1. Debemos felicitarnos por el hecho de que el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales haya decidido publicar nuevamente los dos tomos sobre Fuentes del derecho, de Francisco Balaguer, aunque ahora se presenten en un volumen único. La obra original, publicada de forma separada en 1991 y 1992, recibió, muy merecidamente, el premio Adolfo Posada del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales un año después.
Debe recordarse que, como indica el autor en su nota preliminar, comenzó a elaborar esta obra antes de cumplir 30 años. El dato debe ser subrayado porque evidencia, por sí solo, la ambición y la capacidad intelectual de su autor. Pocas personas pueden, a esa edad, elaborar una teoría general de las fuentes del derecho. Y esto es lo que Balaguer hace en el primer tomo de la obra, titulado Principios del ordenamiento constitucional. El autor completa la obra con un segundo tomo en el que examina las fuentes del derecho en el ordenamiento español, tanto en su dimensión general (estatal) como en la autonómica.
El primer tomo se articula a través de una presentación y de tres capítulos sobre las fuentes del derecho, la Constitución y el ordenamiento jurídico, y la coherencia y la plenitud del ordenamiento.
Sin ningún género de dudas, es este primer tomo el que posee una mayor carga dogmática, ya que el autor hace gala de un exhaustivo conocimiento de todos los autores clásicos en la materia, y de la mayoría de la doctrina publicada en italiano y castellano. Pero, antes de adentrarnos en el apartado de las fuentes del derecho, merece la pena detenerse en una de las claves sobre las que se articula el libro: mientras que el Estado liberal se vincula con la ley y la razón, el actual Estado constitucional se fundamenta en el pluralismo sociopolítico que se proyecta en un modelo de atribución de competencias, y en un nuevo racionalismo crítico, basado en la instrumentalidad de la razón, la convencionalidad de la verdad y el pluralismo de la lógica (p. 46). Esta es una idea que se irá repitiendo a lo largo de la obra, y que servirá para justificar algunas de las tesis defendidas por el autor.
2. Balaguer estima que hoy las fuentes del derecho no pueden identificarse, como ocurría en el Estado liberal, con el derecho positivo fijado en la ley a través de proposiciones generales y abstractas, derivadas de la razón. Esta aproximación a las fuentes del derecho como objeto de estudio es inadecuada porque olvida cuestiones nucleares (como son los modos de producción del derecho y la aplicación de las normas). Aunque el dualismo germánico aporta algunas novedades relevantes, como son la introducción del principio de competencia o el respeto de los derechos, sigue dejando al margen las normas de producción. Estas serán tomadas en consideración por la Escuela de Viena. En opinión del autor, resulta hoy preciso articular diferentes centros de producción normativa que confluyen en un mismo ordenamiento (derecho internacional, derecho supranacional, el estatal y el autonómico).
Esta última es una afirmación que puede ser sometida a debate. De un lado, porque diferencia el derecho internacional y el derecho supranacional, y, aunque esta sea una tesis muy defendida en la doctrina, sigue siendo convincente la posición de Rosenstiel (1967: 24-35), para quien la supranacionalidad es una noción política, no jurídica, que no solamente no cuestiona el papel (internacional) de los Estados, sino que lo presupone. El propio Balaguer afirmará más adelante que los ordenamientos estatales son «presupuesto de existencia del Derecho internacional» y «constituyen el fundamento de su validez» (p. 135). De otro lado, porque entremezcla centros de producción normativa de distinta naturaleza. Mientras que el derecho internacional convencional es un ordenamiento autónomo en su configuración, el derecho estatal y el autonómico forman parte del mismo ordenamiento. Esto explica que los conflictos normativos que se puedan producir entre estos últimos puedan resolverse a través de la supralegalidad de la Constitución (Aragón Reyes, 1986: 9 y ss.), cosa que no ocurre en el primer caso.
En todo caso, el examen de las fuentes del derecho debe extenderse hoy «a la consideración del proceso global de producción y aplicación del derecho», partiendo del carácter jurídico de las normas de producción y del necesario examen de las relaciones internormativas. Deben examinarse, en particular, las diversas categorías o tipos normativos a través de los cuales se incorporan normas jurídicas al ordenamiento, atendiendo especialmente al proceso de producción del derecho, aunque el contexto actual sea hoy más complejo por diversas razones (ruptura de la frontera entre derecho público y privado, discutible carácter normativo de alguna categoría de disposiciones, inexigibilidad de las notas de generalidad y abstracción, etc.). Por estas razones, opta el autor por examinar el derecho desde su perspectiva formal (normas sobre la producción), porque la fuente es solo una forma que integra normas a las que se confiere un régimen jurídico específico (p. 109). Finalmente, en lo que atañe al tratamiento científico de las fuentes del derecho, o análisis científico del derecho, se recuerdan en la obra reseñada diversas teorías de la argumentación jurídica (vinculadas con el tenor literal, la voluntad de sus autores o la búsqueda de justicia material, entre otras) y opone la lógica a la dialéctica. Mientras que la primera «pretende llegar a conclusiones necesarias, verdaderas y demostrables, la dialéctica conduce a decisiones que deben basarse en el consenso, que puedan ser aceptables para los demás implicados en el proceso jurídico» (p. 117). Por esta razón, el tratamiento lógico-científico del derecho debe darse, pero con límites, porque el derecho es un proceso permanente que atañe tanto a su creación como a su aplicación. Dicho con otras palabras, la lógica ofrece posibilidades, pero no impone soluciones únicas (entre otras razones, porque el pluralismo también se expresa en principios).
