RESUMEN
La Ley 15/2022 integral para la igualdad de trato es una norma curiosa. De un lado, se refiere a la igualdad de trato, un enfoque norteamericano en origen que en España se recibe por medio de la Unión Europea. De otro lado, contiene numerosas medidas de igualdad de oportunidades o acciones positivas, aunque no demasiadas son originales o especialmente interesantes. En un contexto en el que se puede distinguir dos conceptos de la igualdad constitucional —el norteamericano, de carácter jurídico, y el europeo, de naturaleza más bien política y principial—, la ley no se decanta claramente por ninguno de los dos. Además, la opción del legislador por una autoridad nueva, autónoma, cabe dentro del marco europeo, pero me parece errónea, así como la remisión a terceros de la potestad sancionadora.
Palabras clave: Igualdad constitucional; igualdad de trato; igualdad de oportunidades; ley 15/2022 integral para la igualdad de trato; autoridad independiente para la igualdad de trato.
ABSTRACT
The Bill 15/2022 for equal treatment is a paradoxical regulation. On the one hand, it refers to equal treatment, a North American approach in origin that is received in Spain through the European Union. On the other hand, it contains numerous equal opportunity measures or positive actions, although not too many are original or especially interesting. In a context in which two concepts of constitutional equality can be distinguished, the American one, of a legal nature, and the European one, of a rather political and principal nature, the Law does not clearly opt for either of them. In addition, the option of the legislator for a new, autonomous Authority, fits within the European framework, but it seems wrong to me, as well as the referral to third parties of the sanctioning power.
Keywords: Constitutional equality; equal treatment; equal opportunities; Law 15/2022 for equal treatment; Independent authority for equal treatment.
La Ley 15/2022 ha venido, por fin, a dar cabal desarrollo en nuestro país del marco europeo de lucha contra la discriminación fijado en las directivas 2000/43 (que prohíbe la discriminación por origen racial o étnico en diversos ámbitos) y 2000/78 (que establece un marco para evitar la discriminación en el empleo por motivos de religión o creencia, discapacidad, edad y orientación sexual), así como, por supuesto, las directivas relativas a la igualdad de género en asuntos de empleo y ocupación (2006/54), en actividades profesionales autónomas (2010/41) y en el acceso a bienes y servicios y su suministro (2004/113). La ley integral ha de entenderse, pues, ante todo, como la concreción española del modelo europeo de igualdad de trato; modelo hasta cierto punto abierto, pero que cuenta con un núcleo duro perfectamente definido.
Que hayamos necesitado en España casi un cuarto de siglo para alcanzar un desarrollo que, aunque sujeto a críticas, esta vez sí[2], cumple las condiciones impuestas por la Unión, revela que estamos en presencia de una norma sorprendente. ¿Una ley «integral» en materia de igualdad? ¿No se suponía que la igualdad no tenía un contenido sustancial autónomo, sino que solo jugaba en relación con el ejercicio del resto de derechos?, ¿no es por eso que se reconoce no como un derecho específico sino como pórtico del resto de derechos del capítulo segundo del rítulo I de nuestra Constitución?, ¿no era común sostener que la igualdad como derecho no era susceptible de regulación?, ¿una ley «integral» que se dicta cuando otras leyes en relación con la igualdad de género o la igualdad por discapacidad, por ejemplo, llevan décadas en vigor?, ¿es indiferente el orden temporal de los factores?, ¿cómo entender el fundamento y, por tanto, el contenido de esta nueva norma?.
Una ley, por cierto, que, por desarrollar un derecho fundamental, hubiera debido tener, a mi juicio, rango de ley orgánica y no ordinaria (como sí tiene uno de los elementos del derecho antidiscriminatorio, el de género: Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres) ¿Es lógico que la norma especial, la de la igualdad de género, tenga un rango normativo diferente a la de la igualdad general? ¿Acaso la igualdad de género, incluso con sus importantes singularidades, no se comprende en el derecho antidiscriminatorio general? Cabe también preguntarse si resultaba estrictamente necesario legislar de nuevo sobre igualdad de oportunidades en educación, empleo, etc. o hubiera sido preferible que los nuevos contenidos (si es que realmente fueran nuevos y no simple retórica) se consignaran en la normativa sectorial. La ley de igualdad de trato impacta, sin duda, sobre esos ámbitos y podría haber modificado, vía disposiciones adicionales o finales, la normativa específica, como, por cierto, se ha hecho con el Código Penal para introducir expresamente el antigitanismo como agravante en la regulación de los delitos de odio, pero no en la propia ley integral para la igualdad de trato y la no discriminación, sino en una ley posterior, ambas de la misma fecha. Evidentemente, la ley integral no ha podido modificar por sí misma el Código Penal porque es una ley ordinaria y no orgánica.
Por otro lado, ¿cómo se relaciona esta nueva ley integral estatal con las decenas de leyes autonómicas aplicables en la materia desde hace décadas, todas ellas especiales (género, etnia, discapacidad, orientación e identidad de género, etc.), salvo una ley antidiscriminatoria general, la catalana Ley 19/2020, de Igualdad de Trato y no Discriminación? De momento, no deja de resultar llamativo que, aunque la igualdad sea una materia competencial concurrente, la nueva ley integral estatal se inspire claramente en esa ley autonómica, la catalana, que es también, en su territorio, «integral» en cuanto al derecho antidiscriminatorio aplicable en Cataluña, pero, evidentemente, a diferencia de la estatal, no lo es en sentido territorial fuera de esa comunidad.
La ley Integral estatal ofrece, pues, al intérprete una primera impresión de ser bastante desintegral o desintegrada desde un punto de vista conceptual. Posiblemente, no se trate de una ley demasiado bien comprendida ni por la opinión pública ni por los actores políticos que la aprobaron e, incluso, ni por los operadores jurídicos llamados a aplicarla. Es una ley «integral» que, salvo por la «Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI», que se aprueba poco después, Ley 4/2023, de 28 de febrero, es la última y no la primera en nuestro ordenamiento de las normas en materia de igualdad; y es una ley «integral» de igualdad que no guarda un encaje sistemático claro con la igualdad de género en un contexto como el español en el que esta se halla hipertrofiada, mientras que el resto de rasgos sospechosos de discriminación del art. 14 CE se muestran, normalmente, hipotrofiados.
En el fondo, quizá la Ley 15/2022 genere cierta dificultad de comprensión porque sigue sin entenderse del todo el propio significado de la igualdad constitucional. Esta es la hipótesis que sostendré a lo largo de este estudio. Desde mi punto de vista, la causa de ello es que, en realidad, el derecho antidiscriminatorio, la igualdad de trato a la que alude la Ley 15/2022, es un enfoque de la igualdad constitucional que proviene de los Estados Unidos y es extraño a la tradición europea continental y española (y también latinoamericana) que, más bien, ponen el acento en la lectura de la igualdad como igualdad real o de oportunidades, en el marco del Estado social (concepto desconocido en Estados Unidos). Este fenómeno es interesante y complejo a la vez porque, así como Europa (y España) reciben, desde comienzos de este siglo, el modelo norteamericano de igualdad como igualdad de trato, esto es, la tradición europea se ha ido norteamericanizando, también el modelo norteamericano (inicialmente teorizado por Tussman y TenBroek ya en 1949: 341 ss.), se va a ir europeizando en la medida en que, a través de la concepción de la discriminación como un hecho no solo individual, sino que afecta a ciertos grupos sociales en situación de subordinación, se abre a la idea de que la discriminación no solo se combate judicialmente en casos concretos (igualdad de trato) y afecta a la dignidad de personas concretas, sino también y, quizá, sobre todo, a través de políticas públicas de igualdad de oportunidades que corrijan las discriminaciones sistemáticas o estructurales cuyos destinatarios son, en realidad, ciertos grupos en desventaja. Por eso, la igualdad significa identidad de trato a veces, pero, al mismo tiempo, diversidad de trato como reconocimiento de la diversidad fáctica (Fraser, 2006: passim).
Se propone, pues, en este trabajo, una interpretación original dentro de la, por otra parte, abundante literatura que versa sobre el sentido y alcance de la igualdad constitucional. Hasta ahora y hasta donde se me alcanza, nadie ha sostenido que el concepto anglosajón de la igualdad y el europeo continental (así como el latinoamericano) sean, en realidad, diferentes, con las consecuencias políticas y jurídicas que de ello cabe derivar. Y, por consiguiente, tampoco hasta ahora se ha analizado el fértil, pero complejo, diálogo que se ha ido estableciendo entre ambos modelos, así como las dificultades interpretativas esperables por el hecho de, en definitiva, implantar un modelo extraño, el norteamericano, en suelo europeo y español, como se hace, precisamente, con la Ley 15/2022. Obviamente, si el legislador hubiera tenido claro este marco conceptual, el contenido de dicha ley sería bastante diferente del que finalmente se le ha dotado.
Intentaré justificar, a continuación, todas estas afirmaciones, analizando, primero, el modelo norteamericano de igualdad de trato, más tarde el europeo y trayendo, por último, la argumentación al concreto examen de la Ley 15/2022 como banco de pruebas de cuanto antes se ha expuesto.
