Recientemente la editorial Trotta publicó, con prólogo e impecable traducción de Jaime Nicolás Muñiz, la obra de un jurista alemán apenas conocido y largamente preterido, Ernst Fraenkel, escrita al filo mismo de los acontecimientos en el temprano nazismo de los años treinta del pasado siglo, antes de verse obligado al exilio. El libro aborda un tema no demasiado tratado e implica una visión distinta del fenómeno nacionalsocialista. Y lo hace de manera rigurosa, con una heurística y con una acribia teórica encomiables. Intentaré señalar las ideas fuerza que me parecen más relevantes.
Durante la segunda década del siglo xx circuló por Alemania el espécimen de que el Partido Nazi iba a realizar una revolución jurídica profunda de la teoría y la práctica del derecho del Reich. La verdad es que el mito resultó tener las patas muy cortas porque pronto dos hechos contundentes vinieron a dar al traste con el constructo propagandístico: el golpe de Estado como método de acceso al poder y el estado de excepción como modo de gobierno. Ninguna de ambas cosas pueden calificarse de novedosas ni modernas, si acaso posmodernas. Pero revisten una gran relevancia porque la una (el golpe) es causa de la otra (estado de excepción) y de ambas trae causa el modus operandi del Estado y el derecho durante el III Reich, que tan certeramente denomina y analiza Fraenkel como «Estado dual».
La leyenda nacionalsocialista de la revolución legal choca con la realidad ilegal del golpe de Estado. Aunque la tesis oficial declarara que las medidas adoptadas por Hindenburg eran legales en el marco weimariano, el uso abusivo y la elongación temporal de la ordenanza de necesidad, sistemáticamente planeado. es tomar un engaño constitucional como revolución.
El golpe de Estado nazi constituye el arquetipo del golpe posmoderno. Curzio Malaparte publicó su famoso libro en 1931, por lo que no entra en analizar a fondo el golpe de Hitler. Sus reflexiones se contextualizan en el período 1917-1930, cuando en Alemania se discutía sobre el llamado peligro hitleriano, al socaire de las experiencias bolchevique y el formidable eco que reflectaba el movimiento fascista italiano. Las expectativas se habían disparado después del golpe fracasado de 1923, conocido como el «Putsch de la cervecería», de Hitler, Kapp y Ludendorff. Todos esperaban que el siguiente intento cristalizara en un golpe de Estado clásico mediante la insurrección de las tropas de asalto hitlerianas. Pero no fue así, sino que se presentó a varios comicios federales (y hasta incluso a uno presidencial), y en las elecciones de 1932 se convirtió en la minoría mayoritaria del Reichstag. Esto rebajó la tensión y tranquilizó al establishment hasta el punto de que algunos consideraran que el peligro había poco menos que desaparecido.
Malaparte, también fue de los que se tranquilizaron, ya porque considerara que Alemania no era tan vulnerable como Italia ya porque estuviera obsesionado por la idea de que el golpe de Estado o era insurreccional o no lo era, o ya porque estaba abducido por la táctica bolchevique de Lenin y Trotsky. Pero Malaparte sí supo ver con claridad que la táctica de Hitler había cambiado desde la insurreccional forma fascista o comunista hasta el abandono de la violencia. Y así se lo transmitió Ernst Röhm cuando trataba de apaciguar los belicosos y fogosos requerimientos de los guardias de asalto: «Entraremos en el Parlamento y lo iremos minando desde dentro, iremos socavando el sistema».
¿En qué consistía la estrategia de Hitler? En conquistar el poder; en abandonar la violencia callejera de los domingos contra comunistas y otros grupos; en, sobre todo, actuar bajo la cobertura de la constitución de Weimar. Hitler tenía miedo a quedarse fuera de la ley, por lo que no se presenta como un revolucionario, ni siquiera como un libertador de la patria, sino que se presenta como un héroe civil, defensor de la ley, restaurador de la tradición nacional y restañador de los males de la patria.
¿En qué consistía su táctica? En no llamar la atención para evitar la reacción de la Cancillería (la repetición probable de otro Gustav Bauer, incitando a la huelga general al proletariado y paralizando la actividad de las ciudades, para neutralizar el golpe de Kapp de mayo de 1920). No quería tomar la Cancillería por la fuerza, sino de la mano del presidente, de la mano de la legalidad. No quería precipitar acontecimientos ni quemar etapas.
