Se han publicado recientemente dos interesantes monografías en las que, de una u otra forma, sus autores abordan el futuro de nuestra monarquía parlamentaria[2]. Ambos combinan la perspectiva histórica con la jurídica. Hacen un sugerente repaso de la historia de la Segunda República y de la monarquía parlamentaria vigente. Joan Oliver incluye también un análisis técnico-jurídico crítico del diseño constitucional de la monarquía de 1978, y, aunque la perspectiva adoptada por Alejandro Nieto es fundamentalmente sociológica y política, se hace eco también de los defectos técnico-jurídicos del diseño institucional republicano establecido en 1931 (desde el sistema electoral hasta la propia regulación de la presidencia de la República).
El profesor Alejandro Nieto en Entre la Segunda y la Tercera República realiza un amplio estudio sobre la Segunda República española centrado tanto en su origen como en su final. Compara la experiencia de los años treinta con la situación actual para advertirnos de que no cabe descartar la emergencia de una Tercera República. Aunque no considera que la forma de la jefatura de Estado sea hoy un verdadero problema, advierte de que no podemos rehuir un debate que, más tarde o más temprano, otros van a plantear. Y cuando eso ocurra es preciso que los ciudadanos estén informados, al menos mejor de lo que lo estuvieron la última vez que se les planteó el dilema (en 1931). Y, desde esa óptica, es imprescindible conocer la realidad de la Segunda República para evitar que una visión mítica e idealizada de aquella experiencia republicana les incline a optar sin mayor reflexión por esa forma de gobierno.
La monografía del profesor Joan Oliver Cuarenta años de monarquía en España: 1975-2015, por su parte, combina también la exposición histórica con el análisis del diseño jurídico de la monarquía. Si Nieto examina la Segunda República, Oliver examina los reinados de Juan Carlos I y de Felipe VI y lo hace también eludiendo cualquier visión idílica de nuestro pasado reciente. Ahora bien, a diferencia de Nieto, que no toma partido en la disyuntiva, sino que tan solo pretende proporcionar criterios para afrontarla con rigor y con sentido, Oliver formula una propuesta para reemplazar la monarquía actual por una república parlamentaria y la justifica en la supuesta «superioridad ética y política» de la forma republicana.
Ambos libros, de una u otra suerte, nos enfrentan a la disyuntiva que da título a este comentario: ¿monarquía o república? Su lectura nos obliga a adentrarnos en un debate que, a la luz de los grandes retos y graves desafíos a los que se enfrenta España, no es el principal, y que, además, para quien esto escribe, está muy bien resuelto, pero, como dice Nieto, otros lo van a plantear y para afrontarlo es necesario disponer de argumentos extraídos de un conocimiento riguroso de la historia.
El libro del profesor Nieto consta de dos partes claramente diferenciadas. En la primera se realiza una síntesis histórica de lo que supuso la experiencia republicana. Se exponen sus luces y sus sombras. Y en la segunda nos apunta las lecciones que se pueden aprender de ello. De hecho, el autor comienza su estudio denunciando y criticando que la ley de memoria democrática se centre solo en el período comprendido entre el 18 de julio de 1936 y la entrada en vigor de la Constitución. Para el autor es preciso hacer memoria o mejor historia de la República. Sin esa historia es imposible comprender lo que pasó: «La exclusión de la época republicana es a todas luces una burda maniobra para evitar que se tengan en cuenta tachas antidemocráticas en este período». La quiebra democrática no empezó en el año 36 ni fue patrimonio exclusivo del bando nacional. El libro se inspira en la continuidad de prácticas antidemocráticas. Su propósito es «recuperar los hechos», la verdad perdida por culpa de dos campañas igualmente contrarias y perversas, primero la cínica propaganda fascista y luego la contraria. La democracia necesita estar fundada en «un conocimiento suficiente del pasado».
Y ello porque es posible y probable que llegue el día en que se pregunte a los españoles si prefieren la monarquía o la república. «Esto podría suceder en los próximos meses o dentro de cincuenta años o nunca». En todo caso los ciudadanos responderán con sus sentimientos, sin información ni reflexión, como si se tratase de algo intrascendente. Y, frente a ello, la tesis central del libro es que dicha disyuntiva no es en absoluto irrelevante. El autor no hace «ni una apología ni una crítica […], las dos tienen sus ventajas y sus inconvenientes», pero subraya que la decisión debe basarse en hechos verdaderos y para que eso sea posible es preciso conocer la historia real de la II República, bien distinta de «la ideal y la infernal» que son hoy las que más abundan. Además, en el estudio de la II República no se ha incidido tanto en lo que al autor y a nuestro tema interesa: la elección originaria de la forma republicana en 1931. El dilema que hoy plantean algunos —y que da título a este comentario— no es nuevo. España lo vivió dos veces en 1873 y en 1931.
