Hace poco tiempo, Daniel Ziblatt, coautor de Cómo mueren las democracias, hacía una puntualización interesante acerca del deterioro democrático en el mundo. Para este politólogo, algunos diagnósticos de la situación son exagerados porque, entre otras cosas, ahora hay más democracias de las que ha habido en la historia de la humanidad. A continuación, afirma que «es casi lógico que ya no haya mucho espacio para que surjan más democracias, así como no es sorprendente que hayamos tenido retrocesos en países que recientemente se convirtieron en democracias».
A partir de esta reflexión, podría opinarse que estamos viviendo la corriente de resaca que sobreviene a la tercera ola democratizadora de las que hablaba S. Huntington. En efecto, son, precisamente, algunos de los países que transitaron a la democracia en la década de los noventa del pasado siglo y que, algo después, ingresaron en la Unión Europea aquellos que están experimentado mayores retrocesos. Para ser más precisos, conviene advertir que en estos Estados no solo está en peligro la democracia, sino otros avances del constitucionalismo, entre ellos los derechos fundamentales.
No deja de ser sorprendente que, aunque exista una Carta de Derechos Fundamentales, la actuación de la Unión para frenar estas formas de autoritarismo haya tenido que basarse en la defensa de otro valor europeo, esto es, el Estado de derecho. Es verdad que, cuando el Parlamento Europeo activó el procedimiento previsto en el art. 7.1 TUE, alegó la violación de varios derechos, como la protección de datos y la intimidad, la libertad de expresión, cátedra, religión y asociación, y la igualdad, especialmente cuando los derechos correspondían a personas pertenecientes a minorías, migrantes, solicitantes de asilo y refugiados. Ahora bien, como sabemos, ese procedimiento de control, quizá por su naturaleza eminentemente política, no ha producido los resultados esperados.
El excelente libro que tengo el placer de reseñar trata, precisamente, de algunas de las peculiaridades que afectan a la Carta y que explican la limitada eficacia de los derechos que recoge. Si tuviera que elegir tres rasgos que caracterizan al trabajo de Augusto Aguilar, lo calificaría de radical (en el sentido que luego explicaré), bien cimentado y valeroso. Vayamos por partes.
Es radical porque, como toda buena investigación, va a la esencia de las cosas. En efecto, parte de una pregunta que afecta al núcleo esencial de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Este interrogante se refiere a la propia denominación que recibe dicho texto y consiste en cuestionar si, realmente, los derechos que recoge merecen el calificativo de fundamentales. Contestar a esta pregunta no es sencillo, porque, para hacerlo, es preciso manejar un aparato conceptual muy complejo, compuesto de nociones que han ido evolucionando a lo largo del tiempo y que han recibido múltiples respuestas doctrinales.
La obra está muy bien fundamentada en gran medida porque, para abordar el asunto, el autor se sirve de una perspectiva constitucional, aunque, al aplicar esta óptica, es consciente de los riesgos que entraña, por lo que toma las debidas precauciones. Como bien afirma, los conceptos propios de nuestra disciplina no pueden ser utilizados, sin más, para el análisis del ordenamiento europeo. Reconoce, en efecto, las peculiaridades que caracterizan a la Unión Europea y que consisten, entre otros extremos, en los sujetos que la protagonizan y en la naturaleza eminentemente económica y mercantil de dicha organización internacional. A pesar de estas dificultades, Augusto Aguilar analiza en profundidad la diferencia que existe entre valores, principios, reglas y derechos. En su opinión, para hablar de derechos fundamentales es preciso que estos tengan eficacia directa, lo que implica que sean invocables por sus titulares, sin que sea precisa la acción del legislador. Además, y casi como consecuencia de esta primera característica, es necesario que los derechos posean eficacia horizontal, ya que han de operar no solo ante los poderes públicos, sino también frente a otros particulares.
Es, por último, un libro valiente, porque, a la hora de dar una respuesta a la pregunta inicial, Augusto Aguilar no rehúye de las dificultades, sino que las aborda de manera directa y, sobre todo, airosa. Para el autor, de la jurisprudencia del TJUE y de los tribunales nacionales (al menos los nuestros) se deduce que, en la mayoría de las ocasiones, los derechos de la Carta aparecen como principios de carácter meramente interpretativo, utilizados con fines eminentemente hermenéuticos sobre todo en el caso de las directivas. Además, la aplicación de los derechos contenidos en la declaración siempre ha estado mediada por el problema competencial. En consecuencia, su funcionalidad se desvanece en parte: no solo pierden capacidad integracionista, esto es, de la misión que les corresponde a la hora de fijar directrices o mandatos de optimización a los poderes públicos, sino que, además, queda en entredicho su función antagonista. Como afirma el autor, los derechos, en vez de actuar como un límite al poder público en defensa de los ciudadanos, acaban convirtiéndose en restricciones de un poder frente a otro, esto es, como una forma de preservar el poder estatal frente al europeo.
