RESUMEN

El presente artículo analiza el pensamiento político Francisco Ayala desde su regreso del exilio en 1976 hasta el año 1996, fecha en la que su producción se redujo de manera drástica en este campo. En estas dos décadas, el autor granadino siguió abordando y profundizando en los asuntos que habían formado parte de su corpus teórico desde su juventud: la preocupación por los nacionalismos, el ocaso de las ideologías, el papel de los intelectuales, etc. A estas temáticas habituales añadió durante la Transición política otros asuntos propios del momento, que abarcaron desde el cambio político hasta el porvenir de España, pasando por el significado de la dictadura. Para filtrar estas complejas y prolijas preocupaciones se valió preferentemente del artículo de prensa en detrimento del ensayo, con el fin de llegar de una forma accesible a un público mayoritario.

Palabras clave: Francisco Ayala; pensamiento político; fin de las ideologías; Transición política; papel de los intelectuales.

ABSTRACT

This article analyzes the political thought of Francisco Ayala from his return from exile in 1976 until the year 1996, when his production in this field drastically decreased. During these two decades, the Granada-born author continued to address and delve into the issues that had been part of his theoretical corpus since his youth: concern for nationalisms, the decline of ideologies, the role of intellectuals, and so on. In addition to these recurring themes, during the political Transition period, he also addressed other issues relevant to the time, ranging from political change to the meaning of dictatorship and the future of Spain. To convey these complex and extensive concerns, he primarily relied on newspaper articles rather than essays, in order to reach a wider audience in an accessible manner.

Keywords: Francisco Ayala; political thought; end of ideologies; political transition; role of intellectuals.

Cómo citar este artículo / Citation: López Osuna, Á. (2023). Desde la tribuna de la prensa. El pensamiento político de Francisco Ayala en el otoño de su vida (1976-‍1996). Revista de Estudios Políticos, 202, 43-‍76. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.202.02

I. INTRODUCCIÓN [Subir]

Con la privilegiada perspectiva que el tiempo otorga al cumplirse casi década y media de su fallecimiento, el pensamiento político de Francisco Ayala se proyecta ante nosotros como la plasmación de un dilatado proceso de maduración intelectual dentro de la tradición progresista española, cuyos antecedentes primigenios se hayan en el liberalismo gaditano y desembocan a comienzos del pasado siglo en la joven generación que dio curso a la II República. Acaso, su personalísima singularidad, en comparación con sus coetáneos, radicó en una fértil mixtura que combinó un sólido corpus teórico, producto de una esmerada formación jurídica y en ciencias sociales junto a una temprana carrera literaria, que reflejó muchas de sus preocupaciones en el campo social.

En consecuencia con esta formación y su dilatado periplo vital, su obra reflejó asuntos o cuestiones propias del krausismo de un Julián Sanz del Río en relación con la libertad individual y de conciencia; de los institucionistas de Giner de los Ríos recogió su inquietud por la educación y la formación moral de los individuos; de los regeneracionistas y noventayochistas encabezados por Costa, Baroja y Azorín, el problema de España, su pasado, porvenir y la posible modernización de la nación; de la generación del 14, la de Ortega, así como de sus maestros alemanes, el ocaso de las ideologías y la crisis de los sistemas políticos liberales democráticos. Del republicanismo, la expectativa en la construcción de un Estado democrático abierto a las reformas que el cambio social promovido por la industrialización incipiente en España exigiera.

El grueso de su producción en la esfera político-social, salvo el precedente que supuso «El Derecho Social en la Constitución de la República española», lo realizó en el exilio americano. Su obra se caracterizó por una gran prolijidad y diversidad temática, atendiendo a los variados intereses intelectuales en el mundo de las humanidades y las ciencias sociales que cultivó desde el comienzo de sus estudios universitarios. En su obra destacaron los ensayos (textos que variaron en extensión desde varias páginas hasta más de la centena), que pueden ordenarse y clasificarse en función de sus contenidos. En primer término, pueden situarse los referidos al estudio del concepto y posibilidades de la libertad (‍Ayala, 1941, ‍1943, ‍1945, ‍1959). En segundo término, los relacionados con la configuración del poder y los sistemas de gobierno (‍Ayala, 1944a, ‍1944b, ‍1964, ‍1965). En tercer lugar, su preocupación por los derechos individuales (‍Ayala, 1957, ‍1958). En un aparte los tratados o manuales: Tratado de Sociología (‍1947), Introducción de las Ciencias Sociales (‍1952). Por último, las misceláneas: Razón del mundo (‍1944) y Hoy ya es ayer (‍1972).

Todos estos contenidos, a excepción de los más puramente teóricos contenidos en sus obras más voluminosas, fueron objeto de reflexión profunda durante más de dos décadas en la prensa diaria española de tirada nacional, pues, a partir de 1996, aunque siguió escribiendo en prensa, apenas abordó asuntos relacionados con la política y se centró en cuestiones literarias o lingüísticas en sus escritos. Ayala fue un autor prolífico en el otoño de su vida si atendemos a su continuada cadencia de publicación en los diversos rotativos de tirada nacional que solicitaban su firma (Informaciones, El País, ABC, Diario 16), material este objeto de ulteriores compilaciones y repetidas ediciones (‍Ayala, 1983, ‍1985, ‍1988, ‍1992, ‍1996).

Por desgracia, a día de hoy no contamos con ningún artículo específico, estudio o monografía que aborde, aunque fuera de manera parcial, esta sustanciosa y prolija producción. El único contenido orientativo con el que contamos para introducirnos en semejante espesura son los textos introductorios realizados para alguna de las ediciones que recogen estos artículos, casos de Santos Juliá (‍2013: 17-‍44) y Piras (‍2018: 3-‍20; ‍2020); valiosos, sin duda, pero insuficientes. Para afrontar este propósito se ha leído su obra periodística en el periodo comprendido entre 1976 y 1996 en su totalidad, descontando los artículos referidos a cuestiones literarias o filológicas. Este abundante caudal comprende casi el millar de páginas que se distribuye a lo largo y ancho del tomo sexto de sus obras completas.

En cuanto a los objetivos de este trabajo, pasan por demostrar, de manera inicial, que existió una continuidad temática en la obra de Francisco Ayala entre los trabajos realizados en su juventud (‍Krauel, 2022) y en el exilio y los que a continuación emprendió en su vuelta a España. Por ello, no puede establecerse un corte en su producción intelectual en los asuntos político-sociales más importantes que trató en el periodo comprendido de 1976 a 1996, en función de los ya desarrollados en el continente americano; más allá, claro está, de algunos asuntos coyunturales, propios del momento, que fueron cobrando actualidad, pero que solo trató tangencialmente[1], pudiendo afirmarse que la principal modificación o novedad en esta etapa radica más en el terreno estilístico-formal que en el ámbito material del que se ocupó.

En suma, fue el formato o el medio de expresión de sus ideas lo que cambió, no el contenido de ellas o sus asuntos de interés preferentes. De esta forma, del tratado académico o el ensayo de los primeros años pasó a la tribuna de la prensa o semanarios de actualidad. Así, mediante artículos críticos o de fondo expuso su pensamiento partiendo de un hecho de actualidad que daba pie a la reflexión ulterior. De manera posterior, intentamos demostrar que en su producción ocuparon una situación privilegiada el tratamiento histórico-político de los nacionalismos, la estrecha vinculación de la tecnología de las sociedades posindustriales con los sistemas políticos estatales y el estudio de las estructuras sociales aplicadas a los cambios de la sociedad española. Los tres puntales señalados, basamento esencial de su pensamiento, se aplicaron a cuestiones menores del acontecer político del momento de manera recurrente.

De esta forma, el artículo queda dividido en un apartado inicial en el que se analizan los contenidos más destacados de su pensamiento político. A continuación, en el siguiente epígrafe, los asuntos que con más recurrencia trató relacionados con el acontecer nacional desde el inicio de la Transición hasta la llegada al poder del Partido Popular de José María Aznar. En conexión directa con el bloque anterior se elevan unas conclusiones finales a modo de recapitulación o síntesis, en las que se realiza un balance de su pensamiento y entre las que destacan sus aspectos más firmes y las inconcreciones que pueden suscitar algunas de sus valoraciones.

II. BIOGRAFÍA INTELECTUAL: UNA BREVE NOTA[Subir]

Francisco Ayala García-Duarte nació en Granada el 16 de marzo de 1906. Fue el hijo primogénito del matrimonio formado por Francisco Ayala Arroyo y Luz García-Duarte González. Sus antecedentes familiares estuvieron marcados por las claras divergencias vitales e ideológicas que mantuvieron su rama paterna y materna. La familia paterna, cuyo abuelo había sido magistrado de la Audiencia Provincial de Córdoba, provenía de una estirpe de propietarios agrícolas y rentistas que mostraba desprecio «no ya hacia el trabajo físico, sino hacia cualquier actividad lucrativa» (‍Ayala, 2013a: 33), al ser impropias de caballeros. En lo político se orientaban hacia un claro conservadurismo y profesaban un catolicismo tradicional, acrítico y arcaizante.

