En España el interés por las formaciones de extrema derecha se ha multiplicado desde la irrupción de Vox en las elecciones autonómicas de Andalucía de 2018. Es una razón suficiente para dedicarle una mayor atención, lo que no había sido el caso hasta hace bien poco, cuando desde otras latitudes se destacaba la «excepción ibérica» por la ausencia en ese espacio de formaciones ultranacionalistas electoralmente relevantes. Con asimetrías según comunidad autónoma, desde el inicio de su andadura institucional Vox ha apuntalado su crecimiento en cuantos comicios electorales han tenido lugar, tendencia coronada con la consolidación como tercera fuerza política en número de votos y diputados en el Congreso de los Diputados en las dos elecciones generales celebradas en 2019.
Los tres libros que traemos a colación son magníficos exponentes de la aportación de las ciencias sociales y la historia efectúan a nuestra comprensión del auge y consolidación del espacio político de la extrema derecha en las democracias liberales. Un fenómeno que, habida cuenta de su carácter poliédrico y camaleónico, exigiría una referencia en plural para apuntar a sus matices, pero que en aras de la simplicidad aquí haremos en singular. Las expresiones de dicho espacio presentan dos puntos comunes: contemplan la patria como un hiperbien sacralizado (desde el «America first» acuñado en EE. UU. en 1940 hasta las réplicas nativistas posteriores de «Austria primero», «España primero», etc.) y abogan por el establecimiento de diques frente a la inmigración, en particular si es de origen musulmán. A partir de ahí afloran las diferencias. No son del todo equiparables un proyecto como el francés de Rassemblement National, liderado por Marine Le Pen, que aboga por un Estado del bienestar robusto que cubra necesidades existenciales de los «nativos» como, por ejemplo, la cobertura sanitaria universal, que otro como el de Vox, más acorde en sus programas con un modelo ultraliberal y de un Estado mínimo que denuncia la pulsión «confiscatoria» del Estado; ni tampoco son asimilables formaciones de extrema derecha del norte de Europa, en general más liberales en cuestiones morales (homosexualidad, eutanasia o aborto), con otras más permeadas por la moral cristiana, como son las del Este de Europa o, de nuevo, Vox.
La primera de las aportaciones que reseñamos viene de la mano de Martín Alonso Zarza y Javier Merino Pacheco. Aunque solo fuera por la amplitud de estudios de caso que cubren, su trabajo a cuatro manos es el más ambicioso de los tres. Una prolija labor de documentación tanto desde la literatura científica como de hemerotecas espigadas en diferentes países permite a los autores (filósofo, politólogo y psicólogo el primero; historiador el segundo) ampliar el foco para mejor identificar los puntos en común y las diferencias acercándose a la realidad política de Occidente. Su horizonte es ilustrar la fatiga o regresión democrática que atraviesa el globo desde hace décadas y de la que son expresión el populismo de derecha (el de izquierda no entra en su campo de análisis, opción que merecería siquiera una breve justificación), desde los EE. UU. de Donald Trump al Reino Unido que optó por el Brexit; de Italia a Hungría y Polonia; de Israel a Francia. Desde hace tiempo los estudios empíricos que auscultan la salud de la democracia en el mundo vienen advirtiendo de que el atractivo de esta forma de organización política entre la población se está erosionando y, lo que resulta más preocupante, con particular intensidad entre los más jóvenes. Cada vez más ciudadanos asienten favorablemente a la pregunta de si están de acuerdo con que gobierne «un líder fuerte que no tiene que preocuparse por el Parlamento y las elecciones».[1] Hay ciertamente una serie de factores estructurales de largo aliento que subyacen a este clima de opinión, entre los que cabe destacar la crisis de representación y de sus actores estelares, los partidos políticos, que catalizan a la extrema derecha por el lado de la demanda; por el lado de la oferta, una clave explicativa clave de su resistible ascensión pasa por el desprestigio y socavamiento de la democracia liberal emprendida por quienes los autores bautizan (en cuña feliz) como «alquimistas del malestar». Un cuerpo creciente de literatura muestra la impronta populista de ese perfil de «hombres fuertes» a lo largo y ancho del mundo, incluyendo gran parte de los estudios de caso que cubren nuestros autores, entre los que destacan Donald Trump, Viktor Orban y Benjamin Netanyahu.[2] Todos ellos, por cierto, bien avenidos entre sí e incluso con vínculos personales y políticos cruzados. El golpe maestro de sus operaciones de alquimia, sostienen los autores, ha consistido en desplazar el eje vertical de la desigualdad, el que afecta a la estratificación social, por el eje horizontal de la diferencia, que tiene a la identidad como vector maestro. Se trata, añaden, de un ejercicio de prestidigitación del que parte de la izquierda no estaría exenta de responsabilidad tras haber arrinconado la defensa de la igualdad como motor de su proyecto de arribar a una sociedad más justa.