A partir de los años sesenta del siglo xx ha ido emergido en los Estados Unidos una nueva rama del derecho, el derecho antidiscriminatorio. En mi opinión, con permiso de la Executive Order 10925 del presidente Kennedy de 6 de marzo de 1961, que acuña el concepto de affirmative action, el acta de nacimiento del derecho antidiscriminatorio se debe expedir el 2 de julio de 1964, en el preciso momento en el que el presidente norteamericano Lyndon B. Johnson promulga la Civil Rights Act, en presencia de diversas autoridades y líderes, entre los que se encontraba Martin Luther King. Se trata de una de las leyes más importantes de la historia por el cambio social que provocó, por su influencia posterior y por su contexto histórico. Propuesta por el presidente John F. Kennedy, prohibía cualquier discriminación racial, sexual, religiosa o por origen nacional en los ámbitos electoral, laboral, escolar, de los servicios prestados al público (hoteles, restaurantes, etc.), habilitando a las autoridades federales a garantizar la igual protección jurídica que establece para todos los ciudadanos la Decimocuarta Enmienda de la Constitución federal (a todos se garantiza «la igualdad protección de las leyes») a lo largo del territorial nacional, también en los estados del sur. Recuérdese que, de todos los diputados y senadores sureños, tanto del Partido Republicano como del Demócrata, tan solo un senador de Texas votó a favor de la ley.
La ley fue impugnada por invadir competencias de los estados, pero el Tribunal Supremo Federal falló a favor de su constitucionalidad al considerar que el poder de comercio del Congreso federal abarca la regulación de los medios y las personas del comercio entre los estados en Norteamérica. En Estados Unidos, la competencia sobre el comercio dentro de los límites estatales le corresponde a cada estado, pero la regulación del comercio interestatal y de los pueblos originarios le compete a la Federación. En virtud de esta cláusula, el Tribunal Supremo Federal ha ido ampliando los poderes de la Federación, como ocurre, precisamente, en materia de prohibición de discriminación[3].
El derecho antidiscriminatorio se fue desarrollando en los Estados Unidos y, en general, en el mundo anglosajón, durante los años setenta y ochenta y desde ahí se ha ido irradiando a todo el orbe, a menudo a partir del derecho internacional de los derechos humanos. Por su parte, el derecho de la Unión Europea ha ido incorporando las categorías norteamericanas y las ha generalizado entre los Estados miembros. ¿Por qué el derecho antidiscriminatorio surge precisamente en los Estados Unidos? Porque mientras la idea de igualdad en Europa es, a lo largo del siglo xix y bien entrado el siglo xx, una idea fundamentalmente política que se refiere sobre todo a la pugna entre obreros y burgueses, en Estados Unidos, una sociedad más homogénea desde ese punto de vista, una sociedad de propietarios, la idea de igualdad es, más bien, de corte jurídico y se refiere, sobre todo, a aquellos que eran allí los otros: la población afrodescendiente que había sido esclavizada desde que en agosto de 1619 un barco apareciera en el horizonte cerca de Point Comfort en Virginia con veinte esclavos africanos. La cuestión de la igualdad racial se convierte de este modo en los Estados Unidos en uno de los temas centrales de su construcción como nación, lo que puede comprobarse en su importancia decisiva en dos momentos críticos: como espoleta de su guerra de Secesión (el presidente A. Lincoln declara la libertad de todos los esclavos de la Confederación mediante una orden ejecutiva de 22 de septiembre de 1862 y más tarde se prohíbe la esclavitud en todo el país por la Enmienda Decimotercera, de 18 de diciembre de 1865), y como foco central del movimiento por los derechos civiles (1955-1968), que, conseguida ya noventa años antes la igualdad formal entre blancos y negros, reivindicó la igualdad real y la prohibición de segregación en lugares públicos[4].
A partir de su impronta norteamericana y antirracista en origen, el derecho antidiscriminatorio se ha ido generalizando en todo el mundo; constituciones, leyes, sentencias y opiniones doctrinales han ido incorporando en su acervo común las categorías centrales: igualdad de trato, de oportunidades, discriminaciones directas, indirectas, rasgos protegidos, acciones afirmativas, interseccionalidad, acosos, etc. Ampliando, además, los rasgos especialmente protegidos desde el factor racial al de género (en la Unión Europea el camino ha sido el inverso: primero el género y después la etnia) y, desde ahí, a otros: orientación y discriminación de género, edad o discapacidad, principalmente.
En Europa, la idea tradicional de igualdad es diferente: es una idea sobre todo política y no jurídica y, por ello, a diferencia de lo que sucedía en Estados Unidos, no ha servido hasta hace poco para sostener y ganar demandas judiciales. En el siglo xix la utilizó la burguesía primero como igualdad formal, para igualarse en derechos con la aristocracia (un derecho igual para todos frente a los regímenes diversos de los estamentos del Antiguo Régimen: tanto en el momento de dictar la norma, que habría de ser general por sus destinatarios y abstracta por su repetibilidad indeterminada, cuanto en el momento de su aplicación) y, más tarde, para defender la tesis de que obrero y amo eran totalmente iguales en orden a contratar libremente lo que quisieran, legitimando de este modo el abuso y la explotación laboral depredadora del capitalismo manchesteriano. A finales del xix y en el siglo xx, la idea de igualdad la utilizó el movimiento obrero para defender la igualdad real o de oportunidades y así se fue creando la idea del Estado social con los derechos aparejados. La idea de igualdad en la tradición europea es, por tanto, una idea central, pero fundamentalmente de tipo político, no jurídico. Una idea que originariamente aparece en panfletos y documentos políticos y que, a lo sumo, se transforma en políticas públicas sociales, pero no en resoluciones judiciales; es una idea que se ha ido concretando jurídicamente no hace tanto: tras la Segunda Guerra Mundial en la cláusula del Estado social y la igualdad de oportunidades, esto es, en la declaración de la validez de los tratos jurídicos diferentes y favorables a todos aquellas personas y grupos que se encontraran en alguna situación de desventaja fáctica. La igualdad de oportunidades ha sido tradicionalmente, en Europa, desde el punto de vista jurídico no una regla, como en Estados Unidos, sino, más bien, un principio. Obsérvese, además, que la tradición norteamericana de la igualdad pone en énfasis en los individuos concretos, mientras que la europea responde a una lógica más bien grupal (desde, inicialmente, los obreros a muchos otros grupos: mujeres, minorías sexuales, religiosas, etc.).
El modelo norteamericano de la igualdad, por su parte, se construye no a partir de la división fundamental europea entre obreros y patronos, dado que aquella es una sociedad homogénea de burgueses o de personas que aspiran a serlo. En Estados Unidos la lucha social radical ha sido siempre la racial. El otro no ha sido el obrero, sino el afrodescendiente y después otras minorías étnicas y más tarde las mujeres. Desde la óptica norteamericana, tan individualista y tan atenta a la idea de libertad y de mérito estrictamente personales, el concepto de Estado social, esto es, de tratos jurídicos favorables a personas y grupos desventajados de hecho, es, simplemente, incomprensible y, como mínimo, altamente sospechosa.
Esta última afirmación se puede demostrar fácilmente con las confusiones derivadas del concepto de affirmative action, que fue acuñado inicialmente en Estados Unidos. En el derecho europeo y español, la igualdad de oportunidades se entiende como el mandato a los poderes públicos de que promuevan acciones positivas o tratos jurídicos diferentes y favorables a los ciudadanos en cualquier situación de desventaja fáctica. Tratos jurídicos mejores a personas que integran grupos sociales en situaciones de desventaja social, cultural, económica, política, etc. Es evidente su sentido redistributivo de bienes sociales (trabajo, educación, servicios sociales, etc.) entre los diferentes grupos dentro de una misma sociedad. Las acciones positivas son la verdadera medida del Estado social en general (art. 1.1 CE). Su código genético es «la igualdad real y efectiva» del art. 9.2 de nuestra Constitución, concretada más tarde en el catálogo de derechos y principios del título I CE (sobre todo, aunque no solo en su capítulo III). Y las acciones positivas son de muy diversa naturaleza y de muy diferente intensidad. Una beca de estudios, de comedor o de transporte, una subvención para que jóvenes o mujeres emprendan alguna actividad empresarial, la gratuidad de servicios públicos como la educación obligatoria, la mayoría de prestaciones médicas y farmacéuticas en España, el derecho de la seguridad social, en fin, tantas y tantas políticas de igualdad real que movilizan cuantiosos recursos públicos cotidianamente. De ahí que las acciones positivas no se den solo en el ámbito del derecho antidiscriminatorio: afectan a toda la población y a todas las políticas públicas.
La igualdad de oportunidades es un mandato constitucional de parificación y, por ello, legitima un derecho desigual. Por el contrario, la igualdad de iure entendida como contrapuesta radicalmente a la igualdad de facto (es decir, entender la igualdad como identidad de trato) actuaría como un instrumento de conservación del statu quo desequilibrado entre personas y grupos. Un entendimiento sedicentemente neutro de la igualdad no es ni mucho menos neutral. Y, curiosamente, no deja de resultar un trágico sarcasmo que se invoque precisamente a la igualdad (formal) para no permitir que brille la igualdad (real). Frente a esto se erige precisamente el Estado social: el mejor intento político conocido hasta la fecha de conciliar igualdad formal e igualdad real o de oportunidades (que ahora muchos llaman, algo imprecisamente, equidad), de modo que sean dos caras de la misma moneda y no dos principios reñidos. Pero sin olvidar, desde el punto de vista opuesto, que, si bien la igualdad jamás puede entenderse como una cláusula de conservación del statu quo, tampoco como un ariete transformador de la realidad sin procedimiento ni límite alguno; la idea de igualdad no puede convertir automáticamente cualquier deseo de parificación social en un derecho subjetivo.
