lo indicado plantea un debate en torno al papel que pueden jugar las elecciones en regímenes autoritarios electorales. Una primera corriente sostiene que la celebración de elecciones en donde existen regímenes de gobierno no democráticos solo sirve para sostener, legitimar y fortalecer a dichos Gobiernos. Esta tesis encuentra su evidencia en la mayor parte de Oriente Medio y buena parte de África en donde se celebran elecciones presidenciales, legislativas y de autoridades locales, en ocasiones con una frecuencia sin parangón, sin que ello signifique avance alguno hacia una democracia real.

Por otro lado, están quienes reconocen que los procesos electorales, aun aquellos considerados precarios, tienen un importante potencial democratizador que puede permitir avanzar hacia transformaciones democráticas progresivas e, incluso, en algunos casos cambiar gobiernos de manera inesperada (stunning elections)[2]. Este tipo de procesos sucedieron tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, las denominadas revoluciones de colores, mediante las cuales países como la República Checa, Ucrania, Georgia, Bulgaria, Eslovaquia, Croacia, Serbia y Kirguistán lograron reemplazar gobiernos autoritarios mediante elecciones frágiles (‍Bunce y Wolchik, 2010).

En la realidad ambas tesis pueden encontrar sustento empírico, aunque en el debate hayan sido consideradas como antagónicas y excluyentes.

En consecuencia, puede decirse que las elecciones sirven a los fines legitimadores de gobiernos autoritarios, haciendo la autocratización más probable si:

  • Generan condiciones que hacen la represión menos costosa y más fácil de concentrar en líderes de la oposición o, incluso, innecesaria.

  • Facilitan que el régimen pueda controlar el costo de tolerar a la oposición manteniéndola dividida y usando las elecciones como medio para que las fuerzas opositoras se concentren en la competencia por espacios políticos subnacionales o de menor impacto político (elecciones de autoridades comunitarias, elecciones municipales e incluso regionales).

  • Por el contrario, hacen que la tolerancia a una posible derrota y pérdida de poder se vuelva muy costosa para el régimen. En este caso, los comicios servirán para unificar a los miembros del régimen y endurecer el control sobre las condiciones electorales, como fueron por ejemplo los casos de Bielorrusia, tras los procesos electorales de 2006 y 2010, o de Venezuela tras la elección presidencial de 2013 y los comicios parlamentarios de 2015.

Mientras que las elecciones facilitan la democratización, haciéndola más probable, en aquellos casos en que:

  • Su celebración hace más costosa, difícil y contraproducente la represión.

  • Logran que la oposición se unifique, movilice y gane legitimidad.

  • El régimen se vuelve más tolerante con la oposición porque cree, erróneamente, que es capaz de ganar legitimidad e imponerse mediante un proceso electoral.

  • El Gobierno es insostenible en el corto o mediano plazo y se necesita una salida negociada a riesgo de colapsar si no se logra.

  • Existe incertidumbre sobre los resultados electorales y se produce la deserción de miembros del régimen hacia la oposición generando expectativas autocumplidas que aumentan la competitividad electoral de la oposición.

1. La competitividad de las elecciones permitidas en regímenes autoritarios[Subir]

Los regímenes autoritarios permiten la celebración de procesos electorales como mecanismo de adaptación a las demandas que les impone un mundo interconectado globalmente en donde ya la legitimidad no es por lo general resultado de la herencia familiar, conexiones mágicas o religiosas, la elección por alguna logia partidista o de sacerdotes, sabios, guerreros o líderes que pretenden proyectarse y eternizar su proyecto de poder mediante los que le sucederán, sino por el apoyo popular que se gana o se pierde cada día.

La legitimación electoral es hoy casi el único mecanismo que garantiza la sustentabilidad y estabilidad de un gobierno, democrático o no, en el mediano y largo plazo sin tener que depender de la incondicionalidad del sector militar y los cuerpos represivos. Los procesos electorales controlados desde el poder se han convertido, a partir del inicio de la Tercera Ola (1974), y en especial tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, en mecanismos cada vez más utilizados por los gobiernos autoritarios, bien sean hegemónicos, híbridos, «democracias iliberales» o cualesquiera otra de sus variantes. Y es tan así que muchos de los regímenes más autoritarios se definen a sí mismos como democracias populares. Es así como la celebración de elecciones no implica, per se, más democracia, sino que, por el contrario, estas pueden servir para que un régimen intente justificar su continuidad en el poder para imponer, progresivamente, una mayor autocratización.

Los procesos electorales en regímenes autoritarios pueden clasificarse en tres tipos, de acuerdo con la libertad de participación y competitividad que otorguen a la oposición. Estos son:

  • a)Elecciones de partido único: aquellas en las que solo existe un partido político con capacidad para presentar candidatos legalmente. No hay participación de la oposición ni cambio de élites en el poder, sino rotación de cargos entre el mismo grupo que controla el poder. Como consecuencia, no se producen cambios de régimen propiamente dichos.

  • b)Elecciones multipartidistas hegemónicas (o no competitivas): aunque participan partidos de oposición legalizados para inscribir sus candidatos, existe también un notable desequilibrio de poder entre gobierno y oposición. La oposición existe, pero nadie cree que tenga el poder ni los recursos necesarios para ganar una elección e imponer sus resultados, lo que produce para el gobierno una situación de equilibrio favorable, aunque con cierto grado de fragilidad, basado en la disuasión que genera la expectativa de su continuidad en el poder por el apoyo popular aunado al ejercicio autoritario.

  • c)Elecciones multipartidistas competitivas: implica la presencia de actores y partidos de oposición con legitimidad real y cierto balance de poder (equilibrio entre el gobierno y las fuerzas opositoras). La mezcla contradictoria entre prácticas autoritarias y elecciones multipartidistas no permite un equilibrio sustentable para el régimen en el largo plazo y posibilitan la transición.

Mientras en una democracia las elecciones tratan sobre la alternabilidad de partidos y liderazgos en el poder, en un autoritarismo la apertura electoral puede conllevar a la salida del poder de la élite gubernamental, la finalización de la hegemonía autoritaria y la transformación de la naturaleza del régimen político. A pesar de ello, existe una imperante necesidad y dependencia de la legitimidad que estos regímenes autoritarios desarrollan, razón por la cual los procesos electorales multipartidistas son mecanismos institucionales perfectamente racionales para los fines de su sostenimiento, independientemente de la mayor certidumbre que para estos pueden ofrecen las elecciones de partido único. Adicionalmente, además de generar sensación de legitimidad entre seguidores o identificar apoyos y oposiciones, las elecciones también pueden servir para movilizar a sus bases de apoyo y poner a prueba la lealtad y eficacia de las alianzas políticas oficialistas (‍Gandhi y Lust-Okar, 2009).

La dificultad para mantener una base de legitimidad mediante procesos de partido único a fin de blindarse contra amenazas verticales (representadas por las intervenciones y las revoluciones populares) y horizontales (derivadas de acciones de quienes han sido aliados en el poder, tal como sucede en el caso de divisiones internas y golpes de estado), aunado a la sobreestimación de sus propias capacidades para controlar y ganar elecciones, hace que en muchas ocasiones estos regímenes acepten el desafío de competir en procesos multipartidistas competitivos que terminan representando una importante oportunidad para los sectores democráticos, tal como algunos estudios antes señalados demuestran, así como la oportunidad de una salida negociada y pacífica y, por lo tanto, más previsible.