El subtítulo del libro de Alonso y Merino remite a la República de Weimar, epítome de la implosión de las democracias cuando la demagogia expande sus tentáculos de forma irrestricta y crea de este modo las condiciones de su propio arrumbamiento. La referencia a la Alemania de entreguerras está bien traída porque de su estudio se extraen lecciones de aplicación al presente. Hoy las democracias, insisten los politólogos norteamericanos Steven Levitski y Daniel Ziblatt,[3] no sucumben por golpes de Estado o insurrecciones armadas, sino de forma lenta e imperceptible a manos de líderes electos mediante procesos libres, aunque no siempre justos porque una vez consolidados en el poder invaden el resto de poderes del Estado y modelan un panorama mediático a su corte y medida para luego gangrenar desde su núcleo el proceso político, por ejemplo erosionando la división de poderes, cercenando la libertad de prensa o, como ha ocurrido en Hungría (uno de los ejemplos más acabados de «democracia iliberal»), convirtiendo la mayor parte de las universidades del país en fundaciones en las que situar a personas afines.
A día de hoy, en el hemisferio occidental el principal desafío a la democracia liberal procede de formaciones ultranacionalistas que recurren a una retórica populista y practican un dominio autoritario una vez instalados en el poder. Si, desde una definición de mínimos, el populismo se refiere a un estilo político que divide el universo político en dos polos contrapuestos (una elite perversa calificada de «casta» o establishment, según la retórica, frente a un pueblo virtuoso), entonces, en aras de la coherencia argumentativa, puesto que el libro (leemos en la portada) pretende ser una crítica de las «recetas populistas», habría sido de agradecer un esfuerzo por parte de los autores por demostrar que los países escogidos en su análisis, con sus alquimistas a la cabeza, constituyen ejemplos acabados de populismo.
Alonso y Merino dejan al margen de su estudio el caso español, al que dedicarán un estudio monográfico, según prometen en una nota a pie de página. Precisamente el caso español articula la contribución de dos grandes conocedores de los fascismos español (puesto que, desde su perspectiva, el franquismo participó de esa corriente ideológica que se desató en el continente europeo en el periodo de entreguerras) y europeo. La preocupación de los historiadores Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes gira en torno a una cuestión perfectamente acotada: ¿pueden los partidos de extrema derecha que menudean hoy en Europa, desde el rigor histórico, ser etiquetados como fascistas? Se trata de una cuestión de candente actualidad que, en el debate político español, adquiere la condición de arma arrojadiza de primera magnitud, manifestada en el recurrente «hay que parar los pies al fascismo» que se arenga desde la tribuna del Congreso a barras de bar. Rodrigo y Fuentes no son los primeros en salir al paso desde la historiografía más solvente de la ahistoricidad de tales diatribas, por no hablar de falta de respeto a las víctimas de la barbarie fascista que culminó en la II Guerra Mundial y en la expulsión del campo de obligación moral de la población de origen judío como dramático preliminar a su expulsión del terreno de los vivos. Emilio Gentile, renombrado historiador italiano experto en el fenómeno fascista, es uno de los máximos especialistas internacionales que han denunciado la ligereza en el uso de los conceptos, y advertido de que no se puede ignorar lo que significó el fascismo histórico antes de etiquetar de fascista o «facha» a un partido, movimiento o individuo concreto.[4] Se trata de términos gruesos que exigen rigor antes de vapulearlos de forma inmisericorde. El mismo rigor que muestran Rodrigo y Fuentes cuando identifican los vectores del fascismo genérico y los ponen frente a frente con el nacionalpopulismo en su versión española por ver si el círculo cuadra. Y no lo hace. El fascismo fue un fenómeno histórico demasiado serio que costó la vida a millones de personas como para banalizarlo a golpe de licencias retóricas sin el aval de la historia o, peor aún, ignorándola. Si el fascismo en tanto que tipo ideal viene presidido por la autoridad irrestricta del líder, el principio de jerarquía, la sacralización