RESUMEN
Aunque las enfermedades mentales y psicosociales constituyen un problema importante en estos tiempos, el derecho a la salud mental no está plenamente garantizado. Aun cuando desde la teoría de la justicia se han realizado estudios, el área mental ha sido poco abordada en los análisis. Hoy, producto del aumento de cuadros de depresión asociados a la pandemia vivida y sus consecuencias, este debate cobra vital importancia. Basándonos en los principios de justicia de Rawls y el enfoque de las capacidades de Sen y Nussbaum, se argumenta sobre la necesidad de garantizar el derecho a la salud mental desde la perspectiva del liberalismo igualitario. Se concluye que es algo imprescindible para ejercer realmente la libertad, convertir bienes primarios en capacidades y vivir una vida digna que nos permita florecer y llegar a ser lo que potencialmente somos.
Palabras clave: Justicia sanitaria; salud mental; derechos; Rawls; enfoque de las capacidades.
ABSTRACT
Mental and psychosocial illnesses are a major problem in these times, however, the right to mental health is not fully guaranteed. Even though from the theory of justice studies have been carried out to include health in them, the mental area has been little addressed in the analyzes. Today, as a result of the increase in depression associated with the pandemic and its consequences, this debate becomes important. Based on Rawls’s principles of justice and Sen’s and Nussbaum’s capabilities approach, the need to guarantee the right to mental health is argued from the perspective of egalitarian liberalism. It is concluded that this is essential to really exercise freedom, convert primary goods into capabilities and live a dignified life that allows us to flourish and become what we potentially are.
Keywords: Health justice; mental health; rights; Rawls; capabilities approach.
Las enfermedades asociadas a la salud mental constituyen un problema importante para la población a nivel mundial. Sin ir más lejos, alrededor de cuatrocientos cincuenta millones de personas en el mundo sufren de trastornos mentales y neurológicos o tienen problemas de índole psicosocial (OMS, 2022). Es más, una de cada cuatro personas padece de un trastorno mental en alguna fase de su vida (Huntt, 2005). Sin embargo, el derecho a la salud mental no se encuentra garantizado en todos los países, y en los que sí lo incluyen en sus legislaciones, en la práctica no necesariamente es algo efectivo.
Por otro lado, aun cuando desde las teorías de la justicia se han realizado diversos análisis para argumentar la necesidad de garantizar la salud de las personas, se han enfocado principalmente en las enfermedades o discapacidades físicas (Daniels, 1985; Nussbaum, 2007), en aquellas originadas a partir de accidentes fortuitos (Luévano, 2019) o en lo relacionado con el derecho a una buena muerte mediante la eutanasia (Zúñiga, 2018). Pero en todos estos tipos de estudios poca atención ha tenido la salud mental como un foco de investigación. Además, a pesar de que convengamos en torno a la necesidad de que exista el derecho a la salud en la teoría de la justicia, dentro de la misma área se presenta otra complejidad, pues si convenimos que la salud mental debe incorporarse al mínimo sanitario enfrentaremos dilemas de justicia distributiva también a la hora de adjudicar recursos sanitarios que son escasos entre las distintas dimensiones médicas.
Todo lo anterior cobra gran importancia en el actual contexto mundial de pandemia generado por la llegada del coronavirus, ya que esta ha agudizado los problemas asociados a la salud mental, como lo son las crisis de ansiedad y de pánico, además de los cuadros de depresión. Recientes estudios así lo indican: «La pandemia de COVID-19 ha tenido un profundo efecto en la prevalencia de las condiciones de salud mental. Gran parte de esta influencia tiene su origen en el aislamiento social atribuido a las prácticas de encierro, refugio en el lugar y cuarentena. Se sabe que este aislamiento aumenta el estrés y empeora la salud mental en situaciones tan variadas como las epidemias» (Herrington et al., 2021: 2). De hecho, por ejemplo, en Japón durante el 2020, las muertes por suicidio fueron levemente superiores a las provocadas por COVID (Ojeda, 2021). Además, este panorama también ha significado en muchos países descuidar otras áreas de salud para destinar los recursos a la pandemia, generando un problema pues «la atención prioritaria a la COVID-19 no puede ser la única considerada por el sistema sanitario, otras enfermedades no deben ser descuidadas porque constituyen aún problemas de salud pública en este contexto» (Valente, 2020: 13).
En Chile, los problemas asociados a la salud mental ya venían en aumento en las últimas décadas (Cárcamo y Vásquez, 2005; Ansoleaga y Valenzuela, 2013; Carreño et al., 2021) y con la pandemia se han profundizado. Un estudio del Núcleo Milenio en Desarrollo Social (DESOC) muestra que durante el 2020 un 6,7 % de los entrevistados declaró haber presentado pensamientos suicidas y/o autolesivos. Además, menos de un 20 % de ellos accedió a un tratamiento en salud mental, lo que significa que en el país un porcentaje importante de personas en riesgo de suicidio no acceden a ayuda profesional (Jiménez et al., 2021). Dichos pensamientos son más frecuentes en jóvenes del tramo 18-35 años, entre quienes tienen ingresos más bajos, se sienten sobrecargados con deudas y/o presentan una situación socioeconómica peor que antes de la pandemia (Duarte y Jiménez, 2021). Por otro lado, cabe agregar que la presión sobre el sistema de salud que constituyó la COVID también implicó redestinar recursos de salud mental a otras labores, reduciendo todavía más las horas dedicadas al tema.
