RESUMEN
Pese a la vocación federal de la estructura territorial del Estado español, convivimos con su desconstitucionalización y las disfuncionalidades derivadas de ella, y con la falta de voluntad de atajarlas. Ello es, en buena medida, fruto de mitos antifederales patrios. Federalismo y democracia están, sin embargo, en estrecha conexión, tanto más cuanto más y mayores sean las diversidades territoriales. El propósito de este artículo es exponer el protagonismo que dinámicas federales, especialmente sus dinámicas competitivas, vienen asumiendo en la democratización de la ciudadanía tanto española como europea, como motor de reconocimiento de diversidades. En concreto, se expone su papel en la democratización de lo que se conoce como ciudadanía íntima, el reconocimiento de nuestro estatuto personal con base en el principio de autodeterminación, especialmente en términos de género y de derechos SOGIE, como punto de partida para la articulación de una convivencia que aspire a ser democrática.
Palabras clave: Federalismo competitivo; ciudadanía íntima; autonomía relacional; derechos SOGIE; estado autonómico; ciudadanía europea.
ABSTRACT
Although vocationally a federal state, Spain’s territorial structure is not anchored in its Constitution, a fact that proves to be dysfunctional. Nor is there an apparent will to address the matter. All this seems to stem from our own national anti-federalist myths. Yet federalism is closely connected to democracy, the more so the richer a territory is in diversity. This paper aims to expose the role that federalism plays in the democratization of citizenship, particularly the role played by its competitive dynamics in the recognition of diversities both in Spain and within the European Union. It is, more specifically, to expose its role in the democratization of what has been named intimate citizenship, i.e. the recognition of one’s personal status based on self-determination, especially in terms of gender and SOGIE rights, as instrumental to democracy.
Keywords: Competitive federalism; intimate citizenship; relational autonomy; SOGIE rights; autonomic state; European citizenship.
Son muchas las voces que instan a formalizar en España un modelo de distribución territorial del poder abiertamente federal. Es frecuente que esas voces comiencen señalando que, en la práctica, nuestro Estado responde ya a ese modelo de organización, como frecuente es que a continuación añadan que ello no resta urgencia alguna a la necesidad de formalizarlo. Antes bien, se señala, la falta de una estructura territorial formalmente anclada en la Constitución es fuente de tensiones y de distorsiones en nuestras dinámicas territoriales, no solo de las que con su excepcionalidad y dramatismo vienen marcando lo que llevamos de siglo, sino de todas las que cotidianamente impregnan nuestro país de un alto nivel de conflictividad territorial, superior a la habitual en sistemas federales (Aja, 2014: 301; Cámara Villar, 2018: 411). Un modelo de organización territorial constitucionalizado como federal vendría, si no a eliminar los conflictos, sí a reducirlos en número y en complejidad. Y es que en su actual versión, el mapa territorial español es resultado de confluencias sui generis de dinámicas incoherentes, incluso antagónicas, escoradas hacia extremos que con demasiada frecuencia nos alejan de la lógica federal. Con esta conviven pulsiones diversas, tanto recentralizadoras, homogeneizantes, de simetrización del sistema, como confederalizantes, divergentes, de pactos bilaterales (Montilla, 2018a, 2018b: 256 y ss.), cuyo protagonismo depende de coyunturas de oportunidad política. Todo lo cual resta al sistema coherencia interna y lo condenan a una situación de crisis permanente.
Lo llamativo no es tanto la desconstitucionalización de nuestro mapa territorial (Cruz Villalón, 1999: 389), que este no encuentre sus pilares en la Constitución, sino en los estatutos de autonomía, que su articulación se haya ido perfilando a golpes de política legislativa y jurisprudencial, sin diseño constitucional previo; es más bien la obstinación en eludir ese diseño. No es que el perfil federal de nuestro mapa esté plagado de tensiones, disfuncionalidades e incoherencias; es la resistencia a articular una estructura federal que permita atajarlas, que nos conformemos «pactando el desencuentro» (Caamaño, 2014: 70). No es, pues, tanto que seamos un Estado cuasi federal –o «compuesto», o «semifederal» o «federo-regional» (Aja, 2014: 373)‒, ni que padezcamos de «federalismo inconsciente» (Caamaño, 2014: 70); es que nos hayamos acomodado en esa inconsciencia, que la adopción de una fórmula federal de convivencia se perciba como algo más problemático que la ausencia de fórmula, que las disfuncionalidades derivadas del actual estado de indefinición se acepten como coste de oportunidad asumible en nuestra apuesta decidida por esa indefinición.
En esta apuesta juega sin duda un papel la enconada reticencia marca España a poner en marcha cualquier proceso de reforma constitucional (Pérez Royo, 2015) –salvo que esta nos venga impuesta por la Unión Europea (UE), en cuyo caso la acometemos con diligencia‒. Si hablamos además de cuestiones de relevancia estructural, dicha reticencia entra en intersección con una autodesconfianza, también marca España, en nuestra solvencia democrática, con el temor a abrir debates que puedan amenazar nuestro equilibrio constitucional, percibido siempre como frágil. Y si la cuestión es una de esas que suscitan controversias atávicas, también muy españolas, interiorizadas como irresolubles, la reforma se convierte en un horizonte inalcanzable. Es el caso de la jefatura del Estado. Y es el caso de la organización territorial del poder (Pérez Royo, 2015).
El abordaje de la cuestión territorial tropieza con la demonización de que el federalismo ha sido objeto en nuestro país, con el «secuestro de la palabra federal» (Caamaño, 2014: 45) por parte de la experiencia de la I República y el Sexenio Democrático (Guerra Sesma, 2016). El papel que en ese momento de experimentación con el autogobierno jugaron las propuestas y los debates en torno a modelos de organización federal ha llevado a que la palabra federal venga asociada a ese fallido ensayo republicano, a que de la mano de este se haya visto integrada en el acervo mitológico nacional como encarnación de la división y epítome del caos, como el mal a evitar si no queremos arriesgar nuestra supervivencia como Estado (Caamaño, 2014: 29 y ss.). Lo llamativo de la mitología antifederal española es que rezuma oxímoron. Es que, como la doctrina no se cansa de recordar, lejos de apuntar hacia la división, federar significa unir mediante alianza, trascender la separación o incluso la rivalidad mediante un pacto de unión y lealtad en el respeto a la diversidad. Es que las inercias del federalismo apuntan más a la cooperación que a la disgregación, más a la homogeneización que a la exacerbación de divergencias (por todos, Tajadura y De Miguel, 2014). Es que, en lugar de encarnar la desunión y el caos, el federalismo aporta fórmulas para articular a nivel territorial la unidad en la diversidad en que consiste la convivencia democrática. Lejos de encarnar el mal a evitar, el federalismo se nos presenta como el horizonte democrático a perseguir.
Más llamativo aún es que el miedo atávico al federalismo perviva en un planeta que rebosa de experiencias que atestiguan su compromiso democrático. Federales son las grandes democracias, las democracias clásicas en cuyo espejo nos gusta mirarnos, con Francia como excepción estelar. Cada una, eso sí, es federal a su manera: con su propia estructura institucional, competencial y financiera, con sus mayores o menores dosis de federalismo dual, cooperativo o competitivo, con su propio equilibrio entre simetrías y asimetrías, con o sin plurinacionalidad y hechos diferenciales. En ello reside la belleza democrática del federalismo, en su capacidad de adaptarse a las idiosincrasias de cada contexto, en su espíritu dinámico que apuesta por poner la razón práctica al servicio del autogobierno; todo lo cual determina que no haya dos Estados federales iguales ni ninguno que responda a un modelo federal químicamente puro.
Pese a que nuestras diversidades territoriales hacen del federalismo un aliado cualificado de la convivencia democrática en España, la mitología antifederal viene impidiendo que lo abracemos siquiera como cultura de convivencia. En su lugar hemos desarrollado una cultura autonómica (López Basaguren, 2019) vocacionalmente federal, «un supuesto de prefederalismo […] en la órbita o campo de atracción del Estado federal» (Cruz Villalón, 1999: 443 –énfasis en el original), pero sin el compromiso federal con la unidad en la diversidad. Instalada en el cruce entre pulsiones recentralizadoras y conflictos bilaterales, en «la defensa de los respectivos espacios competenciales, en un marco laxamente regulado», la cultura autonómica ha hecho más bien gala de «incapacidad para generar una dinámica de integración», configurando «un modelo esencialmente conflictivo, en el que el Tribunal Constitucional se ha convertido en actor político principal, con el riesgo de deslegitimación que ello conlleva» (Montilla, 2018b: 267).
El propósito de estas páginas no es propugnar una reforma federal de nuestro Estado. Son ya muchas y muy cualificadas las voces que articulan propuestas en esta línea. Más bien pretenden contribuir a la deconstrucción de la mitología que viene reprimiendo su puesta en marcha. Con este fin, su propósito es reivindicar los beneficios democráticos que la lógica federal ya nos reporta, sin que seamos siempre conscientes de ello. Y es hacerlo poniendo el foco en la dimensión más demonizada del federalismo: su dimensión competitiva. Para ello se analizarán dinámicas de federalismo competitivo que tienen lugar, no en su ámbito habitual de análisis, el de la prestación de bienes y servicios, sino en el de los derechos que articulan la ciudadanía democrática. El objetivo es argumentar que el federalismo competitivo está siendo instrumental en la construcción de la ciudadanía democrática, y que lo está siendo desde la dimensión más privada de esta, desde la construcción de lo que se ha dado en llamar «ciudadanía íntima» (Plummer, 2003).
