Más que erudición, cultura. A esta categoría pertenece la última obra de los profesores Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes López. Es posible —y no infrecuente— saber mucho (erudición) sin ser culto. Culto solo es aquel saber que, en palabras de Max Scheler, «se halla perfectamente digerido; es un saber del que no se sabe ya en absoluto cómo fue adquirido, de dónde fue tomado»[1]. Y, en estos Clásicos del Derecho público (I). Biblioteca básica para estudiosos y curiosos, los catedráticos de la Universidad de León demuestran haber recepcionado perfectamente, hasta el punto de hacerlo propio, lo mejor del derecho público europeo entre los últimos años del siglo xix y los inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Con la excepción de los textos de Firmin Laferrière (1798-1861) y de Paul Laband (1838-1918), este libro es una antología de escritos clásicos del derecho público francés, alemán e italiano de autores que se desarrollan en ambientes muy distintos pero caracterizados por la crisis de los Parlamentos, habitados por arribistas incapaces, de la III República francesa, del Segundo Imperio alemán y la República de Weimar y de la Italia unificada. Más allá de esa coincidencia, las ocupaciones y preocupaciones de los autores de estos países son bastante divergentes. Mientras que los alemanes y los italianos ponen su pluma al servicio de la construcción de su Estado (Italia y Alemania se unifican entre 1870 y 1871), los franceses, con un Estado asentado desde hacía siglos, mayoritariamente se centran en cuestiones de detalle, pero sin duda importantes, como el Consejo de Estado o el acto administrativo. Mas esta obra también incluye, con carácter previo a la exposición de textos concretos, cuidadosamente seleccionados y extractados, una parte histórica que contextualiza la biografía de los autores cuyos escritos luego se reproducirán. Y es precisamente en esta parte histórica donde Sosa Wagner y Fuertes López demuestran haberse apropiado íntimamente de lo mejor de la tradición del jus publicum europaeum.
La obra está dividida en tres capítulos. Y, en lo que sigue, respetaremos esa estructura.
El capítulo primero está dedicado a Francia. Del país vecino cumple destacar un hecho que signa el derecho público francés desde la Revolución misma: la condición de masones de (muchos de) sus mejores juspublicistas. Charles-Jean Baptiste Bonnin (1772-1846), Ferdinand Larnaude (1853-1942) o el genial Gaston Jèze (1869-1953) son algunos de esos iniciados del derecho público previamente iniciados en las logias en cuestiones no tan públicas.
Los profesores franceses cuya biografía se bosqueja pueden dividirse en tres grandes grupos: administrativistas, constitucionalistas y aquellos otros que combinan ambas disciplinas.
Hasta la III República, el derecho constitucional brilla prácticamente por su ausencia en Francia. Con anterioridad, hubo excepciones como los Éléments de droit politique de Louis-Antoine Macarel en 1833 y el tratado de derecho constitucional y la cátedra de la misma disciplina en París de Pellegrino Rossi —quien, por cierto, fue asesinado por las sociedades secretas en el Vaticano en 1848 mientras ostentaba el cargo de ministro de Pío IX—. Pero lo cierto es que se desarrolló una fuerte oposición a la inclusión del derecho constitucional en las universidades. Pues, no sin razón, «se asimilaba la incorporación de los estudios de derecho constitucional a un caballo de Troya en cuya panza anidaba la política», evocan Sosa Wagner y Fuertes López. Ya en la III República, los gobernantes acuerdan la creación masiva de cátedras de derecho constitucional para que los profesores republicanos comprometidos proclamen las bondades del nuevo sistema desde las aulas. De este ambiente, brotarán dos autores esenciales: Maurice Hauriou (1856-1929) y Léon Duguit (1859-1928).
