1. En la célebre novela 1984, el escritor Eric Blair, encubierto con el pseudónimo de George Orwell, trasladó al público su visión tétrica y pesimista del futuro, sumido en las garras de un totalitarismo invasor hasta de los aspectos más íntimos de la vida humana. Una de las célebres frases de la citada obra es la siguiente: «Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro». En efecto, todo movimiento político, ideológico o religioso con vocación de supervivencia tiende a presentarse como ortodoxo y único, lo que se proyecta en una doble vía. Hacia el pasado, tratando de suprimir cualquier atisbo de movimiento o tendencia que cuestionen la ortodoxia; hacia el futuro, motejando de heterodoxa la doctrina que cuestione, en todo o en parte, el pensamiento oficial. Así, por ejemplo, la adopción por parte del cristianismo de un canon neotestamentario y unos principios «ortodoxos» a lo largo del siglo iv d. C. se proyectó hacia el pasado, suprimiendo todo atisbo de disidencia y oscureciendo la riqueza de corrientes ideológicas y la pluralidad de fuentes evangélicas, doctrinas y pensamientos disidentes que tan solo el esfuerzo de estudiosos como Bart Erhman o Antonio Piñero han rescatado; pero también hacia el futuro, motejando a los disidentes de «heterodoxos» o «herejes» (que en nuestro país cuentan con un monumental estudio merced al esfuerzo del nada heterodoxo polígrafo cántabro Marcelino Menéndez y Pelayo) y persiguiéndolos de forma inmisericorde.
Trasladando las anteriores reflexiones al campo de la historia del constitucionalismo, puede comprobarse fácilmente que los estudios de la disciplina se han focalizado en los textos constitucionales, aun cuando su vigencia temporal haya sido escasa. Ateniéndose estrictamente al número de constituciones que han regido en algún momento, España no cuenta con la estabilidad constitucional habida en países como Gran Bretaña, Estados Unidos o Bélgica, cuyas evidentes mutaciones que desde el punto de vista material experimentó la constitución no se tradujeron necesariamente en un cambio formal. Incluso países como Alemania o Italia, cuya dogmática tanto ha influido en el derecho público español durante el último siglo, pese a sus evidentes cambios políticos, no han contado con un amplio historial de textos constitucionales. En este punto, España se asemeja más a la vecina Francia, cuya evolución política salpicada de revoluciones y cambios institucionales estuvo acompañada de frecuentes mudanzas de la propia constitución.
Así pues, han sido los textos constitucionales españoles los que han focalizado el interés de la historia del constitucionalismo, iniciándose habitualmente el análisis con el gaditano de 1812, continuando con el Estatuto Real de 1834 y, transitando por las constituciones de 1837, 1845, 1856 (non nata), 1869, 1876 y 1931, finalizando el recorrido con la vigente de 1978. Es más, hasta fechas recientes no solo se incurría en omisiones clamorosas (por ejemplo, restar importancia a la Constitución de Bayona de 1808), sino que, además, el estudio se limitaba tan solo a una simple historia de las constituciones, sin cohonestarlas con el pensamiento o corrientes doctrinales que influyeron en su redacción y en el contexto en el que habían surgido.
Pero esa historia de las constituciones, al centrarse en los textos positivos que llegaron a aprobarse y a desplegar su vigencia, no manifestó interés, salvo honrosísimas y puntuales excepciones, por las iniciativas o proyectos que no llegaron a buen puerto. E incluso los autores que se adentraron en tan inexplorado territorio limitaron su análisis a proyectos como el de Constitución federal de 1873 o el emanado de la Asamblea Consultiva en 1929, olvidando que constituían tan solo dos de las numerosas iniciativas que poblaron la riquísima historia constitucional española en sus ya más de dos siglos de existencia. Pues bien, a rescatar del olvido las numerosas ideas, iniciativas y proyectos que aderezaron esos dos siglos de historia constitucional española se dedica el último e interesantísimo estudio debido a Ignacio Fernández Sarasola, que, con el título Utopías constitucionales. La España posible en los proyectos constitucionales (1786-1931), acaba de ver la luz editado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en su prestigiosísima colección Estudios Constitucionales.