Con este fin, y tras un breve repaso de los modelos federales arquetípicos (dual, cooperativo, competitivo) en lo que a las relaciones entre federación y entidades federadas concierne (II), se explorará el concepto de ciudadanía íntima, incidiéndose en la relevancia de reivindicar su papel democrático, a partir de la puesta en valor de la dimensión doméstica de la ciudadanía (III). A partir de ahí, se analizará el papel que el federalismo competitivo está jugando como instrumento al servicio de la inclusión democrática, promoviendo el reconocimiento y respeto de derechos de ciudadanía íntima, especialmente en conexión con los derechos SOGIE (a la orientación sexual y a la identidad de género y sus expresiones, por sus siglas en inglés), tanto en derecho interno español (IV) como en el de la UE (V). Concluiré con unas breves reflexiones de cierre (VI).
Cuando se reivindica tanto el perfil «protofederal» (Häberle, 2007: 185) del mapa territorial español como la necesidad de acometer su federalización formal, se suele hacer referencia a dos carencias: la falta de un reparto claro de competencias entre el Estado central y las comunidades autónomas, y la falta de mecanismos que articulen la cooperación entre uno y otras, y entre estas últimas. La respuesta a la primera parecería estar en la lógica de un modelo de federalismo de tipo dual (Corwin, 1950) como el que contempla la Constitución de los Estados Unidos, un modelo basado en una separación lo más nítida posible de competencias e intereses entre la federación y los estados federados, preferiblemente a partir de una lista tasada de atribuciones federales (competencias enumeradas), convirtiendo a una y a otros en depositarios plenipotenciarios de soberanía en sus respectivas esferas competenciales. Lejos de evitar el conflicto, sin embargo, la lógica de la separación de competencias se limita a acotarlo y, así acotado, invita a convivir con él, a normalizar las tensiones en torno a títulos competenciales, en detrimento de la articulación de mecanismos de cooperación (Corwin, 1950: 4). La ausencia de estos es, como se decía, la otra gran carencia de nuestro orden territorial. Esta tiene una fuerte carga emocional, en la medida en que viene a confirmar la imaginería antifederal patria. Por ello, movidas sin duda por la necesidad de reforzar la cooperación interterritorial, pero movidas también sin duda por el afán de apelar a la dimensión más abiertamente unificadora del federalismo, las propuestas de reforma territorial suelen apuntar a un modelo federal de corte cooperativo.
En mayor o menor medida, la dimensión cooperativa forma parte de todo sistema federal. En los Estados Unidos adquirió protagonismo, por encima de las estructuras aparentemente rígidas del modelo federal dual y su lógica conflictual, como parte de las políticas del New Deal. Se empezaron entonces a adoptar, con respaldo del Tribunal Supremo, estrategias de intervención federal en los estados para hacer frente a la Gran Depresión: a través de subvenciones condicionadas (grants-in-aids), apelando a competencias transversales, como la Cláusula de Comercio (Commerce Clause), o apelando a la doctrina de los poderes implícitos; estrategias que, con giros y matices y en coexistencia con dinámicas recientes de refederalización competitiva (Greve, 1999), han pervivido en el tiempo (De la Quadra Salcedo, 2014; Sáenz Royo, 2014: 30-36, 78-82). Sobre todo, la dimensión cooperativa es seña de identidad del federalismo alemán (Häberle, 2006). Este se ha venido caracterizando por el desarrollo de dinámicas de coordinación territorial por parte de la Federación mediante legislación marco y concurrente, con la consiguiente pérdida de peso relativo de los Parlamentos de los Länder, que han canalizado su participación en el Estado a través del Bundesrat. Las garantías políticas del pacto federal han asumido así protagonismo sobre las jurídicas, incrementando la necesidad de alcanzar acuerdos entre partidos políticos y niveles distintos de gobierno, retroalimentando el clima de colaboración que ha dado lugar a un modelo de «Estado federal unitario» (Hesse, 2006), característico del federalismo alemán. Este escenario se vio reforzado a finales de los años sesenta con la incorporación en la Constitución federal de «tareas comunes» (Gemeinschaftsaufgaben), y con una reforma tributaria que introdujo un sistema de perecuación financiera entre los Länder (horizontaler Finanzausgleich) y de cooperación con ellos de la Federación (vertikaler Finanzausgleich) (Nagel, 2002; Arroyo Gil, 2014; Sáenz Royo, 2014: 36-38, 82-87, 114-117).
Por razones ya apuntadas, la dimensión cooperativa del federalismo resulta en España especialmente atractiva. No es que carezcamos de mecanismos de cooperación entre distintos niveles territoriales (Sáenz Royo, 2014: 68 y ss.), cuya virtualidad se ha puesto de manifiesto en la reciente crisis sanitaria (Carmona Contreras, 2022); es que en su diseño y su implementación estos mecanismos adolecen de las carencias estructurales que aquejan al resto de nuestro modelo autonómico. Y es sobre todo que, demonizado y atrapado como está entre querencias centrípetas y confederalizantes, el espíritu federal de unión, lealtad y respeto en la diversidad parece precisar en España de una dosis reforzada de cooperación, de estímulo del diálogo y reducción de conflictos. Esto no significa ignorar los riesgos que pueden desprenderse de enfatizar las virtudes de la cooperación federal: sus efectos de simetrización, de institucionalización, ralentización y bloqueo de procesos de toma de decisiones, de consolidación de una democracia de partidos (Sáenz Royo, 2014: 59 y ss.), de dilución de responsabilidades políticas y amortiguación de los conflictos que alimentan el espíritu crítico democrático (Caamaño 2014: 20-23, 69). Como se ha señalado, «la cooperación al estilo alemán evita gastos de información y de coordinación característicos de muchos sistemas federales, pero a costa de evitar conflictos, no de solucionarlos, y de atrasar decisiones necesarias» (Nagel, 2002: 71); y a costa también de sustraer a la ciudadanía su capacidad de decidir y de exigir responsabilidades políticas. No se ignoran estos riesgos. Se confía, con todo, en que por ser bien conocidos será posible, si no evitarlos, sí minimizarlos (Montilla, 2018b: 268). Y se entiende que, en todo caso, vale la pena asumirlos como contrapartida a los beneficios de la cooperación y la cohesión territorial, que ayudarán, se cree, a aminorar nuestras carencias crónicas de cultura federal.
Romantizar la cooperación, sin embargo, en detrimento de otras dimensiones del federalismo, puede acrecentar sus efectos negativos. Es por ello importante hacer también valer las aportaciones democráticas del federalismo en su dimensión competitiva (Dye, 1990). Esta parte de la idea de que la democracia garantiza a la ciudadanía la posibilidad de elegir entre distintas entidades territoriales (regionales, locales), entre los regímenes normativos y paquetes de políticas públicas que cada una de ellas oferta y entre los distintos modelos de vida y carteras de bienes y servicios en que esa oferta se traduce. Ello obliga a cada entidad territorial a gestionar sus ofertas públicas en función del perfil y del volumen de su (potencial) ciudadanía (Greve, 1999: 1-8). Se trata de una adaptación de la lógica del mercado al diseño y prestación de bienes y servicios públicos, dándose a la ciudadanía el papel de votantes-consumidores de opciones políticas, con capacidad de determinarlas y/o de rechazarlas a favor de otras que les sean más afines (Thiebout, 1956). En esta lógica, el federalismo competitivo parte de un triple presupuesto: la existencia de un número amplio de comunidades con autonomía política; el protagonismo que en el diseño de su marco normativo y de políticas públicas tienen sus votantes-consumidores, y la capacidad de cada individuo de establecer su residencia en la comunidad política de su elección. Y parte de que en esta elección la oferta de bienes, servicios y condiciones de vida de cada comunidad política juega un papel relevante. Esta capacidad de cada individuo de contribuir al diseño de las condiciones de vida en su comunidad, su capacidad en última instancia de elegir entre comunidades diversas, se argumenta, constituye la esencia del federalismo (Van Alstyne, 1987: 778).