A partir de este problema descrito y del vacío teórico que de él se desprende, el artículo busca argumentar a partir del liberalismo igualitario la necesidad de garantizar el derecho a la salud mental como parte de la justicia sanitaria. Para eso nos basaremos en los grandes exponentes de esta corriente: por un lado, la teoría de la justicia como equidad y la igualdad de oportunidades desarrollados por John Rawls y otros autores que han hecho reformulaciones de ella. Por otro, los postulados de justicia a partir del enfoque de las capacidades desarrollados por Amartya Sen y Martha Nussbaum. Se plantea que gozar de una buena salud mental constituye, a nuestro juicio, un recurso que influye en las oportunidades que las personas tienen de participar de la vida política, social y económica. Es más, se sostiene que no solo influye, sino que es necesaria e imprescindible para ello. Por eso, basándonos en los teóricos señalados, consideramos a la buena salud mental como algo que es parte de la lotería natural y de la cual no somos responsables de nacer con ella (depresión endógena) ni de padecerla a lo largo de la vida producto de eventos, traumas o accidentes (depresión exógena); por anto, es una desigualdad que debe ser mitigada. En otras palabras, el argumento central es que para ejercer realmente la libertad, gozar de bienes primarios como el autorrespeto y concretar los planes de vida señalados por Rawls, convertir bienes en capacidades para Sen o vivir una vida digna y llegar a ser lo que somos para Nussbaum, es necesario consagrar la salud mental como un derecho.
La investigación se justifica teóricamente ante el vacío de estudios existentes y empíricamente, ya que los mismos análisis realizados remarcan que «el derecho a la protección de la salud todavía parece requerir una justificación frente a los poderes públicos, que aún se niegan a garantizarlo por igual a todas las personas» (Zúñiga, 2010: 113). El texto se organiza de la siguiente manera: tras la descripción del problema e hipótesis, se expondrá, en primer lugar, la teoría de la justicia de Rawls, seguida de sus aplicaciones por otros autores al área de la salud y, finalmente, se presentará el enfoque de las capacidades de Sen y Nussbaum. En cada uno de estos apartados teóricos se buscará establecer vínculos con la necesidad del derecho a la salud mental. Finalmente, se analizará la definición de salud mental como derecho a partir de los enfoques revisados y se entregaran las conclusiones del estudio.
Sin lugar a dudas, al debatir sobre justicia debemos remontarnos a John Rawls, quién publicó en 1971 A theory of justicy. Allí expone los principios de justicia que deberían regir en las sociedades liberales, pluralistas y modernas. En el proyecto rawlsiano la estructura básica de la sociedad debe distribuir bienes primarios, y que son «las cosas que se supone que un hombre racional quiere tener, además de todas las demás que pudiera querer […]. Teniendo más de estas cosas, los individuos poseerán mayor éxito en la realización de sus intenciones y en la promoción de sus fines, cualesquiera que estos fines puedan ser» (Rawls, 1995: 95). Dichos bienes primarios son: a) los derechos y libertades fundamentales; b) las oportunidades en el acceso a puestos y posiciones sociales, y c) los beneficios económicos que se derivan de esos puestos: ingresos y riqueza, poder y las bases sociales de la autoestima o el respeto de sí mismo. Posteriormente, y de acuerdo a Vélez, «el Estado y las instituciones sociales son mediadores y gestores para el cumplimiento de los consensos que los ciudadanos han realizado en torno a lo que es justo que, en este orden de ideas, está centrado en la distribución de los bienes primarios sociales» (2015: 96).
Sin embargo, en la definición descrita sobre los bienes sociales primarios que todos requieren para desarrollar sus planes de vida, el autor no incluyó la salud, sino que lo hizo en la categoría de otros bienes que denominó bienes naturales tales como los talentos innatos, la inteligencia, el vigor, entre otros que no están controlados de manera directa por las instituciones sociales. En esta misma línea, Vélez nos dice en otra publicación que «en efecto, la buena o mala salud en sentido genético, biológico, puede ser ajena al control y monitoreo social (lotería natural), pero la garantía de su protección es asunto de especial interés de la sociedad y del Estado como un bien público y como una meta social» (2011: 149)
Otro supuesto importante del que parte la teoría rawlsiana es que hay una posición original donde los individuos se ponen de acuerdo sobre los principios de justicia que debería regir a la sociedad. En este escenario hipotético inicial existe un velo de la ignorancia que no permite a las partes conocer sus planes de vida, sus posiciones sociales o las doctrinas comprehensivas particulares que tienen, ni nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de ventajas y capacidades naturales. De acuerdo a Ekmekci y Arda «el aspecto importante de Rawls es que la justicia no se puede lograr mediante la equidad absoluta, sino mediante la imparcialidad, y justifica su afirmación basándose en dos principios» (2015: 228).
Esos dos principios fundamentales de la justicia que allí se escogerían son los siguientes: el primero afirma que todos deben tener el mismo derecho al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con las libertades que los demás disfrutan (las libertades políticas, la libertad de conciencia, de palabra y de reunión, de expresión y el auto-respeto). En el segundo principio de justicia nos plantea que las desigualdades económicas y/o sociales para que sean consideradas legítimas tienen que satisfacer ciertas condiciones y resolverse aplicando dos subprincipios:
—Principio de igualdad de oportunidades. Los cargos y puestos deben estar abiertos a todos en condiciones equitativas de manera que asegure el igual acceso a ellos, es decir, las oportunidades en la sociedad deben estar disponibles para todas las personas bajo similares condiciones.