2. Ignacio Fernández Sarasola es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo, y como tal ha tomado desde el punto de vista formal (pues materialmente ya lo había hecho con anterioridad) el relevo de su maestro Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, quien con su prematuro fallecimiento el 1 febrero de 2018 dejó no solo un enorme vacío en el campo de la historia constitucional, sino una vacancia en la cátedra que desde el año 1991 ocupaba en la universidad asturiana. Con total seguridad, el maestro, que ya en vida había manifestado su legítimo orgullo e inmensa alegría por los éxitos que su discípulo había logrado también en la materia, se sentiría orgulloso y honrado no solo por el hecho de que Ignacio Fernández Sarasola tomase posesión de la cátedra en la misma universidad (la obra reseñada constituye, en realidad, la Memoria presentada en el segundo ejercicio para el acceso a ella y, además, va dedicada precisamente a la memoria del maestro), sino por dar luz a un estudio que, aparte de cubrir un vacío historiográfico, sirve de perfecto complemento a los estudios del profesor Varela.
La materia estudiada no supone algo nuevo en el currículum investigador de Ignacio Fernández Sarasola, uno de los mayores expertos en el pensamiento político de Jovellanos (es el responsable del decimoprimer volumen de las Obras completas del prócer asturiano, que agrupaban sus escritos políticos —al que antepuso un extenso e imprescindible estudio preliminar de lectura obligada para quien desee acercarse al pensamiento político del ilustrado asturiano—, así como de varios estudios sobre el ilustrado gijonés), y al profesor Sarasola se debe también el sacar del olvido historiográfico la Constitución de Bayona (suya es, igualmente, la mejor edición del texto, el que integra el primer volumen de la magnífica colección Las constituciones españolas, editada por Iustel). En realidad, al tema de las frustradas iniciativas constitucionales ya había dedicado un estudio monográfico hace casi dos décadas, Proyectos constitucionales en España: 1786-1824 (que se hizo acreedor con total merecimiento de una elogiosa reseña de Joaquín Varela para la Revista Española de Derecho Constitucional), y su conocimiento de la materia le llevó a coordinar el volumen Constituciones en la sombra. Proyectos constitucionales españoles (1808-1823), que vio la luz en la editorial In Itinere, uno de los pilares de esa magna institución que constituye el Seminario (hoy cátedra) Martínez Marina de Historia Constitucional, punto de encuentro obligado en la materia fruto del esfuerzo y entusiasmo de Joaquín Varela y cuya dirección ostenta hoy en día Fernández Sarasola. Este nuevo estudio actualiza y amplía los anteriores, efectuando un recorrido por ciento cincuenta años de historia constitucional española para trasladar al lector los distintos proyectos constitucionales de iniciativa tanto particular como oficial, estudio que da comienzo en los postreros años del reinado de Carlos III y se detiene a mediados de 1931, ya en plena II República.
3. Al frente del estudio se sitúa un proemio tendente a exponer la metodología utilizada y precisar el concepto de proyecto constitucional manejado, para lo cual se sirve de unos muy útiles esquemas y gráficos. Parte el autor del método desarrollado por Joaquín Varela Suanzes para el estudio de la historia constitucional, consistente en aunar la visión normativa, institucional y doctrinal. No obstante, Fernández Sarasola va un paso más allá que su maestro por dos motivos. En primer lugar, porque a ese triple enfoque añade un cuarto pilar, consistente en incorporar el análisis sociológico como elemento para tener en cuenta. En segundo lugar, porque, a la hora de realizar el análisis doctrinal, él se sirve de fuentes como la prensa y la correspondencia particular, que Joaquín Varela no utilizó demasiado y de las cuales no extrajo todo el potencial analítico que permitían. Y es que hay ocasiones en las cuales sería harto difícil abordar el estudio de un período o etapa de la historia constitucional sin utilizar la prensa coetánea o los archivos particulares de los pensadores y políticos. Baste como ejemplo el proceso de articulación y puesta en marcha del sistema constitucional estadounidense, que, vista la escasísima información que durante esos años iniciales ofrecen los diarios de sesiones de la Cámara de Representantes y el Senado, sería virtualmente imposible de acometer si se prescinde de las epístolas cruzadas no solo entre los padres fundadores stricto sensu, sino entre los principales protagonistas de la época.
