RESUMEN
El rechazo de la propuesta de nueva Constitución, en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, marca un hito en el devenir constitucional chileno y debe ser analizado cuidadosamente como respuesta de la ciudadanía al proceso desarrollado por la Convención Constitucional. Este artículo postula que dicho proceso fue una expresión del populismo constitucional, luego de examinar los elementos que lo configuran.
Palabras clave: Reforma constitucional; populismo constitucional; democracia; poder constituyente.
ABSTRACT
The rejection of the proposal for a new Constitution, in the plebiscite of September 4, 2022, marks a landmark in the Chilean constitutional evolution and must be carefully analyzed as a response of citizens to the process developed by the Constitutional Convention. This article points out that this process was an expression of constitutional populism after examining the elements that configure it.
Keywords: Constitutional reform; constitutional populism; democracy; constituent power.
El 4 de septiembre de 2022, el mundo entero volcó sus miradas sobre Chile al empezar a conocerse los resultados del plebiscito destinado a pronunciarse sobre la propuesta de nueva Constitución elaborada por la Convención Constitucional. La sorpresa de los medios de comunicación extranjeros y de muchas personas interesadas en el proceso constituyente chileno era enorme debido al amplio triunfo de la opción del rechazo frente a la del apruebo. Muchos se preguntaron cómo era posible que el fruto del trabajo de una Convención Constitucional, íntegramente electa por la propia ciudadanía, con base en el marco que había fijado previamente una reforma constitucional[1], hubiera sido rechazado por la misma ciudadanía que le había confiado el encargo de redactar una nueva Constitución[2].
Es necesario señalar, con todo, que Zachary Elkins y Alexander Hudson postulan que los plebiscitos ratificatorios de una Constitución no siempre arrojan un resultado positivo. Su estudio, publicado en 2019 (Elkins y Hudson, 2019: 142-164), revela que, de un total de 179 plebiscitos destinados a ratificar una nueva Constitución, llevados a cabo entre los años 1789 y 2016, un 93,9 % se inclinó por aprobarla mientras que un 6,1 % lo hizo por rechazarla. Chile entra, en consecuencia, en este último grupo de países.
Las estadísticas oficiales entregadas por el Servicio Electoral (SERVEL) mostraban que, sobre un universo electoral de 13 021 063 personas que concurrieron a las urnas con base en el sufragio obligatorio, un 61,86 % se inclinó por rechazar la propuesta de nueva Constitución. Entretanto, un 38,14 % estuvo por aprobarla[3].
En los días siguientes se sucedieron las interpretaciones respecto del resultado del plebiscito. Desde luego, porque las encuestas más optimistas mostraban un triunfo de la opción del rechazo, pero por un porcentaje que no superaba el 50 %[4], y, enseguida, porque el Gobierno había desplegado todo su aparato comunicacional y estratégico en favor de la opción «apruebo»[5],[6] en la convicción de que la propuesta de nueva Carta Fundamental contenía el marco propicio y necesario para impulsar las propuestas contenidas en el programa del presidente Gabriel Boric[7].
Posteriormente, se han presentado las más variadas interpretaciones sobre las causas y el significado del «rechazo» a la propuesta de la Convención Constitucional.
Entre esas explicaciones, la Encuesta Plaza Pública CADEM reveló que un 40 % de la población encuestada votó por el rechazo, porque el proceso fue llevado de muy mala manera por los constituyentes. Por su parte, un 35 % habría rechazado la propuesta constitucional por la plurinacionalidad y autonomías indígenas, un 29 % como desaprobación al Gobierno del presidente Gabriel Boric, un 24 % por la inestabilidad e incertidumbre que generaba la propuesta, un 13 % por las restricciones que esta imponía en materia de libertad y propiedad privada en salud, educación, pensiones y vivienda, y otro 13 % por el mal camino en que la misma propuesta colocaría al país en economía, delincuencia y el conflicto mapuche. A esas razones se agregaba la idea de que no era necesario redactar una nueva Constitución (12 %), el rechazo a temas valóricos tratados en la propuesta como el aborto y el feminismo (8 %) y los cambios al sistema político (8 %)[8].
Por otro lado, el ex convencional constituyente y primer vicepresidente de la Convención Constitucional, Jaime Bassa, sostuvo en una columna de opinión publicada con posterioridad al plebiscito que «es muy importante considerar que hay distintos Rechazo». Entre ellos, identifica el de quienes no querían una nueva Constitución, inclinándose por la vigencia de la actual Carta. Otros habrían rechazado los mecanismos solidarios de financiamiento y prestación de derechos sociales, especialmente en educación, salud y seguridad social, sin olvidar un rechazo al contenido indígena de la propuesta constitucional[9]. A ellas se unían razones que el autor califica de «gremiales o corporativas», y que se relacionaban con los titulares de los actuales derechos reales de aprovechamiento de aguas o de quienes veían en la propuesta un debilitamiento del derecho de propiedad privada o de su libertad religiosa. Agrega otras motivaciones del rechazo, como las de quienes eran contrarios a la igualdad de género y al reconocimiento de la diversidad sexual sin dejar de considerar un rechazo genérico a la política y a los políticos que habían seguido manifestándose —igual que siempre— en la Convención Constitucional[10].
Este estudio abordará las características del proyecto normativo propuesto por la Convención Constitucional analizando la concurrencia de elementos propios de lo que hoy se denomina el «populismo constitucional». Para estos efectos se analizarán los elementos configuradores del populismo constitucional, tal y como la teoría política y constitucional los ha ido presentando, a fin de contrastarlos con el desarrollo del proceso constituyente chileno desde el punto de vista de la propuesta de nueva Constitución y de sus ideas inspiradoras.
Previo a ello, sin embargo, resulta necesario efectuar una breve reseña del itinerario del proceso constituyente chileno que culminó con el triunfo de la opción del rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022.
Las movilizaciones sociales en Chile comenzaron el 18 de octubre de 2019 a raíz de un alza en las tarifas del tren subterráneo (Metro) que cruza la ciudad de Santiago. Desde temprano ese día, varios jóvenes empezaron a saltar los torniquetes de las estaciones del Metro en protesta por la referida alza.
El reclamo original por el alza de tarifas del Metro fue abriéndose hacia una visibilización amplia de demandas ciudadanas del más diverso orden. Así, por las calles de Santiago desfilaron profesores y estudiantes exigiendo educación de calidad y mayor inclusión. De la misma manera, miembros de la comunidad LGBTIQ+ y representantes de pueblos originarios reclamaban igualdad de oportunidades y reconocimiento de sus particularidades, mientras que otras personas portaban letreros exigiendo jubilaciones dignas y acceso universal a la salud.
A todo este proceso se le denominó el «estallido social», desafiando la capacidad de respuesta del Gobierno en momentos en que, además, Chile —como el resto de los países del planeta— se encontraba en la antesala de la pandemia de la covid-19.
Entre las diversas explicaciones del surgimiento del estallido social en Chile, el sociólogo Manuel Antonio Garretón señalaba que «una de las grandes novedades del estallido es la aparición de “una demanda por una democracia realmente representativa, al mismo tiempo participativa en lo institucional, y una democracia que hemos calificado como democracia expresiva, […] que se manifiesta en las calles”». Para Garretón, el estallido era una forma de superar «el actual modelo económico social heredado de la dictadura y corregido por la Concertación, pero que no dejó de ser […] un orden social abusivo en que mandan los poderes fácticos, y que generan desigualdades, injusticia, y abuso» (Verbal, 2021: 69-70).
En términos más generales, la tesis de Garretón fue suscrita también por Rodrigo Karmy quien postulaba que la violencia del pueblo se orientó a «destituir radicalmente el orden existente, para abrir desde la ficción de una sutura una verdadera grieta» (2019: 37).
Como ya puede observarse, en varias de las explicaciones del malestar que estuvo tras las movilizaciones masivas de ese período se encuentra el germen de un proceso de deconstrucción del «modelo» imperante hasta ese momento que era asociado a lógicas neoliberales atribuibles directamente a la normativa contenida en la Constitución de 1980.
Desde la perspectiva comparada, Gerardo Pisarello sostiene que el estudio de los procesos colombiano, ecuatoriano y boliviano refleja que los movimientos sociales que les han dado origen constituyen «reacciones ante una situación de bloqueo con un origen claro: los estragos sociales producidos por las políticas neoliberales en los años noventa del siglo pasado y la acusada deslegitimación de las elites políticas que las habían llevado adelante» (2014: 108).