—Principio de la diferencia. Deben darse en función del mayor beneficio posible de los miembros menos aventajados de la sociedad. Dichas desigualdades naturales y sociales son moralmente arbitrarias y, por lo tanto, deben ser ser mitigadas. Pero, cabe señalar también, que el orden es taxativo, el primer principio tiene prioridad y supremacía frente a los otros, lo que significa que no se pueden negociar beneficios del primero para obtener resultados en el segundo. Por ejemplo, no podemos renunciar a derechos fundamentales para obtener mayores ingresos.
Por otra parte, el hecho de que Rawls inicialmente dejara fuera de su teoría aspectos como la salud ha sido criticado por distintos autores. Ronald Green (1981) fue uno de los primeros de ellos y en su artículo «HeaIth care and justice in contract theory perspective» lo aborda y concluye que «esta ausencia se debe, simplemente, a la imposibilidad de tratar todas las cuestiones relativas a la justicia en un único libro, por extenso que este fuera y por fundamentales que fuesen aquellas» (Socolovsky, 1997: 42). Para Ekmekci y Arda pueden ser dos las razones por las cuales Rawls excluyó a la salud en sus inicios. La primera tiene que ver con el contexto de la salud en esa época: «En los años setenta, el impacto de los determinantes sociales de la salud no era tan explícito como ahora. Por lo tanto, es plausible que Rawls conceptualizara la salud mayormente determinada por la lotería natural y mejorada o afectada principalmente por los servicios sanitarios curativos en lugar de las medidas preventivas y los determinantes sociales» (2015: 234). Y la segunda razón pudo ser una acción deliberada para mantener su teoría simple y aplicable. Dicho de otra forma, podríamos considerar que Rawls era precavido con los potenciales efectos que suponía introducir conceptos como necesidades básicas como algo prioritario y prevalente sobre la idea de los bienes primarios.
Por otro lado, Kymlicka también ha criticado los olvidos de la teoría rawlsiana, señalando que esta falla al considerar que «dos personas se encuentran igualmente bien situadas si tienen el mismo paquete de bienes primarios sociales, aun cuando una persona tenga pocas aptitudes, sea inválida, sea mentalmente deficiente, o tenga problemas de salud» (Kymlicka 2002: 71), pues al tener diferentes gastos en medicina o transporte, según sea el caso, requerirán de mayores recursos, ya que debe soportar una carga mayor, la que además es inmerecida porque es causada por la suerte natural y no por sus elecciones; por eso, las desigualdades sociales y naturales deben ser compensadas. Con base en esta lógica, lo mismo deberíamos aplicar a la salud mental. Martínez por su lado señala que «los principios de justicia propuestos ofrecen oportunidades y recursos económicos, y las bases sociales de la autoestima (que es tan importante cuando falta la salud), pero esto –siendo mucho– puede ser insuficiente» (2013: 297).
Sin embargo, Rawls empezó a incorporar estos temas en los planteamientos formulados en sus publicaciones posteriores. En un artículo de 1982 alude a la salud y refiriéndose a ella dice:
Dejo a un lado este difícil problema y parto del supuesto de que las capacidades físicas y mentales de todos los ciudadanos están dentro de ciertos límites normales. […] Quizás los recursos sociales que hayan de destinarse a la salud normal y a las necesidades médicas puedan decidirse en el estadio legislativo a la luz de las condiciones sociales existentes y de las expectativas razonables relativas a la frecuencia de enfermedades o accidentes» (Rawls 1986: 195).
Aquí, si bien reconoce que la salud tiene que ver con la justicia, mantiene que no forma parte de sus principios y, como se infiere, no sería algo que resolver en la posición original o en el nivel constitucional, sino legislativamente. Más adelante, en Liberalismo político vuelve a abarcar el tema, señalando que las enfermedades y accidentes son esperables en el curso de la vida: Por tanto, hay que tomar cautelas e, incluso, da espacio para que formen parte de las esencias constitucionales. En consecuencia, da a entender que el primer principio, de derechos y libertades iguales para todos, puede ser precedido por uno anterior que exija la satisfacción de, al menos, las necesidades básicas, pero solamente «en la medida en que su satisfacción es una condición necesaria para que los ciudadanos entiendan y sean capaces de ejercer fructíferamente los derechos y libertades básicos» (Rawls, 1996: 75).
A partir de dicho planteamiento se puede entender la necesidad de incorporar la salud como algo básico y, basándose en ello, uno podría pensar que la salud mental tampoco puede excluirse. Más recientemente, en su libro El derecho de gentes, señala que «uno de los requisitos imprescindibles de una democracia constitucional razonablemente justa es la asistencia sanitaria básica para todos los ciudadanos» (Rawls, 2001: 63), y luego, en Justicia como equidad aborda la necesidad de asistencia médica cuando los ciudadanos caen temporalmente bajo el mínimo esencial. Esto es necesario para que puedan cumplir su condición de ser miembros cooperativos de la sociedad durante toda la vida y que solamente de vez en cuando puedan estar seriamente enfermos o sufran accidentes. Argumentó también que los bienes primarios no quedan totalmente especificados en la posición original, sino completados en las etapas posteriores: la constitucional, legislativa y judicial. En sus palabras, «la fuerza de las exigencias de asistencia médica está ligada al mantenimiento de nuestra capacidad para ser miembro normal de la sociedad y al restablecimiento de esa capacidad cuando cae por debajo del mínimo requerido» (Rawls, 2002: 231).