La igualdad del Estado social es una igualdad substantiva, que no solo incluye la igualdad de trato, sino también de oportunidades e, incluso, en algunas ocasiones, de resultados (discriminación positiva). Mientras que la igualdad de resultados, en la metáfora de la carrera, enfoca la línea de llegada, asegurando que todos los corredores (del grupo subordinado de que se trate) la alcancen, la de oportunidades apunta a la línea de salida, impidiendo que algunos de ellos comiencen la competición varios metros más atrás. Si se igualan las oportunidades, el desarrollo de la carrera, el resultado, dependerá del mérito y trayectoria de cada corredor individual. La igualdad de oportunidades no impide resultados desiguales, sino una carrera injusta. Tiene la innegable ventaja de que los miembros de la mayoría social no podrán impugnarla por trato preferencial hacia los miembros de las minorías, ya que lo único que hace (que no es precisamente poco) es asegurar una competición justa desde el inicio. Si, por ejemplo, no se garantiza una educación de alta calidad y equitativa para todos los miembros de la sociedad, incluidos los grupos rezagados, se está impidiendo que tales personas puedan llegar a ser en el futuro profesionales de éxito y ciudadanos plenos. De ahí que todas las medidas de educación inclusiva específicas que se adopten para los alumnos que sufran algún tipo de desventaja social no solo no lesionan el derecho formal de igualdad, sino justo lo contrario: si no se establecieran, la igualdad constitucional se fragilizaría. En el marco del modelo de los Estados sociales europeos, no puede haber disputa jurídica sobre la validez de las acciones positivas. Otra cosa es la discusión política sobre cuáles serían las mejores políticas para alcanzar ese objetivo.
No obstante, la idea de acción positiva es confusa ya desde su origen histórico, porque procede de la affirmative action del derecho norteamericano, cuya acta de nacimiento es la Executive Order 10925, de 6 de marzo de 1961, del presidente John F. Kennedy. A través de esta norma, Kennedy crea el Comittee on Equal Employment Opportunity (que en 1965 se transforma en la Equal Employment Opportunity Commission (la institución federal que aún hoy se ocupa de las políticas de igualdad: www.eeoc.gov) y ordena que todos los proyectos financiados con fondos federales «take affirmative action» para asegurar la contratación y los derechos laborales de todas las personas sin discriminación racial. El problema deriva de que por affirmative action se ha traducido «acción afirmativa», «acción positiva» e, incluso, (y en Estados Unidos, sobre todo) «discriminación positiva», ya que algunas de las medidas adoptadas bajo ese nombre son, en realidad, «discriminaciones positivas» y no «acciones positivas». Para un amplio sector social en Norteamérica, todas esas ideas son inquietantes porque favorecen a los miembros de la comunidad considerados por muchos como los más tramposos, vagos y advenedizos (a partir del balance de lo que el individuo aporta y lo que recibe de la comunidad). La idea de igualdad substancial carece de neutralidad; para no pocos, como observan Raphaële Xenidis y Hélène Masse-Dessen (2018: 37), «la idea de acción positiva se asimila a una clase de favoritismo incondicional garantizado a ciertos individuos simplemente a causa de su pertenencia a grupos socialmente en desventaja». Esta «errónea asociación», ha contribuido a una «reputación controvertida» (ibid.: 37), pésima en ciertos sectores, diría yo. De modo que no sorprende que en Estados Unidos todo trato diferente y mejor a quien se encuentre en desventaja, ya sea acción o discriminación positiva, sea mirado, en principio, con sospecha. En efecto, la línea dominante actual del Tribunal Supremo Federal, tal y como se muestra en la sentencia sobre las políticas de admisión con mirada étnica de las universidades de Harvard y Carolina del Norte, de 29 de junio de 2023, es la interpretación indiferente al factor racial (colorblind), como veremos más abajo.
Sin embargo, en la tradición europea continental, la validez de las acciones positivas (igualdad de oportunidades) no solo no se discute, sino que las constituciones suelen promoverlas. Las dudas se contraen solo al concepto de discriminaciones positivas (igualdad de resultados). Solo a él, mientras que en el modelo norteamericano, que tiende a identificar igualdad con identidad de trato, también las acciones positivas son sospechosas de lesionar la igualdad y, por tanto, de interpretación estricta. Y también este modelo norteamericano sin refinar y sin adaptación alguna al contexto cultural europeo es el que reciben las directivas de la Unión Europea que fundan el derecho antidiscriminatorio europeo. En efecto, el primer reconocimiento formal de la acción positiva en el derecho de la Unión Europea fue en el art. 2.4 de la Directiva, ya no vigente, 76/207 sobre el principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres respecto del empleo, la promoción y las condiciones laborales (1976). Dicho precepto permitía a los Estados miembros «adoptar medidas para promover la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, sobre todo, removiendo las desigualdades que afectan a las oportunidades de las mujeres» en el ámbito laboral. Aunque el artículo aludía a la «igualdad de oportunidades», la jurisprudencia del Tribunal de Justicia fue perfilando el concepto de «acción positiva» como equivalente[5].
Más tarde, el art. 157.4 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (2009) alude a la «plena igualdad en la práctica» entre mujeres y hombres en la vida laboral, aclarando que «el principio de igualdad de trato no impedirá a ningún Estado miembro mantener o adoptar medidas que ofrezcan ventajas concretas destinadas a facilitar al sexo menos representado el ejercicio de actividades profesionales o a evitar o compensar desventajas en sus carreras profesionales». Es interesante, sin duda, que se hable de full equality, «la plena igualdad», pero la redacción del precepto sugiere que las acciones positivas (a las que no se nombra así) son una suerte de excepción de la igualdad de trato (que, de modo subyacente y por evidente influencia norteamericana, se confunde, a mi juicio, con la identidad de trato —ya sabemos que igualdad no es identidad—). Es evidente el pedigrí anglosajón, más que europeo-continental, del precepto. Invocar, además, el «sexo menos representado» tampoco ayuda en la configuración de una regla asimétrica porque claramente permite pensar que también los varones pueden ser discriminados por razón de sexo, como si en el mercado laboral no hubiera un desequilibrio en contra de las trabajadoras. Una redacción semejante se plasma en el art. 23 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea sobre igualdad entre mujeres y hombres.
Las directivas de igualdad acogen textos similares: art. 3 de la Directiva de Género; art. 6 de la Directiva 2004/113; art. 5 de la Directiva de Igualdad Racial y art. 7 de la Directiva de igualdad en el empleo por razón de raza, orientación sexual, edad, discapacidad y religión. Todas ellas se remiten a las «acciones positivas» permitidas por el principio de igualdad de trato (sin concretar forma o contenido: esto se reenvía a cada Estado).
El art. 6.7 de la Ley Integral 15/2022 se refiere a las «medidas de acción positiva», que define como aquellas «diferencias de trato orientadas a prevenir, eliminar y, en su caso, compensar cualquier forma de discriminación o desventaja en su dimensión colectiva o social. Tales medidas serán aplicables en tanto subsistan las situaciones de discriminación o las desventajas que las justifican y habrán de ser razonables y proporcionadas en relación con los medios para su desarrollo y los objetivos que persigan». Esta definición es, a mi juicio, mucho más precisa conceptualmente que las de las directivas, sobre todo en su primera frase. Con la segunda, el legislador no ha evitado introducir, en la estela de la definición anglosajona de las directivas, un elemento de cautela (exigencia de temporalidad y de proporcionalidad) que no era necesario, salvo que, con mejor tino, se hubiera consagrado un artículo específico a las discriminaciones positivas. Entonces sí hubiera tenido todo el sentido. Mucho me temo que las confusiones conceptuales entre el modelo norteamericano y el europeo siguen estando vigentes. Como se demuestra también, por cierto, en la comparación en el tratamiento de las discriminaciones positivas en el derecho norteamericano y en el europeo. El modelo europeo acepta las discriminaciones positivas, como el norteamericano, también bajo sospecha, también bajo un escrutinio estricto, pero de un modo sensiblemente más generoso y abierto que el modelo norteamericano. Esto no es sorprendente dada la configuración fuertemente social del modelo europeo frente al norteamericano que, a priori, es más individualista y meritocrático.
Una magnífica demostración del modelo norteamericano de igualdad es la jurisprudencia reciente del Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos respecto del factor racial como mérito a valorar en el ingreso de algunas universidades. Un primer dato de esta jurisprudencia que sorprende a un jurista europeo es el uso ordinario del concepto de «razas» por parte de dicho Tribunal, puesto que no existen razas desde el punto de vista científico (todos los humanos somos sapiens —presuntamente- sapiens—), aunque sí existe el racismo. Sería más preciso, por tanto, que, como se hace en Europa, el Tribunal hablara de grupos étnicos que de razas. De la jurisprudencia del Tribunal Federal se deduce una identificación de la igualdad con la identidad de trato, de modo que toda desigualdad jurídica de trato es sospechosa (ya sea una acción positiva o una discriminación positiva en la terminología europea) y, por tanto, de interpretación estricta: debe superar un astringente strict scrutiny test (equivalente a nuestro juicio de proporcionalidad[6]). De modo que las discriminaciones positivas solo serán jurídicamente válidas si persiguen un objetivo público convincente (compelling), si son idóneas, proporcionadas y el último remedio para conseguir su finalidad. Cualquier trato jurídico diverso es, en consecuencia, un límite de la igualdad. En Europa, los tratos jurídicos diversos y favorables a personas y grupos en desventaja no son un límite de la igualdad, sino la otra cara de la igualdad (de oportunidades) complementaria pero no opuesta en principio a la igualdad (de trato). Las acciones positivas, la igualdad de oportunidades no son un límite de la igualdad constitucional, sino todo lo contrario: una exigencia derivada de ese mismo precepto.
