De Emmanuel Sieyès ya sabíamos que era el inspirador o guía principal de los acontecimientos políticos que se van sucediendo entre 1789 y 1799, desde el comienzo mismo de la Revolución francesa hasta el golpe de Brumario y que seguiría un poco más hasta el Imperio en 1804, momento en que se retira de la política tras haber protagonizado, como pocos (la mayoría de sus pares en aquellos años trascendentales se fueron quedando por el camino con las sucesivas purgas políticas que jalonan la revolución), los principales hitos que marcaron el final del Antiguo Régimen.
En la historia del pensamiento político, por tanto, Sieyès siempre aparecía cronológicamente colocado detrás de una serie de gigantes de la disciplina, como son Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau, quienes podría parecer que se lo ofrecían todo al abate como preparado y dispuesto para erigir el gran edificio político-institucional que surge con la Revolución francesa, verdadera puerta de entrada en la modernidad política occidental. Pero este libro nos descubre que esa percepción no es del todo correcta, sino que Sieyès, sin negar esas influencias, se erige, no obstante, como creador original de conceptos antes no entrevistos, adquiriendo así un rango intelectual superior al que usualmente se le había adjudicado.
Estamos, sobre todo, ante el inventor de los principales postulados político-jurídicos que están en la base de los mismos acontecimientos que vivió en primera persona, lo cual no quiere decir que dichos principios rigieran desde entonces, todo lo contrario. Sus enemigos políticos lo impidieron la mayoría de las veces. Fue al cabo del tiempo, bien pasados los acontecimientos en que surgieron, cuando muchas de sus ideas (no todas, pero quedaron las más significativas) acabarían por imponerse, viéndose realizadas en la práctica política constitucional que conocemos hoy en día.
Sieyès fue quien identificó por primera vez al tercer estado como la nación francesa completa (p. 66), rechazando el papel político de los otros dos órdenes, el noble y el eclesiástico, siendo este último del que él mismo procedía por su condición de sacerdote. Ese hallazgo verdaderamente original y fundante, la idea de nación de ciudadanos activos que describe en el panfleto ¿Qué es el tercer estado?, habría bastado para colocarle junto a los autores principales del pensamiento político occidental de toda la historia. Pero es que a partir de ahí fue elaborando conceptos tan nucleares hoy en cualquier Estado democrático como son la pareja denominada poder constituyente y poderes constituidos, el desarrollo pormenorizado de lo que es la representatividad democrática, la institución del tribunal constitucional, así como el mecanismo de reforma constitucional y todo ello alrededor de la idea de constitución, entendida como la expresión suprema de la soberanía política. Es difícil encontrar otro autor en el que se acumulen más ideas novedosas y articuladas entre sí, que configuran, como decimos, todas ellas, la base del derecho constitucional que hoy conocemos. Y por lo que respecta a la organización política de Francia, a Sieyès le deben los ciudadanos del país vecino, además de la abolición de los órdenes y todo lo que deriva de ello, la organización de la Guardia Nacional y la división de Francia en departamentos (pág. 170).
El libro de Javier Tajadura nos ofrece una visión de la obra del abate de Fréjus (su lugar de nacimiento en la Provenza francesa en 1748) focalizada en su producción teórica, que constituye, como hemos dicho, el basamento institucional de cualquier Estado constitucional y democrático. Podríamos decir que estamos ante un libro de historia del derecho constitucional por antonomasia, puesto que Sieyès se configura nada menos que como padre de esta disciplina. Nos encontramos, así, ante un análisis técnico de las aportaciones fundamentales de Sieyès a la construcción del Estado moderno y, por ello, sus dos componentes fundamentales son el derecho y la política imbricados entre sí. Con una particularidad que lo distingue de las grandes figuras filosófico-políticas que le precedieron, puesto que Sieyès no parte de grandes concepciones sobre el hombre y la condición humana y social en general, al modo de Hobbes, Locke, Montesquieu o Rousseau, quienes, a partir de dichos principios, destilaron una concepción determinada de la política. Por el contrario, lo que distingue al autor del Ensayo sobre los privilegios es la elaboración de conceptos políticos fundamentales y, a partir de ellos, de instituciones políticas que han servido, tanto unos como otras, para erigir, con el tiempo, el Estado constitucional. Sieyès tendría, por ello, un perfil de autor más próximo a un Maquiavelo o incluso a un Bodino, especialistas ambos en un área de conocimiento más estrictamente política, es decir, más centrada en las concepciones del poder y la soberanía (que son al fin y al cabo los elementos nucleares de la política), que a deducir, como hacían Hobbes, Locke, Montesquieu o Rousseau, los principios políticos desde sus concepciones respectivas del universo, la sociedad y el hombre. Pero lo que distingue a Sieyès de todos ellos es el protagonismo que tuvo en una etapa tan trascendental para la historia como fue la Revolución francesa.