Tras esas dos precisiones, se traslada al público el concepto de proyecto constitucional utilizado, desterrando en este punto la visión limitada que entiende por tales los presentados con carácter oficial en favor de una visión más amplia que permita englobar los aportados a título particular al margen de las instituciones oficiales. Las objeciones que al uso de este concepto amplio pudieran oponerse decaen al contacto con la realidad objeto de estudio. Así, por ejemplo, los días 7 y 14 de enero y 16 de abril de 1787, John Jay, Henry Knox y James Madison se dirigieron, respectivamente, por carta a George Washington con la finalidad de exponerle las observaciones personales que cada remitente estimaba que habrían de tomarse a la hora de reformar los artículos de la Confederación. Aunque los tres autores citados ostentaban cargos oficiales (Jay y Knox como titulares de los departamentos de Asuntos Exteriores y Guerra, y Madison como delegado en el Congreso Confederal), Washington era en esos momentos un simple particular, y el medio utilizado por aquellos en sus reflexiones se situaba extramuros de todo cauce oficial, lo que no impide que las tres cartas hayan de considerarse desde el punto de vista material verdaderos proyectos de constitución, al articular un entramado orgánico-institucional con el suficiente grado de desarrollo. Es más, en el caso de Madison, las ideas vertidas en la citada epístola constituyeron el embrión del Plan Virginia, que sirvió a su vez como punto de partida de los debates que tuvieron lugar en la Convención Constitucional de Filadelfia, cuyo resultado fue la Constitución de 1787, por lo que la carta del 16 de abril puede y debe considerarse un proyecto constitucional.
Tras esas páginas de introducción destinadas a exponer la metodología, a lo largo de las quinientas cincuenta y tres páginas (si se excluye la bibliografía) el profesor Sarasola va desgranando uno a uno hasta sesenta y ocho proyectos e iniciativas que no llegaron a desembocar en una norma positiva. En todos los casos sigue la misma aproximación analítica: breve referencia al contexto histórico-constitucional en el que surgió el proyecto, apuntes biográficos e intelectuales del autor de la iniciativa glosada y análisis básico de los principios fundamentales que inspiran tanto la parte dogmática como la orgánica del plan. En cada uno de los capítulos no solo la exposición de los proyectos sigue un orden cronológico, sino que, además, se ha realizado un esfuerzo adicional sistematizando las iniciativas en función de la doctrina subyacente que las inspira.
4. La primera de las dos partes en que, desde el punto de vista material, podría dividirse el libro estaría integrada por los dos primeros capítulos, que abarcan de conjunto el período comprendido entre finales de la década de los ochenta del siglo xviii y 1812. En esta primera etapa, del tronco común de la ilustración española surgieron dos tendencias: la que defendió perpetuar una monarquía absoluta impregnada por el espíritu de las luces (esa monarquía «siempre absoluta, pero siempre ilustrada», en célebre expresión de Cabarrús) y la que abogó por una monarquía limitada, si bien en esta última tendencia germinó una división clara entre un sector anglófilo defensor de una monarquía constitucional a semejanza de la que recogía el derecho escrito británico (facción entre la que destacaba Jovellanos) y otro que giró su vista hacia Francia, abogando por un sistema basado en una división de poderes, sí, pero interpretada en clave asamblearia siguiendo los patrones de la Constitución francesa de 1791 (Manuel Rubín de Celis y José Marchena, para quienes dicho texto incluso se quedaba corto al no ir todo lo lejos que debiera).
