Con el advenimiento y generalización del modo de organización del poder público socialmente necesario que se ha formalizado en la época contemporánea como Estado constitucional, se ha tratado de establecer lo que, con buenas razones, se ha denominado el Estado de derecho, adjetivado, además, en su evolución más actualmente aceptada, como social y democrático, cuyas notas conforman de manera determinante a ese Estado, en su organización y en su actividad, a la vez que al derecho mismo con el que se produce tal conformación[2].
Pero, desde que se comenzara a hablar del Estado de derecho, ha sido de la mayor importancia, obviamente, aclarar lo que se entendiese por tal derecho, habida cuenta del muy heterogéneo conjunto de ordenaciones o regimentaciones coercibles —no pocas veces netamente contrapuestas en todo o en parte— que la historia registra que han sido tenidas como derecho y aún hoy mismo pretenden tal conceptuación.
El profesor García de Enterría advertía muy claramente que la noción actual de Estado de derecho solo puede sostenerse «desde una posición de Derecho Natural», que es la que ha presidido «toda la evolución política de Occidente hasta nuestros días» (García de Enterría y Fernández, 2020: 476-477).
Sin embargo, es bien conocido que, tanto en el plano teórico de la concepción general sobre el derecho como en el de los contenidos concretos de lo que deba incluirse o no en él y cómo, los tiempos de la supuesta efectividad histórica del Estado de derecho han visto gran diversidad en cuanto a lo uno y lo otro, generándose las correspondientes incertidumbre y desazón.
No pocos han tratado de superar esta inseguridad recurriendo a unas u otras formas de positivismo, cuya legitimidad quedaría salvaguardada, como mucho, con unas adecuadas garantías democráticas del poder normativo, que, desde luego, incluirían la separación de poderes, de siempre requerida por el Estado de derecho y la noción misma de Constitución, con la consiguiente exigencia de independencia judicial. Pero todo positivismo propiamente tal, también el más depuradamente democrático, no deja de confundir, a la postre, al menos en sus últimas y más decisivas y fundamentales determinaciones, el derecho con el poder. Aunque ese poder sea el de una mayoría de los electores de una comunidad política o de quienes los representen tras un correcto procedimiento electoral, o, en fin, el de la opinión que se presuma, probadamente o no, como más extendida o dominante, acogida por una alta instancia judicial con fundamento, asimismo, más o menos democrático.
Y, ciertamente, buena parte del problema deriva de que no todos en la comunidad política —ni entre sus líderes políticos ni entre los estudiosos— asumen y mantienen una idea coincidente sobre el derecho y lo que este exige. Por la diversidad de resultados a que conduce el ejercicio de la potencia cognoscitiva y racional humana y por la heterogeneidad de intereses e intencionalidades que condicionan ese ejercicio o con los que se afrontan incluso sus aparentes resultados.
Que, en efecto, no poco de ese pluralismo deba resolverse por la vía de los acuerdos o de las decisiones o preferencias de la mayoría en cada momento ofrece pocas dudas. El problema se agudiza cuando esa diversidad incide en los aspectos más básicos o fundamentales de la razón de ser misma del derecho: en el alcance más irrenunciable de la dignidad del ser humano y de sus bienes o exigencias más elementales. No caben ahí sino juicios disyuntivos excluyentes porque aquello y su contrario no pueden requerirse a la vez como derecho. Y es ahí donde se evidencia al límite la necesidad de justificar por qué sería derecho una de las dos únicas alternativas. Qué es, en suma, el derecho para que pueda o deba incluir una de ellas y no la contraria.
Una cuestión que, obviamente, se suscita sobre todo en momentos constituyentes, cuando se fijan las pautas más básicas del ordenamiento jurídico de una comunidad política soberana, o en épocas de crisis, en las que se cuestionan todas o algunas de esas bases, pero también cuando se afrontan innovaciones por vía legislativa o en tratados internacionales, o en sede judicial, sobre la determinación de los derechos, deberes o libertades más genérica o indeterminadamente garantizados en la Constitución, o no contemplados de modo alguno en ella, en aspectos de muy marcada incidencia humana.