El diagnóstico de Pisarello coincide, entonces, con los argumentos de aquellos que, desde Chile, justificaron el reemplazo total de la Constitución vigente basándose en que dicha Carta había sentado las bases de aplicación de un modelo neoliberal de mercado al cual se imputaba la responsabilidad de las inequidades que subsistían en la sociedad chilena.
Además, no fue raro observar consignas asociadas al estallido social que deslegitimaban a los parlamentarios y a los partidos políticos acusándolos de no canalizar adecuadamente las demandas ciudadanas[11]. Pudo apreciarse, entonces, que el descontento social estuvo vinculado también al reproche a una clase política que se estimó inepta para resolver los problemas ciudadanos, lo que no hacía sino reforzar la crisis de la democracia representativa que algunos instrumentos, como el Latinobarómetro, habían venido develando en toda nuestra América Latina.
Bajo esta perspectiva, es posible sostener que el estallido social chileno de octubre de 2019 enarboló la bandera de la igualdad sustantiva, aunque también constituía la respuesta a fenómenos más profundos como la crisis del modelo de democracia representativa que habíamos tenido en Chile y que se expresaba en el desprestigio del Congreso Nacional y de los partidos políticos. Del mismo modo, más que la ilegitimidad de origen de la Constitución de 1980 —superada objetivamente por las más de sesenta reformas que se le habían introducido desde agosto de 1989 (Cea, 2022: 136-157)—, fue la crítica hacia el modelo neoliberal que se le atribuía la causa determinante de su intento de sustitución.
Estas motivaciones se unieron, posteriormente, a la tendencia hacia la deconstrucción del modelo de Estado existente hasta octubre de 2019. Ello en la medida en que las reivindicaciones identitarias que se van a hacer presentes durante el proceso constituyente siguen la tesis de Boaventura de Souza Santos en orden a la necesidad de erradicar, de toda nuestra América Latina, el paradigma de un Estado colonial, patriarcal y capitalista, configurando un nuevo constitucionalismo latinoamericano (NCLA) (De Souza et al., 2021: 24).
La preocupación por una nueva Constitución se había manifestado en forma previa al estallido social de dos maneras. Una tiene que ver con el proyecto constitucional impulsado por la expresidenta Michelle Bachelet, y, la otra, con las inquietudes provenientes de la academia.
En cuanto a la primera de estas expresiones, al final del segundo período de Gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2018) se presentó un mensaje al Congreso Nacional[12] proponiendo una amplia reforma de la Constitución vigente que concretaba una de las promesas de su campaña presidencial[13].
Cabe advertir, en todo caso, que, en la elección presidencial de 2013, un grupo de ciudadanos ya había impulsado la campaña «Marca tu Voto» a fin de incluir las siglas «AC» (Asamblea Constituyente) en su papeleta electoral.
La reforma constitucional propuesta por la presidenta Bachelet plasmaba los frutos de un amplio proceso participativo desarrollado a través de consultas individuales, encuentros locales autoconvocados, cabildos provinciales y regionales, y sobre la base de una metodología diseñada por el Ministerio Secretaría General de la Presidencia con asesoría, entre otros organismos, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). A su vez, dicho proceso había sido supervisado por un Consejo de Observadores Ciudadanos, conformado por distinguidos juristas y personalidades.
Desde el punto de vista de la implementación de la reforma constitucional, se preveía que el Congreso Nacional, por los dos tercios de sus miembros en ejercicio, estuviera facultado para convocar una Convención Constitucional que elaborara un proyecto de nueva Constitución, el que finalmente fuera sometido a plebiscito.
La inminencia del término del período de la presidenta Bachelet, y el recambio de integrantes en el Congreso Nacional, hizo imposible que pudiera discutirse el proyecto de reforma constitucional presentado, por lo que ha quedado, hasta ahora, como un antecedente de los esfuerzos por recoger las inquietudes ciudadanas en materia constitucional.
Una segunda forma de manifestación de la preocupación constitucional, previa al estallido social, puede situarse en la academia.
Por un lado, algunos profesores cuestionaban la legitimidad de origen de la Constitución de 1980. Las críticas se concentraban en el desarrollo del plebiscito de septiembre de 1980: «El resultado oficial del plebiscito de 1980 fue de 4 204 879 votos para la opción “Sí” (67,04 %) y 1 893 420 para la opción “No” (30,19 %). Pero este plebiscito tuvo, como se sabe, graves irregularidades. Se realizó bajo estado de emergencia, con severas restricciones de la libertad política. No se dio tiempo suficiente para difundir y analizar el contenido del proyecto, y no existían registros electorales oficiales ni un órgano electoral autónomo» (Heiss, 2020: 32).
Pero, además, se cuestionaban ciertos aspectos sustantivos de la Carta de 1980, que, a juicio de algunos académicos, configuraban verdaderos «cerrojos» impuestos por los militares antes de dejar el poder en el año 1990. Los aludidos «cerrojos» tenían que ver con un conjunto de disposiciones constitucionales que establecían senadores «designados» o no generados en la elección popular, la posibilidad de que las Fuerzas Armadas y Carabineros incursionaran en la política contingente al confiarles «la garantía del orden institucional de la República», y la existencia del Consejo de Seguridad Nacional como órgano asesor del presidente de la República con una integración de los jefes militares y policial equivalente a la de los titulares de los principales órganos del Estado y con los denominados «quórums supramayoritarios» para proceder a la reforma constitucional y a la aprobación de las leyes orgánicas constitucionales. Fernando Atria, por ejemplo, postuló: «La eliminación de todo cerrojo, por tanto, y su reemplazo por reglas que busquen habilitar al pueblo para actuar y no neutralizarlo, sería la destrucción de la Constitución de Pinochet y su reemplazo por otra democrática. Eso sería una nueva constitución, incluso si el resto del texto no fuera modificado» (2013: 55).
Estas voces que se levantaron desde la academia, sin duda, influyeron en que, en las dos últimas semanas del mes de octubre de 2019, a los primitivos letreros y pancartas que acompañaron el estallido social empezaran a unirse otros que exigían la convocatoria de una asamblea constituyente para dar lugar a una nueva Constitución.
A estas alturas puede sostenerse que el proceso constituyente chileno no tiene una causa única. Se trata, más bien, de un proceso con un origen multidimensional integrado por factores institucionales, sociales, económicos y culturales que muestran al estallido social de 2019 como la evidencia de una sociedad que había cambiado profundamente en sus mismas raíces.
Por su parte, el claro desprestigio del Congreso Nacional y de los partidos políticos que lo integraban hacía inviable que el cambio constitucional que se estaba demandando se concretara a través de reformas constitucionales aprobadas por aquel en el ejercicio del Poder Constituyente derivado regulado en el capítulo XV de la Carta Fundamental.
En este contexto, el 12 de noviembre de 2019, el presidente de la República convocó a una cadena nacional de radio y televisión para referirse a las graves situaciones de orden público que habían azotado Chile desde octubre e hizo un llamamiento a unirse en tres acuerdos: 1) por la paz y contra la violencia; 2) por la justicia para impulsar una agenda social hacia un Chile más justo, y 3) por una nueva Constitución en el marco de una institucionalidad democrática. En este último aspecto agregó que este proceso debía tener una clara y efectiva participación ciudadana y concluir con un plebiscito ratificatorio del nuevo pacto social que Chile necesitaba.
A su turno, los principales partidos políticos con representación en el Congreso Nacional dieron a conocer, el 15 de noviembre de ese mismo año, el «Acuerdo por la Paz Social y por una nueva Constitución», del que solo se restó el partido comunista. El primer párrafo de ese documento aclaraba que se trataba de impulsar una salida institucional a la crisis que había estallado en Chile a partir del 18 de octubre.
Este acuerdo puede considerarse el inicio formal del proceso constituyente chileno en la medida en que consignó una serie de reglas para avanzar en la aprobación de una nueva Carta Fundamental, las que se tradujeron en la aprobación de una reforma al capítulo XV de aquella, en diciembre del año 2019[14]. Conforme a ella debía realizarse un plebiscito a fin de que la ciudadanía se pronunciara a favor o en contra de redactar una nueva Constitución. En caso de que triunfara la primera opción, la segunda pregunta que debía responder la ciudadanía era si prefería que la nueva Carta fuera redactada por una Convención Constitucional íntegramente elegida por ella misma o bien por una Convención Mixta Constitucional integrada, por mitades, por parlamentarios en ejercicio y por miembros elegidos directamente por el cuerpo electoral.
La reforma constitucional precisó, asimismo, que el único objeto de la Convención Constitucional sería redactar la nueva Constitución, sin que pudiera afectar a las competencias y atribuciones de los demás órganos y poderes del Estado, disolviéndose una vez cumplido ese cometido.