La sentencia que sentó la doctrina básica en esta materia inicialmente fue Regents of the University of California v. Bakke, de 28 de junio de 1978. En ella, donde se llegan a formular nada menos que ocho opiniones de los magistrados (de los nueve), concurriendo o discrepando, se traza la distinción clave entre acciones afirmativas válidas y discriminaciones inversas (reverse) inválidas. La provisión de oportunidades a las minorías étnicas no debe hacerse a expensas de los derechos de las mayorías; la affirmative action es injusta si conduce a una reverse discrimination. La Facultad de Medicina de la Universidad de California (Davis) catalogaba a los aspirantes a entrar en ella en dos grupos, el «regular» y el «especial» de las minorías y estudiantes económicamente desventajados. Este segundo grupo representaba el 16 % del total. Allan Bakke, un solicitante blanco fue rechazado dos veces (con una puntación muy cercana a la de entrada) frente a estudiantes de minorías con niveles académicos significativamente más bajos. Ello motivó su demanda por la violación de la cláusula constitucional de igual protección de la XIV Enmienda. El Tribunal Supremo federal falló que era válido utilizar la raza como criterio de admisión de una universidad, pero que el uso de cuotas inflexibles como era la de la Facultad de Davis no lo era (y, por cierto, de modo algo discutible, ordenó el ingreso de Bakke en la Facultad). Según el Tribunal, «el propósito de la utilización del escrutinio estricto es “humear” los usos ilegítimos de la raza, asegurando que el cuerpo legislativo persigue un objetivo tan importante como para utilizar una herramienta altamente sospechosa[7]».
En el periodo conservador de la corte Rehnquist (1986 a 2005), la mayoría del Tribunal hizo prevalecer su visión extraordinariamente negativa de la affirmative action. En Hopwood v. University of Texas Law School (18 de marzo de 1996), por ejemplo, revoca la doctrina Bakke (que permitía la raza como criterio válido de admisión en las universidades) y ordena criterios neutrales desde el punto de vista racial. Por fortuna, una exigua mayoría de cinco magistrados a favor y cuatro en contra restaura la doctrina Bakke en Grutter v. Bollinger (23 de junio de 2003), que se refiere al ingreso en la Facultad de Derecho de la Universidad de Michigan. El juez federal de instancia se había mostrado a favor de la doctrina Hopwood, en contra de la utilización del criterio racial como factor de admisión universitario, asegurando que «la diversidad intelectual no guarda relación obvia o necesaria con la diversidad racial». Esto es absolutamente falso porque está demostrado que uno de los elementos primordiales del éxito escolar es el apoyo familiar y el nivel de formación y de recursos de los padres. Y en Fisher v. University of Texas (23 de junio de 2016), el Tribunal ha seguido la doctrina Bakke y Bollinger, permitiendo a las universidades seguir considerando la raza como un factor más de ingreso (un plus) para atender la diversidad, pero matizando que deben probar que las alternativas neutrales desde el punto de vista racial no eran suficientes. Y, por supuesto, dejando claro que una cuota racial de ingreso a la Universidad es contraria a la Constitución[8].
En definitiva, podemos concluir que en el país donde se crea el concepto de las discriminaciones positivas, solo se aceptan de un modo muy polémico y restrictivo porque el marco conceptual equipara «igualdad» con «identidad de trato». Tanto que incluso varios estados, a partir del ejemplo de la Proposition 209 de California, de 3 de noviembre de 1997, prohíben cualquier forma de affirmative action: «El estado no discriminará ni otorgará trato preferente alguno a cualquier individuo o grupo por razón de raza, sexo, color, etnicidad u origen nacional en el ámbito del empleo público, la educación pública o la contratación pública». Entre esos estados están Washington (1998), Florida (2000), Michigan (2006), Nebraska (2008), Arizona (2010), New Hampshire (2012) y Oklahoma (2012). Esta es, obviamente, una decisión política.
En este contexto, el Tribunal Supremo Federal, con su —de nuevo— amplia mayoría conservadora, acaba de regresar otra vez a la doctrina Hopwood, revocando Grutter y Fisher, en la Sentencia Students for fair admissions, Inc. v. President and Fellows of Harvard y University of North Carolina (29 de junio de 2023). El Tribunal examina si la política de admisión altamente competitiva y selectiva de tan prestigiosas universidades, que valora positivamente la pertenencia a minorías étnicas infrarrepresentadas en la universidad, entre otros muchos factores, como los méritos académicos, la actividad extracurricular, los recursos económicos, los méritos deportivos, etc., es o no conforme con la cláusula de igual protección de la XIV Enmienda de la Constitución norteamericana. Su conclusión es que la valoración de la pertenencia del solicitante a un grupo étnico minoritario lesiona dicha cláusula. Las tesis de los magistrados discrepantes en Bakke y en Grutter se imponen en esta ocasión, sobre todo las del justice Thomas, quien aprovecha para formular ahora también un voto concurrente particularmente extenso.
La tesis dominante de la sentencia ejemplifica a la perfección el entendimiento tradicional de la igualdad en los Estados Unidos: su Constitución solo admite un enfoque de la igualdad entre grupos étnicos indiferente al factor racial, esto es, una lectura colorblind. Eliminar la discriminación racial significa «eliminar toda forma de discriminación racial», tanto cuando la víctima es un afrodescendiente como cuando es alguien de la mayoría blanca, tanto cuando la diferencia perjudica a la minoría como si la perjudica. El derecho debe ser idéntico para todos y cualquier excepción a esta regla debe ser de interpretación estricta, es decir, debe superar un astringente strict scrutiny test (equivalente, en líneas generales, al principio de proporcionalidad europeo): la diferencia debe servir a un interés general compelling, convincente, y debe establecerse a través de medidas estrictas y proporcionadas. Desde esta clave exegética, el Tribunal falla que el objetivo de las universidades de Harvard y de Carolina del Norte de fomentar la diversidad étnica y la inclusión educativa en sus campus es un objetivo loable, pero no logran demostrar los supuestos beneficios educativos de contar con campus étnicamente diversos. En síntesis, la sentencia concluye que no se trata de objetivos medibles o mensurables por un juez; que se utilizan categorías raciales de forma imprecisa (por ejemplo, la alusión al alumnado «hispano»), sobreinclusiva (por ejemplo, al dar preferencia al alumnado «asiático» no se define a qué partes concretas de Asia) y subinclusiva (siguiendo ese mismo ejemplo, no se alude expresamente a Oriente Medio); que la propia valoración como mérito de la pertenencia a una minoría étnica es, en sí mismo, racista en la medida en que refuerza los estereotipos de esa naturaleza (asumiendo, por ejemplo, que todos los miembros de una minoría étnica se encuentran en la misma situación social y que opinan lo mismo); que se perjudica a los miembros del grupo étnico mayoritario (los blancos, pero también al alumnado de origen asiático en favor de afroamericanos e hispanos) y que, por último, se trata de una política de admisión que no es temporal sino permanente. La última afirmación de la sentencia es reveladora: «Muchas universidades han considerado erróneamente durante mucho tiempo que lo esencial de la identidad de una persona no son los desafíos que supera, las competencias que adquiere o las lecciones que aprende, sino el color de su piel. La historia constitucional de este país no tolera tal interpretación».
El justice Thomas, en su voto concurrente, afila al máximo su posición contraria a las políticas de preferencia étnica en el ingreso a las universidades. Después de sostener que la única interpretación correcta de la cláusula constitucional de la igualdad es la indiferente al factor racial, la tesis colorblind, impugna la lectura de esa cláusula a partir del principio de antisubordinación (formulado en su día por O. Fiss): la XIV Enmienda no prohíbe las diferencias jurídicas entre etnias que favorecen a las minorías, sino solo aquellas que les perjudican. Esta interpretación, que coincide con el enfoque europeo continental clásico, según Thomas carece de apoyo en el significado original del precepto constitucional (como se sabe, Thomas es uno de los mayores defensores del originalismo en el Tribunal Supremo Federal). Recuerda, en este sentido, tirando de sarcasmo, que la historia demuestra que supuestas diferencias benignas de trato con, en realidad, perniciosas, como cuando Harvard restringe el ingreso de alumnado judío a partir de 1920 para favorecer la igualdad de oportunidades de la población blanca mayoritaria (en 1925 el 28 % del alumnado allí era judío y en 1933 tan solo el 12 %). Y también intenta demostrar que las universidades que han prohibido la consideración del factor étnico como mérito de ingreso, por ejemplo, las de California o la de Michigan, tienen una composición étnica del alumnado más variado que la mayoría.
Obviamente, la argumentación del voto discrepante de Sotomayor, Kagan y Jackson resulta, en principio, más familiar respecto del modo de entender la igualdad constitucional en el ámbito europeo porque parte de tener en cuenta la situación real de desigualdad y desventaja de los grupos étnicos minoritarios. Un entendimiento de la igualdad constitucional como identidad de trato favorece a los que de hecho tienen privilegios frente al resto. Sotomayor sostiene: «Ignorar la raza no iguala una sociedad que es racialmente desigual». Recuerda, en este sentido, las mayores tasas de fracaso escolar y abandono temprano de las minorías étnicas, por no hablar de su infrarrepresentación en los diversos campus. En el estado de Carolina del Norte, el 22 % de la población es negra y en la Universidad de Carolina del Norte solo el 8 % de su alumnado lo es.