En este punto, el libro del profesor Sarasola permite constatar que los proyectos surgidos a finales del xviii se deben exclusivamente a la iniciativa particular y, además, no rebasaron un núcleo muy reducido, al carecer de posibilidad alguna de obtener un mínimo respaldo oficial. La animadversión popular contra el valido Godoy no se trasladó hacia la monarquía ni fue capaz de auspiciar el inicio de un proceso constituyente, como ocurrió en Francia, sino que hubo de esperarse a que un factor exógeno, cual fue la invasión de España por el ejército de Napoleón, implosionara el sistema, dando pie así al comienzo de un proceso revolucionario desarrollado en el seno de la guerra frente a las tropas invasoras.
Las numerosas iniciativas que eclosionaron durante el cuatrienio 1808-1812 se estudian pormenorizadamente en el libro clasificándolas desde el punto de vista del modelo constitucional articulado en ellas: el imperial, que engloba los proyectos surgidos con base en los principios imperiales napoleónicos y que terminaría cristalizando en el Estatuto de Bayona; el reformista, en su vertiente tanto parcial (el de la Junta Superior de Mallorca y el del Cabildo y Obispo de Córdoba) como integral (Juan Bosmeniel y Francisco Pérez Muñoz), que intentaba superar el absolutismo borbónico articulando una monarquía mixta basada en una interpretación del principio de división de poderes tal y como lo habían interpretado Montesquieu y Blackstone, y los claramente revolucionarios (los de Álvaro Flórez Estrada y fray José Pérez).
Llama poderosamente la atención que, en plena guerra de Independencia, los dos procesos constituyentes, el de Bayona y el gaditano, se caracterizasen por una rabiosa anglofobia desterrando la incorporación de los principios inherentes al sistema británico (pese a que este contaba con notables defensores en nuestro país, como Jovellanos y Blanco White, entre otros), además de por tomar como único modelo digno de imitación a Francia, la imperial en el caso del Estatuto de Bayona y la del texto de 1791 en el caso del modelo gaditano. Es digno igualmente de mención un hecho no suficientemente destacado: que se defendiese una tendencia constitucional, la representada por los principios de la Constitución francesa de 1791, que no solo había fracasado en su país de origen al descender de la realidad abstracta a la aplicación práctica, sino que se revelaba en extremo inadecuada a la realidad social y económica de España.
Quizá fuese ese carácter profundamente teórico y abstracto del constitucionalismo amparado en la filosofía iusracionalista y su choque con la dura realidad cotidiana (algo que en España tuvo lugar básicamente en el Trienio Constitucional ya con un monarca, y no una regencia de composición mutable, al frente del Ejecutivo) una de las razones que motivaron el progresivo abandono de esos principios tan radicales en favor de un liberalismo más anglófilo adecuado a lo que Francisco Martínez de la Rosa denominó con acierto «el espíritu del siglo».
5. Tras un capítulo de transición (el tercero, intitulado «Repensando el modelo gaditano”, dedicado al progresivo abandono de los principios iusracionalistas sobre los que se articuló la Constitución de 1812), los restantes integran el segundo gran bloque en que puede dividirse el libro, dedicado al estudio de los proyectos constitucionales surgidos durante el siglo que transcurre entre 1834 y 1931, etapa en la que el sector mayoritario del pensamiento constitucional pasó a defender un sistema claramente anglófilo. Pese a la estabilidad en los principios generales defendidos por el liberalismo decimonónico (monarquía constitucional, bicameralismo, derecho de disolución y veto regio), sin perjuicio de sus variantes liberal y conservadora, los proyectos constitucionales a lo largo de este siglo fueron de lo más diverso, y no siempre compatibles con el texto constitucional en vigor.
