Para los interesados en lengua española por la obra de Carl Schmitt, la publicación de esta monografía de Andrés Rosler, Estado o revolución, cierra el círculo iniciado hace ya casi treinta años por la pionera obra de Montserrat Herrero, El nomos y lo político: la filosofía política de Carl Schmitt (Eunsa, Pamplona, 1987). Si la obra de Herrero era la adaptación de una tesis doctoral, esta monografía es la de un pensador político asentado, uno de los filósofos políticos más influyentes de Argentina, menos conocido en España, aunque sus obras hayan llegado a nuestro país a través de la editorial Katz: Razones públicas (2018) y La ley es la ley (2019). Schmitt atrae a una aprendiz, que se doctora en la Universidad de Navarra; treinta años después, Schmitt sigue atrayendo a un pensador consagrado, quien hiciera su tesis doctoral bajo la guía de John Finnis en Oxford. Se trata de una extraña coincidencia, una peculiar y definidora afinidad colectiva entre el pensamiento político en lengua española y Carl Schmitt.

Existen otras coincidencias entre los libros de Rosler y de Herrero: ambos reconstruyen el pensamiento de Schmitt a partir de una sola obra. Esto no significa, en ningún caso, que Herrero y Rosler no hayan leído todo de Schmitt, sino que optan por establecer la coherencia de una obra necesariamente incoherente a partir de la magnitud conceptual escogida por la obra preferida. Ambos lo hacen de modo relativamente acrítico, sin tener en cuenta todo lo que se pierde, cómo la complejidad psicológica y conceptual de Schmitt queda escondida cuando se lo lee desde un solo escrito. Quizá esta sea la única manera de hacer libros verdaderamente filosóficos sobre Schmitt —omitir parte de la complejidad creativa de Schmitt—, que es lo que tanto Herrero como Rosler quieren hacer. La profesora Herrero recortaba a Schmitt a partir de un libro tardío, El nomos de la Tierra (1950), que Schmitt publica con sesenta y dos años, su última gran obra maestra, donde defiende que la ley no proviene de una idea ni de un mandato moral, sino más bien de una relación con el espacio y el lugar, de las actitudes intelectuales y disposiciones de las esferas de poder de una sociedad consigo mismo y con sus vecinas.

Rosler toma una decisión más obvia y natural. Jerarquiza el pensamiento de Schmitt a partir de El concepto de lo político. Se trata de una decisión también más útil, en la medida en que las personas que leen a Schmitt empiezan casi siempre con El concepto de lo político, un libro muy breve, escrito a vuela pluma en la primavera de 1927. De esta manera, Estado o revolución se convierte en un valioso vademécum para lectores primerizos. Rosler sigue el orden y la estructura de El concepto de lo político, al que solo añade, de los ocho apartados originales, uno nuevo, el cual titula: «¿Schmitt contra Schmitt?». En este capítulo, intenta desvincular las ideas de El concepto de lo político de la menos prestigiosa decisión que Schmitt tomó para la posteridad: su adhesión al nazismo a partir de la primavera de 1933. Se trata de otro de los rasgos que hermanan las obras de Rosler y Herrero: su espíritu apologético tanto del valor teórico de la obra de Schmitt como de su relación con el nazismo. La desvinculación es, sin embargo, diferente. A Herrero el nazismo no le parecía un pecado tan grave. A Rosler le parece, simplemente, que es un pecado del que no encontramos rastro de tentación en El concepto de lo político, por lo que esta obra no quedaría desautorizada. Lamentablemente, a pesar del interés por la apología, la interpretación en lengua española sigue sin gozar de un examen concienzudo de los textos de Schmitt producidos durante el nazismo, como, por ejemplo, de «Estado, movimiento, pueblo». No sabemos si este texto es o no nazi (mi impresión es que lo es, aunque no se trata de una impresión definitiva).

