RESUMEN

Este artículo caracteriza una lógica de investigación en teoría política distinguible tanto de la filosofía política o la teoría política normativa como de la ciencia política empírica, la historia de las ideas, el análisis del discurso o el estudio de las ideologías. Es decir, identifica una forma de trabajo académico que no realiza juicios de valor autónomos ‒siguiendo el planteamiento weberiano‒, pero que también evita reducir la teoría política a un trabajo únicamente descriptivo y/o explicativo. El ejemplo de Hannah Arendt, junto a otras contribuciones, servirá de modelo para definir las tareas y responsabilidades de esta lógica y delimitar el carácter político de sus aportaciones. Para ello, se argumentará que el trabajo comprensivo arendtiano tiene importantes similitudes con la propuesta metodológica de Max Weber, aunque vaya más allá.

Palabras clave: Teoría política; Hannah Arendt; Max Weber; metodología.

ABSTRACT

This article characterises a logic of research in Political Theory that is distinguishable from both (1) Political Philosophy or normative Political Theory and (2) empirical Political Science, the History of Political Ideas, Discourse Analysis or the study of Ideologies. In other words, it identifies a form of academic work that does not pass autonomous value judgements ‒following the Weberian approach‒, but also avoids reducing Political Theory to a just descriptive and/or explanatory work. The example of Hannah Arendt, together with other contributions, will serve as a model to define the tasks and responsibilities of this logic and to delimit the political character of its contributions. To this end, it will be argued that Arendt’s comprehensive work has important similarities with Max Weber’s methodological proposal, although it goes further.

Keywords: Political theory; Hannah Arendt; Max Weber; methodology.

Cómo citar este artículo / Citation: Abellán Artacho, P. (2023). La teoría política como profesión: una propuesta desde el ejemplo de Hannah Arendt. Revista de Estudios Políticos, 201, 13-‍45. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.201.01

I. INTRODUCCIÓN[1][Subir]

La teoría política ha sido considerada en crisis tantas veces que incluso llegó a ser pertinente preguntarse si aún existía (‍Berlin, 1978 [1962]) o por cuánto tiempo más lo haría (‍Cobban, 1953). Tanto autores más optimistas, como Parekh (‍1996: 514), que achaca la percepción de crisis disciplinar durante los años cincuenta y sesenta a malentendidos, como aquellos que marcan el final de tal crisis en la publicación en 1971 de A Theory of Justice, de John Rawls, admiten que resulta imprescindible repensar la naturaleza y alcance de la disciplina. Es una necesidad tan acuciante que se habría convertido en una «febril procura contemporánea de su identidad como disciplina intelectual» (‍Máiz, 2005: 18).

La teoría política avanza en medio de estos importantes problemas de identidad, sumados a otros institucionales, y que no son sino dificultades para diferenciarse de otras empresas académicas cercanas. La historia de las ideas políticas, la filosofía política, la ciencia política empírica o la promoción de ideologías y de decisiones políticas derivadas de cierta visión del mundo son lógicas de trabajo razonablemente bien definidas. Ante ellas, tenemos el reto de demostrar que la expresión teoría política puede ser útil para denominar alguna actividad distinta, que no se limite a describir y explicar la realidad, pero que tampoco se confunda con la promoción de posiciones políticas o de filosofías concretas. Una subdisciplina valiosa que requiere el respaldo de reflexiones metodológicas para asegurar su calidad y continuidad.

Este artículo se propone identificar una lógica de investigación propia de la teoría política, entendiendo por lógica algo parecido a lo planteado por Glynos y Howarth (‍2007: 8), inspirados en Hacking (‍1985): «[…] the grammar of assumptions and concepts that informs a particular approach to the social world: a way of formulating problems, addressing them and then evaluating the answers». El acento aquí se podrá en las tareas a realizar y responsabilidades a asumir por los profesionales de la teoría política, además de en la delimitación de sus conceptos centrales, como política, comprensión, imparcialidad o representación.

Queriendo respetar la inextricable pluralidad disciplinar a la que da lugar el polisémico concepto de política en la etiqueta teoría política, se denomina a dicha lógica teoría política comprensiva, pues la comprensión ocupa efectivamente un lugar clave en la propuesta. Para definir tal lógica, el concepto de política arendtiano y su ejemplo investigador resultarán centrales.

Será en el apartado quinto donde se definirán estas tareas y responsabilidades argumentando que, además de relevancia académica, tienen importancia política. Para llegar a ello, primero se presentarán los retos de identidad a los que se enfrenta la teoría política y que justifican la propuesta (apartado 2). A continuación, será necesario establecer con claridad la weberiana prohibición de realizar juicios de valor desde la ciencia, distinguiéndola del positivismo y del desinterés por los juicios de valor (apartado 3). Esto permitirá mostrar que el planteamiento arendtiano respeta los límites weberianos en mayor medida de lo que frecuentemente se cree. Después, se presentará la noción de política arendtiana (apartado 4), que abre la posibilidad de pensar en qué sentido la teoría política puede responsabilizarse de sus efectos políticos sin violar radicalmente los límites que Weber marca al trabajo científico. Perseguir este fin permitirá definir las tareas y responsabilidades de una teoría política comprensiva.

II. LOS PROBLEMAS DE IDENTIDAD DE LA TEORÍA POLÍTICA[Subir]

Como resume Wolin, la relación de la teoría política con otras disciplinas cercanas y con el mundo político real es fuente de una controversia e incertidumbre perennes (‍Wolin, 2000: 3). Por un lado, algunos han querido entender que la teoría política no puede ser sino una ciencia social; un trabajo descriptivo de conceptos, ideologías y/o discursos. No se trata sino de la consecuencia lógica de la hegemonía que el behaviourismo llegó a alcanzar en la ciencia política. Así, especialmente durante los años cincuenta y sesenta, simplemente se entendió que no hay más teoría política legítima que aquella fruto de la inducción estadística (véase al respecto ‍Harto de Vera, 2006: 165-‍167).

Como esa ciencia política empírica no siempre dedicaba la debida atención a la parte simbólica de su objeto, reduciendo frecuentemente lo cultural a mero entorno (‍Botella, 1997), en ocasiones se ha sugerido que la teoría política podría encontrar en las labores interpretativas y aclaratorias de los conceptos un espacio propio dentro de la ciencia social (entendida esta de forma ciertamente positivista). Se enmarcan en esta línea propuestas como la de Michael Freeden (‍1996), quien aspira a que la teoría política encuentre su razón de ser en el estudio de las ideologías. Aunque sus reflexiones teóricas sugieren frecuentemente vías más amplias (‍Freeden, 2012), en la práctica su trabajo a duras penas logra despegarse de los objetivos descriptivos.

Limitar la teoría política a lo descriptivo y lo explicativo tiene consecuencias indeseadas. Por un lado, se abandonan a su suerte tareas que exceden las posibilidades de los métodos empíricos y que sería muy conveniente realizar en condiciones académicas. Dada esta importancia, aparecen intentos de colmar su necesidad incluso entre quienes negaban la posibilidad misma de exceder lo descriptivo/explicativo desde la academia; en consecuencia, prescindiendo de todo apoyo y limitación metodológicos. Un ejemplo paradigmático puede verse en Skinner (‍2010), quien realiza una revisión de los conceptos de Estado para terminar identificando el mejor según su criterio. Becker (‍1990), por su parte, intentó construir una teoría normativa de la democracia a partir de elementos empíricos, lo que Habermas (‍2005 [1992]) demostró que se convertía en mera «propaganda cosmovisional».

Con este reduccionismo, por otro lado, se priva a nuestra disciplina de una reflexión pausada sobre la teoría; esto es, sobre el paso que dista entre la significación estadística y la significación humana. Queda así sin solución el riesgo de caer en la irrelevancia por pura obcecación metodológica.

En definitiva, por esta vía el encaje de la teoría política en la ciencia política se logra al precio de empobrecer al conjunto de la disciplina, cercenándola de las importantes tareas que más abajo se enumerarán, quedando en entredicho precisamente «la precisión científica» y la «honestidad intelectual» en nombre de las cuáles se nos impide comprender, que sucumben ante la «desesperada» «necesidad de comprender» (‍Arendt, 2018c: 486). Este problema de identidad y encaje de la teoría política, que algunos dieron por superado con el resurgimiento de la filosofía política en torno al trabajo de Rawls (‍1971), retornó hace más de una década, tal y como señalara Andrew Rehfeld (‍2010).

La amenaza a la teoría política como profesión y subdisciplina en Estados Unidos de América al desaparecer, por ejemplo, como línea en varios programas de doctorado y como asignaturas en los grados, se respondió entonces con cartas y reflexiones que no pudieron sino poner de manifiesto la conexión entre crisis institucional y crisis de identidad (‍Kaufman-Osborn, 2009). Ello sugiere que el renacer que el trabajo de Rawls propició, haciendo idénticas teoría política y filosofía política, tenía los pies de barro.