Distinta suerte corrió, empero, la enseñanza del derecho administrativo. Al calor del «derecho pretoriano» (Hauriou) emanado del Consejo de Estado fundado por Napoleón en 1799, pronto se escriben libros y tratados y la jurisprudencia del Consejo de Estado y la organización estatal se explican desde las cátedras universitarias. Los autores del libro resaltan algunos de estos administrativistas, como el ya citado Macarel, el barón de Gérando (1772-1842), Louis Marie Delahaye de Cormenin (1788-1868) o el «látigo del catolicismo, apóstol de la sociología [y] masón conspicuo», Charles-Jean Baptiste Bonnin.
Durante la III República, lo habitual es que los profesores se dediquen al derecho administrativo y al constitucional. Son juspublicistas y, en consecuencia, no entra en sus cabezas la partición del derecho público en esas dos ramas que, en nuestros días, se da por supuesta.
Maurice Hauriou y Léon Duguit han de enmarcarse entre esos profesores que lo mismo escribían sobre teoría del Estado y comentaban la Constitución o, más bien, conjunto de leyes constitucionales de la III República que centraban sus esfuerzos en el acto administrativo o los servicios públicos. Las páginas 36 a 48 de los Clásicos del derecho público (I) tratan la vida y la obra de estos dos autores galos.
«Hijos intelectuales de la III República, heridos los dos por la catástrofe frente a Prusia (1870)», Hauriou y Duguit superan la agregación en 1872. Mas los destinos de ambos serán muy distintos porque diversas son también sus personalidades. Hauriou es un profesor concienzudo y, como se revela en sus Principios de derecho público y constitucional, sobrio, poco amigo de invectivas, escrupuloso. Duguit es un innovador y, personalmente, un bon vivant. Pese a ser el número uno en la agregación, siempre le negarán a Hauriou la cátedra en París, teniendo que conformarse, desde un primer momento, con Toulouse. Duguit obtiene la sexta y última plaza en la agregación y, subsiguientemente, es destinado a Cean, primero, y a su Burdeos natal, donde puede disfrutar de los placeres vinícolas, más tarde. Sin perjuicio de las divergencias, ambos son liberales defensores del Estado republicano. Antes de la Gran Guerra, perciben que el Estado está mutando al expandirse a esferas antes a su margen, por lo que es menester constreñirlo. Para este cometido, Hauriou recurre a la compleja y, a nuestro juicio, poco concreta teoría de la institución inspirándose en las teorías tomistas. Pues pese a ser, según Schmitt, un «liberal autoritario, es decir, nacional liberal»[2], Hauriou confesará que no solo se nutre de Tomás de Aquino para sus «mejores inspiraciones», sino que extrae del Aquinate «la fórmula necesaria para no cometer groseros errores». Por su parte, Duguit, obnubilado por Durkheim, a quien conoce en Burdeos, incorpora el estudio sociológico al jurídico para limitar la acción del poderoso. Y, como veremos con Duguit, ambos defienden el control judicial de las leyes como freno a un Parlamento irresponsable compuesto por políticos amateurs e incapaces. Quizá por hastío hacia la política parlamentaria que se desplegaba en Francia y en el resto de Europa, Hauriou y Duguit no ven mal el arribo del Duce al poder; y, recuerdan Sosa Wagner y Fuertes López, «solo sus creencias liberales les impiden exteriorizar demasiado su comprensión hacia esta nueva forma de llegar al poder».
En la segunda parte del capítulo primero, se exponen textos de Firmin Laferrière, Édouard Laferrière, Adhémar Esmein, Maurice Hauriou, Léon Duguit, Gaston Jèze y Raymond Carré de Malberg.