Si el federalismo tiene en general mala reputación en España, su dimensión competitiva se percibe como la encarnación de todos los males territoriales. La sola idea de que entre distintos niveles de gobierno pueda haber competitividad lo convierte en anatema en un Estado enormemente sensible a sus carencias en materia de cooperación interterritorial. Se pierde así de vista el papel democrático que la tensión competitiva juega en la construcción de un sistema federal saludable. Frente a las tendencias homogeneizadoras, de minimización de conflictos y ralentización de procesos de toma de decisiones propias de las dinámicas de cooperación, la competitividad entre territorios incita a estos a estar alerta a las demandas de su población y a la responsabilidad de satisfacerlas. Y frente al protagonismo que la democracia del consenso concede a instituciones y partidos políticos como agentes de negociación multinivel, la competitividad restituye a la ciudadanía de cada territorio su protagonismo, su capacidad de determinar mediante procesos electorales y de rendición de cuentas sus normas y políticas. Ello contribuye a que los territorios federados puedan servir, en palabras del Juez Brandeis, como «laboratorios de democracia» (cit. Caamaño, 2014: 115). De todo ello dan buena cuenta las tendencias competitivas que se abren paso en modelos de federalismo tan distintos como el estadounidense (Greve, 1999) y el alemán (Nagel, 2002; Sáenz Royo, 2014: 38 y ss., 62-64). En el primero, esta línea evolutiva tiene mucho de revival. No olvidemos que los parámetros cooperativos se asumieron aquí, en un momento de colapso financiero y crisis de la lógica de mercado, como contrapeso a las premisas competitivas de un federalismo eminentemente dual. La asunción de dichos parámetros apunta a un regreso a la esencia del federalismo made in the U.S.A. Más llamativo es el caso de Alemania, donde la competitividad gana terreno en un modelo que esencialmente es de cooperación.
Frente a estas tendencias, se ha señalado que reforzar la dimensión competitiva del federalismo puede provocar que, con el fin de atraer a votantes-consumidores, las entidades territoriales se embarquen en una carrera por bajar los costes y, con ellos la calidad de los bienes y servicios que ofertan (Suelt-Cock, 2010: 209 y ss.). Podemos discutir hasta qué punto estas dinámicas de competición a la baja (race-to-the-bottom) han de acompañar necesariamente a las tensiones competitivas entre territorios (Greve, 1999: 5-7); ello dependerá, en última instancia, de hasta qué punto votantes-consumidores valoren la calidad por encima del bajo coste de su oferta de bienes y servicios. Sí parece indiscutible que la dimensión competitiva del federalismo conlleva dosis menores de redistribución y equiparación interterritorial, a cambio de mayores niveles de autonomía intraterritorial, de autogestión democrática de políticas y recursos (ibid.: 92; 105). No se trata, en todo caso, de optar entre cooperación y competitividad, entre redistribución y participación democrática. Se trata de dar a cada dinámica su lugar en el diseño federal, de que la cooperación no suprima el estímulo competitivo que instiga a las entidades territoriales a estar alerta a las necesidades y preferencias de su población en cuestiones tanto materiales, de distribución de recursos públicos, como inmateriales, de reconocimiento de derechos y disfrute de la ciudadanía (Van Alstyne, 1987). Se trata, frente a la idealización de la cooperación, de poner de manifiesto lo saludable de incorporar dinámicas competitivas que le sirvan de contrapunto y complemento, de estímulo de mejora de la gobernanza y de la calidad democrática del sistema en su conjunto.
En España, sin embargo, el mito antifederal asume un perfil tanto más aterrador cuanto más se exhiba su dimensión competitiva. No se acaba de entender que, en clave federal, la unidad es resultado de procesos de unión de lo diverso. Nuestras carencias en cultura federal entran aquí en connivencia con nuestras dificultades para entender la diversidad, con nuestras simpatías axiológicas por la justicia redistributiva en detrimento de la justicia de reconocimiento ciudadano (Fraser, 2003), con nuestra tendencia a percibir los avances en la segunda como amenazas potenciales a la primera y no como su complemento necesario, aportaciones ineludibles a un ecosistema[2] de justicia. Ello origina dinámicas perversas, en las que las asimetrías y competitividades propias de un Estado protofederal diverso redoblan sus esfuerzos por hacerse valer, esfuerzos que son a su vez contrarrestados y al mismo tiempo espoleados, en la lógica liebre-tortuga (Pradera, 1993), con la búsqueda constante de una homogeneidad imposible.
Lo paradójico es, una vez más, que la realidad no se compadece con el mito, que nuestro perfil protofederal contiene ya elementos de federalismo competitivo y que estos, lejos de actuar como fuente de disgregación, alimentan nuestra cultura democrática, estimulando la justicia de reconocimiento y de participación ciudadana. Estos elementos van más allá de lo material[3] para desplegarse en el terreno de los derechos que dan forma a la ciudadanía. Lo paradójico es que las comunidades autónomas están actuando en España como laboratorios de democracia en la mejor lógica del federalismo competitivo. Lo mismo cabe afirmar, en el marco de la UE, de sus Estados miembros. Antes de indagar en cómo estas dinámicas competitivas están impulsando la democratización de nuestra de ciudadanía a nivel estatal y europeo, concretamente en materia de ciudadanía íntima, se impone explorar el concepto de ciudadanía íntima y su relevancia democrática.
Aunque la construcción del Estado suele identificarse con la creación del poder político como esfera separada de la sociedad civil, con la separación pues entre la dirección política del Estado y el conjunto despolitizado de la población, la creación de lo doméstico jugó en este proceso un papel estructural simétrico. La modernidad política construyó lo doméstico como esfera de cobijo de lo íntimo, condición a su vez de existencia de lo público. Su construcción responde a la toma de conciencia de que la puesta pública en escena de los ideales burgueses de igualdad y de libertad, o independencia, depende en la práctica de que quienes enarbolan esos ideales puedan disfrutar de una esfera desprovista de toda dimensión social o política, una esfera donde poder cultivar, desarrollar y expresar la identidad propia al abrigo de miradas ajenas, y encontrar apoyo funcional, emocional y psicológico para desempeñar en lo público las tareas asociadas a la ciudadanía.
La esfera doméstica tiene así una abierta dimensión iuspublicista que condiciona su contenido de derecho privado. No es esto una singularidad del Estado. Todo sistema de organización sociopolítica descansa en una construcción determinada de familia, en el reconocimiento y protección como familia de algún modelo concreto de relaciones interpersonales con vocación de estabilidad, modelo que sirve para vertebrar dicho sistema, su contenido y las formas de pertenencia y de participación en él –la ciudadanía dentro del mismo‒. Qué relaciones interpersonales se construyen como familiares, socialmente y a efectos jurídicos, y cuáles son esos efectos jurídicos, dependerá pues de las necesidades de organización sociopolítica de comunidades concretas. La singularidad del Estado como forma de organización política moderna reside en el modelo específico de familia sobre el que descansa: el modelo de familia nuclear. Concebida como la unión matrimonial de dos personas de sexo distinto, unidas por lazos de amor romántico, y eventualmente su descendencia común, la familia nuclear se configura como una estructura social funcionalmente autosuficiente, organizada en torno a la división de las tareas pertinentes a la producción, de un lado, y a la reproducción (biológica y cultural), de otro. En esa estructura, se atribuyó a los varones funciones productivas en lo económico (ganador de sustento) y lo político (generador de políticas), funciones que pasaron a identificarse con la esfera pública, mientras las mujeres gestionaban dependencias propias y ajenas desde lo doméstico, actuando como soporte invisible de la participación en lo público de los varones (Rubio, 1997). De este modo, la familia nuclear vino a consolidarse como el modelo moderno de familia por excelencia, como el locus donde se articula y reproduce el sistema sexo-género (Rubin, 1975: 159)[4], o género-sexo (Fausto-Sterling, 2020)[5], característico de la modernidad; un sistema basado en la separación dicotómica, en términos funcionales y simbólicos, de lo masculino (asociado a lo público, lo activo, lo independiente, lo racional) y de lo femenino (asociado a lo doméstico, lo pasivo, lo dependiente –y su gestión‒, lo irracional o emocional).
Esta construcción sexuada de la ciudadanía contradice el principio democrático. Si democracia significa autogobierno; si este presume la autonomía de quienes lo ejercen; y si autonomía implica, en lógica habermasiana, capacidad autonormativa en lo público y en lo privado (Habermas 1992: 151 y ss.); si esto es así, el punto de partida de todo sistema democrático debe ser el reconocimiento de la capacidad de cada persona de definir el perfil de su pertenencia a la colectividad ciudadana, de autodefinirse como sujetos integrantes de la misma. Su punto de partida debe ser pues el reconocimiento y respeto de nuestra ciudadanía íntima. Y si esto es así, la democratización del Estado debe comenzar por la deconstrucción del sistema género-sexo que le sirve de sustento, ese sistema binario que adjudica roles dicotómicamente preestablecidos a mujeres y a varones. No basta para ello con despojar a este sistema de sus elementos jerárquicos; es preciso deconstruir sus premisas binarias, dicotómicas. No hacerlo condena todo intento de desjerarquización al fracaso (Rodríguez Ruiz, 2022).