Sieyès trabaja, por tanto, a la manera de un artesano de las ideas políticas, a partir de unos pocos materiales esenciales que serían la soberanía, la nación, la representación y la constitución. Para él, por una parte, la nación es el conjunto de personas concretas que forman la sociedad y, por otra, sus representantes, elegidos para realizar las funciones políticas, son también personas concretas. Pero el resto de conceptos que aquí se manejan (básicamente, soberanía, poder constituyente y poder constituido) son abstracciones teóricas y por eso es por lo que se habla de «metafísica política» (pág. 76) para denominar el trabajo de Sieyès. Pero esta especialización en la política no le resta un ápice de profundidad y sutileza en la creación y el manejo de los conceptos políticos y las abstracciones teóricas que construyen el Estado moderno y en las que se mueve con verdadera originalidad y soltura.
Sí cabría señalar una primera paradoja en la obra y figura de Sieyès, antes de continuar esta reseña sobre la obra que nos ocupa. Y es que siempre mostró, como señala Tajadura, un «absoluto desdén» por la historia (pág. 36), o dicho de otro modo, siempre dio prioridad a los principios y a la razón y condenó el historicismo (págs. 77-79 y 134). La paradoja, por tanto, consiste en que nos vamos a ocupar de la ubicación de Sieyès en la historia del pensamiento político, tratándose de un autor que renegaba de la importancia de la historia a la hora de buscar en ella un fundamento para el derecho y la política. Y, no solo eso, sino que el análisis que realizaremos de su obra no se entendería sin referirnos a los precedentes ilustrados sobre los que construyó su teoría. ¿Cabe hablar de soberanía en Sieyès sin referirse a Bodino o a Rousseau? ¿Cabe hablar de ciudadano activo en Sieyès sin referirse a Maquiavelo? ¿Cabe hablar de poder constituyente o poderes constituidos sin referirnos a la división de poderes en Locke y Montesquieu? La originalidad de Sieyès a la hora de construir todo un sistema de representatividad de corte republicano, que preserve la confianza en los representantes y a la vez garantice el control sobre los mismos, no puede, por ello, obviar que muchos de los hallazgos de este autor están enraizados en la obra de quienes le precedieron. De modo que cuando Edmund Burke hace en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia un panegírico de la sabiduría colectiva y de las enseñanzas de la historia frente a los excesos de los revolucionarios franceses, que creen que todo empezó con ellos, no podemos más que ponernos del lado del dublinés, por mucho que represente una cultura política como la británica, que dejó mucho menos impronta sobre la cultura política española que la francesa. Y es que la historia explica y admite tanto las influencias como las originalidades y sus consecuencias en la posteridad.
