RESUMEN
El artículo repasa el impacto que ha tenido el giro cultural en el estudio de la historiografía política actual, con especial atención a los estudios sobre el nacionalismo y los feminismos españoles contemporáneos. Señala que en estos campos este giro cultural ha supuesto una ampliación de los objetos, las perspectivas y las categorías de análisis relacionadas con lo político, en un contexto historiográfico reciente más amplio y receptivo a una renovación profunda de los interrogantes sobre el pasado y de sus marcos interpretativos. Plantea que entre sus múltiples aportaciones han sido particularmente rompedoras aquellas que amplían y problematizan la noción de sujeto político. El texto se interroga sobre el modo en el que se construye en cada contexto histórico concreto ese sujeto, para lo que resulta fundamental atender a las categorías a través de las cuales es definido y a la lucha que se establece por fijarlas en la esfera pública entre las diversas culturas políticas. Plantea, en concreto, la importancia que ha tenido situar en el centro de los marcos analíticos recientes la pugna por definir el significado de nación o de mujer a través del largo siglo xix a la hora de repensar la formación de las identidades políticas modernas de la España contemporánea.
Palabras clave: Historia cultural; culturas políticas; sujeto histórico; nacionalismo; feminismos.
ABSTRACT
This article reviews the impact of the cultural turn in the study of the political history of modern Spain with a particular focus on studies on Spanish modern nationalism and feminisms. It points to the ways in which, within these fields of interest, this cultural turn has widened the objects, perspectives, and categories of analysis related to the political sphere, in recent and broader historiographical context prone to renewing the questions about the past and its interpretative frameworks. The article states that among its multiple contributions, those that broaden and problematize the notion of political subject are specially groundbreaking. It examines the way in which this subject is constructed in each specific historical context. For this, it is pivotal to analyze the categories through which it is defined and the struggle that takes place in the public sphere, among the various political cultures, to fix its meaning. It conveys, in particular, the importance of placing the struggle to define the meaning of “nation” or “woman” at the center of recent analytical frameworks throughout the long nineteenth century, in order to rethink the making of modern political identities at the heart of the whole modern and contemporary era in Spain.
Keywords: Cultural history; political cultures; historical subject; nationalism; feminisms.
En la última década del siglo xx, la historiografía española experimentó un desplazamiento hacia la cultura similar al que estaba teniendo lugar desde unas décadas antes a nivel internacional[1]. En aquellos años, los desafíos lanzados a la historia social hasta entonces hegemónica se multiplicaron y, con ellos, la necesidad de cuestionar los paradigmas historiográficos dominantes[2]. Los debates teóricos asociados con el llamado giro lingüístico y cultural socavaron la confianza en una interpretación materialista (marxista o no marxista) del proceso histórico. Desde el seno mismo de la historia social se empezaron a problematizar las nociones de clase o de lo social y se puso en duda hasta qué punto la estructura social y económica era el factor explicativo clave para entender los procesos históricos y la acción de los sujetos. La determinación social se esfumaba si la realidad social únicamente era aprehensible a través del lenguaje y si lo social o el yo eran en sí mismos productos discursivos.
En España, este giro se produjo desde la propia apertura de una parte de la historia social hacia la cultura y el lenguaje[3], como ocurrió en otras latitudes[4]. Los efectos de este proceso sobre la historia política, sacudida entonces por otros coletazos íntimamente vinculados al giro cultural, como los procedentes de la historia de los conceptos o de la nueva historia intelectual, se dejaron notar igualmente[5]. Con todo, en el caso español, esta apertura hacia lo cultural estuvo marcada por la influencia de la historiografía francesa, lo que le confirió quizás un carácter menos rupturista con muchos de los presupuestos procedentes de la historia social y política previas. Esa influencia francesa se observa bien a través de la historia cultural de lo social de Roger Chartier[6], de la historia cultural de la política practicada por Maurice Agulhon, Pierre Nora o Jean-François Sirinelli y, más recientemente, de la historia conceptual de lo político de Pierre Rosanvallon[7]. De ahí que la agenda de la historia política española haya estado marcada en las últimas décadas por el modo en el que se ha reflexionado desde Francia sobre temas como la sociabilidad, los estudios de memoria o las culturas políticas[8].
Esta apertura hacia la dimensión cultural amplió el concepto de lo político y cuestionó definitivamente la historia más tradicional de las ideas políticas. En 2009, Jordi Canal y Javier Moreno Luzón[9] editaron un volumen sobre la nueva historia cultural de la política con capítulos dedicados a aspectos ya reseñados como la cultura política, la historia de los intelectuales, los lugares de memoria o las fiestas y conmemoraciones políticas, junto a otros centrados en el estudio de la religión política o la simbología[10], la construcción cinematográfica del liderazgo político[11], las emociones[12] o la violencia política[13]. De este modo, ideologías, grandes actores, programas políticos, procesos electorales u origen socioprofesional de la militancia de los partidos han ido siendo desplazados progresivamente por el análisis de los discursos, de los marcos simbólicos de la acción política, de los espacios y mecanismos de sociabilidad política, de las narrativas históricas y los usos políticos del pasado o del modo en el que fueron pensadas e interpretadas la representación y las prácticas parlamentarias[14]. Asimismo, interesa más cómo las identidades políticas han sido articuladas históricamente a través de la clase, el género, la nación, la religión, la raza u otras categorías[15]. A grandes rasgos, aun sin abandonar perspectivas anteriores, podríamos decir que la historia política española ha transitado en los últimos años hacia el estudio de los mecanismos históricos y culturales a través de los cuales es posible pensar y llevar a cabo la acción política[16]. Este es el punto en común de una historiografía muy heterogénea, tanto en lo que atañe a lo que está dispuesta o no a incorporar del giro cultural, como al modo que tiene de interpretarlo —y de entender un concepto tan polisémico como el de cultura—.
De lo que no cabe duda es de la fertilidad de este giro hacia la cultura, como se observa particularmente en la aplicación del concepto de cultura política. Formulado inicialmente por la ciencia política norteamericana vinculada a las llamadas teorías de la modernización, fue recuperado y renovado en la década de 1980 en el marco del debate historiográfico sobre los orígenes de la Revolución francesa[17]. Keith M. Baker utilizó el concepto para analizar el modo en el que «lo político» se conforma lingüísticamente en la esfera pública[18]. Para Baker, la cultura política es el marco simbólico a través del cual se realizan las demandas políticas: las condiciones lingüísticas que permiten formularlas, discutirlas y resolverlas, con lo que acaba asociando autoridad política con autoridad lingüística y concluyendo que el cambio político es resultado del cambio en el discurso mediante el cual se realizan dichas demandas. Esta propuesta ha sido acusada de tender hacia el determinismo lingüístico y de anular la capacidad de acción de los sujetos históricos, al entender las culturas políticas como espacios de significado y acción plenamente integrados y coherentes que se imponen sobre la voluntad de quienes participan de ellas. Los historiadores franceses Serge Berstein y Jean-François Sirinelli utilizan el concepto de cultura política de otro modo: para referir a los imaginarios, prácticas, representaciones y marcos simbólicos a través de los cuales se conciben políticamente a sí mismos los sujetos en contextos históricos e institucionales concretos[19]. Desde la historiografía española se han incorporado críticamente estas conceptualizaciones de la cultura política, con cierta preferencia por la última, pero con voluntad sincrética[20]. Su aplicación ha permitido reconstruir el mapa de la historia política contemporánea de España en su conjunto. Un buen ejemplo de esta transformación, y a su vez una síntesis de sus logros principales y del carácter sincrético del uso del concepto al que nos hemos referido anteriormente, lo representa la Historia de las culturas políticas en España y América Latina (2014-2016), dirigida por Manuel Pérez Ledesma e Ismael Saz[21].