Asimismo, se estableció que la nueva Carta Fundamental redactada por el órgano constituyente debía ser sometida a un plebiscito ratificatorio con la modalidad de sufragio universal obligatorio, el que finalmente terminó realizándose el 4 de septiembre de 2022[15].
El órgano constituyente fue, finalmente, una Convención de 155 miembros íntegramente elegidos para este efecto[16], con representación paritaria, y con 17 escaños reservados para los representantes de los pueblos indígenas, al cual se le confió un plazo de nueve meses para evacuar su trabajo, prorrogable por una sola vez por tres meses.
El populismo se presenta, en la literatura, como un concepto complejo. Como sostiene Rosanvallon, es una palabra encubridora, «pues pega una etiqueta única sobre todo un conjunto de mutaciones políticas contemporáneas cuya complejidad y resortes profundos deberíamos ser capaces de distinguir» (2020: 8). Los ejemplos citados en la literatura van desde los regímenes encabezados por Donald Trump en Estados Unidos hasta el régimen instaurado por Nicolás Maduro en Venezuela, pasando por Víktor Orbán en Hungría. Por lo tanto, el fenómeno del populismo se presenta en el mundo como una superación de la clásica distinción entre derechas e izquierdas, o entre conservadurismo y progresismo. Claramente, como tal vez podría pensarse, no se trata de un fenómeno presente solo en América Latina, sino que también ya cuenta con evidentes expresiones en Europa (Del Palacio, 2018: 226).
Mudde sostiene, además, que existiría un consenso prácticamente universal acerca de que el populismo es la principal amenaza a nuestras democracias desde el momento que controvierte dos de sus bases esenciales: el principio del pluralismo y la idea del compromiso (2013: 2).
A lo anterior se agrega que el populismo es también contrario al constitucionalismo en la medida en que la idea del control del poder o del gobierno limitado (Doyle, 2019: 64), que constituye su elemento central de articulación, se muestra fuertemente cuestionada por la tesis de que el pueblo como soberano no puede ser controlado. Así, no acepta limitaciones a la soberanía popular ni a la regla de la mayoría (Mudde, 2013: 4).
Los debates acerca de la naturaleza del populismo han sido prolíficos, desde la perspectiva tanto de la ciencia política como del derecho constitucional.
Como sostienen Ungureaunu y Serrano, en los esfuerzos por explicar la naturaleza del populismo se han distinguido tres enfoques principales: a) el que lo asocia con un enfoque ontológico (Laclau); b) el que lo vincula a una perspectiva fenomenológica (Canovan), y c) el que lo conceptualiza como una ideología «delgada» (Mudde). Sin embargo, Ungureaunu y Serrano desafían estas aproximaciones para sostener que el populismo es, ante todo, un «relato político» que se basa en figuras narrativas simples y accesibles donde, además, el elemento emocional juega un rol esencial asociado a la dinámica antagónica que se presenta en la sociedad (2018: 20).
Para Laclau hay que partir preguntándose lo siguiente: ¿de qué realidad o situación social es expresión el populismo? La sola pregunta denota la necesidad de un diagnóstico previo que justificaría la emergencia de regímenes populistas y que aparece relacionado con una lógica de constitución de identidades políticas que se van uniendo a través de una cadena de equivalencias. De esta manera, el concepto esencial del populismo —el de pueblo— es, en principio, un «significante vacío» que hay que construir uniendo, en una verdadera cadena, las aspiraciones o demandas equivalentes de aquellos que, hasta hoy, no han tenido voz. En palabras del propio Laclau, «los males experimentados por diversos sectores del pueblo van a ser percibidos como equivalentes entre sí en su oposición a la “oligarquía”» (2004: 34). De esta forma, el populismo termina siendo, en esta concepción, un modo de construcción de lo político.
Margaret Canovan, por su parte, centra su análisis en el fenómeno que entraña el populismo al desafiar las estructuras establecidas de poder en nombre del pueblo. Hay, a su juicio, en el populismo, un intento de construir una nueva y verdadera legitimidad «para el pueblo» (1999: 3-5), que, como se explicará, no son «todos», sino ese cuerpo político unitario que se percibe como algo opuesto a la élite corrupta.
A su vez, Mudde entiende que el populismo es una delgada ideología que considera la sociedad separada en dos grupos homogéneos y antagónicos: el pueblo puro (pure people) y la élite corrupta (corrupt elite), y argumenta que la política debería ser una expresión de la voluntad general del pueblo (2013: 3). De ahí que, en la perspectiva populista, la distinción entre «nosotros» y «ellos» se torna esencial. Y Chantal Mouffe agrega que «lo decisivo para la construcción del pueblo, y de su sentido político, es el “antipueblo”, el adversario que marca la imposibilidad de lo que es percibido como ilegítimo» (Errejón y Mouffe, 2015: 50).
De lo que se viene argumentando es posible colegir que, en el populismo, la expresión «pueblo» es nuclear. Ahora bien, Mudde y Rovira sostienen que el pueblo puede ser entendido como soberano, como la gente común y como la nación.
Al sostener que el pueblo se asimila al soberano, se pretende enfatizar que aquel es la fuente última del poder político, pero, a la vez, son los «mandantes», de modo que si este pueblo-soberano no se siente debidamente representado por las élites que manejan el poder puede rebelarse haciendo que el poder vuelva al pueblo (Mudde y Rovira, 2019: 39).
En la mirada de Ungureanu y Serrano, «los populistas denuncian el fracaso de los mecanismos e instituciones tradicionales de la democracia representativa, tanto por sus propios límites como por la captura que las élites han hecho de los mismos» (2018: 24). Corrias, a su turno, indica que «los partidos populistas tienden a proclamar una desconfianza general hacia los políticos y hacia la política» Agrega que «esta desconfianza hunde sus raíces en una ambigüedad más fundamental hacia la institución de la representación política» (2016: 12).
Desde esta perspectiva, el populismo entraña un sueño: el sueño de una democracia donde sus defectos y problemas actuales pueden tener una solución en la medida en que el poder retorne al pueblo. Como señala Margaret Canovan, en el contexto de la promesa de una democracia redentora, «nosotros, el pueblo, nos hacemos cargo de nuestras vidas y decidimos nuestro propio futuro» (1999: 11). El pueblo, como soberano, viene a llenar el vacío de poder (Abts y Rummens, 2007: 415) que se ha producido por el fracaso de las instituciones clásicas de la democracia representativa.
Sin perjuicio de que el pueblo es concebido como soberano de la forma recién explicada, Mudde y Rovira entienden que también se asimila a la «gente común», lo que envuelve una «crítica a la cultura dominante, que observa con sospecha los juicios, los gustos y los valores de los ciudadanos corrientes […] la noción de “la gente común” reivindica la dignidad y el reconocimiento de grupos que objetiva o subjetivamente están siendo excluidos del poder debido a su estatus sociocultural y socioeconómico». La noción de pueblo abarca también, según Mudde y Rovira, la idea de «nación» en su sentido más propio, esto es, como una comunidad que se reconoce a sí misma por los vínculos comunes en que se sustenta (Mudde y Rovira, 2019: 40-41). Finalmente, estos mismos autores indican que el populismo también releva la noción de voluntad general, de origen rousseauniano, que envuelve una crítica hacia nuestras clásicas democracias representativas. Esta crítica se funda en que el rol del ciudadano se habría visto reducido a verdaderas entidades pasivas que se movilizan periódicamente solo para los efectos de elegir a sus representantes (Mudde y Rovira, 2019: 49), pero que no tienen mayor incidencia en la definición de los asuntos que atañen a su propio destino.
No es de extrañar, entonces, que los movimientos populistas aprovechen esta tendencia a resignificar el sentido y textura de la democracia para impulsar formas de democracia directa, como los plebiscitos y referéndums.
Independientemente de la aproximación que cada quien pueda suscribir respecto del populismo, parece claro que estas visiones pretenden cambiar nuestro entendimiento sobre lo político, superar la clásica división de las sociedades en clases sociales y, por encima de todo, propugnar un nuevo sentido de la democracia contemporánea. No obstante, ya se ha podido apreciar que esa democracia populista no está llamada a representar a todos, pues se trata del gobierno del pueblo «puro» que excluye a la élite «corrupta», detentadora del poder hasta ahora.