Deconstruir el sistema género-sexo pasa necesariamente por deconstruir tanto su pilar público como su pilar doméstico, sostén del primero. En el pasado he propuesto tres estrategias jurídicas para acometer esta última deconstrucción: ampliar el concepto jurídico de familia más allá de la familia nuclear moderna basada en el matrimonio; definir jurídicamente el matrimonio en términos que permitan desvincularlo de la división clásica moderna de roles de género, y democratizar el espacio doméstico imponiendo en él la paridad de roles de género (Rodríguez Ruiz, 2017: 161 y ss.). A ellas me gustaría añadir una cuarta, que en buena medida atraviesa las anteriores: el reconocimiento y tutela de nuestra ciudadanía íntima, de nuestra capacidad de definir nuestra subjetividad ciudadana desde lo íntimo, no solo mediante la integración en formas de familia de nuestra elección, sino también, y como paso previo, mediante la autodeterminación de nuestra individualidad. Ello supone reconocer la relevancia ciudadana de lo íntimo. Lo cual supone, a su vez, descartar la existencia de patrones predefinidos de inclusión ciudadana desde lo domestico y lo íntimo para apostar por el reconocimiento de «una multiplicidad de experiencias y de voces en las cuales vidas nuevas, nuevas comunidades y nuevas maneras de hacer política han de encontrar acomodo» (Plummer, 2003: 35). Supone, en fin, abrazar nuestra pluralidad existencial (ibid.: 35, 39), de la mano del principio de autonomía que nos reivindica como sujetos democráticos; una autonomía que, para funcionar como base axiológica de un sistema democrático, debe ser entendida en clave tan relacional como procedimental, como un concepto relativo, gradual, dinámico, que da cobijo a procesos siempre inacabados de autoconstrucción subjetiva (Rodríguez Ruiz, 2019: 125 y ss.), y a las idiosincráticas manifestaciones de ciudadanía íntima en que dichos procesos se traducen. Supone, en definitiva, reconocer la diversidad de lo íntimo como fuente de ciudadanía democrática, y entender esta como sinónimo de «ciudadanía diferenciada» (differentiated citizenship) (Lister, 1997: 66 y ss.), abrazando la universalización del reconocimiento y respeto a la diversidad, en clave de «universalismo diferenciado» (differentiated universalism) (Young, 1989: 258), como exigencia democrática.
En el reconocimiento de la diversidad de lo íntimo, los derechos SOGIE ocupan un lugar central. Y en el proceso de universalización de su reconocimiento, las dinámicas de federalismo competitivo están llamadas a desempeñar un importante papel impulsor. En lo que sigue se explorarán algunas de esas dinámicas de federalismo competitivo desarrolladas en las últimas décadas en este sentido en nuestro país y en el seno de la UE.
En lo que llevamos de siglo, España ha desarrollado una amplia producción normativa en materia de género[6]. Parte de esa producción apunta directamente a la deconstrucción del género mediante la redefinición paritaria de lo doméstico. Es el caso de la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, que reguló el matrimonio igualitario, o de la Ley Orgánica 3/2007, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, que amplió las políticas de corresponsabilidad familiar. Notablemente, esta amplió de tres a trece días los permisos de paternidad. Otras normas ampliaron posteriormente este permiso, hasta lograr su actual equiparación con el de maternidad, operada por el Real Decreto Ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la ocupación, con entrada en vigor el 1 de enero de 2021[7].
Y parte de esa producción normativa apunta directamente a la democratización de la ciudadanía íntima. Es el caso de la Ley 13/2005. Y lo es el de la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, si bien aquí con notables carencias. A corregir estas carencias ha querido venir la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. No es el propósito de estas páginas articular un análisis crítico de esas normas. Es más bien subrayar el papel que, en clave de federalismo competitivo, las comunidades autónomas han jugado en materia de ciudadanía íntima como laboratorios de democracia, como avanzadillas de lo que luego se ha convertido en la norma del Estado central en la materia.
Con la aprobación de la Ley 13/2005, España se convirtió en el tercer país europeo, tras los Países Bajos (Ley de 21 de diciembre de 2000) y Bélgica (Ley de 13 de febrero de 2003), en regular los matrimonios entre dos personas del mismo sexo. Desde entonces, la regulación de estas uniones como matrimoniales ha crecido exponencialmente en Europa y a nivel mundial. En el momento de escribir son treinta y dos los países que las regulan[8]. Ello está suponiendo un cambio sustancial en la definición de la ciudadanía doméstica, una puesta en cuestión del protagonismo que en ella se atribuyó al matrimonio entre dos personas de sexo distinto y de su papel en la articulación del sistema género-sexo moderno. Elocuente del potencial de transformación social de la Ley 13/2005 es la polémica que circundó su proceso de elaboración, en España como en otros países, y que una vez aprobada puso en cuestión su constitucionalidad, que en España fue avalada por la STC 198/2012, de 6 de noviembre. Especialmente elocuente es que esa polémica no afectara tanto a la equiparación en derechos de las parejas casadas del mismo sexo y de sexo distinto, como a que dicha equiparación tuviera lugar dentro de la institución matrimonial, que esta pasase, pues, a acoger a las parejas del mismo sexo. Y lo es que, en cuanto al contenido de los derechos, la polémica se centrara fundamentalmente en el acceso a la adopción (Rodríguez Ruiz, 2017: 171 y ss.). Lo controvertido, en definitiva, fue que se diluyera el papel del matrimonio como sustento de la familia nuclear moderna y su articulación desde lo doméstico de roles ciudadanos en función del género.
Todo eso es historia conocida. Lo que me interesa subrayar aquí es que en España este avance legislativo no sucedió en el vacío, sino que vino precedido por dos dinámicas paralelas de deconstrucción del género desde lo doméstico, de corte respectivamente jurisprudencial y normativo, y desarrolladas, también respectivamente, a nivel estatal y autonómico. Protagonista de la primera fue el Tribunal Constitucional (TC). Ya en 1992, el TC empezó a avalar la deconstrucción del género desde lo doméstico con base en el art. 39.1 CE, que en lectura sistemática con los arts. 9.2 y 14 CE ofrecía tutela constitucional a las familias más allá del derecho al matrimonio (art. 32 CE). En concreto, reconoció a las parejas no casadas el derecho a recibir el mismo trato jurídico que las casadas (STC 222/1992, de 11 de diciembre), salvo que se justificase suficientemente, destacadamente con base en la lógica matrimonial, una diferencia de trato. Lo que determina la obligación de los poderes públicos de tutelar formas distintas de familia (art. 39.1 CE) no es, según el TC, que exista vínculo matrimonial; es que se haya desarrollado una relación de convivencia dentro de un «marco de solidaridades y de dependencias» (FJ 4). Ante este tipo de relación, es obligación de los poderes públicos atender a «la realidad efectiva de los modos de convivencia que en la sociedad se expresen» (FJ 5), y protegerlos con respeto del derecho a no sufrir discriminación (Rodríguez Ruiz, 2017: 164 y ss.). Con base en este razonamiento, el TC extendió al miembro supérstite de una pareja no casada el derecho a subrogarse en el contrato de arrendamiento de la vivienda común en caso de fallecimiento de su titular (STC 222/1992, entre otras). No hizo lo propio, sin embargo, con las pensiones de viudedad; más bien entendió, en un exceso de nominalismo, que salvo excepciones vinculadas a la libertad ideológica (ATC 222/1994, de 11 de julio; STC 180/2001, de 17 de septiembre), vincular estas pensiones al matrimonio es una opción legislativa tan legítima como no hacerlo (por todas, SSTC 66/1994, de 25 de abril, 1/2021, 25 de enero[9]). A esta segunda opción se acogió la Ley 40/2007, de 4 de diciembre, en materia de Seguridad Social[10].
Sea esto como fuere, lo cierto es que la familia merecedora de tutela constitucional se ampliaba a nivel estatal más allá del matrimonio y de los roles de género que lo rigen. Esta ampliación se articuló, sin embargo, con base en una lógica jurisdiccional carente de capacidad para articular modelos alternativos de convivencia. Más bien respondió a lo que se ha denominado «pragmatismo de principios» (principled pragmatism), consistente en el abordaje a partir de principios jurídicos generales de supuestos prácticos concretos (Weeks, 2001: 109). La lógica del pragmatismo de principios permitió al TC español, y también al Tribunal Supremo, cubrir las necesidades de tutela de exmiembros de parejas de convivientes fuera del matrimonio, pero no operar una deconstrucción del género mediante la articulación de modelos alternativos de familia. Hacer esto último es tarea del legislador.
Lo interesante es que el legislador estatal no asumió el reto de embarcarse en esta tarea. También él prefirió acogerse aquí a la lógica del pragmatismo de principios y equiparar la situación jurídica de las parejas no casadas a la de las casadas, no en términos generales, sino a través de normativa sectorial, atendiendo a su correspondiente lógica intena[11]. Fueron los legisladores autonómicos los que decidieron responder en bloque a las demandas de protección de familias no matrimoniales, muy especialmente de las parejas del mismo sexo, que entonces carecían de acceso al matrimonio.