Efectivamente, contra quienes trataron de reducir a la teoría política a una ciencia social, otros autores habían concluido que la teoría política «es prácticamente lo mismo que eso que se llama Filosofía Política» (‍Vallespín, 2011: 28, n. 1). Ya antes del resurgir rawlsiano, Isaiah Berlin consideraba que las preguntas que afronta la teoría política son del tipo «¿por qué debo obedecer?», siendo la cuestión fundamental «no la de la génesis y condiciones de desarrollo, sino la de su validez y verdad» (‍Berlin, 1978 [1962]: 155-‍156). Por ello, para Berlin es «ineludible» que la teoría política «haga juicios de valor» (‍García Guitián, 2001: 23).

David Easton, por su parte, señaló la existencia de una crisis en la teoría política por haber quedado reducida a historia de las ideas políticas, dejando de lado aquello que el politólogo canadiense consideraba como principal función de la subdisciplina: «Creatively constructing a valuational frame of reference» sobre una base empírica. En su opinión, de hecho, «the task of the social scientist has been too sharply and artificially divorced from that of the politician», pues ambos tienen la obligación de dar respuesta a los problemas y necesidades sociales (‍Easton, 1961: 37, 48). Fernando Vallespín, por su parte, entiende desde la defensa de la interdisciplinariedad y con fuerte asiento en la teoría crítica que el «interés central [de la teoría política] reside en intentar justificar estrategias de acción social a partir del análisis de estructuras históricas objetivas»[2] (‍Vallespín, 2011: 38).

Comparto con estos autores la aspiración a construir teorías políticas «con capacidad para reflejar el mundo actual y que luego puedan revertir reflexivamente sobre nuestra propia autocomprensión de la realidad», en palabras de Vallespín (íd.). Como dijera Habermas, necesitamos una ciencia social «diseñada explícitamente con intención política, pero a la vez científicamente falsable»[3] (citado por Vallespín, íd.). Sin embargo, estos deseos parecen más bien apuntar hacia una tercera lógica de investigación, distinta de la teoría política normativa o de la filosofía política[4], dedicadas a justificar mediante juicios de valor autónomos o a ofrecer definiciones correctas de nuestros conceptos y sistemas de conceptos, y de esa ciencia política empírica que se limita a describir y explicar hechos. Se trata de una forma de trabajo que se situaría «en algún lugar entre los universales distantes de la filosofía normativa y el mundo empírico de la política»[5] (‍Dryzek et al. 2006: 5).

Es por ello pertinente intentar definir una tercera lógica de investigación, un «tertium genus» entre ciencia y filosofía (‍Sartori, 1974: 141), que navegue entre Escila, la descripción y explicación empíricas, y Caribdis, la construcción normativa basada en juicios de valor autónomos (extremos ambos valiosos, pero que hicieron en el pasado naufragar la empresa). Una lógica que rescate esas tareas abandonadas, a articular en una reflexión metodológica coherente. Conviene por todo ello, en primer lugar, revisar los márgenes definidos por Weber para la Ciencia.

III. MAX WEBER, LA OBJETIVIDAD DE LAS CIENCIAS SOCIALES Y EL ANÁLISIS DE JUICIOS DE VALOR[Subir]

Aunque algunos autores hayan querido ver en Weber a un positivista (‍Strauss, 1957: 352), la realidad dista de tal afirmación. Lo cierto es que la concepción de Max Weber de la ciencia social como wertfrei ha sido objeto de malentendidos desde el momento de su aparición, por mucho que el propio Weber insistiera en explicarse hasta la extenuación (‍Abellán, 2010)[6]. Weber argumenta que las ciencias culturales o históricas no deben hacer juicios de valor (es decir, no deben defender si un hecho social –incluyendo las opiniones y evaluaciones de los sujetos de estudio‒ es deseable o indeseable, bondadoso o maligno). Sin embargo, esto en ningún caso significa que el conocimiento de las ciencias sociales se produzca de forma totalmente aislada con respecto a los valores o que no sea posible generar conocimiento científico acerca de los valores y juicios de valor de nuestra sociedad.

Para Weber, el conocimiento social solo puede aparecer en «relación con los valores» (wertbeziehung). Siguiendo el trabajo de Rickert, Weber entiende que la relación con los valores es precisamente el elemento que más claramente distingue a las ciencias sociales de las naturales (‍Abellán, 2015: 233). Dado que en nuestra perspectiva sobre la realidad lo que cuenta es el significado del fenómeno individual, particular, los científicos sociales no podríamos construir conceptos mediante la lógica del género próximo y la diferencia específica, sino que debemos recurrir a valores que permitan seleccionar y construir el objeto; es decir, que provean de una perspectiva[7]. El objeto será, además, elegido por su relevancia en «relación con los valores».

En este sentido, por ejemplo, un trabajo empírico podría estudiar una propuesta política que algunos consideran buena sin entrar a valorar su bondad, eligiéndola por la relevancia que una disciplina (el estudio de las políticas públicas, por ejemplo) concede a este objeto. El objeto queda así delimitado de una forma particular, y no de otra, en virtud de unos valores contingentes. Sin embargo, una vez que el objeto es elegido para el estudio detallado y en comparación con tipos ideales (que enfatizan unas u otras dimensiones abstraídas de la realidad), el proyecto político se convierte en un hecho de la experiencia, quedando neutralizado el carácter normativo de los valores que se estudian o que fundan dichas abstracciones.

Esto no quiere decir, sin embargo, que la ciencia no pueda decir nada acerca de los juicios de valor. Además de trabajar en la comprensión (Vehestehen) de los motivos de la acción social con ayuda de tipos ideales, las ciencias sociales pueden realizar un tipo de análisis de los juicios de valor sin hacer a su vez juicios de valor. Este trabajo consistiría en una reflexión guiada por la razón instrumental; por tanto, sobre medios y fines, así como sobre causas y consecuencias tanto prácticas como éticas. Joaquín Abellán (‍2015) ha insistido en que el teórico político puede encontrar en estas tareas una importante ocupación:

  • Desde la academia se podría, en primer lugar, determinar el nivel de coherencia interna de un juicio de valor. Mostrar los axiomas desde los que se derivan distintas posiciones ayudaría a dilucidar los fundamentos del desacuerdo, aunque –desde luego– no siempre a resolverlo. Se trata más bien de acercarse «al conocimiento de por qué y en qué no se puede llegar a un acuerdo»; «captar lo que el adversario –o incluso uno mismo– opina realmente» (‍Weber, 2010 [1917]: 94).

  • También podríamos deducir lógicamente las consecuencias que se seguirían de sostener un conjunto de axiomas determinados como base para un juicio de valor: en qué sentido se inclinaría la balanza ante un ejemplo concreto. La operación es lógica, pero se puede complementar empíricamente, mostrando una casuística de situaciones que podrían ser tenidas en cuenta al realizar el juicio de valor.

  • Haciendo uso del conocimiento empírico acumulado y de la lógica, podremos además elaborar una casuística de situaciones que pueden derivarse de las actuaciones que demanda un determinado juicio de valor. Sabiendo los medios imprescindibles para satisfacer el juicio de valor, se pueden deducir consecuencias (quizás inesperadas o silenciadas). Además, lo que se quiere puede en sí mismo tener consecuencias no previstas, que la experiencia ha podido mostrar como más o menos probables, y que quizás entran en colisión con el sistema de valores que dio lugar a la decisión; es decir, pueden analizarse las posibles consecuencias no deseadas. Así, algunas propuestas pueden mostrarse imposibles ‒por la inexistencia o condena general de los medios necesarios‒, contraproducentes, etc.

  • En cuarto lugar, podrían traerse a la discusión otros principios valorativos «que el defensor de que se realiza una determinada exigencia no había tenido en cuenta, por lo que no había tomado posición» sobre ellos. Quizás esos otros valores puedan llevar a cambiar el juicio si se ponen de manifiesto claros conflictos, sea a nivel lógico, de medios o de consecuencias (‍Weber, 2010 [1917]: 107-‍109).

De esta reflexión se siguen, por tanto, posibilidades de trabajo limitadas al análisis racional-instrumental, con la autorrestricción de no hacer juicios de valor. Ciertamente, en el segundo procedimiento podría entenderse que el juicio se hace, pero no en nombre de unos valores propios (juicio autónomo), sino que se aventuraría su resultado más probable a partir de unos valores ajenos.

Sin embargo, los analistas de ideologías políticas apenas están practicando estas labores –y, cuando las realizan, carecen frecuentemente del necesario respaldo en reflexiones metodológicas–. Es algo que llama la atención si recordamos que la diferencia entre juicios de valor, coherencia lógica y juicios sobre los hechos fue recogida por autores con tanta proyección en el estudio de las teorías políticas como el mismo George Sabine (‍1994 [1937]: 13).