Hay una serie de circunstancias que son dignas de tener en cuenta. La primera de ellas, y que conviene destacar, es la fortaleza del sistema inmunológico del liberalismo decimonónico posgaditano, pues fue capaz de mantener sus principios nucleares rechazando todo intento de mutar los principios básicos que lo caracterizaban. Así, las iniciativas autoritarias de Bravo Murillo y Roncali en 1852-1853 se abortaron desde dentro del sistema, pues naufragaron la primera por la oposición de la Corona y la segunda en las propias Cortes, mientras que el proyecto elaborado por la Asamblea Consultiva de 1929 se finiquitó por la caída de la propia dictadura de Primo de Rivera cuando, en contra de lo explicitado en el manifiesto del 13 de septiembre de 1923, pretendió institucionalizarse y no ser una mera dictadura comisoria. En el otro extremo, el fracaso de la breve experiencia republicana en los once meses transcurridos entre febrero de 1873 y enero de 1874, con episodios tragicómicos (como la huida literal del presidente Figueras) y la difícil situación de triple guerra civil (cantonal, carlista y cubana), propició la reacción para regresar a los principios nucleares del liberalismo decimonónico, a la vez que la experiencia sirvió de vacuna contra todo intento de bucear en territorio republicano o de soluciones distintas a las que propiciaba el liberalismo clásico. Por otra parte, la fortaleza de los principios liberales fue tal que el sistema logró prolongar su existencia pese a las severas críticas del regeneracionismo, hasta tal punto que, no obstante el evidente agotamiento del régimen, la monarquía constitucional fue incapaz de evolucionar hacia un sistema parlamentario honesto.
El segundo dato para tener en cuenta del magno estudio de Ignacio Fernández Sarasola es que, pese al escaso apoyo del que gozaba el republicanismo, no fueron pocos los textos que abogaban por un sistema republicano. Ello permite, también, detectar la influencia del constitucionalismo estadounidense, desde el temprano proyecto de José Marchena en 1791, pasando por el de Ramón Xaudaró en 1832, hasta desembocar en la eclosión de propuestas republicanas en el período comprendido entre la crisis de la monarquía isabelina y la liquidación de la I República. Por cierto, aunque el estudio no lo indique de forma expresa, sí conviene no perder de vista un dato esencial, cual es el barniz patrio que se superpuso a esa influencia estadounidense, pues se distanciaba de esta en un punto esencial: en todos los proyectos republicanos anteriores a 1873, al articular constitucionalmente el principio de división de poderes, se optó de forma nada disimulada por primar al Legislativo frente al Ejecutivo, algo que, además, se acompañaba por la circunstancia que este era elegido por aquel. Lo opuesto a lo acaecido en la otra orilla del Atlántico, donde los padres fundadores en 1787 rechazaron de forma expresa que el Ejecutivo fuese designado por el Legislativo (como se disponía en el Plan Virginia), lo que hicieron desligando ambos poderes y articulando una elección del presidente a través del colegio electoral, otorgándole una legitimidad propia. Se evidencia, pues, que, pese a tal influencia estadounidense en los proyectos republicanos, la sacralización del Legislativo y la desconfianza en el Ejecutivo típicas del constitucionalismo continental europeo permearon la regulación institucional de los proyectos republicanos españoles. No deja de ser significativo que incluso en el proyecto de constitución federal de 1873, quizá el más cercano al sistema estadounidense, se apartase igualmente de este al deslindar los cargos de presidente de la República y presidente del Consejo de Ministros, distinción que, si bien tenía su lógica en las monarquías constitucionales para mantener a los reyes al frente de la jefatura del Estado, carecía de sentido en las repúblicas. Queda, pues, en evidencia que la influencia estadounidense en el constitucionalismo español tenía sus límites impuestos por la particular idiosincrasia política e histórica de nuestro país.