3. Subsiguiente al examen de las fuentes del derecho es el estudio de la Constitución y el ordenamiento jurídico. Tras recordar las concepciones normativista e institucionalista del ordenamiento, valora cómo esta última ha roto las identificaciones derecho-Estado y derecho-ley, admitiendo nuevas formas de producción jurídica vinculadas con el pluralismo social.
Balaguer recuerda que el ordenamiento estatal sigue siendo el centro de imputación de las distintas relaciones que pueden producirse entre ordenamientos diferentes y que es originario, aunque considera el ordenamiento internacional «superior al estatal» (p. 135). Esta es una tesis que, a mi entender, merecería mayor argumentación, ya sea con razonamientos propios o ajenos, aunque sea muy extendida en la doctrina, y difícilmente compatible con la idea de que hoy por hoy «es el ordenamiento europeo el que deriva su validez de los ordenamientos nacionales» (p. 136).
La tesis del autor es que hay un derecho estatal global, que estaría compuesto por el derecho constitucional del Estado (originario y cuya validez se vincula con una cuestión fáctica: su legitimidad política), y otros ordenamientos (general del Estado, autonómicos y otros menores), cuyas normas requieren de un parámetro previsto en el ordenamiento constitucional para ser válidas. Además, Balaguer entiende que los subordenamientos general y autonómicos están igualados, lo que le lleva a afirmar que no es posible oponer frente a la reserva material y a la rigidez de los estatutos de autonomía «la posibilidad última de la reforma constitucional […], ya que en nuestro ordenamiento poder general del Estado y poder de reforma no son términos estrictamente equiparables» (p. 139). Esta idea se fundamenta con más detalle en el capítulo cuarto de la segunda parte, en la que se defiende que el modelo autonómico es irreversible salvo acuerdo del Estado general y las propias comunidades autónomas (p. 459). La duda que puede albergarse es si el poder de reforma constitucional forma parte del poder general del Estado o del ordenamiento constitucional, siendo, además, siempre posible que el poder constituyente opte por darse un texto constitucional de nuevo cuño (sin que sea precisa la iniciativa autonómica, y en la que la participación de los senadores y de los ciudadanos no se hace en representación de las autoridades autonómicas, por lo que no tendría el alcance conferido por el autor en la p. 484).
En conexión con esta idea el autor afirmará que incluso en los supuestos en los que «la voluntad expresada no sea aún la de una Comunidad Autónoma no quiere decir que no sea voluntad del territorio jurídicamente articulada» (p. 469), entendiendo que en estos casos participarían los representantes de las provincias que la conforman en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Pero esa idea de la voluntariedad autonómica queda aquí desdibujada porque estos representantes actúan en nombre del pueblo en su conjunto y en defensa de los intereses generales y porque casa mal esa concepción de la autonomía con la imposición de que una provincia se integre en una comunidad autónoma.
En todo caso resulta claro que la Constitución jurídico-positiva se puede considerar la norma fundamental o primera, presuponiendo su validez (por su efectividad y legitimidad), sin que sea hoy preciso contar con un principio de legitimación —teológico, consensual, tradicional— como defendiera Bobbio.
4. Por su parte, el ordenamiento jurídico se compone de normas que siempre tienen enunciados, aunque no sean coactivos, generales o abstractos, y que deben respetar las normas sobre producción jurídica. Estas pueden basarse en una estructura jerárquica simple o doble (Merkl o Pizzorusso), aunque Balaguer estima más adecuado analizar en qué medida la propia estructura de la jerarquía normativa se ve afectada por la normatividad de la Constitución. Musacchia, por su parte, defiende la existencia de normas constitucionales sobre la producción de carácter general y especial (limitadas a materias concretas). Resulta innegable que el paso del Estado legal de derecho al Estado constitucional de derecho supone pasar del examen de la jerarquía y la eficacia al análisis de la competencia y la validez, vinculados con el pluralismo. No será suficiente examinar su procedimiento de creación, sino que deberá analizarse también el campo de actuación de la norma.
En relación con el contenido de la norma es posible, por cierto, que esta contenga una disposición (toda expresión lingüística completa [enunciado] contenida en una fuente de derecho, p. 188, con Guastini) o varias, pero también que haya normas sin disposición, o normas constituidas a través de varias disposiciones (como ocurre con las sentencias interpretativas, que Balaguer denomina normativas). Y también existen normas de aplicación directa y de aplicación relacional, pudiendo la misma norma cumplir, eventualmente, ambos roles (dependiendo, por ejemplo, del tipo de sujeto a que se aplique).