Antes de la promulgación de la Ley 13/2005, doce comunidades autónomas habían regulado por ley el estatuto jurídico de las parejas convivientes al margen del matrimonio. La primera fue la Ley catalana 10/1998, de 15 de julio, que tuvo un efecto llamada evidente e inmediato sobre otras comunidades autónomas. Entre 1998 y 2005 encontramos leyes de parejas de convivientes no matrimoniales en Aragón (Ley 6/1999, de 26 de marzo), Navarra (Ley Foral 6/2000, de 3 de julio –modificada por la Ley Foral 21/2019, de 4 de abril‒), Valencia (Ley 1/2001, de 6 de abril), Islas Baleares (Ley 18/2001, de 19 de diciembre), Madrid (Ley 11/2001, de 19 de diciembre), Asturias (Ley 4/2002, de 23 de mayo), Andalucía (Ley 5/2002, de 16 de diciembre), Canarias (Ley 5/2003, de 6 de marzo), Extremadura (Ley 5/2003, de 20 de marzo), el País Vasco (Ley 2/2003, de 7 de marzo) y Cantabria (Ley 1/2005, de 16 de mayo). A ellas hay que sumar la Ley catalana 19/1998, de 28 de diciembre, de situaciones convivenciales de ayuda mutua, y la Ley Foral 34/2002, de 10 de diciembre, de acogimiento familiar de personas mayores. Tras la aprobación de la Ley 13/2005, a estas leyes autonómicas se sumaron la Ley gallega 2/2006, de 14 de junio, y la Ley murciana 7/2018, de 3 de julio. En la actualidad, solo las comunidades autónomas de Castilla-León, La Rioja y Castilla-La Mancha carecen de legislación específica en la materia, si bien regulan su posible inscripción en un registro específico[12].
De este modo, a finales de los años noventa las comunidades autónomas se convirtieron en laboratorios de democratización de la ciudadanía íntima, atendiendo a las necesidades de tutela de formas no matrimoniales de familia, especialmente parejas, muy especialmente parejas del mismo sexo, sin acceso entonces al matrimonio. Como resultado de esta labor, las parejas no matrimoniales dejaron de ser parejas de hecho para convertirse en parejas de convivientes en derecho sujetas a un régimen jurídico específico, que difiere del matrimonial, pero con el que existen paralelismos notables: en sus requisitos constitutivos, que suelen consistir en la inscripción en un registro administrativo habilitado al efecto[13], en línea con la inscripción matrimonial en el Registro Civil (art. 61 del Código Civil ‒CC‒)[14]; en los impedimentos a su constitución legal, que reproducen más o menos fielmente los previstos para el matrimonio (arts. 46 y 47 CC), y en su contenido, que aspira a asimilar en lo posible a las parejas de convivientes no casadas con las casadas.
Existen, ciertamente, diferencias entre regulaciones autonómicas, y entre estas y la legislación matrimonial. Más allá de cuestiones de detalles, estas traen causa de diferencias competenciales. El art. 149.1.8 CE reserva al Estado la competencia en materia de legislación civil. Con todo, allí donde existe derecho civil foral o especial, permite a las comunidades autónomas su conservación, modificación y desarrollo, siempre que no afecte a las «relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio». Con base en este precepto, las comunidades autónomas de Cataluña, Aragón, Navarra, el País Vasco y Galicia han regulado los efectos económicos y sobre la descendencia común de la disolución de las parejas no matrimoniales por voluntad de al menos una de las partes, así como los efectos de su disolución por fallecimiento, especialmente en materia de sucesión. También reconocen el derecho de las parejas no matrimoniales a adoptar conjuntamente (en Aragón y Cataluña, inicialmente solo a las de sexo distinto). En ausencia de derecho civil, foral o especial, la mayoría de las comunidades autónomas enmarcan la regulación de formas no matrimoniales de familia en sus competencias en materia asistencial o sobre servicios sociales (art. 148.1.20 CE).
Lo cierto es que, cada cual en su ámbito de competencias, las comunidades autónomas han asumido el protagonismo de atender a demandas de tutela en materia de familia, de ciudadanía íntima, actuando en este empeño como fuentes recíprocas de inspiración y de estímulo. Y lo cierto es que al hacerlo han desplegado dinámicas propias del federalismo competitivo, instigándose entre sí a responder a dichas demandas y sirviendo de antecedentes a la Ley 13/2005, al ocuparse de la situación de las parejas tanto de sexo distinto como del mismo sexo. Que ello ha sido así se pone de manifiesto en una cuestión que fue controvertida: el acceso a la adopción por parte de parejas del mismo sexo allí donde el art. 148.1.8 CE permite su regulación autonómica. Tanto la Ley Foral 6/2000 como la Ley vasca 2/2003 reconocieron el derecho de parejas de convivientes no matrimoniales, de distinto o del mismo sexo, a adoptar conjuntamente. Ambas fueron recurridas en este punto ante el TC, que confirmó la constitucionalidad de la primera, en lo que aquí interesa (STC 93/2013, de 23 de abril), y no tuvo que conocer de la segunda, pues el recurso, interpuesto por el Gobierno del Estado, fue retirado por acuerdo de Consejo de Ministros de 1 de octubre de 2004. Prueba del efecto llamada de la legislación autonómica en materia de ciudadanía íntima es que, antes de la promulgación de la Ley estatal 13/2005, la Ley aragonesa 6/1999 y la Ley catalana 10/1998 fueron reformadas, respectivamente, por la Ley 2/2004, de 3 de mayo, y la Ley 3/2005, de 8 de abril, para abrir la adopción a parejas del mismo sexo, inicialmente excluidas de ella.
Las comunidades autónomas, en definitiva, emprendieron una carrera para otorgar el máximo reconocimiento posible a las parejas paramatrimoniales, en la mejor lógica del federalismo competitivo, con la vista puesta especialmente en las parejas del mismo sexo, entonces excluidas del matrimonio. Esta lógica competitiva por el reconocimiento de la ciudadanía íntima se desarrolló también a nivel local, donde el efecto llamada provocó la expansión de la posibilidad de inscribir a las parejas de hecho en registros municipales específicamente creados al efecto[15]. Cuando la Ley 13/2005 ve la luz, y pese a la polémica suscitada por su aprobación y entrada en vigor, la tutela de las parejas de convivientes del mismo sexo era ya, fuera del matrimonio, una realidad jurídica en la mayor parte del país.
En la construcción de la ciudadanía democrática desde lo íntimo, España se ha beneficiado también de las dinámicas del federalismo competitivo en otro terreno fundamental, el de la definición del sujeto titular de esa ciudadanía mediante su autoadscripción a una categoría sexogenérica. Dicha adscripción fue inicialmente regulada en la Ley 3/2007, antes mencionada. La aprobación de esta ley supuso un avance importante en materia de ciudadanía íntima. Lo fue porque desvinculó el ejercicio del derecho a la identidad de género de la exigencia de cirugía de reasignación. Y lo fue porque, al igual que la Ley 13/2005, lo hizo a la cabeza de otros países de la Unión Europea, años antes de que el Tribunal Constitucional Federal alemán declarara inconstitucional la obligación de optar entre el reconocimiento de la identidad de género y el derecho a la integridad física (BVerfGE 1, 155, de 11 de enero de 2011), y de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) asumiera esta línea jurisprudencial (STEDH de 6 de abril de 2017, asunto A.P., Garçon & Nicot c. Francia).
En esta ley, con todo, el derecho a la identidad sexogenérica siguió sujeto a límites importantes. Para empezar, su reconocimiento se restringía a las personas de nacionalidad española y mayores de edad (art. 1). Se patologizaba, además, su ejercicio, condicionándose a un diagnóstico de disforia de género que debía acreditarse mediante informe médico o psicológico clínico de «la estabilidad y persistencia» de dicha disonancia (art. 4). A ello había que sumar su medicalización, la exigencia de haber seguido tratamiento médico durante al menos dos años para acomodar las características físicas propias a las del sexo reclamado, salvo que razones certificadas de salud o edad lo imposibilitasen (art. 4). Desde su promulgación, estos aspectos de la ley fueron objeto de denuncias y protestas por parte de colectivos trans, tanto más desde que, en 2018, la Organización Mundial de la Salud eliminó la disforia de género de su lista oficial de enfermedades.
En la Ley 4/2023, las deficiencias mencionadas se corrigen sobre la base del principio de autodeterminación sexogenérica y, con él, de la democratización de la ciudadanía íntima. Esta apuesta por la autodeterminación ha suscitado encendidas controversias sociales y políticas, como en su momento lo hizo la propuesta de abrir la institución matrimonial a las parejas del mismo sexo que culminó en la Ley 13/2005, con un matiz inquietante: las controversias en torno a la afirmación del principio de autodeterminación sexogenérica se vienen dirimiendo especialmente en el seno del feminismo (Mestre, 2022). Matices aparte, el paralelismo en las reacciones suscitadas por ambas reformas legislativas resulta evidente.