Podemos concordar, entonces, con David Landau en que los cambios populistas persiguen la deconstrucción del régimen político existente (2018: 522), y aunque no se propongan deconstruir todo el antiguo orden, al menos cuando escriben sus propias constituciones, procuran instalar un proyecto sustantivo que supere las críticas a las democracias liberales (ibid.: 529). Es importante tener presente, con todo, que el populismo no solo persigue la refundación de las instituciones existentes, sino también, como apunta Canovan, el cambio de los valores imperantes en la élite dominante (1999: 3). El «pueblo» se construye, precisamente, como una unidad homogénea de identidades y valores que son contrarios a aquellos asociados a la corrupción de las instituciones y de la propia democracia.
En este contexto, Neil Walker define el «constitucionalismo populista» como «un tipo de práctica o de discurso constitucional que persigue, defiende y refuerza aquel tipo de imaginario moralista de la política que envuelve una oposición binaria entre dos campos homogéneos y antagónicos» (2019: 516). Agrega que el populismo expresa una preferencia por el gobierno de los hombres (rule of men) antes que por el gobierno de las leyes (rule of law) (ibid.: 519; en el mismo sentido, Corrias, 2016: 16).
Así, desde el punto de vista constitucional, el populismo intenta reemplazar la Carta Fundamental vigente en la medida en que esta supone el reflejo de las lógicas de poder impuestas por la élite corrupta. Como señala el profesor Brewer-Carías:
[…] uno de los instrumentos estrella de los populismos es precisamente el populismo constitucional, es decir, el proceso de manipulación de la Constitución y de los procesos constituyentes desarrollados para lograr la destrucción del sistema democrático, desde dentro, usando sus propias herramientas, precisamente con el objeto de asegurar, a quienes acceden al poder su permanencia en el mismo. Por todo ello, una de las primeras víctimas del populismo es la Constitución, a la cual se atribuye gran parte de la responsabilidad de todos los males de la sociedad […] (Cassagne y Brewer-Carías, 2020: 124).
Especificando las características del populismo constitucional cabe señalar, en primer término, que su concepción de la Constitución es instrumental. Como sostiene Paul Blokker, el enfoque general de los populistas respecto del derecho es instrumental en cuanto que persigue movilizar al derecho en nombre de un proyecto colectivista (2019: 520). Es decir, la Constitución pasa a ser, en sí misma, un agente del cambio, social, político y económico, que la sociedad requiere.
En segundo término, el populismo constitucional supone que el poder constituyente pertenece siempre al pueblo, cuya voluntad debe ser capaz de imponerse sobre las reglas constitucionales (Doyle, 2019: 165). Corrias explica que los populistas defienden una versión específica de un enfoque revolucionario según la cual el poder constituyente radicado en el pueblo es casi absoluto y puede ser ejercido directamente en el ámbito político De esta manera, la separación entre derecho y política que plantea la división original entre poder constituyente y poderes constituidos pasa a ser superada. La legitimidad del poder constituido (por ejemplo, de los jueces al dictar una sentencia) es tal en la medida en que traduzca la voluntad del pueblo expresada al ejercerse el poder constituyente (Corrias, 2016: 15-16).
Por su parte, Oran Doyle explica que, mientras que para Carl Schmitt lo importante era el ejercicio de la voluntad de crear un orden constitucional, mas no el actor que ejercía esa voluntad, en el caso del populismo el poder constituyente es comprendido como una «entidad» cuya existencia es previa e independiente de la Constitución.
Como tercera característica, y muy relacionada con la anterior, el populismo constitucional impulsa las formas de expresión directa del pueblo, como una manera de contrarrestar las falencias e inconvenientes de la representación que ha ejercido la élite corrupta. De esta forma, las constituciones populistas fortalecen los referéndums (Doyle, 2019: 166 y 178) y consultas ciudadanas, así como la iniciativa y el veto popular.
Además, el populismo intenta neutralizar a los partidos políticos existentes basándose en el diagnóstico de que no reproducen ni representan esa nueva articulación política constituida por un pueblo con identidades particulares que se han encadenado de forma homogénea, incluyendo no solo a quienes tienen una posición de vulnerabilidad económica, sino a todos aquellos que, hasta el momento, llevan una existencia no reconocida o considerada debidamente, como es el caso de las diversidades sexuales que aspiran a un reconocimiento constitucional, de la misma manera que los pueblos indígenas.
En cuarto lugar, el populismo constitucional se aparta del núcleo esencial del constitucionalismo en el sentido de que la voluntad del pueblo subordina a los mecanismos de control del poder consustanciales a aquel, como es el caso de la separación de poderes con checks and balances.
David Landau postula, en este sentido, que «los proyectos populistas de cambio constitucional tienden a consolidar el poder de los incumbentes, erosionando la separación de poderes y debilitando la protección de las minorías y grupos de oposición». De la misma forma sostiene que el populismo incluye la tendencia a reforzar los poderes ejecutivos extendiendo el tiempo de los mandatos presidenciales (Landau, 2018: 521), como, por lo demás, ha podido observarse, en nuestro continente, en los casos de Alvaro Uribe en Colombia y Evo Morales en Bolivia, independientemente de que sus propósitos de permanecer en el poder no se hayan consolidado.
Lo anterior resulta consistente con la idea de que el populismo suele encarnarse en ciertos líderes que abogan por la rule of the people y que asumen la encarnación de la voluntad del pueblo en sus propias personas (Abts y Rummens, 2007: 421).
En la misma línea, David Landau refiere que los nuevos regímenes populistas tienden al reemplazo de aquellas instituciones dominadas hasta el momento por la oposición como podría ser el caso de las cortes, buscándose que sean más fácilmente controladas por el líder populista. Así, no solo se persigue neutralizar la independencia del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, en su caso, sino fortalecer el control del Estado sobre los medios de comunicación social y otros ámbitos de despliegue de la sociedad civil, como los sindicatos y las organizaciones religiosas (Landau, 2018: 532).
En quinto lugar, el populismo impulsa una nueva identidad constitucional, entendida como «la identidad de un colectivo que se comprende a sí mismo como una unidad política» (Corrias, 2016: 22). Es la necesidad de construir esa nueva identidad la que lleva al populismo, en su versión constitucional, a una deconstrucción de los valores existentes hasta hoy en la sociedad para reemplazarlos por aquellos que identifican y definen al nuevo «pueblo».
Finalmente, el populismo constitucional, que se presenta asociado al sueño redentor de una sociedad más justa e igualitaria, suele impulsar fuertemente la ampliación del catálogo de derechos sociales en las respectivas constituciones.
En este sentido, Abbts y Rummens postulan que la lógica populista supone una tensa relación con las garantías constitucionales para las libertades individuales de los ciudadanos. En efecto, desde el momento en que el pueblo es concebido como un cuerpo homogéneo, la real libertad de los individuos solo puede ser coincidente con la voluntad libre de la colectividad en una curiosa analogía con el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau, según el cual, cuando los individuos alienan o depositan su voluntad y derechos en la voluntad general, automáticamente recuperan la libertad que no lograban antes del contrato social (Abbts y Rummens, 2007: 417).
Adicionalmente, y como muestra David Landau, a partir del ejemplo de las constituciones ecuatoriana de 2008 y boliviana de 2009, «la Constitución responde a modelos de desigualdad socioeconómica y exclusión que han marcado históricamente las aproblemadas historias constitucionales de estos países» (Landau, 2018: 530). En esta misma línea, Arditi señala que «la justicia social y las políticas redistributivas a través de las cuales puede incrementarse el nivel de vida de las personas satisfaciendo sus necesidades básicas» resultan esenciales en el discurso y en la práctica populista (Arditi, 2003: 28-29).
De esta forma, el rediseño y ampliación de los derechos sociales en las constituciones populistas se presenta asociado a la exigencia de una mayor justicia social y a la necesidad de contar con mecanismos redistributivos que satisfagan el derecho a un mínimo vital.
Desde la misma instalación de la Convención Constitucional pueden observarse elementos que coinciden con la aproximación teórica al populismo que se ha desarrollado en las páginas que preceden. Aunque, en el caso chileno, la expresión del populismo constitucional no se haya canalizado a través de un líder específico, sino a través de ciertos «colectivos», en este capítulo pretendemos demostrar cómo, a través del discurso, las actuaciones y el texto de la propuesta de nueva Constitución plebiscitada el 4 de septiembre de 2022 se consolidaba el ideario de un proyecto político y de una Carta Fundamental populista destinada a regir la convivencia de los chilenos en los años venideros.