IV. EL CONCEPTO DE POLÍTICA ARENDTIANO: FRENTE A LA FILOSOFÍA POLÍTICA[Subir]

Igual que con Weber, la popularidad de Hannah Arendt ha conllevado que se extiendan algunas simplificaciones que no hacen justicia a su propuesta. Contrariamente a tantas interpretaciones que clasifican a Arendt como una teórica normativa, y contra su propia percepción negativa de Weber, trataré de mostrar que los aspectos fundamentales de su metodología pueden entenderse dentro de la norma no santifiques juicios de valor con el prestigio de la ciencia[8], aunque ciertamente Arendt vaya más allá del planteamiento weberiano. Así ocurre especialmente en tanto que Arendt considera las consecuencias políticas de sus tareas, lo que puede hacer sin perder el carácter científico de su empresa gracias a que su definición de política enfatiza la dimensión «horizontal» (‍Sartori, 1988: 167 y ss.) y pluralista del concepto. En este sentido, se argumentará que Arendt recorre y extiende algunos de los caminos que Weber abría con el protocolo arriba presentado.

Hannah Arendt rechazaba ser llamada «filósofa política», como mostró firmemente en una inspiradora entrevista que ha pasado a la historia: «Mi profesión, si podemos hablar en estos términos, es la teoría política» (‍Arendt y Gaus, 2018 [1964]: 41-‍42). Allí, Arendt explica su crítica a la tradición filosófica occidental, que considera incapaz de entender lo político. Esta tradición, en realidad, denostaría la política, entendiéndola como la desgraciada necesidad de dominación derivada de la (tristemente inevitable) vida en común del ser humano. De esta forma, la política dejaría de ser un fin en sí misma, convertida en un medio para los fines que otros –habitualmente, los filósofos– le marcan: la supervivencia, la formación moral, etc. Como resultado, surgiría el deseo de reducir el espacio de la política tanto como fuera posible –en especial, para evitar las distracciones del trabajo filosófico–. La libertad, consecuentemente, pasaría a significar «ser libre de la actividad política» (‍Arendt, 2008: 119-‍122; ‍2011 [1958]: 27).

Por ello, y por su vocación de encontrar respuestas universales frente al pluralismo intrínseco a la política, la filosofía política no sería sino un oxímoron peligroso. Si la metafísica busca reflexionar sobre el hombre, difícilmente podrá aportar algo sobre los hombres, que siempre se encuentran en plural en su existencia y opiniones. El peligro deriva de que este deseo de eliminación de la política contribuiría, paradójicamente, al avance del despotismo (‍Arendt, 2008: 135; ‍Arendt y Jaspers, 1992: 166).

Tan perniciosa tradición tendría su origen en Platón y en su traumática experiencia de la muerte de Sócrates (‍Arendt, 2008: 44-‍45). Su fin lo habría hallado «cuando de esa experiencia ya no había más que la oposición entre pensar y actuar, la cual, al privar al pensamiento de realidad y a la acción de sentido, hace que ambos se vuelvan carentes de significado» (‍Arendt, 1996 [1968]: 31). De esta forma, se habría dejado a un lado toda una dimensión humana que en otro tiempo fue conocida bajo la palabra «política», consistente en regular «todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí» en un espacio artificial de igualdad, cuya actividad característica y sentido es el ejercicio de la libertad. La libertad, ahora sí, es entendida como la capacidad para comenzar; para la acción (‍Arendt, 2008: 149-‍153): «La acción, única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad […]. Esta pluralidad es específicamente la condición –no solo la conditio sine quan non, sino la conditio per quam‒ de toda vida política (‍Arendt, 2011 [1958]: 21-‍22).

La mencionada entrevista ya nos revela que la recuperación de esta concepción clásica de la política corre pareja a su contribución metodológica para definir la teoría política; van de la mano. Aunque las reflexiones metodológicas arendtianas son escasas en comparación con su originalidad (‍Di Pego, 2016), encontramos un apunte de máxima relevancia en su respuesta a la reseña de Los orígenes del totalitarismo de Eric Voegelin. Allí, la pensadora alemana presenta sucintamente su problema disciplinar en unos términos similares al ejercicio de escapismo con respecto al dilema empirismo/normativismo que aquí se planteó en apartados anteriores.

Arendt se habría preguntado cómo hacer una historia del totalitarismo, que no quería conservar, cuando conservar es precisamente lo que se logra mediante la historia. En otras palabras: quería responsabilizarse de las consecuencias políticas que su obra tendría y, aun así, hacer un trabajo académico, imparcial, científico, podríamos decir desde una concepción no positivista del concepto. Por ello, no quería hacer una historiografía del antisemitismo, lo que habría conllevado la «necesaria salvación y frecuente justificación». La alternativa habitual –contar la historia desde el punto de vista de las víctimas (de los judíos en este caso)– tampoco le parecía satisfactoria, pues habría resultado en una conversión de la historia en apología. Traducido a los términos weberianos: habría resultado en la santificación de un juicio de valor desde la ciencia.

Ante este dilema, empleó un «enfoque más bien atípico, no ya de los diferentes asuntos históricos y políticos tratados […], sino del campo íntegro de las ciencias políticas e históricas como tales». Como consecuencia, su obra «no pertenece a ninguna escuela y apenas hace uso del instrumental oficialmente reconocido o controvertido», y tampoco «se ocupa en realidad de los “orígenes” del totalitarismo ‒como su título desafortunadamente afirma‒». Su lógica de investigación consistió no en buscar el origen histórico del totalitarismo, «sino que ofrece una descripción histórica de los elementos que cristalizaron en el totalitarismo». A esto seguiría «un análisis de la estructura elemental de los movimientos y la dominación totalitarios» (‍Arendt, 2018a [1953]: 570-‍571), todo ello renunciando a acercarse a la realidad como un camino de inevitabilidades históricas, dando como resultado, en palabras de Benhabib (‍2000: 94), una «fragmentary historiography». Es decir, se permite en el relato espacio suficiente para pensar la acción política; para la novedad que irrumpe y establece nuevos usos y sentidos. Por tanto, y desde su propia definición, se presta oídos a la política.

La cuestión es que este «prestar oídos», junto con otras actividades que enumeraré, son intrínsecas a lo político tal y como Arendt lo define. Dicho de otra forma: el ejemplo arendtiano nos sugiere que, para definir una lógica de investigación dentro de la teoría política que vaya más allá de lo normativo y de lo empírico, resulta conveniente buscar los límites dentro de los cuales la disciplina puede realizar actividades políticas o, mejor dicho, que promueven la política, sin perder su propia identidad como empresa científica, académica.

V. LAS TAREAS Y RESPONSABILIDADES DE LA TEORÍA POLÍTICA COMPRENSIVA[Subir]

El objetivo en adelante, por tanto, consistirá en definir estas tareas y responsabilidades, así como el resto de conceptos en torno a los que se articula la lógica de investigación propuesta. Se trata, por tanto, de «politizar la teoría» (‍Cavarero, 2004)[9] siguiendo una estrategia de decálogo de responsabilidades similar a la adoptada por Michael Freeden (‍2012)[10] o por Isabel Wences (‍2015).

Este trabajo se apoya en las reflexiones previas sobre la metodología arendtiana, pero con una vocación propositiva. Entre esas reflexiones, destaca el capítulo de Carello y Padilla (‍2020), que caracterizan el proceder arendtiano como una «comprensión del acontecimiento», y los trabajos de Anabella Di Pego (‍2016), Cristina Sánchez (‍2003) o Fina Birulés (‍2017). Por otro lado, resulta obligado señalar la inspiración de este trabajo en el énfasis puesto por Javier Roiz (‍2003) en el peso metodológico del ejemplo arendtiano. Coherentemente, conviene comenzar por plantear la importancia del ejemplo mismo para esta lógica de investigación.

1. LA obligación de ser ejemplar en tanto que práctica de pensamiento político[Subir]

La primera gran tarea y responsabilidad de la teoría política sería proporcionar buenos ejemplos de pensamiento político, del que la teoría política no sería más que un tipo. Arendt otorgaba gran importancia al ejemplo como forma de persuasión: sería «la única forma de “persuasión” de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o la distorsión»; la única forma en que la verdad filosófica puede «inspirar la acción sin violar las normas del ámbito político» (‍Arendt, 1996 [1968]: 260-‍261).

Una vez entendido esto, cobra un nuevo significado que la pensadora, en el prólogo de Entre el pasado y el futuro, afirmase que el «único objetivo» de los ensayos que en él se recogen «es adquirir experiencia en cuanto a cómo pensar» (en la práctica de pensar), dejando la cuestión de la verdad (de qué pensar) «en estado latente». Y esto, en un momento en el que la falta de pensamiento, a su juicio, ponía en riesgo la existencia de un mundo común humano (ibid.: 20), condición necesaria para que la acción política tenga lugar. De aquí puede deducirse, por tanto, que Arendt trata de mostrar un ejemplo sobre cómo pensar cuestiones políticas (‍Canovan, 1998: 15) con una clara intencionalidad política: aumentar las posibilidades de verdad y de libertad en la ciudad.