No acaban aquí los paralelismos. Como la Ley 13/2005, la aprobación de la Ley 4/2023 ha venido precedida por jurisprudencia constitucional instigadora de la democratización de la ciudadanía íntima. La STC 99/2019, de 18 de julio, resolvió una cuestión de constitucionalidad sobre el límite de edad que recogía el art. 1 de la Ley 3/2007, declarándolo inconstitucional por contrario a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), fundamentos del orden político y de la paz social que la STC 99/2019 conectó con la autonomía personal, erigida en síntesis de ambos (FJ 4). El TC vinculó, además, la autonomía personal con el derecho a la identidad de género, derecho que elevó a rango de fundamental conectándolo con el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE), en línea con la jurisprudencia del TEDH (por todas, STEDH de 19 de enero de 2021, asunto X & Y c Rumanía). La exclusión sin matices de las personas menores de edad del ejercicio del derecho a la identidad de género, concluyó el TC, vulnera su derecho a la intimidad, debiendo habilitarse «un cauce de individualización de aquellos menores de edad con “suficiente madurez” y en “situación estable de transexualidad”» (FJ 9). La Ley 4/2023 responde a la necesidad de reformar nuestro marco jurídico en este punto. Sobre todo, y en lo que aquí interesa, responde a la necesidad de despatologizar y desmedicalizar las identidades trans, reconociendo el principio de autodeterminación sexogenérica, cuya afirmación, sin formar parte del fallo de la STC 99/2019, estructura todo su razonamiento.
Y, sobre todo, tanto la Ley 13/2005 como la Ley 4/2023 han venido precedidas por una intensa actividad legislativa desarrollada a nivel autonómico (Flores Anarte, 2022). En la última década, quince comunidades autónomas han desarrollado legislación específica en materia de identidad sexogenérica[16]. Se trata, en orden cronológico, del País Vasco (Ley 14/2012, de 28 de junio); Galicia (Ley 2/2014, de 14 de abril); Andalucía (Ley 2/2014, de 8 de julio, y Ley 8/2017, de 28 de noviembre); Cataluña (Ley 11/2014, de 10 de octubre); Extremadura (Ley 12/2015, de 8 de abril); Madrid (Ley 2/2016, de 29 de marzo y Ley 3/2016, de 22 de julio); Murcia (Ley 8/2016, de 27 de mayo); Islas Baleares (Ley 8/2016, de 30 de mayo); Comunidad Valenciana (Ley 8/2017, de 7 de abril, y 23/2018, de 29 de noviembre); Navarra (Ley Foral 8/2017, de 19 de junio); Aragón (Ley 4/2018, de 19 de abril, y Ley 18/2018, de 20 de diciembre); Cantabria (Ley 8/2020, de 8 de noviembre); Canarias (Ley 2/2021, de 7 de junio, de reforma de la Ley 8/2014, de 28 de octubre); La Rioja (Ley 2/2022, de 23 de febrero); Castilla-La Mancha (Ley 5/2022, de 6 de mayo). Solo carecen de tal legislación las comunidades autónomas de Asturias (donde está en marcha un anteproyecto en la materia[17]) y de Castilla-León.
Una vez más, resulta fácil identificar las dinámicas propias del federalismo competitivo, el papel que, tres lustros más tarde, las comunidades autónomas vuelven a asumir como avanzadillas en la democratización de la ciudadanía íntima. No se trata solo de la mera existencia de estas leyes. Es que catorce de las quince, todas salvo la gallega, asumen de forma más o menos explícita el principio de autodeterminación sexogenérica. Elocuente es que, hasta 2021, Canarias fuera otra excepción, y que la derogación de la Ley 8/2014 por la Ley 2/2021 sirviera para asumir también aquí el principio de autodeterminación sexogenérica, en línea con la tendencia general. También lo hace el anteproyecto asturiano. En este panorama territorial, la adopción a nivel estatal del principio de autodeterminación sexogenérica difícilmente puede considerarse una mera opción legislativa. Antes incluso de que la STC 99/2019 lo presentara como una exigencia constitucional, dicho principio se iba imponiendo en el mapa territorial español a golpe de legislación autonómica.
Cabe identificar una dinámica similar en lo que concierne al reconocimiento de las identidades sexogenéricas no binarias, que sin embargo está aún menos extendido. Las identidades no binarias están ausentes en la Ley 4/2023, que no las contempla ni como posibilidad de asignación inicial, en conexión con la intersexualidad, ni como opción de reasignación posterior. Sí menciona esta ley la intersexualidad: al enunciar derechos o principios generales, en el contexto educativo (art. 24), o para hacer referencia a sus necesidades específicas en el contexto sanitario (art. 19) y más allá (art. 74). Las menciona, en concreto, para abolir las prácticas de normalización genital binaria (de mutilación genital intersexual, IGM por sus siglas en inglés) en personas menores de doce años, salvo que la protección de su salud lo exija. En el caso de las personas de entre doce y dieciséis años se exige que sean ellas quienes lo soliciten y presten su consentimiento informado, siempre que su edad y madurez lo permitan. La Ley 4/2023 se alinea así en este punto con un número minoritario pero creciente de Estados europeos (Malta, Ley de 14 de abril de 2015; Portugal, Ley 38/2018, de 7 de agosto; Alemania, Ley de 25 de marzo de 2021). No vincula, sin embargo, la prohibición de la IGM al reconocimiento de identidades de género más allá del modelo binario. Su art. 74.2 simplemente abre a los progenitores de bebés intersexuales la posibilidad de no inscribir su género-sexo, si media acuerdo mutuo al respecto, durante el año posterior a la inscripción de su nacimiento. Transcurrido este, la inscripción registral del género-sexo deviene obligatoria y, según dispone el Decreto de 14 de noviembre de 1958, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley del Registro Civil, debe efectuarse en términos binarios (art. 170). Ello nos aleja de las recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ‒Resolución 2191(2017), de 12 octubre, recomendación 7.3.3)‒ y del Parlamento Europeo ‒Resolución 2018/2878(RSP) de 14 de febrero de 2019‒[18], así como de cada vez más países que, como Alemania (2013), Malta (2015), Austria (2018), los Países Bajos (2018), Portugal (2018), y otros fuera de Europa[19], reconocen identidades sexogenéricas no binarias. La Ley 4/2023 renuncia a todo esfuerzo en este sentido.
No es mi intención desarrollar aquí una crítica al binarismo sexogenérico (Rodríguez Ruiz, 2022), ni lo es insistir en la tendencia comparada hacia su superación. Me interesa destacar que esta tendencia gana terreno también en España a través de la legislación autonómica. Para empezar, el rechazo de la IGM es en ella amplio y explícito. Casi todas las leyes autonómicas en la materia la mencionan, bien para prohibirla (es el caso de Aragón, Ley 4/2018, art. 4.4; Canarias, art. 4.1.a.3; Castilla-La Mancha, art. 32; Madrid, Ley 2/2016, art. 4.3; Murcia, art. 8.3[20]), bien para exigir que se informe debidamente sobre ella y/o para recomendar que sea evitada en lo posible, o velar por su erradicación (es el caso de Andalucía, Ley 8/2017, art. 29; Cantabria, art. 23.c; Cataluña, art. 16.3.i; Comunidad Valenciana, Ley 23/2018, art. 48; Extremadura, art. 11; Islas Baleares, art. 23; La Rioja, art. 22, y Navarra, art. 1). Resultaba difícil para el legislador estatal ignorar el estado de opinión ciudadana al que en este punto responde la normativa autonómica.
Menos atención se presta, también a nivel autonómico, a las identidades no binarias. Como objetos de tutela las mencionan las leyes andaluza, aragonesa, navarra, valenciana, canaria y riojana, aunque solo las dos últimas las reconocen como identidades oficiales (arts. 7.4 y 39.5.a, respectivamente). Obsérvese, en todo caso, que estas son dos de las tres leyes más recientes en la materia, lo que sugiere que la tendencia hacia el reconocimiento normativo de identidades no binarias se abre paso también en nuestro país a iniciativa de las comunidades autónomas. Al ignorarlas, la Ley 4/2023 ha venido a nacer ya obsoleta, y deberá ser más pronto que tarde objeto de reforma en este punto.
Las dinámicas de federalismo competitivo están siendo instrumentales en la construcción de la ciudadanía íntima también en el seno de la UE, un contexto definido, no por el reconocimiento de derechos ciudadanos, sino por la lógica mercantil y el reconocimiento de derechos en cuanto que instrumentales a ella, que giran fundamentalmente en torno a la libre circulación de bienes, servicios y personas. Es más, esas dinámicas adquieren especial intensidad gracias precisamente a esa lógica, en concreto a su vinculación con los derechos a la libertad de circulación y de residencia en territorio de la UE de quienes ostenten su ciudadanía (Tratado de Funcionamiento de la UE ‒TFUE‒, arts. 20 y 21; Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea ‒CDFUE‒, art. 45; Directiva 2004/38/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de abril de 2004, relativa al derecho de los ciudadanos de la Unión y de los miembros de sus familias a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros). Ello es así en la medida en que las libertades de circulación y residencia no se limitan a proteger desplazamientos entre Estados miembros; garantizan que estos se produzcan con reconocimiento del «estatus personal único de cada persona», de su singularidad identitaria, «con independencia de la aplicación abstracta de las normas nacionales» (Blázquez Rodríguez, 2017: 115), con independencia pues de que dicho estatuto encuentre o no encaje en el derecho interno del Estado de acogida.