Sirvan estas breves frases como resumen del contenido del libro. No parece que sea preciso ir mucho más allá en una recensión porque, de hacerlo, se corren al menos dos riesgos: el primero es repetir lo que el autor ha dicho previamente con mucha más propiedad y fundamento; el segundo, todavía más grave, es traicionar su pensamiento, atribuyéndole lo que no ha dicho.
Por estas razones, me parece más interesante hacer algunas consideraciones acerca del método que sigue el autor y de las conclusiones que alcanza. Vaya por delante que tampoco me mueve la intención de poner en tela de juicio las afirmaciones que Augusto Aguilar hace en su investigación. Sería una imprudencia que quien no ha investigado a fondo un tema entre en polémica con quien sí lo ha hecho. Considero, sin embargo, conveniente aproximarme al problema que plantea desde otra óptica que puede conducir a diferentes resultados. Me parece que esta es una buena manera de dar valor a la obra, porque demuestra no solo que se aprende de ella, sino que, además, induce a pensar sobre lo que se dice en ella. Y, desde este punto de vista, el libro es ejemplar, ya que genera en quien lo lee dudas acerca de sus ideas previas y el convencimiento de que son necesarios nuevos planteamientos.
Antes señalaba que Augusto Aguilar se sirve de los conceptos propios del constitucionalismo para enfocar los problemas que, con respecto a los derechos fundamentales, genera el ordenamiento de la Unión. También hemos visto que lo hace con prudencia, porque reconoce que esta extrapolación lleva aparejados riesgos. Desde mi punto de vista, el principal de todos ellos radica en que conduce a conclusiones poco optimistas sobre la integración europea, impresión que el autor comparte con quien prologa el libro. En efecto, para F. Balaguer, el abandono del proyecto de constitución europea y la aprobación del Tratado de Lisboa supusieron renunciar a los símbolos constitucionales, lo que ha desvelado un rostro muy negro para el futuro de Europa. Los efectos negativos se están notando en los conflictos surgidos en torno a la democracia, el Estado de derecho o los derechos fundamentales. Augusto Aguilar profundiza en estos últimos al señalar que, paradójicamente, la escasa eficacia de la Carta ha puesto en entredicho la naturaleza de la Unión hasta el punto de suponer un verdadero paso atrás en el proceso de integración europea. En efecto, la asunción de interpretaciones iusinternacionalistas, según las cuales los derechos carecen de eficacia hasta que no son desarrollados por el legislador, retrotrae la subjetividad de los ciudadanos hasta los postulados iuspublicistas previos al Estado constitucional de derecho (p. 224).
Desde luego y como se ha dicho antes, el autor fundamenta debidamente esta visión negativa de la situación. Ahora bien, también es posible enfocarla desde otra mirada, lo que puede llevar a una valoración algo más positiva de ella. Desde esta otra perspectiva, es preciso subrayar que la Unión, como organización política, tiene una naturaleza muy peculiar. Es cierto que, como dice el autor, hay una interacción entre el espacio europeo y el espacio estatal, por lo que es preciso partir de la dialéctica entre los diversos espacios constitucionales en Europa (p. 36). Pero, yendo un poco más allá, quizá fuera preciso reconocer que, por voluntad de los propios Estados que la van configurando, la Unión sigue siendo una entidad de carácter híbrido, que ha dejado de ser una mera organización de derecho internacional, pero que ni quiere ni puede constituirse a imagen y semejanza de los Estados.
Por esta razón, resulta sumamente complejo, aunque no imposible, intentar resolver los problemas que surgen en el seno de la Unión desde los paradigmas del derecho constitucional. Estamos ante un fenómeno completamente nuevo, lo que requiere ser imaginativos y elaborar conceptos distintos a los que utilizamos en el ámbito interno. Salvando las distancias, la situación no es muy diferente a la que se dio cuando las colonias del norte de América se independizaron de Gran Bretaña y, para unirse, crearon la primera entidad federal moderna. En el momento de discutir la Constitución de Filadelfia, los framers idearon una estructura desconocida hasta entonces, por lo que se vieron obligados a prescindir del aparato conceptual que seguía predominando en Europa e idear nuevas construcciones que les resultaran operativas. Un buen ejemplo de esta ruptura con principios que, hasta entonces, se consideraban inherentes al derecho público es lo que sucedió con la soberanía. Con la finalidad de articular el poder de los Estados miembros con el poder de la Federación, los redactores de la Constitución estadounidense tuvieron que abandonar el dogma de la unidad de soberanía y reconocer que tanto los unos como la otra ejercían ese poder en los ámbitos que les reconocía la Constitución.