En contraposición con esta rígida escala de valores y acomodaticia visión de la realidad, la rama materna se caracterizó por su dinamismo, laboriosidad y republicanismo social. La estirpe, compuesta en gran parte por reputados médicos dedicados tanto a la docencia universitaria como a la práctica profesional, estaba encabezada por el abuelo[2], que fue rector de la Universidad de Granada (‍Correa, 2010). Otra figura de especial relevancia en la provincia fue su tío Rafael García-Duarte González, catedrático de Oftalmología, líder local del Partido Republicano Nacional y fundador de la sociedad de obreros La Obra a comienzos del siglo xx (‍López Osuna, 2017: 85-‍114). La saga la completaba su primo, Rafael García-Duarte Salcedo, eminente pediatra y diputado socialista por el distrito durante la II República en el primer bienio (‍Rodríguez y García-Duarte, 1984: 175-‍198; ‍Álvarez, 2010: 151)[3].

Francisco Ayala cursó la primaria en el Colegio de las Niñas Nobles y el Colegio Calderón, respectivamente. Los estudios secundarios los inició en el recién fundado Instituto General y Técnico de Granada, finalizándolos en el Instituto San Isidro de Madrid en 1922, ciudad a la que se trasladó la familia, acuciada por problemas económicos. Un año después, en coincidencia con el inicio de la dictadura de Primero de Rivera, comenzó la carrera de Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Central, si bien abandonó esta última en sus primeros cursos. Estos años de formación, que se extendieron hasta la caída de la monarquía de Alfonso XIII, son vitales para entender su trayectoria político-intelectual posterior, pues en ellos fraguó amistades de gran valía y comenzó a explorar algunas temáticas que abordó el resto de su vida. De esta forma, entre 1927 y 1930 inició su colaboración en la Revista de Occidente, a la par que conoció a José Ortega y Gasset y asistió con regularidad a su tertulia. A fines de la década, siendo profesor de Derecho Político, solicitó una beca a la Junta para la Ampliación de Estudios para asistir en Berlín a las clases que impartía el reputado jurista y politólogo alemán Herman Heller. Su estancia coincidió con el vertiginoso ascenso del nazismo en una situación de incipiente hundimiento de la República de Weimar. De esta época parte su interés por el estudio del surgimiento del nacionalismo en Europa, que se plasmaría pasados los años en un estudio introductorio en la primera traducción castellana de la obra de Fitche. En clara sintonía con el clima de parálisis jurídico-institucional que percibió en Alemania, dedicó su tesis doctoral a analizar la crisis de los sistemas políticos liberales.

En 1931 volvió a España, donde aprobó las oposiciones a letrado de las Cortes en la II República y obtuvo la plaza de profesor de Derecho Político. Colaboró como editorialista en el periódico El Sol, a la vez que tradujo la Teoría de la constitución de Carl Schmitt y El hombre y la sociedad en la época de crisis de Karl Mannheim. El estallido de la Guerra Civil le sorprendió en Sudamérica, donde estaba realizando un largo viaje con su mujer y su hija, y regresó para ponerse al servicio del gobierno legítimo. En su condición de funcionario público fue enviado a la embajada española de Praga como agente de negocios. Con posterioridad, fue nombrado secretario general del Comité Nacional de Ayuda a España. En el transcurso de la conflagración, los sublevados ejecutaron, primero, a su padre en Burgos, y luego murió en combate su hermano pequeño Rafael en Barcelona.

Derrotada sin remisión la República comenzó su largo exilio, que estuvo jalonado durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta por un sinfín de estancias en distintos países de Latinoamérica: Argentina, Brasil, Puerto Rico. Su producción en esta etapa fue frenética. En ellas alternó la cátedra con la colaboración en prensa (La Nación de Buenos Aires), la colaboración y fundación en diversas revistas literarias (El Sur, Realidad, La Tierra) o la publicación de distintos ensayos y tratados políticos. Sin olvidar que en estos decenios en el campo literario publicó sus colecciones de cuentos y novelas más celebradas: por un lado, Los usurpadores y La cabeza del cordero, ambas en 1949; de otra parte, Muertes de perro (‍1958) y El fondo del vaso (‍1962).

A partir de 1957, se radicó en los Estados Unidos, donde impartió clases de Literatura Española en las Universidad de Princeton, Nueva York y Chicago. En 1960 realizó su primer viaje a España, que fue relatado con precisión en Del paraíso al destierro, entrega inicial de sus memorias Recuerdos y olvidos. En 1977, desaparecido el franquismo del panorama político, se trasladó a España de manera definitiva y colaboró en prensa con regularidad. Al iniciarse la década de 1980, los reconocimientos a su trayectoria se sucedieron. Así, es elegido miembro de la Real Academia Española (RAE) en 1983 y se le concede el Premio Cervantes en 1991. Fue nombrado doctor honoris causa por varias universidades: Complutense, Carlos III, la Universidad de Sevilla, Universidad de Tolouse, etc. Cumplido el siglo, recibió la Medalla de la Provincia de Granada. Falleció en 2009 en su casa de Madrid mientras dormía, a la avanzada edad de ciento tres años.

III. METODOLOGÍA, EXPOSICIÓN Y ANÁLISIS EMPLEADO EN SUS ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS [Subir]

Varias son las características más acusadas que pueden observarse en el pensamiento político de Francisco Ayala. La primera de estas notas distintivas está relacionada con la metodología implícita que subyace en sus escritos más profundos, en los que afronta asuntos relacionados con la teoría de las ideas y las formas políticas. Su filosofía de la historia está impregnada de un fuerte historicismo, puesto que en la praxis considera toda realidad presente como producto de un devenir histórico identificable y rastreable. De ahí que muchos de sus artículos sean sutiles reconstrucciones de conceptos e ideas desde sus orígenes hasta la actualidad, que adoptan una estructura divulgativa que intenta instruir o informar al posible lector. Del mismo modo, en segundo lugar, se detecta un indisimulado materialismo frente a ciertas concepciones idealistas (caso destacado del valor y uso de la Declaración Universal de Derechos Humanos), que enmascaran su utilidad real en consideración a altos principios morales. La actitud a la hora de afrontar ciertos debates espinosos, en especial los referentes a la dictadura, es realista, carente de sentimentalismos, en terrenos que por su significancia se prestaban a ello.

En cuanto a las materias recurrentes, podemos distinguir a grandes rasgos cuatro grandes bloques, que son los que analizaremos a continuación.

1. El nacionalismo[Subir]

Para nuestro autor, dicho movimiento político surgió en los estertores de la Edad Moderna y fue expresión directa de los valores de la burguesía, clase social emergente que se situó desde ese momento en el centro de la vida pública en toda Europa en detrimento de la nobleza. El nuevo proyecto burgués, gestado en la Ilustración en torno a los enciclopedistas franceses y los empiristas ingleses, situó al Estado en la cúspide de las nuevas lealtades, concitando con ello diferencias irreconciliables entre el conjunto de las naciones continentales; rompiendo, de esta forma, los tradicionales usos y costumbres que emparentaban a los príncipes y las clases nobiliarias desde el Renacimiento (‍Ayala, 2013n: 338-‍341; ABC, 22-12-1983). En paralelo emergió con gran estrépito el mito de la cultura como elemento diferenciador entre potencias. Este novedoso planteamiento provocó que estos burgueses se supieran y afirmaran como franceses o germanos sin reconocer más allá de las fronteras de su Estados respectivos similitudes algunas. En este punto se adscribía a las visiones que sobre este proceso histórico con posterioridad desarrollaron con gran amplitud autores de la talla de Hobsbawm (‍1992) o Smith (‍2000).

Este novedoso artefacto ideológico, según Ayala, tomó carta de naturaleza definitiva a comienzos del siglo xix, auspiciado por el Romanticismo, cuyos divulgadores más destacados fueron Herder y Goethe. Su texto fundacional fue Discursos a la nación alemana (1807-‍1808) del filósofo J. G Fitchte[4], libro que recopilaba una serie de cursos dictados por el autor en el Berlín ocupado por las tropas napoleónicas. La obra se erigió en una apelación directa a la unidad de la nación alemana, al Volkgeist (el espíritu del pueblo). El nacionalismo nació, en un principio, como una ideología integradora y progresista (‍Ayala, 2013ñ: 137-‍138; ‍1983) y fue punta de lanza en las posteriores unificaciones que dieron lugar al Reino de Italia y el Imperio alemán (1871). Su apoyatura fundamental fue la lengua nacional (‍Ayala, 2013r: 325-‍331; El País, 1-7-1984), emanación genuina de las comunidades culturales que aspiraban a fundar un Estado nación propio.

En su teoría global sobre la fundamentación del nacionalismo se acerca a la concepción popularizada por Benedict Anderson (‍1993) de manera más tardía de «comunidades imaginadas», producto de la diferenciación o limitación espacial de los distintos territorios. Sin embargo, dentro de las dos grandes tendencias explicativas del surgimiento de la nación en el sentido moderno, a saber, la de tradición liberal de carácter francesa (con Michelet, Taine y, sobre todo, Renan) o la culturalista germana, se decanta con claridad por esta última, dando una explicación ideológico-cultural del fenómeno en la línea de autores clásicos como Hayes (‍1931), Kedourie (‍1960) o el filósofo político Isaiah Berlin (‍1960).

