En una entrevista que se publicó hace justo tres décadas en el diario La Nueva España, en concreto en la edición correspondiente al lunes día 28 de junio de 1993, Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, aludía a la gran tradición asturiana de pensamiento político que, desde Jovellanos, se mantuvo hasta la guerra civil, y en la que identificó como «último gran político asturiano de relieve» a Torcuato Fernández Miranda, con quien afirmaba no comulgar ideológicamente, pero que se encuadraba en esa tradición; también se lamentaba por el hecho que, en el momento en que se realizó la entrevista, a su juicio «en general, los políticos asturianos no se caracterizan por su perspicacia ni por su cultura», observación esta última, por cierto, cuya vigencia cabría extender al momento actual. Trece años más tarde, en el año 2006, Joaquín Varela publicó su ensayo Asturianos en la política española. Pensamiento y acción, que iniciaba apuntando una curiosa paradoja: «Si se tiene en cuenta lo exiguo de la población de Asturias en el conjunto de España, sorprende el nutrido contingente de asturianos que tuvieron una decisiva influencia en la política española», presencia destacada que asombra aún más de añadir a la anterior circunstancia el obstáculo que a nivel físico imponía en las comunicaciones la cordillera montañosa que separa las tierras asturianas del resto peninsular y que tardó mucho tiempo en superarse. Uno de los políticos asturianos que forma parte de esa tradición de pensamiento político asturiano es Adolfo Posada (quien da nombre al Instituto Asturiano de Administración Pública), una de cuyas obras, El sufragio, acaba de ver la luz en una magnífica edición dentro de la colección Clásicos Políticos del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, colección, por cierto, que durante el periodo 2007 a 2018 dirigió Joaquín Varela.
El sufragio no es, en realidad, una de las obras más conocidas ni más editadas de Adolfo Posada, lo cual es paradójico si se tiene en cuenta que, aun cuando en varias ocasiones se refiere a ella como «manual», al elaborarla prescindió de sesudas referencias a normas positivas o a doctrina científica con la finalidad de hacerla mucho más accesible. De la misma forma que el gran juez y profesor universitario Joseph Story extrajo de sus magnos Comentarios a la Constitución de los Estados Unidos una breve síntesis titulada Comentario abreviado a la Constitución de los Estados Unidos a fin de que pudiese no solo ser utilizada por personas ajenas al mundo del derecho, sino incluso servir como instrumento de educación cívica en las escuelas, Adolfo Posada optó en este breve trabajo por sacrificar erudición en aras de permitir una mayor accesibilidad del contenido. Lo cual no obsta para que, a lo largo de sus ciento cuarenta páginas consten evidencias más que suficientes para demostrar que Posada no solo estaba familiarizado con la doctrina científica de la época, sino con la normativa (constitucional y legal) de numerosos países europeos (mostrando un particular conocimiento del ordenamiento suizo) y del continente americano.
La edición de la obra que acaba de ver la luz en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, además de ser impecable desde el punto de vista formal (encuadernación en piel con su actual solapa verde, que desde hace un par de años ha sustituido a la tradicional marrón claro), cuenta entre sus puntos fuertes con el insuperable estudio preliminar elaborado por dos extraordinarios juristas asturianos, catedráticos ambos de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo, y que se reparten materialmente la tarea de aproximar al lector a la obra de Posada. Ignacio Fernández Sarasola, único discípulo directo de Joaquín Varela y una reputada autoridad en historia del constitucionalismo, cumple el objetivo de situar al lector en las coordenadas político-constitucionales del momento en que se publicó la obra de Posada, y así nos sumerge en el sistema constitucional erigido con la restauración borbónica y juridificado en la Constitución de 1876 (cuyas bases doctrinales y principios generales el profesor Sarasola condensa de forma magistral), así como en la ubicación doctrinal del pensamiento de Adolfo Posada, ubicado en el magisterio de Giner de los Ríos y, por tanto, heredero de su concepción política caracterizada tanto por defender una extensión del sufragio como por evolucionar hacia un parlamentarismo real que, junto a la representación popular, contase con una representación orgánica, aspecto este último que se deja sentir mínimamente en el capítulo XXII, titulado «La representación corporativa y de los intereses». Una vez situados en las coordenadas jurídico-constitucionales y en la base del pensamiento político de Adolfo Posada, Miguel Presno Linera (una de las autoridades de referencia inexcusable en el ámbito de los derechos fundamentales y en materia electoral) toma el relevo para ofrecer una visión de conjunto, sintetizando los seis grandes puntos que Posada aborda en las ciento cuarenta páginas de la obra: la noción de sufragio, sus funciones, la capacidad electoral, la emisión del voto, la organización del voto y su garantía.