Es así como la conformación de la Convención Constitucional mostraba un cuestionamiento ciudadano a los partidos políticos tradicionales —con una fuerte presencia de independientes[17]— y una apertura hacia nuevas expresiones asociativas que, a poco andar, empezaron a denominarse «colectivos» dentro de la Convención. El lenguaje de estos nuevos colectivos era un lenguaje inclusivo («todas, todos y todes»), innovador tanto de nuestra demografía al hablar de «pueblos» y «naciones» como también de nuestra geografía al referirse a «territorios» que no resultaban exactamente coincidentes con la estructura de nuestra división política administrativa.
El discurso de quien fuera elegida como presidenta de la Convención Constitucional, el 4 de julio de 2022, la representante del pueblo mapuche Elisa Loncón, es indicativo del tenor que se pretendía imprimir al trabajo de dicho órgano. Ese día señaló:
[…] esta Convención que hoy día me toca presidir transformará a Chile en un Chile plurinacional, en un Chile intercultural, en un Chile que no atenta contra los derechos de las mujeres, los derechos de las cuidadoras, en un Chile que cuida a la Madre Tierra, en un Chile que limpie las aguas, en un Chile libre de toda dominación […]. Es posible hermanas y hermanos, compañeros y compañeras refundar este Chile, establecer una nueva relación entre el pueblo Mapuche y todas las Naciones que conforman este país[18] (las cursivas son nuestras).
Por su parte, el programa que sustentó la candidatura del abogado constitucionalista Jaime Bassa, elegido en esa misma oportunidad como vicepresidente de la Convención Constitucional, también resulta gráfico en orden a delinear el camino que debía seguirse para impulsar el cambio constitucional en Chile. Al inicio de ese documento puede leerse que «la actual Constitución ha sido un obstáculo para canalizar y prevenir el malestar social […]. Ella ha impedido cambios sociales significativos y, además, consagra una forma de relaciones sociales marcadas por la mercantilización de los derechos […]»[19].
Puede apreciarse, entonces, que, en el ideario de las autoridades elegidas para presidir la Convención Constitucional, existía un intento refundacional que debía reflejarse en el proyecto de nueva Carta Fundamental. Del mismo modo, el modelo imperante (neoliberal), que se atribuía a la Carta de 1980, aparecía como la causa de las injusticias y desigualdades existentes en la sociedad chilena, reclamando un nuevo status del «pueblo» y cambiando la lógica de las relaciones de poder existentes hasta ese momento en nuestra sociedad.
En lo que se refiere a las características descritas sobre el populismo constitucional, analizaremos, a continuación, la proyección de cada una de ellas en el trabajo de la Convención Constitucional y en su producto, esto es, en la propuesta de nueva Constitución para Chile.
Sin perjuicio de destacar el hecho de que la Convención se autoatribuyó el ejercicio del «poder constituyente originario»[20], en circunstancias que su mandato derivaba de la reforma constitucional materializada a través de la Ley n.º 21.200, es posible apreciar que la proyección de la idea instrumental de la Carta que habría de redactarse ya se constata en el cambio esencial que supone entender que la soberanía reside en «los pueblos» frente a la tradición constitucional chilena. En efecto, desde la Constitución Política de 1822, se había entendido que la soberanía reside esencialmente en la nación[21].
Por su parte, en el reglamento general de que se dotó la misma Convención Constitucional se incluían una serie de principios que debían orientar su trabajo (art. 3). Su lectura permite apreciar que, ya en ellos, se reflejaba el intento de concebir la nueva Carta Fundamental como un instrumento de profundos cambios de la realidad hasta entonces imperante. Entre dichos principios cabe destacar el logro de la igualdad sustantiva, especialmente respecto de grupos históricamente excluidos o invisibilizados (letra b); el enfoque de género y la perspectiva feminista a fin de erradicar la violencia de género, la invisibilización y la exclusión «que sustentan los patrones históricos de dominación» sobre las mujeres, diversidades, disidencias sexuales y de género (letra c); la plurinacionalidad como reconocimiento de los pueblos naciones indígenas preexistentes al Estado para lograr la igual participación en la distribución del poder, con pleno respeto de su libre determinación y demás derechos colectivos, el vínculo con la tierra y sus territorios, instituciones y formas de organización (letra d); el plurilingüismo e igualdad lingüística (letra h), y el lenguaje claro e inclusivo (letra x), entre otros.
No obstante, los propósitos instrumentales identificados con el proyecto de la nueva Constitución pueden observarse, con mucha mayor nitidez, en el debate de la Comisión del Preámbulo de la Convención, que tuvo la misión de redactarlo una vez que el texto de la propuesta constitucional fuera aprobado por el Pleno de aquella. Entre las intervenciones producidas en dicha Comisión podemos destacar la promovida por los convencionales Jorge Baradit, Paola Grandón, Malucha Pinto, Loreto Vallejos, Trinidad Castillo, María José Oyarzún, Beatriz Sánchez y Matías Orellana, sintetizada por el primero de ellos en los siguientes términos:
[…] qué o quienes compondrán lo que se entiende por pasado, así como pueblos originarios, la sociedad trabajadora, el movimiento feminista, el medio ambiente y el diseño original que se busca cambiar. Respecto al presente entendido como criterios constitucionales, señala que son aquellos criterios con los cuales se busca producir los cambios que se quieren superar del pasado mencionado. Esto es, estado social de derecho, paridad, plurinacionalidad, medioambiente y descentralización. Y el futuro es la proyección al país que se sueña respecto a esos criterios[22] (las cursivas son nuestras).
A lo anterior debe agregarse que la propuesta incluyó o intentó incluir una serie de materias que habían sido declaradas inconstitucionales bajo la vigencia de la Constitución que se pretendía reemplazar o que, simplemente, no habían alcanzado los quórums necesarios para ser aprobadas durante su tramitación en el Congreso Nacional. Ello, con el claro propósito de que la nueva Constitución se transformara en el agente de cambios sociales que, hasta el momento, se habían visto frenados por la normativa vigente. Así, pese a no haber prosperado las iniciativas parlamentarias que establecían el aborto libre, el art. 61 de la propuesta de la Convención Constitucional indicó que «toda persona es titular de derechos sexuales y reproductivos. Estos comprenden, entre otros, el derecho a decidir de forma libre, autónoma e informada sobre el propio cuerpo, el placer y la anticoncepción». Agregaba que el Estado debía asegurar «a todas las mujeres y personas con capacidad de gestar las condiciones para un embarazo, una interrupción voluntaria del embarazo, un parto y una maternidad voluntarios y protegidos. Asimismo, garantiza su ejercicio libre de violencias y de interferencias por parte de terceros, ya sean individuos o instituciones».
En consecuencia, diversos pasajes del debate constitucional ilustran acerca de la forma en que la redacción de una nueva Carta Fundamental fue concebida en términos de que sus normas fueran capaces, sin necesidad de la intermediación legal, de generar profundas transformaciones en la sociedad chilena, precisamente, modulándolas desde la norma fundamental del Estado.
Este segundo elemento característico del populismo constitucional también se hizo presente en el desarrollo del fracasado proceso constituyente chileno.
Una expresión concreta de aquello fueron los reiterados intentos de algunos convencionales por modificar o vulnerar los límites constitucionales que se le habían fijado a la Convención por la Ley n.º 21.200. Así, por ejemplo, la iniciativa 452 presentada a la Convención intentó promover la amnistía de los denominados «presos políticos» del estallido social de octubre de 2019, atentando contra las normas constitucionales que obligaban a respetar el ejercicio de las potestades propias de los poderes del Estado (art. 135, inciso primero), así como el límite expresamente impuesto a la Convención de respetar las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas (art. 135, inciso final).
Pero, en la línea de no reconocer límites al pueblo, en nombre de quien decía actuar la Convención Constitucional, interesa reproducir la declaración del primer vicepresidente de esta, Jaime Bassa, al plantearse la necesidad de la refundación de Carabineros (la policía de Chile). En una entrevista radiofónica expresó: «Nosotros no tenemos compromisos con los intereses de los poderes constituidos, nosotros tenemos un compromiso con el pueblo de Chile que nos han enviado un mandato muy claro en el sentido de configurar una nueva Constitución»[23] (las cursivas son nuestras).
Podría pensarse que las iniciativas reseñadas fueron aisladas. Sin embargo, el bloqueo permanente a las iniciativas que provenían de los convencionales que representaban a la derecha política[24], la cual era acusada de defender a ultranza el modelo neoliberal existente en la Constitución vigente, es, sin duda, otra manifestación de que un importante sector de la Convención se autoatribuía la representación del «pueblo» auténtico, sin ningún tipo de contrapesos, menos del que proviniera de quienes se habían identificado con el modelo neoliberal imperante hasta ese momento.