Desde su aparición, la Unión Europea es una entidad tan original como en su momento fue la Federación estadounidense. Desde luego, los creadores de las Comunidades no quisieron integrar a los países miembros en una estructura con características estatales. Esa voluntad ni apareció más adelante ni tampoco parece que exista ahora, por lo que las nociones inherentes al derecho constitucional presentan cierta resistencia a ser aplicadas al ámbito de la Unión.
El mejor ejemplo de esta dificultad es lo que también ocurre con la soberanía en el seno de la Unión. Uno de los principios esenciales del constitucionalismo contemporáneo consiste, precisamente, en reconocer que esta no recae en ningún órgano del Estado, sino que radica en el pueblo, al que se atribuye el poder constituyente. Pues bien, como es sobradamente conocido, no existe (ni por ahora sabemos si habrá) un pueblo europeo, por lo que la capacidad de crear de forma originaria el derecho sigue correspondiendo a los Estados, que continúan siendo los señores de los tratados.
Esto no significa, sin embargo, que el constitucionalismo esté de más a la hora de analizar la estructura del poder en el seno de la Unión y su relación con los ciudadanos. El derecho constitucional también sirve para comprender lo que ocurre con los derechos fundamentales en algunas organizaciones internacionales, como son, por ejemplo, el Consejo de Europa y la ONU, al menos, como contrapunto. Así, nos ayudan a entender que las declaraciones de derechos de dichas entidades, aunque carezcan de la eficacia que corresponde a las estatales, posean un contenido similar e impongan límites, directos e indirectos, a los Estados. En estos casos, como ocurre en el supuesto de la Unión, acudir a los principios del constitucionalismo puede servir para enfocar mejor las dificultades que encuentra la protección supranacional de los derechos.
Antes se señalaba que, en el ámbito de la Unión Europea, no es posible fundamentar el poder en la voluntad de los ciudadanos. Ahora bien, esto no significa que pueda aceptarse la autoridad de sus instituciones sin ningún tipo de condicionamientos. El derecho de la Unión no solo es de aplicación directa a las personas, sino que también prevalece sobre los ordenamientos nacionales, incluidas las constituciones de los países miembros, normas que, estas sí, son expresión de la soberanía de los pueblos de los Estados. Tal fuerza solo puede aceptarse si, como enseña el constitucionalismo, ese poder está dividido y limitado para evitar abusos y arbitrariedades que pongan en riesgo la posición de las personas. Ahora bien, en el caso de la Unión, la división vertical del poder adquiere mucha más importancia de la que tiene en los Estados, incluso en el supuesto de que estos sean federales. En efecto, ni los ciudadanos ni las autoridades nacionales confían plenamente en los frenos y contrapesos que puedan ejercer las instituciones de la Unión entre sí, ni siquiera teniendo en cuenta el peso destacado que corresponde al Consejo. Y algo parecido ocurre con respecto a los derechos fundamentales.
El autor recuerda la azarosa trayectoria de estas facultades en el ámbito de la Unión, marcada por la inicial etapa pasiva, en la que el TJUE rechazaba que formaran parte del ordenamiento jurídico de la Unión, fase superada, primero, por su recepción como principios generales del derecho y, finalmente, por la entrada en vigor de la Carta. Como antes se señalaba, Augusto Aguilar considera que una de las trabas para configurar sus derechos como iusfundamentales es el principio de atribución competencial. En efecto, el art. 51 de dicho texto limita la eficacia de la Carta, porque deja bien claro, de un lado, que sus disposiciones no amplían las competencias de la Unión, y, de otro, que solo vinculan a los Estados cuando estos aplican el derecho de la Unión.