No ha sido infrecuente —más en Estados Unidos o en algún país influido en esto por su derecho público, o en el propio sistema de protección de derechos humanos del Consejo de Europa, pero también en diversos Estados— que se haya puesto a un alto tribunal en la precisión de enjuiciar si una determinada nueva pretensión debe ser amparada en derecho praeter legem o incluso contra legem —o contra el precedente judicial— en razón de una nueva interpretación de alguna o algunas de las normas de la Constitución —o del Convenio de Derechos Humanos y sus protocolos, en el caso del Tribunal de Estrasburgo— no suficientemente determinadas o especificadas al respecto.
Pero parece que la función de un tribunal garantizador de una constitución o de unos tratados internacionales sobre derechos humanos se ha de ceñir estrictamente a hacer respetar la una o los otros, preservando precisamente, con rigor, que los cambios, modificaciones o complementos constitucionales o del contenido de los mencionados tratados solo puedan ser establecidos por el titular del poder constituyente constituido en el primer caso y por los Estados parte en el segundo. Su labor hermenéutica, incluso abierta, en lo que sea razonable, al criterio de aplicación de la Constitución o de los tratados internacionales del modo más acorde a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas —por decirlo en los logrados términos del art. 3 de la vigente redacción del Código Civil español— no debería nunca despegarse del sentido propio de las palabras, en relación con el contexto, y los antecedentes que puedan revelar mejor la voluntad constituyente —o de los autores de los tratados correspondientes—, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas. Tantas veces, no obstante, la propia interpretación de relevantes conceptos jurídicos indeterminados de la Constitución —o de los tratados a que nos referimos—, abocará al alto tribunal correspondiente a este género, difícil, de su labor hermenéutica. Pero siempre habrá de tener muy especialmente en cuenta que no es la suya, en rigor, una potestad innovadora, sino netamente conservadora, garantizadora del texto constitucional —o del texto internacional de que se trate—, con independencia de la adaptación en algún aspecto a los cambios sociales o de significación conceptual con un alcance que pudiera considerarse razonablemente comprendido en el mandato, permisión o prohibición para conservar. Muy fundadamente —y en ello hará especial hincapié la respuesta contenida en este libro— se encontrará ahí en gran medida la importancia de subrayar que el Estado de derecho comporta sumisión a la ley y al derecho, como certeramente afirma la Constitución española en su art. 103.1 —de conocida inspiración en la Ley Fundamental de Bonn—, y en cuya noción de ley habría que incluir, desde luego, en primer término, la suprema en el orden positivo, que es la Constitución.
La superior tensión entre el poder y el derecho no resoluble con los resortes internos del Estado de derecho y de su articulación institucional, debería reconducirse, pues, de hecho, esencialmente a las pretensiones constituyentes y a las legislativas —o las convencionales equivalentes— que se propongan innovaciones que no choquen con previsiones constitucionales e incidan en aspectos indudablemente relevantes de la dignidad de la persona humana. Pero no cabe ignorar a la vez que, en el propio funcionamiento de los mecanismos del Estado de derecho, en tantas decisiones administrativas dotadas de algún margen de apreciación y, sobre todo, finalmente, en la interpretación del derecho para la resolución de conflictos concretos que incumbe a quienes ejercen la potestad jurisdiccional, se evidencia asimismo no pocas veces la dificultad de identificar la determinación justa de lo que corresponde a cada uno como paradigma del derecho que ha de conformar la acción toda del Estado. Luce allí cuanto de peculiar caracteriza al ars boni et aequi propio de los juristas y que se traduce en último término —en su ejercicio jurisdiccional, y las más de las veces propiamente judicial— en la jurisprudencia, por más que esta haya de limitarse, como antes decíamos, a explicitar el derecho que toca determinar y esclarecer, en su dimensión general, a otros poderes públicos.