Por eso, después de su nombramiento como canciller el 30 de enero de 1933, su aspiración estaba cifrada en obtener la bendición del presidente Hindenburg, al amparo del famoso artículo 48, el artículo de la dictadura de la Constitución de Weimar, para declarar el estado de excepción. Pero la espoleta que aceleró el proceso fue el incendio del Reichstag de 27 de febrero, que utilizó Hitler para exigirle a Hindenburg la proclamación del estado de excepción y la suspensión sine die del orden constitucional. Como dice Fraenkel, «el incendio de la Dieta del Reich supuso una sólida inversión política».
El libro de Fraenkel se inicia con una declaración directa y sin ambages: «El estado de excepción es el modelo en el que se basa la constitución del Reich. De hecho, la Ordenanza de necesidad para la protección del Pueblo y del Estado de 28 de febrero de 1933 viene a ser el documento que encarna esa constitución».
Se había consumado el golpe de Estado. No había sustitución de la Constitución ni derogación jurídica expresa alguna. El ordenamiento jurídico quedaba intacto y, por tanto, el estado de normas pervivía. Era el monomio primero del binomio Estado dual. El esqueleto era bien enteco: el nombramiento de canciller, la ordenanza de seguridad y la ley de plenos poderes. Esos tres actos están plenamente de acuerdo con la Constitución de Weimar, o, al menos, desde la perspectiva formal.
Que el estado de excepción sea la constitución, o actúe como tal, significa que la Constitución de Weimar permanecía en estado de hibernación política y, por ende, el Ejecutivo quedaba legibus solutus y su actuación sin control más allá del principio de conveniencia u oportunidad a que quisiera someterse. El oscuro objeto del deseo de todo político autócrata.
En principio, la declaración del estado de excepción estaba ínsita en la tradición política y jurídica de Alemania, por lo que no tiene mucho de extraño que el nacionalsocialismo aprovechara las facilidades que el ordenamiento jurídico le ofrecía tanto para acceder al poder como para convertir ese poder en excepcional. «La República de Weimar continuó la tradición, procedente de la época de la Monarquía, que hacía de la declaración del estado de excepción una prerrogativa del poder ejecutivo exenta de control jurisdiccional». El resto lo aportaría la jurisprudencia, cuya práctica estaba entrenada y avezada en justificar esta situación.
También contó con el importante apoyo teórico de Carl Schmitt. La posición schmittiana sobre el derecho de excepción consideraba que, «en cuanto derecho de excepción es un “ius speciale”, frente al derecho de soberanía normal, que es un “ius generale”». Y más adelante escribe que «quien domine el estado de excepción, domina con ello al Estado, porque decide cuando debe existir este estado y qué es lo que la duración de las cosas exige. Así, todo derecho termina por ser referido a la situación de las cosas». De ahí también que quien ejerce el poder en permanente estado de excepción sea el soberano.
Aunque pueda parecer desde fuera que el régimen nazi se fue formando de manera aleatoria, en realidad respondía a un plan preconcebido de instalación en el poder. Respondía a esa estrategia a la que me refería antes de insurrección institucional, de penetración para subvertir el sistema desde dentro, utilizando los resortes que la frágil democracia weimariana (¿solo la weimariana?) ponía a su disposición. Y sobre todo a esa táctica de no querer llamar la atención para asegurarse el triunfo sin reacciones excesivas, por lo menos en los primeros momentos.
Con la ley habilitante de 23 de marzo de 1933, en apenas dos meses, Hitler consiguió los instrumentos legales para instaurar una dictadura. En principio era comisarial en la terminología schmittiana, que de alguna manera la justificaba en el bien entendido de que «suspende la constitución en concreto para proteger la misma constitución en su existencia concreta», es decir, que «la Constitución puede ser suspendida sin dejar de tener validez, pues la suspensión solamente significa una excepción concreta».