La justice Sotomayor muestra cómo la igualdad constitucional admite normalmente medidas de acción positiva, así como la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo Federal, de modo que la interpretación colorblind ni es la única posible ni ha sido siempre la mayoritaria. Y mucho menos en el campo educativo. Citando la famosa afirmación de Plyer v. Doe (1982), dirá de nuevo: «La educación es la institución ciudadana más vital para preservar una forma democrática de gobierno». A su juicio, una verdadera igualdad de oportunidades educativas desde el punto de vista étnico «es un componente esencial de la fábrica de una sociedad democrática», es decir, sí es un interés público primordial. Su voto discrepante tiene en cuenta, además, otro argumento interesante: la libertad de las propias universidades (lo que vendría a ser nuestra —constitucionalizada— autonomía universitaria), que deriva de la Primera Enmienda y que, evidentemente, se ve limitada en extremo por la interpretación del Tribunal Supremo Federal.
Desde mi punto de vista, en una situación estructural de desigualdad étnica respecto del acceso de las minorías a las mejores universidades, tener en cuenta la pertenencia a una de estas minorías como un mérito más del posible ingreso no solo no es una discriminación positiva sino, tan siquiera, una acción positiva, sino una garantía deducible de la propia cláusula de la igualdad constitucional para evitar y corregir una más que grosera discriminación indirecta o de impacto, además de institucional y sistemática y, muy posiblemente (habría que observar las cifras reales) múltiple o interseccional en la medida en que la presencia femenina de las minorías étnicas fuera inferior a la masculina de esas mismas minorías. En otras palabras: considerar la pertenencia a una minoría étnica como un mérito más de ingreso de las universidades, en ese contexto, no debe verse sobre todo como un trato distinto y mejor por ese motivo, sino como el único medio para evitar una discriminación racista de tipo indirecto. No es conceder un privilegio, sino un medio para luchar contra el arraigado racismo en el ámbito educativo.
Existen, por tanto, dos concepciones muy diferentes de la igualdad constitucional, la norteamericana y la europea, pero también es cierto que ambos modelos han ido confluyendo en alguna medida.
¿Cómo termina recalando el modelo norteamericano en el derecho de la Unión Europea y de los Estados miembros, entre ellos España? La puerta de entrada del modelo norteamericano en España fue la recepción que de dicho modelo hacen británicos e irlandeses desde los años setenta del siglo pasado. M. Connolly (2011: 154) narra cómo el concepto de «discriminación indirecta» es incorporado a la legislación británica (la Sex Discrimination Bill de 1975) a partir de su descubrimiento por Lord Jenkins tras un viaje a los Estados Unidos en el que conoce la sentencia Griggs. Pues bien, en la discusión parlamentaria, el portavoz del partido conservador, con ironía británica, alegó: «No sabemos lo que eso (la discriminación indirecta) significa. En segundo lugar, no pensamos que el Gobierno (proponente de su introducción) sepa lo que significa. Y, tercero, si supiéramos lo que significa, no creemos que nos gustara, pero no podemos estar seguros».
Ya en los setenta, y siguiendo a los norteamericanos, los británicos dictan leyes sobre igualdad racial (1976) y sobre igualdad sexual (1975): ahora refundidas y ampliadas en su Ley General de Igualdad de 2006. Es un modelo con organismos independientes encargados específicamente de hacer cumplir la normativa contra la discriminación de rasgos concretos: sexo, raza, etc.[9]
Curiosamente, se ha americanizado el modelo europeo (aunque con dudas conceptuales persistentes), pero también el modelo norteamericano se ha ido europeizando. ¿En qué sentido? La cultura jurídica estadounidense es claramente liberal, meritocrática e individualista, pero no ha tenido más remedio que irse abriendo (aún con límites y reservas) a la lógica de grupos sistemáticamente discriminados del derecho antidiscriminatorio. En mi opinión, el influyente enfoque de Owen Fiss de la igualdad como antisubordinación supone el punto de inflexión superador de todos los intentos de identificar «igualdad» con «identidad» (de modo que blancos y afrodescendientes debieran ser tratados exactamente igual y de ahí que se pretendiera validar la cínica doctrina «separados pero iguales» e invalidar todo trato jurídico diferente y mejor a pertenecientes a grupos en desventaja, tildándolo de discriminación positiva que, en realidad es negativa o «inversa») y, en definitiva, de construir un derecho de igualdad indiferente al factor racial (race-blind), o de género, etc. Este punto de vista, aunque minoritario (basta leer la sentencia analizada sobre la política de admisión de Harvard y Carolina del Norte), acerca la posición norteamericana a la idea europea de los derechos sociales como concreción de la igualdad de oportunidades.
Owen Fiss acuña en 1976 su group-disadvantaging principle, antes mencionado (y negado con vehemencia por el justice Thomas). La discriminación solo se comprende desde la perspectiva de la subordinación grupal que expresa y que provoca. El principio de antisubordinación exige que las leyes «no agraven o perpetúen» la posición subordinada de un grupo especialmente desventajado, ni que dañen desproporcionadamente a miembros de grupos marginalizados (1976, 108). Esta teoría, que comprende la cláusula constitucional de igual protección de la XIV Enmienda como un principio de antisubordinación, ha sido desarrollada posteriormente también como principio anticastas, antisubyugación o antiestigma. Un año después del trabajo de Fiss, Kenneth L. Karst (1977) desarrolla, por ejemplo, la teoría del estigma. Para este autor, el corazón de la idea de igualdad es el derecho de igual ciudadanía, que garantiza a cada individuo el derecho a ser tratado por la sociedad como un miembro respetado, responsable y participante. Enunciado de modo negativo, el derecho de igual ciudadanía prohíbe a la sociedad tratar a un individuo como un miembro de una casta inferior o dependiente o como un no participante. En otras palabras, el derecho de igual ciudadanía protege contra la degradación o imposición de un estigma, que es la actitud con la que «los normales», «la mayoría» miran a aquellos que son diferentes. Citando a Goffman, Karst afirmará: «La persona víctima de un estigma no es del todo humano». No todas las desigualdades estigmatizan. Los efectos del estigma recaen sobre las víctimas, dañando su autoestima, de modo que la mayoría llegan a aceptar como «naturales» las desigualdades perjudiciales que reciben, pero también recaen sobre toda la sociedad, que llega a elaborar una ideología del estigma para justificarlo.
Por otro lado, las minorías víctimas de discriminación, e incluso las mayorías en situación de desventaja, como es el caso de las mujeres, son, en sentido estricto, «minorías aisladas y sin voz» en el proceso político. Como se sabe, la doctrina de las discrete and insular minorities fue acuñada por el Tribunal Supremo norteamericano en la cuarta nota de pie de página de la sentencia Carolene Products v. U. S., de 1938 (ponente: Stone) y ha sido formulada teóricamente por John Hart Ely (1977). Según esta teoría, la prohibición constitucional de discriminación concierne principalmente a la protección judicial de aquellos grupos que son incapaces de defenderse por sí solos en la arena política a causa de su privación de derechos o por sufrir estereotipos negativos. Pero ya el trabajo de Owen Fiss también aludía a este déficit de democracia o ciudadanía debilitada de las minorías (sobre todo étnicas y particularmente la afroamericana).
De ahí que toda discriminación contenga elementos individuales (finalmente, es a una persona a la que se le lesionan sus derechos), pero también, y quizá, sobre todo, grupales (configurando un sistema de democracia débil o imperfecta). El número y tipo de discriminaciones realmente existentes es uno de los mejores indicadores de la calidad democrática de un país. La discriminación es la negación misma de la democracia.
El carácter grupal de las discriminaciones, fundado en prejuicios ideológicos hostiles, en estigmas (machismo, racismo, xenofobia, homofobia, etc.), es la expresión de fenómenos sociales sistemáticos y estructurales. Este punto de vista acerca la posición norteamericana a la idea europea de los derechos sociales.
La ley integral de 2022 es, desde su nomen iuris, una ley de igualdad de trato y no de igualdad de oportunidades. Su contenido más relevante, el establecimiento de la Autoridad, tiene como antecedente la creación, el 6 de marzo de 1961, por la Executive Order 10925 de Kennedy, del Committee on Equal Employment Opportunity, más tarde convertido en la actual Equal Employment Opportunity Commission. Esa comisión federal para la igualdad de oportunidades en el empleo vela por el cumplimiento de la normativa federal antidiscriminatoria. Es verdad que se refiere solo al empleo, pero abarca todos los rasgos sospechosos de discriminación. La comisión federal investiga las denuncias de discriminación y, si considera que las ha habido, primero intenta un acuerdo y, si no lo consigue, puede interponer una demanda judicial. También proporciona asesoría, orientación, evaluación y sensibilización. En 2022, vía Unión Europea, se reproduce en España lo que los norteamericanos crearon 61 años antes.