Esta orientación o concepción, prosigue, que vertebró a las sociedades políticas occidentales hasta el comienzo de la I Guerra Mundial, entró en crisis tras la finalización de la Gran Guerra a consecuencia de la derrota de los imperios centrales. La paz de Versalles trajo consigo el fraccionamiento sin remisión de los extensos territorios gobernados por el emperador Francisco José I, el káiser Guillermo II y el sultán Mehmet V. En el desgajamiento posterior proliferaron multitud de nuevos Estados soberanos, en el seno de los cuales, a su vez, otras minorías más pequeñas aspiraban al autogobierno (‍MacMillan, 2005).

A mediados de los setenta (‍Ayala, 2013e: 419-‍423; El País, 20-11-1976), el autor granadino afirmaba que la bandera nacionalista había sido recogida por los pueblos del mundo colonial, que desde la finalización de la II Guerra Mundial aspiraban a su plena independencia. Esta situación sociohistórica había provocado una alianza inédita entre nacionalismo y marxismo que tachaba de incompatible, en un principio. Ayala dejaba entrever las mutaciones que habían operado en el marxismo clásico al mezclarse con los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo en su lucha contra las metrópolis coloniales, donde la variable clase social fue sustituida por la de pueblo en el esquema tradicional de opresores y oprimidos. En este análisis, el autor nos dejaba muestras, aunque sin nombrarla de forma explícita, de que conocía la influencia que tuvo la célebre obra Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (‍1963), sobre el movimiento antiimperalista que emergió con estrépito en África y Asia a partir de la década de los sesenta del pasado siglo al amparo de este nuevo esquema ideológico.

2. El ser o problema de España[Subir]

En este amplio apartado, al que dedicó un gran espacio, incluyó abundantes apreciaciones sobre su identidad, historia o el porvenir de España. Uno de los métodos habituales más utilizados para realizar este acercamiento fue mediante comentarios críticos a obras relevantes de figuras señeras o corrientes intelectuales del pensamiento político nacional. Siguiendo esta senda, y enlazando con los orígenes del nacionalismo, consideró el Idearium español una manifestación tardía del romanticismo centroeuropeo, pues consideró que Ángel Ganivet poseía una visión esencialista de España donde la nación tiene un destino propio al margen de sus moradores pasados y presentes y era intemporal (‍Ayala, 2013q: 334-‍338; El País, 16-3-1984)[5]. De los integrantes de la generación del 98, a los que califica de expresión resuelta y denodada del nacionalismo español, tenía un juicio más positivo, ya que supieron imprimir, aparte de patetismo a su prosa centrada en el paisaje castellano, vuelo teórico a su pensamiento. Aunque consideraba que su resolución no estaba exenta de contradicciones entre algunos de sus miembros al intentar conciliar el esfuerzo europeizador con el objeto de transformar el país con ciertos deslices tradicionalistas («hispanizar Europa», que decía Unamuno) (‍Ayala, 2013p: 332-‍334; El País, 27-1-1984).[6] A la siguiente generación, la del 14, capitaneada por Ortega y Gasset, le tocó consolidar la modernización, que era a ojos de Ayala una característica que en el seno de su generación les hizo superar el nacionalismo. Algunos lo habían vencido por vías ideológicas (convencidos en que el futuro apoyado en el progreso tecnológico requeriría estructuras de poder más amplias que las de la nación política) y otros por medios intuitivos.

Ese desapego de la generación de escritores a la que pertenecía, afirmaba, se formuló mediante la trivialización literaria (caso del casticismo de Gómez de la Serna) o la exageración desmitificadora de un Ernesto Giménez Caballero en una obra como Los toros, las castañuelas y la Virgen (1927). El repunte del nacionalismo español de los años treinta, apuntaba, se debió a dos causas. Por un lado, por la crispante situación política durante la II República y el marasmo económico mundial propiciado por el crack del 29, que hizo entrar en crisis a los sistemas político-liberales; de otra parte, un hispanocentrismo que echaba de nuevo la vista atrás a las glorias imperiales del pasado. No obstante, la recaída en este nacionalismo, del que nuestro autor cuantificaba en unos cuantos miembros de su generación, fue más numerosa e influyente a poco que lo observemos con detenimiento (‍Trapiello, 2002)[7].

De especial significado, por la profundidad y las múltiples lecturas que recogió en un largo artículo, fueron sus comentarios acerca de la obra de Julián Marías, España inteligible: razón histórica de las Españas (‍Ayala, 2013u: 443-‍448; El País, 1-8-1985). La valoración realizada del libro del filósofo vallisoletano, al igual que sus objeciones al mismo, sintetizaban la visión histórico-política que Francisco Ayala poseía sobre el surgimiento del Estado absoluto tras la unión de los reinos de Castilla y Aragón, la empresa americana y la Contrarreforma. La concatenación de estos procesos y sus resultados condujeron, según su análisis, a la decadencia de los Austrias en primer término, a la inexistencia en el siglo xviii de un sólido proyecto ilustrado en segunda instancia y a la ineficaz construcción de un modelo de Estado nación decimonónico por la persistencia de las instituciones del Antiguo Régimen.

Asimismo, se preguntaba, a pesar de valorar la relevante importancia de la obra, si todo proyecto histórico merecía, por el mero hecho de existir, una valoración positiva incondicional. A continuación, se interrogaba sobre si podían existir proyectos históricos nocivos. Estas múltiples preguntas entraban en disputa con los conceptos de «vocación y circunstancia», en los que se apoyaba Marías para trazar su filosofía de la historia de España.[8] En este punto nuestro autor no ofrece, o apunta, a una tentativa teórica de la historia de calado análogo o alternativo al ofrecido por su interlocutor. En una línea similar, entiende la Contrarreforma como una reacción desmesurada al erasmismo, asentándose dicha réplica en unos planteamientos periclitados en su época. Esta exaltación implícita de los méritos del protestantismo, en contraposición a los valores del catolicismo imperial español, no quedaban explicados ni precisados. Identificaba, en una especie de subtexto intelectual que el lector debía reconocer, la reforma luterana con los valores de tolerancia, modernidad y progresismo, de una forma acrítica.

En contraposición a esta visión historiográfica de raíz anglosajona, Ayala no caía en la leyenda negra española, a la que criticaba sin ambages desde varios puntos de vista sumamente estimulantes. Dialogaba en este sentido con una larguísima tradición que habían arrancado con las conferencias de Emilia Pardo Bazán en París (‍1899), que fue la que acuñó el término, seguida por otro ciclo de charlas impartidas por Blasco Ibáñez en 1909, el importante libro de Julián de Juderías (‍1914) o los debates en el exilio mantenidos por los republicanos Américo Castro (‍1954) y Sánchez Albornoz (‍1956) sobre este asunto. En cierta forma, también se adelantó a la profundísima revisión y debate historiográfico que ha sufrido este asunto desde la década pasada (‍Vélez, 2014; ‍Roca, 2016; ‍Ínsua, 2018; ‍Villacañas, 2019; ‍Varela, 2019).

Uno de estos puntos de vista sobre los que hacía hincapié apuntaba hacia los vicios del creciente «presentismo» posmoderno, que juzgaba los acontecimientos del pasado con criterios del presente, por lo que, en función de esta deformación, no eran asumibles ninguna de las dos orientaciones ideológicas tradicionales con los que se contemplaba la conquista de América: por una parte, la tradición que glorificaba los actos realizados; en otro plano contiguo, pero de mayor vigencia en la actualidad, un pretérito lleno de espantosos crímenes, expolios y oprobios sin nombre. Ambas actitudes, opuestas en apariencia, señalaba, eran la misma cara de una similar falacia, consistente en la identificación con los protagonistas de hechos lejanos. No cabía, por tanto, asumir ni méritos ni responsabilidades que no nos pertenecían (‍Ayala, 2013af: 752-‍755; Ciencia Política, 1990). Del mismo modo ponía en solfa una tercera tendencia que se abría pasó con sin par estrépito en torno a las celebraciones gubernamentales por el V Centenario a fines de los años ochenta, por su armonismo ridículo: el «encuentro entre culturas» (‍Ayala, 2013z: 685-‍689; El País, 12-10-1989).[9]

En cuanto a la historia contemporánea española, Ayala prestó singular atención en sus escritos periodísticos a la Restauración (‍Ayala, 2013ak: 1065-‍1069; El País, 6-10-1997). En particular, mantenía un juicio muy favorable sobre la figura de Antonio Cánovas del Castillo, al que consideraba el arquitecto de un proyecto modernizador cuyo objeto era homologar la península con Europa. Su valía consistió, a su juicio, en diseñar una constitución política liberal en combinación con unas instituciones garantistas. Consideraba que las deficiencias del sistema (estructuras de poder caciquiles opuestas al ejercicio de la democracia, falseamiento electoral, bloqueo político), propiciaron, paradójicamente, una creciente participación ciudadana que, a la postre, terminaron cuestionando el turno de partidos. Del régimen de la Restauración destacaba lo que podríamos denominar en su sentido político como efectos eutáxicos, ya que permitió el buen orden, estabilidad y durabilidad en el tiempo de la nación política, en comparación con las incertidumbres que se sucedieron durante el siglo xix (‍Ayala, 2013al: 1071-‍1074; El País, 4-11-1997).