Es así como el tipo de proceso electoral que veremos en un régimen autoritario puede variar según las circunstancias y la estimación costo/beneficio de las élites que controlan el poder. Ante la percepción de que un proceso no representa mayores riesgos a su estabilidad en el poder, habrá condiciones de mayor competitividad si ello se traduce en beneficios como una mayor legitimidad política y la reducción de las presiones internas y externas sobre el régimen. Por el contrario, si quienes controlan el poder tienen dudas sobre los posibles resultados y sus consecuencias para sostener el poder, la tendencia será el endurecimiento de condiciones electorales, que podrían pasar de elecciones multipartidistas competitivas a multipartidistas no competitivas, como sucede cuando comparamos las elecciones parlamentarias venezolanas de 2015 (multipartidistas competitivas) con las de 2020 (multipartidistas no-competitivas) e, incluso, en casos extremos y mucho menos frecuentes, a procesos electorales de partido único, como sucedió en la elección presidencial de Nicaragua en 2022.

El éxito democratizador de un proceso electoral implica dos consecuencias íntimamente relacionadas: la primera, que el régimen autoritario pierda la elección, y la segunda, que el gobierno ceda el poder como resultado de haberla perdido. El problema se presenta porque los gobiernos con vocación autoritaria utilizan los procesos electorales competitivos como mecanismos para alcanzar y mantenerse en el poder, no porque crean en la democracia y la acepten como parte de las reglas de juego su relevo y entrega a quienes se les oponen y ganan las elecciones. En tal sentido, la competitividad electoral tiende por lo general a deteriorarse en relación directa al deterioro de su capacidad competitiva. En suma, mientras más importa la elección y mayor incertidumbre hay sobre su resultado, menos posibilidades hay de que se tolere una mayor competitividad electoral, y viceversa.

A partir de lo señalado, nos interesa abordar teóricamente una supuesta coyuntura de pérdida o baja legitimidad de un régimen autoritario electoral. Ante ello, los gobernantes pueden optar por abrir algo el juego electoral con el objetivo de satisfacer algunas demandas e intereses de distintos actores, incluso internacionales. Debido a la tensión que existe entre incrementar la legitimidad del proceso electoral y continuar controlando el poder, las élites gubernamentales realizan el cálculo tomando en cuenta el tipo de elección (primer o segundo orden) para que los resultados finalmente no les supongan una merma importante de su control del poder político. De ahí puede colegirse que en elecciones parlamentarias o subnacionales los gobernantes pueden estar dispuestos a aceptar resultados desfavorables en algunos distritos si ello contribuye, en principio, a preservar la gobernabilidad, estabilidad e intereses del régimen.

El supuesto anterior, nos explica por qué la élite dominante, en búsqueda de una mayor legitimidad y el reconocimiento de sus procesos electorales, se vuelve mucho más versátil estratégicamente, lo que significa que, más allá de utilizar la represión, la inhabilitación de candidatos o la ilegalización de partidos, que son prácticas comunes en las autocracias electorales, agrega y prioriza en su repertorio la posibilidad de permitir ciertas mejoras en los estándares de las elecciones, esto es, un mayor ajuste a principios, normas y prácticas reconocidos internacionalmente, sin que ello se traduzca en la democratización del régimen, sino, por el contrario, en una mayor estabilidad y autocratización del existente. Y actúa así porque mediante distintas acciones puede aumentar el clientelismo competitivo político-electoral y, en consecuencia, favorecer la proliferación de opciones, la división entre partidos y liderazgos de oposición y la fragmentación del voto opositor. Ello puede transmitir entre la población la idea de más competitividad y pluralismo, contribuir a la distribución de espacios de participación y representación entre distintos actores y grupos, ayudar a cooptar ciertos sectores de oposición y a la vez mantener o coadyuvar a una mayor división de las fuerzas opositoras. Es así como una mayor apertura no se traduce, necesariamente, en un riesgo intolerable de perder el poder. Ante ello, algunos sectores de oposición pueden intentar un simple acomodo, mientras que otros grupos es probable que apuesten por utilizar las reglas de juego para movilizar electores, coordinar y unificar propuestas y reafirmar liderazgos, así como obtener nuevas parcelas de poder.

III. EL RÉGIMEN POLÍTICO VENEZOLANO Y LOS PROBLEMAS DE INTEGRIDAD DE LAS ELECCIONES[Subir]

Una de las principales características del régimen político venezolano desde la llegada del chavismo al poder en 1999 ha sido su naturaleza cambiante, lo cual ha contribuido a propiciar incontables debates entre los estudiosos. En los primeros años, la literatura mostró importantes desacuerdos sobre el alcance de las propuestas, las acciones emprendidas y, en general, el funcionamiento del sistema (‍Corrales e Hidalgo, 2013). Dicho lo anterior, hasta aproximadamente la celebración del referéndum constitucional de 2007, Venezuela, en el mejor de los casos, no iba más allá de ser considerada una democracia defectuosa o de baja calidad con impronta autoritaria en algunas dimensiones. Así lo ponían de manifiesto índices como el de Freedom House o exámenes pormenorizados de variables procedimentales, las libertades, la igualdad o la capacidad de respuesta de los Gobiernos (‍Levine y Molina, 2012; Corrales e Hidalgo, 2017). A partir de los años 2007-‍2008, con el giro radical del chavismo, más estudiosos advierten las características de un régimen híbrido, combinación de rasgos autocráticos y democráticos, y su estabilización en su vertiente autoritaria competitiva (‍Hidalgo, 2009; ‍Corrales y Penfold, 2015), en algunos casos entroncándose la discusión con los populismos (‍Gómez Calcaño y Arenas, 2013).

Gráfico 1.

Índices de democracia. Venezuela (1997-‍2021)

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Nota: escala, intervalo, de menor a mayor (0-‍1). El índice de democracia liberal también toma en cuenta el nivel de democracia electoral.

Fuente: elaboración a partir de datos de V-Dem Project (https://www.v-dem.net/)

Tras la muerte de Chávez y su sucesión por Nicolás Maduro en 2013, el régimen transitó hacia un autoritarismo más cerrado. Y una de las características principales ha sido el desplazamiento del sistema en el eje competitividad/hegemonía. De ahí que en algunas coyunturas se permitiesen mayores niveles de competencia electoral (por ejemplo, elecciones parlamentarias de 2015), mientras que en otras hubiese un mayor control de las elecciones. Esto se advirtió claramente tras el desconocimiento de los resultados de la elección parlamentaria de 2015, la negativa a permitir que se celebrara la elección de gobernadores de 2016, la elección de la Asamblea Nacional Constituyente en 2017 y de los comicios regionales y municipales suspendidos ese mismo año, así como la elección presidencial celebrada sorpresivamente en mayo de 2018, procesos estos en los que las condiciones electorales, impuestas desde el Consejo Nacional Electoral (CNE) controlado por rectores provenientes del oficialismo, colocaron a la oposición en una clara situación de desventaja o, incluso, imposibilitando su participación. Varios índices del proyecto V-DEM muestran la evolución negativa de la democracia en el país en los últimos veinte años (véase gráfico 1). Debido al empeoramiento de los rasgos liberales y de los estándares democráticos electorales, para el año 2021 Venezuela era considerado un autoritarismo electoral equiparable en diferentes aspectos a países como Bielorrusia, Rusia o Afganistán. Esto es, conforme al análisis teórico desarrollado en el apartado anterior, las elecciones multipartidistas habían perdido su carácter competitivo, circunstancia que se advierte en particular tras las elecciones parlamentarias de 2015.

