I
Confío en que nadie vaya a considerarme exagerado si afirmo sin rodeos que lo que, para entendernos, solemos denominar en España la cuestión territorial iba a contribuir, desde su aparición en el último tercio del siglo xix, a frustrar la consecución de una verdadera y amplia concordia nacional sin la cual ningún sistema constitucional puede progresar. No fue, por supuesto, la cuestión territorial la única que convirtió en recurrentes los descalabros de nuestras instituciones constitucionales y de nuestra sociedad contemporánea, tantas veces incapaces de encontrar el camino hacia la modernidad y la reconciliación entre los españoles y sus tierras. Pero, sin duda, primero el problema regional y luego el ya denominado nacional destacaron entre los que concurrieron a dificultar y, en consecuencia, a alejar tal objetivo.
Así, el permanente caos político sobre la futura organización territorial y la feroz lucha partidista entre federalistas de diferentes obediencias que caracterizó el atropellado desarrollo de la Primera República española (aquel caos que, cercano el final del nuevo régimen, llevó a Estanislao Figueras, en frase celebérrima, a proclamar «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros») tuvo mucho que ver con su calamitosa conclusión, producida en medio de una pelea sin cuartel de todos contra todos. Tras la Restauración, a cuya crisis contribuyeron también los regionalismos y unos nacionalismo entonces incipientes, la II República trató de dar una justa salida a sus reivindicaciones con la configuración de una España descentralizada, que hubiera llegado a serlo por completo si el régimen republicano no hubiera embarrancado en sus propias contradicciones, que los militares, con ayuda de no pocos dirigentes civiles, trataron de superar acabando, manu militari, con la propia República y su Constitución: el resultado, una terrible Guerra Civil, que duró tres largos años, a la que sucedió una infame dictadura de casi cuatro décadas. Cataluña, que fue la única región española que entre 1931 y 1936 gozó de verdad de autonomía, se convirtió en un gravísimo problema para los Gobiernos republicanos, cuando, entre otros desafíos al Estado, por dos veces (en 1931 y en 1934) los nacionalistas proclamaron la independencia catalana, lo que acabaría por achicar el apoyo social al nuevo régimen político, que hubo de hacer frente desde el principio a tan fuertes como numerosos enemigos.
Tras una Transición que muchos seguimos defendiendo como patrimonio común irrenunciable, España decidió romper con su pasado cainita para no volver a las andadas. Inició, por ello, una nueva senda marcada por el acuerdo, que dimos en llamar «consenso» entonces de forma general, entre quienes —herederos y enemigos de la dictadura— impulsaron y dirigieron un proceso de cambio en el que la cuestión de la descentralización regional volvió a situarse en primer plano. Es verdad que la Constitución no definió la estructura territorial del nuevo Estado democrático de derecho que nacía con la flamante democracia, pero lo es también que, por medio de uno de aquellos pactos apócrifos a los que se había referido Carl Schmitt en relación con la Constitución alemana de 1919, dejó nuestra ley fundamental abiertas las vías para hacer efectivo el derecho a la autonomía que se proclamaba en su art. 2. Después de diversos y en algunos casos ocurrentes avatares —giros y contragiros— en los que no tendría sentido entrar aquí, la organización autonómica de España se convirtió en una de las consecuencias más trascendentales de un cambio político que iba a dar lugar a la consolidación de la mejor España que jamás haya existido.
Muchos siguen hablando en referencia a nuestra descentralización política del Estado autonómico para describir este nuevo país en el que, indudablemente, concurren autogobierno y gobierno compartido. Otros, sin que la denominación que defendemos sea en realidad incompatible con la anterior, preferimos hablar de Estado federal, pues los rostros del federalismo, como en un libro homónimo he tratado de probar, pueden ser muy diferentes. Tampoco me extenderé ahora, evidentemente, en la cuestión, pero traeré a colación en apoyo de esa tesis la conclusión de uno de los reconocidos especialistas sobre federalismo existentes en el mundo, Ronald Watts, para quien «España es una federación en todo menos en el nombre».
Sea como fuere, el caso es que la descentralización, muy profunda en todos los terrenos, es una de las características esenciales del sistema político español, de modo que sin tenerla en cuenta resulta imposible entender tanto su estructura como su funcionamiento. Y el caso es también que, contra toda lógica y toda sensatez, a medida que España se ha ido descentralizando más y más, en un proceso por momentos imparable (dinámica directamente relacionada con los elementos conformadores de nuestro sistema de partidos), los nacionalismos se han ido radicalizando de un modo directamente proporcional al adelgazamiento de los poderes del Estado. Estado central —hay que aclararlo—, pues las comunidades autónomas son también, ¿qué si no?, parte del Estado. Para entendernos: el aumento de la descentralización, lejos de colmar las aspiraciones de los nacionalistas, se ha traducido en una creciente exigencia de nuevas y más perentorias reivindicaciones de poder para sus respectivos territorios, hasta llegar a la exigencia sin más de la secesión y a la conspiración delictiva a favor de la independencia.