La II República llegó como consecuencia de una manipulación plebiscitaria de las elecciones municipales. Se entendió que el pueblo había rechazado no solo a Alfonso XIII, sino a la monarquía, y se había pronunciado por la Republica. Pero eso no habría bastado para derribar el régimen de la Restauración. La legitimidad se fundaba en otro hecho: «[…] las plazas y las calles de muchas ciudades de España se vieron ocupadas sin previo aviso por multitudes que vitoreaban entusiasmadas a la República agitando la bandera tricolor». Esa legitimidad «callejera» se sumó a la falsamente plebiscitaria. La decisión, además, se adoptó con vocación de perennidad, no había marcha atrás: «un motivo más para pensárselo bien».
En este contexto, la gran advertencia que nos formula el profesor Nieto —muy oportuna para los lectores de esta revista— es la siguiente:
[…] los juristas normativistas […] están convencidos de que la cuestión está resuelta desde el momento en que la norma suprema del Estado, la Constitución, ha establecido solemnemente un régimen monárquico […], no hay que temer manifestaciones porque el cambio de forma de gobierno deberá llevarse a cabo mediante una reforma constitucional. Nada más lejos de la realidad […]. La experiencia histórica nos enseña […] que la Segunda República nació y murió al margen de la Constitución: nació en una proclamación en el balcón de una plaza madrileña y fue derribada a empujones por las bayonetas de unos generales que se habían alzado en un golpe de Estado. Son los hechos y no las leyes los que imponen las grandes decisiones políticas.
No podemos saber si vendrá la Tercera República, pero sí que «una Constitución formal no supone en ningún caso un dique de contención».
Por otro lado, Nieto advierte también de que la forma —monárquica o republicana— de la jefatura del Estado no es una panacea que resuelva por sí misma todos los problemas nacionales, sino más bien un marco donde se plantean y tratan mejor o peor. Sin embargo, los republicanos —entonces y ahora— ven en la república las soluciones a los problemas del país. En 1931, la república era la fórmula para acabar con la oligarquía, el caciquismo, la corrupción y la desigualdad.
Nieto subraya, además, la gran paradoja de 1931: «No existía una actitud republicana mayoritaria sincera», había pocos republicanos, y estaban, además, divididos. ¿Cómo explicar ese entusiasmo desbordante? Esta es la pregunta clave. Primero, las multitudes callejeras siempre engañan al estar concentradas en espacios reducidos. La población que permanece en sus casas es la mayoría silenciosa y ausente. Con todo, acabaron haciéndose republicanos. Se produjo «una sugestión colectiva, un deslumbramiento producido por la esperanza de un futuro mejor […], una exaltación irracional pero sincera». Exaltación republicana favorecida por el descontento económico y la pérdida de popularidad de Alfonso XIII que generó una serie de expectativas milagrosas que, en última instancia, contribuyeron al fracaso del régimen.
El autor presta especial atención a dos elementos cuyo potencial desestabilizador resultó formidable: el odio y el miedo.
La vida política republicana estuvo gravemente ensombrecida por un ambiente social de odio creciente e imparable. España era un país de odios, de enemigos implacables que no aceptaban ni treguas ni compromisos, de adversarios a muerte en el más literal sentido de la palabra […], un odio que se fue fomentando deliberadamente […], únicamente quienes lo han vivido pueden saber lo que es el odio como fenómeno social. El autor de estas páginas, por razones de edad, lo ha conocido, vivido y padecido.
La otra cara del odio es el miedo. Había miedo a una revolución y a un pronunciamiento militar antirrevolucionario.
Otra característica del régimen republicano fue el enorme poder que alcanzaron los sindicatos: «El Estado continuaba formalmente en manos de los partidos políticos; pero a estos les había salido un gran competidor: las Centrales Sindicales (UGT y CNT) que no se contentaban con intervenir en el Gobierno, sino que aspiraban a imponer la Revolución». Nieto ve aquí una de las claves del fracaso republicano. Los partidos capitularon y los sindicatos se hicieron con el poder real: «[…] tal fue la revolución profunda de la época, la peculiar revolución republicana española. La España real dependía de unas centrales a las que no les interesaba en absoluto la República sino únicamente la Revolución».
Nieto realiza una rigurosa descripción de los defectos del sistema político republicano: la distorsión del sistema electoral; el diseño de la jefatura del Estado y el comportamiento de Alcalá Zamora, quien rechazó una y otra vez la posibilidad de Gobiernos estables de mayoría encargando la formación de Gobierno a líderes centristas ninguno de los cuales estaba en condiciones de contar con una mayoría estable; el principio de doble confianza; la inestabilidad gubernamental.
El resultado de todo ello fue el desprestigio de las instituciones y la pérdida de confianza de los ciudadanos en ellas: «[…] no es de extrañar que los ciudadanos desengañados de la actividad política constitucional decidieran intervenir por su cuenta para arreglar las cosas a su aire, dejando a un lado a sus falsos representantes y, al margen de la legalidad, volvieran los ojos a las fuerzas milagrosas de los sindicatos revolucionarios o de los generales para que arreglasen las cosas y terminaran de una vez la pesadilla».