También es posible recurrir al constitucionalismo para entender este precepto, que únicamente se puede explicar a partir de la dualidad que caracteriza al sistema europeo. En el momento actual, todavía es arriesgado hablar de federalismo en la Unión, porque la integración no ha llegado tan lejos. En efecto, solo pueden ser federales los Estados y, como antes se ha dicho, la Unión no lo es. Con estas reservas, cabe afirmar que, hasta la fecha, solo han existido dos entidades que, integrando a organizaciones territoriales antes independientes, lograran crear instituciones comunes capaces de dictar normas que vincularan directamente a los ciudadanos. Estas son la Unión Europea y Estados Unidos de América. Retomando el paralelismo que se mencionaba al principio de estas páginas, resulta interesante observar que la evolución de los derechos fundamentales ha seguido en ambos sistemas una trayectoria que, salvando las distancias, guarda ciertas semejanzas.
En el caso de Estados Unidos, la aprobación del Bill of Rights también generó preocupación entre los partidarios de salvaguardar los poderes de los Estados, porque se temía que la declaración de derechos pudiera incrementar las competencias de la Federación[2]. Junto con ello, la Corte Suprema, durante las primeras décadas de vigencia de la Constitución de 1787, confirmó que el Bill únicamente establecía límites a las instituciones nacionales y no se aplicaba a las entidades federadas[3]. Solo después de la guerra civil cambiaron las cosas. En efecto, de un lado, las enmiendas de la reconstrucción impusieron a los Estados la obligación de respetar determinados derechos que, de esta manera, ampliaron su eficacia al dejar de ser solo un límite a la Federación. Pero, además, las mismas reformas autorizaron expresamente que el Congreso hiciera cumplir, mediante la legislación apropiada, las previsiones recogidas en sus propios preceptos[4].
La Carta de Derechos Fundamentales también nació entre la desconfianza de los Estados. Al igual que ocurrió en el caso estadounidense, los Estados miembros no querían que un órgano europeo, como es el TJUE, velara por el cumplimiento de los derechos fundamentales en el ámbito meramente interno, dado que los países que integran la Unión no solo poseen sus declaraciones de derechos, sino también sus propios órganos de justicia constitucional. Ahora bien, la eficacia de la Carta no podía estar sometida a unas limitaciones tan intensas como lo estuvo el Bill of Rights en sus primeras décadas de existencia, porque el federalismo europeo no es tan dual como el norteamericano. En efecto, la Unión Europea casi carece de aparato ejecutivo, por lo que debe confiar a los Estados la implementación de sus propias normas. Por eso, estos últimos tuvieron que aceptar que los derechos de la Carta les vincularan, al menos, cuando aplican el derecho de la Unión. Nada impide, además, que los Estados miembros asuman la Carta como derecho interno y le atribuyan la jerarquía que estimen adecuada.
Los países que integran la Unión, al igual que había ocurrido en Estados Unidos, también recelaron de que los derechos pudieran ser interpretados como una fuente autónoma para incrementar las competencias de la Unión, lo que explica el contenido del art. 51.2 de la Carta. En resumidas cuentas, compartieron una desconfianza similar a la que habían manifestado las viejas colonias norteamericana al unirse, porque ¿para qué declarar derechos si la Unión carece de competencias para vulnerarlos?
Es cierto, pues, que, como señala Augusto Aguilar, el análisis de los derechos de la Carta está mediatizado por la distribución de competencias. Ahora bien, ni esto es peculiar del modelo europeo de integración ni es un problema que sea desconocido en los modelos federales. Aun en los países en los que la declaración de derechos vincula a todos los poderes públicos, como son España o la República Federal Alemana, no es posible deslindar la eficacia de los derechos del ejercicio de las competencias. Para no cansar al lector en este tema, me remito a lo que ocurrió en nuestro país durante la pandemia y cómo afectaron al ejercicio de los derechos las diferencias entre la concentración de poder que se produjo en el primer momento y el modelo de cogobernanza que se implantó más tarde durante el segundo estado de alarma declarado a nivel nacional.
Resumiendo lo que se acaba de exponer, es preciso coincidir con el autor cuando se sirve del constitucionalismo a la hora de examinar la naturaleza y eficacia de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, porque ya no es posible enfocar estos extremos desde la óptica del derecho internacional. Ahora bien, quizá sea necesario ir algo más allá de lo que él hace, a la hora de readaptar las nociones básicas de nuestra disciplina y, fundamentalmente, de revisarlas para crear otras nuevas que compartan el espíritu del constitucionalismo. Es posible que, de esta manera, podamos llegar a unas conclusiones algo más optimistas sobre la situación de la integración.