De entre todas las aportaciones del giro cultural al estudio de la historia política, una de las más rupturistas ha sido la ampliación de la noción de sujeto político y su problematización. La historia social objetó la existencia de un sujeto racional y completamente autónomo, apuntando al modo en el que las condiciones materiales de existencia condicionan la conciencia individual. El giro cultural cuestionó también esta certeza. La acción política no puede ser conceptuada ya ni como el producto de un individuo racional, autónomo y universal anterior a su conformación como sujeto a través del lenguaje, ni como la simple traducción de un interés social previo derivado de la posición que ocupa en la estructura socioeconómica. Más bien, lo que hay que explicar es cómo se configuran históricamente esos intereses paralelamente y en relación con esos sujetos, y asumir que estos últimos solo se constituyen a través de un proceso de identificación contingente y siempre provisional. De ahí la relevancia del concepto de identidad que, a pesar de las críticas que ha recibido al referir tendencialmente en última instancia a una esencia y a un sujeto único, estable y homogéneo, sigue siendo, tomando en cuenta estas precauciones, un concepto operativo[22]. Entre otras razones porque es sobre esa ficción unitaria del sujeto, aunque sea siempre una ficción, sobre la que se construye la acción política. La política es, en gran medida, el intento de crear un centro capaz de superponerse a esta complejidad y fluidez; de fijar temporalmente una identidad para articular desde allí esa acción política.
El giro cultural planteó asimismo que el proceso de conformación de los sujetos políticos descansa siempre en la alteridad: se constituyen a través de la diferencia que establecen con aquellos respecto a los que se definen. Desde estos parámetros, el propio ideal del sujeto racional autónomo e individual que había estado en el centro del pensamiento político desde la Ilustración fue deconstruido. A pesar de ser declarado universal, lo cierto es que se formó especularmente respecto (y desplazando) a otros sujetos, a quienes se negaba parcial o completamente su capacidad política en base a la diferencia sexual, racial, étnica, religiosa o de clase[23]. Esto implica desechar un sujeto político ahistórico y universal y vuelve necesario reconstruir las formas diversas en las que es configurado en cada contexto histórico concreto y las relaciones de diferencia (y de poder) sobre las que lo hace. Se trata, en definitiva, de asumir su historicidad radical. Si las identificaciones políticas no derivan naturalmente de la estructura socioeconómica, de la racionalidad cartesiana o de esencias nacionales, sexuales, raciales o de otro tipo, resulta fundamental analizar los mecanismos históricos y culturales a través de los cuales se configuran históricamente; reconstruir aquellas narrativas históricas a través de las cuales los sujetos políticos se reconocen como parte de un sujeto colectivo más amplio y actúan en su nombre[24]; comprender el marco simbólico y los imaginarios sociales a través de los cuales se imaginan a sí mismos como sujetos y dan significado a su acción política, así como el modo en el que dichos símbolos e imaginarios son generados y difundidos mediante todo tipo de discursos o prácticas culturales.
Al mismo tiempo, requiere pensar lo político como el lugar en el que esos significados e imaginarios son disputados y transformados, como un espacio de conflicto. Quizás no existan sujetos externos al lenguaje, pero el lenguaje no existe tampoco sin aquellos sujetos que lo encarnan y, al hacerlo, redefinen sus significados[25]. Por ello, la noción habermasiana de esfera pública, depurada de su idealismo, de su unicidad o de sus causalidades materialistas, resulta tan relevante para el estudio de la historia política contemporánea[26]. Una esfera pública atravesada por relaciones de poder que establecen las posibilidades de hablar (o no) en ella, pero desde la que es posible cuestionar las aporías y contradicciones de unos discursos hegemónicos que no son nunca únicos ni absolutos, sino que se mantienen permanentemente abiertos a la negociación y al cambio[27]. Solo de este modo es posible entender la política en su sentido más amplio, como «un proceso constituyente de movilización y de acción humana, más que como un producto pre-determinado por discursos cerrados e inamovibles o, alternativamente, por realidades socioeconómicas puras, “desencarnadas del verbo”»[28]. Entendido en estos términos, el giro cultural no solo amplía la historia política iluminando áreas que antes no se habían explorado, sino que transforma completamente nuestros objetos de análisis y los relatos históricos a través de los cuales tratamos de aprehender el pasado.
En las páginas que siguen abordamos brevemente dos de los grandes debates sobre los orígenes y evolución de la España contemporánea en los que las perspectivas introducidas por el giro cultural han resultado decisivas: el del estudio del nacionalismo español y el de la construcción de una identidad femenina y/o feminista. En ambos casos, la introducción de una perspectiva culturalista ha supuesto la deconstrucción de categorías (nación, mujer) que no habían sido problematizadas hasta épocas recientes. La historización de estas categorías y el estudio de los conflictos a través de los cuáles trató de fijarse su significado han sido trascendentales. Especialmente importantes han resultado los trabajos que han abordado la redefinición de estas categorías en el largo siglo xix. Fue en gran medida sobre aquella redefinición sobre la que pivotaron los sujetos políticos que se reconocieron como mujeres o como españoles durante la historia contemporánea de España.
El debate sobre el proceso de construcción nacional ha sido central en la historiografía española reciente y muestra esa apertura creciente, aunque limitada, hacia lo cultural[29]. La afortunada fórmula que utilizó Benedict Anderson para definir las naciones como «comunidades imaginadas» fue incorporada en el debate español desde finales del pasado siglo, aunque no siempre se extrajeron de ella todas sus consecuencias, como las que apuntaban a la centralidad que otorgaba a los procesos culturales. Los ejes del debate se situaron más bien en la penetración social (o no) de la identidad nacional española en la época contemporánea. La exitosa e influyente Mater dolorosa (2001), de José Álvarez Junco, consolidó por ejemplo la interpretación del carácter histórico y construido de la nación española y situó el foco de atención en un siglo xix en el que irrumpió un nuevo lenguaje de la nación soberana que instituyó a un nuevo sujeto político y sobre el que se levantaron en las décadas posteriores el sistema político representativo y el Estado liberal[30]. Situar el foco en el siglo xix respondía también a que era en aquel siglo en el que se habían depositado las principales cargas de un debate centrado en el proceso de nacionalización y sus supuestas taras, que remitía a una metanarrativa más amplia sobre la historia de los diversos «fracasos» de la España contemporánea[31]. La «tesis de la débil nacionalización», formulada por Borja de Riquer para explicar de algún modo una «anomalía» española que se plasmó en el siglo xx en una escasa vertebración nacional y en la dictadura franquista, era un corolario de aquel marco interpretativo[32].
La centralidad de esta tesis y su discusión hizo que el debate de fondo pivotara en torno al mayor o menor éxito del proceso de nacionalización (en sí un debate tremendamente relevante), y no tanto en explorar los diversos imaginarios nacionales y de qué modo construyeron diferentes sujetos políticos. Los factores culturales resultaban de interés en la medida en que hubieran contribuido o no a este proceso. Las políticas educativas o conmemorativas del Estado español eran interrogadas para inferir si de su crónica debilidad financiera se había derivado un déficit de nacionalización; la presencia de identidades subnacionales o el peso del catolicismo, lo eran para confirmar los límites de esa acción nacionalizadora; mientras que la existencia de proyectos nacionales enfrentados interesaba como sintomática de ese déficit y como el anuncio funesto de 1936.