3. El ocaso de las ideologías[Subir]

A este respecto, su análisis se amparaba en un doble parámetro que se erigía en el sillar en el que se articulaban sus análisis políticos sobre este tema, a saber: las ideologías políticas habían sido el sustitutivo de las creencias religiosas a partir del Siglo de las Luces. Los fundamentos del Estado liberal-burgués estaban en el principio de separación de poderes formulado por Montequieu y el contrato social de Rosseau. Dichos principios sirvieron a las necesidades del capitalismo industrial incipiente. Sin embargo, las ideologías nacientes en el siglo xix resultaban inaplicables a la realidad social que se abrió pasó a la finalización de la II Guerra Mundial (‍Ayala, 2013v: 450-‍457; El País, 28-11-1985). El marxismo, última religión laica para Ayala, había sufrido el deterioro propio de una filosofía histórica incumplida, quedando en la praxis desprestigiado por las acciones cometidas por los bolcheviques y los partidos comunistas occidentales[10]. En lo que respecta a los sistemas democráticos occidentales, se había producido una ecualización entre conservadores y socialistas. El contenido ideológico de sus programas era mínimo (‍Ayala, 2013c: 402-‍408; El País, 17-11-1976). La única diferencia entre fuerzas era pragmático, al igual que el de sus votantes. La era de esplendor de las ideologías para Ayala había concluido. Su pensamiento se encuadraba en la línea de pensadores como Daniel Bell (‍1964), Fernández de la Mora (‍1972) y, cómo no, Francis K. Fukuyama (‍1992).

Planteaba, y he aquí el segundo vector de su pensamiento sobre este asunto, que la carencia de un aparato intelectual sistemático y articulado novedoso desde el inicio de la Guerra Fría postergaba la aplicación de los fabulosos recursos que el progreso científico-tecnológico había puesto en beneficio de la humanidad. Dicha tarea debería ser implementada por unas minorías rectoras (siguiendo la tradición orteguiana) que con equidad y flexibilidad realizarían los ajustes que el progreso social demandaba. Su labor coadyuvaría en la creación de un orden estable en las relaciones internacionales sobre los principios de libertad y justicia. Lamentaba que durante la última mitad del siglo xx el excedente económico generado por la civilización occidental en la fase tecnológica de la electrónica avanzada no hubiera sido invertido en el desarrollo del resto del planeta. A su juicio, los réditos de este excedente habían sido dilapidados estúpidamente en la pugna mantenida entre las superpotencias EE. UU. y la URSS, abriendo una brecha de desigualdad que era la peor amenaza para el orden mundial (‍Ayala, 2013ae/ag: 790-‍793; ABC, 16-12-1990; La Nación, 3-2-1991).

Este punto, a pesar de aportar un diagnóstico certero en líneas generales, es el que más dudas puede suscitar, pues Ayala no indicaba ni definía quién debería implicarse o resolver las demandas apremiantes de la humanidad, más allá de unas inconcretas minorías capacitadas para esa función. Por tanto, sustantivaba la condición de ciudadano como si se tratara de una condición a priori de cada individuo humano. La ciudadanía, puede afirmarse, no es una situación previa a la sociedad política o el Estado, sino posterior o subordinado al mismo. Los ciudadanos son siempre «ciudadanos de» (un país concreto). De igual forma puede afirmarse con respecto a esa apelación constante a la humanidad, a la que considera un todo atributivo (un conjunto global) en vez de distributivo (un todo separado en las más de ciento setenta naciones que componen la Tierra), por lo que, de facto, tanto esa ciudadanía universal como la humanidad unitaria, que deben aplicar las palancas de ese supuesto cambio social, son una fantasmagoría que carece de operatividad práctica.

Por el contrario, en relación con el significado, objetivos y resultados de la Declaración de Derechos Humanos (DUDH), otro de los asuntos a los que dedicó un espacio destacado en sus artículos de opinión adoptaba una posición materialista en oposición al idealismo filosófico con el que fue concebida por sus creadores. A este respecto, hay que consignar que era una cuestión a la que había dedicado un par de trabajos previos encargados por la UNESCO en la que planteaba algunas propuestas concretas que pretendían ser verosímiles (Ayala, 1948; 1955). De entrada, consideraba a la Organización de Naciones Unidas como una restauración del proyecto kantiano de la paz perpetua, cuyo precedente, la Sociedad de Naciones, había fracasado en su empeño de evitar otra nueva conflagración mundial. Sus propósitos, afirmaba, fueron inflados con un utópico optimismo, cargando su redacción de una retórica hueca. Las manifestaciones del texto, en serio contraste con los hechos, daban una penosa impresión de hipocresía (‍Ayala, 2013l: 892-‍895; ABC, 9-9-1982). La carta global de Derechos Humanos era definida por nuestro autor de «colosal globo de viento» o «bomba idealista» en función de sus postulados inaplicables (‍Ayala, 2013m: 895-‍899; ABC, 16-9-1982). En cuanto a su eficacia, expresaba su total fracaso en función de sus resultados[11].

4. El papel de los intelectuales[Subir]

En sus consideraciones se preguntaba sobre su significado, función, papel, compromiso o actitud (‍Ayala, 2013ad: 719-‍725; El País, 7-11-1990)[12]. En relación con el rol que cumple el intelectual en las sociedades posmodernas era muy escéptico debido a la alteración de su función tradicional. En la sociedad burguesa, apuntaba, consistía en suministrar a la clase dominante las claves para su interpretación, ofreciendo criterios de actuación práctica. En la actualidad, refiriéndose a los años finiseculares de la centuria del veinte, la transmutación de este universo conceptual en una realidad distinta requería de instrumentos de racionalidad adecuados a sus peculiares condiciones. La irrupción de los medios audiovisuales había provocado un cambio cualitativo sin precedentes, al trastocar lo individual (el escritor solo ante las potencias de su intelecto) por lo colectivo (televisión, el cine, la radio). A ello había que añadir, detectaba, la tendencia paulatina a rebajar la calidad del producto con la intención de llegar a un auditorio más amplio. El análisis profundo quedaba devaluado ante la necesidad del consumo rápido de las masas, deviniendo en mero espectáculo (‍Ayala, 2013g: 147-‍162; Nueva Estafeta, 1979). Su análisis en este punto se emparentaba por el ya esbozado en el situacionismo de Debord (‍2005).

Sobre el papel u orientación de los intelectuales en el debate público o ante el poder, Ayala marcaba una divisoria sencilla, pero a la vez muy clara. El escritor no podía rebasar la línea de la especulación teórica. En el momento que traspasaba ese hito para incidir en la realidad práctica, comenzaba a actuar como un político profesional. De igual manera destacaba la incompatibilidad entre el ejercicio intelectual (orientado por principio hacia el esclarecimiento de la verdad) y el campo de la política práctica, donde la eficacia era la divisa que imperaba (‍Ayala, 2013ac: 711-‍714; El País, 7-7-1990)[13]. Contemplaba la relación del estamento intelectual con el poder como una pugna entre fuerzas, en las que unos intentaban influir sobre otros de manera solapada. A este respecto, afirmaba que los medios de expresión eran cambiantes (la sátira, el panfleto, el artículo de prensa), pero la posición se mantenía incólume. Criticó el papel adoptado por una parte de la intelectualidad española a partir del inicio del periodo democrático actual. Entendía que el «estar contra el poder», eufemismo que durante la dictadura significaba estar contra Franco, carecía de sentido una vez conseguido un régimen de libertades. Esta postura, infantil y gratuita, a su parecer, era teóricamente impecable, muy airosa y tenía la ventaja de lucir muy elegante, a la vez que permitía un grado de superioridad moral inigualable ante el público generalista, pero arremeter por sistema sin distinción de regímenes lo tachaba de insensato (‍Ayala, 2013ad: 719-‍725; El País, 7-11-1990).

Esta sinceridad ante lo que se denominó el desencanto, con la intención de insuflar cordura y un marco más amplio de discusión en un periodo crucial de la historia española, resultaba valiosa por varios motivos. Por un lado porque sus opiniones, al igual que las de Manuel García-Pelayo, otro exiliado, provenían de personalidades desprovistas de afiliación previa o pertenencia a los intelectuales que protagonizaron la Transición (Tierno Galván, López Aranguren, Manuel Sacristán) y sus discípulos (‍García Santesmases, 2020: 67).[14] Por tanto, no estaban tan condicionados para entrar en componendas o en los repartos de influencias que estaba configurando la nueva situación puesto que su carrera estaba ya hecha. No lo necesitaban. De otra parte, sus juicios quisieron poner distancia con las posiciones mantenidas durante la II República e insertarse en los urgentes desafíos que imponía la nueva situación.