El texto de Adhémar Esmein (1848-1813), perteneciente a sus Éléments de Droit constitutionnel (1896), es particularmente interesante. En tan solo dos páginas, Esmein compendia toda una tradición del derecho público francés según la cual «el Estado es la personificación jurídica de una nación». La nación no se reduce a los individuos, sino que tiene una voluntad propia y superior a las voluntades de los individuos que la componen. Desde la Revolución francesa, la nación es una autoridad que no comparte su poder con nadie ni reconoce superior alguno. Es una autoridad soberana. Internamente, Esmein expresa que la soberanía consiste en «el derecho a mandar a todos los ciudadanos que componen la nación, incluso a todos aquellos que residen en su territorio»; externamente, la soberanía es «el derecho de representar la nación o de comprometerla en sus relaciones con las otras naciones». Y el Estado es el sujeto que personifica a la nación; es quien le confiere unidad de acción. Ahora bien, la soberanía encarnada en el Estado es ejercida por hombres físicos concretos. Es decir, «hace falta que la soberanía, al lado de su titular perpetuo y ficticio [que es el Estado], tenga otro titular que actúa y en quien residirá el libre ejercicio de esta soberanía». Por lo que «determinar quién es tal soberano, es determinar la forma de Estado». El Estado podrá ser democrático o autocrático según el hombre físico que pilote la maquinaria estatal haya recibido un mandato directo del pueblo o no.
Asimismo, todo aquel curioso que se acerque a estos Clásicos del derecho público podrá advertir que el debate entre Carl Schmitt (1888-1985) y Hans Kelsen (1881-1973) en punto al defensor de la constitución se reproduce también en la III República francesa en las personas de Gaston Jèze y Léon Duguit. Hay ciertas coincidencias existenciales entre Duguit y Kelsen en esos años. El francés y el austríaco se conocen personalmente en el Institut International de Droit Public en 1928. En la reunión celebrada el 20 de octubre, Duguit ataca duramente a Kelsen. De un lado, considera que la teoría kelseniana es tan lógicamente perfecta como jurídicamente inane porque prescinde de la realidad social; de otro lado, piensa que la jurisdicción constitucional ideada por el austríaco sería «o inútil o muy peligrosa porque se transformaría en una tercera —o primera— Asamblea política». De lo primero, Kelsen se defiende explicando a Duguit su teoría normativa; en cuanto a la existencia de una jurisdicción que anule las leyes contrarias al código político, invoca la experiencia austríaca como ejemplo, pues «no ha provocado críticas serias» y, añade, «el sistema ha dado resultados muy satisfactorios»[3]. Poco tiempo después, Kelsen tendrá que engullirse esas palabras.
La distancia entre el francés y el austríaco parece enorme. Entonces, ¿por qué hemos dicho que sus vidas se semejan durante esos años? Porque, como podrá comprobar el lector de los Clásicos, atacar las posiciones de Duguit y de Kelsen era requisito sine qua non para hacer carrera en Francia y Alemania, respectivamente. Hauriou, Jèze o Carré de Malberg tendrán a Duguit en su punto de mira, lo mismo que Triepel, Heller, Schmitt o Smend tendrán a Kelsen en el suyo. Pero, además, hay una segunda razón que identifica a Duguit y Kelsen. A saber, no obstante la crítica al austríaco en 1928, en su Manual de derecho constitucional publicado algunos años antes, Duguit aboga por el control judicial de las leyes. Afirma que «es incontestable» que los jueces deben aplicar las leyes, mas «deben aplicar tanto las leyes constitucionales como las ordinarias». Y, por ende, «si hay una contradicción entre la ley ordinaria y la ley constitucional, es esta la que debe prevalecer, puesto que es la ley superior, y es ella, solamente ella, la que los tribunales deben aplicar». Porque si los jueces aplican leyes anticonstitucionales, «equivale a decir que pueden violar la constitución, lo que no es admisible». Y, de igual modo que Schmitt escribirá contra Kelsen denunciando el carácter político de la «aristocracia de la toga» propugnada por el austríaco[4], Jèze irá contra Duguit. Hauriou definía a su discípulo Jèze como «el enfant terrible de la escuela, y que posee una fuerza analítica indiscutible unida a una cierta franqueza abrupta, rayana en la imprudencia». El extracto de la tercera edición de los Principios generales del derecho administrativo (1925) publicado en estos Clásicos devela que, en efecto, Hauriou tenía razón. Entre otras cuestiones, Jèze carga contra el control judicial de las leyes propuesto por Duguit. Algunos años antes de que Schmitt publique Der Hüter der Verfassung (1931), Jèze ya arguye que otorgar a los jueces la capacidad de controlar la constitucionalidad de las leyes es «muy peligroso», ya que, amparándose en «principios generales, más o menos vagos», los jueces podrían rechazar una ley que no les gustase, «so pretexto de que ella atenta gravemente contra este principio o aun lo hace desaparecer». Así considerados, los jueces pasarían a ser una tercera Cámara con poder para anular las decisiones, de carácter social o fiscal, aprobadas por un Parlamento democrático. Mas el Judicial no es un poder político sino jurídico, por lo que los jueces no deben tener competencias para anular decisiones políticas. Por el contrario, si se les confiere esa potestad, ello «conduciría a un aplastamiento de los jueces, al descrédito de los tribunales, a una nueva disminución del prestigio y de la independencia necesarios de los cuerpos jurisdiccionales. Esto constituiría un verdadero desastre. ¡Que se evite este baldón a los tribunales franceses!», concluye Jèze. Vemos, así, que la disputa Schmitt-Kelsen en Alemania fue, pocos años antes, el debate Duguit-Jèze en Francia.