No obstante, en su intento por responder a estas cuestiones, y en línea con la historiografía internacional, los trabajos sobre el nacionalismo español fueron otorgando a lo cultural un peso cada vez mayor. Las limitaciones de las políticas culturales nacionalizadoras desde el Estado no parecían tantas desde un marco comparativo, al tiempo que se reconocía que, como en otros lugares, durante el largo siglo xix fue más decisiva una esfera pública que en el periodo de la Restauración estaba ya nacionalizada[33]. La existencia de identidades subnacionales no era, como demostraban otros casos europeos, ni una anomalía ni un obstáculo a la nacionalización, sino más bien parte de ella, lo que implicaba a su vez releer esas identidades no como simples «pervivencias» premodernas, sino como productos de una elaboración y/o reelaboración cultural contemporánea que debían analizarse[34].
En el debate sobre la relación entre nación y catolicismo, José María Portillo y otros autores apuntaron a las limitaciones impuestas por el catolicismo al liberalismo español contemporáneo y a sus discursos sobre la ciudadanía[35]. En lo relativo al proceso de construcción nacional, la Iglesia española habría competido exitosamente con el Estado y lo habría frenado: en España habría habido católicos, más que ciudadanos nacionales[36]. La investigación desarrollada en las últimas décadas, influida por las críticas a las tesis de la secularización y a la supuesta incompatibilidad entre nación y religión que dominaba en el paradigma modernista de los procesos de construcción nacional, ha ido desmontando estas afirmaciones. Ha demostrado que tanto la Iglesia como el antiliberalismo adoptaron desde muy pronto el lenguaje de la nación, disputando su significado, pero contribuyendo con ello activamente al proceso de nacionalización[37]. Asimismo, lo que se observa es que tanto la Iglesia como el catolicismo se vieron obligados a aceptar y participar de las lógicas introducidas por los lenguajes de la nación desde su irrupción durante el proceso revolucionario. Más que el catolicismo, la matriz conceptual que habría permitido el diálogo y la discusión entre liberales y antiliberales en la España contemporánea habría sido la nación española, de la que todos se reclamaron herederos y se alzaron en portavoces, aunque la entendieran de formas divergentes.
Esta última reflexión remite a otro de los pilares sobre los que descansaba la tesis de la débil nacionalización y que se ha visto igualmente zarandeado. Lejos de ser un síntoma de debilidad, las enconadas disputas por apropiarse del significado de la nación o de sus símbolos lo que demuestran es su enorme fuerza y vitalidad. La introducción de la categoría de cultura política permitió comprobar que esas disputas fueron constantes en la España contemporánea y fueron claves para perfilar los proyectos políticos tanto liberales como antiliberales[38]. Esta pluralidad, lejos de ser anómala o particular, es inherente a todos los fenómenos nacionales. El error está en entender el proceso de construcción nacional como un camino hacia el consenso y la homogeneidad, lo que no deja de replicar en el fondo un deseo nacionalista condenado a quedar eternamente insatisfecho[39]. Las naciones deben entenderse más bien como «zonas de conflicto»[40]. Un conflicto que, además, no se puede suturar.
A partir de aquí, el estudio del nacionalismo español contemporáneo se ha replanteado en su conjunto y ha enfatizado cada vez más su dimensión cultural. En primer lugar, resulta ahora central analizar la esfera pública, teniendo siempre en cuenta las relaciones de poder que la constituyen. En buena medida, el proceso de nacionalización es el proceso de construcción de una esfera pública nacional[41]. En segundo lugar, se reconoce la pluralidad de imaginarios y narrativas históricas nacionales, articulados en relación con las diversas culturas políticas contemporáneas, que concurren en dicha esfera pública y se disputan la hegemonía[42]. Para todas estas culturas políticas (desde las más reacias al principio de la soberanía nacional hasta las explícitamente internacionalistas) la nación fue una categoría central, en tanto que instancia última de legitimidad histórica o política en la que amparar sus visiones de la sociedad y sus proyectos políticos[43]. Reconocer esta pluralidad implica aceptar que no hay un único sujeto nacional, sino una multiplicidad de sujetos nacionales que, como la nación misma, son siempre productos históricos y contingentes[44]. A su vez, de todo ello se deriva que la dimensión cultural está siempre presente y ocupando un lugar central en la pugna por establecer el significado de la nación[45].
En resumen, la aplicación de las perspectivas culturalistas al estudio del nacionalismo español contemporáneo ha ido socavando, de forma más o menos consciente, la metanarrativa del fracaso y la excepcionalidad. La visión panorámica del largo siglo xix que resulta de todo ello es la de una centuria enormemente dinámica y compleja, en la que los lenguajes políticos procedentes del Antiguo Régimen fueron reelaborados y transformados radicalmente por los sujetos políticos que protagonizaron la revolución liberal y por quienes se resistieron a ella, y en la que se sentaron las bases de un orden político para la España contemporánea que descansó en los nuevos lenguajes resultantes. La pugna por definir y apropiarse del significado de aquella nación a la que todos los actores políticos apelaban estuvo en el centro de un cambio que debe entenderse como el resultado de la acción de aquellos mismos sujetos y del modo en el que se desplegó en España, con sus particularidades, aquel conflicto. Esta panorámica del siglo xix obliga, asimismo, a repensar el modo en el que se han explicado los procesos nacionales peninsulares (tanto los españoles como los no españoles) de la siguiente centuria.
En el debe de los estudios sobre el proceso de construcción nacional en España quedan algunas cuestiones que han empezado a desarrollarse más recientemente. En primer lugar, los retos planteados por la introducción de nuevas perspectivas globales y transnacionales[46], que han permitido replantear, por ejemplo, el debate sobre los orígenes de las naciones iberoamericanas como resultado de la crisis que sacudió a la monarquía imperial en el contexto de las revoluciones atlánticas y de las guerras napoleónicas[47]. Asimismo, desde estas perspectivas se ha subrayado la relevancia de un imperio que no se agotó en 1823 o en 1898. España fue una «nación imperial»[48] hasta muy avanzado el siglo xx, algo que no ha sido siempre atendido con toda la atención que merece. No ha sido hasta muy recientemente, por ejemplo, cuando se ha empezado a analizar la relevancia de los imaginarios imperiales para el estudio del nacionalismo español[49].
La perspectiva transnacional desafía también el estudio de las culturas políticas al hacer más complejo el marco nacional del que parten a menudo quienes utilizan el concepto en sus análisis[50]. En sí mismo, el nacionalismo decimonónico fue el resultado de una gran empresa cultural que trascendió las fronteras nacionales[51]. De hecho, es el propio pensamiento nacional —abocado necesariamente a pensar la nación propia a través de la alteridad y, por tanto, a imaginar otras naciones al tiempo que imagina la propia— el que hace de la nación un fenómeno intrínsecamente transnacional. Las naciones son siempre el resultado de un diálogo entre múltiples representaciones en el que también participan aquellas que se producen más allá de sus fronteras[52].
El segundo movimiento que se observa en los estudios de los procesos de construcción nacional en la última década pone el foco en el modo en el que la nación fue vivida o experimentada por los hombres y mujeres del pasado. Se trata, de nuevo, de un movimiento que se produce en sintonía con lo que ocurre a nivel internacional y que ha dado lugar en España a una rica reflexión teórica[53]. Estas propuestas entroncan, por un lado, con el llamado «retorno de la biografía» que, en sí mismo, ha sido un revulsivo importante para la historiografía española[54] y que autores como Fernando Molina proponen aplicar al estudio de los procesos de construcción nacional[55]. Por otro lado, enlazan con quienes reclaman un retorno a la «historia desde abajo»[56].
