RESUMEN

El trabajo analiza la producción legislativa de las instituciones centrales del Estado en el período 1979-‍2023. Cuantifica sus dimensiones y su acusada volatilidad, deduciendo de estos rasgos algunas tendencias del comportamiento de la clase política y del funcionamiento del sistema constitucional.

Palabras clave: Ley; decreto ley; decreto legislativo; modificaciones legislativas; leyes ómnibus.

ABSTRACT

The work analyzes the legislative production of the State’s central institutions from 1979-‍2023. It quantifies the dimensions and pronounced volatility thereof, deducing from these characteristics determined trends in the behavior of the political class and the functioning of the constitutional system.

Keywords: Law; decree law; legislative decree; legislative amendments; omnibus legislation.

Cómo citar este artículo / Citation: Santamaría Pastor, J. A. (2024). Sobre la legislación estatal del siglo xxi: una aproximación cuantitativa. Revista Española de Derecho Constitucional, 130, 13-‍47. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.130.01

I. EL PROBLEMA[Subir]

La elaboración teórica de las que el artículo 1.º del Código Civil continúa llamando «fuentes del ordenamiento jurídico español» ha sido una de las más notables que la doctrina española del derecho público ha construido en el último medio siglo. Vista desde una perspectiva histórica, se trata de un corpus doctrinal de una solidez y sofisticación sin precedentes, que ha dejado muy en la estacada a las clásicas construcciones del derecho civil, y cuyo rasgo característico ha sido el predominio de una (imprescindible) metodología exclusivamente jurídica y analítica, centrada preferentemente en el estudio de cada uno de los tipos de normas integrantes del ordenamiento jurídico, y de sus relaciones.

Desde los años finales del pasado siglo, sin embargo, a esta perspectiva metodológica se ha sumado una preocupación por algunos rasgos disfuncionales que ha ido adquiriendo el ordenamiento, en dos aspectos: de una parte, las graves y crecientes deficiencias que ofrecen las normas escritas en su coherencia interna, su desorden temático, su dificultad de comprensión y su desajuste con las realidades sociales y económicas que pretendían regular, y, de otra, las dimensiones crecientes e inasimilables del conjunto del sistema normativo. La primera de estas disfunciones ha generado una abundante bibliografía de técnica legislativa[2], similar a la aparecida en otros países, cuyo objetivo se ha centrado en la consecución de una mejora en la calidad interna de las normas jurídicas. La segunda, una serie de aportaciones en las que se expresa el desasosiego del estamento de los juristas —principalmente jueces y abogados— ante el volumen, el desorden, la irracionalidad y la extrema movilidad de la producción legislativa, que ocasiona dificultades mayúsculas en su accesibilidad; incluso en la tarea primaria de identificar la norma aplicable a cada caso[3].

El presente estudio responde a la segunda de estas preocupaciones. Persigue, primariamente, objetivar el alcance de estas denuncias aportando algunas mediciones acerca del volumen real y la movilidad del ordenamiento en las últimas décadas de nuestra historia, en la línea de dos importantes publicaciones[4]. No pretende valorar el contenido material de las disposiciones que integran el ordenamiento jurídico, sino poner sobre la mesa un conjunto de datos referidos a sus características externas y formales: trata, en suma, de contemplar ese ordenamiento como un hecho bruto susceptible de cuantificación y de observación puramente externa, desde una perspectiva no jurídica, sino, dicho un tanto pretenciosamente, politológica.

Cuantificar estos fenómenos podría ser considerado una tarea de escasa o nula utilidad, pero no creo que sea así. De una parte, de los datos que se expondrán se deducen naturalmente algunas relevantes pautas tendenciales del comportamiento de nuestra clase política y del funcionamiento del sistema constitucional, que solo esporádicamente han sido aludidas en la doctrina. Y, de otra, tales datos pueden ayudar a ponderar el impacto que las dimensiones y la inestabilidad del ordenamiento poseen sobre el sistema económico. Desde los años ochenta del pasado siglo, con los trabajos pioneros de Douglass C. North, la ciencia económica comenzó a poner de relieve que la regulación, la normación vigente en un país, es un elemento condicionante del desarrollo y crecimiento de la economía; que, si bien la regulación ayuda a los ciudadanos y a las empresas a disminuir su incertidumbre y a reducir sus costes de transacción, supliendo las posibles faltas de información en el mercado, también una normativa excesivamente nutrida o deficiente genera más costes de transacción para los ciudadanos y las empresas, en vez de reducirlos[5].

Es casi ocioso advertir, por fin, que este análisis no puede pretender ser completo: el examen de la totalidad de normas escritas que integran nuestro ordenamiento solo podría ser abordado con unos medios físicos y personales muy superiores a los que están a disposición de un investigador individual. He reducido el análisis al conjunto de leyes (normas con rango de ley) dictadas por las instituciones centrales de nuestro Estado (Cortes Generales y Gobierno) desde la aprobación de la vigente Constitución hasta el año 2023; un cúmulo de volumen muy inferior, sin duda, al que suponen las disposiciones reglamentarias del propio Estado, las normas legales y reglamentarias de las comunidades autónomas y de las entidades locales, y las normas provenientes de las instituciones de la Unión Europea, pero que me parece suficientemente significativo, porque las tendencias y disfunciones que se observan en la legislación estatal se reproducen miméticamente en los demás sectores del ordenamiento.

Son dos las cuestiones a las que se refiere este estudio, ambas igualmente relevantes. De una parte, las dimensiones de ese sector del ordenamiento; de otra, su movilidad o volatilidad.

II. DIMENSIONES[Subir]

Son bien conocidas las quejas que se escuchan hoy en todas las profesiones jurídicas acerca de las dimensiones que ha adquirido el ordenamiento jurídico, que ha sido calificado de gigantesco, desmesurado, elefantiásico y, por tanto, inasequible para cualquier cerebro humano. Pero, sin perjuicio de su acierto, estas calificaciones no son suficientes ni adecuadas para medir la magnitud del problema: para ello es necesario cuantificar. ¿Cómo es de grande el ordenamiento?

Esta pregunta suele formularse, en el terreno coloquial, de manera muy simple y directa: cuántas leyes hay en vigor en España en el momento actual, se pregunta la gente. Con la típica falta de rigor que nos caracteriza en ocasiones a los juristas, algunos han respondido a ojo, aventurando cifras muy abultadas (para algunos ascienden a doscientas o trescientas mil). Algún autor ajeno al mundo jurídico (Juan Mora-Sanguinetti, economista del Banco de España) se ha atrevido incluso a lanzar una cifra sumamente precisa, referida a la totalidad del ordenamiento jurídico: a su juicio, en el período comprendido entre 1979 y 2021, el conjunto de las instituciones públicas españolas aprobó exactamente 411 804 normas nuevas, cifra que comprende las disposiciones de rango reglamentario (‍Mora-Sanguinetti, 2022). No voy a discutir esa cifra, porque el autor no indica sus fuentes ni su método de cálculo. Pero, con todo respeto, me permito dudar de su fiabilidad, no solo porque un cálculo de tal exactitud requeriría una investigación analítica de una minuciosidad difícilmente alcanzable, sino porque es dudoso que todas las disposiciones que se han publicado en la sección primera del Boletín Oficial del Estado tengan naturaleza normativa. La realidad impone un objetivo mucho más modesto y asequible, que consiste en saber cuántas leyes (estatales) se han dictado a lo largo de un determinado período histórico.

1. Número de leyes[Subir]

Las tablas 1 a 3 contienen la relación desagregada de los diferentes tipos de norma con rango de ley que han sido dictadas por las instituciones centrales del Estado español en el período 1979-‍2000 (tabla 1) y en el siguiente 2001-‍2023 (tabla 2). En el primero de ellos, dichas instituciones dictaron un total de 1460 normas con rango de ley; en el siguiente, de 2001 hasta nuestros días, un número algo menor, 1223. Desde el momento de aprobación de la Constitución, pues, el ordenamiento jurídico español ha crecido en 2684 leyes estatales, a razón de 59,6 leyes por año.

Tabla 1.

Leyes 1979-‍2000

Leyes Leyes org. Dec. leyes Dec. leg. Total leyes Total págs. Media págs.
1979 45 4 22 1 72 285 3,9
1980 83 13 16 3 115 342 2,9
1981 50 8 19 1 78 261 3,3
1982 53 13 26 0 92 205 2,2
1983 46 14 9 0 69 324 4,6
1984 53 10 15 0 78 246 3,1
1985 51 14 8 1 74 403 5,4
1986 25 4 3 16 48 198 4,1
1987 34 7 7 1 49 279 5,6
1988 44 7 7 1 59 368 6,2
1989 20 3 7 1 31 219 7
1990 31 1 6 3 41 320 7,8
1991 31 13 5 1 50 225 4,5
1992 39 10 6 1 56 418 7,4
1993 23 0 22 1 46 239 5,1
1994 43 20 13 2 78 535 6,8
1995 44 16 12 2 74 689 9,3
1996 14 5 17 1 37 410 11
1997 66 6 29 0 101 574 5,6
1998 50 11 20 0 81 794 9,8
1999 55 15 22 1 93 979 10,5
2000 14 9 10 5 38 1115 29,3
Total 914 203 301 42 1460 9428

Tabla 2.