El autor subraya algunos paradójicos paralelismos entre la caída de la República y la de la monarquía cinco años antes. Si la República llegó como consecuencia de un «vacío de poder» (concepto fundamental), «no fue derribada por un Alzamiento militar o por una Revolución popular, sino que simplemente —y al igual que había hecho la monarquía— se dejó caer por sus constantes y graves torpezas abandonando el Poder en la calle a disposición del que quisiera cogerlo». En 1931 fue la República, en 1936, primero, los militares, y donde no lo lograron, los partidarios de la Revolución proletaria.
Hasta 1936, la República había respetado «las estructuras básicas de la economía y la sociedad que había heredado de la monarquía». Desde esa óptica el 14 de abril no supuso ninguna ruptura revolucionaria. En 1936 la disyuntiva no era ya monarquía o república porque esa cuestión estaba ya resuelta. La alternativa capital era revolución o antirrevolución: «República burguesa de orden o república obrera revolucionaria».
El término revolución estaba en la boca de muchos políticos y tenía un doble significado. La revolución burguesa respetuosa con la propiedad —encarnada en una república de orden— supuso un notable progreso jurídico y social. La revolución burguesa sucesivamente ejecutada por los Gobiernos de Alcalá Zamora y Azaña fue «una obra excelente en líneas generales hasta que fue torpedeada por los titubeos políticos y los desórdenes públicos». Las masas proletarias se consideraron traicionadas y retiraron su apoyo al Gobierno. La república se identificó con el desorden: «El desorden público se había trivializado». Esta banalización de la violencia —que en modo alguno justifica el recurso al golpe de Estado— fue una de las claves explicativas del alzamiento militar: «Cuando el Desorden público llega a ser habitual y cotidiano —nos advierte Nieto— la convivencia ciudadana se hace imposible y la sociedad reacciona acudiendo a todos los medios a su alcance —sean legales o ilegales, pacíficos o violentos— para restablecer el Orden. Esto fue lo que sucedió en 1936 porque no se puede vivir indefinidamente entre huelgas diarias, manifestaciones, atentados, sabotajes, tiroteos».
Al fracasar el alzamiento siguió la Guerra Civil, pero que esta viniera acompañada de una revolución social es un fenómeno distinto porque no medió una relación de causa-efecto: «El Alzamiento no fue causa de la Revolución, que venía incubándose desde mucho antes, sino que actuó como detonador de una masa explosiva que ya existía y que hubiera podido estallar al hilo de cualquier otro acontecimiento. Fue un pretexto o dicho con mayor precisión: la Revolución estaba ya preparada y lo único que precisaba era encontrar […] una oportunidad para realizarse».
En definitiva, Nieto subraya algo que resulta fundamental para comprender el significado del enfrentamiento fratricida, a saber, que la guerra no se libró por monarquía o por república. Los españoles no se mataron por la forma de la jefatura del Estado. El autor intelectual del golpe, Mola, en Circular de 5 de junio, aseguraba que «el Directorio se compromete a no cambiar el régimen republicano durante su gestión»,. Por su parte, Franco, en su arenga del 22 de julio, subrayó que «este es un movimiento nacional español y republicano». Y el mismo día, Queipo de Llano en el ABC de Sevilla insistía en que «el movimiento es netamente republicano de lealtad absoluta y decidida al régimen que se dio el país en 1931». Las derechas eran la antirrevolución, rechazaban totalmente la revolución social y «aceptaban de mala gana la revolución burguesa, que, en todo caso, pretendían frenar […]. El alzamiento militar, como luego el Movimiento Nacional, fue en su esencia antirrevolucionario y solo indirectamente antirrepublicano».
Sea de ello lo que fuere, y así concluye Nieto la primera parte de su obra, «monarquía y república desaparecieron con escasa pena y menos gloria».
De todo lo anterior, el autor extrae tres lecciones que resultan de interés para el momento presente: «Estamos en el momento de reflexionar en torno a las ventajas e inconvenientes de una y otra forma de gobierno, y de ponderar sus posibilidades y oportunidad en esta tercera década del siglo xxi en el centenario de la Segunda República».
Primera lección: la desconexión entre la emergencia de la república y el principio de legalidad. Las repúblicas nacen y mueren con independencia de lo que digan leyes y constituciones. Su nacimiento y muerte es consecuencia siempre de un hecho revolucionario. Golpes militares o civiles basados en «alborotos callejeros o en alguna manipulación plebiscitaria, que es la variante que más posibilidades tiene de imponerse».
Segunda lección: «La subitaneidad y el apasionamiento de los cambios de opinión». En una sociedad de masas, «la opinión de estas puede cambiar de la noche a la mañana, mas no por razones intelectuales […] sino como consecuencia de un sentimiento que puede ser excitado por situaciones o discursos que se desarrollen en unas horas». Las masas son fácilmente manipulables. A lo que cabe añadir que la manipulación es hoy mucho más fácil en el contexto de las redes sociales y las nuevas tecnologías de la comunicación.