En una interesante variación o modulación sobre el mismo tema, se extrañaba de la tendencia de algunas figuras públicas a considerarse «intelectuales orgánicos» a pesar de su propia voluntad. Semejante desconcierto no era explicable, a su juicio, salvo por la ignorancia en la distinción entre democracias formales y totalitarismos. A la vez que traslucía la distancia existente entre sus pensamientos revolucionarios y la anodina realidad democrática a la que expresaban su altivo desprecio (‍Ayala, 2013ai: 785-‍790; El País, 5-5-1991). A diferente escala se encuentra la pugna que mantuvo en las páginas de El País con el escritor Alfonso Sastre, en la que acusaba al dramaturgo de parapetarse en las posibles extralimitaciones de las fuerzas de seguridad en la lucha contra ETA para rechazar todo poder público, disfrazando esta prevención en la legitimidad de un terror que aspiraba a erigirse en poder público en el País Vasco (‍Ayala, 2013h: 423-‍429; El País, 30-12-1980).[15] A nivel particular, sobre el compromiso, Ayala negó desde su juventud la conveniencia del creador o literato de alinearse con partido, causa o ideología alguna que interfiera en la creación, lo cual le parecía «una mixtificación insoportable» (‍Ayala, 1928). En su madurez lo consideraba algo desfasado, en gran parte, por su creencia en que los cambios sociales del presente amparados en el desarrollo tecnológico habían neutralizado las ideologías.

En retrospectiva, su posicionamiento en este asunto puede situarse en posturas parecidas (a pesar de las notorias diferencias generacionales y sobre todo vitales) a las de la amplia pléyade de intelectuales de la izquierda oficial (la gran familia socialista) que transitaron del antifranquismo comunista al socialismo liberal. Nos referimos a los Javier Pradera, Raúl Modoro, Jorge Semprún, Fernando Claudín o Jordi Solé Tura, entre otros, que intentaban orientar la opinión pública desde las páginas del diario El País hacia el pragmatismo apartado del discurso idealista de la lucha antifranquista. Es decir, aquellos que mantuvieron «un apoyo solidario pero distante» (‍García Santesmases, 2020: 69) al proyecto socialista, asumiendo el desgaste que suponía la tarea de gobierno (‍Morán, 2014; ‍Aubert, 2020).

IV. COMIENZA EL CAMBIO, ¿QUÉ OPINA AYALA?[Subir]

Desde su establecimiento definitivo en España en 1977 tras una prolongada ausencia de casi cuarenta años, en paralelo a sus reflexiones sobre asuntos tan diversos, como los citados en el apartado anterior, Ayala desarrolló una notable producción cuyo asunto principal versó sobre lo que en líneas generales podríamos catalogar de manera retrospectiva como la evolución de la incipiente democracia española. El contenido giró en derredor de cuatro grandes bloques: la dictadura franquista, la democracia, la estructura territorial del Estado y la orientación internacional de España. De cada uno de ellos se decantó en su análisis, como veremos a continuación, por sus aspectos más esenciales y de mayor complejidad. La orientación de sus disertaciones se caracterizó por un cariz que rebasaba la actualidad o la anécdota propia del presente de la que partía para adentrarse en terrenos situados a medio o largo plazo. De ahí la visión sociológica que imprimía a sus análisis sociohistóricos, que estaban basados en la atención preferente a las transformaciones de las estructuras o los cambios económicos. En la esfera política proyectaba un especial énfasis en el método comparativo para afrontar el estudio de la realidad política española, mostrando las recurrencias, similitudes o diferencias entre el balbuceante régimen parlamentario español y sus homólogos occidentales. Con ello deconstruía o ponía en su justo lugar ante sus lectores, siempre desde un tono marcadamente pedagógico, la imagen o tópico de la excepcionalidad de los acontecimientos que sucedían en España tales como la crisis de los partidos políticos, el desencanto o el terrorismo.

1. La dictadura franquista[Subir]

Fue contemplada por nuestro autor como la materialización de un régimen político autoritario, que nunca llegó alcanzar las cuotas de totalitario ni siquiera en los momentos que precedieron al fin de la contienda civil, a pesar de la represión y depuración que ejerció entre los vencidos. Con esta caracterización, que con el tiempo ha resultado hegemónica, se situaba en la corriente de politólogos e historiadores que la situaban en las coordenadas de regímenes similares como el Portugal salazarista o la Grecia de los coroneles (‍Linz, 1978; ‍Tusell, 1988; ‍Moradiellos, 2000). Su génesis o mimbres ideológicos, por extensión, decía, más que en el totalitarismo fascista o nazi de los años veinte y treinta del pasado siglo, los situaba en el proyecto de la tradición integrista católica patria que hundía sus raíces en los inicios de la Edad Moderna. Para Francisco Ayala, el régimen fundado por el general Franco fue una continuación de aquellos que se mantuvieron fieles al fundamentalismo católico sostenido por el poder, en pugna con quienes, «bajo unos nombres u otros, y con diferentes fórmulas circunstanciales, deseaban incorporar el país a la civilización contemporánea» (‍Ayala, 2013s: 309-‍324; ‍1985). En el carácter preponderante del catolicismo en su ideología, frente a otras innovaciones foráneas como el vitalismo, el darwinismo social o el fascismo, realizó una interpretación que no ha perdido vigencia (‍Rodríguez Jiménez, 2007; ‍González Cuevas, 2016). Apuntaba también que en este largo desarrollo histórico de amplio espectro, el siglo xix, certificado por obras como Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pidal, que solidificaba el mito de la «antiespaña», vino a configurar el antagonismo o mito de las dos Españas que se afianzó y prendió la mecha de la conflagración civil en el siglo siguiente. En esta visión antagónica de la sima que se abrió entre tradicionalistas y europeizadores no se separaba un ápice de la tradición orteguiana, que luego historiaron con profusión otros autores (‍García Escudero, 1976; ‍Juliá, 2004).

Aseveraba que el nuevo Estado emanado de la contienda bélica en su primera época se distinguió por su reaccionarismo, aplicando una política cultural donde la cursilería y zafiedad alternaban y confluían, producto de su integrismo cultural (‍Ayala, 2013o: 121-‍130; Cuenta y Razón, 1983). Ante la imposibilidad de impulsar un dirigismo cultural propio de los Estados totalitarios, el régimen franquista pronto renunció a esta tarea y se limitó a obstaculizar. A esta dinámica oficialista, decía, había que agregar que los «productores» (literatos, poetas, filósofos) durante la dictadura no fueron capaces de ofrecer soluciones inéditas, sino que pretendieron seguir operando dentro de los cauces ya transitados. Circunscribiéndose al ámbito de la literatura adoptaron, a su entender, una posición poco imaginativa, regresando al casticismo o la literatura social. En suma, el único instrumento emanado de la cultura oficial fue la censura. Pese a su carácter omnipresente durante los cuarenta años de dictadura, según Ayala no había que sobrevalorar su influencia, ya que en múltiples ocasiones era un parapeto empleado por ciertos sectores intelectuales para autojustificar su inanidad cultural (‍Ayala, 2013k: 130-‍133; El País, 16-7-1981)[16]. Asimismo, advertía al final de la Transición que se estaba entrando en la verdadera fase de ejercicio de la libertad de expresión, una vez saciada la gente de «pornografía, ordinariez verbal y falta de respeto al prójimo» (‍Ayala, 1983: 111-‍112).

Cifraba la decadencia de la dictadura militar en los años sesenta, idea que ya había empezado a pergeñar de forma temprana en su España, a la fecha (‍1965), obra que nunca circuló en el país. En ella saludaba con gran optimismo la etapa de desarrollismo económico amparada por el Plan de Estabilización de 1959 e implementado por los tecnócratas cercanos al Opus Dei. Recordaba que la liberalización económica iniciada, que dejaba atrás el fallido periodo autárquico, fue una operación inevitable para la supervivencia del régimen. La apertura, pese a los réditos iniciales de crecimiento, negaba por su base los principios en el que el franquismo estaba sustentado, los minaba y preveía una pronta desaparición (‍Ayala, 2013b: 397-‍402; El País, 16-11-1976). La aparición de una sólida sociedad de consumo amparada en el incremento de la renta media, homologable a las existentes en el resto de países del área occidental, condujo a la aparición de una nueva clase media y una rápida secularización de los valores tradicionales. La inexorable transformación de las estructuras sociales sentó las bases del cambio jurídico-institucional a consecuencia de la incompatibilidad de una sociedad moderna industrializada con un anacrónico sistema político cuya legitimidad había sido obtenida por las armas.

Su valoración del desarrollismo como un proceso multifactorial de insondables y decisivas consecuencias en la que se asentó necesariamente el camino hacia la democracia en España, reflejaba un certero conocimiento que recientes estudios han avalado. En lo económico, por contemplar el incremento decisivo de la renta nacional y la capacidad de consumo (‍Fuentes Quintana, 1988; ‍Prados de la Escosura, 2003; ‍Martín Aceña y Martínez Ruiz, 2010). De igual forma, por el profundo cambio que supuso en las mentalidades y el inicio de un proceso de laicización que rompió con la sociedad tradicional (‍López Casero y Waldmann 1994; ‍Bernecker, 2010). Por último, al señalar que la antítesis entre modernidad y sistema autoritario configuró una masa crítica que impulsaba a futuro la instauración del régimen constitucional (‍López Pintor, 1982; ‍Maravall, 1995; ‍Torcal Loriente, 2010).

