Los trabajos de historia intelectual excelentes, como este libro, brindan un estímulo saludable tanto para filósofos y teóricos políticos como para historiadores. En ellos, los primeros pueden encontrar una visión más compleja de las tramas de ideas que a menudo se presentan de forma cristalizada y estática en la historia de la filosofía. Los segundos, por su parte, pueden apreciar cómo, en muchos de los conflictos de la historia política, se movilizan argumentos de naturaleza filosófica que no solo entran en conversación con sus contemporáneos, sino con diversas tradiciones de pensamiento.
La emergencia de la modernidad, considerada habitualmente como la ruptura histórica por excelencia, es uno de los temas donde resulta más interesante la incorporación de este tipo de subtextos. Por ejemplo, Étienne Gilson probó con gran precisión las continuidades de la obra cartesiana con la filosofía escolástica, o Alastair C. Crombie desarrolló estudios exhaustivos sobre las raíces medievales de la metodología científica moderna. Esta poliédrica colección de ensayos, editada por los profesores Leopoldo J. Prieto López y José Luis Cendejas Bueno, ofrece al lector un incontable material sobre la influencia del segundo escolasticismo de los jesuitas españoles en el pensamiento británico. En ella, el lector se verá interpelado a revisar algunas de las teorías más comunes sobre los orígenes de la modernidad política y podrá constatar cómo muchos de los aspectos de esta que todavía forman parte del universo moral del ciudadano occidental, o de sus intuiciones políticas más básicas, fueron alumbrados, transmitidos o recuperados en el seno de la filosofía política católica. De manera inversa, la Iglesia también aparecerá como firme opositora –en contra de sus vertientes canonista e imperialista, como recuerda Quentin Skinner– de algunas de aquellas facetas de la modernidad que, aunque fueran instrumentales para la consolidación del nuevo orden político, han quedado descartadas en la evolución político-moral de los occidentales.
El tema que da unidad al volumen, no obstante, se declina en áreas de conocimiento y épocas muy diversas. Por un lado, el libro cubre la influencia de los jesuitas españoles en la filosofía natural y la ciencia, la teoría política, el derecho, la ética y el pensamiento económico. Por otro, el influjo de los españoles Pedro de Ribadeneyra, Juan de Mariana, José de Acosta y Francisco Suárez, todos del s. xvi y principios del s. xvii, es rastreado en contextos históricos e intelectuales muy distintos (desde Robert Persons a Hilaire Belloc, pasando por Francis Bacon, Algernon Sidney, John Locke, William Robertson y Thomas de Quincey).
En esta diversidad de temas, sin embargo, destaca con claridad una cuestión sobre las demás: la teoría política subyacente a la crisis de la exclusión en la Restauración inglesa. Más particularmente, la influencia de Francisco Suárez en John Locke. Rastrear esta genealogía resulta delicado debido al contexto político en el que el uso del pensamiento español podía alimentar las acusaciones de papismo a quienes, precisamente, habían recusado los derechos sucesorios de Jacobo por haberse convertido, según se decía, al catolicismo. No en vano, es el propio enemigo del pensamiento republicano, el representante de la defensa más cerrada del derecho divino de los monarcas, sir Robert Filmer, quien puede señalar sin reparos el origen escolástico (y también calvinista) de las ideas que hacían peligrar la estabilidad del orden monárquico: «Suárez, el jesuita, se alza contra la autoridad real de Adán y en defensa de los derechos y de la libertad del pueblo, y argumenta así: […]»[1].
El patriarca fue escrito entre 1620 y principios de la siguiente década, en medio, pues, de los conflictos de Carlos I con el Parlamento, que conducirían, en último término, a las guerras civiles de 1642-1650. Como es sabido, sin embargo, la gran repercusión del texto se debe a su publicación póstuma en 1680, en un contexto prerrevolucionario profundamente polarizado e ideológico, y que guardaba notables paralelismos con la situación política previa al interregno inglés, para la cual Filmer había escrito su efectivo panfleto. Así, puesto que las grandes luminarias del bando republicano y whig dedicaron ingentes esfuerzos a contestar la perniciosa doctrina de Filmer, la obra de este representa un punto de partida indiscutible para trazar la presencia del pensamiento escolástico en las luchas ideológicas inglesas del s. xvii. En tanto John Locke, Algernon Sidney y James Tyrell escribieron abundantemente contra El patriarca, al menos hubieron de conocer a Suárez a través de las referencias en él contenidas. La tesis fuerte del volumen, en este sentido, es que el pensamiento de los españoles es uno de los grandes protagonistas, más o menos soterrado, de las polémicas entre tories y whigs a propósito del origen de la autoridad política, así como una de las fuentes fundamentales de estos últimos para elaborar su teoría antiabsolutista. Francisco Baciero y Leopoldo Prieto defienden, por ejemplo, que fueron los whigs quienes estuvieron detrás de la publicación, en 1679, de una edición del De legibus de Suárez; que la publicación póstuma del Patriarca en 1680 fue, en realidad, la respuesta de los tories, y que el segundo tratado de Locke, concebido entre 1679 y 1682, representaría, entonces, un intento de difundir algunas de las ideas fundamentales contenidas en De legibus.
