Pareciera que está surgiendo un subgénero historiográfico alrededor de lo que Alberto Cañas de Pablos denomina en este libro, con productiva imaginación, «centauros carismáticos», a los que define como «soldados recios, sudorosos y polvorientos, guardianes del honor y la gloria, defensores de sus ideales y actores políticos de primer orden», surgidos en la Europa y América revolucionarias de finales del siglo xviii y durante el xix. Así, se puede decir que este libro sigue los pasos de las obras de Richard Stites (The Four Horsemen. Riding to Liberty in Post-Napoleonic Europe, 2014) y David Bell (Men on Horseback. The Power of Charisma in the Age of Revolution, 2020) o, si nos vamos aun más atrás en el tiempo, a The Man on Horseback: The Role of the Military in Politics, publicado por Samuel Finer en 1962. En todos estos títulos la figura de Napoleón tenía un rol evidente, aunque no tan omnipresente como en el de Cañas, que coloca al corso como el principal modelo político del siglo xix (en la conclusión afirma que continuó siendo un referente para políticos del xx, como De Gaulle, o del xxi, como Macron). De hecho, desde el título nos advierte que su perspectiva es analizar a estos hombres «bajo la luz de Napoleón», no a su sombra. De esta forma, sugiere una perspectiva que estará presente a lo largo del libro: considerar el modelo napoleónico de militar exitoso y carismático convertido en político como un elemento central de la cultura política euroamericana surgida de la era de la revolución.
Como a Finer, Stites o Bell, a Cañas no le interesa tanto analizar la dimensión militar como la política del fenómeno. Siempre con la obra de Max Weber sobre la autoridad carismática como sustento teórico, el tema fundamental del libro es el surgimiento de un nuevo tipo de liderazgo político en un contexto revolucionario en el que fue posible que ciertos hombres extraordinarios accedieran a puestos de poder inimaginables en el Antiguo Régimen gracias a unas circunstancias particulares que tuvieron que ver, sobre todo, con la omnipresencia de la guerra y con la reconfiguración de la política en clave popular. Es decir, se trataba de un nuevo estilo de autoridad surgido de fuentes de legitimidad diferentes de la divina o la dinástica, y que aprovechaba las condiciones proporcionadas por el surgimiento de un tipo moderno de celebridad política.
El libro se divide en dos grandes partes. En la primera se examinan las condiciones que hicieron posible el surgimiento de los generales políticos en el periodo revolucionario a través del análisis de las consecuencias políticas de la gran transformación bélica que trajo consigo la Revolución francesa, con su concepción de la guerra patriótica y su movilización militar masiva. En este análisis inserta Cañas el ascenso militar de Bonaparte, desde sus campañas italianas a la egipcia, como camino que le fue necesario recorrer para culminar sus ambiciones políticas con el golpe de 18 de Brumario y su posterior coronación imperial. Esta sección analítica es clara, concisa y ofrece una útil síntesis de un proceso complejo, aunque en ocasiones ciertas afirmaciones categóricas y normativas redactadas de forma impersonal desproveen de agencia a sus protagonistas y parecen cargar de inevitabilidad al proceso.
En la segunda parte se introduce el análisis individual de cada uno de los diez «centauros carismáticos» seleccionados por Cañas: el francés Bernadotte (que terminó coronado como rey de Suecia), el liberal portugués duque de Saldanha, el héroe del Risorgimento italiano Giuseppe Garibaldi, el presidente estadounidense Ulysses S. Grant, el primer emperador mexicano Agustín de Iturbide, el Libertador venezolano Simón Bolívar, el caudillo argentino Estanislao López y los españoles Rafael del Riego, Baldomero Espartero y Juan Prim. El criterio principal para escoger estos hombres y no otros es que defendieran proyectos progresistas y se presentaran como liberales o republicanos. Este es un criterio cuestionable que deja fuera del análisis otras figuras relevantes (por ejemplo, «espadones» españoles vinculados al moderantismo como Ramón Narváez) que podrían haber servido de contrapunto a algunas de las tesis del libro. Pero que tantos otros nombres se vengan a la cabeza al pensar en la categoría de centauro carismático —el estadounidense Andrew Jackson, los argentinos José de San Martín y Juan Manuel de Rosas, el uruguayo José Artigas, el peruano-boliviano Andrés de Santa Cruz, el colombiano Francisco de Paula Santander, el mexicano Antonio López de Santa Anna, el corso Pasquale Paoli, el haitiano Toussaint Louverture, el napolitano Guglielmo Pepe, los griegos Theodoros Kolokotronis y Alexandros Ipsilantis (y su hermano Dimitrios), el ruso Sergei Muraviev-Apostol…— indica que es algo más que un mero sintagma evocador.
Sin embargo, más allá de estos nombres, hay una ausencia destacada en el libro: la de George Washington. Aunque mencionado en ocasiones, el estadounidense no es objeto de un análisis similar al de Napoleón y su influencia no es considerada en profundidad por Cañas. Minusvalorar su importancia oculta una parte relevante de la historia de la construcción del carisma político por parte de militares y políticos en la Era de la Revolución, ya que actuó como la principal contrafigura del arquetipo napoleónico. En la América y la Europa (post)revolucionarias había dos grandes modelos disponibles para los militares con aspiraciones políticas: acumular poder sin límite a través de la promoción de la gloria individual, como hizo Napoleón, o gestionar la popularidad y las ambiciones personales con tacto, como hizo Washington. La primera opción llevaba irremediablemente asociado el riesgo de ser acusado no solo de vanidad, sino también de cesarismo, mientras que la segunda podía llevar a quien supiera emplearla hábilmente a la cúspide del poder en un acto que cabía ser presentado como desinteresado. Por ello, aunque Riego fuera comparado en vida con Napoleón, a lo que el militar asturiano aspiraba era a convertirse en el Washington español. Así, en la gestión de su persona política, Riego persiguió claramente la misma estrategia que el norteamericano, aunque en el caso de Riego su voluntad de renunciar al poder político probablemente fuera más sincera que la de Washington, que tuvo siempre la vista puesta en los réditos políticos que su desprendimiento le pudiera otorgar. Cañas no olvida mencionar en varias ocasiones cómo el mito de Cincinato, que tan bien supo movilizar Washington, fue luego retomado por muchos otros, como Garibaldi o Espartero.
Es de alabar que el autor se adentre en varias historiografías, consultando obras en los idiomas correspondientes. Sin embargo, en mi opinión, los estudios más satisfactorios terminan siendo los de los espadones españoles, apoyados en más fuentes primarias, sobre todo si se comparan con los análisis de los centauros americanos Grant, Iturbide, Bolívar y López. Por otra parte, ya que la definición de centauro carismático de Cañas se refiere a «un héroe polvoriento a caballo […] fuerte, viril», y que un elemento fundamental del análisis se centra en el honor como motor del prestigio político, se echa de menos una consideración de este fenómeno desde la conformación de un modelo de masculinidad.
En cualquier caso, a pesar de algunos excesos en la caracterización del concepto de centauro carismático (como su taumaturgia: «A todo líder carismático le son atribuidos rasgos ejemplares sobrenaturales») y a minimizar su vertiente autoritaria, Cañas propone una categoría con potencial de asentarse historiográficamente.