El libro se divide en cuatro capítulos principales, el primero dedicado a la novedad lingüística que supuso la obra de Sieyès, que creó un nuevo lenguaje político a base de conceptos novedosos, como iremos viendo, característica singular que da título al libro que nos ocupa (Sieyès y la lengua de la constitución), así como motivo principal al jugoso prólogo del director de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado. El segundo capítulo está dedicado al concepto de soberanía, del que se deducen otros igualmente nucleares como los de constitución, nación, pueblo, poder constituyente y poderes constituidos. El tercero está dedicado a la representación y su organización interna, verdadero fundamento de la democracia republicana. Y el cuarto al Tribunal Constitucional, otra de las magnas ideas jurídico-políticas del abate. Tras la bibliografía de rigor, cierra el libro un «Anexo» de «imágenes comentadas», donde aparece la figura de Sieyès relacionada con los diferentes aspectos históricos y políticos que protagonizó y con los personajes principales con los que se le relacionó, a modo de sinopsis histórico-política del personaje y donde se deja ver la faceta pedagógica del autor del libro, profesor universitario con largo bagaje y experiencia docente, ya que se trata de un material perfectamente utilizable en las clases, tanto por la disciplina de derecho constitucional como por las de historia del derecho o historia del pensamiento político, con las que está íntimamente relacionada.
Esa inserción inevitable de la obra de Sieyès en la estela de la historia del pensamiento político que le precedió resulta especialmente evidente a la hora de analizar sus conceptos nucleares de nación, constitución, poder constituyente y poderes constituidos. El contractualismo de Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau, con sus diferentes modulaciones y concepciones del individuo y de la sociedad en la que se inserta, resulta esclarecedor a la hora de entender cómo Sieyès articula el paso del estado de naturaleza al estado social. Del mismo modo que hacen sus predecesores, todos parten de un estado de naturaleza, donde no hay poder reconocido por todos, y de ahí tratan de explicar cómo se llega a un Estado político y social donde sí hay poder. En el fondo estamos hablando del origen del poder político, que para Sieyès vendría condicionado por la división del trabajo y sobre todo por las necesidades económicas (pág. 79, n. 143), que de ahí se derivan y que exigen un Estado político que garantice la libertad, para poder desarrollarse en plenitud. Sieyès adscribe su teoría del origen del poder político a una base economicista y concibe la nación como el conjunto de ciudadanos concretos que trabajan en los diferentes sectores de la actividad económica, así como también los que sostienen el Estado a través de la función pública (pág. 100). De ahí la identificación de nación que hace el abate con el tercer estado del Antiguo Régimen. Las necesidades naturales de los individuos son el fundamento empírico de su sociabilidad: los individuos producen más y mejor cuanto más unidos están. Para Sieyès, el trabajo es el fundamento de la sociedad. Estamos ante una fundamentación económica del Estado, que no es un Estado mínimo, al modo de Locke o Smith, sino que también contribuye a crear riqueza. El trabajo fundamenta la sociedad moderna y la división del trabajo es el motor del progreso (pág. 82). Los otros estados, los privilegiados, es decir, el de la nobleza y el del clero, al no participar en esa generación económica y función administrativa, quedarían así excluidos de la nación.
Para argumentar ese tránsito del estado de naturaleza al Estado político introduce el concepto de poder constituyente, que quedaría reservado para la nación originaria, la nación productora y que se expresaría en una constitución política, que sería la garantía de la libertad en el Estado político. Y aquí la filiación de Sieyès con Locke queda manifiesta, en perjuicio de Hobbes: es la libertad la que hay que preservar a toda costa y la constitución es su garantía (pág. 112).
En la generación del Estado, sin embargo, la soberanía no se traslada a los representantes y, de ese modo, el Parlamento no se convierte en recipiendario de la misma (págs. 99 y 199), sino que la soberanía quedaría en una suerte de «estado latente» (pág. 115) o «en letargo» (págs. 118-119), representada por la Constitución misma, a la que Sieyès, por eso, se esfuerza por dotar de todas las garantías (a través de la institución del tribunal constitucional) que la hagan estable, sin impedir por ello su reforma (pág. 109). El poder constituyente, en ese tránsito de génesis constitucional, ha dado lugar a los poderes constituidos, en ningún caso depositarios de soberanía, con lo cual queda impugnado también el concepto de soberanía de Bodino (pág. 118).
