Recientemente, Cristina Piña Aldao ha traducido para la editorial Akal el último libro de Francesco Boldizzoni, titulado Imaginando el final del capitalismo. Desventuras intelectuales desde Karl Marx. Es importante tener en cuenta que Francesco Boldizzoni es un reconocido profesor de Ciencias Políticas en la Norwegian University of Science and Technology, a la que llegó en 2019 procedente de la universidad de Helsinki. Tras haber realizado diversas estancias como profesor invitado en universidades como L’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, London School of Economics o Dartmouth College, además de ser miembro en Clare Hall (Universidad de Cambridge), ha centrado su carrera investigadora en analizar la naturaleza política y económica de nuestro presente, prestando especial atención a las características del capitalismo como sistema histórico (pág. 7).

En la introducción de la obra que aquí se reseña, Boldizzoni parte de la idea de que el rechazo del materialismo histórico que se consumó un siglo más tarde de la muerte de Marx ha dejado a la izquierda huérfana de una teoría social capaz de explicar las dinámicas propias del capitalismo y sus diferentes pronósticos: «Entendimos que el capitalismo seguía siendo el gran protagonista de nuestro tiempo» (pág. 17).

El objetivo principal de esta obra consiste en mostrar los continuos tropiezos que han cometido aquellos que durante dos siglos han predicho el final del capitalismo. En consonancia con este objetivo principal se añaden dos objetivos secundarios: entender cuáles fueron los fallos en el pronóstico sobre el final del capitalismo como sistema histórico y comprender nítidamente la naturaleza de este. A este fin, Boldizzoni considera que si el capitalismo ha conseguido permanecer con vida durante todo este tiempo, ha sido por la energía que le ha insuflado la combinación de dos elementos: la jerarquía y el individualismo.

Este libro aporta una noticia buena y otra mala para quienes se oponen al capitalismo. Por un lado, la buena noticia consiste en entender que si el capitalismo es una formación histórica, como lo fue la Edad Media o la primera Edad Moderna, está condenado a desaparecer. Sin embargo, la mala noticia radica en que no está escrito en ningún sitio que la formación histórica que sustituya al capitalismo sea mejor.

En el primer capítulo (págs. 27-67) el autor nos hace viajar a 1848, momento en el que comienza esta larga travesía de encadenados infortunios sobre la predicción del final del capitalismo. No es casualidad que un número nada desdeñable de intelectuales en el siglo xix, de orientaciones ideológicas muy dispares, percibieran que el mundo que les rodeaba había cambiado de forma completamente drástica. Los cambios estructurales que percibían les generó la certeza de tener que cambiar de categorías conceptuales para alcanzar una explicación plausible.

John Stuart Mill y Karl Marx serán los protagonistas de las primeras páginas de este capítulo. Pese a las diferencias entre ellos, Mill, como perteneciente a la élite británica y miembro destacado de la Compañía de las Indias Orientales, y Marx, como hijo de una familia de clase media de origen judío en Alemania, creían ambos que el crecimiento desmesurado de la economía capitalista venía acompañado de su agotamiento. Desde una posición más benévola con el despliegue del capitalismo, Mill consideraba que una vez se hubiera acabado con la necesidad económica de quienes sienten hambre, se estaría en condiciones de buscar la justicia social (pág. 40).

En cambio, Marx no estimaba que el capitalismo estuviera destinado a la decadencia, pues sería barrido por las leyes del movimiento que rigen internamente la historia, en una clara inversión de la filosofía de Hegel: «Crearía las condiciones para la solución definitiva de las contradicciones que habían marcado la prehistoria de la sociedad humana» (pág. 45).

Tras el final del siglo xix y comienzos del xx, las sociedades capitalistas no solo continuaban vivas, sino que paulatinamente se producían mejoras en las condiciones de vida de la gente común. Este nuevo contexto obligó a liberales y marxistas a ser más cautelosos. Así, el sentimiento inminente de destrucción dio paso a la conciencia de que los cambios de fondo requieren tiempo y esfuerzo político: «Ninguna institución humana —ni siquiera el capitalismo— permanece igual indefinidamente» (pág. 67).

El escenario que se dibuja en el paso del siglo xix al xx generó la división en el interior del marxismo entre una familia revolucionaria y otra reformista, algo que se explica en el capítulo 2 (págs. 69-114). Si bien la parte reformista en los países occidentales dio lugar a la socialdemocracia moderna, espacio político que había dejado de creer en el inminente final del capitalismo, en el ala revolucionaria creían que el estado monopolista surgido tras la I Guerra Mundial y los fascismos europeos podían retrasar su final, pero no impedirlo (pág. 81).

Es conveniente destacar que mientras se consolidaba esta escisión, en el contexto de la Gran Depresión irrumpieron las obras de John Maynard Keynes y Joseph Schumpeter. Ambos seguían pensando en el final del capitalismo, el primero como consecuencia de su buena vida, es decir, pensaba que llegaría un momento que la acumulación de capital permitiría a la humanidad disfrutar de los placeres mundanos; y el segundo a causa de unos intelectuales malignos que buscaban minar el capitalismo invadidos por una envidia atroz.

En cualquier caso, las posiciones intelectuales de Keynes se hicieron hegemónicas en los países occidentales después de la II Guerra Mundial. La consolidación de los Estados de bienestar cuya naturaleza radicaba en el pacto entre el capital y el trabajo daba comienzo a una época en la que se reconocía la capacidad política de interrumpir las sucesivas crisis del sistema capitalista.