En relación con las normas debe analizarse, según Balaguer, su validez formal, su validez real y su vigencia. La validez alude a la juridicidad de una norma respecto a un sistema jurídico y se despliega en diversos ámbitos (territorial, personal, material y temporal), siendo habitual que se presuma a priori, aunque pueda ser descartada por un órgano de control. La validez real (vigencia social, a nuestro juicio) tiene que ver con su aceptación o la desafección social que, en su caso, provoca. Y la vigencia suele verse precedida por la publicación de la norma, aunque esta puede prever expresamente efectos retroactivos (art. 2.3 CC). Mientras que la derogación (expresa o implícita o tácita, o total o parcial) de la norma afecta a la vigencia y es decidida por cada aplicador del derecho, la anulación afecta a la validez y es acordada por un órgano de control.
Queda por señalar que el actual ordenamiento constitucional es complejo, por la pluralidad de fuentes de producción y por la existencia de diversos criterios aplicables a las relaciones entre fuentes, y sitúa a la jurisdicción constitucional, que surge del acuerdo mutuo de los diversos poderes sociales expresado en la Constitución, en una posición esencial. Y debe entenderse, en definitiva, el ordenamiento como un sistema global del que dependen las normas, en vez de buscar la conexión individual de una norma con otra.
5. En la última parte del primer tomo se examinan, según hemos adelantado, la coherencia y la plenitud del ordenamiento.
La coherencia supone que deben articularse una serie de principios que permitan resolver los conflictos normativos que se produzcan, principios que no deben ser concebidos de manera rígida y formalizada, porque presentan gran importancia la argumentación jurídica empleada y las concretas circunstancias del caso concreto. Balaguer considera que el conflicto normativo se produce siempre en la fase de aplicación del derecho, aunque existan mecanismos de control abstracto.
Puede haber conflictos normativos de primer o de segundo grado. La resolución de los primeros precisa únicamente de la aplicación de uno de los siguientes principios: jerarquía, competencia, especialidad, cronológico y de prevalencia. El principio de jerarquía, que debe entenderse como supremacía jerárquica, ha conocido distintas construcciones doctrinales (Merkl, Kelsen). Balaguer considera que el deber de acatamiento de la norma «es expresión en última instancia del sometimiento al principio de constitucionalidad (del sometimiento a la constitución y al resto del ordenamiento jurídico)» (pp. 232-233). Mientras que la jerarquía impone una obligación positiva de acatamiento a la norma (deber de obediencia), el principio de competencia impone una obligación negativa de respetar y no modificar las normas cuyas relaciones se rijan por él. La aplicación del principio de jerarquía presenta matices si la norma inferior tiene rango de ley, y, además, su aplicación correcta no siempre supone decretar la nulidad de la norma inferior.
El principio de competencia, vinculado con el pluralismo (territorial primero, social y político después), solamente resuelve por sí mismo conflictos normativos cuando, además de habilitarse a una fuente, se excluye a las restantes del ámbito de esa habilitación. Por otra parte, la relación de competencia es una relación internormativa indirecta, basada en que dos normas deben respetar una tercera superior (pudiendo entonces afirmarse, como sostiene Ruggeri, que el criterio de competencia tiene un fundamento lógico-positivo de naturaleza jerárquica); ambas normas tienen un ámbito material de validez diferente y existe un deber de respeto recíproco entre ellas cuya vulneración se sancionará con la anulación o inaplicación. En todo caso, la vulneración del procedimiento de adopción no siempre supone su invalidez (ley ordinaria aprobada mediante procedimiento orgánico, afectando su control a su régimen jurídico).
El principio de especialidad es el antecedente más inmediato del principio de competencia (Pizzorusso), ya que hace posible la aplicación de normativas singulares a un grupo social diferenciado (ya sea por remisión a usos y costumbres —autonormación— como a través de normas particulares —regulación heterónoma—). El criterio de especialidad responde a exigencias de justicia, pero debe respetar la igualdad.
El criterio cronológico se aplica a normas emanadas por el mismo órgano a lo largo del tiempo, determinando que la nueva norma deroga a la anterior. Se discute si también a las inferiores, pero Balaguer considera que este entendimiento es cuestionable, porque existen diferencias relevantes entre los criterios cronológico y jerárquico (este puede operar retroactivamente, trae causa de un vicio, y debe ser aplicado por un órgano de control). La derogación, que puede ser tácita, expresa e implícita, suscita diversos problemas, de los que apuntamos aquí dos. El primero para hacer notar que la derogación tácita no conlleva automáticamente que todos los operadores jurídicos deban entender que una misma norma anterior debe ser inaplicada. El segundo es que la reviviscencia del derecho derogado resulta posible en determinados casos.