Tercera lección: para la proclamación de la república no es imprescindible la existencia de una mayoría de ciudadanos de convicción republicana: «La Segunda República nos ha enseñado que las grandes decisiones políticas y constitucionales son tomadas por unas exiguas minorías dirigentes que se las arreglan para convencer a grupos de activistas que al final terminan arrastrando a masas entusiasmadas». A las masas obreras de 1931 y 1936 no les importaba ni mucho ni poco la forma de gobierno, les agobiaba su miserable condición económica. Hoy en día:
[…] cualquier organización está en condiciones de sacar a la calle en unas horas a los manifestantes que se le pidan y de dar instrucciones precisas sobre su comportamiento […], estas multitudes saldrán un día vitoreando a la III República y las Autoridades, confundiendo por torpeza, miedo o ignorancia una multitud con la opinión pública […] les abrirán las puertas del paraíso del nuevo régimen. Si eso sucedió en 1931, ¿por qué no se puede repetir ahora? […] Tal como están las cosas en 2022, esta hipótesis dista mucho de ser irreal.
Desde esta óptica, Nieto concluye su obra advirtiendo de que en el momento presente «la monarquía, atrincherada en los textos constitucionales, se mantiene a la defensiva y no ofrece nada que pueda ilusionar a los españoles. Pasividad que han aprovechado los republicanos para presentar su oferta. Los ciudadanos que poco esperan ya del régimen del 78 están recobrando la esperanza, deslumbrados por el cambio que le promete la República». El autor formula así el interrogante que a nuestro juicio es clave para afrontar la disyuntiva: «¿Qué puede ofrecer en cambio la monarquía?».
Aunque en sede política son varias —aunque minoritarias— las formaciones políticas que se pronuncian a favor de la república y sin precisar nunca a qué tipo de república se refieren, en sede académica el asunto no ha sido abordado sustancialmente. Ahí radica el interés de la obra del profesor Oliver. Contiene una respuesta clara a la disyuntiva y se pronuncia a favor de reemplazar la monarquía parlamentaria por una república parlamentaria. Se trata, por tanto, de una obra muy oportuna también para afrontar con rigor y con sentido la disyuntiva que da título a este comentario.
El libro de Oliver prosigue la historia a partir de 1975. También podemos extraer importantes lecciones de ella. El autor parte de la constatación de que, «con buen criterio, nuestros constituyentes se limitaron a poner blanco sobre negro muchas de las prácticas políticas y de las normas constitucionales que rigen las monarquías parlamentarias, que son Estados con altos estándares democráticos». Ahora bien, a pesar de ello, el profesor Oliver se muestra partidario de reformar algunos preceptos fundamentales del título que la Constitución dedica a la Corona. Entre ellos cabe citar el relativo a la inviolabilidad regia y el que regula la sucesión. Por lo que se refiere a la inviolabilidad, defiende que se pueda inhabilitar al rey «por cuestiones de indignidad en su vida pública o privada». Y respecto a la sucesión, propone suprimir la discriminación de la mujer. Discrepo de la primera por entender que la inviolabilidad es una seña de identidad de la monarquía que tiene como contrapartida la exigencia de ejemplaridad y que cuando esta falla no hay más salida que la abdicación. Como ha afirmado el profesor Manuel Aragón, sin inviolabilidad no hay monarquía.
El tema de la sucesión sí que resulta relevante porque entronca con la necesaria conexión con la sociedad y con sus valores que requiere la monarquía para subsistir. Oliver recuerda la posición de mi maestro Antonio Torres del Moral, que, de haber sido atendida, hubiera evitado el problema. Si en el proceso constituyente «la sucesión de don Felipe de Borbón y Grecia se hacía políticamente intocable, las Cortes Constituyentes hubieran podido arbitrar la siguiente solución de compromiso: declarar heredero del rey Juan Carlos a su hijo Felipe y establecer, para el futuro, un orden sucesorio sin discriminaciones por razón de sexo». Esta sensata propuesta del profesor Torres del Moral fue la solución sugerida por el Consejo de Estado en su Informe de 16 de febrero de 2006.
Por la misma razón que discrepamos de la propuesta de reforma de la inviolabilidad, compartimos la referida a la sucesión. En todas las monarquías parlamentarias goza el monarca de una inviolabilidad absoluta. Las monarquías parlamentarias que establecían algún tipo de discriminación de la mujer en la sucesión las han suprimido: Suecia (1980), Holanda (1983), Noruega (1990), Bélgica (1991), Dinamarca (2009) y el Reino Unido (2011).