No se pretende aquí, ni es posible, un análisis pormenorizado de las irregularidades ocurridas en las numerosas elecciones celebradas, y de las que han dado cuenta diversos informes de observación electoral y numerosos estudios (véase, por ejemplo, ‍Corrales, 2020). Sin embargo, conviene examinar determinadas cuestiones de integridad electoral vinculadas con el argumento central de este trabajo. Así, durante la etapa de Hugo Chávez en el poder, el chavismo fue altamente competitivo (véase gráfico 2), esto es, contó con un fuerte liderazgo carismático y recursos provenientes del abultado ingreso petrolero que permitieron ganar amplios apoyos entre la población al aplicar diversas medidas asistenciales y políticas socioeconómicas.

Lo anterior permite entender que, a priori, se intentara salvaguardar la esfera político-electoral, aunque el juego no estuviese exento de problemas y obstáculos para que la oposición pudiese participar y obtener la victoria. Así sucedió en particular en algunas coyunturas, como por ejemplo en el periodo que lleva a la convocatoria del controvertido referéndum revocatorio presidencial que, plagado de irregularidades, y tras un largo proceso, finalmente se celebró en agosto de 2004, otorgándole a Chávez una amplia victoria (59,09 % a favor de su continuidad en la presidencia, versus 40,63 % de los que apoyaban la revocación de su mandato), resultado que facilitó su consolidación en el poder (‍Kornblith, 2005). Y en las elecciones presidenciales de 2006, aunque Chávez ganó con amplios apoyos (62,84 % de los votos frente al 36,9 % del candidato opositor Manuel Rosales), destacaron problemas como el despliegue de amplia publicidad institucional, el desequilibrio de los medios de comunicación o la participación de empleados públicos en la campaña, dejando en evidencia al CNE, que no hizo uso de sus poderes para que la contienda fuese más equitativa (‍MOE UE, 2007). A pesar de existir un campo de juego desigual, en alguna coyuntura ganaron los sectores de oposición, como ocurrió en el referéndum constitucional de 2007, en el que hoy en día alrededor de un 6 % de las actas de votación no han sido escrutadas y publicadas; o consiguieron que sus listas fuesen las más votadas, aunque debido a la mecánica del sistema electoral el chavismo obtuviese más escaños —tal fue el caso de las elecciones parlamentarias de 2010 (‍Monaldi et al. 2010)—. También se presentaron situaciones en las que la oposición exigió más garantías para participar, aunque finalmente boicoteó las elecciones más por razones políticas que técnicas (elecciones parlamentarias de 2005).

Gráfico 2.

Competitividad electoral del chavismo (1998-‍2018)

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Dicho lo anterior, no puede obviarse que, por la vía de los hechos, el chavismo no reconoció plenamente la irreversibilidad de lo expresado por los ciudadanos en las urnas. Tras el referéndum de 2007, el aspecto fundamental y más controvertido de la reforma, la reelección presidencial, volvió a presentarse a votación a través de una polémica enmienda constitucional (2009) que también incorporó la reelección indefinida de otros cargos de elección popular, generando así los incentivos para que otros beneficiarios de la reforma, como lo eran gobernadores y alcaldes, contribuyeran a la movilización del voto para su aprobación. Y en las elecciones regionales y locales de 2008, el chavismo no solo inhabilitó administrativamente candidatos con potencial de triunfo (algo contrario a la propia Constitución de 1999), sino que desconoció la victoria de dirigentes de la oposición al nombrar por encima de ellos autoridades dependientes del Ejecutivo que asumían competencias y recibían presupuestos, los denominados protectores (el caso de la Alcaldía Mayor de Caracas será paradigmático), o que el Gobierno central asumiera ciertas funciones de los estados a pesar de lo establecido en las leyes. Esos y otros ejemplos evidenciaron la autocratización creciente del régimen.

El fraude, entendido como irregularidades que buscan alterar los resultados de las elecciones, también ha ocasionado numerosas controversias durante el período de Chávez. Haciendo uso de diversas herramientas estadísticas, se detectaron anomalías significativas en el conteo de los votos, que introdujeron un sesgo a favor de la opción ganadora (la opción del «No») en el referéndum revocatorio presidencial de 2004, entre otros aspectos advertidos. Tampoco en dicho proceso los resultados del voto electrónico se ajustaron a la ley del segundo dígito de Newcomb Benford y la muestra seleccionada para la auditoría no fue aleatoria ni representativa de los centros de votación. Dicho eso, ninguna de las metodologías usadas en diversos estudios arrojó evidencias concluyentes de manipulación deliberada (Statistical Science, 2011). Además, se cuestionó la fiabilidad del registro electoral al advertirse que variaciones anómalas del mismo fueron decisivas para que el chavismo obtuviese la mayoría en el referéndum revocatorio o en las elecciones presidenciales de 2012 (‍Jiménez e Hidalgo, 2014). Estos estudios no concluyen que el chavismo hubiese perdido de celebrarse elecciones libres y equitativas, pero aportan evidencia suficiente para advertir que la diferencia hubiese sido menor. Asimismo, también se encontraron patrones estadísticos anómalos en las elecciones presidenciales de 2013, en las que Nicolás Maduro ganó, de acuerdo con las cifras oficiales, por poco más de doscientos mil votos, y en las que los pequeños centros de votación fueron decisivos (‍Jiménez et al., 2017). Esta elección fue además muy cuestionada por el hecho de que los resultados quedaron dentro del margen de error de los quick counts y nunca se permitió la auditoría posterior.

Esa pérdida de competitividad en las elecciones presidenciales de 2013 volvió a ratificarse con más fuerza en la elección parlamentaria de 2015, en la cual la oposición logró alcanzar la mayoría calificada de dos tercios de la Asamblea Nacional, lo que le permitía derogar, reformar o aprobar cualquier ley, incluidas las orgánicas que se aprueban a por tal mayoría, destituir ministros o al mismo vicepresidente, pero el Gobierno no reconoció los resultados electorales alegando fraude y anulando las elecciones en tres circunscripciones del estado Amazonas, que hacían la diferencia entre tener mayoría simple o calificada, y no las volvió a convocar para negarle a la posición estos tres diputados y posteriormente declarar a la Asamblea en desacato a través de una sentencia del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que sirvió para ilegalizar a la Asamblea Nacional, que después fue en la práctica anulada en 2017 por una Asamblea Nacional Constituyente con plenos poderes para legislar, pero que, contradictoriamente, nunca legisló en materia constitucional. La idea fue, en definitiva, crear un órgano supraconstitucional con poderes plenipotenciarios que, manejado a su antojo, y con el apoyo del TSJ, garantizaba a la élite gobernante el control total del poder.