No la de Herrero, sí la de Rosler, es una apología acertada y defendida persuasivamente. Se trata de una defensa paradójica, como paradójica es toda la reflexión de Schmitt sobre el enemigo. Esta es la tensión que Rosler enuncia con toda claridad: El concepto de lo político es la negación paradigmática del concepto de enemistad que vivificará al nazismo. Para el Schmitt que escribe este texto en 1927, no existe la posibilidad del enemigo absoluto. El enemigo es siempre existencial. En política, hay lugar para la gravedad, pero no para no para lo absoluto. El enemigo nunca puede ser perfecto porque nosotros somos imperfectos. Al francés siempre solo se le opone un inglés. Al que es de un modo se le opone el que es de otro. Por este motivo, normativamente el enemigo —y aquí es indiferente que se dé en el plano extraestatal o en el intraestatal— no puede ser total, no puede ser objeto de aniquilación. El enemigo absoluto solo surge como patología del lenguaje o de la autocomprensión. Cuando un grupo se comprende a sí mismo como el bien absoluto y al otro como el mal absoluto —se trataría de un problema de autocomprensión, pues uno siempre es solo un bien y el otro un mal—, solo entonces surge la enemistad absoluta y la posibilidad de la aniquilación (algo diferente de la muerte). A lo largo de todo su corpus —incluso durante el Glossarium, escrito inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial—, Schmitt siempre alertará sobre la falsedad y los peligros consecuentes de absolutizar la enemistad. A veces lo hace de modo más analítico: existiría una tendencia antropológica y conceptual a entender los enemigos, hasta a los rivales de pueblo y de partida de dominó, como enemigos absolutos. A veces, y sin duda este es la veta que ha trabajado Rosler, insiste en el peligro inherentemente moderno de absolutizar a los enemigos por la abstracción de conceptos como igualdad, libertad, humanidad. La modernidad habría dejado de ver a los grupos políticos como concreciones parciales para verlos como encarnaciones de ideas y valores perfectos (o disvalores). De esta manera, se abriría la posibilidad de ver al enemigo como un enemigo total, como contrapunto completo de la perfección que yo como representante de una idea encarno. La encarnación prototípica —y a la vez más peligrosa— es la que hace a los miembros de una comunidad miembros de la humanidad, defensores de lo humano, lo que lógicamente convierte a cualquier rival, a cualquier negador de mi identidad colectiva, en inhumano. Por supuesto, esta amenaza que se encuentra desperdigada por un montón de discursos modernos —algunos de ellos con muy buena prensa— el nazismo la acelera hasta convertirse en su ejecutor más aplicado y terrible.

Llevamos cien años leyendo a Schmitt, escuchando su nombre en los debates políticos, al menos treinta años estudiándolo de modo académico, pero todavía sigue siendo necesario que Rosler recuerde que la enemistad de la que Schmitt habla en El concepto de lo político —concreta, parcial, conducente a la muerte solo cuando hay una guerra entre dos rivales justos— no tiene nada que ver con la enemistad del nazismo, con la aniquilación de los judíos en Europa. Por este motivo, la bibliografía schmittiana debe celebrar especialmente el capítulo II de Estado o revolución (pp. 57-‍82), pues insiste en algo que todavía no es obvio ni en la imagen que se da de Schmitt en medios de comunicación y charlas universitarias ni lamentablemente en la literatura académica, dominada por una demonización típicamente patológica. Lamentablemente, el carácter reivindicativo de la aproximación de Rosler no se detiene en explicar qué valor tiene la teoría política cuando el inventor de una categoría no es capaz de protegerse de los mismos peligros que esta misma categoría advierte y prevé. Tampoco realiza ninguna hipótesis que explique por qué esta falsa imagen ha perdurado tanto tiempo. Son cosas que a un historiador le pueden interesar, pero es verdad que un filósofo puede obviar.

El segundo punto más interesante que Rosler aborda en Estado o revolución es el del enemigo interno. Este tema concentra el capítulo V (pp. 133-‍160), titulado «Pluralismo interno», pero aparece por todo el libro hasta convertirlo en su principal Leitmotiv. Desde la experiencia de Weimar, el libro se pregunta: ¿qué hacer con los enemigos internos, con los partidos que se sirven de las instituciones liberales para destruirlas una vez consiguen el poder? Rosler responde de modo inequívoco con una decisión que va más allá de lo que el Schmitt político habría aprobado: se deben perseguir legalmente a todos los enemigos de un sistema, postura que Rosler defiende de modo a la vez histórico y normativo. Cuando un revolucionario consigue el poder, automáticamente se convierte en conservador. Por este motivo, no habría nada de malo en que el liberalismo utilice los métodos de defensa inherentes a cualquier forma política. Rosler sería un «demócrata militante» y no un «demócrata fundamentalista», de acuerdo a la categoría propuesta por el discípulo y enemigo de Schmitt, Karl Löwenstein, en un artículo homónimo de 1937 publicado en The American Political Science Review. Rosler considera que Weimar desaparece y pierde contra el nazismo porque el Estado liberal habría sido democráticamente fundamentalista, al haberse conservado fiel a sus principios en todo momento. Por no haber puesto fuera de la ley al partido nazi, Weimar habría desaparecido.