Leyes 2001-‍2023

Leyes Leyes org. Dec. leyes Dec. leg. Total leyes Total págs. Media págs.
2001 26 7 16 1 50 765 15,3
2002 53 10 10 1 74 947 12,9
2003 62 20 7 0 89 2461 27,6
2004 4 3 11 6 24 828 34,5
2005 28 6 16 0 50 381 7,6
2006 44 8 13 0 65 1334 20,5
2007 56 16 11 2 85 2297 27
2008 4 2 10 2 18 421 23,3
2009 26 3 14 0 43 1133 26,3
2010 44 9 14 1 68 1632 24
2011 38 12 20 3 73 2108 28,8
2012 17 8 29 0 54 1601 29,6
2013 27 9 17 1 54 2115 39,1
2014 36 8 17 0 61 2820 46,2
2015 48 16 12 8 84 4533 53,9
2016 0 2 7 1 10 107 10,7
2017 12 1 21 0 34 1313 38,6
2018 11 5 28 0 44 1746 39,6
2019 5 3 18 0 26 451 17,3
2020 11 3 39 1 54 2509 46,4
2021 22 11 32 0 65 2557 39,3
2022 39 15 20 0 74 3272 44,2
2023 13 4 8 0 25 1667 66,6
Total 626 181 390 27 1224 38998

Tabla 3.

Leyes 1979-‍2023

Leyes Leyes org. Dec. leyes Dec. leg. Total leyes Total págs.
1979-2000 914 203 301 42 1460 9428
2001-2023 626 181 390 27 1224 38998
Total 1540 384 691 69 2684 48426

2. Volumen físico de las leyes[Subir]

Esta cifra se halla muy alejada de las imaginarias que antes mencioné, pero no significa que no sea enorme y preocupante; aunque, desde la perspectiva que interesa (la de la accesibilidad), no es demasiado significativa. Podría pensarse que dos mil y pico leyes para un período de cerca de medio siglo no es un número excesivo; muchos de nosotros tenemos en nuestras bibliotecas una cantidad superior de libros, y guardamos noticia y recuerdo global de todos ellos (o de casi todos). La cuestión es la masa de información que suma el contenido de dichas leyes; gráficamente, el número de páginas que ocupan. El resultado figura en la sexta columna de las tablas 1 y 2, cuya suma arroja la nada despreciable cifra de 48 426 páginas de Boletín (9428 del período 1979-‍2000 y 38 998 del período 2001-‍2023). Dicho visualmente, desde la Constitución, el ordenamiento jurídico estatal ha «engordado» en cuarenta y ocho tomos de mil páginas cada uno, una montaña de normas que parece desafiar cualquier capacidad de retentiva.

Las dimensiones físicas, tangibles, de este ordenamiento revelan también dos datos para resaltar. El primero de ellos es la línea de crecimiento histórico del volumen físico anual que suponen estas leyes, de la que da cuenta la tabla 4.

Tabla 4.

N.º total de páginas (leyes/año)

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Esta tabla refleja, como puede apreciarse, la evolución que ha experimentado el número total de páginas que ocupan las leyes promulgadas cada año, el cual, como se aprecia en las tablas 1 y 2, ha sufrido un incremento espectacular: el número de páginas de las leyes dictadas en el período de 1979 a 2000 rara vez excedió del medio millar; esta cota se superó el último año de este período, el año 2000, y se disparó a lo largo del segundo, salvo en los años de celebración de elecciones generales, en los que el largo período que media desde la convocatoria a la toma de posesión del nuevo Gobierno provoca una disminución drástica de la actividad legislativa. Resulta notable, por ejemplo, que en 1985, segundo año del Gobierno de González Márquez, las 74 leyes que se dictaron ocuparon solamente 403 páginas, y que en 2022 (bajo el Gobierno de Sánchez Pérez-Castejón), un idéntico número de leyes consumió 3272 páginas, cerca de diez veces más. Aunque parezca paradójico, aunque el número de leyes aprobadas descendió del primer al segundo período, su volumen físico aumentó.

Ello se explica, obviamente, por la diferente dimensión física de cada una de las leyes: lo que el BOE nos muestra, y he intentado reflejar en la tabla 4, es que esta dimensión ha ido creciendo también de modo incesante con el tiempo, de manera semejante al fenómeno de obesidad que sufren muchos países desarrollados. Para expresarlo más gráficamente, me he permitido fijar un módulo límite de admisibilidad (al que luego me referiré), el de cuarenta páginas por ley, y he podido comprobar que, en el período de 1979 a 2000, el número de leyes que supera ese módulo fue solo de 43, pero, de 2001 hasta la fecha, este número se dispara, alcanzando las 207. Su evolución se refleja en la tabla 5.

Tabla 5.

Leyes con n.º de páginas > 40

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Y, entre las leyes de este segundo período, encontramos textos que bien podrían calificarse de faraónicos: por ejemplo, el Real Decreto Ley 6/2023 (de medidas urgentes para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en materia de servicio público de justicia, función pública, régimen local y mecenazgo) ocupa 170 páginas; el Real Decreto Ley 8/2014 (de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia), 172; la Ley 13/2009 (para la implantación de la nueva Oficina judicial), 191; el Real Decreto Ley 5/2023, 205; el Real Decreto Legislativo 8/2015 (que aprobó el Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social), 229, y la Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público, 294; el récord, no obstante, lo conserva la Ley 35/2005, de valoración de los daños causados a las personas en accidentes de circulación, cuyo texto suma 507 páginas del diario oficial. Dejo a un lado las leyes de Presupuestos Generales del Estado, que tienden a ser, con frecuencia, las de mayor dimensión (la Ley 31/2022, de Presupuestos para 2023, tiene 807 páginas).

Este dato dista mucho de ser trivial. Afecta a la posibilidad real de conocimiento y, por tanto, a la aplicabilidad práctica con carácter general de las normas, porque la magnitud física considerable de una disposición supone, de hecho, un obstáculo para su lectura y aprendizaje por parte de quienes han de observarla o ejecutarla. La lectura de cualquier ley es dura y aburrida, porque su áspera literatura burocrática no incita a ello; pero leer con detenimiento y tratar de aprehender el contenido de una de largas dimensiones exige una considerable capacidad de concentración y sacrificio, que no está al alcance de muchas personas; es inevitable que la lectura se interrumpa con frecuencia, temporal o definitivamente. He hablado de cuarenta páginas porque son las que he comprobado ser capaz de leer, valorar y estudiar a lo largo de una jornada de trabajo antes de incurrir en desaliento y abandono. Y esta dificultad de captación es cada vez más acusada en las generaciones más jóvenes, cuya capacidad de concentración se encuentra cada día más limitada por el abuso de la escritura sintética, por llamarla así, que se emplea en las redes sociales. Pedirle hoy a un abogado joven que lea y se aprenda una ley de cuarenta o más páginas es un encargo que en muy pocos casos será cumplido con éxito.

Consecuencia: estas leyes mastodónticas, que bien podrían hallarse en la biblioteca de los personajes de Rabelais, terminan siendo unas grandes desconocidas y, por tanto, muy frecuentemente inaplicadas, salvo por un reducidísimo puñado de superespecialistas, que conoce un par de ellas (y, frecuentemente, casi ninguna más). El resto de la colectividad de juristas que circula en nuestro país, en que me incluyo, carece del arrojo necesario para leerlas de un tirón, y menos aún tiene el entusiasmo suficiente para intentar aprendérselas; un entusiasmo que, de existir, se ve desincentivado por la certeza de que lo que está intentando asimilar puede ser modificado por completo en muy breve plazo, como de inmediato veremos.

3. Las causas supuestas[Subir]

¿A qué circunstancias puede atribuirse este extraordinario volumen de producción legislativa? Suelen mencionarse, un tanto tópicamente, tres causas de naturaleza política; pero ninguna de ellas me parece relevante.

  • a)La primera, el cambio constitucional que se produjo a finales de 1978. En aquellas fechas, podría haberse supuesto racionalmente que la promulgación del nuevo texto constitucional generaría una auténtica avalancha de leyes, que deberían sustituir a todas las dictadas bajo el régimen del general Franco: así lo creímos muchos, y así sucedió, en efecto, de lo que da fe la tabla 1, que no parece necesario comentar. Pero también en aquella lejana fecha podría haberse sentado la hipótesis de que el volumen de esta avalancha disminuiría sensiblemente, transcurridas algunas décadas, una vez culminado el proceso de renovación del ordenamiento.

    Y no ha sido exactamente así: el número total de leyes dictadas en el período de 2001 a 2023 (1224) ha sido solo ligeramente inferior al del anterior (1460); aunque el de las dictadas en varios de los años del segundo período es muy superior al de las emitidas en la mayoría de los ejercicios del primero (así, en los años 2003, 2007 y 2015 se dictaron más de ochenta leyes). Puede concluirse, pues, que la progresiva sustitución del ordenamiento franquista no ha disminuido apenas el ímpetu normativizador de los sucesivos Gobiernos; o, lo que es lo mismo, que la intensidad de este ímpetu solo se ve levemente condicionada por las transformaciones estructurales que el sistema político pueda sufrir.