El segundo capítulo nos adentra en el pensamiento germánico (alemán y austríaco). Estas páginas han de ser completadas con Maestros alemanes del derecho público (2005), Juristas y enseñanzas alemanas (I): 1945-1975. Con lecciones para la España actual (2013) y Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico. Montgelas: el liberalismo incipiente (2020). En estas obras, uno de los autores de los Clásicos, el profesor Sosa Wagner, nos explica detenidamente la historia y el pensamiento alemanes desde la formación y disolución del Sacro Imperio hasta 1975.
Sin perjuicio de lo anterior, la parte germana de la presente obra es interesante por diversas razones. La principal es que se detallan los más acuciantes debates jurídico-políticos posteriores a la unificación alemana (1871). Por ejemplo, se explica la personalidad jurídica del Estado desde Wilhelm Eduard Albrecht (1800-1876) hasta Georg Jellinek (1851-1911), los derechos fundamentales como derechos del individuo frente a la legislación estatal y los derechos subjetivos como salvaguardia del individuo frente a la Administración, la diferencia entre ley y reglamento, la distinción entre ley en sentido formal y ley en sentido material o Weimar y sus principales discusiones. Y a la República de Weimar, por su actualidad, merece la pena dedicar algunas palabras.
Sosa Wagner y Fuertes López rememoran que, caído el Segundo Imperio alemán a consecuencia de la Gran Guerra, los profesores alemanes aceptan el nuevo sistema con más o menos entusiasmo. Se ponen al servicio de la naciente república para edificar un sólido sistema jurídico y defenderlo de sus enemigos, que brotaban por todos lados. Mas el problema de Weimar no era su Constitución de 1919 que, como decimos, ellos aceptan. El gran inconveniente era el infamante Tratado de Versalles (1919), que condenaba a Alemania como culpable única de la guerra. Este tratado, comentan los autores, «fue aceptado a regañadientes por algunos, por casi todos íntimamente rechazado como abominable». Sea como fuere, en medio de la modestia material más absoluta corolario de las sanciones económicas impuestas a Alemania en Versalles, los juspublicistas crean la Asociación Alemana de Profesores de Derecho Público (Vereinigung der deutschen Staatsrechtslehrer) en 1922. En las reuniones de la Asociación se discuten, con un rigor prácticamente inigualable, las principales cuestiones de aquellos tiempos (muchas siguen vigentes en los nuestros): los poderes extraordinarios del presidente (1924), el positivismo vs. el antipositivismo (1926), el concepto de ley (1927), la jurisdicción constitucional (1928), etc. Debido a la mala situación de la república, las reuniones se cancelan en 1930 y en 1933. La situación era compleja, «de una delicadeza extrema», por lo que Anschütz ya no ve utilidad alguna en las reuniones: Kelsen había sido expulsado de su cátedra en Colonia y a otros los habían «jubilado» forzosamente. Tras la llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933, los profesores convertidos a la nueva religión nazi —entre ellos, Carl Schmitt— pretenden que la Asociación se ponga al servicio del partido, lo que Triepel impide. Habrá que esperar a 1949 para que las reuniones se reanuden.