La lectura de este nuevo libro del constitucionalista Fernando Simón Yarza, en el que continúa sus eruditos y perspicaces análisis y reflexiones sobre la naturaleza, el fundamento y el fin del derecho y de la organización política de la sociedad que el derecho estructura y para cuya preservación se constituye, trae pronto a la memoria aquello que planteara, retóricamente, pero con una honda razón de fondo, el gran Cicerón hace más de veinte siglos: si «no hay que tomar por fuentes de la ciencia jurídica ni el Edicto del pretor, como hacen casi todos hoy, ni las Doce Tablas, como los antepasados, sino propiamente la filosofía esencial» (Las Leyes, 1,5,17)[3]. Y lo cuestionaba quien, ducho en el foro como acreditado retórico, abogado de mil pleitos, y como ciudadano implicado en trascendentales causas, desde las más altas instancias de la Roma republicana, conocía bien lo que hoy llamaríamos el derecho positivo del Estado romano en su tiempo. Él mismo respondería netamente que «hemos de explicar la naturaleza del derecho, deduciéndola de la naturaleza del hombre» (ibid.) y que «la ley es “la razón fundamental, ínsita en la naturaleza, que ordena lo que hay que hacer y prohíbe lo contrario”» (ibid., 1,6,19). Algo que puede ser «leído», descifrado, reconocido, en efecto, en la naturaleza del propio ser humano y de las cosas, porque —dirá el mismo prominente estoico— «este animal previsor, sagaz, ingenioso, agudo, dotado de memoria, lleno de razón y consejo, que llamamos hombre, fue engendrado por el altísimo Dios con una condición verdaderamente privilegiada. Sólo él, entre tantas razas y variedades de seres animados, participa de razón y pensamiento, siendo así que todos los demás se ven de ellos privados» (Las Leyes, 1, 7, 22).
Es evidente, en efecto, que, con su entendimiento, con su inteligencia racional, a partir de su experiencia sensible, el ser humano puede conocer su propia entidad y el ser de cuanto le rodea, con un conocimiento no exento de limitaciones y posibles errores, pero que ha ido rectificándose y acrecentándose, gracias también a la acumulación de datos y razonamientos, de saber, que ha ido permitiendo una prolongada transmisión intergeneracional de siglos.
Ya hemos recordado, no obstante, la heterogeneidad con que se muestran en las personas los resultados del ejercicio de su capacidad de conocer y razonar, particularmente en lo que a la conducta humana y al derecho se refiere, aun contando con toda esa tradición de experiencias, conocimientos y saberes. La historia registra momentos o etapas de decaimiento y olvido de muchos saberes, de grandes retrocesos en la calidad consiguiente de la vida humana, a la vez que otros de mayor esplendor y florecimiento, en sucesión que pareciera aleatoria y nunca del todo previsible. Más allá del razonable pluralismo en lo no esencial y menos evidente, tantas veces hace su aparición en la realidad histórica individual y colectiva del «animal al que llamamos hombre» de que nos hablaba Cicerón, una sorprendente deficiencia en el modo de ejercitarse su razón y de aferrarse a unos u otros modos de entender la realidad que le alejan de ella hasta que la tozudez de la realidad misma se acaba imponiendo. Junto con la grandeza, pues, de la capacidad humana y la evidencia de sus grandes logros, su no menos evidente exposición a la equivocación, al error, a la degradación y a sus efectos paralizantes o destructivos hasta que estos obligan a revisar a fondo lo pensado y hecho.
Ante lo que también ha percibido otra reciente voz —a la que Fernando Simón no ha dejado de aludir— que se está dejando oír en tonos convergentes —aun no enteramente coincidentes— en el ámbito académico del constitucionalismo norteamericano, como que «algo de muy equivocado le ha pasado a nuestro Derecho y a nuestro mundo académico jurídico, pero no se sabe exactamente cómo ni por qué»[4], el libro que comentamos trata de dar una respuesta fundamentada, sosteniendo sin ambages, en diálogo con una amplia y autorizada serie de autores antiguos, medievales, modernos y contemporáneos —lástima la ausencia de una relación bibliográfica final con todos ellos—, que, sin perjuicio del importante papel que corresponde a las normas positivas, la clave se encuentra en el descuido o en el frontal abandono de la vinculación del derecho a la natura rerum, al ser del ser humano y de las cosas, y que la solución, por tanto, se encuentra en un retorno a cuanto implican la Ley natural y el realismo clásico, el título que lleva el libro, y que se presenta, expresamente, en términos de declarada «defensa» de esta tesis.