  • b)Algo semejante sucede con la incidencia de procesos electorales. La convocatoria de elecciones generales abre, siempre, un largo período de inactividad de las Cortes Generales y del Gobierno, lo que debería disminuir naturalmente la producción de leyes. Pero tampoco ha sido claramente así: la disminución parece estar más relacionada con la fecha, más o menos temprana en el año, en que las elecciones tienen lugar. En los años electorales 2004, 2008 y 2019, por ejemplo, en los que las elecciones se celebraron en marzo y abril, se aprobó un número de leyes bastante menor que en otros años (24, 18 y 26, respectivamente). Por el contrario, las elecciones de 2011 y 2015 tuvieron lugar en los meses de noviembre y diciembre, y en estos años se aprobó un número considerable de leyes (73 y 84).

  • c)Y tampoco parece tener una incidencia crucial la orientación política de los Gobiernos y de su Parlamento, ni la creencia, bastante generalizada, de que los Gobiernos de izquierda sean claramente más proclives al empleo de la legislación. La tabla 6 refleja el número de disposiciones legales aprobadas bajo el mandato de los siete presidentes del Gobierno que han ejercido su cargo en los años que consideramos, que ofrecen importantes diferencias (desde las 162 aprobadas durante el gobierno de Calvo Sotelo hasta las 774 de los Gobiernos de González Márquez). Pero, si ponemos estas cifras en relación con el número de días que cada una de estas personas ocupó la Presidencia, la relación se invierte, de manera que el mayor número de leyes por día correspondió a los dos primeros Gobiernos del régimen constitucional, de orientación centrista o conservadora). La legiferación excesiva no parecer ser un vicio (o una virtud) típico de la izquierda.

    Por el contrario, sí parece resultar de estos datos una mayor inclinación de los Gobiernos de izquierda al uso de los decretos leyes: de la tabla 2, y siempre con referencia al período 2001-‍2023, resulta que, mientras que dichos Gobiernos dictaron un total de 379 de estas disposiciones, los dictados por los dos Ejecutivos conservadores solo sumaron un total de 234; una diferencia considerable que no alcanza a justificarse, a mi juicio, por la masa de decretos leyes que hubieron de dictarse en 2020 para hacer frente a la pandemia de la covid-19, que fueron solamente unos veinte.

Tabla 6

Leyes L. org. DD. LL. RD Leg. Total Días Normas/día
Sr. Suárez (de 5/7/76 a 26/2/81) 128 17 41 4 190 787 0,24
Sr. Calvo Sotelo (de 26/2/81 a 2/12/82) 103 21 37 1 162 670 0,24
Sr. González (de 2/12/82 a 5/5/96) 493 121 129 31 774 4900 0,15
Sr. Aznar (de 5/5/96 a 14/3/04) 331 81 127 13 552 2859 0,18
Sr. R. Zapatero (de 17/4/04 a 30/12/11) 244 59 108 9 420 2795 0,14
Sr. Rajoy (de 30/12/11 a 1/6/18) 142 44 107 10 303 2737 0,12
Sr. Sánchez (de 1/6/18 a 31/12/23) 99 41 142 1 282 1885 0,14
Total 1540 384 691 69 2683 5367

4. Distribución tipológica[Subir]

De los datos que figuran en las tablas 1 y 2 se deducen también algunas consideraciones de interés, que se refieren a la distribución tipológica de las leyes dictadas en este período: esto es, al mayor o menor volumen que ofrecen sus cuatro formas de emisión. Dejo a un lado las llamadas leyes ordinarias, limitándome a las peculiaridades que ofrecen las tres restantes modalidades de normación legislativa.

a) Leyes orgánicas[Subir]

En el plano de la distribución tipológica, resultas chocantes a primera vista tanto el elevado número de leyes orgánicas dictadas en el tiempo de vigencia de nuestra Constitución (384, nada menos) como el similar número de ellas producidas en cada uno de los dos siglos (203 en 1979-‍2000 y 181 en 2001-‍2023). Salvo tres excepciones[6], la totalidad de las específicamente previstas en la Constitución[7] fueron dictadas antes del año 2000 (aunque algunas fueron luego íntegramente sustituidas por otras), pero la producción de nuevas leyes orgánicas no experimentó un descenso apreciable, como revela la tabla siguiente.

Tabla 7.

Número de leyes orgánicas

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Sin duda, la aprobación de leyes orgánicas «atípicas» (no mencionadas expresamente en la Constitución) pudo deberse, en no pocos casos, a la estimación de que su contenido podría afectar sustancialmente a algún derecho fundamental; pero tal afectación es más que discutible que concurriera en algunos casos, como sucedió con la Ley Orgánica 6/2013, de creación de la AIREF, o con la 7/2014 (sobre intercambio de información de antecedentes penales en la UE, solo vagamente relacionada con el art. 25). Ha habido, probablemente, un excesivo e innecesario purismo en la apreciación del ámbito de la ley orgánica, que la Constitución parecía configurar como un tipo normativo de ámbito limitado, con el indeseable efecto de crear, en algunas materias, un obstáculo gratuito al poder de innovación de las Cortes Generales, como ya advirtiera hace tiempo T. R. Fernández (‍1998).

Con todo, ha de tenerse en cuenta que, de estas 384 leyes orgánicas, las que regulan ex novo y en su integridad una materia (típica o atípica) son menos de un tercio (123), y que las restantes se dedican a la modificación de otras anteriores; pero, en todo caso, la segunda de esas cifras sigue siendo considerable, lo que parece ser un indicio del empleo excesivo de esta modalidad normativa.

Tabla 8.

Número de decretos leyes

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b) Decretos leyes[Subir]

Es frecuente escuchar la queja coloquial de que «hay más decretos leyes que leyes», algo que probablemente se dice con conciencia de la hipérbole. Algo más matizada, y más extendida, es la expresión de que «los decretos leyes se han convertido en una forma de legislar equivalente a la aprobación de leyes ordinarias». Pero ninguna de estas opiniones soporta el contraste con los datos de la tabla 3, donde consta claramente que, desde la Constitución hasta nuestros días, los decretos leyes solo han supuesto algo más de una tercera parte del conjunto de leyes ordinarias (691 frente a 1540). Posiblemente, tales opiniones podrían haber sido inducidas 1) por el hecho de que, en algunos años, el número de decretos leyes dictados fue superior al de leyes ordinarias, pero tal circunstancia se dio solo en ocho de los cuarenta y cinco años (en 1996, 2004, 2012, y 2017 a 2021), o bien 2) porque, también, en algunos años, la dimensión física (en páginas, esto es, en contenido normativo material) de los decretos leyes que se dictaron superó a la de las leyes ordinarias, hecho que solo se produjo en cuatro ocasiones (2004, 2016, 2019 y 2020)[8].

Pero, aunque el número de leyes ordinarias y su dimensión exceden con creces los de los decretos leyes, el futuro de este predominio es incierto, porque el número de veces que los Gobiernos apelan a ellos muestra una fuerte tendencia al crecimiento, como revela gráficamente la tabla 8.

Más expresivo aún que los datos de la tabla puede ser advertir que, en los inicios de este siglo, el número de decretos leyes aprobados se mantuvo en torno a la docena y media por año, aproximadamente. Las dos docenas se superaron ya en 2012, y este nivel no ha bajado desde 2017, como se aprecia en la tabla 2, con la excepción de 2023, en el que se produjo una brusca interrupción de la actividad gubernamental desde el mes de abril hasta la investidura del nuevo Gobierno a finales de noviembre.

La razón de esta tendencia es fácil de comprender para los conocedores del funcionamiento de nuestro régimen parlamentario. El explicable desprestigio que sufren las Cortes Generales, compuestas mayoritariamente por productos del aparato de los partidos, de dudosa calificación académica y nula experiencia laboral, ha hecho que gobernar mediante leyes ya no sea políticamente rentable para las élites gobernantes: el paso por el Parlamento no aporta a la ley ningún plus de legitimidad ante la ciudadanía, a buena parte de la cual consta que los proyectos de ley son debatidos con notable precipitación, y que apenas son objeto de leves retoques, producto de concesiones a grupos minoritarios.

Y tampoco la tramitación parlamentaria de una ley satisface los afanes de rentabilidad política inmediata. Una ley tarda meses, demasiados, en aprobarse, de manera que, cuando el Gobierno utiliza su poder de iniciativa legislativa, es muchas veces con simples objetivos mediáticos, presentando a la opinión pública los proyectos como si ya hubieran sido aprobados. Es mucho más atractivo el empleo del decreto ley, que proporciona una imagen de eficacia gubernamental fulminante, que, además, entra en vigor desde ya, y que no requiere una larga, aburrida e infructífera negociación de enmiendas con otros grupos políticos, salvo un formulario trámite de convalidación al que nadie presta atención alguna y cuyo resultado es absolutamente previsible. Ello explica la abundancia de decretos leyes (145 desde 2018), y también que estos no se utilicen solo para la resolución de problemas económicos y sociales concretos, sino para sustituir de plano regulaciones que normalmente deberían tener su asiento en una ley de las Cortes Generales; enseguida volveré sobre ello.