Para sustentar la tesis central del volumen, los autores se sirven, como es natural, de conjeturas hermenéuticas más o menos plausibles –sugerentes, en cualquier caso–, pero también del estudio profundo de las coincidencias en las estructuras argumentativas y el vocabulario, así como de la disección minuciosa de las evidencias textuales e intertextuales. El resultado es muy sólido, y los autores no se dejan llevar por la hipótesis de partida ni soslayan las diferencias fundamentales entre españoles y británicos o las dificultades para establecer la filiación de sus doctrinas. Por supuesto, ideas similares pudieron encarnarse en la obra de pensadores distintos o ser reconstruidas dentro del repertorio argumentativo previo a la segunda escolástica. Por otro lado, aunque los españoles constituyeran una parte fundamental en la cadena de transmisión de la «vieja doctrina», podría interpretarse con facilidad que sus ideas habían sido filtradas, modificadas y secularizadas significativamente por Hugo Grocio y Samuel Pufendorf antes de llegar a los teóricos whig. Francisco Baciero mantiene, sin embargo, que «aunque Locke no es “suareziano” en todos los aspectos de su explicación de la ley natural, el marco conceptual, los términos técnicos e incluso sus giros en frases y ejemplos son de tipo suareziano. En su conjunto, se acercan mucho más a los pasajes suarezianos de De legibus que a los de Grocio, Pufendorf o Sanderson» (p. 208).
Un buen punto de partida para reconstruir esta particular historia de las ideas políticas inglesas es retrotraerse al cisma del cristianismo inglés. En su capítulo, Javier Gómez presenta las diferentes variaciones de las respuestas de los jesuitas de finales del s. xvi y principios del xvii a la usurpación espiritual introducida por Enrique VIII. Gómez compara las teorías de Robert Persons, Pedro de Ribadeneyra y Francisco Suárez, que confluyen en considerar que «el poder del rey no es solo indirecto, sino, de una u otra manera, subordinado al objetivo primario» (p. 233) de establecer un gobierno justo. Sin embargo, de sus diferencias en la interpretación de las condiciones que hacen legítima la revocación del poder transferido al monarca se pueden colegir doctrinas prácticas más radicales, como en el caso de Persons, o más moderadas, como en el caso de Suárez.
El núcleo de los estudios dedicados a la influencia del pensamiento de los jesuitas en whig y republicanos puede encontrarse en los capítulos de Leopoldo Prieto, José Luis Cendejas y Francisco Baciero. En primer lugar, Prieto incide en el carácter novedoso de la doctrina absolutista y en las continuidades que los whig pudieron encontrar entre sus postulados y la «good old cause». La paradójica coincidencia de calvinistas, whigs y jesuitas en lo relativo a la «soberanía popular, la transferencia del poder político al rey por el pueblo, el derecho de resistencia, etc.» (p. 65) es analizada a través de la influencia de Suárez en la obra de Algernoon Sidney. Más allá de las explícitas –y comprensibles– tomas de distancia de este último respecto a Suárez, Prieto reconstruye el pensamiento político de ambos para señalar con gran claridad sus coincidencias, así como las diferencias en lo relativo, fundamentalmente, al derecho de resistencia. Por su parte, Cendejas delimita las continuidades que pueden encontrarse en los argumentos de Suárez y Locke respecto a los orígenes de la comunidad política y la propiedad. Por un lado, el concepto subjetivista del derecho en Suárez y la escuela de Salamanca es presentado como la condición previa necesaria para el desarrollo del contractualismo y su interpretación del intercambio comercial. Por otro, Cendejas señala las importantes innovaciones que trajo consigo la concepción lockeana del Estado de naturaleza en comparación con el estado de inocencia: «El organicismo político todavía presente en Suárez desaparece en Locke, para quien los sujetos, considerados individualmente, acuerdan el establecimiento del gobierno civil» (p. 115). Por último, Baciero proporciona una serie de reveladoras pruebas textuales de la familiaridad de Locke con el De legibus, apoyadas en un exhaustivo aparato crítico. En su capítulo puede encontrarse, asimismo, uno de los intentos por situar el trabajo del volumen en el marco de las interpretaciones del pensamiento de Locke, y en una visión metodológica cercana a los postulados de Quentin Skinner: «El pensamiento político emerge de la confluencia del “vocabulario normativo disponible en cada momento dado” y de las demandas apremiantes de la “vida política en sí”» (p. 186). Este libro representa, en este sentido, un estudio de la utilización del vocabulario escolástico –todavía, pese a todo, a disposición de los ingleses– en las contiendas ideológicas de la Inglaterra del s. xvii.