Oliver es consciente de las verdaderas razones por las que esta reforma no se lleva a cabo:
Las fuerzas políticas, prácticamente sin excepción, se han mostrado favorables a la supresión de esta secular discriminación. Sin embargo, por razones más políticas que jurídicas (en concreto, el temor a que el referéndum reformador del artículo 57.1 CE se convirtiera en un plebiscito sobre la propia institución monárquica, con resultados imprevisibles) dicha reforma constitucional puede tardar muchos años e incluso no llegar a producirse nunca.
El lógico temor al preceptivo referéndum que exigiría la culminación de la reforma constitucional de la sucesión a la Corona se basa en que, como apuntaba Nieto, puede ser interpretado y manipulado en clave plebiscitaria contra la propia monarquía. Por ello, toda prudencia es poca. Y, aunque a mi juicio el criterio debe ser evitar cualquier riesgo innecesario, no podemos tampoco olvidar que para garantizar el futuro de la monarquía es imprescindible fortalecer su conexión con la sociedad y, singularmente, con la juventud. En las últimas décadas se ha producido en España un cambio social y cultural sin precedentes al que la Corona ni puede ni debe ser ajena: el formidable avance producido en el campo de la igualdad entre hombres y mujeres. Se ha llevado a cabo aquella revolución que, según García Pelayo, fue la más importante —y positiva— del siglo xx, la revolución de las mujeres y, en ese sentido, la regulación constitucional de la sucesión a la Corona que discrimina a la mujer es un anacronismo que debe ser corregido. Siendo conscientes de la dificultad de la reforma y de los riesgos de un planteamiento plebiscitario de cualquier cambio que afecte a la Corona, es preciso buscar fórmulas que permitan llevarla a cabo. Mientras tal reforma no se lleve a cabo, los adversarios de la institución encontrarán en la discriminación de la mujer en la sucesión a la Corona un poderoso argumento en contra de aquella. Al margen de esta relevante —por su simbolismo— reforma constitucional, desde un punto de vista normativo, en mi opinión, únicamente sería preciso abordar mediante una ley orgánica la regulación de la regencia que en la Constitución está abierta (precisando las causas médicas físicas y psíquicas que exigen activar la inhabilitación y el concreto procedimiento para llevarlo a cabo). La pretensión de algunos autores de aprobar una eventual ley de la Corona carece de cobertura constitucional por tratarse de una materia protegida por la «reserva de Constitución» (Manuel Aragón, Eloy García).
Oliver, a pesar de su clara opción republicana, reconoce que la monarquía ha sido útil: «En la primera fase (1975-1982) Juan Carlos fue realmente útil a la sociedad española, al facilitar el tránsito pacífico de una larga y ominosa dictadura a una democracia plenamente equiparable a las europeas de nuestro entorno […], el nuevo rey contribuyó de manera determinante a desmontar el franquismo».
En una segunda fase (1982-2010), el rey «ni benefició ni perjudicó a nuestra democracia». Esta afirmación prescinde de los cualificados testimonios de protagonistas de aquella época, como Felipe González, que han subrayado la decisiva labor de apoyo al ingreso en Europa o a la relación con Iberoamérica. Oliver tiene una visión muy crítica sobre la persona de Juan Carlos I. Así, cuando comenta el proceso de instauración/restauración de la monarquía, escribe: «[…] durante los veinticinco años a la sombra de Franco, Juan Carlos no mostró ningún interés por la democracia», lo cual no es del todo cierto. Baste recordar sus declaraciones de 1970 al The New York Times en el sentido de que España debería transitar hacia alguna forma de democracia por las que fue reprendido por López Rodo. Finalmente, el autor expone la tercera y desafortunada etapa que culmina con la abdicación. Oliver da a entender acertadamente, aunque no lo explicita, que la abdicación operó de facto como un mecanismo de exigencia de responsabilidad.
El autor hace también un balance del reinado de Felipe VI hasta hoy. Y formula un juicio muy duro sobre el discurso del 3 de octubre de 2017, el hecho «políticamente más trascendente de su reinado», lo que es cierto, para calificarlo de «duro y desabrido» y sostener que «tuvo que negarse a leer aquel discurso». Oliver fundamenta su crítica en el argumento de que el rey violó su neutralidad. Frente a ello, conviene precisar el alcance de la obligación de «neutralidad política» y distinguir poder neutral de poder neutralizado. La neutralidad que se predica del jefe del Estado lo es respecto a los partidos e ideologías representados en las Cortes, pero el rey (por su propia función y el juramento prestado) no puede ser neutral o equidistante entre quienes pretenden destruir la Constitución y quienes aspiran a salvaguardarla. Un rey neutral no es un rey neutralizado. Los trabajos de Eloy García sobre la neutralidad del rey son en este sentido muy esclarecedores y extrapolables a otros sistemas.