En cualquier caso, el volumen total de decretos leyes, aunque inferior todavía al de leyes, solo puede ser calificado de excesivo. Sobre ello se ha dicho ya todo en las publicaciones especializadas[9], a cuyas críticas nada añadiré. Y lo entiendo excesivo, como otros muchos, por razones obvias, que no es ocioso repetir. Naturalmente, no pongo en cuestión que muchos de ellos hayan sido dictados en las situaciones de extraordinaria y urgente necesidad que exige el art, 86 de la Constitución, como sin duda ocurrió cuando hubo de atenderse a graves catástrofes naturales o al combate contra la pandemia de 2020, pero me resisto a aceptar, porque es improbable, que desde 1979 hasta hoy España haya tenido que afrontar casi setecientas situaciones de extrema gravedad que exigieran, sí o sí, el empleo del instrumento excepcional que la Constitución habilita.

No se trata solo de una intuición estadística. Esta conclusión se extrae de la sencilla lectura del contenido de los decretos leyes, en muchas de cuyas regulaciones no se percibe un solo átomo de urgencia (quizá, de prisa, de los Gobiernos o de grupos económicos, que evidentemente no es lo mismo), y que tampoco se extrae de las kilométricas, forzadas y estériles justificaciones que en los últimos tiempos figuran en las exposiciones de motivos de estas normas. A título de ejemplo, cabe recordar dos supuestos. El primero, los decretos leyes de los últimos años que contienen regulaciones íntegras y extensas de un sector o institución, que bien habrían podido esperar algunos meses tras ser sometidas a un debate parlamentario regular[10]. Y el segundo, los de transposición de directivas de la Unión[11], en los que el empleo del decreto ley no tiene más explicación que la negligente costumbre de apurar al límite los (generalmente muy amplios) plazos que las propias directivas conceden para su desarrollo. Desde un punto de vista crudamente pragmático, el empleo del decreto ley en estos últimos casos no me parece ilógico: aparte de que es dudoso que la mayor parte de los parlamentarios alcance a comprender el contenido y sentido de las directivas para transponer, su participación sería en muchos casos ociosa, ya que el detalle que han cobrado estas normas de la Unión hace que su transposición se realice, también en muchos casos, mediante la simple transcripción de su texto, impidiendo toda modificación de este por vía de enmienda. Pero, aunque sea así, me parece que el respeto que se debe a las instituciones comunitarias merecería la circulación de los textos de transposición a través del Parlamento, por más que su debate sea formulario, prácticamente simbólico.

Este nada confortante panorama exigiría una rectificación radical, un cambio de rumbo que solo está al alcance del Tribunal Constitucional, que, como es bien sabido, ha venido mostrando una extrema deferencia en la apreciación del requisito de la extraordinaria y urgente necesidad, ya desde la desdichada sentencia Rumasa I. La fiscalización del cumplimiento del terminante requisito que enuncia el art. 86 no puede limitarse, como hasta ahora ha ocurrido, a exigir una motivación específica y detallada de las razones singulares de urgencia que concurren en cada decreto ley, convirtiendo un requisito material en un trámite formal, que se despacha con unas desmedidas alegaciones en las exposiciones de motivos que en la mayor parte de los casos resultan tan artificiosas y carentes de convicción como las de muchos escritos procesales de parte. En tanto el alto tribunal no tome la decisión de valorar con severidad la efectiva concurrencia de la extraordinaria y urgente necesidad, constatando que, en muchos casos, su justificación falta sencillamente a la verdad, seguiremos teniendo el panorama que sufrimos. La deferencia es un gesto de cortesía institucional que solo puede utilizarse en los márgenes de apreciación, no en el examen del fondo.

c) Decretos legislativos[Subir]

Por fin, respecto de los decretos legislativos, la tabla 1 acredita la escasa utilización que se ha hecho de esta técnica, que muestra, además, una línea decreciente: hasta el año 2000, y frente a un bloque de 1460 leyes, se dictaron solo 42 decretos legislativos (de los cuales cerca de la mitad no merecería propiamente esta denominación, por tratarse de delegaciones legislativas atípicas[12]), y este número descendió hasta 27, poco más de la mitad, en lo que va de siglo.

El examen de estas normas revela la peculiaridad, no reflejada en la tabla, de que casi todas ellas pertenecen a la modalidad de textos refundidos; de las dos modalidades que prevé el art. 82 de la Constitución, solo se han dictado, en este lapso de tiempo, tres textos articulados de otras tantas leyes de bases[13]; el último de ellos, en 1991; lo que no solo parece indicar que se trata de una técnica en práctico desuso, sino que revela un talante notablemente expeditivo en la confección de los textos legales. El empleo del procedimiento ley de bases/texto articulado exige un proceso de elaboración pausado y meditado de la ley, de la que primero se identifican sus bases o contenidos fundamentales, que luego se desarrollan y precisan en el texto articulado. Ahora, en cambio, las leyes emergen del seno materno del Gobierno completamente desarrolladas; lo que explica en muchos casos la necesidad de su modificación casi inmediata, como luego veremos.

Pero tampoco la técnica de la refundición ha gozado de especial éxito: 66 textos refundidos en cuarenta y cinco años es una cifra muy reducida para un ordenamiento sujeto a modificaciones constantes de las leyes que lo integran. Un texto refundido, que incorpora y armoniza todas estas modificaciones con la versión original de la ley en un documento único, ofrece una importante comodidad a los aplicadores, a los que ahorra la penosa tarea de conservar cada una de dichas modificaciones, por lo que parecería deseable que su uso hubiera sido mucho más frecuente.

El que no haya sucedido así se debe, probablemente, a la concurrencia de varios desincentivos. Primero, lo extremadamente laborioso de la tarea de elaboración de un texto refundido, que no consiste en la mera sustitución mecánica del texto de un artículo por otro de nueva redacción, sino que obliga a una reconsideración general de toda la norma para armonizar su lenguaje y evitar contradicciones o incoherencias; y no es fácil, a día de hoy, encontrar, en el seno de una Administración del Estado cada vez más escasa de efectivos a un funcionario cualificado para llevar a término esta tarea. Segundo, la conciencia de su escasa utilidad, ya que los textos refundidos, como las demás leyes, son también objeto de modificaciones que se producen con suma frecuencia y rapidez[14]. Y tercero, la resistencia latente de muchos aplicadores de la normativa a refundir: la comodidad de disponer de un texto consolidado y único se ve empañada por la incomodidad inherente a los cambios en la numeración de los artículos originales, que cada aplicador ya tiene memorizados.

En cualquier caso, los datos de las tablas 1 y 2 revelan claramente que la aprobación de textos refundidos no responde a una política racional de refundición, sino a decisiones aisladas: en dieciséis de los cuarenta y cinco años no se aprobó ninguno, y uno solo en otros diecisiete; solamente parece haber existido una cierta «política de refundición» en los años 1986 (16), 2000 (5), 2004 (6) y 2015 (‍8), sin que podamos imaginar causa alguna del aparente aumento de interés por el empleo de esta figura.

III. VOLATILIDAD[Subir]

Decía páginas atrás que la cifra que expresa el número total de leyes aprobadas en este período histórico debe ser matizada. Esa cifra puede dar la impresión, a quienes no son conocedores del ordenamiento, de que, desde 1979, las instituciones del Estado han puesto en vigor más de dos mil quinientos textos legales de nueva planta, que son los que hoy nos regirían. No ha sido así, evidentemente, dado que muchas de esas leyes se limitan a modificar, más o menos ampliamente, textos legales precedentes, dando nueva redacción a algunos de sus preceptos, añadiendo algunos o derogando sin más otros. Esta continua actividad modificadora ha dotado a la legislación estatal de un altísimo grado de volatilidad, y también de desorden, de auténtica entropía, en el sentido que esta noción tiene en la física teórica. Se trata de un fenómeno de importancia capital, de consecuencias más graves aún que sus considerables dimensiones, por lo que parece necesario resaltar sus principales características.

1. En primer lugar, se produce con una frecuencia extraordinaria. Quiero decir que muchas de las leyes que se computan en esa masa de 2680 textos están destinadas, exclusivamente, a modificar textos legales anteriores, y que muchas de las que pretenden regular, de principio a fin, un sector o una institución, o una parte sustancial de ellos, contienen en sus disposiciones adicionales o finales diversas normas de modificación de textos anteriores, modificaciones que muchas veces no guardan la menor relación sustantiva con el objeto principal de la ley. Esta afirmación debe ser ilustrada con algunos ejemplos.

En primer lugar, los de la proporción de leyes o decretos leyes cuyo contenido se reduce exclusivamente a modificar otras u otros precedentes: a título ilustrativo, en el año 2010 se dictaron 68 disposiciones legales, de las cuales 40 contienen únicamente disposiciones modificadoras de leyes anteriores, y en 2022 se dictaron 74 leyes, de las cuales 44 eran puramente modificativas.