Estos trabajos apuntan a la necesidad de entender cómo se configuraron históricamente los diferentes sujetos nacionales de la España contemporánea. En este sentido, avanzan en la línea de la problematización del sujeto político planteada por el giro cultural. En su mayoría, de hecho, parten del carácter histórico, fenomenológico y narrativo de las identificaciones nacionales. Plantean una vuelta a un sujeto que no puede entenderse ya como hace unas décadas. El uso inteligente de algunas de las herramientas del psicoanálisis, por ejemplo, ha permitido poner de relieve el carácter múltiple e inestable de todas las identidades. Desde la historia de las emociones, por su parte, se ha objetado la dicotomía razón/emoción, subrayando los procesos cognitivos que las vinculan; se ha cuestionado la universalidad de ambas, señalando su carácter histórico y construido, y se ha argüido hasta qué punto, a pesar de ser una construcción cultural, las identidades políticas y nacionales acaban inscribiéndose emocionalmente en los cuerpos[57].
Asimismo, estos trabajos vuelven a situar en el centro la capacidad de acción de los sujetos, lo que implica reabrir el debate sobre sus condicionantes materiales (no solo socioeconómicos, sino también ahora corporales, espaciales o planetarios, como se plantea desde los nuevos materialismos) y los que les impone la necesaria mediación lingüística en su constitución como sujetos. Ferran Archilés, en una propuesta analítica que incorpora nuclearmente los debates de la historia sociocultural de las últimas décadas, plantea analizar los lenguajes nacionales disponibles en cada contexto histórico concreto mediante los cuales los individuos del pasado significaron sus «experiencias» en tanto que nacionales y articularon, a partir de ahí, su posición como sujetos (nacionales)[58]. Ciertamente, como señala este autor, la nación ni es algo que se elige como si se estuviera comprando en un supermercado ni una losa que anula toda capacidad de acción de los individuos, bien porque nunca existe un único lenguaje nacional, bien porque la nacional no es tampoco nunca la única identificación posible.
Esto abre un espacio para el estudio no tanto de las identidades como de las subjetividades, un concepto que subraya la maleabilidad, capacidad de acción y contingencia a partir de las múltiples posiciones de sujeto que puede ocupar siempre un individuo[59]. La idea de descentrar la nación y de ponerla en relación con otras identidades (de género, raciales, religiosas, de clase, etc.) es una de las líneas de análisis a futuro que se está abriendo recientemente y que nos permitiría entender por qué unos mismos discursos nacionales provocan respuestas dispares (o incluso opuestas) entre los sujetos a quienes interpelan. Asimismo, esta perspectiva nos aclararía también por qué en un determinado contexto histórico es una identificación en concreto la que se impone sobre las demás. Ahora bien, la importancia de estas otras categorías identitarias para entender cómo se configuran los sujetos nacionales va, de nuevo, más allá: es a través de ellas como los múltiples proyectos de nación, asociados a las diversas culturas políticas, se llenan de significado. Desde nuestro punto de vista, no se trata únicamente, por tanto, de analizar las múltiples identidades de los sujetos históricos del pasado para ver cuál de todas ellas pesa más en cada momento, sino de analizar cómo, en cada contexto histórico, esas categorías se articulan y dotan de significado mutuamente, puesto que de ello deriva qué nación es invocada en cada caso y a qué sujeto nacional trata de movilizar dicha invocación[60]. Para ello, los estudiosos de las naciones y de los nacionalismos podrían tomar nota de una tradición historiográfica feminista para la que esta cuestión ha estado siempre en el centro.
Los estudios y la reflexión feminista, por su parte, también han estado al frente del giro epistemológico que ha situado la cultura en el centro de los marcos analíticos actuales, ensanchando los significados de la política, ampliando la comprensión de las relaciones de poder y sus posibilidades de reproducción y resistencia. Han renovado el interés por la construcción de las subjetividades modernas y por su incorporación a una historia inclusiva y más democrática. Para la historiografía feminista española de los últimos veinticinco años, en concreto, ha resultado crucial investigar y problematizar la formación de las identidades históricas, individuales y colectivas, femeninas y feministas, desde el corazón de las diversas culturas políticas (nacionales) contemporáneas y en profunda tensión con estas al mismo tiempo. Los debates surgidos de un campo de intereses enormemente dinámico y productivo, como el de la historia de las mujeres, sobre el trasfondo de los orígenes y desarrollos del feminismo en España son ilustrativos de todos esos sentidos en los que situar la cultura en el centro del análisis político no solo ha enriquecido nuestra comprensión de los procesos de dominación y cambio, sino que ha permitido cuestionar, complejizar y descentrar relatos históricos tradicionales.
Por supuesto, no pretendemos explorar aquí todas las líneas de investigación abiertas por una historiografía vasta y plural en estos momentos. Nos gustaría, sin embargo, apuntar cuáles han sido en nuestra opinión algunas claves interpretativas de un campo particularmente sensible y receptivo a los retos que se lanzaron desde la historia cultural en los años noventa y, desde entonces, a la profundamente influyente categorización del género como herramienta analítica por parte de Joan Scott, uno de los referentes fundamentales de aquellos desafíos[61]. Como se puso de manifiesto en una colección de ensayos dedicados a esta cuestión en 2006, editada por Cristina Borderías, la reflexión teórica en torno al género había sido escasa hasta entonces, en un contexto historiográfico general reticente a las supuestas implicaciones epistemológicas que acompañaban al llamado giro cultural, al tiempo que, sin embargo, se había ido extendiendo y naturalizando su uso de forma poco problematizada[62]. En ese contexto, la desnaturalización de la diferencia sexual, el énfasis en la cultura como constructora de las identidades políticas y la posibilidad de problematizar la relación entre la identidad femenina y la identidad de clase estuvieron en el corazón de las aportaciones del trabajo de Scott a una historiografía española que estaba ya haciendo más compleja la interpretación del surgimiento del feminismo en España.
La renovación de los estudios sobre el feminismo y la formación histórica de una identidad femenina colectiva se había puesto en marcha a través, sobre todo, del trabajo de Mary Nash y la publicación en 1994 de su conocidísimo ensayo sobre los feminismos históricos[63]. Nash se hacía eco de la necesidad de reconsiderar la definición misma de feminismo para ampliarla más allá de su identificación con el sufragismo. Sugería que era necesario historizar los significados de los diferentes feminismos históricos para no proyectar sobre el pasado definiciones estrechas de ciudadanía en términos exclusivamente políticos e influenciados por las particularidades del modelo británico, difícilmente comparable con el caso español ni con ningún otro país europeo, como había sugerido ya el importantísimo trabajo de Karen Offen[64]. Por el contrario, al ampliar la definición de feminismo resurgía toda una pluralidad de feminismos que atravesaban el amplio espectro de culturas políticas que abarcaba desde el anarquismo hasta el conservadurismo nacionalista catalán o el catolicismo social. Estos feminismos no cuestionaban necesariamente los cimientos de la diferencia sexual ni argumentaban casi nunca en torno a la igualdad entre hombres y mujeres, pero casi todos compartieron demandas educativas y laborales críticas que mejoraban la situación de las mujeres dentro de un universo cultural y político patriarcal. Desde ese punto de vista, los diversos feminismos de las primeras décadas del siglo xx ayudaban a explicar una trayectoria amplia y larga de «experiencia» y «aprendizaje», como lo había denominado Nash, desde, supuesta y tímidamente, la experiencia del Sexenio, a través del estudio de las diferentes culturas políticas en torno al cambio de siglo y hasta el sufragismo que cristalizaba en los debates en Cortes de la Segunda República sobre el voto femenino. Los importantes trabajos que en esta línea han ido viendo la luz a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xxi han ayudado a comprender y dar contenido a las diversas estrategias detrás de los lenguajes feministas católicos, liberales, laicistas, socialistas o anarquistas, entre otros, mientras historizaban el surgimiento mismo del término feminista, en las décadas finales del siglo[65]. Toda esta investigación había ido creciendo interesada en las posibilidades que las diferentes culturas políticas habían abierto a las mujeres para expresar su crítica a la hegemonía patriarcal, pero siempre en tensión con la posibilidad misma de considerar la expresión histórica de una cultura y una conciencia fundamentalmente femenina que trascendiera las fronteras entre esas mismas culturas políticas con las que se identificaban.