Conviene llamar la atención del subtítulo de la obra porque en él se evidencian claramente las apoyaturas del autor a la hora de efectuar su particular análisis de la institución: «Según las teorías filosóficas y las principales legislaciones». Y es que El sufragio no pretende ofrecer un análisis jurídico del sistema electoral español, ni tan siquiera de una reflexión general acerca de las (escasísimas) previsiones que a la materia dedicaba la constitución entonces vigente, sino que pretendía efectuar una reflexión sobre un tema tan importante para un Estado de derecho como es la institución analizada, efectuada más desde la óptica política y sociológica que estrictamente jurídica. La obra se publicó en 1900, cuando todavía eran perceptibles los ecos de las voces que tras el desastre de 1898 clamaban por las responsabilidades y denunciaban los vicios del sistema español (impecable en la teoría, pero corrompido en la práctica por la «oligarquía y caciquismo» denunciada por Costa), a la vez que buscaba soluciones capaces de hacer evolucionar el sistema no hacia una democracia plena, sino hacia un sistema parlamentario real. Joaquín Costa denunciaba que las corruptelas electorales no eran una mera disfunción puntual, sino una característica sistémica; de ahí que con El sufragio el objetivo de Posada fuese, como bien se indica en el estudio preliminar, al amparo de un análisis de dicha figura buscar una solución que superase el falseamiento de los comicios que caracterizaron el régimen de la restauración y que no se superaron hasta la tercera década del siglo xx.
De entre el profuso análisis de Posada sobre el sufragio, hay un aspecto en el que quisiera incidir de forma especial, y es la ligazón que se efectúa entre la capacidad del elector y la concesión del derecho de sufragio, debido a que su ejercicio requiere una necesaria capacidad de reflexión que en ocasiones puede llevar al ciudadano deliberadamente a no ejercerlo tras ponderar las circunstancias en liza. Posada, al igual que su maestro Giner, tenía una profunda fe en la humanidad y en el desarrollo de la capacidad a través de la educación, en la que depositaba muchas esperanzas; de ahí que el ejercicio del sufragio no puede realizarse de forma irreflexiva o por azar, sino que, por ejercer una función decisiva, requiere una meditación profunda en su ejercicio. Valgan tres ejemplos muy concretos de esta ligazón inexcusable que, a juicio de Posada, se da entre sufragio y reflexión. En el capítulo XI, al referirse precisamente a la determinación de la capacidad electoral para ejercer el sufragio, Posada afirma: «Se trata de una operación harto más difícil de lo que parece: lo que el sufragio exige es capacidad intelectual y moral, y además exige que, quien lo haya de obtener, pueda reclamarlo en virtud del interés que realmente tiene en la obra política en que haya de manifestarse el sufragio». En segundo lugar, en el propio capítulo preliminar, donde ese vínculo se formula ya de manera expresa e inequívoca: «Creo que la doctrina del sufragio es, o debía ser, una de las partes esenciales de una buena educación cívica: en el acto de votar, mejor quizá, en el periodo preparatorio de ese acto, hay una serie de problemas de conducta que conviene, primero, que el ciudadano sepa que los hay, y segundo, que pueda resolverlos con criterio racional para obrar en consecuencia». El tercero y último, en el capítulo sexto, cuando al hablar del voto obligatorio, efectúa la siguiente reflexión que adquiere en los momentos actuales plena vigencia: «Además, si el elector legalmente capaz, es de hecho incapaz de votar, por cuanto no puede formarse idea de lo que el deber del voto significa ¿no es inmoral incitarle a votar sin conciencia y solo por el acicate de la pena? […] Si el elector —que quiero suponer plenamente capaz de hecho— no siente entusiasmo hacia la cosa pública, o bien si es pesimista, o, mejor aún, si por razones de cualquier índole, la política de su tiempo o de su pueblo le inspira desprecio o asco ¿por qué operación psicológica oscurísima va a influir la pena en su ánimo hasta el punto de hacerle ir a la urna de buena fe?» Tres botones de muestra que evidencian la conexión indisoluble que, a juicio de Posada, existe entre el reconocimiento y ejercicio del derecho de sufragio y la capacidad de reflexión y ejercicio del elector. Idea esta sobre la que conviene no perder de vista, máxime en unos tiempos como los actuales donde en el ejercicio del sufragio quizá prevalece más la pasión que la reflexión, el corazón sobre el cerebro.