Y, en segundo lugar, las leyes que, dirigidas a regular una concreta materia, contienen modificaciones de otras anteriores, algunas veces relacionadas con dicha materia y completamente dispares en otros casos. Para medir la abundancia de tales modificaciones, tomemos los dos últimos años considerados en este estudio: en 2023 se dictaron 25 disposiciones legales. De todas ellas, solo una[15] no contenía más reformas que las relativas a la ley que trataba de modificar; las 24 restantes introdujeron modificaciones en 168 normas legales precedentes, a una media de 7 normas modificadas por cada una de las leyes. Y en 2022 se dictaron 74 normas con rango de ley, de las que 19 solo contenían una modificación, la de la norma objetivo; las 55 restantes modificaban 351 leyes o decretos leyes. Si extrapoláramos —con cierta arbitrariedad, desde luego— el número de leyes modificadas en estos dos años a los veintiún restantes del presente siglo, resultaría un conjunto de reformas que afectaría a más de cinco mil leyes (muchas de ellas modificadas en varias ocasiones, como de inmediato advertiremos).

Esta forma de operar tiene una larga tradición en nuestra práctica legislativa, que es oportuno recordar con detalle. Desde antes del inicio del vigente régimen constitucional, los Gobiernos comenzaron a utilizar el vehículo de la ley de presupuestos generales para incluir en ella un elevado número de reformas de preceptos concretos de leyes anteriores, del más variado contenido; reformas que no se materializaron en proyectos de ley independientes, bien por su escasa sustancia material, bien porque su contenido no suscitaba el consenso de todos los departamentos ministeriales, o porque podían ser recibidas con hostilidad por determinados sectores sociales o económicos. La ley de presupuestos, de enorme tamaño, contenido heterogéneo y tramitación necesariamente apresurada, ofrecía la oportunidad de hacer pasar desapercibidas estas reformas, por así decir, problemáticas, cuyo contenido poco o nada tenía que ver, en muchos casos, con la previsión de los ingresos y gastos anuales del Estado.

La primera voz que se alzó censurando esta anomalía fue la del Consejo de Estado, en su Memoria del año 1986, a la que se sumó el Tribunal Constitucional en sus sentencias 65, 126 y 134 de 1987. No obstante esta advertencia, el Tribunal, en un gesto más de deferencia hacia las prácticas normativas de los Ejecutivos, admitió que las leyes de presupuestos establecieran regulaciones «que guarden directa relación con las previsiones de ingresos y habilitaciones de gastos de los Presupuestos o con los criterios de política económica general que los sustentan»; una fórmula generosa en la que cabía todo o casi todo, aunque se añadiera a ella la advertencia acerca de la disposición del Tribunal de comprobar, en cada caso, si las regulaciones contenidas en la ley guardaban relación directa, o no, con la materia presupuestaria[16], y de anularlas en caso negativo.

La advertencia tuvo como efecto inmediato una cierta contención en la inclusión de normas no específicamente presupuestarias en las sucesivas leyes de presupuestos, hasta que el Gobierno, con objeto de eludir el riesgo de una sentencia anulatoria del Tribunal Constitucional, dio con la supuestamente ingeniosa fórmula de extraer todas estas regulaciones de dichas leyes y acumularlas en un texto legal formalmente independiente, pero tramitado y aprobado simultáneamente, en el último trimestre de cada año, con el correspondiente proyecto de presupuestos generales (de ahí que recibieran la denominación coloquial de «leyes de acompañamiento»): así se hizo, por primera vez, con la Ley 22/1993, de 29 de diciembre, de medidas fiscales, de reforma del régimen jurídico de la función pública y de la protección por desempleo[17], y, después, con la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, que adoptó la denominación, que se haría canónica, de Medidas fiscales, administrativas y del orden social, a la que siguieron otras similares hasta el año 2003, ya bajo el primer Gobierno de Aznar[18].

Esta ocurrencia, manifiestamente fraudulenta, no acalló las protestas, porque el motivo de fondo de estas no consistía en el deseo de preservar la pureza temática de la ley de presupuestos, sino en la agresión a la seguridad jurídica que suponía acumular docenas de reformas de toda ralea en un único texto legal, tramitado, además, en el Parlamento con mayor precipitación de la habitual. Quizá por ello, el nuevo presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, manifestó en una elogiable declaración pública su propósito de abandonar esta práctica, lo que fue efectivamente cumplido.

Pero las buenas intenciones de prescindir de prácticas anómalas tienen muy corta vida cuando revisten una fuerte comodidad, igual que sucede con los hábitos nocivos de las personas individuales; de modo que las normas legales de modificación múltiple no tardaron en reaparecer. Así sucedió en su segundo año de mandato con la Ley 22/2005, de 18 de noviembre[19], que reformó una docena de leyes; con la Ley 24/2005, de reformas para el impulso a la productividad, en la que las leyes modificadas fueron catorce; con la Ley 36/2006, de medidas para la prevención del fraude fiscal, que reformó quince, y con la Ley 13/2009, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial, cuyas modificaciones llegaron a dieciséis. Y que no se trataba de desfallecimientos de un Gobierno lo demuestra el que la primera norma que dictó el siguiente Ejecutivo, presidido por Rajoy Brey, el Real Decreto Ley 20/2011, de 30 de diciembre, de medidas urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera para la corrección del déficit público, introdujo modificaciones en dieciocho textos legales; a este siguió poco después la Ley 3/2012, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral, en que las normas reformadas fueron catorce.

De esta forma, la vieja figura de las leyes de acompañamiento experimentó una resurrección parcial, transfigurada en una multiplicidad de pequeñas leyes ómnibus, cuya aprobación no ha cesado hasta hoy y cuyo alcance reformador no ha cesado de aumentar: valgan de ejemplo, en los últimos tiempos, la Ley 30/2022, por la que se regulan el sistema de gestión de la Política Agrícola Común y otras materias conexas, que contiene catorce modificaciones a otros tantos textos legales; la Ley 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, con dieciséis modificaciones; el Real Decreto Ley 20/2022, de 27 de diciembre, de medidas de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la Guerra de Ucrania y de apoyo a la reconstrucción de la isla de La Palma y a otras situaciones de vulnerabilidad, que modificó treinta y cuatro textos; la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, con catorce modificaciones, y el Real Decreto Ley 8/2023, de 27 de diciembre, por el que se adoptan medidas para afrontar las consecuencias económicas y sociales derivadas de los conflictos en Ucrania y Oriente Próximo, así como para paliar los efectos de la sequía, con veinticinco.

Sin perjuicio de insistir en los perniciosos efectos que esta práctica normativa tiene sobre la seguridad jurídica, esta pertinacia debe mover a una reflexión más profunda, preguntándonos si no nos encontramos ante una nueva manera de legislar, que ya anticipara Carl Schmitt con su concepto de las Massnahmegesetze. La forma tradicional de legiferación, por así decir, consistió en tomar como objeto de las leyes una determinada institución o materia para dotarla de un régimen jurídico completo y sistemático. La nueva, en diseñar el contenido de cada ley como vehículo de una política u objetivo concreto (o de varios), para cuya consecución se establece un conjunto de medidas singulares, una mecánica operativa que históricamente se consideraba función típica de los Gobiernos, no de los parlamentos. Y quizá hemos de empezar a pensar así porque esta forma de operar no es una disfunción exclusiva de nuestro sistema constitucional: se utiliza también, desde hace tiempo, en otros países[20]. Solo el tiempo podrá decirnos si esta línea de actuación está impuesta por las turbulencias de una época de globalización, de crisis económicas recurrentes y de la reaparición de graves conflictos armados a nivel mundial, o es (también, quizá) el producto de una manera de actuar improvisada y chapucera, característica de una clase política degradada y ajena a la racionalidad.

Sean cuales fueran sus causas, esta nueva «técnica normativa» tiene consecuencias perversas. El que las medidas se instrumenten en forma de modificaciones de textos legales que fueron concebidos bajo la concepción clásica a la que acaba de aludirse es algo que ha de generar confusión e inseguridad, pero también posible inidoneidad pro futuro: la reforma de un texto legal —redactado con pretensiones de eficacia general— para adaptarlo a la ejecución de una medida concreta puede dar lugar a una redacción que será claramente inadecuada para la ejecución de una medida posterior, pero dirigida a un diferente objetivo.

En segundo lugar, su heterogeneidad: las modificaciones que estas leyes introducen se refieren con frecuencia a una única ley, o a leyes en cierta forma relacionadas con lo que constituye el objeto o la materia principal de dicha ley; pero, en muchos casos, se operan también modificaciones que no guardan conexión alguna con dicha materia, y, lo que es más grave aún, algunas de ellas se introducen a lo largo del debate parlamentario por vía de enmienda del texto original del proyecto, frecuentemente en el Senado. Se aprovecha, por decirlo así, una ley para introducir reformas en otras que versan sobre materias absolutamente ajenas: son, las llamadas en el argot parlamentario, leyes con polizón, que en la práctica han sido y siguen siendo numerosísimas[21]; sirvan de ejemplo, dentro del año 2010, la Ley 43/2010, del servicio postal universal, cuya disposición adicional octava regula las cuentas de compensación de las autopistas de peaje, o la Ley 2/2010, sobre subsidio por desempleo, que modifica otra ley (¡de la misma fecha!) que adoptó medidas urgentes para paliar los daños producidos por ciertos incendios forestales.