En un artículo esclarecedor publicado en 2015 sobre la relación entre género, feminismo y culturas políticas a lo largo de la Restauración y hasta la Segunda República, Nerea Aresti recogía e interpretaba las importantes aportaciones de todo este cuerpo historiográfico hasta entonces, señalaba las tensiones teóricas de fondo y los posibles debates[66]. Por una parte, como su título anunciaba, «una cuestión de dignidad», la historia del feminismo había dejado de identificarse con la historia del sufragismo. Se podía entender, a finales del siglo xix, como una lucha abierta por los significados mismos del feminismo y su capacidad de «dignificar» a las mujeres como seres humanos. Analizaba cómo, desde las tres grandes «familias» políticas del periodo, la católica, la liberal y la socialista, se habían articulado lo que, siguiendo a Foucault, denominaba «puntos de anclaje» de la crítica feminista en España. A grandes rasgos, por una parte, la religión proporcionaba la idea del origen divino de la dignidad y la perfectibilidad humana, junto a la consideración de la igualdad de las almas, que no tenían sexo. Por otra, el liberalismo y el cientifismo fijaban la diferencia esencial y complementaria entre los sexos al tiempo que posibilitaban la dignificación de una feminidad maternal, diferente pero no inferior. Y, por último, el discurso y la capacidad organizativa del socialismo y del republicanismo permitieron concebir la igualdad entre individuos directamente heredada de la tradición ilustrada. Estos puntos de anclaje, sin embargo, no eran propios de ninguna de las culturas políticas en exclusiva, sino que se reelaboraban y viajaban entre todas ellas dotando de contenidos y acentos diversos a los diferentes feminismos católico, liberal, laicista y sufragista, republicano y obrero y el tipo de derechos civiles, sociales o políticos que demandaron. Por otra parte, no fueron suficientes, sin embargo, para que cuajara una cultura política propiamente femenina ni feminista que trascendiera las distancias políticas del momento. Habría que esperar a los años setenta del siglo xx, al feminismo de la segunda ola y al contexto de la Transición, como había también sugerido ya Mary Nash, para que se desarrollara una identidad feminista colectiva y articulada en torno a símbolos, genealogías y expectativas cohesionadoras[67].
La investigación de las últimas décadas ha confirmado, por lo tanto, la necesidad de revisar un relato sobre la supuesta debilidad y el atraso del feminismo en España que había obviado la pluralidad de estrategias y respuestas críticas que las mujeres habían sido capaces de articular a lo largo y ancho de las culturas políticas en torno al cambio de siglo que convivían en pleno desarrollo de la sociedad, la cultura y la política de masas. La potencia de esta revisión, sin embargo, ha asumido parte del relato sobre los orígenes del feminismo en una España decimonónica inmóvil dominada por modelos de feminidad católica y tradicional que solo a la luz de la influencia del reformismo social krausista, en el contexto de la revolución democrática de 1868, se empezó a replantear la cuestión de la educación y la ciudadanía femeninas. En líneas generales, demasiado a menudo, la historia del siglo xix se sigue evaluando a partir de la discontinuidad entre, por una parte, una Ilustración de corto recorrido y, por otra, una sociedad liberal rotundamente excluyente y organizada en torno a una ideología de la domesticidad heredera del catolicismo contrarreformista. En este contexto se habrían asfixiado las tímidas posibilidades abiertas por el romanticismo para concebir feminidades alternativas.
Creemos que la investigación reciente sobre el siglo xix nos proporciona algunas claves interpretativas que apuntan en un sentido diferente[68]. El trabajo de Scott vuelve a resultar extraordinariamente útil. Una de sus contribuciones fundamentales había sido el cuestionamiento de la estabilidad misma de la categoría mujer y la problematización de la comprensión del feminismo como el resultado lógico y lineal de una identidad colectiva (femenina) externa al lenguaje[69]. Por el contrario, la reflexión posestructuralista filtrada fundamentalmente a través de la historiadora norteamericana nos ha hecho repensar la historia del feminismo como la historia capaz de explicar cómo las mujeres pudieron transformar los significados de la categoría mujer, que durante siglos había sido (y sigue siendo) la justificación de su opresión, para convertirla en la base de un proyecto emancipador. Poner el acento en la lucha por los significados, no ya del término feminismo, sino de la categoría mujer, creemos nos ayuda a explicar las peculiaridades del feminismo en España, reubicando la reelaboración histórica de sus puntos de anclaje en las bases conceptuales fundacionales de la feminidad moderna, al menos, en el siglo xviii[70].
Este enfoque, probablemente, nos permite resituar los orígenes del feminismo en medio de una transición amplia y larga, que no fue lineal y sí porosa, desde la misoginia clásica, articulada en torno a la inferioridad de la mujer, y hacia la idea de la diferencia complementaria entre los sexos a través del largo siglo xix. Durante esta transición, los argumentos de la llamada querella de las mujeres se solaparon con las tensiones en torno a la imposibilidad de ser individuo y mujer sobre las que se cimentó la sociedad liberal[71]. Por una parte, conocemos mucho mejor las complejidades de una influyente Ilustración que trató de conciliar las creencias y los repertorios religiosos tradicionales con una lógica racionalista y científica que, sobre la extendida concepción de la dualidad entre el cuerpo y la mente, argumentó a favor de la educación de las mujeres y de su potencial igualdad intelectual y afectiva, ya que las almas (como las mentes) no tenían sexo[72]. El eco de esta concepción de la igualdad potencial entre hombres y mujeres, como individuos, permaneció en la cultura decimonónica como una fantasía, parafraseando a la propia Scott, pero, sobre todo, como un espectro que amenazaba el orden social y sexual liberal[73].