Esta es la parte sustantiva de la ley y no, en contra de lo que un observador superficial pudiera creer, la extensión de derechos sociales (educación, empleo, vivienda, etc.) para ciertos colectivos con algún rasgo sospechoso de discriminación. Lo crucial son las garantías de la igualdad de trato, por supuesto, aunque, en la visión europea tampoco son necesariamente inoportunas las concreciones de nuevas acciones positivas o de igualdad de oportunidades que la ley lleva a cabo porque, en Europa, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, el derecho antidiscriminatorio se integra por la igualdad de trato, pero también por la igualdad de oportunidades. Son dos caras de una misma moneda: reglas (igualdad de trato) y principio (de acciones positivas). Otra cosa es que se discuta si las nuevas medidas de acción positiva que incorpora la Ley son, en realidad, nuevas o si son realmente operativas y no meros brindis al sol.
Nuestro modelo europeo (y español) actual se inspira, pues, en el modelo norteamericano de la igualdad de trato, pero, si se observa la Ley estatal 15/2022 con detenimiento, encontramos muy claramente también el modelo europeo de la igualdad de oportunidades. Está presente el modelo norteamericano cuando se definen las categorías en el título I[10] o se establecen garantías de protección (las europeas derivadas de las directivas) en el capítulo 1.º del título II, y sobre todo en el título III, dedicado a la Autoridad Independiente para la Igualdad de Trato y la No Discriminación[11] Esta autoridad es, sin duda, la mayor novedad del texto legal. El preámbulo señala también, en este caso con acierto, que «esta ley no es una ley más de derechos sociales, sino, sobre todo de derecho antidiscriminatorio específico». Y también: «Es una Ley de garantías» porque «no pretende tanto reconocer nuevos derechos como garantizar los que ya existen». En estas frases emerge el legislador inteligente que se ve pronto obscurecido con la extensa pero no intensa mención de acciones positivas.
La ley tiene también el alma europea de la igualdad de oportunidades y eso se refleja en la supuesta mejora que pretende de la igualdad real en diversos ámbitos en el capítulo II del título I y luego (con una técnica legislativa harto dudosa que puede explicarse por no tener claros los modelos de referencia de los que estamos hablando) también en el capítulo 2.º del título II bajo el nomen iuris de «promoción del derecho a la igualdad de trato y no discriminación y medidas de acción positiva». Es evidente que el redactor de la ley no ha entendido del todo bien los conceptos que él mismo define en el capítulo 1.º del título 1. En otras palabras: hubiera sido técnicamente mejor hacer lo que se decía en el preámbulo, es decir, solo una ley de igualdad de trato; o lo segundo mejor, que tampoco se ha hecho: agrupar la parte de la ley de la igualdad de trato, por un lado, y la parte de la igualdad de oportunidades, por otro. Hay que observar que, además, es difícil hacer una ley «integral» de igualdad porque afecta a muchos sectores sociales y porque, además, cada uno de ellos tiene en parte un recorrido normativo y judicial propio (no es lo mismo la discriminación por género o discapacidad, etc.). La ley es general en cuanto a los tipos de discriminación (género, étnico, etc.) y espacios sociales referidos (educación, empleo, vivienda, etc.), y es básica respecto de su aplicación territorial. Supongo que la suma de lo «general» y de lo «básico» es lo que ha motivado el nombre de ley «integral» (una categoría no suficientemente estudiada dentro del capítulo de las fuentes del derecho).
Volviendo al problema planteado (incluir la igualdad de oportunidades en una ley de igualdad de trato), pongamos un ejemplo concreto: la nueva regulación sobre uno de los ámbitos identificados, educación. El art. 13. Prohíbe la discriminación en los centros educativos, públicos y privados. Ninguna novedad. Reitera, sin decirlo así, que los centros que distingan por género no podrán ser concertados (art. 13.2). Ninguna novedad respecto de la LOMLOE. Se insta a prestar atención adicional a los escolares con necesidades educativas especiales. Nada nuevo. Se ordena a las Administraciones a prevenir y revertir la segregación escolar. Algo ya previsto, por cierto, sin medidas concretas ni control en la LOMLOE. Se incluye estas materias en el currículo del alumnado y del profesorado para ingresar como tal o en su formación permanente, algo que se lleva haciendo hace décadas (aunque nadie comprueba cómo se hace y con qué efectos en la realidad). Por último, se ordena a la inspección que garantice la igualdad (por cierto, como si no lo hiciera hasta ahora). En conclusión: ¿era realmente necesario incluir el art. 13 salvo para remachar la intención política de no concertar los escasos centros educativos que todavía separan al alumnado por sexo?
Más interesante en este punto que la regulación estatal es el art. 10 de la Ley Catalana 19/2020, de 30 de diciembre, de Igualdad de Trato y no Discriminación. Reitera la vigencia de la no discriminación en todos los sectores educativos (también en la Universidad, lo que no hace la norma estatal) y la no segregación por sexos para poder recibir financiación pública, así como la inclusión de la no discriminación en la formación de profesorado y alumnado; pero, de modo más específico, habla expresamente de «educación inclusiva» (con el potencial interpretativo que esto tiene) y de evitar la segregación escolar, concretando que los procedimientos de admisión del alumnado público y concertado no pueden segregar (en la práctica lo hacen); que se debe garantizar la permanencia en el sistema educativo de las minorías étnicas (para evitar el abandono temprano, lo cual es una catástrofe que sucede habitualmente: los gitanos apenas llegan a secundaria, las gitanas muchísimo menos, y apenas titulan; tampoco llegan a FP ni a la Universidad); también se ordena a la Administración autonómica poner los recursos personales y económicos necesarios para todo esto. Se reclama el uso de acciones positivas para evitar el absentismo, fracaso, abandono y segregación escolares de los escolares que pertenezcan a los grupos discriminados. En fin, el ideal que se persigue es el del centro educativo como «entorno amable», que es el ideal de la escuela inclusiva en el pensamiento de Mel Ainscow et al. (2013: 32 y ss.). Ciertamente, tampoco la ley catalana singulariza mecanismos concretos de seguimiento y control porque esto corresponde al desarrollo reglamentario de la ley, pero, desde mi punto de vista, es un claro avance y la nueva regulación legal tiene interés por su novedad y su potencial impacto transformador.
En todo caso, una ley de igualdad de trato ha de ser, sobre todo, una ley de igualdad de trato y no de igualdad de oportunidades. En otras palabras, se debe potenciar las garantías de la igualdad de trato frente a discriminaciones directas e indirectas y esto se hace, sobre todo, con una configuración robusta del nuevo organismo de la igualdad.
Hay que adelantar que ahora sí, por fin, se cumplen cabalmente las exigencias de la normativa europea. Se contempla en el título III de la ley (arts. 40 a 45).
Entidad de derecho público (art. 109 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público) con personalidad jurídica propia, con independencia y autonomía funcional. El estatuto concreto (organización, funcionamiento, régimen de personal, económico, etc.) se determinará por Consejo de Ministros más adelante, tras escuchar al titular que se designe (entre personalidades de prestigio en este campo, tras un examen parlamentario de idoneidad; el Congreso puede rechazar a la persona por mayoría absoluta), mandato de cinco años sin renovación, inamovible. La adicional primera dice que en el plazo de seis meses desde la entrada en vigor de la ley (el 14 de julio de 2022, luego el 14 de enero venció) se designará al titular y se regulará su estatuto.
a)Asistencia y orientación a víctimas de todo tipo de discriminación (art. 2: nacionalidad, nacimiento, origen racial o étnico, sexo, religión, convicción u opinión, edad, discapacidad, orientación e identidad sexual, expresión de género, enfermedad o condición de salud, estado serológico y/o predisposición genética a sufrir patologías y trastornos, lengua, situación socioeconómica y otras, frente a entes públicos y particulares). El procedimiento es el siguiente: queja, recepción, tramitación, mediación y conciliación, con el consentimiento expreso de las partes (salvo en materia penal o laboral) y carácter vinculante, inicio de investigación, de oficio o a instancia de parte, de investigaciones sobre discriminaciones graves (salvo asuntos penales, donde se remitirá al fiscal o al órgano judicial penal), ejercicio de acciones judiciales, interesar la actuación de la Administración para sancionar administrativamente. Otros organismos de igualdad en Europa tienen capacidad de sancionar directamente por ellos mismos, pero el modelo español ha optado porque sean los órganos administrativos sectoriales. Esto es también una decisión estratégica de fondo.
El título IV de la Ley integral contiene un catálogo de infracciones y sanciones administrativas, que podrá ser desarrollado por la legislación autonómica. Las infracciones pueden ser leves (irregularidades formales sin intención ni contenido discriminatorio: de 300 a 10000 euros), graves (discriminación, represalias, incumplimiento de un requerimiento administrativo específico formulado por organismos de aplicación de la ley integral: de 10 000 a 40 000 euros) o muy graves (discriminación múltiple —definida en el art. 6.3, pero de modo vago—, acoso discriminatorio, presión grave sobre autoridad que quiera dar cumplimiento a la ley —se protege a la Autoridad—, comisión de una tercera o más infracción grave: de 40 000 a 500 000 euros). Las sanciones se pueden graduar según diversos criterios (intencionalidad, número de personas afectadas, etc.) y se prevén sanciones accesorias (si son muy graves): además de la multa, supresión, cancelación o suspensión de ayudas oficiales, cierre del establecimiento o cese de la actividad económica o profesional. Si la sanción no es muy grave, se podrá sustituir por la prestación de cooperación personal no retribuida en actividades de utilidad pública, de reparación del daño a las víctimas, la asistencia a formación especializada o toda medida que sensibilice al infractor sobre la igualdad de trato y de reparar el daño causado.