Finalmente, la aplicación del criterio de prevalencia depende del tipo de reparto de la competencia que se ha formulado. En relación con las competencias concurrentes, actúa igual que la jerarquía, pero solamente genera el desplazamiento de la norma inferior, y no su derogación o anulación (p. 251), y, cuando afecta a competencias no concurrentes, solo puede ser un criterio provisional de atribución competencial hasta que se decida a quién corresponde la competencia.
6. La resolución de los conflictos normativos de segundo grado exige aplicar varios de los criterios examinados anteriormente. Es normal que el criterio cronológico ceda ante los restantes criterios (aunque no siempre sobre la prevalencia). El criterio jerárquico suele imponerse sobre la especialidad, pero resulta incompatible con el de competencia. Este también suele imponerse a los demás, pero su aplicación es más compleja. En todo caso, hay un metacriterio y es que la interpretación de las normas sea congruente con la Constitución y favorable a los derechos, metacriterio que puede ser tomado en consideración en este tipo de conflictos o cuando ninguno de los restantes criterios resulta de aplicación (por ejemplo, cuando hay dos normas incompatibles recogidas en la misma norma).
Los efectos del conflicto normativo dependerán del criterio o criterios empleados en su resolución. La aplicación del criterio cronológico se concreta en la derogación de la norma que puede ser apreciada por cualquier aplicador del derecho, mientras que el de jerarquía puede suponer la derogación (aprobación de una norma superior más reciente), la inaplicación o la anulación (esta última reservada a órganos de control). Lo mismo ocurre con el principio de competencia, aunque se pueda establecer un criterio provisional de solución a través de la prevalencia. Y es que un conflicto normativo puede generar una nueva norma, a través de decisiones que tienen eficacia erga omnes.
7. Examinada la coherencia del ordenamiento, toca analizar ahora su plenitud, dogma que alcanzó en el Estado liberal su más alta expresión, y que no se puede concebir hoy en su sentido original. Hoy somos conscientes de que el derecho no puede afrontar todas las necesidades sociales, de que existen lagunas, y que la plenitud concibe el ordenamiento como completable. Aceptada la existencia de vacíos normativos (por una deficiencia de la norma o por un contenido material de una norma que debe ser extendido a supuestos no expresamente previstos en ella, entre otros casos), debe respetarse, además, la decisión del legislador de dejar espacios sin normar, que cabe en el marco de la política legislativa siempre que no comprometa ningún principio constitucional ni afecte al correcto funcionamiento del sistema.
La necesidad de colmar esas eventuales lagunas debe realizarse a través de las técnicas de auto- y heterointegración, pero no en el sentido dado a estas expresiones por Carnelutti (se colma la laguna atendiendo a la misma fuente o a otra u otras distintas), sino entendiendo que la autointegración alude a las fuentes del mismo ordenamiento y la heterointegración hace referencia a las normas de otro ordenamiento. La analogía (art. 4.1 CC) es una técnica al servicio de la autointegración, en la que se da una respuesta a una materia prevista para otra similar, cuando ambas tienen en común su ratio legis. Resulta discutible su eventual identificación con los principios generales del derecho, que obligaría a aplicar previamente la costumbre (art. 1.4 CC). También puede ser útil la interpretación extensiva de una norma, aunque en este caso no estamos ante una integración en sentido estricto por no generar una nueva norma, y considera el autor que esta técnica, utilizada particularmente en Italia, no sería contraria al art. 4.2 CC español si trae causa de una deficiencia técnica de las normas allí previstas. Si la autointegración contempla el recurso a otras fuentes del mismo ordenamiento, queda un espacio reducido para la heterointegración. Hay dos técnicas de heterointegración: la remisión y la supletoriedad. La remisión puede ser de dos tipos: recepción (reenvío material según Balaguer, mediante el recurso al contenido de normas de otro ordenamiento —aunque puede entenderse, en este caso, a nuestro entender, que no hay remisión, sino libre decisión de quién regula la materia—) y el reenvío (a normas del otro ordenamiento). Y la supletoriedad está contemplada en las relaciones entre el derecho estatal y los autonómicos (art. 149.3 CE) y entre el derecho civil general y los derechos especiales o forales (arts. 4.3 y 13.2 CC). Ahora bien, la aplicación del derecho estatal de manera inmediata no se corresponde con el papel que debe cumplir en nuestro ordenamiento, debiendo optarse primero por la aplicación de los mecanismos de autointegración previamente examinados.
8. Hasta aquí se ha dado cuenta crítica de la primera parte de la obra que nos ocupa. El tomo segundo, dedicado al examen de la Constitución, la ley y el reglamento, y del ordenamiento general del Estado y de los autonómicos, se articula en seis capítulos sobre la Constitución, las fuentes legales del ordenamiento general del Estado, las fuentes reglamentarias del ordenamiento general del Estado, los estatutos de autonomía, las fuentes legales y reglamentarias de los ordenamientos autonómicos del Estado y las relaciones entre el ordenamiento general y estos últimos.
Antes de abordar estos contenidos, conviene señalar que su lectura es muy recomendable porque el autor, además de examinar críticamente las categorías normativas, la jurisprudencia constitucional y las distintas lecturas doctrinales que sobre ellas se han ofrecido, expone siempre su visión personal sobre ellas, y lo hace con una argumentación que es extensa y convincente casi siempre, en mi opinión.