Los críticos del mensaje del 3 de octubre reprochan, por tanto, al rey una falta de neutralidad que no es tal. Y olvidan que el silencio del monarca hubiera resultado incompatible con su función. Ante un desafío existencial al orden constitucional como el planteado en septiembre de 2017, el jefe del Estado no podía permanecer pasivo. Esa pasividad —preconizada por algunos— hubiera supuesto relegar a la magistratura de auctoritas a una posición decorativa, y, como tal, inútil. Lejos de ello, la Corona demostró su utilidad y su funcionalidad, desplegó su función moderadora a través de la comunicación y coadyuvó a que el Gobierno y las Cortes afrontaran con éxito el desafío separatista. Advirtió del problema, animó a afrontarlo y, sobre todo, transmitió a la opinión pública española en general, y catalana, en particular, que el Estado —cuya unidad y continuidad encarna el rey— no iba a abdicar de su función de garante de la igual libertad de todos.
A diferencia de Nieto, Oliver se mueve en el plano formalista y examina la virtualidad del art. 168 CE para cambiar la forma de la jefatura del Estado. Su punto de partida es que las monarquías son «anacronismos, anomalías democráticas, arcaísmos políticos». A pesar de ello Oliver admite que «un Monarca constantemente ejemplar —que aúne en su persona las mejores virtudes cívicas— y una Monarquía útil, funcional, integradora y neutral pueden tener futuro en la democracia española». Sin embargo, desde una posición de izquierda moderada, defiende su reemplazo. Oliver rechaza que la Corona sea «parte esencial del pacto constitucional».
Un mérito indiscutible del libro de Oliver es que, a diferencia de las múltiples apelaciones a una república indeterminada como bálsamo de Fierabrás, este opta por una república parlamentaria dotada de una presidencia similar a la vigente en Italia, Alemania o Grecia. El autor defiende la elección del jefe del Estado por una mayoría de dos tercios de los miembros de las Cortes reunidos en sesión conjunta, para un mandato de cinco años, con posibilidad de una sola reelección. Ahora bien, el único argumento para justificar tan decisivo cambio es la supuesta «superioridad ética y política» de la fórmula republicana. Fórmula que permite corregir el error de una mala elección. Frente a ella, Oliver ve en el carácter hereditario y vitalicio de la jefatura de Estado monárquica «una grave quiebra en el sistema democrático que, por definición, exige que todos los poderes públicos sean de duración limitada y origen electivo».
De aceptarse esta argumentación, numerosas instituciones y poderes públicos que son fundamentales para el correcto funcionamiento de los Estados constitucionales del presente deberían también desaparecer junto con los monarcas parlamentarios. Entre ellos, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por el mandato vitalicio de sus magistrados, o los gobernadores de los bancos centrales (poderes públicos supremos en materia monetaria), cuyo acceso al cargo no es electivo. El defecto intolerable de la monarquía según el autor reside en que «nos priva de un derecho de especial significado democrático: el de poder ocupar algún día la Jefatura de la comunidad política a la que pertenecemos». A ello cabe objetar que la jefatura política efectiva, la dirección de la política, corresponde al presidente del Gobierno, y todos podemos aspirar a ella. La jefatura del Estado es otra cosa y no necesariamente tiene que ser electiva. Algunos pensamos que el que no lo sea tiene sus ventajas. La realidad es que Suecia, Noruega y Dinamarca, lejos de ser democracias imperfectas, no son menos avanzadas que Italia, Alemania y Grecia, que es el modelo propuesto.
Llegados a este punto, la lectura de las sugerentes obras de los profesores Nieto y Oliver nos plantea el siguiente interrogante: ¿tiene futuro la monarquía?, que es tanto como preguntarse si tiene futuro la Constitución de 1978.
La Corona es un elemento esencial del pacto constitucional de 1978. Desde esta óptica, la pregunta relativa a si la monarquía tiene futuro remite inexorablemente al interrogante sobre el porvenir de nuestra vigente Constitución. Dos son las decisiones constitucionales básicas que conforman la identidad del texto de 1978 y de la estructura institucional de nuestro Estado constitucional: la primera es la decisión a favor de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado, y la segunda, la opción por el Estado autonómico como forma de organización territorial del poder.
España seguiría siendo un Estado constitucional, aunque la jefatura del Estado monárquica se reemplazara por una republicana y aunque la organización territorial del poder en comunidades autónomas fuera suprimida y sustituida por un sistema centralizado. No ocurriría lo mismo si se suprimiesen las elecciones libres periódicas, la libertad de expresión o la independencia del Poder Judicial. En estos últimos supuestos, España dejaría de ser un Estado constitucional democrático. Ahora bien, a pesar de no tratarse de elementos esenciales del Estado constitucional, la monarquía parlamentaria y la estructura descentralizada del poder son notas que definen la concreta identidad histórica del texto constitucional alumbrado en 1978. Son parte esencial del consenso de 1978, es decir, del gran pacto o acuerdo político que, en última instancia, fundamenta y legitima la Constitución formal. Y como subraya Hesse, «cuando la identidad de una Constitución concreta es suprimida deja de tratarse de un “cambio” (reforma), el cual presupone el que aquello que cambia conserve su núcleo esencial, aunque con un contenido modificado».