2. El porvenir de la democracia española[Subir]

En consecuencia, con la evolución de la dictadura y causas de su defenestración, expresó su convencimiento que la democracia en España era un proceso sin vuelta atrás ni posibilidades de retroceso. Su destrucción sería la aniquilación de España misma. No había posibilidad de una «vuelta a empezar» que nos enviara de regreso a la casilla de salida previa. En un meditado artículo en el que reflexionaba sobre las posibilidades de involución dejaba bien claro su parecer y razones sociohistóricas al respecto (‍Ayala, 2013j: 429-‍433; El País, 13-5-1981). La irrupción de la democracia, apuntaba, no había sido el resultado de un proceso revolucionario efectuado por algún sector político determinado, sino el fruto espontaneo de la maduración de una sociedad en su conjunto. En esta afirmación sorprende su coincidencia con la que a posteriori aseveraron Linz y Stepan (1996: 5-‍6) de la Transición como «el único juego posible» en función de las circunstancias sociopolíticas. De este modo, la revolución había sido mucha más profunda e incruenta de lo que pudiera parecer a simple vista, al haberse tejido en la sociedad española dentro de la estructura del régimen anterior. Ayala subrayaba que el que la transformación institucional se hubiera producido de la ley a la ley sin ruptura alguna, era la señal o indicio inequívoco de lo insondable del proceso, puesto que no se originó de la voluntad específica de ningún sector, facción o camarilla, de nadie en particular, pues su exigencia trascendía la voluntad egoísta de grupos de opinión concretos. Era, en definitiva, la realidad social la que la imponía al desbordar los estrechos márgenes impuestos por el régimen franquista.

En esta inequívoca voluntad general de consenso de los actores sociales participantes en la Transición, coincidía sin más con los planteamientos mayoritarios de toda una amplísima corriente historiográfica que comenzó a afianzarse a fines de la década de los ochenta (‍Tezanos et al., 1989; ‍Juliá, 2007; ‍Álvarez Junco y Shubert, 2018; ‍Preston, 2020). Por tanto, se alejaba de manera ostensible de la corriente minoritaria que contempló la llegada de la democracia como un pacto entre élites y la imposición de un pacto de silencio colectivo (‍García Trevijano, 1996; ‍García Rúa, 1997).

En ese sentido, contemplaba el advenimiento de la democracia en España como una forma de situar en la realidad a los propios españoles, de que bajaran a tierra, una vez prescindida de la máscara y la mordaza que distorsionaba la visión del mundo a las que les sometió el franquismo. Aferrados a su duro paternalismo, describía, una inmensa mayoría de ciudadanos podían achacar al régimen anterior todos los aspectos ingratos de la vida nacional, suponiendo, hipotéticamente, que atesorábamos virtudes cohibidas por su presión dictatorial. Al hilo de lo anterior, se mostraba muy crítico con aquellos que con estrépito mostraban su desencanto con la naciente democracia. En un artículo, a colación de la fallida intentona golpista del 23 de febrero de 1981, dejaba entrever la actitud infantil de los que calificaban de aburrido, desangelado y torpón al régimen parlamentario. Se preguntaba con cierta ironía, «¿dónde estaba escrito que la democracia haya de ser una fiesta continua y la libertad un desbordamiento sin límites?» (‍Ayala, 2013i: 138-‍140; El País, 2-4-1981). Del mismo modo ponía en solfa la utópica esperanza de aquellos que esperaban un remedio instantáneo de todos sus males y el cumplimiento de la felicidad universal. El milagro, claro está, señalaba, no se produjo, y en seguida vino el inevitable desencanto (‍Ayala, 2013v: 450-‍457; El País, 28-11-1985).

Estas manifestaciones del autor granadino hay que encuadrarlas en la honda reconfiguración de fuerzas que tuvieron lugar en la Transición tanto en la esfera política como en la cultural (‍Pecourt, 2008: 263-‍271). Mientras el sector gobernante había adoptado el discurso de la reforma pactada orientado hacia una urgente solución de los problemas estructurales, el discurso del sector del denominado desencanto lo contemplaba como un espectáculo para engañar a las masas y domesticar a los antiguos opositores de la dictadura. Entre ambos aconteció una soterrada pugna, caracterizada por la pérdida del capital simbólico de algunos subcampos como el comunista o libertario, en la que terciaron intelectuales como Eduardo Haro Teclen en la revista Triunfo o Joan Fuster. Frente a esta posición se alzaba la oficialista/mayoritaria de la que Ayala participó con argumentos y posicionamientos similares a la de otros intelectuales que escribían en El País, caso de Elías Díaz (‍1980), por ejemplo.

En los albores de la Transición, Francisco Ayala también reflexionó en algunas de sus tribunas de prensa sobre la importancia de los partidos políticos en los nuevos tiempos que se avecinaban. Pensaba que su centralidad radicaba en su función esencial en el juego democrático, al erigirse en correa de transmisión básica de la expresión de la voluntad popular. También se mostraba a favor de una desvinculación de los problemas políticos prácticos de las grandes cosmovisiones políticas, siguiendo la postura que ya había expresado sobre el progresivo aggiornamiento de las ideologías en la era postindustrial. A este respecto, su posición originaria, utilizando la terminología rawlsiana, partía de la apatía generalizada entre la ciudadanía por los asuntos públicos, producto de la creciente despolitización sufrida por las sociedades del primer mundo desde la finalización de la II Guerra Mundial. Se mostraba muy escéptico con el balbuceante panorama político español al que tachaba de carente de convicciones susceptibles de prestar doctrina coherente y programa de conjunto a ninguna organización partidaria. El escritor granadino consideraba que los partidos políticos que se disputaran el ejercicio del poder tendrían que gestionarlo basándose en ideas generales, sino en función de las dificultades del presente (‍Ayala, 2013e: 414-‍419; El País, 20-11-1976).

En su opinión, lo único que los distinguía a unos y otros eran sus efigies, en función del conocimiento o identificación que el ciudadano medio realizaba de ellas. En la lista de más conocidos, a finales de 1976, citaba a Manuel Fraga, Enrique Tierno Galván y Joaquín Ruíz Giménez. Los más ideologizados, caso del Partido Comunista de España (PCE), habían abdicado de sus señas de identidad clásicas para acogerse al oportunismo conservador. A su izquierda quedaba una amalgama desordenada, sospechosa en intenciones y con conexiones provocadoras (‍Ayala, 2013d: 408-‍414; El País, 18-11-1976)[17]. Coherente con este pragmatismo, valoraba el paso de la acumulación ideológica a la fase de responsabilidad de la weberiana ética de las responsabilidades del Gobierno socialista presidido por Felipe González cercano a su segunda legislatura (‍Ayala, 2013v: 450-‍457; El País, 28-11-1985).[18]

3. LOS EFECTOS INDESEADOS DEL NUEVO MODELO TERRITORIAL[Subir]

Francisco Ayala avisó en un artículo de fondo sobre las incompatibilidades y problemas que traería la introducción de un modelo federal en España. Leídas hoy resultan proféticas en comparación análoga con lo que ha sido el proceso autonómico. En primer lugar, adelantaba, que la descentralización no satisfaría a todos, pues para algunos sería insuficiente, mientras que para otros sería innecesaria. En segundo lugar, y de mayor entidad visto el transcurso del tiempo, conllevaría una multiplicación de instancias burocráticas y de competencias oficiales, creando una pluralidad de «Estados» dentro del Estado federal englobado. La carga económica, a instancias de la desagregación territorial, redundaría en una carga insoportable. En el ámbito jurídico, añadía, provocaría una disparidad de legislaciones (‍Ayala, 2013f: 419-‍423; El País, 21-11-1976).

Aprobada la Constitución de 1978 con el título VIII, que sancionaba el Estado autonómico, se mostró ambivalente en cuanto a sus efectos. Si bien en un principio lo consideraba una «cura de sobriedad» frente al empacho de la retórica patriotera franquista (Ayala, 2013x: 464-‍468; El País, 24-9-1986), su implementación en manos de los Gobiernos periféricos, sobre todo a través de la imposición de las lenguas vernáculas en detrimento del español, estaba dirigido a fomentar los nacionalismos regionales (‍Ayala, 2013ah: 970-‍973; El País, 11-4-1991). En este sentido, en coherencia con su pensamiento cifrado en el rechazo a la opresión que el nacionalismo español había ejercido sobre formas culturales distintas a la castellana, no aprobaba políticas idénticas practicadas en nombre de los secesionismos locales (‍Ayala, 2013y: 631-‍636; El País, 10-6-1988).