En relación con la Constitución como norma, el autor la concibe como un medio jurídico de transformación social, que regula los diferentes procedimientos de producción de otras normas y recoge distintos contenidos normativos materiales (reglas, principios constitucionales —que se examinan en profundidad en esta obra—, normas programáticas, etc.) que expresan el consenso fundacional que origina el orden jurídico. Contenidos constitucionales normativos que irradian el ordenamiento jurídico y, en ocasiones (derechos fundamentales), pueden ser invocados por los ciudadanos (y justiciables). Son también muy interesantes sus reflexiones sobre el valor que presenta la Constitución dentro del ordenamiento (carácter fundacional y portadora de legitimidad) y la existencia de límites explícitos a la reforma (como son las materias cuya modificación debe realizarse por el procedimiento de revisión y aquellas que desfiguren el núcleo esencial de la Constitución, o los límites temporales previstos en el art. 169 CE). Resulta más polémico afirmar que hay límites que se derivan de la interacción constitucional en el ámbito europeo, estatal y autonómico, porque, a nuestro modesto entender, todo el contenido de la Constitución puede ser mudado (cuestión distinta es que el resultado pueda seguir denominándose Constitución). En todo caso, resulta muy interesante examinar detalladamente la naturaleza y el régimen jurídico de las leyes de reforma y revisión constitucional, como hace el autor, que defiende que el control de constitucionalidad sea, en su caso, previo al referéndum constitucional. También resulta exhaustivo e interesante el análisis que Balaguer realiza del bloque de constitucionalidad (del que no forma parte el derecho de la Unión, aunque el Tribunal Constitucional lo haya tomado en consideración en ocasiones) y de las sentencias normativas del Tribunal Constitucional, caracterizadas por su complejidad, complementariedad y fragmentariedad.
9. Ya en relación con el análisis del ordenamiento general del Estado, comienza con las fuentes con rango de ley. Se hace un profundo análisis de la ley como categoría normativa, de su concepción fragmentaria al servicio del pluralismo, de su relación con la Constitución y de su rango y fuerza. Acepta Balaguer que existen algunas categorías de leyes que presentan autonomía como fuentes (como son las leyes orgánicas —que también analiza extensamente— o las reguladas en los apdos. 2 y 3 del art. 150 CE), y precisamente en este estudio acaso habría sido interesante examinar como categoría normativa autónoma las leyes de presupuestos. También se echa de menos un análisis de las leyes orgánicas relacionadas con los acuerdos internacionales (art. 93 CE) y, ya desde una perspectiva más general, el examen de los tratados internacionales como normas que forman parte del derecho español (art. 96.1 CE), aunque puedan formalizarse, atendiendo a su contenido, de maneras diversas. Balaguer sí examina con mucho detalle las normas del Gobierno con fuerza de ley, los decretos leyes (respecto de los que considera que el control político realizado por el Congreso acaso sea insuficiente) y los decretos legislativos, pronunciándose críticamente sobre sus aspectos más polémicos (por ejemplo, los efectos de la convalidación del decreto ley o la relación entre este y la posterior ley de conversión y el control judicial y parlamentario del decreto legislativo, entre otros).
10. En el examen de las normas reglamentarias del poder general del Estado se abordan también asuntos de gran interés teórico y de trascendencia práctica. Destacamos, entre otros, la distinción entre el derecho estatutario y reglamentario y el examen de la potestad reglamentaria, defendiendo en este punto que el Gobierno puede aprobar regulaciones sin habilitación legal previa (vinculación negativa, derivada del principio de legalidad), derivando su juridicidad de los principios constitucionales, salvo que haya materias reservadas a la ley. Esta tesis, que se apoya en la pluralidad de fuentes normativas existentes en nuestro modelo constitucional, puede ser sometida a discusión. A nuestro juicio, el principio de reserva de ley no supone tanto un límite a la potestad reglamentaria del Gobierno como asumir la existencia de «una nueva tensión entre mayoría [y Gobierno, añadiríamos] y oposición» (p. 435), y que, consecuentemente, se imponga la exigencia de que las minorías políticas, presentes en el Parlamento, puedan intervenir en la regulación de determinadas materias sensibles (ya sea a través de su función legislativa o de control), lo que impide la deslegalización sobre estas materias. Y en lo que atañe a la potestad reglamentaria externa (esto es, que afecta directamente a la sociedad), resulta razonable que tal intervención se realice en los términos previstos en la ley (vinculación positiva). Balaguer recuerda que la doctrina y nuestro Tribunal Constitucional han diferenciado reservas de ley absolutas y relativas, confiriendo un menor o mayor alcance a la regulación reglamentaria. Y, en el marco del estudio del principio de legalidad, el autor defiende la existencia de reglamentos paralegales, independientes o autónomos (diferentes de los estatutarios, que suelen contar con habilitación legal), que son normas primarias porque se vinculan directamente con la Constitución, y de reglamentos ejecutivos, que complementan la legislación y regulan materias previamente disciplinadas por la ley a través de la deslegalización. Cierra este capítulo el análisis de los reglamentos de necesidad, que pueden integrar normas y actos, y que pueden tener base legal (por ejemplo, LO 4/1981) o no. Estos reglamentos pueden contravenir la ley de manera provisional, mientras concurran las condiciones extraordinarias que justifican su emisión, pero no el ordenamiento constitucional.