Así, el autor terminó por incluir a la salud en su teoría y reconocer que la asistencia sanitaria básica para todos los ciudadanos es uno de los requisitos de una sociedad justa (Martínez, 2013: 294). Como vemos, aun cuando este mínimo social no es un principio de justicia, sí constituiría una cuestión fundamental para la sociedad y estaría asegurado. De esta forma, y según lo interpreta Zúñiga,
la teoría de Rawls garantizaría el derecho al cuidado sanitario al estimar que una interpretación suficientemente flexible de su idea de «bienes primarios» permite concluir que, ante discapacidades que impidan a los sujetos participar como miembros permanentes de la sociedad, los bienes primarios deberían incluir un nivel de cuidado sanitario capaz de recomponer su funcionamiento normal (Zúñiga, 2013: 346).
Aplicaciones de Rawls se han hecho a muchos ámbitos, y la salud constituye uno de ellos. Ekmekci y Arda (2015) señalan que los intentos de incluir a la salud en la teoría rawlsiana pueden clasificarse en dos grupos. El primero de ellos se enfoca en ampliar la lista de bienes primarios para incorporar a la salud en ella, mientras que el segundo se basa en el argumento de que la salud debe ser considerada un prerrequisito fundamental para que los individuos puedan llevar a cabo los derechos y libertades establecidos en el primer principio de justicia. A estos dos agregamos también en esta discusión un grupo de autores igualitaristas que, si bien difieren sustancialmente del enfoque rawlsiano, en sus obras han hecho referencias a la salud y han criticado a Rawls.
En el primer enfoque tenemos al ya citado Green (1981), quien propuso redefinir el estatus de la salud e incorporarla como un bien social primario en la lista original elaborada por Rawls, ya que las enfermedades interfieren en la felicidad de las personas y afectan la percepción del respeto a uno mismo y a la autoconfianza. En palabras de Green, «a pesar de Rawls, entonces, la atención de la salud debe ser considerada un bien social primario, en sus términos, y debe ser directamente considerada por una teoría de la justicia» (Green, 1981: 112), y agrega que debería ser ubicada entre los primeros lugares de la lista, cerca de las libertades básicas. Por su parte, Coogan (2007) ha planteado que si los individuos en la posición inicial son seres racionales, deberían ser capaces de pensar en la posibilidad de tener mala salud y estarían de acuerdo en que la salud es un bien social primario y en aplicar el principio de diferencia para las personas en esta situación.
Por otro lado, en el segundo grupo se encuentran los postulados de Norman Daniels, al que le prestaremos mayor detalle, pues consideramos que se ajusta más al argumento principal que hemos esbozado. A juicio de Zúñiga, «la interpretación más igualitaria viene de la mano de Norman Daniels, para quien resulta claro que Rawls argumenta a favor de considerar al cuidado sanitario como un requisito indispensable para asegurar la igualdad de oportunidades que garantiza su segundo principio de justicia» (2010: 114). Daniels nos dice que el índice de bienes primarios de Rawls es una escala truncada y selectiva, ya que expresa un orden restringido y jerárquico. En ella no se incluyó a los servicios de salud, y entonces «no hay ninguna teoría distributiva para la atención de la salud porque en la posición original nadie está enfermo» (Daniels. 1983: 23), es decir, se construyó suponiendo que los individuos son normales y activos plenamente.
Posteriormente, en 1985 publicó Just health care y allí realizó una reinterpretación de los postulados rawlsianos. Parte distinguiendo entre necesidades adventicias, que tienen que ver con cuestiones personales contingentes, y necesidades vitales, que permanecen toda la vida y que contienen a las necesidades sanitarias. Para estas, y basándose en la justa igualdad de oportunidades, busca establecer un sistema sanitario que mantenga, compense y/o restaure la perdida de lo que él denomina el «funcionamiento normal de la especie», considerando a la enfermedad como una desviación en la organización funcional natural típica de un individuo. Sobre dicho funcionamiento, determina un mínimo sanitario que, de acuerdo a las características de la sociedad, el Estado debe garantizar. El fundamento para que este se haga cargo tiene relación con las desigualdades en torno al funcionamiento normal entre distintas personas, debido a que la presencia de enfermedades limita las oportunidades individuales que podrían tener a su alcance si se encontraran sanas. En palabras de Daniels, «la enfermedad y la discapacidad, vistas como desviaciones del funcionamiento normal, restringen el rango de oportunidades que se presentan a los individuos, impidiéndoles participar como podrían hacerlo en la vida económica, social y política de sus sociedades» (Daniels, 1998: 8). Por tanto, existiría el deber de proveer los cuidados médicos necesarios en función de las necesidades de las personas y no de sus posibilidades de pago (Daniels y Sabin, 2002).
Por otro lado, este autor también nos plantea la necesidad de que existan instituciones en diferentes niveles o capas. En primer lugar, las de carácter preventivo, que busquen disminuir los riesgos de desviación de una situación normal. Sin embargo, no todas las situaciones se pueden prevenir, por lo que también se requieren instituciones correctoras encargadas de rehabilitar y restaurar el funcionamiento normal. Por otro lado, no todos los tratamientos pueden curar las enfermedades, por lo cual también deben existir instituciones de protección para estos casos. Finalmente, también son necesarias aquellas que garanticen tratamiento sanitario a enfermos terminales. En palabras del autor «es mejor prevenir que curar y curar que tener que compensar por la pérdida de funciones. Todas estas instituciones son necesarias si se quiere mantener la igualdad de oportunidades» (Daniels, 1985: 47)
Como nota Socolovsky, «Daniels no está dispuesto a introducir los servicios de salud, o la salud misma, como bien social primario, modificando así la lista original, y sentando un precedente para una extensión indefinida de la misma» (Socolovsky, 1997: 47). Por ello, sus postulados constituyen parte del segundo grupo de aplicaciones rawlsianas y al cual suscribimos también, en tanto se busca que las instituciones de salud se hagan cargo de la realización del principio de la igualdad equitativa de oportunidades. En consecuencia, son las oportunidades, y no la salud, el bien social primario. Para Ekmekci y Arda. «la salud y los determinantes sociales de la salud son indispensables para hacer realidad el primer principio. En este contexto, la lista de bienes sociales primarios se mantiene tal y como la define Rawls, y gozar de buena salud aparece como una condición previa de esta lista» (2015: 234).