6. Una vez finalizada la lectura del medio millar de páginas del libro surgen varias ideas dignas de reflexión. Destaca, sobre todo, la innegable vinculación entre las iniciativas y los textos constitucionales con los que convivieron. En algunas ocasiones los proyectos eran claramente rupturistas con el orden vigente, casos del proyecto de Fuero Real de España de 1823 (que abandonaba de forma manifiesta los principios del constitucionalismo gaditano), el proyecto constitucional de 1873 (que se alejaba de la senda del liberalismo decimonónico para adentrarse en el republicanismo federal), el de 1929 (que pretendía institucionalizar el sistema dictatorial rompiendo con las líneas básicas de la Constitución de 1876, que Primo de Rivera había tan solo suspendido) y el proyecto elaborado en 1931 por la Comisión Jurídica Asesora que liquidaba definitivamente los esquemas del constitucionalismo liberal, aunque el proyecto elaborado en el seno de las Cortes Constituyentes y que sería el tramitado recuperaba lamentablemente la tradición decimonónica de ofrecer un sistema tan solo para un sector de la población. En otras ocasiones lo que se pretendía era extremar o acentuar los principios básicos del texto constitucional por entender que no eran lo suficientemente radicales, lo cual afectó a las iniciativas emanadas tanto del liberalismo progresista (Bartolomeo Fiorilli y Ramón de los Santos García respecto a la Constitución de 1812) como del conservador (proyectos de Bravo Murillo respecto a la Constitución de 1845). Por último, casos hubo donde la intención a la hora de proponer la iniciativa era simplemente reformista, es decir, partiendo del texto constitucional en vigor, sin que se pretendiese una ruptura abierta (Antonio Vázquez Campo respecto del texto canovista). El lector comprobará también datos curiosos como, por ejemplo, la frustrada iniciativa que pretendía articular España como república federal nada menos que en 1832 (las Bases para una Constitución política, o principios fundamentales de un sistema republicano, obra Ramón Xaudaró Fábregas), o la influencia de algunas iniciativas sobre las futuras constituciones, como la que Álvaro Flórez Estrada tuvo en la Constitución de Cádiz, o la del Fuero Real de España de 1823 sobre el Estatuto Real de 1834 (explicable en este caso porque ambos eran fruto de la misma persona, el granadino Francisco Martínez de la Rosa). Con todo, hay una idea fundamental que cabe inferir del libro, aunque no se llegue a enunciar de forma expresa: todas las iniciativas analizadas, al igual que las constituciones que finalmente llegaron a entrar en vigor, no pretendieron articular un sistema constitucional adaptado a la realidad histórica, social, cultural y económica del país en el momento de explicitar la propuesta, sino a la concepción o visión personal que del país tenían sus redactores, con las inevitables consecuencias que ello acarreó y que puede explicar en gran medida (aunque no de forma exclusiva) el fracaso de muchas experiencias constitucionales.
7. Si alguna mínima pega cabe oponer al exhaustivo análisis que ha llevado a cabo Ignacio Fernández Sarasola es la decisión de abandonar el estudio en el año 1931 y no extenderlo hasta 1978. Ampliarlo a la última fecha citada hubiera permitido al autor adentrarse en otros aspectos de no menor interés, como los intentos de parte de un sector del republicanismo conservador de modificar la Constitución de 1931 en un sentido más moderado, los frustrados proyectos con los cuales José Luis de Arrese trató de institucionalizar el franquismo en 1956, o las diversas iniciativas que surgieron en el tardofranquismo en aras de la reforma de las Leyes Fundamentales partiendo de la legalidad vigente, entre las que cabría destacar las de Jorge de Esteban y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Quizá esta omisión se deba (ojalá) a que el autor reserve su análisis para un futuro estudio.
En pocas ocasiones como este caso se da la circunstancia de que un maestro y un discípulo se entreguen en cuerpo y alma a una disciplina hasta el punto de dotarla de estudios indispensables para su comprensión. Hace apenas un año, cuando vio la luz Historia constitucional de España, obra póstuma de Joaquín Varela, quien suscribe escribió al respecto que dicha obra estaba llamada a convertirse en indispensable para la disciplina. Lo mismo cabe predicar del trabajo recién publicado de Ignacio Fernández Sarasola. De esta forma, tanto Historia constitucional de España como Utopías constitucionales pasarán a ser dos obras complementarias que, cogidas de la mano, servirán para un mejor y más completo entendimiento de la riquísima historia constitucional española, analizando las dos caras de una misma moneda: la vertiente del constitucionalismo real y efectivo, por un lado, y su fase meramente proyectiva, por otro.