La incoación e instrucción de los expedientes sancionadores y la imposición de las infracciones corresponderá a cada administración según su competencia. Si hay un principio de prueba de que la infracción la ha cometido un ente público, podrá adoptarse medidas provisionales para que cese la discriminación.
En el título V se concreta el apoyo a las víctimas: información, atención integral y multidisciplinar, asesoramiento sanitario, jurídico, de información accesible, social.
b)Investigaciones y estudios sobre discriminación. La Autoridad debe elaborar (de modo coordinado con los órganos especializados) estadísticas e informes, de modo periódico; promover estudios (se menciona, lo que es interesante, en análisis histórico de la discriminación estructural), diseñar y mantener un barómetro de la discriminación con indicadores y divulgar todo este trabajo. Deberá elaborar un informe anual de actividades, que remitirá al Congreso, al Gobierno y al Defensor del Pueblo. Pero no se dice nada de defenderlo en público en el Parlamento (en la comisión mixta del Defensor, por ejemplo). La ley también prevé la creación de un Centro de Documentación y Memoria sobre Discriminación, Odio e Intolerancia. La ley catalana ya había creado una institución semejante.
c)Formular recomendaciones. El listado del art. 40 señala varias líneas de trabajo en este sentido: códigos de buenas prácticas, dictamen sobre el desarrollo de la ley integral y sobre cualquier ley que afecte a la igualdad, informar sobre la Estrategia Estatal para la Igualdad de Trato y no Discriminación (elaborada y seguida por la Conferencia Sectorial de Igualdad con las organizaciones representativas; aprobada en Consejo de Ministros; cuatrienal; se exige informe de evaluación; se prestará especial atención a las discriminaciones múltiples); propuestas de modificación de la normativa reguladora de la igualdad de trato; informar a instancia de órganos judiciales en procesos concretos. También se exige a la Autoridad que elabore un informe «amplio e integral» sobre las normas, actos y prácticas de la administración que sean discriminatorios.
d)Colaboración: con el Defensor del Pueblo y órganos autonómicos equivalentes; con el Foro para la Integración Social de los Inmigrantes; la Comisión Laboral Tripartita de Inmigración y con el CEDRE (participando en el Consejo).
Este es el modelo estatal. ¿Qué modelo ha acogido Cataluña en su ley (que, recordemos, es de 2020, dos años anterior a la estatal)? También allí se crea un Organismo de Protección y Promoción de la Igualdad de Trato y la No Discriminación (nombre extraído literalmente de las directivas europeas), pero no es un ente independiente, sino que forma parte de la estructura del Gobierno autonómico: adscrito al departamento competente; titular designado por el Gobierno (sin hearing parlamentario), aunque se dice que «debe rendir cuentas ante el Parlamento» (lo cual es juzgado en la Unión Europea como una buena práctica). La estructura del Organismo se compone, además del titular y su equipo, por un comité de expertos, una comisión de seguimiento de la ley (independiente del organismo y aprobada por el Parlamento, con representación parlamentaria plural y expertos), se crea un Centro de Memoria Histórica y Documentación de la Discriminación, un Observatorio de la Discriminación (estadísticas), una Comisión de Participación Social para la Promoción y Protección de la Igualdad de Trato (tercer sector, asociaciones de víctimas, etc.).
Funciones: en este punto, la ley estatal copia a la catalana, de la que, sin embargo, apenas conocemos los efectos reales de su aplicación (es difícil llegar a su página web, que está dentro del Departamento de Igualdad y Feminismos y que apenas contiene nada).
En definitiva, el modelo español crea un nuevo organismo estatal, que también puede ser replicado en las comunidades autónomas (hasta el momento, solo en Cataluña, que es anterior y hay trabajos para crearlo en el País Vasco). Yo no estoy de acuerdo con esta decisión. Siempre he optado por el enfoque de reconfigurar los defensores del pueblo estatal y autonómicos para asumir esta tarea que es nueva, sí, pero que claramente se enmarca en la protección de los derechos fundamentales que corresponde a los defensores. Creo que una fórmula de este tipo es más sostenible porque consume menos recursos (es más barato ampliar un órgano que crearlo de cero); no sé si es buena idea que, en un contexto de recursos públicos crecientemente escasos, se pudieran crear hasta veinte organismos públicos nuevos; es más identificable por las víctimas, pero también por los operadores políticos y jurídicos (sobre todo cuando no tienen claro la necesidad de toda esta nueva estrategia); ayudaría, por cierto, a dotar de mayor contenido y densidad a las defensorías, eliminando la tentación de su supresión; garantizaría mayor eficacia puesto que en el caso de la creación de un organismo nuevo sin anclaje constitucional como sí tiene la defensoría, se corre el riesgo de creación sin efectivo cumplimiento; además, las defensorías sí cumplen sobradamente las exigencias que tienen que cumplir los organismos de igualdad de trato según la normativa europea; ya existe en el ámbito del Estado el antecedente de la atribución de nuevas competencias al Defensor del Pueblo no previstas por la Constitución, como el mecanismo nacional de lucha contra torturas y malos tratos en el sistema de Naciones Unidas; las defensorías no tienen excesivo peso político o institucional, pero seguro que lo tienen más que un órgano de nueva creación de este tipo (lo cual es importante a la hora de convencer sobre las recomendaciones); y porque encomendar la garantía de la igualdad de trato a los defensores es la tendencia reciente más dominante en la mayor parte de los países europeos, por ejemplo, Francia, que primero creó una autoridad específica y más tarde la integró —con especificidad— en el Defensor de los Derechos.
Hay en esto tan solo dos dudas relevantes. La primera es una duda jurídica: la de si la asunción de este modelo requeriría o no de una reforma previa del art. 54 de la Constitución, que es el precepto que se dedica al Defensor y que lo configura como una institución que solo puede conocer quejas de actuaciones procedentes de los poderes públicos y no de los particulares (resultando evidente que el organismo de igualdad debe poder conocer posibles lesiones discriminatorias cuya fuente no sea pública, sino privada) y que, por otro lado, no tiene capacidad sancionadora alguna, ni siquiera de mediación, arbitraje y asistencia a víctimas. Es evidente que habría que modificar a fondo la arquitectura institucional del Defensor del Pueblo, lo que, por otra parte, no le vendría nada mal a la figura porque tengo la sensación de que su configuración constitucional ya era, incluso, excesivamente desdentada en el año 1978, cuando se creó.
Curiosamente, la expansión de competencias de los defensores autonómicos para incluir las derivadas de la garantía institucional de la igualdad de trato no plantea estos problemas de encaje jurídico (ya que no tienen una constitución que defina su régimen de modo tan concreto como lo tiene el defensor nacional) y, por tanto, no suscitaría las dificultades que sí se presentan respecto del Defensor del Pueblo estatal.
La segunda duda es política: la de si configurar en paralelo un organismo de igualdad de género o no. Ambas opciones tienen ventajas e inconvenientes, pero me inclino por la dualidad.
En definitiva, aunque, de una parte, parece que con esta ley sí nos adaptamos por fin al marco europeo de la igualdad, de otra da la impresión, en definitiva, de que responde más al cumplimiento de nuestras obligaciones europeas que a la propia convicción política sobre su necesidad. De hecho, pasan los meses y seguimos sin Estrategia Estatal de Igualdad y sin Autoridad. Es sintomático.
Como ley de igualdad de oportunidades, parece escasamente original y llega muy tarde. Como ley de igualdad de trato, se ha optado, a mi juicio de modo erróneo, por un modelo autónomo de autoridad en vez de aprovechar las figuras ya existentes e infrautilizadas de los defensores del pueblo. También desde este punto de vista, se ha elegido un modelo de autoridad sin capacidad de sancionar por sí misma, remitiendo este asunto a las inspecciones sectoriales, las mismas que ya antes de la norma tienen obligación de sancionar cualquier conducta discriminatoria. Es decir, tampoco aquí cabe esperar demasiadas novedades con la nueva regulación. A mi juicio, debería haberse explorado la posible importación a este campo del modelo de la Agencia de Protección de Datos.
De fondo, siguen sin entenderse por el legislador las diferencias entre un modelo de igualdad de trato y otro de igualdad de oportunidades y se mantiene el déficit de comprensión de un derecho antidiscriminatorio realmente coherente y sistemático. Lo cual provoca, necesariamente, una legislación técnicamente mejorable. Con el marco conceptual expuesto en este trabajo, quizá la ley hubiera debido tener por objeto exclusivamente las garantías de la igualdad de trato, prescindiendo por completo de las medidas de igualdad de oportunidades (que, por cierto, ni son muchas ni originales ni relevantes: aportan más grasa que músculo al texto legal). O, en todo caso, de no haberlo hecho así, al menos hubiera sido más razonable desde el punto de vista técnico una ordenación de la norma más clara entre su contenido de igualdad de trato y el de igualdad de oportunidades.