Como se expresó, y con ocasión del estallido social de octubre de 2019, se levantaron diversas voces criticando el modelo de democracia representativa regulado por la Constitución de 1980.
Durante el desarrollo del proceso constituyente, el académico y convencional Fernando Atria había sostenido que, «hoy, la idea de representación misma no tiene realidad en la experiencia»[25].
Por su parte, la convencional constituyente Beatriz Sánchez intervino en la sesión de la Comisión de Principios Constitucionales de ese órgano, el 23 de febrero de 2022, en relación con el supuesto consenso existente acerca de introducir en el borrador de la Nueva Constitución mecanismos de democracia directa para cambiarla y reformarla, y expresó
[…] si hay algo que ha quedado bastante claro […] es que nunca más una Constitución sin que haya iniciativa popular, o sea, iniciativa popular de reforma constitucional. Que cualquier cambio constitucional propuesto pase por un referéndum primero, o sea, que nunca se haga un cambio constitucional sin que pase por la ciudadanía. […] A propósito de este mismo proceso, yo diría que estamos hablando un mismo lenguaje a la hora de entender que los cambios en la Constitución, por lo que significan y por lo que han significado, no pueden hacerse nunca más entre cuatro paredes[26].
Las ideas recordadas sirvieron de fundamento para promover diversas iniciativas convencionales constituyentes que, si bien no apuntaban a reemplazar el modelo de democracia representativa existente hasta hoy, sí impulsaban distintas expresiones de democracia directa en forma complementaria con la anterior.
Estas iniciativas dieron origen a la introducción de un capítulo especial dentro de la propuesta constitucional denominado «Participación Democrática» (capítulo IV), que se iniciaba señalando que, «en Chile, la democracia se ejerce en forma directa, participativa, comunitaria y representativa» (art. 151.1). Agregaba que «la ciudadanía tiene derecho a participar de manera incidente o vinculante en los asuntos de interés público» (art. 152.1).
Del mismo modo, se estipulaba que los estatutos de las nuevas regiones autónomas considerarían mecanismos de democracia directa o semidirecta que aseguraran la participación incidente o vinculante de la población (art. 155), y la posibilidad de someter materias locales y regionales a referéndum (art. 156), así como también la convocatoria a una Asamblea Constituyente (art. 386). Igualmente, se contemplaba la posibilidad de que un porcentaje del padrón electoral pudiera presentar iniciativas populares de ley (art. 157), iniciativas de derogación total o parcial de leyes ya promulgadas (art. 158) y propuestas de reforma constitucional (art. 385.1), sin perjuicio de la realización de referéndums populares en caso de reemplazo de la Constitución (arts. 386 a 388).
Si bien existe un consenso generalizado en que la separación de las funciones del Estado, acompañada de adecuados frenos y contrapesos, es esencial para el logro del ideal de un gobierno limitado y la realización de los valores de una sociedad (Vile, 1998: 2), la propuesta de nueva Constitución y el debate que la precedió parecieron ir en un sentido contrario.
En una postura extrema, la iniciativa presentada por la convencional María Rivera tendía a disolver los poderes del Estado justificándolo de la siguiente forma:
[…] los aparatos estatales y legislaciones se han perfeccionado con innumerables mecanismos que le permitan a la gran burguesía mantener su control sobre él.
La Separación de Poderes es totalmente funcional a esa dominación, ya que les permite a los grandes empresarios controlar las distintas instituciones sin nunca perder el total control del aparato estatal (a no ser en períodos revolucionarios)[27] (las cursivas son nuestras).
A pesar de que la iniciativa referida fue rechazada y no llegó a discutirse en el pleno de la Convención Constitucional, es indudable que revela una concepción ideológica según la cual la separación de poderes es vista como un instrumento de dominación y de perpetuación del poder de una clase o estamento por sobre el resto de la sociedad.
Si bien esa iniciativa no prosperó en la propuesta constitucional, sí pudo advertirse una grave arremetida contra uno los poderes clásicos del Estado como es el judicial. El título respectivo de la propuesta eliminó ese título y lo reemplazó por el de «Sistemas de Justicia» (capítulo X), acogiendo, además, la tesis del pluralismo jurídico que apunta a «expresar la multiplicidad de sistemas jurídicos que coexisten en la sociedad, con independencia de si son o no reconocidos por el Estado» (De Souza Santos et al., 2021: 138 y 143).
La idea era romper con el principio de unidad jurisdiccional que ha caracterizado al Estado chileno y que se ha expresado en la conformación de una Administración de justicia fundada en los tribunales que establece la ley. Así, el art. 307.2 de la propuesta constitucional señalaba que «[la jurisdicción] se ejerce exclusivamente por los tribunales de justicia y las autoridades de los pueblos y naciones indígenas reconocidos por la Constitución o las leyes dictadas conforme a ella». El art. 309.1 agregaba que «el Estado reconoce los sistemas jurídicos de los pueblos y naciones indígenas, los que en virtud de su derecho a la libre determinación coexisten coordinados en un plano de igualdad con el Sistema Nacional de Justicia» (las cursivas son nuestras).
En consecuencia, la propuesta constitucional dificultaba el importante rol que deben cumplir los tribunales en un Estado de derecho, en aplicación del principio de la igualdad ante la ley y del resguardo de los derechos y libertades fundamentales, minimizando, de paso, su rol de contrapeso frente al Poder Ejecutivo y al Poder Legislativo. Esto último quedaba particularmente de manifiesto con la creación del Consejo de la Justicia, encargado de los nombramientos, gobierno, gestión, formación y disciplina en el Sistema Nacional de Justicia, y conformado por un porcentaje menor de magistrados frente a los miembros designados por instancias políticas como el Congreso de Diputadas y Diputados y la Cámara de las Regiones[28].
En otro orden de ideas, el proyecto de la Convención Constitucional atropellaba también el rol importante de los contrapesos en un Estado de derecho al suprimir el Senado como segunda Cámara del Congreso Nacional, y cuya existencia se remonta a los primeros reglamentos constitucionales en el siglo xix. Por lo demás, desde la Constitución de 1822, Chile ha acogido el bicameralismo como expresión del Poder Legislativo.
En este sentido, en sus comentarios sobre la Constitución de 1833, Carlos Huneuss sostenía que «con la existencia de dos Cámaras el país está más seguro de que no surgirán los manejos poco escrupulosos de un Gobierno falto de dignidad». Ello, después de citar a Laboulaye y a Thiers, quienes afirmaban, respectivamente, que «un Poder sin límites y sin responsabilidad no puede ser sino una forma de despotismo sea que se confíe a un solo hombre o a una Asamblea», y que «el sistema de dos Cámaras (como el existente en Francia), que mutuamente se fiscalicen, es una garantía de que la Ley se discutirá siempre con calma y madurez»[29].
Es así como, tradicionalmente, en Chile se ha entendido que la composición bicameral del Congreso está llamada a lograr un equilibrio de representación, basada en el factor poblacional (Cámara de Diputados) y en el factor geográfico o de representación de las regiones (Senado). Pero, además:
[…] se consideró que el sistema bicameral impide el despotismo del Parlamento, de modo que la división del cuerpo legislativo en dos Cámaras parece el medio más adecuado para lograrlo. Finalmente, la existencia de una segunda Cámara, constituida de una manera diferente, que tienda a asegurar su idoneidad, sirve como freno frente a una legislación apresurada e irreflexiva y conduce a una consideración serena y cuidadosa de los proyectos, sin perjuicio de que la existencia de dos Cámaras contribuye a evitar o atenuar los conflictos que se pueden producir entre el Parlamento y el Gobierno (Silva, 2000: 10-11).
Podrá sostenerse que la segunda Cámara del Congreso no desaparecía del todo en la propuesta de la Convención Constitucional, pues la eliminación del Senado era compensada por la creación de una Cámara de las Regiones destinada, esencialmente, a la representación de estas. Sin embargo, una lectura atenta de la normativa emanada de la Convención Constitucional revelaba que dicha Cámara de las Regiones no podía concurrir a la formación de cualquier ley —como ocurre con el Senado hasta el día de hoy—, sino solo a las denominadas «leyes de acuerdo regional» (art. 254.1), limitadas al listado que se contenía en el art. 268.
De lo anterior se derivaba que el nuevo Congreso de Diputadas y Diputados, cuyos miembros serían elegidos conjuntamente con el presidente de la República, ejercería el peso de la función legislativa sin la posibilidad de que la Cámara de las Regiones pudiera controlar, ni menos frenar, parte importante de los proyectos de ley que allí se aprobaran y cuya finalidad de bien común pudiera ser discutible.