Por otra parte, de la misma manera, la estabilización de la ruptura liberal desde finales de los años treinta del siglo xix y la emergencia de una esfera pública respetable en expansión favorecieron la reconfiguración de las diversas feminidades románticas y liberales del segundo tercio del siglo a partir de los modelos que habían emergido desde dentro de esa Ilustración católica. Las discusiones constituyentes borraron a las mujeres de los espacios deliberativos de la política representativa desde el primer constitucionalismo, y los sucesivos códigos penales (1822, 1848, reformado en 1850, y 1870) y, más adelante, el primer Código Civil de 1889 confirmaron el principio de inferioridad de la mujer. Sin embargo, esta se había convertido a lo largo de las décadas centrales del siglo en un problema central y en objeto de estudio recurrente de parte del higienismo y la pseudociencia divulgativa empeñada en naturalizar la diferencia sexual[74]. En plena lucha abierta por la definición de la ciudadanía y las capacidades (políticas), en un momento fundamental para la construcción y difusión de nuevas categorías de identidad modernas atravesadas no solo por el género, sino también, fundamentalmente, por la clase y la nación, como la mujer trabajadora o la mujer española, la inestabilidad de la categoría mujer y de la concepción de sus propias capacidades en el marco de su igualdad potencial fue sistemáticamente rebatida, ridiculizada y patologizada. El moderantismo, además, había tratado pronto de limitar desde el poder la repercusión de la que comenzaba a llamarse cuestión femenina, indisociablemente unida a la cuestión social, desactivando las sociedades filantrópicas y sus secciones de señoras y, con ello, las discusiones al respecto[75]. Los debates sobre las capacidades, la naturaleza y la misión de las mujeres en la sociedad se trasladaron, por tanto, desde los años cuarenta, en gran medida a los influyentes espacios de producción y difusión de la literatura y de la imagen pública de las escritoras célebres. Desde el interior del conjunto de las culturas políticas posrevolucionarias se discutieron y se politizaron, por una parte, las fronteras de la mujer excepcional, de la sabia moderna que se había ido forjando a través de diferentes tradiciones laicas y religiosas a lo largo de los siglos anteriores y cuyo talento (a menudo masculinizado) evocaba la potencial igualdad intelectual entre los sexos y los peligros de la completa emancipación de las mujeres. Por otra parte, y frente al primero, se difundió el modelo propiamente ilustrado de la mujer reformadora, comprometida con el proyecto de la reforma social y capaz de volcar en el espacio público de la beneficencia los atributos de su propia feminidad a través de lo que se ha denominado maternidad social. Esta segunda feminidad, abiertamente enfrentada a los modelos de la misoginia tradicional, nutrió en gran medida los emergentes modelos de clase media, de vocación benéfica, cívica, abolicionista que, sin cuestionar la idea de complementariedad, trataban de reubicar a las mujeres en ese justo medio que separaba la emancipación de las mujeres de su esclavitud[76]. De esta feminidad se apropiaron los sectores progresistas y demorrepublicanos, que pronto quedaron fuera de la política oficial moderada y forjaron, más tarde, el consenso en el que se tejió la Revolución de 1868, tras la que pronto se retomó la cuestión femenina (en el corazón de la cuestión social)[77].
Tras el Bienio Progresista (1854-1856), en la estela de las revoluciones europeas de 1848 y de los ecos de la supuesta cruzada femenina (y feminista) que amenazaba al continente, cristalizó un esfuerzo compartido por el conjunto de las culturas políticas respetables por estabilizar el orden sexual de sus diversos proyectos nacionales. En este contexto, se difundió con enorme popularidad el arquetipo del ángel del hogar, versión de un repertorio británico y europeo muy influyente[78]. Desde el moderantismo, pero también desde el neocatolicismo o el demorrepublicanismo, se escenificó una confluencia ideológica en torno a modelos de domesticidad. Estos, si bien fijaban la ilusión de las dos esferas de acción e influencia complementarias, fabricaban al mismo tiempo un espacio doméstico propio y dignificante, cuyo gobierno requería una instrucción acorde a la capacidad racional y sentimental de las mujeres y a la importancia de su misión social. La experiencia del Sexenio, sin embargo, acentuó las dinámicas de polarización política que habían ya aflorado también durante el Bienio. Mientras que desde el neocatolicismo se había propiciado una sonora movilización política femenina, en el extremo contrario del arco político las mujeres también habían participado de forma visible y diversa de las iniciativas asociativas y de la conflictividad social vinculadas al republicanismo, el anticlericalismo y el internacionalismo obrero[79].
El giro cultural, por tanto, ha sido fundamental para la historiografía feminista española en la medida en que nos ha empujado a historizar los significados asociados a la feminidad y a reevaluar su dimensión política. La reflexión sobre el género como categoría analítica nos ha invitado a ampliar, al menos hasta el siglo xviii, los marcos históricos sobre los que comprender los orígenes del feminismo moderno. Y en relación con lo anterior, nos ha permitido revisar un relato interpretativo de fondo basado en la excepcionalidad, el atraso y la debilidad del feminismo español. En España, como en el resto de Europa, la subjetividad femenina se forjó, sobre todo, a través de lenguajes ilustrados que permearon en imaginarios religiosos liberales y antiliberales que, desde finales de los años treinta del siglo xix, difundieron y amplificaron las fantasías y los fantasmas asociados a la emancipación completa de las mujeres. Durante las décadas centrales del siglo, las escritoras decimonónicas jugaron un papel fundamental como iconos asociados a las diversas culturas políticas posrevolucionarias y, a la vez, difusoras de las nuevas categorías de identidad de clase media. Exploraron diferentes versiones de una feminidad que se movía entre la excepcionalidad individual y la emancipación plena, y una complementariedad que, sin embargo, liberaba a las mujeres de la esclavitud doméstica. Este abanico de feminidades reaccionaba frente a la misoginia tradicional y apostaba por un modelo de mujer (nacional) intelectual y afectivamente capaz de gestionar sus espacios de autonomía y dignidad, dentro y fuera de la familia, como compañera del hombre. La refundación de la cultura nacional que institucionalizó la Restauración a partir de 1875 confirmó, sin embargo, el proceso de polarización que se había acentuado ya durante el Sexenio Democrático y que desde entonces fue también impregnando el surgimiento de diversos feminismos alternativos, católicos, laicos, liberales, republicanos o socialistas y la reelaboración de sus respectivas tradiciones en las décadas en torno al cambio de siglo[80]. Resulta difícil entender estos feminismos sin comprender la influencia ilustrada en el juego de prácticas y representaciones de las décadas centrales del siglo xix, en las que se conceptualizaron y se discutieron los límites de la feminidad moderna en los márgenes del sistema liberal (y católico), dentro y fuera del mismo, sobre la paradójica tensión que la atravesaba: la necesidad de ser, al mismo tiempo, individuo y mujer, igual y complementaria.
A pesar de las reticencias que generaron en su momento entre una parte del gremio, las perspectivas culturalistas, inspiradas en mayor o menor grado en el giro epistemológico provocado al calor del llamado giro lingüístico a finales del siglo xx, se han ido abriendo paso en el estudio de la historia política de la España contemporánea. El resultado de la aplicación de estas perspectivas ha transformado profundamente un campo de estudio que es en la actualidad uno de los más dinámicos de la historiografía española. La historia cultural de la política ha supuesto una renovación y ampliación de los objetos de estudio, de las categorías de análisis y de las fuentes necesarias para responder a los nuevos interrogantes que ha suscitado. Así lo demuestra la ingente bibliografía que ha generado, sobre la que en este trabajo tan solo hemos podido dar una muestra. La multitud de líneas de análisis que ha ido descubriendo y que permanecen abiertas sugiere que la historia cultural de la política, como la historia cultural en su conjunto[81], gozará de buena salud en un futuro cercano.