A partir de lo señalado, las elecciones parlamentarias de 2015 (‍Alarcón et al., 2016) constituyeron un parteaguas respecto a la tesis planteada en este trabajo. Para entonces, los numerosos problemas acumulados debido al carácter del modelo económico contribuyeron a un progresivo colapso de la economía venezolana en un momento en que además se produjo un brusco descenso de los precios del petróleo. El agravamiento de la situación socioeconómica incidió en los altos niveles de descontento con el gobierno de Maduro y también en sus posibilidades de adoptar medidas o planes para incrementar apoyos, como en el pasado. El mal manejo de la crisis y acciones diversas de la élite política gobernante repercutieron en la competitividad electoral del chavismo. Consciente de la situación, el Ejecutivo desplegó un conjunto de herramientas (inhabilitación de candidatos, intervención de partidos, inclusión de nuevos partidos y candidatos dispuestos a competir, etc.) para favorecer la abstención y fragmentación del voto opositor. Así no habrían garantizado unos estándares mínimos de integridad electoral, como evidencian las elecciones del período 2017-‍2019. Lo destacable en los últimos años es que las violaciones a la integridad electoral en los procesos electorales han sido más sofisticadas y sutiles que una burda manipulación del conteo de votos, que en pocas ocasiones contaron con algún nivel de evidencia como sucedió en las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente de 2017, en las que empresa encargada de la votación (Smartmatic) habló de manipulación al estimar una diferencia de un millón de votos entre la participación real y la anunciada por el organismo electoral; o lo acontecido en las elecciones a gobernador en el estado de Bolívar celebradas ese mismo año, en las que la oposición fue capaz de presentar pruebas concluyentes de fraude[3].

El índice Perceptions of Electoral Integrity Index da cuenta del empeoramiento de la integridad electoral entre 2012 y 2020. En particular, si tomamos como referencia las elecciones presidenciales, sobre un índice de 100 puntos, en las elecciones de 2012 la puntuación se ubicó en 54, en 2013 bajó a 40 y en las de 2018 todavía descendió mucho más, ubicándose en 26 (‍Garnet et al., 2022). Los problemas y las irregularidades son comunes, así como el debilitamiento del Estado de derecho y las restricciones de algunas libertades desde la llegada del chavismo al poder. Tal es así que, para FH, Venezuela dejó de ser una democracia electoral tras las elecciones regionales y locales de 2008 (véase gráfico 3).

Gráfico 3.

Venezuela (1998-‍2021). Libertades civiles y derechos políticos

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En suma, el despliegue de diversos instrumentos de manipulación en la arena electoral facilitó el dominio del juego político-electoral, así como el control de las principales instancias de poder en el país. Y eso que Maduro y el chavismo perdieron importantes apoyos con el transcurso del tiempo hasta convertirse en una minoría. Los niveles de identificación con el chavismo pasaron a ubicarse en unos porcentajes entre el 25-‍30 %, si tomamos como referencia el periodo noviembre de 2019-junio 2022 (véase gráfico 4). Y en la categoría de grupos no identificados con el chavismo ni con la oposición, distintos estudios de opinión han mostrado que la mayoría es partidaria de un cambio si hubiese condiciones electorales que favorecieran unas elecciones genuinas.

Gráfico 4.

Autodefinición política. Venezuela (2019-‍2022)

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IV. CONFLICTO POLÍTICO Y ELECCIONES (2020-‍2021)[Subir]

¿Por qué son importantes las elecciones del periodo 2020-‍2021? Tras un periodo de intensos conflictos sociopolíticos y en un contexto de baja legitimidad, el gobierno siguió haciendo uso de diversas herramientas señaladas en el apartado anterior. Lo novedoso a nuestro entender, que entronca con el argumento teórico expuesto en la sección segunda, es la importancia y dimensión que adquiere una estrategia desplegada por el régimen: la destrucción de la unidad de las fuerzas opositoras mediante la fabricación de nuevas oposiciones, en unos casos mediante la cooptación de dirigentes de partidos que habían participado hasta ese momento en propuestas unitarias, y en otras a través del apoyo directo o indirecto a su creación y financiación. El éxito de esta permite analizar la salida airosa a la élite gobernante de la coyuntura sin introducir cambios sustanciales en el régimen autoritario y a la vez posibilita aventurar hipótesis de cara a la próxima cita electoral presidencial. En suma, durante el ciclo electoral 2020-‍2021 se pueden contrastar los argumentos avanzados en la sección teórica de cómo las elecciones en determinadas coyunturas sirven a los fines de la autocratización.

Diversos aspectos de la evolución socioeconómica y el contexto político ayudan a entender la priorización de la nueva estrategia por el Ejecutivo frente a otras. En 2020 eran muy evidentes los efectos socioeconómicos del colapso de la economía dados los bajos niveles de actividad económica, la hiperinflación que devoraba el escaso ingreso de la gran mayoría de la población, la falta de servicios básicos, el desabastecimiento y escasez de insumos, alimentos y medicinas que habían ocasionado una crisis humanitaria y provocado un éxodo masivo de venezolanos. La pandemia de la COVID-19 en ese año no hizo sino empeorar más la situación.

El entorno político-institucional también se había deteriorado notablemente. Primero, más allá de importantes errores cometidos por líderes y fuerzas opositoras (‍Gamboa, 2017; ‍Rosales y Jiménez, 2021), distintos episodios del periodo 2016-‍2017 señalados en el apartado anterior mostraron el claro deseo del Ejecutivo por anular toda capacidad institucional de la oposición, saltándose la Constitución y las leyes. Además, tras las elecciones presidenciales de 2018 se había generado una crisis en torno a la Presidencia de la República. El desconocimiento de los resultados de los comicios por amplios sectores de la oposición, que no habían participado por la imposición de condiciones electorales inequitativas —entre otras el adelanto en más de seis meses de los comicios presidenciales de 2018—, fue seguido en enero de 2019 por el nombramiento como presidente interino por la AN del dirigente opositor Juan Guaidó, elegido presidente del poder legislativo para el período enero 2019-enero 2020. Y ello en base a una interpretación del art. 233 de la Constitución por la que se consideraba que Maduro no había sido elegido democráticamente y se había producido una usurpación de la Presidencia. De ahí que el presidente de la AN asumiera el poder ejecutivo con el objetivo último de convocar elecciones democráticas. A partir de entonces, se dio un choque de legitimidades entre el Ejecutivo liderado por Maduro, quien defendía la legalidad de su mandato, y Juan Guaidó, respaldado por amplios sectores de la población y más de cincuenta países que le reconocían como presidente interino.

La asunción del poder por Maduro profundizó el conflicto político en el país. Así, cabe mencionar las movilizaciones que se desataron en enero de 2019 por defensores y detractores del presidente, y en cuyo marco tuvieron lugar distintos episodios, como el fallido intento de fuerzas opositoras de introducir por tierra y mar ayuda humanitaria en Venezuela en febrero de ese año, lo que ocasionó cientos de heridos y varios muertos, o la fracasada insurrección cívico-militar de finales de abril para desbancar del poder a Maduro.