de la identidad nacional (cosificada en esa patria por la que se mata y muere), el corporativismo, la prohibición y represión de quienes no se someten a sus parámetros de acción y dogmas de pensamiento, la supresión de la democracia de partidos o la formación de organizaciones paramilitares para batirse en la calle con el enemigo «marxista», ¿cuáles de estos rasgos están presentes en el discurso y praxis políticas de las formaciones de extrema derecha y, en lo que nos atañe más cerca, en Vox? Para responder a esas cuestiones conviene atender, como sostienen los autores, a lo que el fascismo practicó desde el poder, pero también retrotraerse a su fase inicial como movimiento sociopolítico. El fascismo es régimen, sí, pero para comprenderlo importa su génesis y auge hasta hacerse con el control del Estado en una era extremadamente convulsa y desbocada como fue el periodo de entreguerras. Como tampoco conviene descuidar una conclusión que Rodrigo y Fuentes sugieren, pero no acaban de redondear. Guarda relación con dos instantes decisivos que hicieron transitar de movimiento a régimen a los fascismos italiano y alemán: en 1922 Benito Mussolini fue elevado por el monarca a la jefatura del Gobierno italiano, pero su primer Gobierno fue de coalición y con minoría de ministros fascistas; idéntico en este sentido fue el caso de Adolf Hitler, quien en 1933 arrancó su letal andadura encabezando un Gobierno presidencial nombrado por Paul von Hindenburg con tres miembros del partido nazi y otros nueve de orientación conservadora. A Rodrigo y Fuentes les falta explicitar la lección que el acceso al poder de estos dos fascismos ofreció a la posteridad, con interpelación a nuestro presente: que ambos lo hicieron gracias a que los conservadores les franquearon el paso, confiados en que serían capaces de domesticar a los fascistas.
Es el turno de la tercera contribución. Eva Illouz es una socióloga franco-israelí cuyos ensayos sobre la sociología de las emociones le han merecido reconocimiento internacional. Illouz presenta una investigación original e iluminadora que sirve de complemento a las otras dos aportaciones aquí reseñadas. Alonso y Merino tienen el acierto de incorporar el caso israelí en su análisis de los efectos corrosivos que para la democracia tiene la extrema derecha; Rodrigo y Fuentes intervienen con autoridad y criterio en la cuestión candente de en qué medida el ultranacionalismo hoy instalado en las instituciones representativas de toda Europa puede ser legítimamente etiquetado como fascismo a partir de argumentos avalados por la historia. Illouz, por su parte, presenta un estudio monográfico sobre Israel y ofrece además una respuesta a la pregunta sobre la naturaleza fascista o no de la extrema derecha de hoy. Poner el foco en el ejemplo israelí es uno de los méritos de su trabajo. Nos ayuda a ensanchar la mirada y así trascender un «nacionalismo metodológico» que nos encierra en nuestras fronteras geopolíticas, al tiempo que nos invita a transitar otros panoramas que sirven de faro a la regresión de la democracia en el mundo. Su trabajo es más que un trabajo académico al uso. Su análisis está entreverado por una historia personal de desencanto con un país, Israel, «con el que me he comprometido apasionadamente» (p. 330). Tras recurrir con denuedo a la opción «voz» en la esfera pública, Illouz optó por la «salida», en su caso para instalarse en Francia, país al que se trasladó con su familia desde su Marruecos natal a una edad temprana. Su recorrido, cabe apostillar, no es singular en la sociedad israelí de hoy. Conciudadanos suyos expatriados durante los últimos años se han sentido asfixiados durante los Gobiernos presididos por Netanyahu desde hace más de una década (ha sido primer ministro durante más tiempo, pero los conocedores de la política israelí datan ahí su deriva populista) por la estigmatización como «traidores» o como «judíos que odian a los judíos» a quienes piensan de forma diferente. Netanyahu es el artífice de la transformación del partido Likud en una formación populista, así como de la centralidad que Israel juega en el eje populista a nivel internacional. Quienes eligen poner tierra de por medio es porque han llegado a la conclusión de que resulta más sencillo cambiar de país que cambiar un país.