11. El examen de los ordenamientos autonómicos parte de que el estatuto de autonomía es norma pactada y que presenta una especial rigidez normativa (excepto los estatutos de Ceuta y Melilla) que constituye una garantía frente al legislador general. Del análisis de esta norma subrayamos el tratamiento que el autor hace de las normas programáticas y de los derechos estatutarios, que pueden limitar la actuación del legislador autonómico si son compatibles con la Constitución. En cuanto a la ley autonómica y sus relaciones con la legislación estatal, así como con las normas del Gobierno con fuerza de ley, recuerda que el Tribunal Constitucional ha señalado que su control sobre el presupuesto de hecho habilitante de los decretos leyes autonómicos puede ser más intenso, dado que el procedimiento legislativo es más ágil en un Parlamento unicameral (STC 93/2015), y que la figura del decreto legislativo autonómico se ha extendido a todas las comunidades autónomas. Por lo que hace a las normas reglamentarias autonómicas, que pueden depender de leyes tanto estatales como autonómicas, apunta a que suelen tener más densidad normativa que las estatales y que pueden ser controladas ocasionalmente por el Tribunal Constitucional (art. 161.2 CE). Y cierra este ámbito de los ordenamientos autonómicos con los mecanismos de integración del derecho autonómico, que pueden ser de autointegración (a través de la analogía —con independencia de la eventual modificación del Código Civil en esta materia— y la costumbre) y de heterointegración (reenvío —únicamente posible, según el autor, al derecho general del Estado, ex art. 149.3 CE—).
12. La última parte de la obra, dedicada al análisis de las relaciones entre el ordenamiento general y los ordenamientos autonómicos, es especialmente rica en contenido y sugerente en sus formulaciones. Balaguer recuerda que el Estado dispone de una serie de mecanismos (arts. 150.3, 161.2 y 155 CE) que hacen posible la garantía de la unidad y la preservación de los intereses generales y de los que se detiene en la prevalencia y supletoriedad del derecho estatal (art. 149.3 CE) y en las competencias básicas determinadas por el derecho general (art. 149.1 CE). A continuación, realiza un detenido examen crítico de las leyes previstas en el art. 150 CE: las leyes marco (que deben contener los principios, directrices y bases a que debe someterse la legislación autonómica) y las leyes orgánicas de transferencia y delegación —ambos tipos de leyes pueden ser revocadas y estas segundas han de establecer el tipo de control por el Estado—, y las leyes de armonización (art. 150.3 CE), que presentan carácter excepcional, precisan de una decisión previa de las Cortes Generales sobre su necesidad, y pueden incidir en las competencias autonómicas para asegurar el interés general fijando principios que vinculan a los poderes públicos regionales.
Naturalmente examina las relaciones bases-desarrollo, que se encuentran recogidas o se deducen del derecho general, y cuya constitucionalidad puede ser controlada por el Tribunal Constitucional. Balaguer estima que la interpretación de las bases ha conducido a su reformulación y ampliación (p. 564) y que la Constitución podría haber optado por un concepto formal de las bases, pero no lo ha hecho. Ahora bien, las bases en relación con una materia deben ser, «por su estructura, tan sólo los principios fundamentales que disciplinan la actuación normativa sobre esa materia» (p. 567). En todo caso, concluye el autor que el concepto de bases «pasa de ser un concepto material que apela a la estructura formal de la norma, a ser un concepto material que apela a su contenido, pero sin que exista un criterio homogéneo para determinar ese contenido». A nosotros nos parece lógico que así sea porque también dependen las bases de circunstancias concretas que concurran. En el libro que recensionamos se examinan otras cuestiones relacionadas con las bases, como son su definición en el momento de su determinación por parte de las instituciones generales del Estado y en el momento de su eventual revisión, y la potestad normativa de definición y regulación de lo básico, recordando que el Tribunal Constitucional ha reforzado la exigencia de ley formal y ha prestado cierta atención a la estructura formal de la norma básica cuando se trata de una norma reglamentaria. En estos últimos casos, el Gobierno puede aprobar bases cuando son complemento necesario para garantizar el fin al que responde la competencia estatal sobre las bases o, de forma excepcional, cuando tal normativa se justifica por su carácter técnico o por su naturaleza cambiante y coyuntural (SSTC 244/1998 y 147/1991, respectivamente). En todo caso, el Estatuto de Autonomía de Cataluña dispone que las bases deben recogerse en normas generales con rango de ley. Por otra parte, mientras que algunos autores defienden que «el derecho estatal puede regular cualquier materia, pero no puede determinar cualquier ámbito de vigencia para esa regulación» (p. 584), otros estiman que su competencia es limitada. Balaguer considera que es la condición abierta del proceso autonómico la que justifica el poder normativo general del Estado, aunque la extensión y profundización del modelo autonómico lo ha hecho cada vez más reducido y no pueda fundamentarse hoy esa competencia general en la cláusula de supletoriedad (pp. 592 y ss.), ni pueda regular determinadas materias (por ejemplo, la organización interna autonómica), ni definir el ámbito de validez espacial de sus normas.