Por otro lado, el autor en otra de sus publicaciones más recientes señala que se debe garantizar una adecuada distribución de los recursos y un igualitario acceso a la atención sanitaria, pues las personas «no se merecen las desventajas genéticas que determinan un mal estado de salud» (Daniels, 2008: 21). Para Cavalcante y Manchola (2019) lo planteado por el autor, si bien reconoce el derecho a la salud, limita el acceso basado en una justa distribución de los recursos sanitarios de manera tal de garantizar un sistema de salud igualitario y socialmente justo, ya que el sistema sanitario puede proteger solamente dentro de sus límites de escasez de recursos. En sus palabras «Norman Daniels establece que una justa distribución de los recursos de salud, aunque en situaciones de escasez, debe ser orientada a reducir las desigualdades en el acceso a la atención de salud mediante el uso de la razonabilidad, preconizando lo que podemos denominar equidad sanitaria» (Cavalcante y Manchola, 2019: 107).
Como se desprende del análisis de Daniels, una cuestión fundamental para argumentar a favor del derecho a la salud e incluir en ella la salud mental, es la cuestión de que las personas no son culpables de la lotería social y de los bienes naturales con los que nacen. Este planteamiento también está presente en otros autores y se deriva de la teoría de la justicia de Rawls, quien estableció que «las desigualdades inmerecidas requieren una compensación y, dado que las desigualdades de nacimiento y de dotes naturales son inmerecidas, habrán de ser compensadas de algún modo» (Rawls, 1995: 103). Buchanan (1984) planteó el derecho a un mínimo decente de cuidados de la salud y posteriormente, junto a Hessler (2002), argumentaron que las oportunidades no debieran ser dispares producto de la lotería social y, en consecuencia, no es justo que las personas tengan menos oportunidades producto de factores que están fuera de su control y que no han sido por decisiones propias. Por ello, se deben contrarrestar los efectos de la suerte que les toca a las personas en el azar natural, ya que están fuera de la capacidad de control de ellos. Sin embargo, para estos autores no sería un derecho amplio, sino uno restringido que asegure a las personas una lista de derechos específicos establecidos por profesionales de la salud.
Esta misma línea ha seguido Zúñiga (2010) para abordar el programa de salud AUGE en Chile. La autora considera que Rawls comparte la garantía del cuidado sanitario al establecer el mínimo social básico como una esencia constitucional, y en él se debe incluir la protección sanitaria. Ella argumenta según la estructura del último grupo descrito, ya que basa su lógica en que el segundo principio de justicia puede desagregarse en tres subprincipios que toman la igualdad como base. Y este tercero nos diría que «ante la necesidad de aceptar las consecuencias de la eficiencia (es decir, la desigualdad social) permita que los menos aventajados sean compensados cada vez que las instituciones sociales les hacen responsables por circunstancias adscritas sobre las que no tienen control» (Zúñiga, 2010: 115).
Finalmente, podemos considerar otros autores que muestran mayores tensiones frente a los planteamientos de Rawls, especialmente en lo referido a la lotería social y la distribución de recursos. Esto último es central en los trabajos de Ronald Dworkin (2003), quien es exponente de lo que se ha llamado igualitarismo de la suerte, opuesto al enfoque rawlsiano. En rigor, desde esta vertiente se plantea que el principio rawlsiano de la equitativa igualdad de oportunidades y justicia distributiva ha ignorado el peso que debe darse a la responsabilidad del individuo al considerar las desigualdades sociales. Por ello, el autor piensa que son justas aquellas desigualdades que son imputables a los individuos e injustas las que son atribuibles al azar (Luévano, 2019). Frente a esto, Dworkin (2013) plantea un mercado hipotético de seguros, que pueden ser adquiridos por las personas y que así logre desarrollar su plan de vida de acuerdo a sus preferencias y haciéndose responsable de su propia salud. En resumen, Rawls fue pionero en considerar a la suerte como un factor de desigualdad, pero al no tomar en cuenta a la responsabilidad individual, Dworkin desarrolló otra línea de igualitarismo que además de considerar a la suerte incluye también a la responsabilidad.
Además, entre estos autores muy críticos de Rawls, está Van Parijis (1996), quien, sin embargo, se posiciona desde un lugar distinto al de Dworkin. Si el último criticaba que no se considerara a la responsabilidad individual en las desigualdades, Van Parijis se dirige al otro extremo y señala que la teoría de la justicia como equidad no va lo suficientemente lejos en la garantía de la igualdad de oportunidades reales para todos los individuos. En rigor, el autor plantea que la distribución equitativa de los bienes primarios no aborda adecuadamente las desigualdades económicas y sociales que preexisten en la sociedad. En respuesta a ello, propone una renta básica incondicional que garantice a todos los ciudadanos una asignación mínima de recursos. Finalmente, en relación con la salud, Van Parijs sostiene que el acceso equitativo a los servicios de atención médica es un componente esencial de la justicia social y, en consecuencia, cada una de las personas tiene el derecho a recibir la atención médica necesaria, con independencia de su condición socioeconómica.