A ello deben sumarse las controversias y efectos de las nuevas sanciones que aplicaron EE. UU. y otros países a dirigentes chavistas y a algunos sectores económicos, en particular el petrolero. En un contexto como el descrito, las sanciones, que buscaban restar recursos al Gobierno a fin de debilitar su cohesión y obligarle a negociar, contribuyeron también, en alguna medida, a agravar más el contexto socioeconómico. En cualquier caso, conviene destacar el endurecimiento de las posiciones tanto del Gobierno venezolano como de Washington, y como consecuencia de la oposición, durante el periodo 2019-‍2020.

En ciertos momentos, la presión internacional, sumada a las movilizaciones opositoras internas y la precariedad de la situación para el Gobierno, abrieron espacios para una negociación con la oposición, mediada internacionalmente, para alcanzar acuerdos en torno a cuestiones como la apertura de un canal humanitario, la liberación de presos políticos, el restablecimiento de los poderes a la AN o la convocatoria de elecciones libres. Las reuniones en República Dominicana (2017) y en Noruega y Barbados (2019) finalizaron sin acuerdos apreciables entre las partes. Y otros espacios de diálogo establecidos por países amigos o aliados tampoco lograron avances significativos para desbloquear la situación. Al final, toda iniciativa parecía abocada al fracaso por algo que se había evidenciado durante años dadas las asimetrías de poder existentes entre el gobierno y la oposición (‍Alarcón, 2016; ‍Martínez Meucci y Alfaro Pareja, 2020). En última instancia, para el Gobierno el diálogo siempre resultó útil para desescalar la presión ocasionada por la movilización de protestas desde el lado opositor, ya que se interrumpían las acciones de presión que se traducía en desprestigio y desconfianza hacia los líderes opositores que aceptaban una pausa en el conflicto cuando el Gobierno lucía más vulnerable. Además, con ello se imposibilitaba reproducir una nueva escalada del conflicto, como alternativa a un acuerdo negociado, cuando el Gobierno retomaba el control de la situación y se negaba a hacer concesiones que consideraba más costosas que mantenerse en el poder en los términos que lo venía haciendo. Esta lógica permite entender lo sucedido en torno a las elecciones legislativas celebradas el 6 de diciembre de 2020.

La falta de acuerdos políticos y el deseo del chavismo por controlar la AN se tradujo en la convocatoria de unos comicios parlamentarios que carecieron de importantes condiciones y garantías electorales, y en los que el chavismo desplegó de manera eficaz un conjunto de medidas político-clientelares para integrar al sistema y dividir a la vez a sectores de la oposición. Primero, el CNE aprobó un reglamento especial para elecciones más allá de sus competencias según disposiciones constitucionales y en todo caso fuera del plazo establecido para la modificación de leyes electorales. Esa normativa sirvió de base para, por ejemplo, aumentar de 167 a 277 el número de diputados en la AN, crear una circunscripción nacional para adjudicar 48 diputados a través de un doble voto a la vez que modificar la proporción de diputados nominales. Ese incremento del número de representantes permitió otorgar ciertos espacios a algunas fuerzas opositoras cooptadas. En ese sentido también hay que entender el establecimiento de un voto de segundo grado para elegir a los tres diputados indígenas —eliminando de ese modo el voto universal, directo y secreto implantado décadas atrás para los pueblos originarios—. Segundo, el registro electoral fue actualizado de manera deficiente y parcializada, en un proceso en el que los venezolanos residentes en el exterior no podían votar.

A lo anterior hay que sumar una nueva intervención desde el TSJ de los órganos de máxima dirección de varios partidos políticos alegándose una supuesta reestructuración que, en definitiva, otorgó el uso de la tarjeta electoral a nuevas directivas, cooptadas por el régimen. Si bien tal proceder se había advertido en las elecciones presidenciales de 2013 y las parlamentarias de 2015, en esta ocasión esta práctica fue más notoria. Con ella, el Gobierno buscó anular la oposición parlamentaria existente. Al efecto, se intervinieron tres de los principales partidos opositores: Acción Democrática (AD), Primero Justicia (PJ) y Voluntad Popular (VP), y dos organizaciones que habían formado parte de la alianza chavista, con el fin de garantizar su apoyo: Patria Para Todos (PPT) y Tendencias Unificadas para Alcanzar el Movimiento de Acción Revolucionaria Organizada (Tupamaro). Por otro lado, si bien se realizaron auditorías siguiendo los protocolos establecidos, no se dispuso de tiempo suficiente para verificar la integridad de los sistemas de una plataforma tecnológica nueva, entre otros, de las máquinas de votación, el software o la transmisión de datos electorales (‍Asociación Civil Asamblea de Educación, 2020: 4-‍5). Tampoco ayudó a convocar unas elecciones con unas mínimas garantías el nombramiento de los nuevos rectores del CNE por el TSJ, eligiéndose presidenta a Indira Alfonzo, quien venía de ser presidenta de la Sala Electoral del TSJ y autora de la sentencia que anuló la elección de los diputados del estado de Amazonas que le daban a la oposición la mayoría calificada en los comicios parlamentarios de 2015.

Debido a la ausencia de unos mínimos estándares democráticos, gran parte de la oposición no participó en unas elecciones caracterizadas por un escaso ambiente de campaña, un CNE que no dejó de hacer llamadas y emprender acciones para fomentar la asistencia a las urnas y las estrategias movilizadoras desplegadas por el chavismo. Asimismo, se manifestó una vez más el ventajismo institucionalizado (uso de recursos e instituciones públicas, sesgo de los medios públicos, etc.) y la imposición de restricciones a la libertad de información. Ello contribuyó a la existencia de un campo de juego muy desigual, habitual en este tipo de regímenes autoritarios electorales (‍Levitsky y Way, 2010).

Al respecto, conviene subrayar el acusado clientelismo del que hizo gala el chavismo en sus distintos niveles de gobierno y también a través de los consejos comunales para llevar votantes a las urnas. Ello fue evidente en las inauguraciones o las promesas de futuras obras. También quedó claro con el incremento de algunos servicios públicos y el uso de los programas sociales con fines electorales, como la entrega de alimentos, medicinas y, en menor medida, viviendas o materiales educativos durante la campaña electoral. Por último, se apreció en el traslado de electores a los centros de votación, utilizándose recursos públicos (‍OEV, 2020).

Los resultados mostraron el éxito de la estrategia gubernamental en unas elecciones con una elevada abstención, cercana al 70 % de los inscritos. Para estos comicios se conformaron grandes bloques, si bien los escaños se atribuyeron a organizaciones específicas. La coalición de fuerzas que apoyaba al gobierno, el Gran Polo Patriótico, obtuvo el 91,34 % de los votos y 253 representantes —todos ellos a través de la principal fuerza política, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV)—. A ellos hay que sumar los tres representantes indígenas, militantes del PSUV. En total, el chavismo pasó a controlar el 92,41 % del legislativo que se instaló en enero de 2021. La coalición Alianza Democrática, nucleada en torno a los beneficiarios de los partidos intervenidos por el TSJ, obtuvo 17 representantes (AD, 11; Esperanza por el Cambio, 3, Copei, 1 y Primero Venezuela, 2). Por su parte, la Alternativa Popular Revolucionaria, alianza minoritaria de fuerzas de izquierdas opuestas a la Administración de Maduro, y que incluía además algunos sectores de partidos intervenidos judicialmente, obtuvo un escaño a través de su principal fuerza, el Partido Comunista de Venezuela. La lógica político-electoral chavista le llevó a violentar de manera acusada el principio de representación proporcional establecido en la Constitución de 1999 y que progresivamente se había ido debilitando. Un ejemplo más de la estrategia para favorecer una oposición cooptada por el régimen fue la adjudicación de un escaño, a pesar de haber perdido la elección, por el estado de Yaracuy a Luis Parra, quien junto a José Brito propiciaron los cambios de la dirección del partido Primero Justicia a través de los tribunales.