A la explicación de lo que implica ese iusnaturalismo clásico, que, como nos recuerda este libro en la pág. 21, Isaiah Berlin habría considerado «“tradición central” de la cultura occidental», dedica Simón especialmente los cuatro primeros y densos capítulos de su libro, no sin antes advertir, en el prefacio, la «estrecha ligazón» de lo que llama «crisis del pensamiento iusnaturalista» —más bien, quizá, relegamiento y preterición—, en la que sitúa el «origen de muchos de nuestros problemas prácticos», «con una concepción popularizada de la capacidad humana de conocer marcada por el “paradigma cientificista” o “positivista”», reduccionismo epistemológico que condiciona la actitud filosófica que se adopte respecto a la política y el derecho.
Explica allí el autor lo que quiere decir con esto, remontándose destacadamente a Francis Bacon y a Hobbes, tan ligado personalmente a aquel. Y tiene no poca razón en cuanto expone. Guarda con ello estrecha relación lo que, a la postre, me parece que ha sido quizá más determinante en el orden epistemológico, que no es sino el problema crítico que arranca ya de Descartes —ciertamente muy imbuido él mismo de dicho «cientificismo»— y eclosiona abiertamente con Kant[5], a pesar de las «soluciones» de tipo ético que este trata de fundar en «la razón práctica». Se encuentra ahí probablemente la principal clave del escepticismo gnoseológico que, desde entonces, de diversos modos, nutre el relativismo positivista y su apelación, de uno u otro modo, al poder, a lo mandado, a la norma positivamente establecida. Como si ya no fuera cierto, tras el trastorno generado «con el “giro” kantiano —kopernikanische Wende—», que «el ser de las cosas [incluido el propio ser humano] es sumamente elocuente si se escucha con atención, si se mira despacio» (Barrio Mestre, 2018: 17).
El realismo clásico que defiende Fernando Simón se asienta con firmeza, implícitamente, en una afirmación rotunda de la capacidad del entendimiento humano para el saber metafísico, ontológico, de cuyo objeto forman parte realidades tan determinantes para el derecho como la condición de persona de todo ser humano, su dignidad y su ser social, y, en fin, el derecho mismo como relación intersubjetiva inmaterial por razón de las cosas necesarias para los hombres y objeto de un necesario y justo reparto e intercambio, en su caso, entre ellos. La plena conciencia, a la vez, de las muy relevantes limitaciones de esa elevada capacidad cognoscitiva, que explica tantas cosas —y, en particular, tantas divergencias—, no debería impedir, sin embargo, avanzar en aquel conocimiento y en la generalización de su aceptación racional, en conexión y como en continuidad, además, con los avances del conocimiento experiencial y científico natural, en constante verificación y contraste efectivo, pues, con los datos de la realidad, también en cuanto se nos pueda aparecer como cambiante.
Hay muy buenas, eruditas, y hondas consideraciones en este libro sobre lo que debe ser considerado derecho, con fundamento en la ley natural, la cual, desde luego, es lo que presta el más sólido basamento al ordenamiento positivo y a la necesidad del poder público, a la vez que condiciona su legitimidad.
Cabe dudar, no obstante, si lo más decisivo para errar o acertar en el discernimiento del derecho, aun con toda su relevancia, reside en esa contraposición, de indudable relevancia psicológica y ética, sobre la que el autor vuelve a insistir, tras haberla desvelado y analizado ampliamente en su libro de 2017 que la sintetiza en su mismo título: Entre el deseo y la razón. Aunque no se trata de cosas enteramente desligadas, tal vez haya sido, a la postre, más determinante para la relegación del concepto realista del derecho anclado en la ley natural el ya indicado —y para muchos irresuelto— problema crítico del conocimiento humano, sin duda, como decíamos, estrechamente vinculado al «cientificismo» que Simón certeramente señala. Y sin olvidar, desde luego —el libro no dejará de subrayarlo—, la trascendencia de lo que bien podría calificarse de «prejuicio» individualista, egoísta, de tantos enfoques célebres a partir del siglo xvii, analizados por esta obra en sus manifestaciones más destacables.