Weimar terminó mal, culminó en el adolfato. Mas los profesores no fueron enemigos acérrimos de la república o, al menos, no lo fueron cuando esta echó a andar. En palabras de los autores de los Clásicos: «Los profesores de derecho público se sienten republicanos, no añoran la monarquía, salvo excepciones más bien pintorescas, defienden al Estado pero al existente le formulan graves reparos y, por esta vía, que busca la superación de una situación a todas luces insatisfactoria, se van ahondando las diferencias entre ellos, bien perceptibles en las discusiones de la Vereinigung, de manera que las posiciones moderadas y liberales serán puestas en cuestión (especialmente las de la corriente positivista) por voces claramente antidemocráticas, que culminarían en el período nazi».
Lo extravagante de Weimar radicó en que la defendieron vehementemente de sus enemigos quienes la veían con menor entusiasmo, al tiempo que sus grandes adalides admitían la revolución desde el poder. Esto se ve diáfano en Legalität und Legitimität (1932). En esta obra, Carl Schmitt se opone el liberal Gerhard Anschütz (1967-1948). Anschütz argumenta que, alcanzada la mayoría de dos tercios prevista para reformar la Constitución de 1919, es posible acabar con el sistema siempre que se sigan los procedimientos establecidos en el texto constitucional. Frente a esto, Schmitt estipula que ni una mayoría del cien por cien puede derribar la Constitución por la vía de la reforma, pues «la Constitución pone de relieve determinados contenidos axiológicos» y «que hay también ciertas instituciones sagradas»[5]. Anschütz, sigue Schmitt, «ofrece una vía legal para la supresión de la propia legalidad, de manera que en su neutralidad llega hasta el suicidio»[6]. En cambio, el Maquiavelo alemán, como cree que no es posible suprimir ciertos contenidos por la vía de la reforma, acuerda que los partidos que quieran acabar con el código político (nazis y comunistas) han de ser ilegalizados. Porque algunos derechos consagrados en la segunda parte de la Constitución de Weimar son «inviolables» y, consecuentemente, «violar intereses que la misma Constitución declara inviolables no puede ser nunca una competencia normal, establecida con arreglo a la Constitución»[7]. Con este ejemplo, como resumen Sosa Wagner y Fuertes López, vemos que «los autores más liberales admitían la “revolución” o el “golpe de Estado” por medios legales mientras que los más conservadores defendieron la existencia de límites infranqueables para el legislador». He aquí la gran paradoja de Weimar.
En la segunda parte del capítulo segundo, Sosa Wagner y Fuertes López seleccionan y extractan textos de Paul Laband, Otto Mayer, Georg Jellinek, Heinrich Triepel, Rudolf Smend, Hans Kelsen y Carl Schmitt.
Debemos hacer alusión a la parte de Jellinek. Se trata de poco más de veinticinco páginas (pp. 206-232) en las que se exponen partes inmortales de esa genial obra del espíritu que es la Teoría general del Estado (1900). De un lado, Jellinek nos recuerda la relación entre Estado y derecho. El derecho es un medio muy menesteroso que «jamás alcanza extensión bastante para poder resolver los profundos conflictos entre poderes dentro del Estado». En los momentos críticos de la vida estatal, el derecho no podrá solventarlos. Por ello, la posibilidad de las revoluciones, ya «sean llevadas a cabo por los gobernantes o por los gobernados», jamás puede ser evitadas por el derecho. Sabia lección plenamente actual. De otro lado, Jellinek aclara su idea de la soberanía estatal. La soberanía, señala, es siempre una, «no puede dividirse». Esto se traduce en que, externamente, el Estado no está sometido a nadie e, internamente, el Estado se afirma, como unidad, frente a todos los grupos. Por lo tanto, «no hay ninguna soberanía dividida, fragmentaria, disminuida, limitada, relativa». Si, por ejemplo, se acepta que el arbitraje de un tercero extraestatal resuelva los conflictos internos de un Estado, este deja de ser soberano; será soberano, externamente, el árbitro e, internamente, el grupo conflictivo se pondrá en pie de igualdad con el Estado, que, de esta forma, tampoco es soberano ad intra. He aquí la actualidad de Jellinek.