Así aconteció en el País Vasco en los años del llamado Plan Ibarretxe, cuyo rechazo por la inmensa mayoría del Congreso calmó momentáneamente los ánimos secesionistas de la parte más poderosa del nacionalismo vasco. Y de ese modo sucedería años después en Cataluña, donde sucesivas derrotas del independentismo —la última de verdad estrepitosa— no han llevado a los secesionistas, como cabría esperar, a aterrizar en la realidad. Por todo ello, aunque mucho se ha discutido política y doctrinalmente sobre los elementos diferenciales de nuestra descentralización respecto de otras existentes en el mundo, lo cierto a mi juicio es que la principal y más relevante lleva muchos años a la vista: la existencia de fuerzas independentistas que consideran la autonomía (o el federalismo, que a estos efectos es igual) solo un paso intermedio para preparar, primero, y para llegar, después, a la secesión de sus respectivos territorios.
II
Pues bien, el magnífico libro que Germán Teruel nos ha servido, sirviendo con ello a la democracia española y a su Constitución, es, permítanme que lo diga desde ya, la crónica de una secesión anunciada. Sé bien que mucho, hasta el abuso, se ha recurrido a parafrasear el título de una novela que esconde su secreto en una tan aparentemente sencilla como insuperable perfección, pero trataré a continuación de justificar que hacerlo en este caso es, por mi parte, una forma de explicar al lector de esta reseña la idea central que recorre Crisis constitucional e insurgencia en Cataluña. En Crónica de una muerte anunciada narra García Márquez la trágica historia de un secreto a voces —la decisión de los hermanos Vicario de matar a Santiago Nasar por una ofensa de honor—, una decisión que casi todos conocían en el pueblo donde la venganza iba a producirse y que, por unos u otros motivos, nadie fue quien de evitar avisando a la víctima con tiempo suficiente para escapar a un destino fatal que solo él desconocía: «Nunca hubo una muerte más anunciada», escribe Gabo en un momento determinado de su crónica.
También, y pese a todas las diferencias que por respeto a la inteligencia del lector sería sencillamente ofensivo mencionar, el libro del profesor Germán Teruel es una crónica —un relato, titula el autor, con humildad excesiva, pues su texto es mucho más que eso— de lo que millones de personas en España sabíamos que antes o después iba a pasar, pues año a año se sentaban las bases para ello, sin que nadie tuviese el coraje y la prudencia de poner sobre la mesa de la política nacional los evidentes peligros que para el Estado y su unidad y para la Constitución que la garantizaba se derivaban de los procesos de construcción nacional —pues de eso, y no de otras cosa, se trató desde el principio mismo de la descentralización— que se desarrollaron en el País Vasco y Cataluña. Francesc de Carreras, que conoce la evolución de lo sucedido en Cataluña como pocas personas en España, narra en su excelente prólogo a la obra que reseño una anécdota que vale más que mil palabras sobre cómo desde el principio iban a correr las apuestas (transformadas, sin solución de continuidad, primero en desafíos y más tarde en actos delictivos) del nacionalismo catalán:
Pocos días después de su discurso de investidura —escribe el profesor De Carreras— el Gobierno Suárez delegó en Tarradellas para que diera posesión a Jordi Pujol del cargo de Presidente de la Generalitat. Pocos minutos antes del solemne acto, Pujol pidió a Tarradellas que no finalizara su discurso con un ¡Viva España!, como solía hacer, sino con un ¡Visca Catalunya! Tarradellas dudó, pero, al final, en aras de la concordia, accedió a la petición. Sin embargo, meses después, se arrepintió de su error […].
La conclusión de la anécdota la obtiene con toda claridad el propio prologuista: «Pujol pretendía construir una Cataluña sin España y, por supuesto, contra España».
Esta es, expresada en muy pocas palabras, la tesis que a través de un análisis de los acontecimientos —en forma de relato, sí, pero presentado mediante un profundo y riguroso estudio jurídico y político— constituye el nervio conductor de un proceso que, con palabras justas del autor, conduce a la insurgencia de Cataluña impulsada por el independentismo. De un proceso, y vuelven a ser palabras del autor, de «destrucción del orden constitucional». Germán Teruel no se sitúa, por lo demás, y me parece muy importante subrayarlo, en una posición equidistante entre los defensores y los enemigos de la unidad del Estado: «Muy por el contrario —subraya el autor en la introducción de su obra— este trabajo tiene una orientación clara: la defensa de la Constitución y de la idea de supremacía constitucional en un Estado democrático de derecho ante lo que, a juicio de quien escribe, se ha tratado de un grave acto de insurgencia por parte de los poderes públicos de un territorio contra el orden constitucional».