Una segunda gran teoría desde la cual podemos defender el derecho a la salud mental como una cuestión de justicia es a partir del enfoque de las capacidades, cuyos principales exponentes son Amartya Sen y Martha Nussbaum.
En los planteamientos de Sen, los bienes primarios de Rawls son equivalentes a lo que él denomina «medios para la libertad». Sin embargo, concentrarse en estos le parece insuficiente, ya que «si lo que interesa es la libertad real de los sujetos, entonces no parece suficiente centrarse únicamente en los medios para la libertad en lugar de la amplitud de la libertad de la que ciertamente se goza» (Sen, 1995: 97). De esta forma, el autor enfoca su atención no en los medios (bienes y recursos), sino en el conjunto de capacidades que constituyen la libertad general de la que goza una persona para buscar su bienestar. Por lo mismo la igualdad no debe basarse en la distribución inicial de bienes primarios, sino en la igualdad de libertades para alcanzar los fines de los individuos, examinando así las variaciones interpersonas en la transformación de capacidades.
En esa línea, para el autor una persona que, producto de incapacidades físicas o mentales, es menos capaz de usar bienes primarios para conseguir libertades, se encuentra en desventaja con otros, aunque tengan ambos la misma dotación inicial de bienes. Por ejemplo, una persona con una minusvalía puede contar con la misma cantidad de bienes primarios en forma de ingresos que otra persona sana, pero sin duda tendría menores capacidades de convertir esos bienes en realizaciones. Un ejemplo con salud: alguien puede tener más renta y mejor alimentación que otra, pero menos libertad para vivir su existencia producto de su tasa metabólica o una vulnerabilidad a contraer enfermedades. Por lo tanto, una teoría de justicia debe considerar estas situaciones, ya que producto de estas incapacidades «les hacen más difícil convertir bienes primarios en capacidades básicas, por ejemplo, la capacidad para desplazarse para llevar una vida sana o para tomar parte en la vida social» (Sen, 1997: 114). Otra cuestión importante en su teoría es comprender la vida como un conjunto de funcionamientos que comprende las diferentes cosas que una persona logra hacer o ser: «El conjunto de capacidades refleja la libertad que la persona tiene para llevar el tipo de vida que valora y la libertad para elegir entre posibles modos de vida» (Guzmán, 2006: 51).
Por eso, Sen argumenta que la justicia basada en las capacidades no debe valorarse en términos de recursos o posesión de bienes primarios, sino que deben evaluarse «en términos de las libertades que realmente gozan para elegir entre los diferentes modos de vivir que pueden tener razones para valorar. Es esta libertad real la que representa la “capacidad” de una persona para conseguir las varias combinaciones alternativas de realizaciones, esto es, de haceres y estares» (Sen, 1997: 115). Según el autor, algunos de los componentes de la lista de Rawls tienen el carácter de bienes: ingresos y riquezas, mientras que otras pueden ser capacidades: las libertades, las oportunidades, los poderes y las bases sociales del autorrespeto, y cada una de estas capacidades resulta relevante para la justicia social. Dentro de este conjunto, Sen incluye tener buena salud, capacidad de evitar la vergüenza y conservar el respeto de sí mismo, nociones directamente afectadas por problemas mentales. Por eso, su propuesta es una forma de dar respuesta a las necesidades de las personas que presentan deficiencias en su condición de salud.
De esta forma, el autor ha incorporado directa e indirectamente desde sus inicios cuestiones de atención sanitaria en sus formulaciones como uno de los factores que explican la desigual capacidad de las personas para transformar recursos en bienestar. Muestra de aquello es que, en otra de sus publicaciones, apunta a la búsqueda de equidad en salud, señalando que «las libertades y posibilidades que somos capaces de ejercer dependen de nuestros logros en salud. Porque no podemos hacer muchas cosas si estamos discapacitados o incesantemente abrumados por la enfermedad y son muy pocas las que podemos hacer si no estamos vivos» (Sen, 2002: 306). También argumentó que dicha equidad en salud es un concepto multidimensional que incluye aspectos epidemiológicos tales como el riesgo de contraer enfermedades hasta aspectos de la distribución de la atención sanitaria.
Para Guzmán, «en el ámbito sanitario […] la teoría de Sen está más próxima a la idea de “la igualdad de uso” porque lleva a pensar en la necesidad de considerar las dificultades que tienen algunas personas con respecto a otras para convertir recursos en bienestar» (2006: 55), poniendo así el énfasis más que en el derecho al acceso a la salud, en el acceso efectivo a ella. La autora también señala que aquellos que se encuentran privados al acceso a dicha atención enfrentan limitaciones en su libertad para llevar a cabo el plan de vida que valoran. Por último, y como indica Salaverry, «las reflexiones de Sen son profundamente iluminadoras, pero no dan soluciones específicas para alcanzar la equidad en salud, su esfuerzo muestra la complejidad y multidimensionalidad del proceso y por tanto la necesidad de su adaptación a realidades concretas» (Salaverry, 2013: 712), y precisamente es allí dentro de esas adaptaciones a realidades donde se vuelve imprescindible incorporar los puntos de salud mental como derecho. Por tanto, la salud como capacidad sería un mínimo que toda sociedad debería garantizar para alcanzar mayor libertad (Ortega, 2016).