A los poderes constituidos (legislativo, ejecutivo y judicial), Sieyès les dota de funciones diferenciadas y novedosas. De modo somero, puesto que algunas de esas funciones no han pasado la criba de la historia, describiremos el poder legislativo, que seguiría siendo el principal, como lo era en Locke, y al que se le atribuye aquí la capacidad de decisión. Sin embargo, la capacidad de proposición Sieyès la atribuye a dos órganos, el Tribunado del Pueblo y el Gobierno. Por su parte, el poder ejecutivo tiene dos funciones: la reflexión, a cargo del Gobierno y el ejecutivo propiamente dicho, encargado de la acción política. La función del Gobierno la atribuye Sieyès al Consejo de Estado, al que le dota, entre otras, de la jurisdicción contencioso-administrativa.
En esta creación de un Estado constitucional, la «nación» que existía en el estado de naturaleza pasa a ser ahora, para Sieyès, el «pueblo» del Estado social o político (pág. 107). Mientras la nación está constituida por productores sin derechos políticos reconocidos, el pueblo sería el conjunto de los ciudadanos activos concretos, amparados por una Constitución y organizados en asambleas primarias.
Y pasamos ahora a todo el complejo entramado de la representación, tal como es urdido por Sieyès, donde se subraya especialmente el republicanismo de este autor, preocupado en extremo por regular la participación de los ciudadanos en la política. Para Sieyès, la democracia directa es incompatible con la división entre poder constituyente y poderes constituidos y, en su lugar, la representación quedaría definida como la auténtica libertad de los modernos (parafraseando la distinción que titula el famoso discurso de Constant, su principal discípulo, págs. 131-136). Sieyès establece dos tipos de representación, a saber: la extraordinaria o auténtica, que daría lugar a la Asamblea Constituyente, donde el poder constituyente generaría una Constitución; y la ordinaria, expresión de la voluntad nacional y que se articularía en el Parlamento como principal poder constituido (pág. 137).
Todo el artificio jurídico-político concebido por Sieyès para regular la representación parte de lo que llama el poder comitente, propio del pueblo y expresión de la influencia de los ciudadanos sobre sus representantes, de la confianza depositada en ellos al elegirlos y delegar en ellos: los representantes quedarían así investidos de autonomía para deliberar en la Asamblea, pero los ciudadanos ejercerían el control sobre ellos (pág. 138).
El poder comitente residiría en las asambleas primarias, que tendrían de media unos seiscientos ciudadanos activos, pero que lo ideal sería que en cada cantón hubiera una, independientemente del tamaño de este (p 151). El principio teórico de funcionamiento de estas asambleas es doble: la adunation, por una parte, basada en la participación y el control y que tuvo, entre otras consecuencias, la organización territorial de Francia en departamentos (pág. 167, n. 63); y la asimilation, por otra, basada en la socialización y la creación de vínculos comunitarios para subir el nivel de moral y civismo de los ciudadanos (págs. 167-168), principio donde se nos aparecen unas indiscutibles reminiscencias de la virtud cívica de Maquiavelo. El objetivo era elegir en las asambleas primarias a los ciudadanos más honestos de cada comunidad, pero en ello no habría ningún problema porque, a juicio de Sieyès, todo el mundo en cada cantón sabe quiénes son (pág. 152) y todos sabrían distinguir en quiénes se puede confiar y en quiénes no (pág. 158).
De las asambleas primarias quedan excluidas las mujeres, los menores de edad y los mendigos, vagabundos, personas sin domicilio fijo y empleados domésticos, de modo que de una población total de Francia entonces de veintiséis millones, los ciudadanos activos quedarían reducidos a cuatro millones y medio (pág. 156).