Especialmente convincente es el entendimiento que el autor defiende del principio de supletoriedad, que no debe vincularse con cualquier vacío normativo autonómico, sino solamente con aquel que no pueda ser autointegrado por el propio derecho autonómico y presente, entonces sí, una laguna jurídica. No debe ser interpretada la supletoriedad en su dimensión competencial (como ha hecho el Tribunal Constitucional en un sentido más favorable a la competencia estatal en un primer momento, y negativo después), sino como una mera norma de integración normativa que afecta a todas las competencias autonómicas (también las exclusivas, a diferencia de lo que ocurre con la prevalencia). Analiza el autor otros supuestos de aplicación no supletoria del derecho estatal en la comunidad autónoma (pp. 602 y ss.).
13. El autor examina extensamente los conflictos normativos existentes entre el derecho estatal y los ordenamientos autonómicos. De entrada, Balaguer diferencia los conflictos competenciales (que «tienden a determinar el órgano competente para reglar, con independencia del contenido material de la regulación») de los normativos (que «se producen por la incompatibilidad en el contenido de las normas, con independencia de cuál o cuáles sean los órganos normativos [por más que este último elemento pueda ser de la mayor relevancia a la hora de resolver la antinomia]», pp. 621-622). Pues bien, centrándose en los conflictos normativos, existen algunos impropios (como son los referidos a la aplicación de la regla de la supletoriedad) y se pueden distinguir por el tipo de solución (provisional o definitiva) que se arbitre, teniendo en cuenta que, además, pueden ser contradictorias entre sí. Entrando ya en materia, el autor subraya que el criterio cronológico no es de aplicación en un conflicto normativo originado entre el derecho estatal y el autonómico. Justifica con solvencia por qué tampoco puede invocarse el principio de especialidad del derecho autonómico en relación con el estatal: porque aquel se ejerce en competencias propias y porque bien puede ocurrir que no exista conflicto normativo que resolver en un caso dado, entre otros argumentos, concluyendo que el criterio de especialidad cabe que sea útil en casos concretos, pudiendo ser normas especiales tanto la norma autonómica como la estatal. Tampoco resulta de utilidad el criterio jerárquico (aunque algunos autores hayan apuntado a que este criterio disciplina la relación bases-desarrollo), dado que en todo caso deberá intervenir una tercera norma, por lo que sería más adecuado acudir, con carácter general, a la prevalencia. La competencia es el criterio básico de resolución de conflictos entre el derecho estatal y el autonómico, aunque su difícil aplicación explica que la prevalencia puede actuar como criterio transitorio (que será definitivo si ambas normas se dictan en títulos competenciales propios y son contradictorias).
En definitiva, la resolución de la controversia normativa dependerá del supuesto en el que nos encontremos. En primer lugar, si el Estado o la comunidad autónoma tienen plenitud de potestades normativas y ejecutivas sobre una materia completa, el conflicto se resolverá exclusivamente a través del principio de competencia. En segundo lugar, si el Estado tiene la normación básica, y la comunidad autónoma, el desarrollo legislativo y ejecución, o el Estado dispone de la potestad legislativa, y la comunidad autónoma, de la ejecutiva, los conflictos que se produzcan se ventilarán también a través del principio de competencia, pero puede ocurrir que dos órganos (uno estatal, otro autonómico) tengan competencia legislativa, y aquí puede suscitarse la diferenciación entre jerarquía, prevalencia y competencia; si bien la comunidad autónoma no tiene un deber de obediencia a las normas del Estado (jerarquía), sí debe respetar las dictadas en el marco de sus competencias. En tercer lugar, si el Estado y la comunidad autónoma norman sobre materias concurrentes resultará inútil acudir al principio de competencia, debiendo optarse por la prevalencia como medio definitivo de resolución del conflicto, aunque también pueda tener cabida el principio de especialidad. En cuarto lugar, en los supuestos en los que las normas estatales y autonómicas se justifican en diversos títulos competenciales, Balaguer considera que no hay que acudir al principio de prevalencia (ni como criterio de decisión de fondo ni como regla de aplicación inmediata) porque tal principio solamente podría operar si las competencias autonómicas involucradas no son exclusivas. Si lo fueran, entiende que deberá ponderar el Tribunal Constitucional los principios constitucionales aplicables, y acudir a criterios de conexión competencial, a la cláusula residual, al principio de especialidad y los principios o valores en juego (como puede ser la defensa del interés general). En quinto lugar, cuando la comunidad autónoma tiene facultades sobre la materia y opta por no regular algunos supuestos contemplados en la normativa del Estado, o integra sus lagunas a través de la autointegración, no resulta impugnable la decisión del aplicador de tomar en consideración la regulación estatal, pero el Estado sí puede impugnar la aplicación de la norma autonómica por entender que hay razones que impiden la autointegración normativa. Finalmente, en sexto lugar, mientras que la relación existente entre las leyes de los arts. 150.1 y 2 CE y la normativa autonómica es de jerarquía, la que media entre otras normas estatales y las normas de las comunidades autónomas puede resolverse de forma provisional a través del criterio de prevalencia, aunque la solución de fondo puede derivar de diversos criterios, que deben respetar, en todo caso, la habilitación competencial conferida por el Estado en favor de la comunidad autónoma.