Finalmente, el intento de neutralizar los frenos o contrapesos que han caracterizado a nuestro Estado de derecho tuvo otra expresión en el intento de la Convención Constitucional de eliminar el control preventivo de constitucionalidad de las leyes ejercido por el Tribunal Constitucional. El convencional Mauricio Daza, antes citado, expresó, en este sentido: «[…] nosotros consideramos que este control preventivo no es adecuado o va en contra de la presunción que debe existir respecto de la corrección de las normas que salen de un proceso democrático, en una entidad representativa como el Congreso Nacional entonces ya se le quitaría una atribución completa que es este control preventivo»[30].
No es posible desconocer la tensión que ha generado y sigue generando la denominada «objeción democrática» (Bickel, 1986) frente a la actuación de la justicia constitucional en el mundo, pero ello no impide reconocer que uno de los grandes avances del constitucionalismo ha sido la constatación de que el legislador no es infalible, a diferencia de lo que postulara Rousseau. Por esta razón, la persistencia de la Convención Constitucional en eliminar el control preventivo de constitucionalidad de las leyes dejando subsistente solo el control posterior o represivo representó, a nuestro juicio, una grave afectación del Estado de derecho y, en particular, del sistema de contrapesos que debe caracterizarlo. Más aún, cuando las razones que se esgrimieron para justificar esa supresión tuvieron que ver con la forma en que fallaba el Tribunal Constitucional causas determinadas.
Como ya se ha expresado previamente, la construcción del «pueblo» como nuevo referente político resulta esencial en la visión populista. Del mismo modo, esta idea está asociada a una contraposición con la élite a la que se responsabiliza de los problemas estructurales que afectan a la sociedad y que encuentran su reflejo en la propia Constitución.
En este sentido, resultan relevantes las declaraciones de algunos convencionales durante el desarrollo del fallido proceso constituyente. Por ejemplo, la convencional Giovanna Roa expresó que «la Convención es la oportunidad histórica que tenemos para que la institucionalidad reconozca a grupos invisibilizados»[31]. Por su parte, en el discurso pronunciado por la convencional Bárbara Sepúlveda, en la sesión de Pleno de la Convención Constitucional del 22 de octubre de 2021, sostuvo: «[…] nos prometieron igualdad y libertad, pero sabemos que para nosotros siempre ha sido en la medida de lo posible, de lo que estén dispuestos a otorgarnos ellos: los patriarcas administradores del modelo»[32].
Sin embargo, las declaraciones anteriores no habrían pasado de ser solo puntos de vista particulares sobre el nuevo «pueblo» que debía encontrar su reflejo en la propuesta constitucional si no hubiera sido porque ellas se tradujeron en modificaciones concretas en la normativa propuesta de nueva Constitución y también en el preámbulo que la antecedía.
Desde luego, el art. 2.1 de la propuesta constitucional indicaba que «la soberanía reside en el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones». El art. 6, por su parte, reconocía la condición de grupos que se estimaban invisibilizados hasta el momento proclamando que «el Estado promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género participen en condiciones de igualdad sustantiva, reconociendo que su representación efectiva es una condición mínima para el ejercicio pleno y sustantivo de la democracia y la ciudadanía». La necesidad de introducir los ajustes precisos para el logro de la igualdad sustantiva se desarrollaba latamente en el art. 25 de la propuesta.
En la discusión del preámbulo de la propuesta constitucional, entretanto, el convencional Jorge Baradit proponía incluir que «la lucha política del gran pueblo de Chile frente a las élites cerró el siglo con un golpe de fuerza que buscó destruir las luchas sociales e instalar por la violencia un modelo pétreo, que cerrara la discusión y excluyera, a través de distintos mecanismos, la participación de las personas en el dibujo de su propio destino»[33] (las cursivas son nuestras).
En las declaraciones reproducidas y normas aprobadas puede observarse la necesidad de construir un nuevo «pueblo» con quienes hasta ahora se habían encontrado excluidos y subyugados por el poder de las élites, constituyendo la expresión un aspecto esencial del populismo constitucional.
Una de las características clave de la propuesta de nueva Constitución que el pueblo de Chile rechazó en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 estuvo constituida por la ampliación del catálogo de derechos sociales hasta hoy reconocidos por la Carta Fundamental. Ello se tradujo en la incorporación de los derechos a la vivienda, a la ciudad y al territorio (arts. 51 y 52); el derecho al agua y al saneamiento suficiente (art. 57); el derecho a un mínimo vital de energía asequible y segura (art. 59); el derecho al deporte, a la actividad física y a las prácticas corporales (art. 60); el derecho a la educación digital (art. 90), y el derecho de los trabajadores, a través de sus organizaciones sindicales, a participar en las decisiones de la empresa (art. 48), entre otros.
A juicio de muchos convencionales constituyentes, esta ampliación del catálogo de derechos sociales, en principio, muy positiva, constituía la forma concreta de dar vida al modelo del Estado «social y democrático de derecho» establecido en el art. 1 de la propuesta constitucional. Así lo declaró el convencional Daniel Stingo, en una entrevista radiofónica, en la que sostuvo: «[…] dejamos muchas cosas muy bien hechas: los derechos sociales jamás los vamos a tener sin una Constitución como ésta, la recuperación del agua, los derechos de la naturaleza, los cambios que hicimos en el sistema de justicia, en el sistema político […] creo que la mayoría de los chilenos entiende que fueron cambios para mejor, para que demos un salto al desarrollo y seamos como un país europeo, con un Estado democrático y social de derecho»[34].
La amplia —y detallada— consagración de derechos sociales abría, al menos, dos interrogantes. La primera tenía que ver con la forma en que se iba a materializar que la población accediera, uniformemente, a esos derechos que, por cierto, generaron grandes expectativas, y la segunda, con el actor que debía impulsar la concreción de esos derechos.
Respecto del primer punto, es preciso consignar que la propuesta contemplaba los principios de sostenibilidad y responsabilidad fiscal, así como la necesidad de usar los recursos públicos de forma razonable, óptima, eficaz y eficiente (art. 183). No obstante, la forma amplia en que los derechos sociales aparecían redactados en la propuesta hacía temer un aumento de la judicialización en torno a su vigencia efectiva.
Lo anterior se veía agravado por el hecho de que gran parte de los nuevos derechos sociales recogidos en la propuesta constitucional terminaban «constitucionalizando» las políticas públicas, restándole margen de maniobra al legislador democrático. Un ejemplo de lo afirmado puede encontrarse en el art. 51 de la propuesta constitucional, que prescribía que «el Estado tomará todas las medidas necesarias para asegurar su goce universal y oportuno [de la vivienda], contemplando, a lo menos, la habitabilidad, el espacio y equipamiento suficientes, doméstico y comunitario, para la producción y regulación de la vida, la disponibilidad de servicios, la asequibilidad, la accesibilidad, la ubicación apropiada, la seguridad de la tenencia y la pertinencia cultural de las viviendas, conforme a la ley». Y agregaba: «El Estado podrá participar en el diseño, la construcción, la rehabilitación, la conservación y la innovación de la vivienda».
El mismo ejemplo del derecho a la vivienda sirve para ilustrar la segunda problemática que despertó el amplio catálogo de derechos sociales incluido en la propuesta constitucional. Como puede observarse en la regulación del derecho a la vivienda y también en lo referido al derecho a la educación (art. 35 y ss.), a la salud (art. 44) y a la seguridad social (art. 45), el rol que se asigna al Estado es crucial sin que se valore realmente la colaboración de los particulares en la provisión de bienes básicos para atender a las necesidades más importantes de la población.
El propio PNUD ha impulsado el concepto de gobernanza en su Agenda 2030 sobre Objetivos de Desarrollo Sostenible, como una forma de enfrentar las desigualdades y la pobreza existente en el mundo, pero ello se articula sobre la base de alianzas público-privadas.
Por el contrario, la propuesta constitucional envolvió una concepción claramente estatista que ignoraba la virtud de la colaboración de los actores privados en el logro de las metas del desarrollo. Esta desconfianza en el apoyo de los particulares revela un rechazo profundo hacia las empresas a las cuales se considera parte de la élite identificada con el modelo neoliberal hasta hoy predominante y, por ende, responsables de la mantención de las inequidades sociales.
En este sentido, la expresidenta de la Convención Constitucional Elisa Loncón afirmaba, en una entrevista radiofónica, que «para garantizar los derechos sociales se deben pagar con la redistribución de riqueza que ya no estará concentrada en las diez familias»[35].