La presente colección de ensayos no se agota, sin embargo, en la política, ni tampoco en el contexto del siglo que culmina en la Revolución gloriosa. Puesto que la Compañía de Jesús es parte esencial de su identidad temática, el libro toma varias direcciones disciplinares y temporales. Esta variedad quizá ha limitado algunos desarrollos que habrían encajado con su tema central, como, por ejemplo, una consideración más detenida del papel de los primeros autores de la escuela de Salamanca, fuesen o no de la Compañía. Asimismo, la relación de la jesuiticidad con el pensamiento de estos autores no acaba de ser explicitada, aunque sí sugerida en la constelación de cuestiones que se desarrollan a lo largo del libro. El lector, en cualquier caso, no acabará lamentando esta variedad temática, que brinda la ocasión para la inclusión de estudios originales y de no menor interés.
Otro de los focos de atención del volumen, como no podía ser de otra manera, es el influjo de los jesuitas en la conformación del pensamiento jurídico y económico moderno, ámbito donde esta filiación sí ha sido reconocida más habitualmente en la literatura especializada. En lo que respecta al primero, Lorena Velasco escribe un capítulo sobre «la naturaleza vinculante del ius civile en los extranjeros, es decir, el grado y la medida en que las leyes y normas de una comunidad política, su ius civile, son aplicables y obligatorias para aquellos que no forman parte de la comunidad como sujetos legales» (p. 275). En lo que respecta al segundo, Cecilia Font se ocupa de la influencia (de nuevo, no reconocida) de Juan de Mariana en el pensamiento de Locke en relación con las situaciones monetarias de Castilla e Inglaterra en el s. xvii; Alfonso Díaz trata de la relación del distributismo con la obra de Suárez, y Rafael Alé Ruiz y M.ª Idoya-Zorroza se ocupan de los elementos que alejan a Locke de una visión reduccionista del homo economicus: «Estudiando las afirmaciones de Locke respecto a la propiedad, podemos ver el inicio del individualismo, aunque sigue presentando la necesidad, utilidad y beneficios de la esfera social de los seres humanos (ya sea en el estado de naturaleza, o en el de la sociedad civil y política)» (p. 333).
Un tema particularmente interesante, tratado en los capítulos de Francisco Castilla y Fermín Pino-Díaz, es la influencia del jesuita José de Acosta en Francis Bacon y en la obra del ilustrado escocés William Robertson, respectivamente. Castilla muestra cómo, a pesar del antiaristotelismo de Bacon, toma como autoridad la obra de Acosta para la elaboración de su filosofía natural. Fermín de Pino-Díaz, por su parte, pasa revista a las diversas fuentes hispanas documentales que William Robertson conocía en profundidad, y que fueron fundamentales para la elaboración de su The History of America. Por último, el capítulo de Daniel Schwartz, aunque se ocupa de un tema más o menos aislado en el conjunto del volumen, ofrece una de las mejores ocasiones del libro para reflexionar sobre los componentes jesuíticos del mundo moral moderno. En él se estudia la vindicación que Thomas de Quincey hace de la casuística, sin obviar las limitaciones de su alineamiento con los jesuitas. «Para De Quincey, la labor del casuista es afilar nuestro juicio proporcionando narraciones ricas, sutiles y comprehensivas de casos morales» (p. 183). El valor de este método para De Quincey es explicado por Schwartz a la luz de la cercanía del autor romántico con la teoría del juico kantiana.
En su obra sobre Montesquieu, Louis Althusser concluía que «otros antes que él partieron hacia Oriente, y nos descubrieron las Indias en Occidente. […] En un singular retruécano de la historia, aquel que miraba hacia el pasado pareció abrir las puertas del futuro. […] Porque defendía la causa de un orden superado, se convirtió en el adversario del orden presente que otros debían superar». La cuestión que permanece irresuelta, y que quizá el lector se vea invitado a plantearse en la lectura del volumen, es si este cuerpo de teorías de la segunda escolástica representa, en este sentido, una modernidad alternativa o una modernidad inacabada. En suma, ¿imaginaron estos jesuitas un orden político protoliberal o nos encontramos ante un espejismo producido por la versatilidad del régimen mixto, que pudo servir, bajo propósitos muy diversos, tanto a las sociedades feudales como a las occidentales contemporáneas?