Es imposible emitir un juicio mínimamente piadoso sobre estos tipos de modificaciones. Por necesarias o convenientes que sean —lo que solo cabe admitir en muchos casos con extrema generosidad—, este ametrallamiento de reformas puntuales e inesperadas de las leyes constituye un atentado flagrante a la seguridad jurídica que garantiza el art. 9.3 de la Constitución, porque su noticia y retentiva resultan literalmente inasequibles para la inmensa mayoría de ciudadanos, incluso los más expertos e ilustrados. Pero afectan más intensamente aún al derecho fundamental de participación política, porque desnaturalizan el debate parlamentario al impedir de facto a los partidos de oposición ejercer su legítima e indispensable crítica a las diversas medidas que se mezclan arbitrariamente en las leyes[22]. En la realidad, tal debate es inexistente, de lo que puedo dar fe directa tras mi larga experiencia como servidor de las Cortes Generales.

Tercero, su reiteración: son diversas las leyes que han sido objeto de un afán de modificación constante, casi obsesivo, en buena parte de sus artículos: el texto refundido del Estatuto de los Trabajadores (Real Decreto Legislativo 2/2015) ha sido modificado por tres leyes orgánicas, diez leyes ordinarias y diecisiete reales decretos leyes: treinta modificaciones (múltiples, además) en solo ocho años de vigencia. El Código Penal de 1995, por su parte, ha sido reformado en cuarenta y seis ocasiones por otras tantas leyes orgánicas (de su versión original queda ya bastante poco); la Ley Orgánica del Poder Judicial, más todavía, por otras sesenta y cinco leyes, y la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, por ochenta y siete.

Pero este incansable impulso modificador se ha cebado en particular sobre algunos preceptos concretos, reformados sucesivamente una y otra vez. También algunos ejemplos: los arts. 71 y 159 de la Ley de Contratos del Sector Público fueron reformados en cinco ocasiones; los arts. 83 y 132 del Código Penal, en ocho, y la disposición adicional cuarta de la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, en diez.

No es fácil precisar las causas de esta tenaz sucesión de reformas. Puede deberse a la imperfección de los textos, redactados, con frecuencia de modo precipitado, por una sola persona carente de la necesaria capacidad técnica o literaria —o del tiempo necesario—, y que no son sometidos a su revisión por terceros; también, al mero capricho de un responsable político que discrepa de las opiniones de sus predecesores. Pero su inconveniencia no necesita muchas explicaciones, porque plantea problemas de derecho intertemporal difícilmente resolubles, ya que cualquier tipo de actuación debe ser valorada precisamente con base en la norma que se hallaba vigente en la fecha de su realización, y, en el orden extrajurídico, porque arroja una imagen de falta de seriedad y rigor en el diseño de los mandatos legales. Ningún conductor aprecia la marca de un vehículo que ha requerido sucesivas reparaciones.

Cuarto, el desorden y la aparente improvisación con que estas modificaciones tienen lugar, como resulta de la simultaneidad o alta proximidad con la que se producen. La Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y la de Contratos, por ejemplo, fueron modificadas por la Ley 11/2020 y por el Real Decreto Ley 36/2020, ambos del mismo día, 30 de diciembre; la misma Ley de Contratos (dejando a un lado el borbotón de reales decretos leyes de los primeros meses de la pandemia, que parece justificado) fue también modificada por las muy cercanas en el tiempo leyes 9 y 18 de 2022, así como por las leyes 2, 3 y 4/2023, de 20 de febrero la primera y 29 de febrero las dos siguientes. Y la Ley de la jurisdicción contenciosa, igualmente, se reformó por las leyes 15, 16 y 18/2022, de 12 de julio y 5 y 28 de septiembre, así como por las leyes 2 y 4/2023, de 20 y 28 de febrero (¡). Cualquier persona mínimamente racional se preguntará si, por lo menos, esas modificaciones no podrían haberse emprendido de modo simultáneo, y sospechará si todas ellas no son más que el producto de ocurrencias o caprichos; lo más grave es que probablemente acertará.

Quinto, la tendencia hacia la confusión de rangos. Hasta no hace mucho, y como antes se señaló, la ley se utilizaba para introducir modificaciones en normas anteriores del mismo rango. En tiempos recientes, sin embargo, los Gobiernos han utilizado la figura de las leyes ómnibus para modificar preceptos concretos de disposiciones reglamentarias (decretos, y aun órdenes ministeriales), cuyos textos reformados se incluyen, sin orden alguno, entre los de las nuevas redacciones de leyes o decretos leyes. Lógicamente, la redacción de dichos preceptos adquiere el rango de la norma modificadora: son, por así decir, disposiciones con rango de ley incrustadas en el cuerpo de textos cuyo restante contenido es de rango reglamentario, dando lugar a extraños cuerpos híbridos, que en parte podrán ser modificados posteriormente por normas reglamentarias y su legalidad controlada por la jurisdicción contencioso-administrativa, pero no en lo que hubiera sido modificado por una de estas leyes.

Probablemente con objeto de evitar confusiones, y también de evitar la anómala rigidez de los preceptos reglamentarios cuyo texto hubiera sido reformado por una ley, se ha acudido al artificio de la deslegalización: esto es, insertando en las leyes modificadoras una disposición de salvaguardia de rango de las disposiciones así reformadas, habilitando al Gobierno para su modificación ulterior mediante nuevas normas reglamentarias.

Aun con la complicación que añade, esta práctica no tiene nada de heterodoxa, si no fuera por dos circunstancias. Primera, la irregularidad en la inserción, en las leyes de modificación, de las cláusulas de salvaguarda de rango, cuyo alcance material no es siempre tan claro como debiera (hay leyes que, junto con una cláusula general, aplicable a todos o varios de sus artículos, contienen otras referidas a algunas de las modificaciones que realizan, de manera que se hace surgir la duda acerca del rango de las normas no amparadas por una cláusula concreta de salvaguardia), y que en ocasiones se omite sin explicación alguna, dando lugar a situaciones de rango indeterminado, de muy complicada resolución. Y segunda, el desconcertante criterio de la Sala Tercera del Tribunal Supremo[23], que tiende a ignorar la eficacia de las cláusulas de salvaguardia de rango, otorgando a los preceptos reglamentarios modificados por una ley el mismo rango de esta (y declarándolos, por tanto, inimpugnables ante la jurisdicción contenciosa)[24].

Y sexto, la escasa relevancia política de un importante número de estas modificaciones. En las últimas décadas se observa una preocupación dominante, casi excluyente, de las élites de los partidos gobernantes por la implantación de reformas legales de alto contenido ideológico, que por notorias no es preciso mencionar. Pero la lectura de numerosas leyes de modificación parece revelar muy escasa sustancia ideológica; no parecen ser el producto de decisiones conscientes, de alta política, adoptadas a nivel de Gobierno (ni siquiera de los titulares de las carteras respectivas, que con frecuencia desconocen todo de los problemas que se trata de resolver), sino de iniciativas provenientes de los titulares de centros directivos de los ministerios, o incluso de funcionarios real o supuestamente expertos, que se asumen por los Gobiernos sin más justificación que la conveniencia de mantener un fuerte ritmo de producción legislativa que cree la apariencia de una dedicación absorbente y frenética.

Se trata, en efecto, muchas veces de normas mínimas, casi triviales y frecuentemente innecesarias, extraídas de los cajones de la burocracia especializada a toque de corneta cuando el Gobierno respectivo considera oportuno dictar una ley ómnibus, pero que terminan siendo asumidas y confirmadas por los órganos representativos de la soberanía nacional y adquiriendo la majestad de la ley; aunque no por ello dejan de ser puras ocurrencias.

Hablo de reformas poco relevantes por no calificarlas, en algún caso, de inoportunas o irresponsables. Aunque se trate de un ejemplo, no me resisto a expresar el estupor y la indignación que me produjo, en aquellos terribles días de primavera de 2020, cuando todo el país se hallaba confinado y consternado por las decenas de fallecimientos de familiares que se estaban produciendo en los hospitales y residencias, leer en el Boletín Oficial del Estado del 1 de abril la modificación que el Real Decreto Ley 11/2020 introducía en el art. 29.4 de la Ley de Contratos del Sector Público. ¿Para salvar vidas? Pues no: solo para incorporar una excepción al «régimen de prórrogas de los contratos de suministros y de servicios de prestación sucesiva» (¡). ¿Tan urgente y necesario era?

La volatilidad del ordenamiento tiene múltiples consecuencias perversas, de las que las páginas anteriores han intentado hacerse eco. Ninguna, sin embargo, más grave a mi juicio que la inseguridad que ocasiona a todos los aplicadores del derecho a la hora de determinar la concreta norma y redacción vigente que ha de aplicarse a los supuestos que deben decidir. Este problema se viene resolviendo pragmáticamente acudiendo a un instrumento capital, la base de datos de legislación del Boletín Oficial del Estado, que ofrece textos consolidados —esto es, con todas sus modificaciones ya incorporadas— de las leyes sucesivamente reformadas. No hay en España un solo jurista responsable que, a la hora de determinar la norma que ha de aplicar, no acuda prima facie a consultar esta base de datos y los textos que proporciona, confeccionados por un equipo de funcionarios cuya competencia y dedicación es justo ponderar sin reserva alguna. El problema —siempre hay un pero— es que las versiones consolidadas de los textos legales y reglamentarios que figuran en esta base de datos carecen de valor jurídico, como la propia web del Boletín advierte modestamente. Todos damos por buenas las reelaboraciones que contienen estos documentos, pero no pueden estar exentas de errores, por lo que siempre podrán ser objeto de discusión. Sería indispensable, por ello, que una norma legal les confiriese carácter oficial, de idéntica fuerza normativa a la que se deriva de la publicación inicial de los textos respectivos en el diario oficial.