4. Vectores de la política internacional[Subir]

Por último, Ayala se preguntó de manera recurrente sobre la posición de España en la esfera internacional. Su orientación, a su juicio, debía pivotar en dos vectores geopolíticos. De un lado, Europa, incorporación de la que se mostraba complacido, casi de manera entusiasta, tras la adhesión a la extinta Comunidad Económica Europea (CEE) a comienzos de 1986. Su entrada era sinónimo de modernidad y convergencia tras un secular periodo de aislamiento continental. En esta apertura internacional situaba también la admisión en la OTAN (‍Ayala, 2013w: 476-‍480; El País, 29-1-1986). En definitiva, en este proceso veía la culminación de una extensa andadura histórica de separación del concierto de las naciones que había comenzado con la firma del Tratado de Utrecht y había proseguido hasta el régimen anterior. A su vez, en sintonía con su pensamiento de la crisis de los estados nacionales, la contemplaba como una estructura política superior que pudiera imponer su propia soberanía al resto de Estados. En estos mismos términos, observaba las Comunidades Europeas como un freno al poder ejercido por el mundo bipolar representado por los Estados Unidos de América y la Unión Soviética (‍Ayala, 2013t: 916-‍921; El País, 12-7-1985).

Otro de los efectos benéficos de la entrada en el club europeo era la de fomentar la disolución del nacionalismo español, al creer que este quedaría anegado en la nueva entidad política de referencia (‍Ayala, 2013ab: 707-‍711; El País, 5-5-1990). Aunque, como efecto adverso, reconocía que podía producirse un florecimiento de las identidades colectivas de las distintas naciones étnicas que poblaban el continente. En este diagnóstico sobre los efectos de la incorporación a la antigua Europa de los doce destacaba la carencia de aspectos desfavorables. Esta visión, muy propia de la época en virtud de la euforia con que fue acogido el proceso de integración, obviaba las renuncias que ya por entonces tuvo que afrontar la economía española con su ingreso. Ayala no contempló el fuerte proceso de reconversión industrial y el ajuste duro iniciado en la agricultura, que provocaron un fuerte crecimiento de las tasas de desempleo (‍Marín, 2006: 61-‍101; ‍Arnalte, 2006: 17-‍49).[19]

El segundo vector preferente, aunque no mencionado de forma explícita, debía ser Hispanoamérica. Las alusiones realizadas por el escritor granadino en sus artículos de prensa sobre este asunto adoptaron una vertiente de raíz culturalista, ya que el aspecto meramente político estuvo ausente de sus disertaciones. En este sentido, no se hallan en ninguna «tribuna» en los distintos rotativos con los que colaboró opiniones o comentarios referidos a las cumbres Iberoamericanas, las relaciones con Cuba, la guerra en Centroamérica o las dictaduras del cono sur, por ejemplo. El acercamiento entre las repúblicas americanas y España debía basarse en el fomento de la lengua común (‍Ayala, 2013aj: 990-‍995; El País, 12-10-1991). A este rico caudal o tesoro que es el idioma dedicó un gran volumen de páginas, así como, a su divulgación, influencia y al estado de las letras hispanas en el mundo (‍Ayala, 2013am: 47-‍71; 1983).[20]

V. CONCLUSIONES [Subir]

Fiel continuador de la tradición liberal iniciada por el krausismo, desarrollada por los maestros de la Institución Libre de Enseñanza y afianzada por el republicanismo social de comienzos del pasado siglo, el pensamiento de Francisco Ayala se despliega como una conjunción analítica de interesantes juicios y de algunos lugares comunes propios de su tiempo en relación con la democracia española. En primer lugar, hay que destacar el acierto que supuso desde «su vuelta a casa» en 1976 que el medio elegido para la divulgación ante el gran público de los aspectos más teóricos de su pensamiento fuera el de la prensa. De igual forma que ya hicieran otros destacados pensadores, caso de su maestro Ortega en las páginas de El Sol, Ayala tuvo mayoritariamente en el diario El País la tribuna privilegiada para ponerse en contacto con una amplia legión de lectores y así poder filtrar densos contenidos que a priori no estaban destinados a este formato. No hay que olvidar que el principal destinatario de sus reflexivos escritos, el español medio, debido de manera principal a la censura y a la escasa difusión de sus obras fraguadas en tierras americanas, desconocía su producción o quehaceres intelectuales en este terreno. Por tanto, el paso del ensayo o el tratado al artículo de fondo fue una transposición lógica y acertada.

En segundo lugar, en cuanto al contenido, merece acentuarse el empaque y consistencia intelectual que contienen los textos referidos a los asuntos preferentes que trató con mayor recurrencia: los nacionalismos, el ocaso de las ideologías, el problema de España o el papel de los intelectuales en la época posmoderna. Dichos asuntos de interés se corresponden con temáticas que ya había abordado en profundidad previamente en libros o estudios monográficos; en algunos asuntos, para mayor abundamiento, caso del devenir histórico de España, mantuvo una punzante polémica con Claudio Sánchez Albornoz en la revista Realidad, por lo que Ayala no improvisaba o elucubraba en estas materias de forma gratuita o casual. Por el contrario, mantenía una tesis bien articuladas y calibradas fruto de años de meditada lectura y estudio.

En relación con las posiciones o enfoques metodológico-filosóficos adoptados en su pensamiento político se observan algunas contradicciones, pues basculaba en una adscripción proteica entre concepciones dicotómicas en cuestiones de largo alcance. De esta forma, se adscribía a principios materialistas en su acerada crítica a la Declaración Universal de Derechos Humanos, al destacar su absurdo utopismo, atiborrado de nobles intenciones y retóricas biempensantes, alejadas del realismo político que imponían las relaciones internaciones en el mundo bipolar de la guerra fría. Por el contrario, incurría en un poderoso idealismo en su concepción de la geopolítica nacida tras los acuerdos de Yalta, en la que Estados Unidos y la Rusia Soviética se repartieron el globo terráqueo en zonas de influencia. En este caso no en el diagnóstico en sí, sino en la idea recurrente de una realidad en el que los Estados nación habían perdido vigencia y operatividad, cuando su influencia y número no paraba de aumentar, sobre todo tras la irrupción de nuevas entidades soberanas por la desaparición de los imperios coloniales. En la misma línea, según el poderoso despliegue económico y tecnológico que se había producido y la aplicación de esos excedentes económicos en el desarrollo de las regiones atrasadas del tercer mundo, apelando a una humanidad autodirigida para llevar a cabo dicha tarea.

En cuanto a la visión que mantenía sobre la historia de España, producto de esta inspiración de estirpe krausista, era contemplada como un proceso cuyo curso operatorio estaba enfocado bajo el prisma del atraso provocado inicialmente por la Contrarreforma hasta desembocar en la dictadura franquista. Aunque sin caer, ni mucho menos, en los excesos de los cultivadores de la leyenda negra, esta visión de España, como el de una «realidad detenida», es cuestionada o, cuanto menos, matizada, en los últimos años. Sin duda, el marco sobre el que está funcionando esta revisión de una manera más iluminadora es el económico, ya que contextualiza de una forma más realista tópicos como el del atraso económico del siglo xviii o las dificultades para aquilatar un modelo de Estado nación homologable a los establecidos en la Europa continental en el xix. Las matizaciones se deben, en gran parte, a que el empaste o soldadura de la estructura política y territorial no pudo realizarse, como demuestran autores como Fusi (‍1997), hasta la capitalización de la hacienda pública en tiempos de la Restauración por el déficit crónico acumulado desde la guerra Independencia (‍Ringrose, 1996).

Más enriquecedora nos parece la posición y argumentación que mantiene con respecto al ocaso de las ideologías tras el periodo que se abrió a la finalización de la II Guerra Mundial. Puntal esencial de su pensamiento, Ayala mantiene una posición convergente, si bien distanciada de la concepción maximalista de Daniel Bell o que luego mantuvo Fukuyama. El elemento esencial para él no es tanto la falta de nuevas cosmovisiones totalizadoras ideológicas, sino la función que en su presente en marcha (y en el nuestro por extensión) tienen las viejas ideológicas conservadoras y socialdemócratas. Las diferencias son mínimas, técnicas, pragmáticas, pues en los grandes asuntos del Estado de bienestar existe un consenso común entre ellas. El ciudadano-votante de las sociedades de consumo quiere administración, gestión y eficacia. Este proceso convergió y se hizo más visible, como vaticinaba Ayala, con la caída del socialismo real y sus países aliados y con la crisis de la socialdemocracia, centrada en el difuso marco de defensa de lo «público».

Otro de los aspectos valiosos del pensamiento político de Francisco Ayala por su claridad y valentía en el momento en que fue realizada, es la crítica de la actitud ante el poder que adoptó como señas de identidad una destacada parte de la intelectualidad patria. Sin ambages, ambigüedades ni ropajes que disfrazaran sus opiniones, puso de manifiesto la falta de seriedad de algunas manifestaciones. De irresponsable tachó a aquellos escritores en la Transición que arremetían contra el poder público por sistema sin ton ni son, con razón o sin ella. De infantil actitud a los que se acomodaban en el «desencanto», cuando la democracia todavía no había arrancado, como si el naciente sistema de libertades públicas tuviera efectos taumatúrgicos sobre los individuos, viniendo a resolver hasta los problemas de la vida personal afectiva.