Michael Freeden ha cuestionado que decir «cómo» pensar no tenga consecuencias sobre qué se piensa y, finalmente, en lo que se hace. Al fin y al cabo, «to recommend a particular way of thinking about politics […] is also to recommend a particular way of acting in politics, to stablish the rules for acting» (‍Freeden, 1996: 42). Esta crítica de inspiración wittgensteiniana contra los intentos de convertir la diferencia analítica entre forma y contenido en fundamento ontológico resulta ciertamente atractiva; sin embargo, entiendo que Arendt logra escaparía en lo fundamental a la acusación de estar promoviendo formas concretas de actuar políticamente a través de sus «ejercicios de pensamiento» gracias a sus concepciones de la acción y del pensamiento.

Para la pensadora alemana, la verdadera acción política, así como el verdadero juicio, no están sometidos a ninguna regla general o principio[11]. Por tanto, puede distinguir «dirigir la acción persuasivamente» de lo que ella deseaba hacer: acostumbrarnos a una práctica llamada «pensar políticamente», sin que esto suponga establecer su ejemplo como la única forma de ejercer la actividad y restando importancia a las verdades concretas que se puedan derivar de su trabajo. Por ello, desde esta forma de hacer teoría política, se promueve la política (según la definición de Arendt; basada en la libertad y el pluralismo), pero no una política; no ofrece guías seguras para la acción. Del pensamiento, por su parte, «no podemos esperar […] ningún mandato o proposición moral, ningún código de conducta», pues «pensar es como la labor de Penélope», y siempre deshace lo que hace (‍Arendt, 2007b: 167)

Si esta lógica de investigación está preocupada por la política y por la ejemplaridad, no sorprenderá que asigne un especial peso al presente, entendido como el tiempo abierto a la transformación futura mediante la acción. Así, se entiende mejor que los trabajos desde la teoría política se fijen especialmente en fenómenos recientes. También que estos trabajos tengan su preocupación puesta en el mañana, aunque sus pesquisas recurran siempre al pasado, bien para entender cómo se llegó a cierta situación o bien para rescatar voces relevantes capaces de ayudar a dar sentido a nuestro mundo. De ahí la importancia de la historia del pensamiento político para esta lógica de investigación. La historia tendrá además un papel fundamental para proporcionar los objetos de nuestra tarea central: la comprensión.

2. Comprensión de la experiencia, que se piensa buscando su sentido y a la que se mantiene vinculada[Subir]

La relevancia de la experiencia para Arendt no concierne solo a la teoría política; ni siquiera solo al pensamiento político. Para la autora, es condición de calidad de todo pensamiento, en general. Consecuentemente, Arendt nos dice sobre sus ensayos de Entre el pasado y el futuro que: «[…] se trata de ejercicios de pensamiento político, tal como surge de la realidad de los incidentes políticos (aunque estos incidentes se mencionan solo de manera ocasional), y mi tesis es que el propio pensamiento surge de los incidentes de la experiencia viva y debe seguir unido a ellos a modo de letrero indicador exclusivo que determina el rumbo» (‍Arendt, 1996 [1968]: 20).

Arendt asume que las experiencias son el único elemento capaz de salvar –con algún sentido– a los conceptos de caer en la radical contingencia que les es inherente. En esto coincide con Voegelin, quien afirmara que «a no ser que active las experiencias correspondientes […] una exposición teórica dará la impresión de un discurso vacío» (‍Voegelin, 2006 [1952]: 83). Para ello, las reflexiones de Arendt hacen un uso instrumental de la historia – parejo al propuesto por Freeden (‍1996: 102)–, sin privarse de recurrir a los instrumentos y conocimientos de otras ramas del saber.

La pensadora pone especial acento en experiencias que aparecen como problemáticas: en Entre el pasado y el futuro, se trata del peligro de la ausencia de pensamiento del que Eichmann fuera ejemplo. En La crisis de la república, aparecen las cuestiones de la mentira o de la violencia en política. En La condición humana, Arendt muestra su preocupación por que el hombre llegue a concebir la Tierra como prisión, «poseído por una rebelión contra la existencia humana tal y como se nos ha dado»; una decisión política de primer orden ante la que Arendt propone «una reconsideración de la naturaleza humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias» (‍Arendt, 1996 [1968]: 15, 18). En su proyecto para una Introduction into Politics, como se explicó más arriba, su mayor preocupación era una peligrosa y generalizada concepción de la política que habría contribuido a la creación del totalitarismo.

La teoría política tendría como tarea ayudarnos a reconciliarnos con el sentido de esas experiencias, a «sentirnos cómodos con el mundo»[12]. A esto puede decirse que se dedica la actividad de pensar (‍Arendt, 2007a: 112), que debe distinguirse del conocer, ocupado de la cuestión de la verdad. «De la desunión, del desgarro, surge el “pensamiento”, es decir, la necesidad de reconciliación» (‍Arendt, 1984 [1971]: 25-‍27), en definitiva, «la búsqueda de sentido» (‍Arendt, 2007b: 166). Por tanto, no debe confundirse comprender (understanding) con conocer (knowledge). En este aspecto, merece citar a Arendt con cierta extensión:

Conocimiento y comprensión no son lo mismo, pero están interrelacionados. La comprensión se basa en el conocimiento, y el conocimiento no puede avanzar sin una inarticulada comprensión previa. La comprensión previa denuncia el totalitarismo como tiranía, y ha decidido que nuestra lucha contra él es una lucha por la libertad. Es cierto que quien no se movilice por estos motivos probablemente no se movilizará por ninguno […].

La comprensión antecede y sucede al conocimiento. La comprensión previa, que se halla en la base de todo conocimiento, y la verdadera comprensión, que lo transciende, tienen en común el que ambas hacen que el conocimiento resulte significativo. Ni la descripción histórica ni el análisis político pueden probar que, dado que existe una naturaleza del gobierno monárquico, republicano, tiránico o despótico, existe también tal cosa como la naturaleza o la esencial del gobierno totalitario. Su naturaleza específica se da por descontada en la comprensión previa que sirve de base a las ciencias, y la comprensión previa impregna con naturalidad, pero no con una visión crítica, todo el vocabulario de dichas ciencias. La verdadera comprensión vuelve siempre sobre los juicios y prejuicios que precedieron y guiaron a la investigación estrictamente científica. Las ciencias solo pueden iluminar, no probar ni refutar, la comprensión acrítica previa de la que parten. Si el científico, desorientado por su propio trabajo de investigación, empieza a hacerse pasar por experto en política y a despreciar la comprensión popular de la que partió, entonces pierde de inmediato el hilo de Ariadna del sentido común, que es el único que le puede guiar de forma segura por el laberinto de sus propios resultados. Si, por otro lado, el académico quiere transcender su propio conocimiento ‒y la única forma de hacer que el conocimiento sea significativo consiste en transcenderlo‒, entonces ha de volverse humilde y, a fin de restablecer el contacto entre conocimiento y comprensión, escuchar atentamente ese lenguaje popular en el que términos como totalitarismo son usados a diario como clichés políticos y tergiversados como eslóganes (‍Arendt, 2018b [1954]: 449-‍450).

Nótese la circularidad: el conocimiento se basa en el entendimiento, que a su vez se apoya en conocimiento. Su teoría política, en lugar de poner el énfasis únicamente en conocer los hechos y sus causas, dedica una especial atención a la comprensión en sus dos acepciones principales: a la reconciliación con lo que ya sabemos y a la búsqueda de sentido. Precisamente por este énfasis en la comprensión, algunos han considerado que la teoría política debería ser considerada una ciencia humanística (‍Grant, 2002)[13]. Debido a esta centralidad de la comprensión cabe apellidar a esta lógica de investigación como comprensiva.

La comprensión requiere, en primer lugar, poner en relación lo nuevo con aquello que ya conocemos; sin embargo, el respeto a la capacidad de la acción para crear algo nuevo exige que el pensamiento establezca diferencias. «La verdadera comprensión», como explican Carello y Padilla (‍2020: 108), «permite distinguir los distintos acontecimientos políticos que la comprensión previa tiende a emparentar»[14].

La circularidad entre conocimiento y comprensión nos permite entender mejor el papel que juegan los juicios de valor en el pensamiento arendtiano y lo que ella fue capaz de producir a partir de ellos, distanciándose de Weber. Arendt ciertamente promueve una forma particular de entender la palabra política (entre otras posibles); una que conecta con una experiencia rescatada de la historia. Y de aquí parte su habitual consideración como autora normativa: en los términos de Freeden, dado que delimita el significado de un concepto controvertido, podría pensarse que realiza un trabajo de ideóloga o de filósofa (‍Freeden, 1996: 132).