Por otro lado, Nussbaum ve en el enfoque de capacidades un marco evaluativo sobre el bienestar de las personas, y articula la concepción de las capacidades vinculado a la idea de un mínimo de las mismas. Su enfoque se centra en la concepción de dignad del ser humano, en sus palabras: «La idea intuitiva básica de mi versión del enfoque de las capacidades es que debemos partir de una concepción de la dignidad del ser humano, y de una vida acorde con esa dignidad» (Nussbaum, 2007: 86). Para eso plantea la existencia de un umbral mínimo de justica, por debajo del cual se considera que las personas no pueden funcionar de un modo digno ni lograr el florecimiento humano ni llegar a ser lo que potencialmente son capaces de ser y hacer. Por lo mismo, una sociedad que no garantice este mínimo a sus ciudadanos no puede ser considerada justa. También es crítica de la noción de bienes primarios o recursos, señalando que «los recursos son un índice inadecuado del bienestar, puesto que los seres humanos poseen diversas necesidades de recursos, y también diversas capacidades de convertir los recursos en funcionamiento» (Nussbaum 2007: 87). Es más, señala que el listado de bienes primarios omite elementos básicos no tan solo para discapacitados mentales y físicos, sino para todos los seres humanos reales.
Por lo anterior, la autora elaboró una lista con diez capacidades que son requisitos básicos para una vida digna, puesto que alguien desprovista de ellas, no goza de una vida acorde con la dignidad humana. Las tres primeras tienen un vínculo directo con la salud y su protección: a) vida: estar capacitado para vivir hasta el final; b) una vida humana de duración normal; c) salud física, y d) integridad física. Si bien es explícita en que su dimensión es física, la propia Nussbaum advierte que su enfoque no pretende ofrecer una teoría completa de la justicia social y que la lista es abierta y sujeta a nuevas modificaciones; por tanto, siguiendo su línea y espíritu de justicia, incorporar la salud mental sería plenamente compatible con lo que ha expresado. Además, agrega que «una sociedad que desatienda alguna de ellas para promover las otras está en falta con sus ciudadanos, y esta falta atenta contra la justicia» (íd.).
De esta manera, tanto Sen como Nussbaum incluyen la salud en el conjunto de capacidades que son necesarias para el desarrollo humano. Así, Vélez interpreta que «en el enfoque de capacidades la garantía de protección del derecho a la salud es un requisito de justicia social y debe entenderse como la posibilidad real de acceso al conjunto de personas, organizaciones y tecnologías que se especializan en el cuidado de la salud en sus diferentes niveles de complejidad y en sus distintas fases: promoción, protección, diagnóstico, tratamiento y recuperación» (2011: 151).
Ahora bien, cabe remarcar que aun cuando el liberalismo igualitarista recoja propuestas muy distintas, hasta acá hemos enfatizado en los aportes de dos expresiones de ella: la rawlsiana y la de las capacidades. Luego, si bien reconocemos que el propio Sen ha dejado claro que existen múltiples diferencias que separan su perspectiva respecto del modelo rawlsiano, se ha apuntado a la complementariedad y dialogo entre algunos de sus supuestos, que permitan garantizar el derecho a la salud mental.
Como se ha revisado hasta aquí, distintos autores han demostrado lo plenamente consistente que es incluir a la salud en la teoría de la justicia. A continuación, argumentaré que no se puede separar la salud mental de aquella concepción y, por lo tanto, las enfermedades mentales tales como la depresión (endógena y exógena) deben estar garantizadas también como una necesidad de justicia para quienes las padecen.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por Naciones Unidas en 1948, consagró el derecho a la salud como un pilar fundamental, estableciendo el derecho a un nivel de vida adecuado que asegure la salud y el bienestar. Desde entonces, el sistema internacional ha incorporado dentro de sus preocupaciones las distintas facetas de la salud mediante el establecimiento de normas, convenciones, pactos y tratados. Es así como en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobado en 1966, se hace referencia explícita a la salud mental cuando se establece en su artículo 12 que «los Estados partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental, sin discriminación alguna» (PIDESC, 1966).
Por otro lado, la Organización Mundial de la Salud ha acogido esta concepción y desarrollado distintas estrategias que buscan garantizarlo. Entre ellos destaca la Declaración de Caracas en 1990 y, posteriormente, la Estrategia y Plan de Acción sobre Salud Mental que recomienda «revisar la organización de los servicios de salud mental y ejecutar los cambios requeridos, haciendo hincapié en la descentralización y el fortalecimiento del componente de salud mental en la atención primaria de salud» (OMS, 2009). Por su parte, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, aprobó la resolución «Salud mental y derechos humanos», en la que se expresa preocupación debido a que las personas con discapacidad psicosocial y las personas con problemas de salud mental han estado sujetos a discriminación, estigmatización, exclusión social y segregación (AGNU, 2017a). Por lo tanto, insta a que los Estados garanticen un tratamiento digno y con enfoque puesto en los derechos humanos.
Como hemos visto, la definición de salud es un estado de completo bienestar, tanto físico como también mental y social y, por tanto, no es la simple ausencia de enfermedades ni se puede separar la dimensión mental. En cuanto a la definición en específico de salud mental, se entiende esta como «un estado dinámico que se expresa en la vida cotidiana a través del comportamiento y la interacción de manera tal que permite a los sujetos individuales y colectivos desplegar sus recursos emocionales, cognitivos y mentales para transitar por la vida cotidiana, para trabajar, para establecer relaciones significativas y para contribuir a la comunidad» (Hernando, 2016: 1). Sin embargo, dentro de toda el área de salud existe una importante desigualdad en torno a la dimensión mental y las demás.