La autora focaliza su análisis en el caso israelí, pero las conclusiones de su investigación sirven para arrojar luz sobre los efectos corrosivos para la democracia de experiencias dilatadas de la extrema derecha en el poder, como muestran Hungría y Polonia, integrantes del Grupo de Visegrado. A partir de una docena de entrevistas en profundidad a israelíes que comparten el imaginario político de la derecha ultranacionalista, Illouz distingue una serie de emociones desplegadas en la esfera pública por esos «alquimistas del malestar» a los que se refieren Alonso y Merino, quienes, por lo demás, también dejan entrever destellos en su análisis de la centralidad de algunas emociones (en particular el miedo y el odio) en el auge del populismo de extrema derecha. La vida pública democrática, defiende Illouz, está saturada de emociones, siendo las más destacables la indignación, la compasión y la esperanza. No son esas las que impulsan los populistas de extrema derecha, sino otras cuatro emociones. Tres son de valencia negativa: el miedo (la emoción más apreciada por los tiranos), el asco (preferida por los racistas) y el resentimiento (que, instrumentalizado por los populistas de derechas contra elites concretas, deviene un instrumento de división social). La cuarta es de signo positivo: el amor a la nación. El patriotismo es una emoción ambigua. La ética de ayuda fraternal para con los integrantes de la comunidad puede adquirir una forma autoritaria, en cuyo caso se exige una renuncia a la voluntad propia y al derecho de elección individual, o una forma democrática fundada sobre un «amor crítico» a la nación. Illouz reconoce que esas cuatro emociones son también cultivadas de forma intencional por el populismo de izquierdas, bien que combinadas de forma diferente, pero apostilla acto seguido que no es objeto de su análisis; al fin y al cabo no es esa la forma de populismo que domina la vida política de su país (ni, añadimos, tampoco de la mayoría de los países de la Unión Europea, con la salvedad de La France insoumise[5] y Podemos antes de acceder al Gobierno).
Las orientaciones políticas vienen guiadas por nuestras emociones, y el populismo contemporáneo de derechas, autoerigido en intérprete privilegiado, cuando no exclusivo, de la voluntad de un «pueblo» enfrentado a las elites, tiende a reforzar su centralidad como vectores del proceso político. Solo ellas tienen la capacidad de negar la evidencia factual, de estructurar la motivación para la acción, de ocultar el interés personal y de responder a situaciones sociales concretas. Lo privativo del espacio populista de extrema derecha es la combinación de las emociones negativas, desnaturalizando en el camino una esfera pública democrática y desplazando otras emociones como la indignación, la compasión, la esperanza o la solidaridad. Durante los últimos años la política israelí ha venido presidida por una combinación particular de esas cuatro disposiciones emocionales agitadas por los políticos populistas de extrema derecha. La consecuencia ha sido el socavamiento de la democracia. Precisamente en esa combinación es donde hay que rastrear la especificidad de la política populista de derecha, porque una democracia dominada en sus deliberaciones públicas por el miedo, el asco, el resentimiento y un amor a la patria excluyente es una democracia bajo peligro. ¿Se puede decir, por retomar la cuestión que problematizan Rodrigo y Fuentes en su libro, que en el Israel encabezado por Netanyahu está echando raíces el fascismo? Illouz ofrece una respuesta que resulta generalizable a otros contextos: el impulso populista de extrema derecha no es fascismo, pero lleva consigo tendencias que lo preludian. Se trata de una de las formas políticas que erosionan las democracias liberales y el Estado de derecho. Por cerrar el círculo, y volviendo al libro de Alonso y Merino, ahí radica el valor de la lección de Weimar.
Quienes estén preocupados por el presente y futuro de la democracia y quieran abundar en sus claves explicativas encontrarán en los trabajos aquí reseñados un amplio abanico de argumentos expuestos con todo el rigor que permiten los avances más recientes en la ciencia política, la sociología y la historia.
[1] |
Véase, a modo de ejemplo, el informe de 2022 del International Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA), titulado The global state of democracy 2022, p. 6. |
[2] |
Dos libros recientes en esta dirección son: Ruth Ben-Ghiat, Strongmen. How they rise, why they succeed, how they fail, W. W. Norton, 2020; Gideon Rachman, La era de los líderes autoritarios, Crítica, 2022. |
[3] |
Steven Levitski y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018. |
[4] |
Emilio Gentile, Quién es fascista, Alianza, 2019. |
[5] |
Véase: Manuel Cervera-Marzal, Le populisme de gauche. Sociologie de la France insoumise, París, La Découverte, 2021. |