Freeden, no obstante, entiende que existe una excepción a esta regla por la que privilegiar e imponer uno de los significados de entre los muchos que un concepto o sistema de conceptos puede sustentar cae en el terreno de los ideológico. Este movimiento de decontestation, de exclusión de las definiciones alternativas de un concepto controvertido, es la única forma que tenemos para acceder al mundo político según el británico. Por ello, afirma necesario establecer el «diferente orden» de, por un lado, una delimitación de significado con intención de servir para objetivos políticos de, por otro, aquella que sirve a la práctica académica de interpretación y teorización (‍Freeden, 2006: 19, 22). De nuevo encontramos en estas palabras de Freeden el dilema entre los objetivos políticos y el trabajo académico. Es un dilema al que Arendt da salida; al fin y al cabo, su propuesta de recuperación del concepto de política como guía para la investigación no solo está respaldado por motivos científicos –porque sin él quedaba en la sombra un área importante de experiencia–, sino también por motivos políticos –porque esta sombra abre espacio a la creación del totalitarismo–.

Sin embargo, entender la realidad para Arendt, como para Weber, no significa ni perdonar ni justificar (Arendt, 2005a: 372). Con esta palabra, «entender» o «comprender» (understand, Verstehen[15]), Arendt ya no está «concerned with judging as a feature of political life as such […] but with judgement as a component in the life of the mind, the faculty through which the privileged spectators can recover meaning from the past and thereby reconcile themselves to time and, retrospectively, to tragedy»[16] (‍Passerin d’Entreves, 2008). Esta reconciliación no necesariamente tiene un carácter holístico en su objeto (no se trata de reconciliarse con todo a la vez); pero es cierto que la producción de sentido admite menos especialización de la que los investigadores empiricistas, dedicados a conocer más que a comprender, exigirían para bendecir estas producciones teóricas como científicas. No obstante, en un mundo tan especializado como el nuestro reinan los expertos y «se echa en falta […] alguien que de vez en cuando nos permita detenernos a pensar, nos enfrente un poco al todo que se abre detrás de tanto detalle sobre las partes» (‍Vallespín, 2012: 82-‍83).

3. La obligación de accesibilidad[Subir]

Difícilmente podrá contribuir la teoría política a que los ciudadanos adquieran una mejor comprensión de nuestro mundo mediante su ejemplo y contribuciones si ella misma se vuelve incomprensible. Esta obligación de accesibilidad puede observarse en el ejemplo de la propia Arendt, y Freeden la recoge como tarea derivada de la obligación de relevancia: «The employment of accessible language» para «make the practice of political thinking more accessible to ordinary people» (‍Freeden, 2012: 264-‍266).

Tal obligación, sin embargo, está en tensión con otras. Si por un lado la teoría política se niega a construir una cerrada e inaccesible «sociedad de discurso» –en términos de Foucault (‍[1970] 1980)–, por otro, pretende el avance teórico a un nivel especializado, lo que suele derivar en una sofisticación y delimitación lingüística no extensible al lenguaje corriente. La teoría política se dirige a la vez a los amigos, a los conciudadanos, a los compañeros de disciplina y a los de otras disciplinas. No quiere dejar de ser un trabajo iniciado y para iniciados en estos asuntos teóricos sobre la política, y tampoco olvidar la vocación universal (de validez, que no de relevancia) que es condición del ámbito académico-científico. Pero todo ello entra en tensión con su vocación de tener consecuencias políticas.

No sin razón, Strauss (‍1957: 357-‍8) consideraba imposible la compatibilidad de tantas tareas[17]. La contradicción entre estos objetivos demandará en ocasiones hablar a varios niveles; en otras, se alternarán los estilos y, en otras, habrá que rogar paciencia al lector hasta que el tiempo o las capacidades del autor permitan traducir a palabras más simples ideas complejas o, simplemente, hasta que queden atrás los párrafos más densos y cargados de jerga. Son contradicciones que pueden además ser paliadas mediante la pluralidad intradisciplinar (con trabajos más y menos divulgativos).

4. Representa otras formas de pensamiento político[Subir]

Arendt explicita la naturaleza representativa del pensamiento político de manera especialmente elocuente:

El pensamiento político es representativo[18]; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento […]. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis conclusiones, mi opinión (‍Arendt, 1996 [1968]: 254).

En este sentido, una teoría política que aspire a constituir un buen ejemplo de pensamiento político deberá hacer algo similar. No se trata de nada muy distinto de aquello que Freeden ha impulsado: una búsqueda empírica de opiniones diversas sobre un tema, pues la propuesta de tal diversidad, en sus palabras, subyace al estudio de las ideologías (‍Freeden, 1996: 95). Freeden considera que de la obligación que tiene la teoría política de resultar relevante para los actores políticos (para los ciudadanos) se deriva otra: pensar en los «everyday patterns of political thinking» y «theorize about ordinary forms of political expression» (‍Freeden, 2012: 264-‍266). Además, considera la inclusividad como una nueva responsabilidad, definida no solo como la inclusión de «todas las formas disponibles de pensamiento político» y su «entendimiento», sino también como la obligación de recurrir a las disciplinas que fuera necesario para realizar nuestro análisis (ibid.: 270-274).

Esta propuesta no deja de coincidir en gran parte con la definición de la teoría política que Berlin ofrece, si bien separando teoría y filosofía políticas al reservar la realización de juicios de valor autónomos para esta última. Al fin y al cabo, para Berlin la teoría política debía «proceder al examen de los modelos, paradigmas y estructuras conceptuales que gobiernan las diferentes visiones del mundo y comparar las categorías implicadas»; unos modelos que llegan a modificar la misma «percepción e interpretación de los hechos» (‍García Guitián, 2001: 22). Para recoger estos discursos, estas atribuciones de sentido, uno no debería inhibirse de adaptar aquellas herramientas desarrolladas por los científicos sociales y políticos, más centrados en describir y explicar, así como por historiadores o estudiosos de otras disciplinas; los puntos de contacto interdisciplinar aquí se multiplican. Además, no puede olvidarse que los discursos de dichos científicos y de otros académicos, igual que las manifestaciones artísticas, políticas, etc., son precisamente eso: discursos susceptibles de ser representados y puestos en relación con otros discursos. De esta forma, la teoría política comprensiva tiene un gran potencial para poner en contacto a la academia con los discursos comunes, de la calle.

En términos arendtianos, pensar políticamente, de forma representativa, conlleva practicar el «pensamiento ampliado», intersubjetivo en los términos de la cita arriba presentada. Esto permite transcender la doxa, la opinión infundada, caprichosa, hacia opiniones que gozan de mayor generalidad mediante una expansión de la imaginación destinada a entender lo que sienten o piensan nuestros conciudadanos.

La colaboración en la creación de este mundo de representaciones entre los ciudadanos no deja de ser un acto de profundas consecuencias políticas, que van más allá de la mera representación de distintas posturas para hacer énfasis en su puesta en diálogo mediante el pensamiento. «La política es posible en la polis, más que porque se pueda hablar, porque se es escuchado», escribió Arendt. Para el ciudadano, es esta posibilidad de aparecer en el espacio público lo que «funda su libertad»: su capacidad para actuar. Para ello, es necesaria una escucha que no sea mera subsunción. Por el contrario, se necesita una habilidad específicamente política: la capacidad de juicio «como habilidad para ver cosas no solo desde el punto de vista personal, sino también según la perspectiva de todos los que estén presentes»; desde los sentidos comunes (‍Arendt, 1996 [1968]: 233; ‍Roiz, 2003: 167-‍171).

El esfuerzo por entender los sentidos ajenos es una exigencia normativa de la política, en último término inalcanzable, pero que demanda cumplimiento tanto al pensamiento académico como a los grupos ideológicos (de nuevo, en tensión con otras exigencias normativas que solo los actores e investigadores deberán resolver). Un deseo y esfuerzo por entender el mundo, incluidas las posiciones de los otros, es en todo caso exigible si se desea conservar la política.

Esto además rescata un objeto de investigación a veces olvidado: la forma en que se produce este juego de representaciones. Se trata de atender a la representación que los actores hacen no solo de ciertos objetos concretos o actores, sino también de otras declaraciones y argumentos. Así podrían identificarse, por ejemplo, falacias del hombre de paja contra los que se busca arremeter con facilidad, o enemigos de cartón piedra a los que se imputan amenazas inexistentes, entre otras figuras recurrentes.

5. Debe ser inspiradora e imaginativa[Subir]

Para los actores políticos (en democracia, para la gran masa de ciudadanos) puede ser inspirador, quizás incluso revelador, escuchar la forma en que el otro les entiende, si se les entiende, y también recoger las aportaciones que, siguiendo el esquema weberiano arriba descrito, la ciencia puede aportar sin salirse de su papel. El teórico político en tanto que politólogo no podrá juzgar bondadosas o malvadas estas alternativas, ni tampoco asegurar muchas veces si se alcanzarán o no los objetivos propuestos, pero sí argumentar su coherencia o incoherencia con respecto a un sistema de valores dado y dar pistas sobre los medios necesarios para su probable o improbable materialización gracias a las aportaciones al conocimiento de la ciencia política, la ciencia económica, la sociología, etc.