En estas páginas hemos defendido que entre las contribuciones más rupturistas y renovadoras de aquellas perspectivas estaban las que ampliaban y problematizaban la noción de sujeto político, afirmando su historicidad radical y vinculándolo a la conformación de las diferentes culturas políticas e identidades colectivas de la España contemporánea. Hemos argumentado que la aplicación de estos nuevos planteamientos culturalistas al estudio del nacionalismo y de los feminismos españoles alteró los marcos del debate sobre los que habían sido construidos como objetos de estudio. La historia cultural del nacionalismo español ha permitido ir más allá del debate sobre el proceso de nacionalización y apuntar hacia el rol fundamental que tuvo la nación en la definición de las diversas culturas políticas contemporáneas y en la lucha por alcanzar la hegemonía política en cada contexto histórico concreto. Por su parte, el estudio de la construcción cultural de la diferencia sexual ha hecho más compleja la interpretación del surgimiento de un sujeto específicamente feminista, subrayando la pluralidad de feminismos que se articularon en torno a las diversas culturas políticas desde finales del siglo xix, pero también la relevancia de una tradición ilustrada que eclosionó de formas múltiples en la España isabelina.
La aplicación de las perspectivas culturales al análisis del nacionalismo y de los feminismos españoles contemporáneos transforma no solo nuestra comprensión de estos objetos de estudio, sino también los relatos a través de los cuales entendemos la historia contemporánea de España en su conjunto. Cuestiona, por ejemplo, las narrativas de la excepcionalidad y del atraso. Asimismo, estas perspectivas culturalistas sitúan en el corazón del proceso histórico la lucha por la hegemonía en la definición de unas categorías desde las que fue posible pensar y organizar políticamente el mundo contemporáneo. Una lucha esta última que, cabe recordarlo, protagonizaron los seres humanos del pasado, quienes no fueron nunca simples receptáculos pasivos de aquellos discursos que los interpelaban en tanto que mujeres o españoles. Todo lo contrario, los reprodujeron o los resistieron, o más bien adoptaron alguna de las posiciones situadas entre la inmensa gama de grises existentes entre las dos opciones anteriores. Y, al hacerlo, al definir sus subjetividades y representar sus identidades individuales y colectivas, participaron en la consolidación y/o transformación de aquellas categorías.
[1] |
Hernández Sandoica (2001). En los años posteriores esta tendencia no hizo sino acrecentarse (Glondys, 2017). Los autores participan en los proyectos «Heroínas, castizas y modernas. Modelos de feminidad nacional y cultura de masas (1898-1930)», PID2021-128388NA-I00, financiado por el MICINN; «Género y nación. De la literatura popular a la ficción televisiva en la España contemporánea», CIAICO/2021/234, financiado por la Generalitat Valenciana, y «Desde los márgenes. Cultura, experiencia y subjetividad en la Modernidad: Género, política y saberes (siglos xvii-xix)», PGC2018-097445-B-C22 financiado por el MICINN. |
[2] |
Hunt (1989); Burdiel y Romeo (1996); McDonald (1996); Bonnell y Hunt (1999); Burke (2000); Serna y Pons (2005); Sewell (2005); Spiegel (2005); Eley (2008); Eley y Nield (2010); Gunn (2011); Poirrier (2012); Handley, McWilliam y Noakes (2018), y Tamm y Burke (2019). |
[3] |
Cabrera (2001, 2005); Ugarte (2005); Pérez Ledesma (2008), y Pons y Serna (2012). Una buena muestra de dicha apertura fue el importante volumen editado por Olábarri y Caspístegui (1996). |
[4] |
De hecho, una de las consecuencias de aquel giro culturalista fue la disolución progresiva de las fronteras que separaban la historia social de la cultural, en un proceso que no ha dejado de acentuarse (Handley et al., 2018). Por ejemplo, la historia del movimiento obrero transitó, vía Edward P. Thompson, del análisis de las estructuras socioeconómicas hacia los lenguajes políticos y las interpretaciones culturales mediante las cuales fue posible construir en determinados momentos históricos una identidad de clase (Eley y Nield, 2010). En España, esta deriva culturalista en el análisis del movimiento obrero y de los movimientos sociales se observa en obras clave, como Cruz y Pérez Ledesma (1997). |
[5] |
Respecto a la historia de los conceptos, que ha ejercido una labor muy relevante en la renovación de la historia política contemporánea española, véase el texto de Nere Basabe en este mismo número monográfico. Por su parte, la historia intelectual también se ha renovado profundamente en las últimas décadas. Cabe destacar los trabajos que desde los años noventa publicó Jordi Cassassas (1999) sobre la intelectualidad catalana del ochocientos, así como los de su Grup d’Estudis d’Història de la Cultura de la Universitat de Barcelona y los de Santos Juliá y una serie de autores más jóvenes, como, entre otros, Muñoz Soro (2005), Fuentes (2014) o Jiménez Torres (2020). |
[6] |
La influencia de este autor es evidente, por ejemplo, en el desarrollo en España de la historia del libro y de la lectura (Martínez Martín, 2003). |
[7] |
Cuando no de un hispanismo francés que fue transitando también hacia la historia sociocultural (Botrel y Maurice, 2000). |
[8] |
La bibliografía sobre estos tres campos de estudio es amplísima. Algunos ejemplos recientes significativos son, para la sociabilidad, Zozaya (2015) o Arnabat (2019), y para los usos públicos del pasado Alares (2017), Peiró (2017) o Moreno Luzón (2021). Respecto a las culturas políticas, véase infra. |
[9] |
Canal y Moreno Luzón (2009). |
[10] |
Trabajos representativos del estudio de los ritos, fiestas y símbolos políticos de entre, nuevamente, una larga nómina de posibilidades son: Box (2010); Reyero (2010); Roca (2016); Moreno Luzón y Núñez Seixas (2017), y San Narciso (2022). |
[11] |
La influencia de los cultural studies en la historiografía española se ha producido sobre todo a través de los estudios fílmicos y filológicos. |
[12] |
La recepción en España del giro emocional puede seguirse a través de volúmenes monográficos como los coordinados por Rodríguez López (2014); Díaz Freire (2015), o Villena (2015), así como en volúmenes colectivos, como el editado por Delgado et al. (2018) o en textos de reflexión teórica como Barrera López y Sierra (2020). |
[13] |
De nuevo, la bibliografía sobre esta cuestión es ya abundante. Entre muchos otros trabajos pueden destacarse los de González Calleja (2011) o Baby (2018). |
[14] |
Respecto a estas últimas cuestiones véanse, por ejemplo, Sierra et al. (2010) o Luján y Palacios (2021). Por supuesto, el estudio de estos viejos temas sigue siendo fundamental y se ha visto igualmente renovado por destacados especialistas. |
[15] |
Respecto al género y a la nación, véanse los apartados siguientes. En cuanto a los vínculos entre religión y política, la bibliografía es también ya abundantísima. Véanse, por ejemplo, Suárez Cortina (2014); Montero et al. (2018), o Serrano y Sánchez Collantes (2021). |
[16] |