El art. 1.3 CE establece que la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria. Este precepto identifica al régimen político y al Estado mismo en el orden internacional. La Constitución de 1978 es la Constitución de la monarquía parlamentaria y el Estado que se constituye es el Reino de España. Aunque la sustitución de la monarquía por la república no afectaría a la continuidad jurídica del Estado, incidiría en un elemento definitorio de su identidad constitucional. Desde un punto de vista material —y pese a la continuidad formal que implicaría la utilización del procedimiento agravado de reforma previsto en el art. 168—, la sustitución de la decisión política fundamental a favor de la monarquía por otra opuesta no supondría un cambio «en» la Constitución, sino un cambio «de» Constitución. La Constitución de la III República sucedería a la Constitución de la monarquía.
En el confuso contexto político que atraviesa España y bien describe Nieto, no procede tanto hacer una suerte de profecía sobre el futuro de la institución, sino más bien realizar un examen racional de su justificación última más allá de su indiscutible fundamento democrático. Y esto supone reemplazar la pregunta por el futuro por el interrogante sobre su utilidad. El rey Juan Carlos I ha afirmado en varias ocasiones que «la monarquía persistirá mientras sea útil». ¿Es útil la Corona? Si es útil debería tener futuro. Si no resulta útil o si la república resultara per se más funcional podría estar justificado optar por ella. En todo caso, al tratarse de un análisis racional, podría resultar políticamente irrelevante, pues cabe temer —como bien apunta Nieto— que el futuro de la institución no se dirima en un debate racional y en una deliberación sosegada y reflexiva, sino en un ejercicio de manipulación plebiscitaria de algún acontecimiento político o mediante un acto revolucionario no necesariamente violento. Sea de ello lo que fuere, en sede académica es obligado afrontar la disyuntiva en términos racionales.
Desde esa óptica, la teoría de la legitimidad funcional de la monarquía teorizada por Benjamin Constant hace dos siglos y que, de una u otra suerte, inspira e informa el diseño de las monarquías parlamentarias europeas del presente —incluida la española (Herrero de Miñón)— sigue siendo válida y nos ofrece argumentos y criterios de indiscutible actualidad y vigencia a la hora de afrontar la disyuntiva ¿monarquía o república? Y ello porque, solo siendo conscientes de la relevancia que para la propia supervivencia de la democracia revisten las funciones que la Corona desempeña, se puede justificar racionalmente su existencia y continuidad. Se trata de las funciones propias de un jefe de Estado parlamentario, y que, en el caso de España, el monarca puede desempeñar en mejores condiciones de lo que podría hacerlo un presidente electo.
Las funciones del jefe del Estado parlamentario en general —sea un monarca o un presidente—, que son las que le confieren la posición de supremacía y en las que se fundamenta la legitimidad última de la institución, además de su inclusión en la Constitución, pueden agruparse en dos bloques. El primero está integrado por todas aquellas funciones consistentes en representar y encarnar la «unidad y continuidad» del Estado en el contexto de una democracia pluralista en que el pluralismo político encuentra su traducción y reflejo en el Parlamento. Funciones que se fundamentan en la condición de símbolo político que toda jefatura de Estado reviste. El segundo bloque viene configurado por todas aquellas funciones tendentes a asegurar el correcto funcionamiento del sistema, su equilibrio y armonía, esto es, las funciones propias de un poder «moderador» y «arbitral».
Las funciones del primer bloque son realmente las notas distintivas del ser de la institución, y se refieren más a lo que el jefe del Estado es que a lo que hace. Las auténticas funciones son las del segundo bloque. En todo caso, son inseparables de las anteriores porque en ellas encuentran su fundamento y justificación.
Por lo que se refiere al primer bloque (lo que el jefe del Estado es), no hay grandes diferencias entre las distintas constituciones que establecen regímenes parlamentarios de gobierno. Sí las hay en el segundo (lo que el jefe del Estado hace). En este último bloque los poderes propios del jefe del Estado y sus facultades de moderación y arbitraje varían notablemente de unos textos constitucionales a otros.
Pero sea de ello lo que fuere, la gran ventaja de la monarquía es que —por su neutralidad política— un monarca está en mejores condiciones que un presidente republicano para ejercer sus funciones, tanto las simbólicas, representativas e integradoras como las propiamente moderadoras o arbitrales.
En definitiva, la legitimidad de la Corona en España, además de democrática, es funcional. En ese sentido sigue siendo plenamente válida la construcción de Benjamin Constant sobre la jefatura del Estado como un poder neutral con funciones moderadoras y arbitrales para preservar la Constitución. Recordar su tesis es fundamental para poner de manifiesto que la monarquía no es una institución que se legitime por la herencia —como subrayan sus adversarios— porque ni la herencia ni la historia pueden legitimar nada en el siglo xxi. La única legitimidad posible en el siglo xxi es la democrática, y, en ese ámbito y desde planteamientos democráticos, la Corona se legitima por las relevantes funciones de integración y moderación que cumple al servicio de la democracia. Funciones que desempeña mejor de lo que podría hacerlo un presidente republicano por la dificultad de garantizar la neutralidad política de este. Si bien es cierto que hoy, al constituir un nuevo Estado, resultaría muy difícil establecer una forma política monárquica, no lo es menos que allí donde disponemos de una hay muchas y buenas razones para mantenerla. Algunas de las democracias más avanzadas del mundo (Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, etc.) son monarquías parlamentarias.