No solo gran parte de los sectores de oposición desconoció los resultados, sino también la mayoría de los países democráticos y organizaciones como la OEA y la UE. Tras la instalación de la nueva Asamblea Nacional en enero de 2021, algunos países, ante las bajas expectativas de que se produjese un cambio político en el corto o mediano plazo, intentaron, discretamente, normalizar relaciones con el Gobierno, mientras que otros como Colombia, Argentina y Brasil, tras cambios en sus Gobiernos, dejaron de reconocer a Guaidó y al Gobierno interino, pero el respaldo de EE. UU. y otros actores internacionales siguió alimentando el conflicto en una nueva etapa en la que siguió apoyándose la continuidad administrativa de la AN de 2015. Se produjo así, por tanto, una bicefalia institucional tanto en la Presidencia como en el poder legislativo. Aunque el margen de maniobra de las instituciones en manos de los opositores era muy limitado, añadía más complejidad y mostraba la grave situación política.

Como en otros periodos, con el horizonte de nuevas elecciones, esta vez locales y regionales, se abrieron nuevos espacios para el diálogo con apoyo internacional. Las nuevas rondas de negociaciones que tuvieron lugar en México se vieron interrumpidas y concluyeron sin resultados. De hecho, semanas antes de las elecciones, el Gobierno se retiró de la mesa de negociación usando como excusa la extradición desde Cabo Verde a Estados Unidos de Alex Saab, empresario colombiano, considerado presunto testaferro de Maduro.

A pesar de un nuevo fracaso en las negociaciones, las elecciones regionales y locales de 2021 terminaron siendo importantes para el Gobierno y la oposición. Maduro buscó incrementar sus niveles de legitimidad y, sobre todo, el retiro de las sanciones económicas, en particular las provenientes de EE. UU., así como acceder a determinados foros internacionales de los que había quedado excluidos. Además, el hecho de que el Ejecutivo contase con herramientas suficientes para seguir fragmentando a la oposición facilitaba realizar algunas concesiones electorales y aceptar ciertos resultados que no pusieran en riesgo su control del poder. Para los sectores de oposición que apostaban por la ruta electoral y dejar atrás el abstencionismo iniciado en 2017, se abría la posibilidad de obtener determinados cargos de representación, y una plataforma político-institucional desde la que operar. También facilitaba el acceso a recursos estatales, por limitados que estos fuesen, para distribuir entre sus clientelas. Asimismo, les permitía intentar conseguir una mayor legitimidad y apoyo ante la comunidad internacional de cara a una hipotética negociación con el régimen sobre las reglas de juego de las elecciones presidenciales previstas para 2024. En suma, el grueso de la oposición apostaba por las elecciones ante la ausencia de otras alternativas viables como habían puesto de manifiesto los repetidos intentos de negociación y la incapacidad para realizar grandes movilizaciones de la población.

El gobierno hizo algunas concesiones para mejorar la transparencia y confiabilidad del proceso electoral. De entrada, la AN eligió en mayo de 2021 un nuevo CNE más equilibrado —de sus cinco miembros principales, dos no estaban adscritos al chavismo—. Este órgano electoral pasó a ser el más ponderado en dos décadas, tal y como se apreció en algunas de sus decisiones. Así, respecto de las elecciones anteriores, se estableció un periodo más largo para registrarse o actualizar datos en el registro electoral, si bien organizaciones civiles detectaron poca afluencia a los puntos habilitados, además de algunas irregularidades (‍OEV, 2021; ‍ROAE, 2021). A tenor de los resultados, dicha actualización buscaba acortar la importante brecha que existe desde hace tiempo entre los inscritos y los que tienen derecho a voto (‍Súmate, 2021). También se realizaron auditorías técnicas al sistema automatizado de votación. Más allá de las regulares que también se han realizado en otras elecciones, y a las que asisten técnicos de los partidos y organizaciones de la sociedad, la novedad consistió en esta ocasión en la ejecución de una auditoría extraordinaria por parte de un equipo de académicos e investigadores del sistema de votación (‍OEV, 2021: 42-‍44). Además, se eliminaron inhabilitaciones sobre algunos líderes, si bien otros no pudieron inscribirse, el CNE rechazó su postulación o al final no se respetó su habilitación tras ganar las elecciones, como veremos más adelante. Igualmente se permitió participar a ciertas organizaciones políticas que no lo habían hecho en el pasado más reciente. Por otro lado, se posibilitó el despliegue de algunas misiones de observación electoral internacionales como la Unión Europea (que no había estado en el país desde las elecciones presidenciales de 2006) y el PARLASUR, así como grupos de expertos de Naciones Unidas y del Centro Carter. Como en otras ocasiones, se permitieron organizaciones civiles nacionales de observación, siendo la mayor diferencia respecto a últimos procesos electorales la participación de un mayor número de ellas. Por último, el presidente Maduro desistió nombrar los denominados «protectores» tras las elecciones.

Aunque mejoraron varias condiciones, persistieron los cuestionamientos sobre el carácter genuino de las elecciones. Primero, se inhabilitaron arbitrariamente a bastantes personas, varias de ellas incluso después de ser nombrados candidatos por el CNE, incluidas algunas provenientes del chavismo disidente. Segundo, se mantuvo la intervención de las directivas de algunos partidos, lo que obviamente repercutió en los derechos de las organizaciones y de los votantes. Tercero, se utilizaron recursos, programas sociales y obras públicas en favor de partidos y candidatos mayormente chavistas. En cuarto lugar, se apreció un sesgo de los medios públicos, si bien en esta ocasión tuvieron más acceso a ellos algunos candidatos opositores. Quinto, en el día de las elecciones, que fue tranquilo —salvo en el estado de Zulia, que conoció ciertos episodios de violencia (una persona muerta y varios heridos)—, se observaron bastantes puntos de control partidistas a las afueras de los centros de votación y episodios de voto asistido. Esos hechos, además de otros relativos a la Administración electoral, repercutieron en la seguridad de la votación y la calidad del proceso electoral, como varios informes de observación revelaron (‍MOE-UE, 2022; ‍OEV, 2021).