Por otro lado, «representar» en la formulación de Arendt no tiene un sentido únicamente pasivo. Todo lo contrario: requiere de un esfuerzo activo de la imaginación para reconstruir el lugar y argumentos de aquellos sujetos que nunca permanecen completamente estables o impávidos y que, frecuentemente, ni siquiera siguen existiendo físicamente; «Un objeto de pensamiento es siempre una re-presentación (‍Arendt, 2007b: 166). La imaginación, eso sí, no debe confundirse con la empatía, que invade la posición del otro y lo sustituye[19] (‍Roiz, 2003: 58), eliminando la pluralidad.

Profundizar en este razonamiento permite concebir investigaciones consistentes en adoptar los objetivos de los actores o autores estudiados como un actor interpreta o representa (en el sentido de actuación o performance) a un personaje, desarrollando y completando aquello que el texto no ofrezca, siempre que estos desarrollos sean explícitos. Este tipo de trabajo, por ejemplo, podemos encontrarlo en la interpretación que Arendt (‍2008) hace de la actividad de Sócrates como unión de política y pensamiento. Ciertamente, no son muchos los datos disponibles para fundamentar cualquier interpretación de Sócrates; sin embargo, tales intentos resultan de lo más enriquecedor. Es llamativo en este punto que Arendt justifique su reconstrucción de Sócrates como «modelo de pensador no metafísico» (‍Birulés, 2017: 15), recordando el sentido instrumental de los purificados «tipos ideales» (‍Arendt, 2007b: 169).

Esta interpretación o adopción de distintas posiciones o ideologías no solo permite sugerir lecturas de autores cuyo pensamiento es difícil de definir con los recursos de que disponemos; también permite imaginar diálogos entre sistemas de pensamiento que no hayan realmente coincidido en lugar o tiempo. Esto puede ser productivo no solo para el análisis y comprensión de los propios textos, sino también para conocer mejor los objetos a los que dichos pensamientos se refieren. La teoría política también puede imaginar qué habrían dicho pensadores o actores políticos ejemplares (autoridades) al respecto de cuestiones hoy acuciantes, aunque tales cuestiones no fueran objeto de su conocimiento, interés o estudio en su momento.

Estas posibles labores muestran de nuevo la fuerte interrelación entre la teoría política y la historia del pensamiento político. Fundamentalmente, recuerdan la importancia de que los teóricos políticos conozcan el pensamiento de los grandes autores de la tradición (‍Wences, 2015: 22). La lectura de estos clásicos, sin embargo, difiere de la realizada por el historiador del pensamiento político: mientras el segundo se preocupará solo por conocer los hechos históricos, el teórico político se acerca a ellos con una mirada instrumental, rearticuladora, con la vista puesta en los acontecimientos o discursos que se quiere pensar.

Ante aquellas cuestiones de las que no pueden dar cuenta las investigaciones empíricas, sea por falta de datos, de técnicas adecuadas o de escala, esta forma de teoría política también podría recurrir a construcciones que, trasladando esquemas de otros ámbitos, ofrezcan sentidos provisionales. Podría incluso plantear las respuestas posibles ante preguntas importantes siguiendo la lógica, aun sabiendo que la realidad no siempre tiene este carácter lógico. Por esta vía, la teoría política puede jugar, como a menudo ha hecho históricamente, un papel importante para otros ámbitos académicos; por ejemplo, sugiriendo hipótesis que aquellos politólogos e historiadores con mayor pericia en y dedicación a lo empírico han tratado de refutar, demostrar o matizar. Escucharles de vuelta, coherentemente, resultará vital para conocer los límites fácticos que el pensamiento político debe respetar.

6. La obligación de mantenerse imparcial (pero no desinteresada o desapasionada)[Subir]

La manera en que Freeden ha prestado atención a la obligación del teórico de ser imparcial es bajo el rótulo de «distancia crítica», concebida en síntesis como la necesidad de ver los argumentos ángulo tras ángulo[20] (‍Freeden, 2012: 275). Por su parte, Arendt no solo establece esta obligación para el pensamiento teórico, sino para el pensamiento en general. Y, además, advertiría los peligros de usar la palabra «distancia» o «alejamiento» para este menester.

Teniendo en cuenta los prejuicios existentes contra la política, que la igualan a mentiras y parcialidad, así como la tendencia a considerar a Arendt una autora normativa, puede resultar sorprendente descubrir que, para ella, el buen pensamiento político es imparcial –esto es, libre de intereses de parte–. De otro modo, la representación de las opiniones de otros no podría ser apropiadamente enjuiciadas y uno no podría llegar a desarrollar su propia visión particular y única, auténtica, pero caracterizada por una considerable generalidad.

La noción de imparcialidad, tal y como Arendt la concibe, superaría a la idea de objetividad en el sentido contemporáneo habitual (como completa ausencia de juicio[21] y, por tanto, de sentido), y sería aplicable incluso a las ciencias naturales (‍Arendt, 1996 [1968]: 56-‍57; ‍Arendt, 2008: 193). La pensadora también critica la «evidencia» de los hechos humanos en la historia, destacando su naturaleza radicalmente contingente, lo que impide que puedan ser plenamente entendidos mediante las categorías de causa y efecto como (según su errónea interpretación) habría propuesto Weber[22] (‍Arendt, 1996 [1968]: 89-‍90).

Contra las visiones normativistas de Arendt, ella aclara que las verdades del filósofo, del científico, del testigo, del juez, del periodista, del artista o del historiador no son (ni pueden ser) políticas en un sentido: no pueden, sin abandonar su posición, comprometerse con un fin político –unirse a una causa de la que se derive directamente su proceder investigador, informador, etc.–. En sus palabras: «Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero comparten la imposibilidad de un compromiso político, de la adhesión a una causa» (ibid.: 273). Esto es, deben ser imparciales.

Es evidente, sin embargo, que Arendt parte de algunos supuestos de fuerte carácter normativo (el totalitarismo, la ausencia de pensamiento o la posible destrucción de la Tierra son considerados indeseables). La pregunta es, ¿de dónde se derivan estos axiomas? ¿Son autónomos; esto es, propios? Alguien podría entender que se tratan de postulados de la razón, necesidades derivadas del deseo de supervivencia. Por contra, Arendt no argumenta en ningún momento en su favor, sino que son tomados como principios de sentido común, de ese entendimiento externo a la investigación, pero que hace que el teórico político (al contrario que el filósofo), al ser su opinión «representativa», en cierto sentido no esté «solo» (ibid.: 273). Estos juicios son extraídos del contexto e incorporados a la investigación con su poder normativo congelado, aunque no esquilmado.

Desde luego, Arendt va más allá de la interpretación de hechos, pero explícitamente evita lo teórico normativo, lo filosófico y lo ideológico. Efectivamente, la suya se trata de una actividad de un orden distinto, que se caracteriza por incorporar objetivos políticos que son tomados del «entendimiento general» o comprensión previa (understanding) desde el que el investigador parte (de la relación con los valores imprescindible para definir el objeto), sin pretender que sean justificados por la investigación –sin considerarlos parte del «conocimiento» (knowledge) aportado–.

Puede ya intuirse que el planteamiento de Arendt, así explicado, respeta la limitación weberiana de no hacer juicios de valor desde la ciencia. Como he señalado, Weber, siguiendo a Rickert, afirmaba algo parecido: que las ciencias se constituyen en relación con valores; unos valores que deben entenderse como «bienes culturales», contingentes, que articulan «el derecho, la religión, la literatura, el arte, la economía […]» (‍Abellán, 2015: 234). En términos similares, Arendt está inaugurando la teoría política, tal y como ella la entiende, con base en un valor olvidado: la política, en el sentido que ella misma quiere recuperar. Por tanto, el nacimiento de la perspectiva o disciplina (la teoría política) y del valor que la orienta (su concepción de política) suceden, en cierto sentido, al unísono.

«Imparcialidad» no se utiliza aquí como equivalente de distante desinterés. Por un lado, con Weber, porque es el «interés» (la relación con los valores de una época, diría Weber) lo que pone en marcha la investigación y permite la construcción del objeto. Por otro, y yendo más allá de Weber, porque imparcialidad no implica para Arendt un acercamiento sin emoción. Dado que el objeto debe ser construido en relación con los valores, privarlo del entendimiento corriente del que surge no permite una correcta interpretación del mismo: «Si describo esas condiciones [de miseria en una sociedad próspera en el contexto de la cita] sin dejar que mi indignación intervenga, coloco el fenómeno particular fuera de su contexto, que es la sociedad humana y, por lo tanto, le robo parte de su naturaleza». Una postura de investigación que Arendt, sin embargo, se preocupa mucho de diferenciar de actitudes moralizantes o sentimentalistas, pero que se aparta «conscientemente de la tradición del sine ira et studio» (‍Arendt, 2018a [1953]: 571-‍572). Por tanto, la lógica de investigación propuesta se encuentra a la vez una obligación de «alejarse» del objeto y de mantenerse cerca de su verdad, en dos sentidos diferentes.