Esa dictadura era el traje jurídico con el que se vestía la realidad de la correlación de fuerzas sociales, económicas y políticas alemanas en el temprano nazismo. A ello se refiere Ramón Campderrich, inspirado en Neumann, cuando califica al Reich como una «policracia autoritaria» porque, al menos en el primer nazismo hasta la iniciación de la II GM, las directrices de la política nazi eran «el resultado del consenso entre los cuatro grupos dirigentes de la sociedad alemana de aquellos tiempos: propietarios y gerentes de la gran industria, los altos funcionarios de la Administración civil, los mandos del Ejército y los jerarcas del partido nazi y de sus organizaciones auxiliares más poderosas».
El siguiente paso en la consolidación de la dictadura se lo proporcionó la biología. Cuando el 3 de agosto de 1934, muere el presidente Hindenburg, Hitler, en sintonía con su táctica seguida hasta ahora, no convocó elecciones presidenciales, como hubiera sido lo normal, ni se produjo un asalto a la Presidencia. Simplemente, unificó de facto ambas dignidades, asumió el cargo de presidente-canciller, jefe de Estado, comandante de las Fuerzas Armadas, y se proclamó Führer, líder indiscutido del III Reich.
Fueron los últimos momentos del gobierno democrático antes de que se instaurase el llamado Tercer Reich, que según el dictador tenía como propósito prolongarse durante mil años y que duró finalmente apenas once. Fue el momento del paso de la dictadura comisarial a la constituyente o soberana, en terminología schmittiana.
Cabe preguntarse, como hace Bobbio, si es contradictorio que se invoque una situación de estado de excepción para transformar la excepción en una regla. La teoría clásica de la dictadura siempre ha considerado esta como una situación temporal, por lo que «en el mismo momento en que se vuelve perpetua o, en cualquier caso, tiende a perpetuarse más allá del tiempo predeterminado, se transforma en una forma diferente de gobierno, la tiranía o el despotismo». El régimen se transforma, por tanto, en un régimen totalitario, denominación esta que es causa de intenso debate, tanto fuera como dentro del Reich. Fraenkel recoge ese debate y lo trata con una acertada aportación argumental desde el punto de vista teórico e histórico. Pero fue un asunto que lo distanció de la escuela de la teoría crítica, más en línea con los análisis de Hannah Arendt –y, por supuesto, también de Neumann–, que consideraban el régimen como totalitario. Fraenkel no lo define abiertamente así, aunque lo considera «un régimen de burocracia al margen de toda ley».
Aunque se mantenga la constitución de Weimar como un zombi, lo cierto es que todo parecido con la situación de normalidad de cualquier Estado de derecho era pura coincidencia. Como dice Bobbio, «en contraste con el gobierno doblemente legal del Estado de derecho, el gobierno en el estado de excepción es un poder doblemente ilegal, es decir, arbitrario, en dos sentidos: con respecto a la forma en que se ejerce, es decir, sin restricciones constitucionales, y con respecto a la forma en que se lleva a cabo este ejercicio, es decir, sobre la base de meros juicios de conveniencia». Se produce, por así decirlo, una inversión de la fuente legitimadora del sistema. Fraenkel lo sintetiza acertada y concisamente cuando dice que «se podía formular la diferencia entre el Estado de derecho y Tercer Reich como sigue: en el Estado de derecho los tribunales controlan la Administración desde el punto de vista de la legalidad; en el Tercer Reich, las autoridades policiales controlan los tribunales desde el criterio de la oportunidad».
El Estado dual
La tesis central del libro, de la que es causa el título del mismo, es la definición del Estado nacionalsocialista alemán como un Estado dual. En síntesis, para Fraenkel el Estado de normas es el sistema de gobierno que está dotado de amplios poderes para el mantenimiento del orden jurídico expresado en leyes, en resoluciones judiciales y en actos administrativos del Ejecutivo; puede decirse que se trata del aparato estatal que continúa operando sobre la base del ordenamiento jurídico con rigor burocrático, aunque no según los valores de un Estado de derecho. Por el contrario, el Estado de medidas es el sistema político de arbitrariedad y violencia ilimitadas cuya actuación no se ve restringida por ninguna clase de garantías jurídicas; puede decirse que se trata de las estructuras del partido, omnipresentes y operantes sobre la base de medidas circunstanciales no sujetas a la racionalidad de las normas, ni siquiera dictadas por el propio Estado.