Las asambleas primarias confeccionarían las listas de elegibilidad y ahí la clave es la confianza depositada por los ciudadanos en sus representantes, confianza que se perdería mediante dos procedimientos: la revocación del representante en periodo de mandato y la «radiación», que es la exclusión del representante futuro de la lista de elegibles (pág. 159). Una vez elegidos, los representantes se dedicarían a su labor según el principio de división del trabajo, que Sieyès aplica a todas las facetas de la sociedad, y por tanto también a la política, pero con la particularidad de que en este ámbito concreto en el que nos movemos, la profesionalización de la política se vería restringida por los límites en la duración del mandato (pág. 161), siempre pensando en que los ciudadanos no pierdan el control sobre sus representantes.
El último capítulo del libro aparece dedicado a la institución del tribunal constitucional y a la reforma constitucional. Por lo que respecta al primero, fue diseñado por Sieyès para proteger la Constitución y como baluarte último de la unidad y centralización del Estado (pág. 186), que garantizaría la supremacía del poder constituyente sobre los poderes constituidos (pág. 195), impidiendo que dentro del Estado constitucional haya soberano alguno, ni el rey, ni el Parlamento, ni el pueblo (pág. 218). Sieyès estableció con toda precisión la organización y composición de este órgano, así como las formas de apelación ante el mismo. El Tribunal Constitucional también funcionaría como protector de los derechos del hombre (pág. 193), tal como se sigue manteniendo hoy entre las tareas de esta institución.
En cuanto a la reforma constitucional, Sieyès estableció las fases de la misma, a modo de pasos regulados para llevarla a cabo, con el Tribunal Constitucional como inicio de la misma, las asambleas primarias como proponentes y el Consejo de Ancianos como ámbito de su aprobación. Aunque el procedimiento ha cambiado, el sentido profundo de la reforma constitucional que le imprimió Sieyès se mantiene, como apartado específico y necesario de las constituciones actuales.
Así como el Tribunal Constitucional y la reforma constitucional son, respectivamente, un órgano y un método destinados a proteger y a ajustar la Constitución a la nación de la que surge y hoy en día están plenamente vigentes en los ordenamientos jurídico-políticos más avanzados, otros órganos e iniciativas de Sieyès no tuvieron la misma suerte, pero marcaron la pauta de otros avances en la democratización de los Estados occidentales. Así, por ejemplo, el Colegio de Conservadores, que fue el último órgano diseñado por Sieyès para defender la Constitución, a modo de guardián del poder constituyente (pág. 207). Era mucho más que un Tribunal Constitucional. Tenía también como función depurar la lista de elegibles o notables, que partía de los seis millones de ciudadanos activos en los distritos municipales, que quedaban en seiscientos mil para las listas municipales, sesenta mil para las listas departamentales y de ahí quedaban los seis mil para las listas nacionales. También tenía como función designar al gran elector, que era una suerte de presidente de la república, con poder neutro y moderador (págs. 207-215).
Y así llegamos al apartado final del libro que comentamos, el «Anexo» dedicado a las «imágenes comentadas», donde destacan los principales episodios históricos de la vida política de Sieyès, que fueron la conversión del tercer estado en Asamblea Nacional, el Juramento del Juego de Pelota, la ejecución de Luis XVI, el Directorio y el golpe de Estado del 18 Brumario, así como los principales personajes políticos con los que se relacionó más estrechamente, como fueron Napoleón, Condorcet y Constant. Con el análisis de dichos episodios y personajes, como comentamos al principio, se puede reconstruir todo el periodo de la Revolución francesa, en el que Emmanuel Sieyès emerge como una figura trascendental, tanto para su tiempo histórico como para la posteridad. Y siendo esto así, asombra también esa característica que tuvo el personaje y que destaca el autor del libro que terminamos de comentar (pág. 200), como fue la de su oratoria deficiente, con su tono monocorde y su voz frágil y poco audible, que obligaba a entender el contenido y significado de sus discursos leyendo la transcripción de los mismos. Desde luego no se puede decir, en este caso, que la sugestión o la retórica ayudaran a imponer unas ideas, sino que estas se fueron aquilatando y manteniendo en el tiempo, hasta llegar a la actualidad, tan solo por su potencia teórica y la coherencia intrínseca que atesoraban.