Es verdad, en cualquier caso, especialmente por lo que se sabe de la historia de la humanidad precristiana o ajena al cristianismo, y por lo que se observa en las sociedades que se han ido alejando de los presupuestos más básicos de lo que el judaísmo y el cristianismo profesan conocer por revelación divina —en lo que atañe a la fundamentación de la ordenación social con relevancia jurídica—, que la capacidad humana efectiva de identificar por sí misma, de modo suficientemente compartido y firme, lo verdadero y debido, lo que debe ser objeto del derecho y garantizado por él, se manifiesta con frecuencia limitada y sujeta a la posibilidad de gruesos e incluso muy trágicos errores.
Por lo demás, el capítulo IV, dedicado a la primacía del bien común —sobre el que ya hay afirmaciones determinantes en el capítulo I— en la determinación del derecho, y al principio de subsidiariedad, está lleno de certeras apreciaciones. Habría que advertir, no obstante, quizá, más claramente, que el bien común no es obra exclusiva del derecho, y menos aún del poder público[6]. Aquel y este tienen que garantizar sus elementos más determinantes —y no son los menores, desde luego, como subrayará Fernando Simón, cuantos condicionan una ordenación justa de la familia, reconocida desde antiguo como «núcleo de la ciudad y como el semillero de la República» (Cicerón, Sobre los deberes, I, XVII, 54)[7]—, pero su consecución efectiva, regida sí, al nivel más superior, por la moral o la ética, pero también, de otros modos, por «leyes» o pautas asequibles a otros saberes teóricos y prácticos (distintos del derecho, que también se encuadra en aquellas y en estas, pero con caracteres propios), dependerá del ejercicio efectivo y acertado por las diversas personas de sus libertades, derechos, responsabilidades, aptitudes, etc., más allá de lo exigible por el derecho. Vano empeño sería tratar de lograr todo cuanto pertenece al bien común humano y social por medio del derecho y del Estado. Aunque para afirmar esta distinción entre la plenitud de lo bueno y lo justo —en cuanto requerido por la justicia en sentido estricto, con exigibilidad social coercible— no haya, desde luego, por qué adherirse a posiciones como las de Rawls o Dworkin, tan atentamente estudiadas en este libro y en el otro ya citado del mismo Fernando Simón. No creemos, en efecto, que pueda ser exigible algo como justo si no es bueno, aunque no todo lo bueno sea jurídicamente imponible. El honeste vivere de la famosa trilogía de Ulpiano tiene, de hecho, su no poca importancia para ajustarse a derecho, pero no me parece que sea, en sí mismo, una exigencia propiamente jurídica. Los principios verdaderos del derecho son los otros dos, que ya sí contienen la «alteridad» imprescindible: alterum non laedere et suum cuique tribuere.
Y especialmente pertinente —y coherente— me parece subrayar, como se hace en el capítulo II de este libro, que el derecho no es, ante todo, como suele decirse, norma y prescripción, lex. Hace muchos años que disfruté especialmente al ver confirmadas y clarificadas mis intuiciones y reflexiones al respecto leyendo a Michel Villey (1975 y 1981) y, sobre todo, a Javier Hervada[8]. Siento ahora no haberme acercado por entonces con suficiente atención a la extraordinaria exposición de Guasp (1971) sobre el derecho, que pocos años antes se había hecho pública y que, leída ahora, reconforta sobremanera —él configura también el derecho como relación, y, en concreto, en elevada y densa síntesis, como conjunto de relaciones entre hombres que una cierta sociedad establece como necesarias (p. 7)— y confirma que en la historia de la doctrina jurídica española —también en los dos últimos siglos— hay señeras aportaciones que no deberían preterirse.
Hacen pensar, en fin, las reflexiones, a contracorriente, de Simón sobre el orden penal y, en un plano distinto, su reclamo de lo que llama «la centralidad de las instituciones» de nuestro humus social, enlazando con ideas de Hauriou, Santi Romano o Carl Schmitt, también en el capítulo II.
La ley natural, que, en verdad, parece defenderse en este libro, aprehendida principalmente por medio de un conocimiento de la realidad —especialmente la antropológica y, por ello, también la social— de naturaleza metafísica, ontológica, a partir siempre del conocimiento y la experiencia común —también del entramado institucional heredado— y de la ciencia experimental, en procesos de permanente nueva verificación y contraste con la realidad efectiva a medida que esta se desvela, difiere de las pretensiones del iusnaturalismo racionalista, que fue surgiendo, en buena medida, de una relectura de las doctrinas clásicas, particularmente de las sostenidas en la Escuela de Salamanca —y quizás especialmente con las no pocas peculiaridades de uno de sus epígonos más sobresalientes, el jesuita Francisco Suárez—, en el nuevo marco del protestantismo calvinista. Fernando Simón lo explica en el capítulo VI.