Con una participación del 42,26 %, el chavismo obtuvo 19 gobernaciones de un total de 23, frente a inicialmente 3 de la oposición —Plataforma Unitaria Democrática 2, y Fuerza Vecinal 1—. Esta última era una nueva organización política opositora creada por un grupo de dirigentes municipales encabezados por tres de los alcaldes de la Gran Caracas (Chacao, Baruta y El Hatillo). No se proclamó ganador en el estado de Barinas al suspenderse la totalización de votos y convocar nuevas elecciones. Cuatro años antes, el PSUV había obtenido 19 gobernadores y la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) 4. Por otro lado, de las 335 alcaldías el PSUV obtuvo 210 (62,68 % del total) y el resto (125) se repartieron entre distintas fuerzas opositoras, entre otras MUD (63), Acción Democrática (22), Fuerza Vecinal (10) y Copei (9). No hay dudas que la heterogeneidad y fragmentación de fuerzas repercutió en los resultados obtenidos por la oposición. En 2017, el chavismo se había hecho con el control de 305 alcaldías (91 % del total), en unas elecciones municipales caracterizada por una baja participación (47,32 %) y la concurrencia por iniciativa propia de algún partido integrante de la MUD (como Un Nuevo Tiempo), ya que esta coalición de fuerzas no participó por los indicios de fraude en las regionales, celebradas dos meses antes.

El caso de Barinas requiere un breve análisis. La suspensión de la totalización de votos para la gobernación en dicho estado la noche del 21 de noviembre de 2021, cuando las proyecciones favorecían al opositor Freddy Superlano, de la Plataforma Unitaria, es una evidencia más de la estrategia chavista. Los ciudadanos tuvieron que esperar varios días hasta que el TSJ decidió que las elecciones se repetirían el 9 de enero de 2022 tras aceptar una acción de amparo constitucional que alegaba que dicho candidato había sido inhabilitado. La sentencia constituía un atropello contra los derechos políticos, ya que no se había producido ninguna sentencia judicial que justificara dicha inhabilitación, algo que en última instancia cuestionaba al CNE y entraba en contradicción con una decisión adoptada por el presidente Maduro, quien había indultado a Superlano junto a otros políticos opositores. Lo sucedido en este estado evidenció disensos en el seno del oficialismo respecto a cómo proceder en el bastión de la familia de Chávez, crecientemente contestatario con las acciones de quienes habían dominado la política regional desde 1999. De hecho, los eventos evidenciaron divisiones respecto al candidato oficialista, Argenis Chávez, quien fue reemplazado para los nuevos comicios por Jorge Arreaza, más afín a Maduro y con una dilatada trayectoria en puestos gubernamentales.

Por otro lado, el chavismo obstaculizó la postulación de otros candidatos provenientes de organizaciones consideradas más radicales, como fue el caso de la esposa de Superlano (quien nunca había ocupado un cargo público) por Voluntad Popular, del que provienen dirigentes como Leopoldo López, Juan Guaidó, Freddy Guevara y el mismo Freddy Superlano. Finalmente, el régimen acabó aceptando la candidatura de Sergio Garrido, dirigente de AD.

A pesar de todos los problemas que enfrentó, el ventajismo del que hizo gala el oficialismo y la postulación de Claudio Fermín, otro candidato opositor cooptado por el régimen para intentar dividir el voto opositor, Garrido se impuso en las elecciones: 55,34 % frente a 41,30 % de los votos obtenidos por Arreaza. ¿Por qué aceptó los resultados en esta ocasión el Ejecutivo? Cabe pensar que el régimen ganaba en gobernabilidad dada la situación en este estado llanero, en el que muchos más ciudadanos y políticos se movilizaron para votar contra el Gobierno tras los resultados del 21 de noviembre, algo más de cincuenta mil electores adicionales, por lo que significó un cambio de expectativas sobre la invencibilidad del Gobierno. Además, el chavismo transmitía a distintos actores y organizaciones, en particular internacionales, su aceptación de la voluntad de los electores en un claro intento por mejorar su imagen tras las críticas recibidas después de las elecciones regionales y locales. Dicho lo anterior, no debe pasarse por alto la movilización de grandes contingentes de tropas y funcionarios policiales en el estado para las elecciones. Y tampoco el que el Gobierno, disconforme con el informe preliminar crítico de observación de la MOE-UE en noviembre, cambió su relación con esta: bloqueó toda posibilidad de que la misión de observación pudiese extender su estadía, y, por tanto, estar presente en los comicios de enero, y no aceptó recibir su informe final (‍MOE-UE, 2022).

Finalmente, conviene referirse a la baja participación electoral del periodo 2017-‍2021. Por un lado, no puede ignorarse la responsabilidad de distintas organizaciones y líderes opositores, falta de unidad, llamamientos a la abstención y sus decisiones de los últimos años para enfrentar las acciones del régimen de Maduro, a los que se suman los problemas del registro electoral y la diáspora. Además, en 2021, la oposición inició muy tarde su campaña, fruto en parte de la dilación de ciertas mejoras para favorecer su concurrencia. Dicho eso, también influyó una extendida matriz de opinión sobre la ineficacia de intentar un cambio por la vía electoral, así como la destrucción de la confianza en el CNE, que terminaron condicionando la respuesta de los partidos de oposición ante el dilema entre participar y perder o abstenerse y no reconocer la elección, empatizando con la opinión de la mayoría de sus electores. Tal fenómeno, aunque no es nuevo —sucedió en las parlamentarias de 2005 tras los cuestionados resultados del referéndum revocatorio de 2004, en las elecciones regionales y municipales de 2017 tras el cese de las protestas y las acusaciones de fraude electoral en la elección de la Asamblea Constituyente del mismo año, y en la presidenciales de 2018 tras su convocatoria extemporánea casi siete meses antes de lo previsto—, para las elecciones regionales y locales de 2021 resultó difícil de revertir.

Pero en dichos niveles de abstención también influyó la estrategia oficialista. En unos casos con maniobras para desmovilizar a votantes que pudiesen apoyar a fuerzas opositoras. En otras, la abstención se explica por el hastío de muchos que en el pasado lucían más comprometidos con el oficialismo. A pesar de la maquinaria desplegada por el Gobierno en los barrios, como evidencian los consejos comunales, encargados en teoría de la gestión de problemas y manejo de recursos a través de mecanismos participativos, o los comités locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), responsables de la distribución de bolsas de alimentos, en los últimos años el engranaje ideado desde el poder central da muestras de agotamiento. No solo por sus ineficiencias, corruptelas y falta de recursos, sino también porque un número creciente de chavistas muestra su disconformidad con la mala situación del país recurriendo a la abstención. Por consiguiente, tales estructuras parecieran haber perdido parte de la efectividad que también han tenido como mecanismos de control político-electoral.

V. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS[Subir]

En primer lugar, puede concluirse que un régimen autoritario electoral, en su deriva a la hegemonía y con bajos niveles de legitimidad, es capaz de recurrir de manera efectiva no solo a distintas irregularidades electorales, sino también a mecanismos de cooptación, específicamente político-clientelares en los procesos electorales para favorecer la división y fragmentación de la oposición, creando una suerte de micro oposiciones con cierta competitividad subnacional que pasan a jugar un papel más bien residual en el sistema. Los incentivos establecidos en Venezuela para las elecciones legislativas de 2020 y los comicios regionales y locales de 2021 evidencian cómo tales estrategias garantizan la gobernabilidad y durabilidad del sistema, ya que combinan la asignación de la mayoría de representantes al oficialismo con ciertos espacios de poder para la oposición en la AN o en gobernaciones y municipios del país, que al final terminan cooptados por el mismo Gobierno nacional, por su dependencia presupuestaria, política e institucional del poder central.