A tal efecto, el autor ordena el libro en tres partes bien diferenciadas, que van a permitir al lector, de un lado, ordenar en su cabeza el confuso desarrollo de los acontecimientos que acabaron en la comisión de gravísimos delitos, y, de otro, entender la dimensión constitucional o, mejor dicho, inconstitucional de una buena parte estos. En la primera parte, expone Germán Teruel el desarrollo del proceso secesionista catalán hasta el referéndum ilegal de 2017, proceso en el que aborda la decisión del nacionalismo de aprovechar el Estado de las autonomías como palanca para la construcción nacional (de un sol poble ); estudia la vida política en la Cataluña posterior a la salida de Jordi Pujol del Gobierno de la Generalitat, y, en fin, analiza la cronología de los acontecimiento que condujeron al fallido golpe de Estado tras la fase más aguda del proceso soberanista, que se suele, precisamente, calificar como el procés, la que se desarrolla entre 2015 y 2017.
Tras esta primera parte, más narrativa que analítica, aunque la narración nunca es una mera exposición de hechos sin profundizar en su naturaleza jurídica y política, la segunda parte del libro que comentamos está dedicada a lo que los nacionalistas creyeron, en un extravagante acto de soberbia, incluso alguno a pies juntillas, que jamás iba a suceder: la respuesta del Estado frente al intento de declarar la independencia por medio de un conjunto de acciones ilegales. Estudia aquí el autor, con indiscutible talento, la actuación de nuestro Tribunal Constitucional destinada a evitar la ruptura del orden constitucional; la respuesta del Estado por medio de la aplicación del art. 155 de la Constitución cuando aquella se produjo, y la actuación judicial para depurar las responsabilidades penales en las que acabaron incurriendo los dirigentes de la insurgencia independentista. Los que luego serían, en un acto inconcebible, indultados por el Gobierno del país que pretendían destruir.
La última parte del libro del profesor Teruel se destina, en fin, a profundizar en dos cuestiones, ambas objeto de debate entre los juristas defensores de la legalidad constitucional y los que, de forma increíble, trataron de argumentar el ¡sostén jurídico! de un proceso de secesión contra el Estado sobre la base de una forma perversa de entender el principio democrático. Germán Teruel analiza así, en primer lugar, los motivos para defender la naturaleza ilegal del procés, desde el punto de vista jurídico constitucional, centrándose tanto en el supuesto, e inexistente, derecho a decidir como en la total ausencia de base jurídica internacional a las pretensiones ilegales del independentismo catalán. Y defiende luego, con argumentos poderosos, la naturaleza de lo sucedido en Cataluña como un auténtico golpe de Estado contra nuestra democracia constitucional: según el autor, todas las «notas que lo caracterizan como un golpe “moderno”, según la definición de Curzio Malaparte [Técnicas de un golpe de Estado] se han llevado a su paroxismo en el procés. Su liquidez ha sido tal que ha permitido que el mismo llegue a calificarse no ya como un golpe moderno, sino directamente “posmoderno”, como ha advertido Daniel Gacón [El golpe posmoderno]».
Un breve epílogo en el que la mirada del autor hacia el futuro se ve empañada por negros nubarrones, que aprecia también con toda claridad (y perdón por el oxímoron) quien esto escribe, pone fin a un libro indispensable para entender lo que ha venido ocurriendo en Cataluña desde el inicio mismo de la democracia y para constatar la profunda y permanente deslealtad constitucional de los nacionalistas. Estos se han valido de un instrumento —la autonomía— que se creó en un principio, sobre todo, como una forma de integración de los nacionalismos en un Estado respetuoso con la diversidad territorial, para todo lo contrario de lo que sus impulsores intentaban hacer con tanta generosidad como, visto lo visto, ingenuidad: para sentar las bases políticas, sociales y culturales del asalto a un Estado en el que no creían y a una España a la que, no pocos nacionalistas, han declarado odiar sin más motivos que su radical sectarismo identitario.
El libro de Germán Teruel, ordenado con una claridad que permite seguir con precisión el desarrollo temporal de los hechos narrados, y con un profundo conocimiento de la realidad que se analiza, es tan importante como necesario. Lo segundo porque pone luz en esta noche de los nacionalismos en que todas las reivindicaciones pretenden colarse como justas en una España que, acomplejada por eso que se ha dado en llamar lo propio (como si lo común a todos fuera una herejía, o una creación propia en el franquismo), no acaba de encontrar los motivos para sentirse orgullosa del cambio impresionante que en ella se ha producido en las cuatro últimas décadas. E importante en la medida en que lo es siempre en los últimos años escribir desde posiciones inequívocamente democráticas y constitucionales en defensa de la unidad de España como proyecto común e integrador en el que cabemos todos los que estamos dispuestos a cumplir la única exigencia imprescindible de un Estado de derecho: el respeto a la supremacía de la Constitución y, consecuentemente, al imperio de la ley.