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Este artículo responde, sustancialmente, a la conferencia que el autor pronunció en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales el 12 de junio de 2023 en el marco del seminario «La Ley 15/2022 Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación. Organismos de igualdad». Ello se refleja en la estructura del texto, menos escolar o académica, con apenas referencias bibliográficas y más preocupada por situar de un modo innovador, incluso provocador, el contexto y el sentido de la nueva ley integral de la igualdad de trato en nuestro país. Para cualquier lector o lectora que quisiera encontrar un intento de justificación riguroso, con apoyo bibliográfico, de cuanto aquí se sostiene, permítaseme la remisión a mi texto Derecho antidiscriminatorio» (2019, Thomson Reuters-Aranzadi, actualmente en proceso de publicación de la segunda edición). |
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Para un examen crítico de la evolución de los antecedentes normativos, ver Rey (2021: 311 y ss.). |
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En efecto, en Heart of Atlanta Motel, Inc. v. United States (1964) el Tribunal argumentó que la discriminación racial dificultaba, y en ocasiones impedía, encontrar alojamiento a algunos viajeros. Y ello aunque los moteles tuvieran un carácter puramente local, ya que, si recibían viajeros, entonces podía regularse por el Congreso para proteger el comercio interestatal de la discriminación racial. De igual modo, en Katzenbach v. McClung (1964), el Tribunal sostuvo la legitimidad de la aplicación de la ley de derechos civiles a cualquier restaurante que sirviera comida a viajeros de otros estados o, incluso, si una porción significativa de ella provenía del comercio interestatal (lo que estimó, precisamente, en el caso: el 46 % de los alimentos habían sido suministrados desde otro estado). |
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Es el movimiento mundialmente famoso liderado por el pastor baptista Martin Luther King y su lucha no violenta contra la segregación racial y a favor de la igualdad. Este movimiento se inició cuando una joven de Montgomery (Alabama), Rosa Parks, se negó el 1 de diciembre de 1955 a dejar su sitio a otro pasajero en la zona reservada para blancos de un autobús público. Homer Plessy había hecho un gesto similar en un tren en 1896, pero el Tribunal Supremo federal había fallado en su contra, estableciendo la conocida y horrenda doctrina «separados pero iguales» (Plessy v. Ferguson, 1896). Rosa Parks fue condenada por infringir la ley local de segregación, lo que provocó un boicot de 381 días a los transportes públicos en el que Luther King jugó un papel destacado. La sentencia del Tribunal Supremo Federal que marca el giro copernicano de la idea de igualdad constitucional, prohibiendo ahora la segregación racial en las escuelas es la famosa decisión Brown v. Board of Education (1954). |
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Para todos estos conceptos, resulta de referencia inexcusable el Manual de legislación europea contra la discriminación de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, 2018, 2.ª ed. |
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En City of Richmond v. Croson, de 23 de junio de 1989, el Tribunal Supremo examinó la validez un programa de affirmative action de la ciudad de Richmond, que establecía que el 30 % de los fondos de construcción de la ciudad fuera para empresas de contratistas de minorías étnicas («negros, hispano-parlantes, orientales, indios, esquimales y aleutianos»). La affirmative action fue definida allí como una «highly suspect tool» (herramienta altamente sospechosa) que debe someterse a «escrutinio estricto». Lo mismo ocurre, en realidad, con cualquier límite de un derecho fundamental; en otras palabras, se está aceptando que las discriminaciones positivas son, a priori, un límite del derecho de igualdad de trato (de las personas concretas que puedan recibir un «daño colateral» por su establecimiento). |
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Adarand Constructors, Inc. V. Peña, de 12 de junio de 1995, examina la cláusula que tenían la mayoría de agencias federales consistente en beneficiar a sus contratistas que, a su vez, subcontrataran con pequeñas empresas de miembros social y económicamente desventajados. El Tribunal sigue defendiendo el uso restrictivo de las discriminaciones positivas y va perfilando su jurisprudencia. La doctrina del Tribunal es que, en relación con los programas de affirmative action, cabe exigir tres reglas: escepticismo (cualquier ventaja basada en criterios étnicos debe ser examinada más atentamente); consistencia (el estándar constitucional de igualdad no depende de la raza de aquellos que se puedan ver perjudicados o beneficiados por una clasificación pública determinada), y congruencia (cualquier persona, de cualquier raza, tiene el derecho de exigir que cualquier actor público justifique una diferencia racial bajo el criterio del más estricto escrutinio judicial). Son particularmente interesantes las opiniones de dos magistrados conservadores, Scalia y Thomas, que sugerían prohibir absolutamente las cuotas. A. Scalia afirma que el poder público nunca puede tener un «interés primordial» en discriminar racialmente para combatir la discriminación racial en la dirección opuesta. En nuestra Constitución —señala- «no hay algo así como acreedores y deudores raciales»; este concepto es ajeno al foco constitucional sobre el individuo. Discriminar racialmente, incluso con el propósito más benigno y admirable, es pensar de la misma manera que produjo la esclavitud y el odio racial. «A los ojos del gobierno, solo hay una raza aquí: los americanos». Por su parte, C. Thomas, un magistrado afroamericano, comparte la tesis de que no hay diferencias entre la discriminación racial basada en prejuicios racistas y la discriminación racial «benigna» dirigida a remediar la situación de las minorías étnicas. Él sostiene que las «discriminaciones benignas», las affirmative actions, son una excepción «paternalista» de la igualdad constitucional. El Gobierno no puede hacernos iguales, solo debe protegernos igualmente bajo la ley. Más aún. El paternalismo racial puede ser más «venenoso y pernicioso» que la discriminación negativa porque enseña que, a causa de crónicas y aparentemente inmutables desventajas, las minorías no pueden competir con el resto de la sociedad sin la indulgencia paternalista de la mayoría. Esto provoca sentimientos de superioridad en la mayoría y de resentimiento en la minoría. En definitiva, la discriminación racial «benigna» es tan nociva como las otras: ambas son, lisa y llanamente, discriminaciones prohibidas. No comparto ninguno de los dos enfoques. Desde luego, el modelo europeo no solo pone el foco en el individuo aislado, sino en su posición social. Configura un Estado social y democrático de derecho. No comparto la visión formal de la igualdad de Scalia. Al revés. El derecho no es neutro nunca: una solución jurídica idéntica para dos grupos sociales que se hallan, de hecho, en posiciones muy distintas, lo único que hace es consolidar y bendecir institucionalmente las desigualdades y las discriminaciones de todo tipo. Más sutil es la tesis de Thomas porque, en efecto, algunas medidas de acción y de discriminación positiva pueden ser paternalistas si no se contornean del modo adecuado. Pero su opinión me parece la típica de aquellos que «no devuelven el ascensor abajo después de haberlo usado». A mi juicio, hay una diferencia radical entre las discriminaciones negativas y aquellas medidas que, con mayor o menor fortuna, buscan superar una situación arraigada de discriminación. Por otro lado, las medidas de affirmative action no parecen provocar un sentimiento de superioridad en la mayoría, sino, más bien, de enfado de algunos de sus miembros por ver amenazada su posición de privilegio. |
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Algunas otras sentencias del Supremo han seguido invalidando programas de acción afirmativa: uno que tenía en cuenta la raza en la distribución de escolares en ciudades como Seattle y Louisville, Kentucky (Parents v. Seattle y Meredith v. Jefferson, de 28 de junio de 2006); otro que se refería a la política de ascensos del cuerpo de bomberos en New Haven (Ricci v. DeStefano, 29 de junio de 2009). También podemos citar en estrados a Schuette v. Coalition to defend affirmative action (22 de abril de 2014), en la que el Supremo federal sostiene la validez de la prohibición constitucional del estado de Michigan de los programas de acción afirmativa en la admisión de las universidades (aprobado por referéndum popular por una mayoría del 58 % de los votos como reacción, precisamente, a la sentencia Grutter v. Bollinger). Es interesante aquí el extenso voto discrepante de la Justice Sonia Sotomayor (al que se adhiere Ruth Ginsburg), que comparto, y que sostiene que la mayoría del electorado de Michigan cambia las reglas del juego político del estado a mitad de partido solo para perjudicar a las minorías raciales en el proceso político. |
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De consulta obligada es Bamforth et al. (2008) y Hepple, (2014). |
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Por cierto, con escaso rigor técnico. Más que ordenar, se amontonan los conceptos al por mayor. La ley estatal supone un avance innegable y nos ajusta, por fin, a Europa, pero es de factura técnica mejorable, como cuando, por ejemplo, repite el art. 6.5 en el art. 8; o respecto del catálogo de infracciones (es mucho más preciso el de la ley catalana); o al no tener carácter de ley orgánica; o al no incluir la discriminación por inteligencia artificial en el listado de motivos del art. 2.1, aunque luego se refiera a él en los arts. 3.1.o) y 23, entre otros muchos motivos. Ha hecho falta una lectura reflexiva final. ¿Cómo no recordar a Joubert (2009: 638): «Cuando se ha hecho una obra e incluso cuando está bien hecha en todas sus partes, queda algo muy difícil por hacer aún. ¿Qué? Poner por todas partes en su superficie un barniz de facilidad y un aire de placer que oculte y evite al lector todo el trabajo que nos hemos tomado». |
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Un nombre que suena horrible en castellano, por cierto, y que es poco preciso desde el punto de vista jurídico: el adjetivo «independiente» sobra porque según la normativa europea tiene que serlo sí o sí; la igualdad de trato y la no discriminación son expresiones idénticas: prefiero la de la igualdad de trato. |
Agencia Europea de Derechos Fundamentales y Tribunal Europeo de Derechos Humanos. (2018). Manual de legislación europea contra la discriminación. Luxemburgo: Agencia Europea de Derechos Fundamentales y Tribunal Europeo de Derechos Humanos. |
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Fraser, N. y Honneth, A. (2006). ¿Redistribución o Reconocimiento? Madrid: Morata y Fundación Paideia Galiza. |
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