Fraenkel se da cuenta que el nacionalsocialismo tenía claro dos objetivos, a saber: de una parte, apuntalar el sistema capitalista alemán y, por otra, conseguir una esfera de autonomía, independencia y hegemonía decisoria para la política. Para lograr el primero de los objetivos solo le bastaba cauterizar al máximo la producción jurídica salvo en lo necesario o en lo tocante a la higienización del sistema de la contaminación judía y, sobre todo, tranquilizar y garantizar a los rectores de las fuerzas productivas que se iba a respetar la libertad de empresa, el cumplimiento de los contratos, la propiedad privada, la libre competencia, el derecho de los bienes inmateriales y el derecho al trabajo...
Para el segundo de los objetivos, precisaba deslindar y desligar el mundo jurídico del mundo político, para lo que necesitaba dos cosas: una, la delimitación de la esfera política, sobre la base de legitimar las medidas por su carácter de imprescindibles para la lucha contra la amenaza comunista primero, después contra el peligro judío y, finalmente, contra los enemigos del régimen fueran quienes fueran, y dos, proclamar la superioridad de las decisiones sobre las normas.
El problema, por tanto, se remitía a encontrar un modo de delimitación entre los actos políticos y los no políticos. No era fácil porque no se trataba de una cuestión de técnica jurídica, sino de marcar el campo propio de cada ámbito. No era una mera cuestión teórica, sino de una gran impronta práctica. La catalogación de una actividad como política o no política determina si se va a enjuiciar de acuerdo a normas jurídicas o en virtud del arbitrio de las instituciones políticas. La posición nacionalsocialista era muy radical en este tema: como punto de partida, el nazismo era contrario al derecho formal. Y maximalista: lo que pretendía en el fondo «era que el derecho quedara excluido por definición del ámbito de lo político y que la decisión acerca de lo que se debía considerar político se confiara en exclusiva a las esferas políticas». En conclusión, resume Fraenkel, «es político lo que las instancias políticas declaran político».
Esta posición se ve reforzada por el apoyo de la jurisprudencia que, aunque al principio se mostrara renuente a aceptar la hegemonía del Estado de medidas, poco a poco va adaptándose a la nueva situación y, finalmente, se rinde con argumentos que vistos desde la óptica actual y desde el prisma de la teoría jurídica nos parecen inconcebibles. Baste una muestra de una sentencia, entre las decenas de ellas que cita Fraenkel, que puede resultar significativa, la del Tribunal Administrativo Superior de Prusia (28-01-1937), que dice: «En la lucha por su autoafirmación que el pueblo alemán lleva a cabo en la actualidad ya no hay, como lo había antes, una sola esfera vital que quede al margen de la política». De tal manera que en la Alemania de la época no hay ninguna materia que pueda escapar a la intromisión de instancias políticas, para que sobre ellas recaiga una decisión política sin ninguna clase de garantías jurídicas.
Debo señalar que Estado de normas y Estado de medidas no son poderes que se complementen recíprocamente, sino formas alternativas del ejercicio del poder que se yuxtaponen. Adquiere, por tanto, centralidad en el derecho público nacionalsocialista el problema de cuándo el Estado de medidas debe ceder ante el Estado de normas. Cuestión muy difícil de dilucidar cuando en la base se encuentra la idea hobbesiana de que «auctoritas non veritas facit leges» y el pensamiento schmittiano de que «lo mejor que hay en el mundo es una orden».
Esta idea del Estado dual fue criticada por Neumann, ya desde el título mismo de su libro: Behemoth, en la escatología hebrea es un monstruo, como Leviatán; ambos son monstruos del caos. Agustín de Hipona ve incluso en Behemoth la rencarnación de Satanás. Hobbes los incorporará a la laicidad política. A Neumann, como cree que «el nacional-socialismo es —o tiende a ser— un no-Estado, un caos, un imperio de la anomía y la anarquía», le parece apropiado denominar al sistema nacionalsocialista como Behemoth. Neumann se pregunta si el nacionalsocialismo es un Estado, a lo que contesta: «Si lo que caracteriza al Estado es el imperio del derecho, nuestra respuesta a esta pregunta será negativa, pues negamos que en Alemania exista el derecho». Y rematando su pensamiento, ahora ya en una ácida crítica directa hacia Fraenkel, pero sin nombrarlo, remarca que: «Se ha dicho que el nacionalsocialismo es un estado dual […]. No compartimos esta opinión porque creemos que en Alemania no existe ningún dominio del derecho, aunque haya miles de normas técnicas que sean calculables».