Pero se distancia, asimismo, de cuantas doctrinas «contractualistas» han identificado —también en nuestros días— de distintos modos lo «natural» con un estado primigenio «de naturaleza», real o solamente hipotético y teórico, pero siempre presidido por una idea netamente individualista del ser humano, como si no correspondiera a su esencia su dimensión social; un estado del que se habría salido para entrar, precisamente en el estado social del que tenemos experiencia por un «contrato social», expresión de una relación determinada de poder, justificación de la norma positiva, única fuente del derecho, que debería dejar el más ancho campo posible a los «derechos» de autonomía y libertad que se presumirían inherentes precisamente a la más radical condición humana.
Además de lo que ya se expone sobre Hobbes y Rousseau, como enseguida diremos, en el capítulo V, se da cuenta en el VI de algunos otros hitos en esa forma de pensar, como el que pudo representar destacadamente John Locke, y de la emergencia de la idea de los derechos naturales con tales bases.
En su anterior ya mencionado libro de 2017 Entre el deseo y la razón (Los derechos humanos en la encrucijada), Simón ya ofreció un detenido análisis de la traducción contemporánea, en las últimas décadas del siglo pasado y lo que llevamos de este, de planteamientos de este género —aun tal vez con más detenimiento en la perspectiva ética que en la más estrictamente jurídica—, en algunos autores de los más ampliamente reconocidos en la filosofía del derecho, particularmente John Rawls y Ronald Dworkin o Joseph Raz en el mundo angloamericano —sobre todo en Estados Unidos— y Jürgen Habermas en el germánico, pero también de su atinada percepción crítica por un John Finnis o un Robert Peter George y otros. En el epílogo de su nuevo libro, en el que dialoga con el profesor Moreso por razón de su glosa de dicha obra de 2017 en esta misma revista, prolonga y matiza aún más sus percepciones críticas sobre el liberalismo de Rawls y Dworkin.
Resulta interesante todo el tratamiento que se hace en el libro de lo que en el capítulo V se presenta como «reaparición de la antítesis entre physis y nomos», con un repaso especial de las tesis de Hobbes y Rousseau, tan determinantes, en su diversidad en tantos aspectos, en muchos planteamientos posteriores y actuales que han perdido aparentemente la necesaria conexión con las exigencias de la ley natural del realismo clásico para reducir el derecho a imperativos coercibles bajo ciertas condiciones.
No cabe olvidar la indudable interacción entre algunas de las doctrinas a que nos hemos referido en el apartado anterior —los nuevos iusnaturalismos racionalistas a partir del siglo xvii, el pensamiento empirista, el utilitarismo— y estas otras en las que se afirma quizás con más rotundidad el derecho como expresión del poder, sea el del gran Leviatán, sea el resultante de lo que se concibe como «voluntad general». En el libro se da cuenta de algunas de esas conexiones y no deja de advertirse lo que resumía en la doctrina francesa, hace ya unos años, Alain Sériaux (1993: 67, 71 y ss., y 80 y ss.), siguiendo también a Michel Villey, como lo hace ahora este libro en su capítulo VI: la relevancia que, en la mutación de la noción del derecho, desde lo justo en la realidad de las cosas (que puede percibir la razón) hacia una preeminencia de su percepción como expresión de potestad, de norma coercible, tuvieron los planteamientos de Guillermo de Ockham en la primera mitad del siglo xiv, y, más tarde, la concepción suareciana y las derivas a que sus formulaciones en cierto modo abrieron paso en Grocio o Pufendorf, aunque la norma hubiera de reflejar «la recta razón» (subjetiva). A la postre, desde esta «razón» —rota o resquebrajada su relación con el ser de la realidad conocida, aprehendida en su integridad, pero «matemática» en sus procesos lógicos—, se construirían los sistemas «racionalistas», incluso en un caso tan destacado como el de Pufendorf, quien, como bien advirtiera Sériaux (1993: 85-89), criticó precisamente a Grocio quedarse en la razón y no ir suficientemente a la naturaleza que la razón descubre, pero cuya ley fundamental, a su vez, él identificaría con el deber de contribuir necesariamente a la sociabilidad universal, para construir a partir de ello su «sistema» de acuerdo —paradójicamente— no con la justicia intrínseca —el orden justo— de las relaciones, sino con el mandato o prohibición que sobre ellas haya decretado la voluntad soberana de Dios. Con lo que el llamado iusnaturalismo racionalista venía a ser más bien, precisamente en Pufendorf, un iusnaturalismo voluntarista, sin entrar en otros aspectos de su extenso pensamiento[9].