Segundo, en este trabajo también se comprueba que las elecciones sirven a los fines de la autocratización en tanto facilitan que el régimen pueda dividir a la oposición y reducir su competitividad en determinados espacios políticos. No obstante, del análisis realizado se puede inferir que las estrategias político-clientelares exitosas en tales ámbitos podrían serlo menos en unas elecciones presidenciales. La propia lógica de la economía del voto en un sistema presidencial conduce frecuentemente a la polarización. Tal tendencia genera incentivos para que distintos partidos y liderazgos se sientan obligados a coordinarse evitando los costos políticos de jugar atendiendo exclusivamente a sus intereses individuales y egoístas. Es por ello que en unas próximas elecciones presidenciales, tal como sucedió en las de 2006, 2012, y 2013, es muy probable que se produzca la polarización del voto entre el candidato oficialista y uno de oposición, y menos probable la permanencia en la contienda electoral de un tercer candidato con capacidad de arrastre significativo, aun cuando se quisiera impulsar por parte de los que detentan el poder.

En el caso examinado también se puede colegir que la tensión entre legitimidad y control de los resultados electorales se ve exacerbada por lo que Robert Dahl (‍1971) define como el equilibrio entre costos de tolerancia y costos de represión. En tal sentido, puede concluirse que cuando se está en presencia de élites políticas que han ejercido el gobierno de manera autoritaria por un tiempo considerable, como es el caso de Venezuela, la alternancia en el poder lejos de ser la norma se constituye en una amenaza real a los intereses, el patrimonio, la seguridad, la libertad y, en ocasiones, hasta a la vida misma de quienes se han beneficiado del statu quo. Al respecto, un Gobierno autocrático que ha recurrido al uso de la fuerza para mantener el poder se encontrará ante un dilema cuando crezca la presión, interna y/o externa, por reformas democráticas, o el poder de los grupos de oposición (‍Lindberg, 2009).

Es así como, con vistas a la próxima elección presidencial, que de acuerdo a la Constitución vigente sería para el período enero 2025-enero 2031, y considerando la alta probabilidad de que los comicios presidenciales de 2024 también se polaricen, cabe esperar un mayor deterioro de las condiciones electorales, ya que se trata de un proceso existencial no solo para los actores que conforman la élite gubernamental, sino también para aquellos que resultan esenciales a su sostenimiento y/o simplemente se benefician y dependen también de la preservación del statu quo, como es el caso de la cúpula militar, jueces y jefes policiales involucrados en violaciones de derechos humanos cuya impunidad depende de la estabilidad del régimen. También actores económicos en cuya actividad tienen participación el crimen organizado en torno a la corrupción y las debilidades del Estado, organizaciones terroristas identificadas ideológicamente con el proyecto gubernamental y actores internacionales con intereses políticos, económicos o geoestratégicos en Venezuela, entre otros.

Lo anterior, ciertamente, puede variar como resultado de las presiones internas e internacionales y de las negociaciones en curso entre el Gobierno y la oposición, que permitirían contribuir a una mejora de la integridad electoral, pero ello dependerá, por un lado, de la percepción que el Gobierno tenga sobre la necesidad de reducir los cuestionamientos al proceso y darle la mayor legitimidad posible a los comicios y, por el otro, de los riesgos que ello acarree a su propia estabilidad en el poder. Teniendo en cuenta lo anterior, pueden valorarse mejor algunas propuestas respecto a mejoras en la integridad de las elecciones tras las últimas elecciones regionales y locales. El más reciente informe de la Misión de Observación Electoral (MOE-UE) (‍2022) realiza veintitrés recomendaciones. De ellas, cinco requieren cambios en la legislación y el resto solo dependen de la voluntad política de los actores involucrados.

De estas recomendaciones, algunas necesitan procesos de largo plazo para su implementación; por ejemplo, las leyes que regulan el funcionamiento del TSJ y de la Contraloría General para mejorar la separación de poderes y garantizar derechos fundamentales que, por ejemplo, impidan la inhabilitación de candidatos por vía administrativa. La revisión y actualización del registro electoral también requiere tiempo. A menos de dos años de la elección presidencial, no hay evidencia de que se estén considerando tales reformas. Otras reformas dependen más de las decisiones de los actores institucionales durante la convocatoria y ejecución de los procesos que se corresponden con los diferentes momentos del ciclo electoral.

Hay mayores probabilidades de que el régimen considere cambios legislativos inocuos, como, por ejemplo, la paridad de género en las candidaturas políticas. Y ello no solo respecto a la próxima elección presidencial, sino también en cuanto a la megaelección de 2025, de la que aún se habla poco, aunque no es menos importante, ya que incluiría el poder legislativo nacional, regional y municipal, así como gobernadores y alcaldes. En relación con aquellas recomendaciones de la MOE-UE que no requieren de cambios legislativos, el criterio de implementación puede ser similar.

Como señalábamos en la sección II de este artículo, los procesos electorales podrían facilitar una transición democrática en aquellos casos en que su celebración hace más costosa, difícil y contraproducente tratar de mantener el poder mediante el uso de la represión, y el gobierno no cuenta con otros mecanismos para sostenerse en el poder, por lo que, ante el riesgo de colapsar, se vuelve más tolerante con la oposición, bien porque cree que es capaz de ganar legitimidad e imponerse nuevamente mediante comicios gracias a las ventajas que siempre tiene quien detenta el poder, bien porque necesita, en el peor de los escenarios, una salida negociada.

En un escenario como el descrito, caracterizado por una alta incertidumbre sobre los posibles resultados electorales, suele producirse la deserción de actores y electores que han apoyado al régimen, lo que contribuye a aumentar la competitividad electoral de la oposición, siempre que esta sea capaz de mantener la cohesión en un escenario de triunfalismo en los que es común anteponer los intereses egoístas y las jugadas individuales, que terminan en muchas ocasiones abortando potenciales procesos de transición. Está por verse si las fuerzas democráticas venezolanas tienen la capacidad de construir las condiciones necesarias para producir una transición democrática por la vía electoral que, hasta el día de hoy, no han estado nunca presentes.

NOTAS[Subir]

[1]

Agradecemos los comentarios y sugerencias de dos evaluadores, así como de Roberto Abdul, Javier Corrales y Xabier Meilan a una versión anterior de este trabajo. La contribución de Benigno Alarcón es parte de la línea de investigación sobre transiciones democráticas del Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas). La aportación de Manuel Hidalgo se realiza en el marco del proyecto de investigación «H2019/HUM-5699 (ON TRUST-CM), financiado por la Comunidad de Madrid».

[2]

El término stunning elections se refiere a aquellas situaciones en las que una elección organizada por un autócrata produce un resultado inesperadamente malo para quien gobierna (‍Huntington, 2012). Esto podría ser el comienzo de un proceso de democratización en regímenes autoritarios o híbridos a través de elecciones parcialmente libres en las que la oposición gana o forma una mayoría en el Parlamento y comienza a influir significativamente en el proceso de toma de decisiones.

[3]

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