Según consigna un informe especial para Naciones Unidas, «la salud mental es uno de los componentes más descuidados del derecho a la salud. Las personas aquejadas de discapacidad intelectual figuran entre las más desatendidas, las más “invisibles” de la comunidad. […] Las discapacidades mentales son frecuentes en todos los países y repercuten, a veces de manera dramática, en la vida de los individuos y de sus familias» (Huntt, 2005). Por otro lado, Pūras señaló que «a pesar de que es evidente que no puede haber salud sin salud mental, en ningún lugar del mundo la salud mental se encuentra en plano de igualdad con la salud física, en términos de presupuesto o educación y práctica médicas» (AGNU, 2017b: 3). En dicho informe consigna que en el mundo solamente el 7 % de los presupuestos sanitarios se destinan a la salud mental. En esta misma línea, existe una importante brecha entre el acceso a servicios producto de afecciones de salud mental con respecto al acceso por salud física en países con altos ingresos. Allí solo el 33 % de las personas con trastorno recibe tratamiento, frente al 75 % que lo recibe en caso de diabetes, por ejemplo (Eaton et al., 2011). La situación es peor en países de ingresos bajos o medios, en ellos «el 75 % de las personas que sufren trastornos de salud mental no recibe la asistencia o tratamiento necesarios» (Ansoleaga y Valenzuela, 2013: 195). Otro informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos señala que las personas que sufren de padecimientos mentales y/o discapacidad psicosocial tienen una esperanza de vida inferior que el resto de la población (ACNUDH, 2018). Todo esto nos habla de una profunda desigualdad en la materia y una necesaria demanda de justicia.
Este enfoque de derechos humanos que ha adoptado Naciones Unidas, también es compartido en la literatura. Montiel (2004) señala que el derecho a la salud debe considerarse como un derecho social universal, pues continúan existiendo una gran cantidad de autores, gobiernos e instituciones que conceptualizan el derecho a la salud de manera distinta. Para Cohen (2013), los cuidados de salud merecen atención como una cuestión relativa también a los derechos humanos. Por su parte, Cavalcante y Manchola (2019) ven el derecho y acceso universal a la salud como un valor social y un derecho humano fundamental, y sostienen que «el acceso a los cuidados de salud es condición primordial para alcanzar la justicia distributiva y equidad en salud» (2019: 105).
Ya revisada las principales corrientes teóricas del liberalismo igualitario en torno a la teoría de justicia, y luego de analizar las concepciones de la salud mental como un derecho y la profunda desigualdad en su presupuesto, acceso y prácticas podemos concluir varias cosas.
Primero, y basándonos en Rawls, él estableció la importancia fundamental de la libertad sobre otros principios, pero, como se ha analizado acá, no podemos ejercer realmente la libertad si somos presos de laberintos mentales, impulsos y sufrimientos. Tampoco podemos gozar de bienes primarios como el autorrespeto debido a las inseguridades que se derivan de padecer enfermedades psicosociales, las cuales además producen estigmatización social que refuerza el problema e impide ejercer otros derechos. En consecuencia, para perseguir esos bienes que señala el autor se necesita contar con salud mental y quienes no cuenten con ella, ya sea por el azar natural o por accidentes de la vida y traumas, deben poder acceder a tratamientos.
Segundo, en la lógica y conceptos de Sen, quienes sufren este tipo de afecciones se verían incapacitados de convertir bienes primarios en libertades reales, y aplicando el enfoque de capacidades de Nussbaum no llegaríamos a ser plenamente lo que somos ni gozaríamos de una vida digna acorde a nuestra condición humana. Considerando todo esto, la salud mental es una condición necesaria para que los ciudadanos sean capaces de ejercer sus libertades de manera real y plena. Por tanto, y basándonos en el igualitarismo liberal, es necesario garantizarla como derecho.
En tercer lugar, siguiendo a Zúñiga, «los liberales igualitarios reconocen que la redistribución que permite garantizar un mínimo sanitario a los carentes de recursos sí restringe, en cierto grado, la libertad de los afortunados, pero lo hace para entregar libertad real a quienes antes no la tenían» (Zúñiga, 2011: 208). Por el contrario, aquellos que se niegan a compensar estas situaciones, reafirmando la libertad de unos pocos, terminan por sacrificar que la mayoría puede ejercer la real libertad. De esta forma encontramos que en la misma lógica de la teoría de la justicia descansan los preceptos que nos permiten argumentar a favor de la salud mental como una cuestión a ser garantizada. En la lista de bienes primarios está otro elemento fundamental, el respeto que tienen las personas sobre su valor propio, y que es vital para gozar una vida: «El valor propio del individuo proporciona una base para los esfuerzos de creación y realización de los planes de vida. A través de la autoestima alcanza una confianza en sí misma para cumplir sus planes y objetivos» (Ekmekci y Arda, 2015: 229), y este bien primario se ve afectado directamente por las afecciones mentales.
Finalmente, podemos decir que los aportes y relecturas de Rawls, sumado a las contribuciones de Sen y Nussbaum, nos permiten contar con un marco bien estructurado desde el cual defender la necesidad de que la salud mental y psíquica de las personas sea entendida desde la justicia y consagrada como tal. Queda pendiente el debate en torno a la distribución de recursos dentro de las distintas áreas de la salud, pero no cabe duda que allí la salud mental está en déficit y, por lo tanto, tiene mucho más que ganar que lo que podría perder en esa discusión: «El principal aporte de la atención en salud en cualquiera de sus formas, sea pública o privada, preventiva o curativa, en fase aguda o crónica, a nivel físico o de salud mental, es mantener a las personas en condiciones de funcionamiento para que su actividad sea tan cercana a lo normal como sea posible, dentro de las limitaciones razonables de recursos» (Daniels y Bryan, 1998: 7).
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