14. Hasta aquí una detenida valoración crítica de la obra recensionada. Puede resultar paradójico, a la vista de la extensión y profundidad del trabajo realizado, que la principal sugerencia que se haga en relación con ella sea la de ampliarla y añadir un análisis de algunas fuentes del derecho (los tratados internacionales y la Ley de Presupuestos) y de la incidencia del derecho de la Unión en el ordenamiento constitucional español. Pero estamos persuadidos de que la inclusión en las Fuentes del derecho de estos contenidos, algunos de los cuales ya se encuentran dispersos en algunos trabajos del autor[2], permitiría ahondar en algunas de las líneas argumentativas que en el libro objeto de atención están esbozadas, y profundizar aún más, si cabe, en el examen de los tipos normativos y en los eventuales remedios a los conflictos que puedan surgir entre ellos.
Es de justicia señalar, y con este aserto concluimos el presente estudio, que Francisco Balaguer realiza muchas reflexiones complementarias sobre otras cuestiones que atañen a la dogmática del derecho constitucional, como son, entre otras muchas, el propio concepto del Estado constitucional de nuestros días, la naturaleza (constitucional) de la Unión Europea o el alcance y naturaleza de la autonomía constitucionalmente consagrada en nuestra Constitución de 1978. Todas ellas presentan gran interés y enriquecen aún más, si cabe, las Fuentes del derecho.
[1] |
Sobre Francisco Balaguer Callejón. Las fuentes del derecho. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2022, 677 págs. |
[2] |
En efecto, son abundantes las publicaciones del profesor Balaguer sobre la naturaleza constitucional del proceso europeo de integración, que se ha concretado en la impulsión de la relevante Revista de Derecho Constitucional Europeo y en algunas publicaciones, de las que cabría destacar, entre otras muchas, «El Tratado de Lisboa en el diván. Una reflexión sobre constitucionalidad, estatalidad y Unión Europea» (2008: 57 y ss.), «La incidencia del Tratado de Lisboa en el sistema de fuentes de la Unión Europea y su influencia en los ordenamientos estatales» (2009: 65 y ss.), «Federalismo e integração supranacional. As funções do Direito constitucional nos processos de integração supranacional no contexto da globalização» (2011: 24 y ss.), «Primato del diritto europeo e identità costituzionale nell’esperienza spagnola» (2017: 113 y ss.) y «Controllo di costituzionalità e relazioni tra ordinamenti» (2022). |
Aragón Reyes, M. (1986). Sobre las nociones de supremacía y supralegalidad constitucional. Revista de Estudios Políticos, 50, 9-30. |
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Balaguer Callejón, F. (2008). El Tratado de Lisboa en el diván. Una reflexión sobre constitucionalidad, estatalidad y Unión Europea. Revista Española de Derecho Constitucional, 83, 57-92. |
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Balaguer Callejón, F. (2009). La incidencia del Tratado de Lisboa en el sistema de fuentes de la Unión Europea y su influencia en los ordenamientos estatales. En M. Portilla y F. Javier (dirs.). Estudios sobre el Tratado de Lisboa (pp. 65-94). Granada: Comares. |
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Balaguer Callejón, F. (2011). Federalismo e integração supranacional. As funções do Direito constitucional nos processos de integração supranacional no contexto da globalização. En B. Ramos y P. Roberto (orgs.). Constitução e federalismo no mundo globalizado (pp. 24-47). São Luis: EDUFMA. |
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Balaguer Callejón, F. (2017). Primato del diritto europeo e identità costituzionale nell’esperienza spagnola. En A. Bernardi (coord.). I controlimiti: primato delle norme europee e difesa dei principi costituzionali (pp. 113-135). Napoli: Jovene. |
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Balaguer Callejón, F. (2022). Controllo di costituzionalità e relazioni tra ordinamenti. Federalismi.it (Scritti in Onore di Paola Bilancia), 4, 43-77. Disponible en: https://acortartu.link/fes1d. |
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Rosenstiel, F. (1967). El principio de supranacionalidad. Ensayo sobre las relaciones de la política y el Derecho. Madrid: Instituto de Estudios Políticos. |