7. La responsabilidad con la verdad[Subir]

La pregunta que se nos plantea entonces es el tipo de verdad del que podemos hablar en el género pensamiento político, no solo en la especie teoría política o en la lógica de investigación comprensiva que aquí estoy tratando de definir.

Parece razonable pensar, en primer lugar, que el estudio de las ideologías puede elevar hacia la academia problemas y perspectivas (verdades) minusvaloradas o directamente ausentes en el pensamiento profesionalizado. Pero, además, Arendt aporta una idea de verdad atractiva en su interpretación de la figura de Sócrates, quien traspasó «la línea trazada por la polis para el sophos» sin que la polis entendiera «que Sócrates no afirmaba ser un sophos, un hombre sabio» (‍Arendt, 2008: 49). Lo que a Sócrates le interesaba cuando preguntaba y repreguntaba a sus conciudadanos no era encontrar la Verdad (con mayúscula inicial), sino la verdad en la doxa de cada uno; la verdad no entendida como lo probable, sino como «la comprensión del mundo “tal y como se me muestra a mí”. Por tanto, no es arbitrariedad y fantasía subjetiva, pero tampoco algo absoluto y válido para todos […]. Él quería ayudar a los demás a dar a luz lo que ellos mismos pensaban a su manera, a encontrar la verdad en sus doxai» (‍Arendt, 2008: 52).

La forma de acercarse a la verdad de uno mismo parece ser, por tanto, un diálogo que versará tanto sobre el conocimiento (los hechos) como sobre el entendimiento o comprensión del mundo. Arendt, sin embargo, es pesimista sobre las posibilidades de verdad en el contexto actual, hasta el punto de plantear así su trabajo: «Por todas partes de estos ejercicios el problema de la verdad se mantiene en suspenso; la cuestión es solamente cómo moverse en esta brecha –la única región donde acaso la verdad acabará por aparecer»– (‍Arendt, 1995 [1961]: 87).

La crisis del pensamiento político, en general, y de la teoría, en particular, conecta con la transformación positivista de la ideología. La dominación habría prescindido de los relatos, expresándose, en expresión de Marcuse, «como sumisión al aparato técnico que aumenta el confort de la vida y aumenta la productividad», en una tendencia hacia una «sociedad racionalmente totalitaria» (‍Marcuse, 2002 [1964]: 162). La descripción de intereses habría suplido a la comprensión y, en consecuencia, el mundo de sentidos comunes se estaría derrumbando. De este modo, no sorprende que las descripciones y explicaciones de la política basadas en un modelo antropológico racional se conviertan (a sí mismas, performativamente) en las únicas efectivas, en perjuicio del cómo entienden el mundo los actores; de los conceptos, principios y valores que les orientan. Este peligroso vacío de sentido aboca a convertir la política en simulacro y, poco a poco, socava los fundamentos democráticos[23].

Como señaló Arendt, el tiempo del antagonismo entre las «verdades de razón» y las opiniones de la calle habría pasado, sustituido por «una hostilidad» hacia las verdades de hecho «mayor que nunca». Así, en las sociedades libres, donde se permiten todo tipo de afirmaciones sobre los hechos, entiende que se las acaba confundiendo con opiniones, poniéndose en cuestión «la propia realidad común y objetiva». Arendt distingue hechos de opiniones, por vinculadas que estén: las opiniones surgen de los hechos, pero son legítimas solo en tanto que respeten los hechos. Un hecho, eso sí, tiene una naturaleza «política»; «no es más evidente que la opinión» ni tiene un origen transcendente, por lo que requiere de la persuasión (‍Arendt, 1996 [1968]: 247-‍256). La consecuencia de la mentira sistemática sobre hechos que se encuentran a los ojos de todos sería la extensión de «una peculiar clase de cinismo, un rechazo absoluto a creer en la veracidad de cualquier cosa», quedando así destruido «el sentido por el que establecemos nuestro rumbo en el mundo real» (ibid.: 270) y, con ello, la posibilidad de acción. En definitiva, Arendt identificó algo muy parecido a lo que hoy denominamos posverdad, y que pone en serias dificultades nuestro trabajo como teóricos.

La teoría política tiene aquí, en definitiva, uno de sus mayores retos, pero también una oportunidad para contribuir a densificar el mundo sobre el cual puede construir la política. Eso sí, nos dice Arendt, una «observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político»; esto es, renuncia al «compromiso político» (ibid.: 273).

VI. CONCLUSIÓN: TEORÍA POLÍTICA COMPRENSIVA Y PLURALISMO DE VALORES[Subir]

El artículo ha mostrado la necesidad de asumir responsabilidades y abordar tareas fundamentales para la Ciencia Política desde una lógica de investigación centrada en la comprensión de los fenómenos políticos y que respeta tanto la prohibición de realizar juicios de valor autónomos como la naturaleza política de su empresa. Quisiera, no obstante, concluir planteando tres limitaciones de la propuesta que permiten poner las tareas de esta lógica de investigación en perspectiva.

La primera limitación ya se ha mencionado: se trata de la necesidad de aceptar la valía de la definición arendtiana de política, entre las muchas otras concepciones disponibles, para sostener la propuesta. Solo desde esta definición horizontal cabe identificar algunas de estas tareas como políticas, siempre -eso sí‒ prescindiendo del compromiso político con una causa.

En segundo lugar, encontramos un punto ciego al tratar de asimilar la práctica socrática, tan cercana a la lógica aquí propuesta, al trabajo arendtiano. Aceptemos que aquella consistía en establecer un diálogo (sea interno –conócete a ti mismo– o externo) que comienza desde el reconocimiento de no saber –«no puedo conocer la verdad del otro sino preguntándole»– y que busca la coherencia: «Para Sócrates, el principal criterio del hombre que comunica verazmente su propia doxa es “estar de acuerdo con uno mismo”: no contradecirse a sí mismo y no decir cosas contradictorias» (‍Arendt, 2008: 55-‍56). Entonces, no podrá por menos que llamar la atención que Arendt reivindique a un Sócrates que encumbra el principio de no contradicción, algo que ella misma identifica en otro lugar como elemento característico del pensamiento «ideológico» (automático a partir de una idea y despegado de la experiencia; contrario a la política) (‍Arendt, 2004 [1951]: 559 y ss.).

En tercer lugar, Arendt pone de relieve el peligro nihilista que el pensamiento mismo implica. Si lo que antes se creía cierto de repente se presenta como ilusión y sin posibilidad de cierre, ¿cómo sostener ahora ninguna opinión con ninguna seguridad? (‍Arendt, 2008: 62). Al fin y al cabo, los prejuicios serían necesarios en el mundo social (íd.), mientras el pensamiento propio del bios theoretikós tiende a cuestionarlo todo. Por no hablar del potencial enfrentamiento entre conciencia y legislación, entre pensamiento y ciudad. La teoría política, en este sentido, se presenta amenazante.

Rafael del Águila desarrolló y condensó esta misma crítica contra Sócrates bajo la rúbrica «falacia socrática»: la falsa creencia en que «la actividad reflexiva produce siempre efectos saludables para la polis» (‍Del Águila, 2004: 124). Más bien, como dice Arendt: «No existe el pensamiento peligroso; el mismo pensar es peligroso», dado que deshace, descongela, «lo que el lenguaje, el medio del pensamiento, ha congelado en el pensamiento». El pensamiento cuestiona los valores y las opiniones vigentes, aunque sea hipotéticamente: «Puede verse el nihilismo como un riesgo siempre presente en el pensar» (‍Arendt, 1984 [1971]: 207-‍208). Esta tendencia nihilista puede poner en jaque los fundamentos de la misma comunidad política que acoge e incluso promueve la actividad académica.

¿Estamos pues ante un callejón sin salida ante la exigencia de aceptar la definición arendtiana de política, la coherencia (que ahoga el juicio político) y el peligro nihilista de todo pensamiento? No, pues los tres principios se vuelven mucho más razonables y menos amenazadores al entenderlos como valores en tensión con otros valores. El científico podrá presentar esta tensión honestamente, poniéndola a disposición de los actores políticos en caso de que tengan algún interés en conocerse y entenderse mejor y hacer lo propio con el resto de posturas –es decir, en preservar la política–. Así se ha intentado hacer aquí, con respecto al primer punto, al apellidar el programa de investigación definido. Como se indicó, el epíteto comprensiva no busca sino respetar la pluralidad de la subdisciplina.