La actualidad política del momento, el otro gran motivo que ocuparon sus escritos efectuados entre 1976 y 1996, estaba más mediatizada en sus opiniones por las limitaciones propias del espacio dedicado y la carencia de distancia histórica para medir ciertos procesos que acaban de concluir o todavía estaban en marcha. En este sentido, sus análisis sobre la recién fenecida dictadura franquista alcanzan gran altura acerca del desarrollismo español y los cambios culturales y sociales que conllevaron una inevitable erosión de los principios sobre los que asentaba el régimen. Su estudio de las estructuras, la preponderancia de la nueva clase media, la sociedad de consumo, la apertura al turismo internacional, los estilos de vida diferentes denotan una precisa lectura sociológica de los acontecimientos pasados. En contraposición con esta visión, se encuentran los juicios realizados acerca del franquismo, como régimen institucionalizado durante cuarenta años, que por su falta de matices le hace recaer en algunos reduccionismos. El primer franquismo es contemplado por la dominación ideológica del integrismo católico, contemplado como si de un bloque rígido se tratara. Se soslaya la importancia de las llamadas familias del régimen que pugnaban en su seno en franca disputa por las parcelas de poder y con proyectos políticos diferentes. Por extensión, se contemplaba la dictadura militar como un páramo cultural por su escasa capacidad de renovación (filosófico, literario, historiográfico), carente de innovación técnica. En el mismo plano puede situarse aquellas afirmaciones, propias de un cierto consenso de opinión en la España de la postransición, de que la transformación de los años sesenta se realizó «a pesar» de la dictadura, soslayando el papel central del Instituto Nacional de Industria (INI) o los tres planes de Desarrollo que dieron curso al proyecto de transformación económica. De igual forma, que la trasnochada retórica imperial del franquismo causó un gran rechazo en Hispanoamérica.[21]

Frente a estas limitaciones, sus juicios sobre la incipiente democracia española pueden catalogarse de clarividentes al observar lo insondable de la evolución al régimen de libertades públicas del 78, cuya maduración emanaba de una sociedad establecida en los ejes de cualquier Estado nación de la órbita occidental. En ocasiones, sus opiniones se aprovechaban de la experiencia y el conocimiento cabal de Francisco Ayala de ciertos asuntos, como el devenir de los partidos políticos. El haber vivido en Estados Unidos y haber observado su evolución, al igual que las campañas presidenciales[22], le otorgó una capacidad superior a la de otros analistas contemporáneos para señalar el carácter tecnocrático al que tendían sus programas y propuestas.

Asimismo, vislumbró con acierto los males que traería el modelo territorial autonómico, asociado al uso político que de las lenguas vernáculas comenzaban a realizar los Gobiernos nacionalistas a fines de los años ochenta. En la órbita internacional fue un convencido europeísta en la línea de la intelectualidad de la época, previendo una convergencia institucional de Estados continentales en esa común casa europea. La aspiración no se ha concretado y parece pasar por sus peores momentos tras el fracaso del proyecto de Constitución europea (2005) y el más cercano del Brexit (2016). Quizá el futuro esté allende de los mares por el creciente poder de influencia de la lengua española a la que nuestro autor dedicó innumerables páginas, pero eso es una incógnita; así que, como diría Ayala: «Paciencia y barajar».

NOTAS[Subir]

[1]

En el terreno ideológico el feminismo de tercera ola en Estados Unidos o la creciente corriente animalista (lo que hoy denominaríamos antiespecismo) que ya comenzaba a atisbarse; en el campo geopolítico, la crisis del bloque soviético y sus países satélites, el desarme atómico, el futuro de la OTAN o la I Guerra del Golfo; en la esfera social, la legalización de las drogas o la creciente influencia de la televisión en la opinión pública.

[2]

Eduardo García-Duarte (1830-‍1905), de condición humilde, huérfano de padre, fue un hombre hecho a sí mismo que ganó la cátedra en Granada proveniente de Madrid, donde había nacido.

[3]

«Rafaelito» fue fusilado por los nacionales en las tapias del cementerio de Granada al comienzo de la Guerra Civil.

[4]

Cartas a la nación alemana fue publicado por vez primera en español en 1943 por la editorial argentina Americalee en su colección Los Clásicos Políticos». El estudio preliminar corrió a cargo de Francisco Ayala.

[5]

El artículo era una matización más amplia de la obra ganivetiana, a la que había calificado en un programa de televisión como deleznable.

[6]

Aquí podría incluirse también el tópico unamuniano de «que inventen ellos».

[7]

Si atendemos a los participantes en La Gaceta Literaria, revista cultural en la que se agrupó el grueso de los intelectuales de la generación de Francisco Ayala y algunos de las anteriores, vemos a destacadas figuras afines al Movimiento Nacional posterior. Sin ir más lejos, su fundador, el oscilante Giménez Caballero, con su obra Genio de España (1932), que ya exaltaba el papel evangelizador y civilizador de España en América. Cómo no a Ramiro de Maeztu, motor de la influyente revista contrarrevolucionaria Acción Española, a Ramiro Ledesma Ramos, Melchor Fernández Almagro (amigo de infancia de Ayala) o Pedro Sainz Rodríguez.

[8]

Julián Marías entiende el devenir de España como un proyecto generado en el seno de la lucha de los reinos cristianos con los invasores musulmanes, basado en la noción de frontera y avance continuo. La circunstancia propiciada por el descubrimiento transoceánico del Nuevo Mundo, generó una supranación en la que se trasplantaron los valores generadores civilizatorios, materiales y espirituales peninsulares.

[9]

Afirmaba: «Nadie supondrá en serio que la tarea de colonizar todo un continente desconocido hubiera podido llevarse a cabo mediante procedimientos de comedia, discreta y amable persuasión, de cuya eficacia no ofrece ejemplo alguno la historia universal».

[10]

Los vaticinios incumplidos eran: a) la lucha de clases capitalista provocaría un aumento gradual del número de proletarios y una disminución de las clases medias frente a una minoritaria clase burguesa; b) el capitalismo caería por sus propias contradicciones; c) el fin de la historia desembocaría en la dictadura del proletario y, poco después, la desaparición del Estado. En relación con sus errores señalaba: las purgas soviéticas y los procesos de Moscú (1936-‍1938); la claudicación del Frente Popular en Francia, o el trasvase de cuadros y militantes del SPD y el KPD al Partido Nazi en Alemania.

[11]

A estos déficits habría que agregar su limitado radio de acción a menos de la mitad de la población mundial, ya que la Declaración no fue ratificada ni por la Unión Soviética (y países satélites) ni China. Tampoco firmaron el acta los países musulmanes, que de forma alternativa adoptaron sus particulares derechos humanos bajo la hégira de la saría.

[12]

Para Ayala un intelectual es «quien una vocación especial impulsa a intensificar y aun a profesionalizar la actividad mental que conduce al conocimiento, llevando éste más allá de la antedicha función vital, hacia un plano de universalidad abstracta».

[13]

Esta reflexión surgió a instancias de la derrota electoral de Mario Vargas Llosa en las elecciones presidenciales del Perú de 1990 a manos de Alberto Fujimori. El fracaso de su campaña, a juicio del escritor granadino, se debió a su tono realista y carente de promesas, debido a su condición de intelectual antes que de político.

[14]

Tierno (Elías Díaz, Raúl Modoro, Fernando Morán); Aranguren (Javier Muguerza, Pedro Cerezo, Ignacio Sotelo); Sacristán (Juan Ramón Capella, Francisco Fernández Buey).

[15]

Las simpatías de Alfonso Sastre con la izquierda abertzale fueron notorias, siendo candidato al Parlamento Europeo por la formación Herri Batasuna y sus herederas en varias ocasiones.

[16]

A este respecto llegó a afirmar que caída la dictadura se descubrió que no había en ningún sitio esas grandes novelas ocultas, remarcando que Cervantes, Quevedo o Calderón también escribieron en periodos de gran censura.

[17]

El PCE se había adherido a la línea eurocomunista planteada por los partidos comunistas italiano y francés a comienzos de los setenta, aceptando el modelo pluripartidista, capitalista y próximo a la clase media en oposición al modelo soviético.

[18]

A pesar de imprudencias como prometer la creación de ochocientos mil puestos de trabajo o el referéndum de pertenencia a la OTAN, responsabilidad que se cargaba a los hombros de los ciudadanos, decisión ante la que no estaban preparados para decidir.

[19]

Entre ellas podemos citar el proceso parcial de reconversión industrial auspiciado por el eje franco-alemán, que terminó por hacer insostenibles los sectores siderometalúrgicos, mineros y dejó muy tocado el de la producción naval; la reducción de las cuotas lácteas o el generalizado ajuste duro sufrido por la agricultura española, sobre todo en las regiones del sur.

[20]

Capítulo incluido en su obra Palabras y letras, inserto en las obras completas de De vuelta a casa en su tomo sexto.

[21]

Sí, pero no se puede olvidar que el ingreso de España en la ONU fue votado en pleno por todas las repúblicas americanas, salvo por el México del PRI, Uruguay y la Guatemala de Árbenz.

[22]

Varios artículos suyos comentaron de soslayo las campañas presidenciales: Jimmy Carter contra Gerald Ford (1976) o Ronald Reagan contra Walter Mondale (1984).

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