Por otra parte, dentro de los cuatro capítulos iniciales, se dedica uno —el III— certeramente a «replicar» ingeniosamente —a modo de la conocida práctica americana del informe amicus curiae que metafóricamente el autor presenta ante «el Tribunal de la Ciencia»— la conocida y extendida doctrina positivista de Hans Kelsen, sirviéndole para ilustrar la importante idea tomista de la determinación del derecho, desde sus principios a sus concreciones más particulares, y cuyo acierto podemos valorar mejor, tal vez, quienes estamos acostumbrados a trabajar con las categorías normativas y funcionales del Estado de derecho que, tantas veces presenta una «cascada» de sucesivas «determinaciones», con los matices que ello implica.
El libro va aterrizando en terrenos más familiares a los iuspublicistas y en particular a los constitucionalistas en los dos últimos capítulos, en el primero de los cuales, el VII, está dedicado a la conceptualización de los derechos humanos, donde se analizan las tendencias que la harían desde planteamientos positivistas, desligados, por unos u otros presupuestos, de una aceptación y búsqueda de la ley natural, pero también recientes relevantes cuestionamientos del positivismo, a partir del giro que Simón sitúa en el Radbruch de la posguerra. Es un capítulo que guarda especial continuidad con el extenso estudio del autor en su libro ya citado de 2017, pero que reúne datos y consideraciones importantes respecto a la gestación de la Declaración Universal de 1948 y la posible ambigüedad de su significado, a cuanto significó la revolución «antiautoritaria» del 68 y, en fin, con respecto a la generalizada «politización de la justicia de los derechos» en las últimas décadas. Sus agudas observaciones críticas, además de un saludable posible efecto desmitificador, interpelan, aunque no debieran impedir una aproximación, no ingenua, pero sí positiva a la «cultura» de los derechos humanos generada en las instancias internacionales, que aproveche y refuerce unas bases comunes firmes acordes con la ley natural, depurándolas de adherencias irracionales interesadas o injustas. A la postre, la formulación, la conservación y la interpretación de la normativa internacional no dejan de estar sujetas a condicionamientos y dificultades similares a los que tienen lugar en el ámbito de los ordenamientos estatales.
Es en el capítulo VIII y último donde Fernando Simón vuelca todo el bagaje del libro en una serie de proposiciones sobre la interpretación jurídica y, más en particular, la constitucional, que formula en forma de cuatro importantes tesis «en la fidelidad al espíritu y finalidad de las normas como presupuesto de la interpretación», y contra «la invención judicial de derechos apelando a la “interpretación viva” de la Constitución».
Aunque con un encadenamiento argumental —eminentemente formulado también con referencias a la jurisprudencia norteamericana— y unas conclusiones que se expresan de distinta forma y con contenido también en parte diferente, resulta inevitable que reaparezca aquí el relativo paralelismo de fondo que el libro evoca con el ya mencionado de Adrian Vermeule en Estados Unidos. En el libro de Simón hay, no obstante, me parece, un rechazo menos frontal, más matizado, del originalismo que enfatiza el profesor de Harvard, por más que este tampoco propugne desatender, desde luego, los textos y su contexto.