IV. CONCLUSIÓN[Subir]

El panorama de dimensión y volatilidad que presenta el ordenamiento jurídico estatal que he intentado describir en las páginas anteriores es tan anómalo y desmesurado que resulta obligado preguntarse por sus causas. Hacerlo no solo es una exigencia científica, sino la necesidad práctica de incidir sobre ellas y corregir esta indeseable evolución. Y una larga reflexión, acuñada a lo largo de varias décadas de contacto diario con numerosos miembros de la clase política, me lleva a conclusiones desalentadoras, porque las raíces del problema no se encuentran en circunstancias externas, como las que antes aludí, sino que parecen hallarse en el universo de creencias propio de la psicología profunda de dicha clase, cuya erradicación es, lógicamente, harto problemática.

1. La primera de ellas es, sin duda, la pulsión normativizadora que es inherente al ejercicio del poder —de cualquier tipo de poder—. Todo quien lo ostenta experimenta una inclinación irresistible a imponer a quienes están sujetos a él —la generalidad de los ciudadanos, en el caso del poder político— las ideas y pautas de conducta que el gobernante considera inexcusables o deseables; una inclinación que se justifica en la creencia de que, de ese modo, se evitan peligros o se incrementan el bienestar o la felicidad de los gobernados. En el ejercicio del poder político, esa imposición a la generalidad de los ciudadanos se vehicula, naturalmente, mediante la emisión de normas jurídicas.

Es importante tener en cuenta que, cuando esa pulsión se ejerce, produce un alto grado de gratificación, de sensación de «hacer cosas» y de cumplir con un deber moral de contribuir al «bien» a los demás; sin considerar si ese «bien» es el que ellos desean, porque la titularidad del poder proporciona la convicción de la superioridad del que ellos consideran sobre el que perciben los demás. Esta pulsión es, además, adictiva y autoalimentada. El apetito de «hacer el bien» a los demás, imponiéndoles legalmente ideas y conductas de las que se está seguro que contribuirán al bienestar individual y colectivo, no se calma con la promulgación de la ley en que se expresan; por el contrario, la consecución de ese objetivo singular genera la necesidad física de volver a intentarlo una y otra vez.

2. La insistencia regulatoria trae causa, también, de la frustración y de la sorpresa que produce a algunos gobernantes la comprobación de que la norma aprobada no consigue la completa observancia por parte de todos sus destinatarios, ni surte los efectos transformadores que se esperan de ella. Esta sorpresa es debida al hecho de que una nada despreciable proporción de la clase política —la menos ilustrada, por supuesto— comparte una oscura creencia acerca del poder taumatúrgico de la ley, a la que se supone capaz de modificar de modo inmediato y automático la conducta de todos o casi todos sus destinatarios, como consecuencia natural de su perfección ideológica y de su carácter intrínsecamente benéfico. Por asombroso que parezca, esta superstición, infantil y de raíces animistas, se encuentra sumamente difundida. Son muchos los que desconocen (o se intentan ocultar) el hecho evidente de que las normas solo son cumplidas inicialmente por un muy corto porcentaje de personas, que llegan a conocerlas accidentalmente y que temen las consecuencias represivas de su inobservancia; el resto, simplemente, las ignora. La inmensa mayoría de los ciudadanos las incumplen, sencillamente porque no leen el Boletín del Estado y solo tienen noticia de las reformas a través de las informaciones imprecisas y fragmentarias que obtienen de sus amigos y familiares. La extensión de su cumplimiento se produce lentamente, y solo cuando el contenido de la ley es razonable y acorde con las creencias profundas que la mayoría de la población comparte.

Y desconoce también el hecho de que las regulaciones perfectas desde el punto de vista ideológico o técnico suelen ser de imposible cumplimiento en todos sus extremos: es inherente a toda regulación idealmente óptima un grado razonable de inobservancia, imprescindible para que la parte sustancial de esas normas sea efectivamente aplicada (todos sabemos del colapso apocalíptico que acaecería en las ciudades si, de golpe, todos los conductores aplicaran con absoluto rigor la totalidad de las prescripciones del Reglamento General de Circulación).

El desconocimiento de esta evidencia elemental lleva a la conclusión de que el incumplimiento general o mayoritario de una ley es solo debido a la resistencia de los opositores políticos, o a comportamientos desviados de rebeldes sociales, solo merecedores de sanciones administrativas o penales; lo que impulsa a la modificación y endurecimiento de la norma, frecuentemente, con resultados similares.

3. La concepción taumatúrgica de la ley lleva también a la convicción (o, al menos, a la esperanza) de su utilidad como un instrumento operativo de acción política, una herramienta hábil y eficaz para producir transformaciones sociales y resolver los problemas que aquejan a la población. De entrada, esta concepción ocasiona daños irreparables a la ley, a su degradación estimativa, pues no de otra forma puede valorarse lo que se contempla como una simple herramienta de usar y tirar y que, por ello, puede ser cambiada, manipulada y sustituida de modo expeditivo, sin el menor escrúpulo, y sin cuidado ni precaución alguna. Pero es que, además, la experiencia demuestra que esta creencia es completamente fútil, porque es notorio que el entusiasmo de los gobernantes y legisladores por resolver los más graves problemas que afectan a una sociedad es con harta frecuencia inoperante y carece prácticamente de éxito. Ningún Estado, por ejemplo, ha conseguido mitigar siquiera el impacto brutal que ha tenido el alza de los tipos de interés sobre el coste de las hipotecas, o la inflación sobre el incremento del coste de la vida. Y esta impotencia se revela más clamorosa en las crisis de mayor gravedad, como se acreditó con el absoluto fracaso de los esfuerzos de todos los sistemas políticos para hacer frente a la epidemia de la covid-19, que únicamente pudo amortiguarse con la aparición de vacunas en cuyo descubrimiento y elaboración no tuvieron participación alguna. Ante todas estas situaciones críticas, los Estados no parecen disponer de otro instrumento que la aprobación de normas y más normas, que pueden crear en algún sector de la ciudadanía la ilusión de que serán eficaces, pero que no lo son, porque el papel tiene muy escasa incidencia en la realidad.

No son pocos, sin embargo, los que son conscientes de esta impotencia, lo que ha llevado finalmente al empleo pragmático de la ley como un instrumento de comunicación política, como un simple medio creador de ilusiones y de transmisión a la sociedad del interés y empeño que el Gobierno de turno tiene en resolver los problemas de la gente. Como ha dicho magistralmente T. R. Fernández[25], el proceso legislativo y la ley se han convertido «en un acto de comunicación, en un simple mensaje publicitario con el que se pretende, no resolver un problema, sino simplemente dar la impresión a la población de que el Gobierno ya está en ello y de que lo resolverá de inmediato». De ahí que esta técnica de creación de fantasías, y de intensificación de la confianza de la sociedad en sus instituciones y sus partidos exija la puesta en escena, de modo incesante, de nuevos y más nuevos productos imaginarios, convirtiendo a los Estados en malas réplicas de la factoría Disney.

NOTAS[Subir]

[1]

Este trabajo tiene su origen en la ponencia defendida en la sesión de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas del 13 de marzo de 2024, siendo su objeto suscitar un debate entre los miembros de una Academia que, en una notable proporción, carecen de formación jurídica especializada.

[2]

A destacar, las obras —por orden cronológico— del colectivo Gretel (‍1989), Corona Ferrero (‍1994), Cazorla Prieto (‍1999), Martínez-Cardós Ruiz (‍2002), Santaolalla López (‍2008), García Mexía et al. (‍2010), Arana García (‍2015) y Astarloa Huarte-Mendicoa (‍2015).

[3]

Entre las dedicadas específicamente a estos fenómenos merecen mencionarse las de García de Enterría (‍1999), Menéndez Menéndez y Díez-Picazo (‍2004), Laporta (‍2007) y, más recientemente, Fernández y Aragón Reyes (‍2023) y Sosa Wagner y Fuertes (‍2023).

[4]

Capó Giol (‍1990) y Galiana Saura (‍2003). Es una lástima que, por su fecha de edición, estas obras no hayan podido contemplar la evolución sufrida por el ordenamiento en los años de este siglo, muy significativa en contraste con la experimentada en el último cuarto del anterior.

[5]

Sobre lo cual, además del trabajo fundamental de North (‍1990), véanse Helpman (‍2008) y Coffey et al. (‍2020). En España, Betancor (‍2009) y las aportaciones pioneras de Mora-Sanguinetti (‍2019; ‍2022) y de este con Salvador-Mora (‍2016).