Las libertades de circulación y de residencia cubren, pues, la portabilidad del estatuto personal en el seno de la UE, y se erigen así en fuentes de excepciones a la aplicación del derecho interno de los Estados miembros de la UE. Estas están, ciertamente, también sujetas a límites, a condiciones orientadas a evitar fraudes de ley (exigencia de que se trate de situaciones estables y duraderas) y a preservar la identidad nacional de los Estados (art. 4 TFUE), a articular el equilibrio entre su respectiva singularidad política y jurídica y su necesaria convergencia como parte de la UE (exigencia de que los obstáculos a la libre circulación sean reales y graves, y de que no exista para el Estado de acogida una amenaza también real y grave para su orden público, que abarca aquellas materias de interés fundamental para su sociedad). Estas condiciones son, con todo, en este terreno objeto de interpretación restrictiva (Blázquez Rodríguez, 2017: 122-123). Súmese a ello que, en conjunción con los derechos a la vida privada y familiar y a no sufrir discriminación (arts. 7 y 21 CDFUE), la cobertura de las libertades de circulación y de residencia se extiende a familiares de quienes ostentan la ciudadanía europea, destacadamente a su cónyuge (Directiva 2004/38/CE, arts. 2 y 3), con independencia de su nacionalidad. El resultado es la obligación de los Estados miembros de la UE de reconocimiento mutuo del estatuto personal de quienes ostenten su ciudadanía, como premisa para el disfrute efectivo de la misma.
Esta doctrina, desarrollada principalmente en relación con el reconocimiento del nombre y apellidos de quienes ostentan la ciudadanía europea (Blázquez Rodríguez, 2017: 116 y ss.), ha adquirido nuevas dimensiones en dos casos recientes, relativos a derechos relacionados con la orientación sexual: los casos Coman y Pancharevo. En 2010, Adrian Coman[21], ciudadano rumano, contrajo en Bélgica, donde residía, matrimonió con Claibourn Robert Hamilton, ciudadano estadounidense. En 2012 el matrimonio exploró la posibilidad de residir en Rumanía, como Bélgica Estado miembro de la UE, pero que a diferencia de este no regula ni reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo. Para ello el Sr. Hamilton solicitó, como cónyuge de un ciudadano rumano, permiso de residencia superior a tres meses, según lo previsto en la Directiva 2004/38/CE (art. 7), permiso que le fue denegado. Ambos recurrieron por vulneración del derecho a no sufrir discriminación por razón de orientación sexual, en conexión con el derecho a la libre circulación en territorio de la Unión y al respeto de su vida privada y familiar. Al llegarle el caso, el Tribunal Constitucional rumano planteó ante Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) las siguientes cuestiones prejudiciales: ¿cubre la citada Directiva al cónyuge del mismo sexo de un ciudadano de la UE?; en caso afirmativo, ¿debe reconocerse al primero derecho de residencia superior a tres meses?; en caso negativo, ¿debe considerársele familiar en sentido amplio?, y ¿debe reconocérsele como tal el citado permiso? El TJUE respondió, en lo que aquí interesa, afirmando la portabilidad del estatuto personal de quien disfruta de las libertades de circulación y residencia en el seno de la UE, las cuales, en conexión con el derecho a la vida familiar, no pueden verse afectadas por que los Estados miembros permitan o no los matrimonios del mismo sexo. Aunque sin obligación de regularlos, estos deben reconocerlos para hacer valer dichas libertades.
Relevante es también el caso Pancharevo[22]. V. M. A., ciudadana búlgara, y K. D. K., ciudadana británica residente en Gibraltar (Reino Unido), contrajeron aquí matrimonio en 2018. En 2019 tuvieron una hija, S. D. K. A., que nació y reside con sus dos progenitoras en España, reconocidas ambas como sus madres en el certificado de nacimiento expedido por las autoridades españolas. En 2020 V. M. A. solicitó de las autoridades búlgaras partida de nacimiento para S. D. K. A. a efectos de obtener para ella documentos identificativos de este país. Se le notificó, sin embargo, que ello solo era posible si V. M. A. acreditaba ser su madre biológica. V. M. A. entendió que no estaba obligada a proporcionar esa información. El certificado de nacimiento le fue entonces denegado, con base en que se carecía de información sobre la maternidad biológica de S. D. K. A. y de que expedir certificados de nacimiento con mención de dos progenitoras mujeres contravenía el orden público de Bulgaria, que no permite el matrimonio entre personas del mismo sexo. V. M. A. recurrió esta decisión ante el Tribunal de lo Contencioso-Administrativo de Sofía. Este planteó ante el TJUE las siguientes cuestiones prejudiciales: ¿deben las autoridades búlgaras expedir certificado de nacimiento a una menor cuando la solicitante, madre legal de esta en su país de nacimiento, no acredite ser su madre biológica?; en caso afirmativo, ¿obliga el derecho de la Unión a introducir una excepción al modelo estatal de certificación de nacimientos? En sentido inverso, ¿gozan las autoridades búlgaras de margen de discrecionalidad para denegar dicha expedición, en atención al respeto a la identidad nacional de los Estados miembros de la UE?; en concreto, ¿pueden los Estados exigir que se acredite la filiación biológica de la menor?; más en general, y ante la falta de consenso europeo sobre la homoparentalidad, ¿debe ponderarse la identidad nacional y constitucional del Estado miembro, por un lado, y el interés superior de la menor, por otro, para intentar conciliarlos? Por último, ¿juegan las consecuencias jurídicas del Brexit algún papel en este caso?
El TJUE entendió, en lo que aquí interesa, que S. D. K. A es ciudadana búlgara y por ende de la UE, y goza como tal en ella de libertad de circulación y de residencia. Se beneficia, además, de las libertades de circulación y residencia de una de sus madres, ciudadana búlgara (Directiva 2004/38, arts. 2 y 3). Ello obliga a las autoridades búlgaras a expedir documento identificativo que le permita ejercer dicha libertad; hacerlo o no con base en un certificado de nacimiento es indiferente a estos efectos, y pertenece pues al margen de discrecionalidad nacional. Es más, la parentalidad de las dos madres de S. D. K. A. debe ser formalmente reconocida en todos los Estados miembros, para facilitar el disfrute de sus libertades de circulación y residencia en armonía con su derecho a la vida privada y familiar. Nada de ello amenaza el orden público de Bulgaria, que no tiene obligación de regular la homoparentalidad en derecho interno; tan solo debe reconocerla y hacerla efectiva en el marco de las libertades de circulación y residencia dentro de la UE.
Los casos Coman y Pancharevo ponen de manifiesto hasta qué punto las libertades de circulación y residencia se han erigido, en clave de federalismo competitivo, en punto de referencia para la democratización de la ciudadanía íntima en el espacio europeo. Se trata, ciertamente, de una democratización de corte funcional, vinculada al disfrute de dichas libertades, que no obliga a los Estados a abrazarla en derecho interno. La dimensión competitiva del federalismo limita así su eficacia al reconocimiento y tutela de «situaciones jurídicas de carácter privado […] llamadas a tener eficacia en otro Estado miembro en aras a garantizar de modo completo la libertad de circulación y residencia» como derecho de ciudadanía de la UE (Blázquez Rodríguez, 2017: 108). El avance en la democratización de la ciudadanía íntima es, en todo caso, indudable,
Este avance debe mucho a la singular dinámica competitiva que está aquí en juego. No nos encontramos ante un ejemplo de diálogo entre tribunales, ante la tendencia de estos a mirarse en derredor para estar alerta a la evolución de las demandas sociales y políticas y evitar en lo posible discrepancias entre jurisdicciones que puedan crear disfuncionalidades en las respuestas a las mismas (Caruso Fontán y Pérez Alberdi, 2018). Tampoco encaja esta dinámica competitiva en las que la propia UE desarrolla para establecer estándares mínimos de tutela de derechos ad extra, frente a terceros países (Sánchez Ferro, 2018). Como tampoco es equiparable a la exigencia de estándares mínimos de tutela de derechos ad intra, como los que impone el TEDH atendiendo a los niveles de consenso entre Estados parte en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) (Naranjo de la Cruz, 2021). Esta última dinámica es más bien divergente de la que aquí nos ocupa, tanto en su lógica como en sus resultados. En efecto, si el TEDH aspira a pergeñar un estándar mínimo de protección y efectividad de los derechos del CEDH, sin vocación de uniformizar su disfrute en los Estados parte, el TJUE aspira a construir un espacio común de convivencia en torno a la libre circulación de bienes, servicios y personas, espacio que requiere «la exigencia de una serie de principios existenciales sin los cuales no sería operativo» (Cruz Mantilla, 2020: 4). Y si la búsqueda de consensos se traduce en lentos avances en la tutela de derechos por parte del TEDH, al TJUE le basta el reconocimiento del estatuto personal de quien ostente la ciudadanía europea en un Estado de la UE para exigir, salvo excepciones, su reconocimiento en los demás.
Ni siquiera nos encontramos, en fin, ante dinámicas de federalismo competitivo del tipo efecto llamada, como las que en España vienen impulsando la democratización de la ciudadanía íntima desde iniciativas autonómicas. En el espacio europeo, dicha democratización no es fruto de la inspiración, como no lo es del diálogo, de la imposición de estándares máximos de tutela ad extra o mínimos de tutela ad intra. Es más bien consecuencia de la exigencia de estándares máximos de tutela ad intra: de la obligación de los Estados miembros de otorgar a la ciudadanía íntima el reconocimiento de que ésta haya sido objeto en alguno de ellos, de la capacidad pues de cada Estado de democratizar, aunque sea indirectamente, la ciudadanía íntima dentro de los demás. Cada Estado miembro se arroga, en definitiva, la capacidad de imponer a otros, a modo de OPA hostil, el reconocimiento que en él recibe un determinado estatuto personal, erigiéndolo en condición de disfrute de las libertades de circulación y residencia en todo el espacio de la UE.