Estamos, en suma, ante un libro importante y bien hecho, que recuerda muchos componentes y condicionantes básicos de nuestra cultura jurídica, en diálogo con una relevante pléyade de reconocidos autores de todos los tiempos, en el que se hacen no pocas reflexiones y propuestas de notable interés para cualquiera que se interrogue sobre la naturaleza del derecho y sus fundamentos y justificación, y de manera especial para los que se ocupan más directamente del Estado, del poder público y de su conformación por el derecho. Un libro al que volver en no pocas ocasiones, para refrescar alguna cuestión importante y retomar la reflexión y el análisis. Aunque en tantos aspectos lo que se dice en él no haga sino abrir planteamientos, enfoques, a partir de algunas relevantes bases, sin predeterminar y menos agotar todas las posibles consecuencias o conclusiones.
Estamos ante una obra de filosofía jurídica de un constitucionalista. Con una u otra intensidad, el cultivo de la ciencia jurídica como saber etiológico, crítico y sistemático sobre la realidad relacional específica del derecho en cuanto tal, además de requerir aquella divinarum atque humanarum notitia de que hablase Ulpiano, es indesligable —aunque deba distinguirse— de un saber filosófico. Ya recordamos lo que decía Cicerón. Pero se comprende que la dedicación especial al derecho constitucional, por su mayor inmediatez a los fundamentos, aboque a la filosofía del derecho y del Estado más perentoriamente que otras áreas de la ciencia jurídica. Y, estando en el derecho constitucional, como es sabido, les têtes de chapitre del derecho administrativo[10] —más marcada y extensamente que las de las demás ramas jurídicas[11]—, no extrañará el interés que una obra como esta y en estos tiempos suscite también entre los que nos dedicamos a eso que Fritz Werner caracterizara, aun con discutible acierto, como konkretisiertes Verfassungsrecht.
[1] |
Recensión del libro de Fernando Simón Yarza Ley natural y realismo clásico (Una defensa), Madrid, Civitas-Thomson Reuters, 2022, 198 págs. |
[2] |
Hemos resumido algunas ideas esenciales al respecto en la primera parte del estudio de 2019 que incluimos en la bibliografía. |
[3] |
Citamos aquí la obra de Cicerón De Legibus, cuyo texto procede aproximadamente del año 51 a. C., por la versión española, con introducción y notas, de Álvaro D’Ors, que se incluye en la bibliografía final. |
[4] |
«[…] something has gone very wrong with our law and our legal academy, but isn’t sure exactly how or why» (Vermeule, 2022: 25). |
[5] |
Vid., en un análisis aún bastante reciente, Barrio Mestre (2018). |
[6] |
De la relación del bien común, entendido como interés general, con el poder público y los derechos humanos individuales, nos hemos ocupado en la obra de 2022 que se incluye en la bibliografía. |
[7] |
Es el famoso texto de Cicerón sobre el núcleo de la familia como principium urbis et quasi seminarium reipublicae, en De officiis (44 a. C.), cuya traducción al español por José Guillén Cabañero incluimos en la bibliografía final. |
[8] |
De cuyo magisterio en la Universidad de Navarra es muy probable que se haya beneficiado Fernando Simón y que, por cierto, me ha alegrado ver citado expresamente por Vermeule en su reciente libro ya aludido, cautivado también por su especially illuminating treatment de tal fundamental cuestión —Vermeule, 2022: 188, nota 10, donde se refiere a la obra de Hervada, traducida al inglés por Mindy Emmons (2020), Critical Introduction to Natural Right, 2.ª ed, Montréal, Wilson & Lafleur—. La primera edición, en español, de esa obra de Hervada es de 1981. Dejé testimonio de mi deuda intelectual con Villey y, más particularmente con Hervada, en 1986: 125, nota 214, y en 1994: 544. |
[9] |
Sobre el que puede verse Nemo (2002: 499-508). |
[10] |
Esta afirmación procede de los orígenes mismos de la tradición jurídico-administrativa francesa. Se encuentra ya en Macarel (1844: 6), quien la atribuye a Pellegrino Rossi, y se ha convertido ya en expresión tradicional en Ducrocq (1874: 5). |
[11] |
Hoy resulta evidente que en la constitución se encuentran también los principios o normas más básicas de todas las demás ramas del ordenamiento jurídico de cada Estado. Lo advertíamos ya hace años al tratar de acotar la relación entre el derecho constitucional y el administrativo (1986: 144). |
Barrio Mestre, J. M.ª (2018). El realismo metafísico, clave de la cultura europea. Cuadernos de Pensamiento, 31, 11-20. |
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