[6]

Las reguladoras de los derechos de petición (Ley Orgánica 4/2001) y asociación (Ley Orgánica 1/2002), y la de estabilidad presupuestaria (Ley Orgánica 2/2012),

[7]

Además del art. 81.1, los arts. 8.2, 54, 55.2, 57.5 (NO), 69.2, 81.1, 87.3, 92.3, 93, 104.2, 107, 116.1, 122, 135.2 y 5, 136.4, 141.1, 144, 147.3, 148.1.22 y 149.1.29, 150.2, 151.1, 157.3 y 165 y la disposición transitoria 5. No fue dictada la prevista en el art. 57.5, sin duda por el carácter eventual del supuesto de hecho a que se refería (resolución de dudas en cuanto a la abdicación o renuncia de la Corona).

[8]

Sobre todo ello, vid. Astarloa (‍2017; ‍2022), Sanz Gómez y Sanz Gómez (‍2020) y Martínez Marín (‍2021).

[9]

Principalmente, en los trabajos de Aragón Reyes (‍2016), Astarloa (‍2017; ‍2022), Sanz Gómez y Sanz Gómez (‍2020), Martínez Marín (‍2021) y, sobre todo, Fernández y Aragón (‍2023).

[10]

Me refiero, por ejemplo, a los reales decretos leyes 8/2012 (de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso información turístico); 24/2012 (de reestructuración y resolución de entidades de crédito); 12/2018 y 7/2022 (ambos de seguridad de las redes y sistemas de información); 19/2018 (de servicios de pago y otras medidas urgentes en materia financiera); 4/2019 (del Régimen Especial de las Illes Balears); 28/2020 (de trabajo a distancia), y 19/2022 (de aprobación del Código de Buenas Prácticas para aliviar la subida de los tipos de interés en préstamos hipotecarios).

[11]

Como, por ejemplo, los reales decretos leyes 13/2012; 9/2017; 11 y 23/2018; 3/2020; 7 y 24/2021, y 5 y 7/2023.

[12]

La práctica en el empleo de la delegación legislativa prevista en el art. 82 de la Constitución adoleció de notorias imprecisiones hasta el final del siglo. La primera de estas normas ni siquiera recibió la denominación de real decreto legislativo: se trató del Real Decreto 342/1979, de 20 de febrero, que modificó la Ley 62/2978, ampliando su alcance a determinados derechos fundamentales, en uso de la autorización concedida por la misma ley. Asimismo, los reales decretos legislativos 931, 1255, 1257, 1265 y 1296 a 1304, todos de 1986, se limitaron a modificar diversas leyes para adaptar su contenido a las directivas de la entonces Comunidad Económica Europea, en uso de una delegación conferida por la Ley 47/1985; pero incluso el Real Decreto 442/1986, que modificó la Ley de Semillas y Plantas de Vivero en uso de la misma delegación, no recibió en su publicación el nombre de real decreto legislativo. Por su parte, el Real Decreto Legislativo 2/1994 tampoco contenía un texto articulado ni refundido, siendo su contenido la reforma de algunos preceptos de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen y del Real Decreto Legislativo 781/1986 en materia de provisión de puestos de trabajo de funcionarios con habilitación de carácter nacional. Y, por fin, el Real Decreto Legislativo 1/1999 modificó preceptos aislados de la legislación sobre puertos y depósitos francos para adaptarla al sistema tributario entonces vigente. Ninguna de estas normas adoptó la denominación de texto articulado ni refundido.

[13]

Real Decreto Legislativo 2795/1980, texto articulado de la Ley de bases sobre procedimiento económico-administrativo; Real Decreto Legislativo 1175/1990, que aprobó las tarifas y la instrucción del Impuesto sobre Actividades Económicas, y Real Decreto Legislativo 1259/1991, que aprobó las tarifas e instrucción del mismo impuesto para la actividad ganadera independiente.

[14]

Por ejemplo, el texto articulado de la Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial de 1990 (Real Decreto Legislativo 339/1990) fue modificado por las leyes 5 y 59 de 1997, entre otras, y el posterior texto refundido de la misma ley (Real Decreto Legislativo 6/2015) se modificó por las leyes orgánicas 7/2021 y 11/2022, por la Ley 18/2021 y por los reales decretos leyes 3/2022 y 5/2023. Pero un ejemplo más significativo lo constituye el Estatuto de los Trabajadores, ya antes citado: su primer texto refundido (Real Decreto Legislativo 1/1995) fue modificado por la Ley 13/1996, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, por las leyes 60 y 63/1997, y por el Real Decreto Ley 8/1997, y por la Ley 12/2001 (y por otras innumerables posteriores). Pero el sucesivo (Real Decreto Legislativo 2/2015) ha sido modificado por las leyes orgánicas 3/2018, 10/2022 y 1/2023, por las leyes 6/2018, 1 y 11/2020, 10, 12, 21 y 22/2021, 3, 4 y 5/2023, y por los reales decretos leyes 4 y 8/2017, 28/2018, 6 y 8/2019, 4, 19, 24 y 28/2020, 9 y 32/2021, 5 y 16/2022 y 2, 4, 5 y 7/2023.

[15]

La Ley Orgánica 3/2023, que se limitó a modificar el Código Penal en materia de maltrato animal.

[16]

Esta incidencia se encuentra descrita en la monografía de Menéndez Moreno (‍1988: 77 y ss.). Alusiones al problema, anteriormente, en Querol Bellido (‍1985) y González García (‍1985).

[17]

En la que ya se incluían disposiciones absolutamente ajenas a las materias declaradas en el rótulo de la ley, como la transmisión a no residentes de valores con cupón corrido (disposición adicional primera), la asistencia jurídica a los entes públicos estatales (disposición adicional decimoquinta) o la modificación de la Ley del Medicamento en materia de precios de especialidades farmacéuticas (disposición adicional decimonovena).

[18]

En concreto, las leyes 13/1996, 66/1997, 50/1998, 55/1999, 14/2000, 24/2001, 53/2002 y 62/2003. De la densidad de su contenido da cuenta su creciente extensión, de 99, 77, 98, 150, 205, 105 y 184 páginas, respectivamente.

[19]

Cuyo título anunciaba ya su contenido plural, «por la que se incorporan al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de fiscalidad de productos energéticos y electricidad y del régimen fiscal común aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes, y se regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de pensiones en el ámbito de la Unión Europea».

[20]

Por ejemplo, en un sistema normativo mucho más racionalizado, como el de la República Francesa, en el que las leyes ómnibus tienen una larga tradición y se asemejan notablemente a las disposiciones que antes se mencionaron; véase, entre otras muchas, la Ley 2021-‍1308, de 8 de octubre de 2021, portant diverses dispositions d’adaptation au droit de l’Union européenne dans le domaine des transports, de l’environnement, de l’économie et des finances, una típica norma de transposición de directivas comunitarias que consta de 49 artículos que modifican centenares de textos legales. Y lo mismo sucede en Bélgica: véase la Ley de 2 de mayo de 2019, portant dispositions diverses en matiére d’économie (http://tinyurl.com/b6zhennk), que modifica no menos de doce leyes

[21]

Sobre las cuales, las acertadas críticas de García-Escudero Márquez (‍2013), de Aragón Reyes en Fernández y Aragón (‍2023: 71 y ss.), y de Sosa Wagner y Fuertes (‍2023).

[22]

Pongamos por caso el debate que pudiera haberse celebrado sobre la que terminó siendo la antes citada Ley 30/2022, de 23 de diciembre, por la que se regula el sistema de gestión de la Política Agrícola Común. Un grupo parlamentario que pretendiera discutir el contenido del proyecto de ley necesitaría disponer, en la comisión correspondiente de cada una de las cámaras, de 1) un experto en la PAC de la Unión, objeto principal de la ley; 2) un experto en tarifas de acceso a las redes de transporte y distribución de energía eléctrica (disposición final primera); 3) un buen conocedor de la legislación de sanidad vegetal (disposición final segunda); 4) otro entendido en sanidad animal (disposición final tercera); 5) un experto en el sector de la viña y el vino (disposición final cuarta); 6) un profesional que maneje habitualmente la Ley de Subvenciones (disposición final quinta); 7) un profesional ilustrado en el régimen de cuidado, explotación, transporte, experimentación y sacrificio de los animales, que no es lo mismo que la sanidad animal (disposición final sexta); 8) un técnico en productos fitosanitarios (disposición final séptima); 9) un experto en cooperativas (disposición final octava); 10) un entendido en materia de denominaciones de origen (disposición final novena); 11) un experto en la contratación en el sector lácteo (disposición final décima); 12) un perito en materia de residuos y suelos contaminados (disposición final decimoprimera); 13) un laboralista versado en cuestiones de Seguridad Social (disposición final decimosegunda); 14) un fiscalista competente en IRPF e impuesto sobre sociedades (disposición final decimotercera), y (15) un experto en industria gasista intensiva (disposición final decimocuarta).

[23]

SSTS 2239/2023, de 22 de mayo (recurso 528/2022), y 3378/2023, de 18 de julio (recurso 697/2022).

[24]

Sobre todo ello, Santamaría Pastor (‍2023).

[25]

En Fernández y Aragón (‍2023: 31 y ss.).

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[33] 

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