En esta lógica, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha reconocido recientemente el derecho de una persona residente en Andalucía el derecho a ser inscrita en el Registro General de Extranjería como no binaria, género que tiene reconocido en Alemania, su país de origen (sentencia de 23 de enero de 2023, Sala 3.ª). Aunque se trata todavía de un caso aislado, es cuestión de (poco) tiempo que surjan otros, y que ello derive en la incorporación del género no binario en los formularios de inscripción de personas extranjeras procedentes de la UE, para atender a este tipo de solicitudes. Y es cuestión de (poco) tiempo que el reconocimiento de identidades no binarias se amplíe a personas extranjeras de otras procedencias y a personas nacionales, si no queramos encontrarnos con un aluvión de recursos, ahora también con base en el derecho a la igualdad y a no sufrir discriminación por razón de nacionalidad: sería como poco llamativo que en este punto personas de nacionalidad española tuviesen que reivindicar igualdad de trato con residentes procedentes de otros países de la UE. Si el legislador estatal no se deja inspirar por dinámicas competitivas internas para el reconocimiento de identidades no binarias, estas se acabarán imponiendo por vía jurisprudencial con base en la portabilidad del estatuto personal, como parte de las libertades de circulación y de residencia dentro de la UE. De un modo u otro, dinámicas de federalismo competitivo estarán en la base de la democratización de la ciudadanía a través de lo íntimo.
El objetivo de estas páginas ha sido reivindicar la relevancia del federalismo, concretamente de su dimensión competitiva, en la construcción de la ciudadanía democrática. Y ha sido hacerlo de la mano del reconocimiento de la ciudadanía íntima como punto de partida para una convivencia que aspire a ser democrática, especialmente en términos de género y de derechos SOGIE. La dimensión competitiva del federalismo está jugando un papel crucial en la construcción de un marco de convivencia democrática desde lo íntimo tanto en España como en la UE, contextos ambos en que diversidades, plurinacionalidades, asimetrías y hechos diferenciales subrayan la importancia de hacer valer, junto a la justicia redistributiva, la justicia de reconocimiento. Ambos contextos nos recuerdan que abrazar la democracia equivale a embarcarnos en un proyecto de articulación de la unidad en la diversidad, de búsqueda de equilibrios entre autonomía individual y colectiva tan escurridizos como inestables. Y ambos nos recuerdan la necesidad de renunciar a códigos conceptuales estáticos, absolutos, para abrirnos al perfil necesariamente relacional (relativo, gradual, dinámico, procedimental) de la autonomía como piedra de toque de la democracia. Sobre todo, ambos evidencian la alianza entre la lógica democrática y la federal, exponiendo y poniendo en valor el papel que las dinámicas competitivas del federalismo vienen jugando en el reconocimiento de diversidades ciudadanas, seña de identidad democrática.
[1] |
Este artículo ha sido escrito en el marco del proyecto I+D+i (PID2019-107025RB-I00) «Ciudadania sexuada e identidades no binariarlas: de la no discriminación a la integración ciudadana» («Sexed citizenship and non-binary identities: From non discrimination to citizenship integration, Binaxes»), financiado por el MCIN/ AEI/10.13039/501100011033. |
[2] |
Tomo prestada la imagen del ecosistema de Marina Echevarría Sáenz, que en referencia a los derechos la introdujo en su intervención en la Jornada sobre legislación trans: garantía de derechos y seguridad jurídica, organizada por la Dirección General de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI del Ministerio de Igualdad, y celebrada en la sede de este ministerio el 8 de abril de 2021. Disponible en: https://tinyurl.com/9w4c4dp5. |
[3] |
Sobre el encaje constitucional de la competitividad entre municipios y entre comunidades autónomas, vid., por todas, SSTC 8/1986, de 21 de enero; 90/1989, de 11 de mayo; 210/2012, de 19 de noviembre. |
[4] |
Se entiende por tal el «sistema de acuerdos sociales por el que la sexualidad biológica se transforma en productos de la actividad humana y en los que se da satisfacción a las necesidades sexuales que resultan de esa transformación» (traducción propia). |
[5] |
Parte de la doctrina prefiere denominarlo así, en atención al protagonismo que la construcción cultural del género asume en la determinación de aquellos rasgos biológicos de los que se va a hacer depender la asignación del sexo, asignación que a su vez determinará la de roles ciudadanos. En puridad cabría pues hablar de «sistema género-sexo-género» (Rodríguez Ruiz, 2022). |
[6] |
Vid., entre otras, las normas recogidas en la página del Ministerio de Igualdad. Disponible en: https://tinyurl.com/56k767ty |
[7] |
La Ley 9/2009, de ampliación de la duración del permiso de paternidad, amplió este permiso a cuatro semanas, pero su entrada en vigor fue pospuesta anualmente por las sucesivas leyes de presupuestos generales del Estado, hasta el 1 de enero de 2017 (Ley 48/2015, de Presupuestos Generales del Estado para 2016). La Ley 6/2018, de Presupuestos Generales del Estado para 2018 lo amplió a cinco semanas. Finalmente, el Real Decreto-ley 6/2019 dispuso su ampliación a ocho semanas (dos de ellas obligatorias) desde el 1 de abril de 2019, doce semanas (cuatro de ellas obligatorias) desde el 1 de enero de 2020, y dieciséis semanas intransferibles (seis de ellas obligatorias), desde el 1 de enero de 2021. |
[8] |
Para información actualizada, consúltese: https://tinyurl.com/29vx45zw. Vid. también: https://tinyurl.com/bdzd537b. |
[9] |
En el mismo sentido, el Tribunal Constitucional ha justificado las diferencias en el régimen del IRPF entre parejas casadas y no casadas (SSTC 47/2001, 15 de febrero; 212/2001, 29 de octubre; 21/2002, 28 de enero). |
[10] |
El requisito de que causante y beneficiaria/o tuvieran descendencia común (DA 3.ª) fue declarado discriminatorio por causa de orientación sexual, ya que las parejas del mismo sexo no pueden satisfacerlo biológicamente ni tenían entonces la posibilidad de hacerlo mediante adopción, salvo en algunas comunidades autónomas (SSTC 41/2013, de 14 de febrero; 77/2013, de 8 de abril). |
[11] |
Piénsese, entre otras, en la Ley 29/1994, de 24 de noviembre, de arrendamientos urbanos; Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre los derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social; Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente; Ley 49/2003, de 26 de noviembre, de arrendamientos rústicos; Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres; la Ley 40/2007, de 4 diciembre, de medidas de seguridad social; Ley 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia. |
[12] |
Decreto 124/2000, de 11 de junio (modificado por el Decreto 139/2012, de 25 de octubre, y el Decreto 43/2018, de 19 de junio), de Castilla-La Mancha; Decreto 117/2002, de 24 de octubre, de Castilla-León; Decreto 30/2010, de 14 de mayo (modificado por el Decreto 10/2013, de 15 de marzo), de La Rioja. |
[13] |
Como excepciones, las leyes de Cataluña, Navarra, Asturias y Canarias otorgan a dicho registro meros efectos probatorios. |
[14] |
Al margen queda la polémica sobre los efectos de esta inscripción (STC 199/2004, de 19 de noviembre). |
[15] |
Sobre la proliferación de normativa autonómica y de registros locales y autonómicos de parejas paramatrimoniales, consúltese Roca Trias (2004). |
[16] |
Disponible en. https://tinyurl.com/5cf8zzp7. |
[17] |
Anteproyecto de Ley del Principado de Asturias de garantía del derecho a la libre expresión de la identidad sexual y/o de género. Disponible en: https://tinyurl.com/4f3dszam. |
[18] |
Disponibles, respectivamente, en: https://tinyurl.com/47cntf5k; https://tinyurl.com/yc5nkew8. |
[19] |
Vid. los datos de Human Rights Watch de 2020. Disponibles en: https://tinyurl.com/yc7hrc4m. y https://tinyurl.com/3prn4evp. |
[20] |
También las prohíbe el anteproyecto de ley asturiana en la materia (art. 5.3) |
[21] |
Asunto C-673/18, Relu Adrian Coman, Robert Clabourn Hamilton, Asociatia Accept c. Inspectoratul General pentru Imigrari, Ministerul Afacerilor Interne (Rumanía), sentencia del TJUE (Gram Sala) de 5 de junio de 2018. Disponible en: https://tinyurl.com/yd3sfm48*. |
[22] |
Asunto C490/20, V.M.A. c. Stolichna obshtina, rayon «Pancharevo», sentencia TJUE (Gran Sala) de 14 de diciembre de 2021. Disponible en: https://tinyurl.com/k7kz9c6f. |
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