En el tercer capítulo se desarrolla la historia italiana desde la unificación hasta la llegada de Mussolini al poder y se relatan los haceres y quereres de los principales juspublicistas.
Los profesores Sosa Wagner y Fuertes López sintetizan en cinco páginas (pp. 275-279) el dificultoso proceso de unificación italiano comenzado en el Reino de Piamonte-Cerdeña y protagonizado por el rey Vittorio Emanuele II (1820-1878), su presidente del Consejo de Ministros el conde de Cavour (1810-1861) y el aventurero Giusseppe Garibaldi (1807-1882). Proceso que solo concluiría tras la conquista de Roma el 20 de septiembre de 1870 y la instauración de la capitalidad italiana en la ciudad eterna en enero de 1871. El Estado liberal, pues, había vencido.
Sin embargo, recapitulan los autores, «Italia unificada no quería decir Italia unida. Mucho menos Italia próspera». Era un sistema político exangüe, unificado en muy poco tiempo, con grandes diferencias entre el norte y el sur, que llegan hasta nuestros días, y «con una industria en la edad de la dentición». El liberalismo decimonónico moderado y la extensión del venerable Estatuto Albertino (1848) a los nuevos parajes no consiguen dotar a Italia de un sentido y discurso nacionales. Además, pronto aparece la corrupción de unas élites políticas mediocres cuyo único anhelo era la repartición de favores en la Cámara de representación dizque nacional. Los autores de los Clásicos narran que el Parlamento italiano era (¿y sigue siendo?) el «epicentro de los males de una clase política compuesta en su mayor parte por individuos de vuelo gallináceo, atentos a distribuir prebendas entre sus allegados o los paisanos del pueblo». La corrupción salpica incluso a los primeros ministros Franceso Crispi (1818-1901) y Giovanni Giolitti (1842-1928).
Giolitti, presidente del Consejo de Ministros varias veces entre 1892-1921, sí logra modernizar Italia. Empero, estalla la Primera Guerra Mundial. Italia se une al bando que resulta vencedor, mas no obtiene beneficio alguno. «Vittoria mutilata», exclama Gabriele D’Annunzio en 1918. Por ello, sin solución de continuidad a la guerra, se produce el «bienio rosso» (1919-1920), que paraliza la producción y fanatiza al pueblo. «Italia —finalizan Sosa Wagner y Fuertes López— es escenario de conflictos generalizados de trabajadores y campesinos, ocupaciones de fábricas y de huelgas más la revuelta de los bersaglieri en Ancona y otras ciudades. Antonio Gramsci experimentaba, por su cuenta, con los “consejos de fábrica”, base de una nueva concepción del Estado». El Estado liberal entra en coma. Y así se llega a octubre de 1922, cuando el Duce del fascismo es nombrado Capo del Governo d’Italia.
En medio de los sucesos relatados, al calor de la extensión del ordenamiento jurídico de Piamonte-Cerdeña a los nuevos lugares, las bases de un derecho público italiano se van sentando. Y, entre los juspublicistas del país de Dante, hay un nombre descuella sobre todos: Vittorio Emanuele Orlando (1860-1952).