Nieto subraya en su obra que el dilema o la disyuntiva «no tiene mayor importancia por sí mismo, sino por las cuestiones de fondo que inciden en él». En última instancia, la propuesta de Oliver implicaría dejar las cosas como están: la república parlamentaria sería una república de orden (en el sentido en que Nieto emplea el término). Y no es ese el objetivo: «Se invoca a la República y se está pensando en un cambio social; se defiende a la Monarquía y se está pensando en un determinado Orden. Esto lo sabemos bien por la experiencia de la República. Hoy la situación se está repitiendo». Dejando a un lado propuestas técnicas, formales y concretas como las de Oliver, se pide la república, pero sin precisar por qué y para qué: «Lo que de veras importa —subraya Nieto— es determinar si existen problemas incompatibles con la Monarquía y que pueden abordarse en la República o que, al menos y en todo caso, pueden resolverse en esta mejor que en aquella». Planteado el debate en esos términos —claros y racionales—, sabríamos a qué atenernos. Pero sucede que en este último medio siglo, como destaca Nieto, «no se han denunciado cuestiones que el régimen no estuviera en condiciones de asumir y de resolver con la misma solvencia con que pudiera hacerlo una República» (desarrollo económico y social, gestión de la inmigración, igualdad entre hombres y mujeres, integración en la Unión Europea, etc.). Así lo reconoce incluso Oliver, que, como hemos visto, justifica su propuesta republicana con otro tipo de argumentos (la supuesta superioridad ética y política de la forma republicana).
Con todo, y a pesar del enorme progreso que en todos los campos ha experimentado España en las últimas cuatro décadas de monarquía, es indiscutible que hay sombras, (corrupción, ineficacia administrativa, despilfarro público, politización de las instituciones, desigualdades sociales crecientes). En un contexto de malestar social y pérdida de confianza en las instituciones, se busca un culpable universal y se le opone un redentor también universal. La estrategia prorrepublicana es bien sencilla: «Se trata simplemente —apunta Nieto— de desviar el desasosiego desde el canal acostumbrado de las elecciones políticas al más elevado objetivo de un cambio de régimen de gobierno que sin entrar en detalles prometa arreglarlo todo en un santiamén». Eso está al alcance de cualquier profesional de manipulación de masas, con aquiescencia o apoyo de algunas fuerzas políticas y la natural indiferencia del común de los ciudadanos. «La Monarquía, como la República —nos advierte Nieto—, aunque estén bien afirmadas en la tradición y en las leyes, son instituciones frágiles, vulnerables», cuando los políticos o el pueblo deciden sin previo aviso «disparar por elevación, imputando a la forma de gobierno, los errores del Gobierno». A la monarquía se le imputaron los errores personales de Alfonso XIII, y a la república, los fallos —sobre todo el descontrol del orden público y la seguridad ciudadana— del Gobierno del Frente Popular.
El mantenimiento y la conservación de la monarquía como forma política del Estado suponen un formidable factor de estabilización en un contexto de aceleración histórica y de polarización política creciente. La disyuntiva hoy como ayer —como ya viera Constant hace dos siglos y nuestros constituyentes hace cuarenta y cinco años— no es monarquía o república, sino despotismo o libertad. Salvo que se pretenda realizar un inaceptable ejercicio de falsificación de la realidad y de la historia, es preciso reconocer que las últimas cuatro décadas han sido las mejores de nuestra historia en términos de libertad, paz, prosperidad y bienestar. La monarquía parlamentaria ha amparado este notable progreso histórico: la construcción del Estado social y democrático de derecho y la plena integración en Europa. En este escenario, la Corona, al simbolizar el pacto constitucional, encarna un determinado orden material de valores, y se identifica con el régimen parlamentario, la economía social de mercado y la integración de España en las estructuras políticas, económicas y militares de Europa. No está en modo alguno garantizado que una eventual III República vaya a tener similares señas de identidad. Y lo que sí es evidente es que un tal cambio no es en modo alguno necesario para el progreso de España en paz y libertad.
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Este trabajo se enmarca en las tareas del Grupo de Investigación de Historia Intelectual de la política moderna: conflictos y lenguajes jurídicos y políticos. IT 1663-22 financiado por el Gobierno Vasco. |
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Nieto, A. Entre la Segunda y la Tercera República, Comares, Granada, 2022; Oliver, J. Cuarenta años de monarquía en España, Tirant lo Blanch, Valencia, 2022. |