Al mismo tiempo, la intención de otorgarle al Estado un rol privilegiado en la atención de las necesidades vinculadas a los derechos sociales generó un cuestionamiento al principio de subsidiariedad, reconocido implícitamente en la Constitución vigente, el que se estimó incompatible con el modelo de un Estado social y democrático de derecho. En una conferencia, el académico Pablo Soto expresó al respecto:
[…] predomina una versión expansiva y economicista del principio de subsidiariedad: basta con que exista un interés mercantil en un área para que quede entregada a la libertad de empresa, a la apropiación de bienes y a la propiedad, sin importar si el Estado puede llegar a tener resultados más beneficiosos en ellas, si existen razones capitales que fundan la radicación estatal de la actividad, si hay derechos fundamentales involucrados, o si debe restringirse la actividad en favor del interés público (p. ej. la apropiación de los derechos sobre las aguas)[36].
Así, la ampliación del catálogo de derechos sociales en la propuesta elaborada por la Convención Constitucional chilena no fue un simple complemento ni profundización de los derechos sociales actualmente reconocidos por la Constitución vigente. Más bien, y según ha tratado de demostrarse en el análisis que precede, obedeció a un intento de impulsar un modelo refundacional que expresa los elementos constitutivos del populismo, básicamente, el reconocimiento de derechos para sectores hasta hoy excluidos e invisibilizados dentro de la sociedad y necesitados de una acción más potente del Estado.
Sin embargo, en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, la ciudadanía chilena rechazó categóricamente la imposición de un modelo de organización societal que quebrara las bases de la identidad constitucional de nuestro país.
El populismo parece estarse extendiendo por el mundo de forma más que inesperada. Las elecciones italianas de 2018 motivaron varios estudios que intentan desentrañar las razones por las cuales los líderes populistas captan las preferencias del electorado.
En Chile, un movimiento social muy profundo, en septiembre de 2019, constituyó el marco a partir del cual se expresaron y visibilizaron diversas demandas que no fueron canalizadas por un único líder populista. No obstante, sentaron las bases para que la respuesta de los principales órganos del Estado a las inquietudes ciudadanas condujera al reemplazo total de la Constitución mediante la elección de un órgano —la Convención Constitucional— que hizo suyos los principales rasgos del populismo constitucional. El pueblo de Chile rechazó categóricamente esta propuesta en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, abriendo un camino de esperanza donde un nuevo proceso constituyente se ha iniciado por una reforma de enero de 2023, el que ya da señales contundentes de que el populismo constitucional no será la tónica del debate.
[1] |
Ley n.º 21.200, publicada en el Diario Oficial del 24 de diciembre de 2019. |
[2] |
Art. 135, inciso primero, de la Constitución Política. |
[3] |
Disponible en: https://tinyurl.com/2p9c6jnt. |
[4] |
La última encuesta oficial realizada por la Plataforma Plaza Pública CADEM, a dos semanas de la realización del plebiscito del 4 de septiembre de 2022, indicaba que el 46 % de la población encuestada se inclinaría por la opción del «rechazo», mientras que un 37 % votaría «apruebo». Es de destacar que un 17 % de los encuestados se declaraba «indeciso». Disponible en: htpps://cadem.cl/plaza-publica/. |
[5] |
El 21 de julio de 2022, el presidente de la República, en sus redes sociales, incluyó una publicación sobre cómo convencer a las familias para votar por el «apruebo», en la que, además, se utilizaba la imagen de un famoso cantante. Disponible en: https://tinyurl.com/yc3w9hj2. |
[6] |
El 12 de agosto de 2022 se dio a conocer el Dictamen E245381N22 de la Contraloría General de la República que estableció que el ministro secretario general de la Presidencia, Giorgio Jackson, no se había ajustado a la prescindencia que debía guardar respecto del plebiscito del 4 de septiembre. Disponible en: https://tinyurl.com/4dbyd42s. |
[7] |
El medio electrónico El Desconcierto reproducía, el 7 de julio de 2022, las declaraciones de la ministra secretaria general de Gobierno, Camila Vallejo, admitiendo que «del resultado del referéndum depende la gestión del Presidente Gabriel Boric y la implementación de su programa, particularmente en el ámbito social». Agregaba: «[…] si seguimos con la Constitución del 80’, vamos a tener las mismas limitaciones de siempre». Disponible en: https://tinyurl.com/bddsbve6. |
[8] |
Disponible en: https://cadem.cl/plaza-publica/. |
[9] |
El art. 1 de la propuesta definía Chile como un Estado «plurinacional», además de intercultural, entre otras características. |
[10] |
Disponible en: www.elmostrador/noticias/opinion/. |
[11] |
Heiss (2020: 84) sostuvo: «La capacidad de representación de los partidos políticos ha sufrido un grave deterioro. Ya no aparecen ante la ciudadanía como una forma efectiva de transmitir sus ideas, valores e intereses a la esfera de la toma de decisiones políticas en el Gobierno y en el Congreso. La distancia entre ciudadanos y líderes políticos, económicos y sociales aumentó». |
[12] |
Boletín n.º 11.617-07. |
[13] |
Programa de Gobierno de Michelle Bachelet, 2014-2018. |
[14] |
Ley n.º 21.200. |
[15] |
De conformidad con el actual art. 15 de la Constitución vigente, el sufragio es voluntario. |
[16] |
Con posterioridad a la realización del plebiscito del 25 de octubre de 2020, el director del Servicio Electoral (SERVEL) destacaba que la participación ciudadana en este había superado la media de las últimas décadas, alcanzando un porcentaje del 50,98 % del padrón electoral. Por su parte, las estadísticas dadas a conocer por el SERVEL registraban un 78,31 % de votación favorable a la opción «Apruebo» una nueva Constitución y un 79,18 % en favor de la opción «Convención Constitucional» íntegramente elegida por la ciudadanía como mecanismo para elaborar la nueva Carta Fundamental. |
[17] |
Un análisis estadístico del resultado de las elecciones de convencionales constituyentes muestra que un 64 % del total de los elegidos tenían la calidad de independientes o no afiliados a un partido político, mientras que un 36 % sí eran militantes de partidos. Disponible en: https://tinyurl.com/32k22hkp. |
[18] |
Disponible en: https://tinyurl.com/25pu8k4s. |
[19] |
Disponible en: https://tinyurl.com/3stz7z99. |
[20] |
Puede observarse, en este punto, una importante coincidencia con la Asamblea Nacional Constituyente, convocada en 1999, en Venezuela, cuya primera decisión política fue autoatribuirse el «poder constituyente originario», suplantando al pueblo y la soberanía popular, lo que lleva a Alan Brewer-Carías a sostener que se dio un golpe de Estado contra la Constitución de 1961 (2021: 166 y 167). |
[21] |
«Artículo 1. La Nación Chilena es la unión de todos los chilenos: en ella reside esencialmente la soberanía, cuyo ejercicio delega conforme a esta Constitución». |
[22] |
Disponible en: www.chileconvencion.cl. Informe de la Comisión de Preámbulo, p. 2. |
[23] |
Disponible en: https://tinyurl.com/3k8yn4ka. |
[24] |
El columnista Gonzalo Cordero contestó a una columna previa del convencional Patricio Fernández, quien se refirió al rol que había jugado la derecha en la Convención Constitucional, indicando que «Fernández no puede abrirse a la posibilidad de encontrar razonable una norma que venga de la derecha y votarla a favor. Al menos no sin antes haber obtenido el permiso de la extrema izquierda, censora que fiscaliza con extremo rigor la fidelidad a los “intereses del pueblo”». Disponible en: https://tinyurl.com/pr48b9xa. |
[25] |
Disponible en: https://tinyurl.com/5n9xkzht. |
[26] |
Disponible en: www.chileconvencion.cl, sesión n.º 43 de la Comisión de Principios Constitucionales, de 23 de febrero de 2022. |
[27] |
Disponible en: https://tinyurl.com/bd7b6ftc. |
[28] |
Arts. 342 y 344 de la Propuesta Constitucional. |
[29] |
Huneuss (1890: 124-125). Sin embargo, según los datos proporcionados por aceproject.org/epic.es, 143 Estados del mundo cuentan con Parlamentos unicamerales, constituyendo la mayoría (un 60 %) entre todos los analizados, lo que demostraría que el unicameralismo no es, en sí mismo, contrario al Estado de derecho. Más bien, hay que atender a la forma en cómo se ha construido la tradición republicana de cada Estado. |
[30] |
Disponible en: https://tinyurl.com/yust7h3x. |
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Disponible en: https://tinyurl.com/47w5w4ax. |
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