Eminente liberal y masón, Orlando ostenta el derecho de primogenitura del derecho público italiano. Desde bien joven, empapado en la doctrina francesa, Orlando manifiesta que el Estado es la personalidad jurídica de la nación, que el Estado es el soberano, no al pueblo, y que, como solo el Estado es soberano, no puede haber distintos poderes. Orlando declara que el Estado es «un organismo, sui generis, en el cual todas las partes están conectadas, todas las funciones coordinadas hasta fundirse en una gran unidad». Ergo, no puede haber separación, sino cooperación de poderes; lo único que hay es «diversidad de funciones y diversidad de órganos, unas y otras asumidas en el principio de unidad del Estado». Dixit. Orlando postula un Estado fuerte, con la burguesía al mando, que modernice Italia. Contrario a ese Estado fuerte es la existencia de penosas transacciones en un Parlamento copado por élites políticas mediocres y sin formación. Por este motivo, Orlando carga sus tintas contra esas élites partidarias. Pero, según Sosa Wagner y Fuertes López, «Orlando y sus compañeros universitarios no hacían sino reflejar en sus escritos académicos, con referencias cultas y foráneas, lo que escribían decenas de periodistas todos los días en los periódicos acerca del espectáculo que ofrecía el Parlamento, sobre la necesidad de un Gobierno firme o sobre el refuerzo del poder del rey a quien se llamaba a infundir unidad a un cuerpo social peligrosamente disperso».
En la segunda parte de este tercer y último capítulo, se extractan escritos de Orlando, donde arremete contra la separación de poderes y propugna un Estado fuerte, al tiempo que vislumbra un nuevo nomos de la tierra tras la Segunda Guerra Mundial, de Santi Romano, de Oreste Ranelleti, de Federico Cammeo, judío profascista, «y probablemente masón», que acabó apartado de su cátedra por las leyes racistas de 1938 y que, previamente, había edificado jurídicamente la Ciudad del Vaticano por encargo del papa Pío XI, y de Guido Zanobini, único de los autores tratados que se opuso abiertamente al fascismo, quien dejó reflexiones imperecederas sobre el acto administrativo.
En las páginas consagradas a los textos de Santi Romano (pp. 326-342), el lector hallará la teoría de la institución de este siciliano nacido en 1875 y muerto en 1947, que llegó a presidente del Consejo de Estado en la etapa mussoliniana. La referida teoría, al igual que la de Hauriou, es poco comprensible y menos aún concreta. «Cada ordenamiento jurídico es una institución e, inversamente, toda institución es un ordenamiento jurídico», reza una máxima de Romano. Palabras tan rimbombantes como carentes de sustancia y concreción. Parece mentira que el mismo autor, en otro lugar también referenciado en los Clásicos, diga que «al enunciar un concepto, al enunciar un principio, al delinear un instituto, es necesario ser exactos y precisos, pero la exactitud y la precisión exigen que no se torne rígido lo que es flexible, ni sólido lo que es fluido» o que «ocurre frecuentemente que el análisis insistente, llevado a cabo sin una dirección precisa, prolongado hasta el infinito, enturbia los conceptos más simples y elementales, transformándolos de axiomas en problemas inexistentes, y haciendo el análisis artificioso y aberrante en la sustancia y burdo y afectado en la forma». Sin duda, sabias palabras que, a nuestro juicio, debería haber aplicado a su teoría de la institución.
Los autores de estos Clásicos del derecho público (I). Biblioteca básica para estudiosos y curiosos que hemos comentado aseguran en el preludio que la obra no tiene mayor pretensión que la de ser un «modesto canon jurídico-político». Creemos que lo consigue con creces. Estamos ante un libro esencial: culto, escrito con prosa limpia y perfectamente seleccionados sus textos. Es una obra cuya lectura constituye todo un rito de iniciación, aunque también resultará útil a los iniciados, en los arcanos de la ciencia del jus publicum europaeum.
[1] |
Scheler, M. El saber y la cultura, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1960, p. 47. |
[2] |
Schmitt, C. Glossarium. Anotaciones desde 1947 hasta 1958, El Paseo, Sevilla, 2021, p. 43. |
[3] |
García Belaunde, D. «Kelsen en París: una ronda en torno al “modelo concentrado”», Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 13, 2009, p. 330. |
[4] |
Schmitt, C. El defensor de la Constitución, La polémica Schmitt/Kelsen sobre la justicia constitucional, Tecnos, Madrid, 2018. |
[5] |
Schmitt, C. Legalidad y legitimidad, Aguilar, Madrid, 1971, p. 71 |
[6] |
Ibid., p. 75. |
[7] |
Ibid, p. 80. |