Sobre este democratismo militante, existen varios puntos conflictivos; unos afectan a la comprensión de Schmitt, otros a la elevada consideración de efectividad de estos mecanismos democráticos de defensa. En primer lugar, no creo que Schmitt fuese un demócrata militante. Más bien, era un político militante: como asesor jurídico, decía a Weimar lo que podía hacer, para lo que tenía escrúpulos por el alto concepto liberal que tenía de sí misma. Schmitt podía hacer esto, en parte porque le gustaba dudar de esta elevada autoconcepción con el recuerdo de casos de los que el liberalismo practicaba una amnesia deliberada (desde Versalles, al menos Schmitt sabía que los liberales podían comportarse de modo no liberal, aunque seguramente diría lo mismo de muchos liberales decimonónicos). Por otro lado, Schmitt no podría haber pensado que una defensa puramente legal puede acabar con un problema existencial, como sugiere sin duda Löwenstein y, en menor medida, Rosler. Sería ingenuo pensar que legalizar el partido nazi, si de verdad es una amenaza, implica que desaparezca. Los resultados políticos de la ilegalización son imprevisibles (algo que sin duda Löwenstein no tiene en cuenta, al considerar que el fascismo no es una ideología, sino solo una técnica que con otra técnica —la jurídica— puede ser anulada). De hecho, en su artículo, el mismo Löwenstein muestra un caso de la inutilidad política de la prohibición de un partido antiliberal. En la Checoslovaquia anterior a la Segunda Guerra Mundial, se habría prohibido el partido nacionalsocialista. En 1935, Konrad Heinlein —antiguo líder de este partido— creó de acuerdo a los criterios de la nueva ley el Partido de los Sudetes Alemanes, el cual consiguió ser el partido con más diputados en las siguientes elecciones. Para Schmitt, siempre hay una realidad política más allá de las herramientas jurídicas —incluida la del presidente como dictador constitucional—. Su conciencia histórica como pensador siempre incluye la radical imprevisibilidad como desenlace. De esta manera, se podrá ilegalizar partidos, se podrá autorizar a un presidente dictatorial —con lo que a este paso no necesitaríamos a Hitler para perder el liberalismo— y además perder la batalla contra los enemigos del liberalismo. Por último, creo que la filosofía política de Schmitt tiene muchos problemas para ayudarnos a decidir quién es un enemigo interno en un marco liberal por la radical incompatibilidad que Schmitt decreta entre los partidos cerrados de masa y la democracia liberal (y reto a algún lector de Schmitt a que encuentre una sola frase positiva sobre los partidos políticos en todo su corpus). Como ninguno de aquellos está dispuesto a asumir el principio del diálogo y el rol directivo y máximo del Parlamento, la doctrina de Schmitt no autorizaría a una constitución liberal a prohibir a los comunistas y a los nazis, sino básicamente a cualquier partido que no confiara en el Parlamento. Es decir, a todos los partidos.

Por último, Rosler rescata una cita memorable de Legalidad y legitimidad: «La verdad se toma venganza» (p. 205). Rosler toca aquí el presupuesto más importante y clásico de la filosofía política de Schmitt. Curiosamente se trata de uno de esos principios que Schmitt nunca examina y muy pocas veces enuncia. Por este motivo, es tan valiosa la mención entresacada por Rosler. ¿Qué significa que la verdad se vengaría? Voy a proponer mi visión de la postura de Schmitt, la cual creo que aclara su pensamiento y al mismo tiempo limita su proyección. Schmitt pensaría que la realidad de la política es de una determinada manera, está caracterizada por una serie de rigideces. Esta visión de la política es radicalmente incompatible con el utopismo, con la idea de que las comunidades políticas son máximamente flexibles, con el principio de la materia política como tabula rasa. Una de las rigideces sería la imposibilidad de vivir sin enemigos. Por este motivo, quien quiera vivir sin enemigos, quien viva como si no tuviera enemigos —como, por ejemplo, los liberales que no tienen enemigos, sino interlocutores—, sufrirá más problemas y más graves que aquellos que aceptan tenerlos. Y a la larga se enfrentará con enemigos a quienes podrá tratarlos de modo más cruel en parte porque no estaban en su marco de previsión.

Si abstraemos de aquellos aspectos rigídos que Schmitt atribuye a la realidad política, esta «venganza» parecería razonable. Parece inevitablemente cierto que una incorrecta verbalización y descripción de la realidad implicaría una acción incorrecta y torpe. El problema es que la acción que deriva de esta mala comprensión no resulta obligatoriamente débil, como Schmitt sugiere en muchas ocasiones. A veces, implica una reacción demasiado violenta, como Schmitt sugiere en otras (lo que no suelen percibir liberales como Holmes, quien en Anatomía del antiliberalismo ridiculiza de modo tontorrón a Schmitt, al recordar que los liberales han ganado dos guerras mundiales). Como no conoce enemigos, como no los incluye en su mundo mental, al sentirlos luego no sabe cómo reaccionar, exagera y aniquila a los enemigos o no los considera combatientes justos o propone un tratado de Versalles o tira un par de bombas atómicas.

Más allá de que estas acciones no pueden ser legitimadas por el marco mental del liberalismo, dudo de que la asunción de Schmitt sea correcta. ¿Realmente estas reacciones son más contundentes, graves o violentas que las que habría autorizado una sistema legitimatorio que reconociera las rigideces de la realidad? Soy escéptico del —en este caso— hiperintelectualismo schmittiano. Pienso que una teoría con una lengua más ajustada a la realidad no se habría comportado de modo muy diferente al liberalismo imperante, habría cometido sus mismas acciones. La única ventaja de esta teoría sería la de su claridad discursiva: estaría haciendo las acciones necesarias para su defensa de modo legítimo, las mismas acciones que el liberalismo lleva a cabo sin saber justificar. La única venganza que la verdad llevaría a cabo sería la de la paz mental de quien es capaz de conectar sus palabras con acciones violentas, no la de quien comete acciones menos violentas.