El tercer capítulo (págs. 115-149) expone la situación de las democracias occidentales durante las dos décadas posteriores a la II Guerra Mundial. La implementación de las políticas de pleno empleo keynesianas generó optimismo y la sensación de estar en disposición de evitar otra nueva crisis económica. La incorporación de la clase obrera a la lógica del consumo y el aumento de su nivel de vida parecía cerrar cualquier posibilidad revolucionaria. El compromiso entre las fuerzas del capital y las del trabajo auguraban una paz social impensable unas décadas antes.

Sin embargo, el optimismo que reinaba entre muchos sectores sociales se encontraba parejo con espacios intelectuales críticos, como la conocida escuela de Frankfurt. El autor nos sumerge en las posiciones de autores cercanos a la teoría crítica, como Herbert Marcuse o Jürgen Habermas, con el objetivo de explicar que el nivel de riqueza alcanzado había generado un espíritu contracultural y hedonista que saltaría por los aires en 1968.

El cuarto capítulo (págs. 151-193) razona sobre cómo la imposición del neoliberalismo como un régimen que no es solo económico, sino un dispositivo de producción y gobierno de las subjetividades (‍Foucault, 2007), supuso la aceptación sin ambages de la estructura de sentimiento (‍Williams, 2003) del final de la historia (‍Fukuyama, 1994).

Apoyándose en Fredric Jameson, Slavoj Žižek y Mark Fisher, Boldizzoni apunta que los cambios sustanciales en la estructura económica tras la crisis del petróleo en la década de 1970 y la imposición del posmodernismo como la lógica cultural o la superestructura del neoliberalismo ha generado la imposibilidad de imaginar una alternativa a un régimen histórico que ha conseguido su objetivo: presentarse como ahistórico, al margen del devenir del tiempo: «Los sentimientos que describe pueden retrotraerse al síndrome del “realismo capitalista”, una expresión que indica “la sensación generalizada no solo de que el capitalismo es un sistema político y económico viable, sino también de que en este momento es imposible siquiera imaginar una alternativa coherente al mismo”» (pág. 153).

En el penúltimo capítulo (págs. 195-230) el autor cartografía la naturaleza del pronóstico y la evolución del capitalismo. Se investiga las características de las premoniciones acerca del derrumbamiento del capitalismo y cómo las profecías caen a menudo en una serie de errores. Partiendo de estos elementos, Boldizzoni enumera cuatro tipologías: teorías de la implosión, agotamiento, convergencia e involución cultural (pág. 200).

Estas cuatro teorías que pronostican el final del capitalismo incurren recurrentemente en dos errores: la tendencia a confiar excesivamente en lógicas evolucionistas o teleológicas y la infravaloración de la cultura como una realidad que es dependiente de la estructura, pero con una lógica interna que sobrepasa esta vinculación y, por consiguiente, le permite obtener espacios de independencia: «En otras palabras, se ve la cultura como un contenedor cuyo contenido está en último término determinado por los cambios tecnológicos, subestimando así su capacidad para resistirse a dichos cambios» (pág. 204).

En el último capítulo (págs. 231-273) se nos presenta la definición del capitalismo como un orden económico caracterizado por la propiedad privada de los medios de producción y por un sistema de mercado que marca las rentas y distribuye los resultados de la actividad productiva (pág. 241). No obstante, el sistema capitalista es algo más que esto porque debe ser considerado también un orden social marcado por una cultura burguesa atravesada por el insaciable impulso de adquirir riqueza (pág. 241).

De este modo, en la definición de capitalismo se destacan tres elementos: 1) la propiedad de los medios de producción; 2) la conformación de un mercado para asignar los recursos y los componentes de la producción, y 3) una cultura burguesa orientada a maximizar la riqueza personal. A estos tres elementos cabe añadir la existencia de dos características que funcionan como motor del sistema capitalista: una estructura social altamente jerarquizada y una orientación individualista (pág. 244).

Una vez hemos llegado a este punto, Boldizzoni se pregunta: ¿qué mantiene en marcha el capitalismo? El autor responde que la imposición de la jerarquización y el individualismo. Estos elementos le permiten acometer mutaciones sin perder su esencia. Mediante la jerarquía el capitalismo reproduce asimetrías que vienen de muy lejos, como las relaciones entre el señor y el siervo o entre el amo y el esclavo. Por otro lado, el individualismo ha instalado la ciega confianza en el contrato privado como único medio de interacción social.

Con este libro, Boldizzoni señala que el capitalismo no es una ideología, sino un conjunto de instituciones bien estables. El capitalismo ha experimentado muchas transformaciones desde que fuera descrito por Mill y Marx, por lo que su final no está escrito. De aquí se deriva la buena y mala noticia de esta obra. Si bien no sabemos si lo que viene después del capitalismo es mejor, sí tenemos claro que la lógica de acumulación de riqueza no responde a ningún tipo de naturaleza humana. Este libro es una alegoría contra la resignación, un canto a la lucha y renovación constante. En palabras del autor: «El camino es estrecho; el resultado, incierto. ¿Pero tenemos alternativa?» (pág. 273).

Bibliografía[Subir]

[1] 

Foucault, M. (2007). El nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-‍1979). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

[2] 

Fukuyama, F. (1994). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta.

[3] 

Williams, R. (2003). La larga revolución. Buenos Aires: Nueva Visión.