En cualquier caso, hay que decir que el propio Fraenkel es consciente de lo insuficiente, equívoco y erróneo de una interpretación simplista del constructo. Evidentemente, la tesis central del libro de Fraenkel no deja de ser un constructo teórico cuya verificación práctica no siempre confirma fehacientemente los postulados de partida. Pero en nada esta circunstancia desmerece ni al autor ni al constructo en sí. La idea de describir el Estado nazi como un estado dual está cargada de plasticidad. Eso, con independencia del juicio sobre su originalidad, pero no me quiero adentrar en esa discusión, que nos llevaría más espacio del que dispongo.
O de la posibilidad de haber utilizado otras expresiones para decir lo mismo, como apunta Bobbio, que se plantea si no «habría sido más correcto y más simple hablar, en lugar de doble Estado, de dos caras del Estado, una cubierta por la ley, la otra abierta al ejercicio del poder puro, dos caras del Estado que se encuentran en diversa medida y en diverso grado en cada sistema político».
Mas es de notar, como lo hace también Bobbio, que un autor de tan sólida formación no haya ubicado de modo más explícito su válida construcción teórica del binomio Estado de normas/Estado de medidas en el cauce de la permanente alfaguara que riega el pensamiento occidental desde sus orígenes, desde Platón y Aristóteles. Más aun cuando «ha tocado continuamente, pero nunca ha abordado completamente, la antítesis clásica que atraviesa toda la historia del pensamiento político [...] entre el gobierno de las leyes y el gobierno de los hombres». Porque no se trata solo de una digresión filosófica, sino de que la vieja aspiración de los hombres «a establecer un “gobierno de leyes” frente al poder ejercido mediante decisiones impredecibles y arbitrarias dio lugar en la cultura jurídica europea al ideal del imperio de la ley o rule of law, que es quizá la piedra angular en que se sustenta la legitimidad de los ordenamientos jurídicos vigentes», como dice Francisco Laporta. Pero si Fraenkel no lo hace, no es por desconocimiento, pues él mismo trae a colación, en esa dirección, el diálogo entre Basanio y Porcia, cuando este es requerido a saltarse la ley, y contesta que «no hay poder en toda Venecia que pueda saltarse lo que está escrito en un decreto. Pues sería tomado por un precedente, y a través de ese ejemplo serían muchos los desafueros que penetrarían en el Estado. ¡Imposible!».
Y el reconocido filólogo español Eduardo Valentí Fiol, consideraba que eran clásicos aquellos autores u obras que cada generación era capaz de leer y reinterpretar con provecho desde su propio contexto espacio temporal como si fueran coetáneos con el clásico.
En ese sentido, ¿el libro de Fraenkel es un clásico? Mi respuesta es afirmativa. Yo creo que sí. Aunque me apresuro a calificarlo de clásico de culto. El libro trasciende su contenido y su época y se ofrece como un vivero de sugerente lectura sobre temas que son muy de nuestro tiempo y sobre los que la mirada de Fraenkel puede servir de inestimable ayuda. Me estoy refiriendo a la fragilidad de la democracia y las enseñanzas que se pueden extraer del derrumbamiento de la República de Weimar; la importancia del debate sobre lo político, hasta qué punto la hegemonía de lo político sobre las leyes contribuye a la pérdida de democracia; sobre las declaraciones de estados de alarma o excepción a la luz de los recientes procesos ocurridos durante la pandemia; sobre los conflictos interpoderes del Estado, en especial con la Judicatura; de la confusión entre público y privado; de la yuxtaposición y confusión entre Estado y partido político; de la fina raya que separa el Estado de derecho de los Estados autoritarios; de la desvinculación de la política de la ética... En fin, por todos estos temas el libro amerita una lectura atenta.