Eso sí, lo que el científico no podrá afirmar una vez asumida la existencia de valores enfrentados en torno a los que se organizan distintos ámbitos de la vida (esto es, aceptado el pluralismo de valores) es que el uso de su trabajo, por muy bueno que sea académicamente, vaya a tener consecuencias para la política únicamente (y en todo sentido) positivas. No obstante, estas páginas han procurado únicamente negar la posición opuesta: que los teóricos políticos no podemos responsabilizarnos de producir ningún bien político con nuestro trabajo científico; esto es, que no podemos hacerlo sin salirnos de los límites que impone la razón instrumental al trabajo científico, tal y como los identificó Weber.

Al contrario, el artículo ha mostrado múltiples vías para contribuir políticamente desde la teoría política como disciplina científica, en la estela de aquel Sócrates que presumía de ser el único político auténtico de Atenas dada su vocación por hacer más verdaderos a los ciudadanos. Al densificar el mundo común mediante la representación de las distintas posiciones, en parte aplicando y extendiendo los procedimientos ya descritos por Weber, la teoría política hace posible el surgimiento de opiniones más auténticas y verdaderas. Esto, aun reconociendo (o, más bien, precisamente porque se reconoce) que el valor de la verdad puede entrar en conflicto con otros valores (sea el éxito político, romántico, económico, la supervivencia, etc.).

Lo primordial, por los motivos planteados en el apartado 2, es que la disciplina logre definir una lógica de investigación propia que realice todas estas tareas, tantas veces abandonadas y otras veces realizadas sin una adecuada reflexión metodológica que oriente y limite el trabajo. Esto quizás pueda facilitar también su organización académica, tantas veces amenazada, sin por ello tener que renunciar a su pluralismo interno y a sus conexiones con otras disciplinas, y sin perjuicio de que otras lógicas de investigación que anidan en la etiqueta puedan resultar también valiosas.

Hecho esto, aún tendrá el investigador que decidir en cada momento qué obligaciones priorizar de entre aquellas que gobiernan a la subdisciplina. Y también deberá valorar cuándo conviene quitarse el gorro de teórico político para anteponer otras obligaciones, como las de ciudadano. No obstante, se ha procurado reducir la confusión sobre las obligaciones que implica cada rol, lo que permite identificar cuándo se está actuando conforme a las responsabilidades de la subdisciplina y cuándo no, más allá de las declaraciones de intenciones. Dicho de otro modo: de haber logrado algún éxito, se habrá contribuido a aclarar el trabajo comprensivo que puede realizar la teoría política, paso previo imprescindible para poder reclamar su lugar entre las ciencias políticas.

NOTAS[Subir]

[1]

Este texto no habría sido posible sin la financiación de la beca/contrato para la Formación del Profesorado Universitario (Ministerio de Ciencia e Innovación), pero tampoco sin el infatigable ejemplo y certeros consejos de mi director de tesis, Joaquín Abellán. Quiero agradecer a los muchos profesores, compañeros y estudiantes que durante estos años han aportado comentarios sobre el texto, entre los que cabe destacar a los miembros de mi tribunal de tesis, además de Lasse Thomassen, Michael Freeden y los colegas del Seminario Joven de Teoría Política. Además, debo reconocer y agradecer la autoría de la coletilla comprensiva a una intervención del profesor Harto de Vera en el Seminario de Teoría Política UCM. Sea solo mía la responsabilidad de cómo recibí tantas y tan acertadas sugerencias.

[2]

Énfasis mío.

[3]

Habermas, J. (‍1971).

[4]

Sin perjuicio de que, bajo la etiqueta filosofía política podamos, sin embargo, encontrar hoy buenos ejemplos del trabajo que aquí se denomina «teoría política». No cabe caer si se quiere avanzar en enfrentamientos nominalistas impulsados por la competencia institucional.

[5]

Véase también a este respecto Gunnell (‍1986).

[6]

En castellano pueden verse dos artículos de Weber sobre la cuestión (‍Weber, 2010 [1917], 2009 [1904]).

[7]

Weber así lo explica, tanto en La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo como en Weber (‍2009 [1904]: 148).

[8]

De entre tantos autores que clasifican a Arendt como autora normativa, véase Vincent (‍2004: 24). Sobre la introducción en España de la división entre enfoques marxista, positivista y normativo, véase Vallespín (‍2002: 354 y ss.).

[9]

Cavarero llega a conclusiones muy distintas desde una lectura muy diferente de Arendt, por lo que no se podrá establecer un diálogo en el espacio disponible.

[10]

En dicho capítulo, Freeden dice derivar estas responsabilidades principalmente de la tradición liberal y, solo en algunos casos, del objeto mismo. Aquí, sin embargo, se deja a un lado la tradición liberal para situar en el centro de las implicaciones éticas el concepto arendtiano de política.

[11]

En esta idea confluyen, según ha destacado Benhabib (‍2000: 175), dos líneas de pensamiento para analizar el juicio: por un lado, la kantiana (urteil); por otro, la aristotélica (phronesis). Veáse al respecto los trabajos de Sánchez (‍2002: 182); Roiz (‍2003), y Beiner (‍1983).

[12]

Los «acontecimientos» y los «hechos» son las experiencias fundamentales que apelan al pensamiento (‍Arendt, 2007b: 163). Para una aproximación que pone el acontecimiento en el centro, véase Carello y Padilla (‍2020).

[13]

Dice Grant (‍2002: 579): «An education in the humanities is not so much about acquiring knowledge of this kind as it is about acquiring humility in the face of your own ignorance, perspective when confronted with your own particularity, and the capacity for judgment in the light of a universe of possibilities that you had never before imagined». Como se ve, su propuesta se acerca considerablemente a la presente.

[14]

Para una crítica a las distinciones arendtianas, véase Benhabib (‍2000: 171 y ss).

[15]

Resta para futuros trabajos poner en relación la concepción arendtiana de la comprensión con la weberiana, que busca los motivos de los actores para realizar las acciones sociales.

[16]

El énfasis es mío.

[17]

En una línea parecida, Javier Roiz (‍2013: 25) insiste en recordar la gran intuición de Freud en su artículo de 1937, «Análisis terminable e interminable», en el que identificaba tres profesiones imposibles: psicoanalizar, educar y gobernar. Desde un punto de vista derridiano, cabe añadir, la condición de posibilidad de toda obligación es precisamente su propia imposibilidad de realización. Véase, por ejemplo, cómo plantea Derrida (‍2006 [1999]) la obligación de hospitalidad.

[18]

La traducción puede inducir a error. «Representativo» aquí no quiere decir que el pensamiento político tenga como característica representar bien nada; lo que quiere decir, como ella misma explica a continuación del pasaje citado, es que su estructura está compuesta por representaciones de diversas posiciones. La calidad de las representaciones abre la diferencia entre el buen pensamiento político y el malo.

[19]

Para una reflexión más amplia sobre el papel de la imaginación en la teoría política, véase Wolin (‍2005: 106-‍109)

[20]

Nótese el parecido con la mentalidad ampliada de Arendt y la conexión, por tanto, entre el carácter representativo del pensamiento político y la imparcialidad o generalidad que posibilita.

[21]

Arendt (‍2008: 163) diferencia la imparcialidad de la «objetividad» moderna, refiriéndose a esta última como «value-free», en una posible crítica implícita a Weber. Sin embargo, tras lo explicado más arriba, esta posible crítica no puede sino calificarse de errada en su destinatario principal, pues más bien debería dirigirse contra quienes lo malentendieron. Véase la siguiente nota al pie.

[22]

La perspectiva basada en la razón instrumental que promovería Weber, en opinión de Arendt, vaciaría el mundo de significado y lo cerraría a lo imposible: esto es, a la acción y, por tanto, a la política. Sin embargo, Arendt está acusando erróneamente a Weber de sostener a nivel ontológico lo que solo son consejos metodológicos para el «análisis intelectual de los elementos últimos de la acción humana dotada de sentido», dejando fuera del estudio sociológico lo caótico y lo imprevisible, que pertenecen a su parecer a otra disciplina: a la historia. Esta diferenciación precisamente implica reconocer su existencia (‍Weber, 2009 [1904]: 70; ‍Abellán, 2006: 17-‍18). Sin embargo, para Arendt, «el problema estriba en la naturaleza del sistema de categorías de fines y medios, que de inmediato cambia todo fin alcanzado en los medios para un nuevo fin, con lo que destruye, por decirlo así, la significación dondequiera que se la aplique hasta que, en medio del al parecer interminable proceso en que el objetivo de hoy se convierte en el medio de un mañana mejor, surge la única pregunta a la que ningún pensamiento utilitario ha podido responder jamás: “¿cuál es el uso del uso?”, como Lessing la planteó sucintamente» Arendt (‍1996: 90).

[23]

Así será mientras situemos entre dichos fundamentos a autonomía colectiva vehiculada mediante la elección de partidos y líderes que representen diversas concepciones del mundo, sin reducir la democracia a mero mecanismo pacífico de recambio de los poderosos.

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