Es verdad que la situación de los derechos fundamentales en la Unión Europea dista de ser satisfactoria. Los retrocesos que están experimentando algunos Estados miembros que accedieron a la integración tras la caída del muro de Berlín demuestran que la Carta, aunque sirve para algo, no sirve para todo. Ahora bien, también es cierto que, como afirma Augusto Aguilar, a partir de la sentencia Bauer ha habido un cambio en la jurisprudencia del TJUE porque la Carta ha dejado de tener solo la eficacia propia de los principios rectores para asumir, en ciertas condiciones, eficacia directa horizontal. Ha habido otros progresos que también son esperanzadores, aunque estos sean distintos a los que afectan a la aplicabilidad entre particulares de los derechos sociales. Me refiero a la tutela judicial efectiva recogida en el art. 47 de la Carta.
Como es conocido, tras el fracaso de la activación del art. 7.1 TUE al que antes se hacía referencia, el TJUE ha sido una de las instituciones que, por ahora, ha sido capaz de reaccionar con mayor vigor ante el avance del «constitucionalismo iliberal». Y lo ha hecho, en gran medida, apoyándose en el precepto de la Carta arriba citado. Hay que reconocer que, en varias ocasiones, el órgano jurisdiccional de la Unión ha otorgado a la tutela judicial efectiva una eficacia meramente interpretativa, porque no había afectación de otros derechos reconocidos por la Unión[5]. Ahora bien, no conviene olvidar que las cosas cambian cuando se trata de resolver cuestiones prejudiciales acerca de órdenes europeas de detención. En estos supuestos que, desde la sentencia LM, ya son numerosos[6], el TJUE se sirve del art. 47 CDFUE como norma inmediatamente aplicable.
Quizá en el momento de integración en el que nos encontremos y con el derecho aplicable, las instituciones de la Unión no puedan ir mucho más lejos. La raíz del problema está, como afirma Francisco Balaguer en su prólogo, en el abandono de la noción de constitución europea en 2004. Pero recordemos que el proyecto de tratado no fue dejado de lado por voluntad de las instituciones europeas o por el recelo de las autoridades nacionales. El fracaso tuvo su origen en el rechazo al texto expresado por el pueblo francés y el neerlandés en referéndum.
El ejemplo norteamericano enseña que, cuando la organización territorial tiene unas características similares a las de la Unión Europea, la única manera de salvaguardar eficazmente los derechos, tanto frente al poder (estatal o federal) como frente a otros ciudadanos, consiste en modificar las normas de máximo rango en que aparecen recogidos. Mientras tanto, el TJUE o la Comisión podrán dar pasos adelante, pero, por estar sometidos a derecho, su actuación estará siempre sujeta los a límites establecidos en la propia Carta. Ahora bien, la propia experiencia europea demuestra que la integración sigue ritmos insospechados. En la primera década de este siglo habría sido impensable que los países de la Unión fueran capaces de ceder parte de sus competencias en favor de las instituciones europeas. Y, sin embargo, esto es lo que ha sucedido a la hora de hacer frente a la covid y a la guerra de Ucrania. Esperemos que las reivindicaciones basadas en la identidad nacional, nueva versión de las viejas pretensiones fundamentadas en la soberanía estatal, no impidan seguir avanzando en la integración y, sobre todo, en la protección de los derechos fundamentales.
[1] |
A propósito de Aguilar Calahorro, Augusto, Naturaleza y eficacia de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, prólogo de Francisco Balaguer Callejón, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2021. |
[2] |
Tuve ocasión de referirme a este asunto en Biglino Campos (2003). |
[3] |
Barron v. Mayor & City Council of Baltimore, 32 U.S. (7 Pet.) 243 (1983). |
[4] |
Literalmente, la sección 5 de la enmienda XIV afirma: «The Congress shall have power to enforce, by appropriate legislation, the provisions of this article». Iguales previsiones aparecen recogidas en la enmienda XIII, sobre la abolición de la esclavitud, y en la enmienda XV, acerca del derecho de voto. |
[5] |
Por ejemplo, sentencia AK y otros, de 9 de noviembre 2019, C-585/18, C-624/18 y C-625/18, apdo. 89. |
[6] |
Sentencia TJUE Minister for Justice and Equality, de 25 de julio de 2018, C-216/18 PPU. |
Biglino Campos, P. (2003). Derechos fundamentales y competencias de la Unión: el argumento de Hamilton. Revista de Derecho Comunitario Europeo, 14, 45-68. |
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Rizzi, A. (2023). Daniel Ziblatt: «El populismo de derecha en Europa es una amenaza mayor que el de izquierda». El País, 23-4-2023. Disponible en: https://tinyurl.com/5n7jtn3c (acceso: 24 de abril de 2023). |
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Stepan, A. (1999). Federalism and Democracy: Beyond the U.S. Model. Journal of Democracy, 4, 31-32. |