Todo ello ha ido acompañado de una apertura hacia otras disciplinas, particularmente hacia la antropología y hacia los estudios literarios, y de una ampliación de los vestigios del pasado susceptibles de convertirse en fuentes históricas. La influencia de la antropología es evidente, por ejemplo, en un trabajo fundamental como el de Ugarte (1998). Por su parte, el uso de fuentes literarias ha generado en España importantes reflexiones teóricas (Burdiel, 2015). Por supuesto, desde la historia de la literatura también han existido siempre líneas abiertas a la relación entre esta y la política española contemporánea, como la iniciada por José Carlos Mainer desde la Universidad de Zaragoza o la que viene siendo impulsada desde la Universidad de Cádiz, como Álvarez Barrientos (2004). |
[17] | |
[18] | |
[19] |
Berstein (2008). |
[20] |
Pérez Ledesma y Sierra (2010). La propuesta sincrética particularmente en Sierra (2010). Sobre la llegada del concepto a la historiografía española, Caspístegui (2004). No obstante, cabe también señalar que su popularidad ha llevado a aplicarlo a menudo en trabajos que, más allá de sus títulos, han seguido practicando una historia política más bien tradicional (Saz, 2008: 221-225). |
[21] |
Pérez Ledesma y Saz (2014-2016). De nuevo, los trabajos que podrían citarse son innumerables y abarcan prácticamente toda la cronología y todas las culturas políticas. Remitimos a las síntesis y referencias bibliográficas de los capítulos correspondientes de esta obra y a trabajos colectivos posteriores como Bosch y Saz (2016); Rújula y Ramón (2017); Saz et al. (2019), o Berjoan et al. (2021). |
[22] | |
[23] |
Desde estas perspectivas, se produjo también una renovación de los estudios sobre la ciudadanía. Para el caso español, Pérez Ledesma (2007). |
[24] | |
[25] |
Esta «vuelta a Bajtin» es la que reclamó Gabriele Spiegel (2006) como una vía para superar los puntos muertos a los que conducía el debate sobre el giro lingüístico. |
[26] |
Sobre el concepto, así como sobre su uso y discusión por los historiadores, Calhoun (1992) y Mah (2000). |
[27] |
Eley (1999). |
[28] |
Burdiel y Romeo (1996: 346). |
[29] |
Remitimos a balances historiográficos como los de Moreno Almendral (2014); Andreu (2015, 2016); Roca (2017), y Molina (2017, 2022), y a los recogidos en obras colectivas recientes como las de Luengo y Molina (2016); Archilés (2017a, 2018a); Rina (2017); Andreu (2019), o Beramendi et al. (2020). |
[30] |
Sobre si puede hablarse de nación en España antes de 1808, existe también un interesante debate en el que no podemos entrar aquí. Con todo, consideramos que son aplicables al caso español las reflexiones de William H. Sewell Jr. (2004) para la Revolución francesa, que apuntan a una transformación profunda del concepto que hace aconsejable establecer una clara distinción entre los lenguajes de la nación anteriores y posteriores a la ruptura revolucionaria. |
[31] |
La discusión de esta metanarrativa más amplia y una síntesis de un debate en el que participaron no solo especialistas en historia política, sino también en historia social o económica, en Millán (2015). |
[32] |
De Riquer (1994). Aunque fue discutida desde muy pronto por autores como Archilés y Martí (2002), esta tesis se mantuvo como hegemónica en los años posteriores. Una genealogía y discusión de la tesis en Archilés (2011). Véase también Molina y Cabo (2012). |
[33] |
Calatayud et al. (2009); Archilés y García Carrión (2012), y Peiró (2017). |
[34] |
Archilés (2017b). |
[35] |
Portillo (2000) y Alonso (2014). Una discusión de estas perspectivas en Millán y Romeo (2015). |
[36] | |
[37] |
Véanse los balances de Louzao (2013); Millán y Romeo (2015); Louzao y Rodríguez Lago (2017); Ramón (2019), y Romeo (2021). |
[38] |
Como señalaron para la España liberal Romeo (2004) y para la franquista Saz (2003). |
[39] |
Delgado (2014) lo subraya para el caso español, y para el periodo en el que supuestamente se habría alcanzado la anhelada «normalidad» nacional, la España democrática. |
[40] |
Hutchinson (2005). |
[41] |
Eley (1999). Una elaborada propuesta de análisis del proceso de nacionalización a través de las esferas pública, semipública y privada, en Quiroga (2013). |
[42] | |
[43] | |
[44] |
Brubaker (1996). |
[45] | |
[46] |
Algunos ejemplos de la progresiva incorporación de estas perspectivas en la historiografía española en Martykánová y Peyrou (2014) o Luengo y Dalmau (2018). |
[47] |
La historiografía sobre esta cuestión es ya abundante (Breña, 2021). No obstante, el reconocimiento de esa dimensión global o transnacional no resulta siempre consecuente en trabajos que son a menudo simples sumatorios de diversas experiencias «nacionales» (Portillo, 2022: 36-37). |
[48] |
Fradera (2015). |
[49] |
Archilés (2013a). |
[50] |
Pro (2010). Algunos trabajos que incorporan esa dimensión transnacional al estudio del nacionalismo español en García Sebastiani y Núñez Seixas (2020) o Saz et al. (2023). |
[51] |
Leerssen (2018). Algo que es igualmente aplicable al regionalismo (Núñez Seixas y Storm, 2019). |
[52] |
Andreu (2016). |
[53] |
Véanse, particularmente, Archilés (2013b); Molina (2013); Quiroga (2013), y Moreno Almendral (2017). |
[54] |
Burdiel (2014). |
[55] |
Molina (2013). |
[56] |
Estas propuestas están muy influidas por el estudio de lo que ha dado en llamarse el «nacionalismo cotidiano» o «de todos los días», así como por el concepto de «nacionalismo banal» de Michael Billig (Quiroga y Archilés, 2018), y se han aplicado particularmente al estudio del franquismo —véase el balance reciente de Hernández Burgos (2021)—, aunque no exclusivamente (Quiroga, 2019; Moreno Almendral, 2021). |
[57] |
Plamper (2015). |
[58] |
Archilés (2013b). En un texto posterior, este autor explora esta cuestión mediante la incorporación del concepto de habitus de Pierre Bourdie (Archilés, 2018c). |
[59] |
Summerfield (2018). |
[60] |
Balances teóricos e historiográficos de los trabajos que han combinado en España algunas de estas categorías en Andreu (2017, 2021); Martí (2019), y Torres (2022), además de los citados en nota 38. Algunos análisis de cómo esa combinación produce y moviliza a diferentes sujetos políticos y nacionales en Garcia Balañà (2002) o Romeo (2017). |
[61] |
En relación con lo que pretendemos plantear aquí, Scott (1988, 1996, 2006). |
[62] |
Borderías (2006). |
[63] |
Nash (1994, 2014). La reflexión sobre el feminismo histórico ha sido central en cómo la historiografía española ha enfocado la historia del feminismo, como puede verse en Aresti y Cenarro (2012); Cenarro (2014); Blasco (2014); Ramos (2015), y Aresti y Llona (2019). |
[64] |
El trabajo monumental en el que desarrolla estos planteamientos pocos años después en Offen (2015). Sobre las «peculiaridades» del caso español, Aresti (2000). |
[65] |
La bibliografía es amplísima. Algunas colecciones recientes: Aguado y Ortega (2011); Nash (2014), y Ortega et al. (2019). |
[66] |
Aresti (2015). |
[67] |
Nash (2012). |
[68] |
Burguera (2023) |
[69] | |
[70] |
Desde los estudios literarios, los marcos interpretativos sobre el feminismo también han tendido a considerar un arco cronológico más amplio (Bermúdez y Johnson, 2018). |
[71] |
Bolufer y Cabré (2015); Bock (2001), y Bock y Zimmermann (2002). |
[72] |
Una revisión crítica sobre la utilización de la idea de «Ilustración católica» en Bolufer (2023). Véase también, Altonaga (2021) y Jaffe y Martín Valdepeñas (2022). |
[73] |
Burguera (2023). |
[74] | |
[75] |
Burguera (2012) |
[76] |
Sobre los diferentes significados de emancipación femenina, Espigado (2022). |
[77] | |
[78] | |
[79] |
Andreu (2012); Mínguez (2016); Romeo (2017), y Espigado (2015). |
[80] | |
[81] |
Hernández Sandoica (2019). |
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