RESUMEN
Este trabajo busca dar cuenta de los elementos diferenciales de una propuesta verdaderamente transformadora de derecho ecológico. Con dicho objetivo, en primer lugar, expone la evolución del derecho antropocéntrico en sus tres distintas etapas: el momento conservacionista, la fase de lucha contra la contaminación y la legislación para contrarrestar el cambio climático. Se dan cuenta de los elementos característicos de cada etapa, su origen, las leyes y tratados que sirven de ejemplo y los límites y tensiones de cada una de ellas. Con este marco, en el último apartado se proponen ciertos elementos demarcatorios de lo que debería constituir el derecho ecológico.
Palabras clave: Derecho ecológico; derecho antropocéntrico; cambio climático; derechos de la naturaleza; derecho ambiental.
ABSTRACT
This paper seeks to account for the differential elements of a truly transformative proposal of ecological law. To this end, first, it describes the evolution of anthropocentric law in its three different stages: the conservationist moment, the phase of the fight against pollution and the legislation to counteract climate change. An account is given of the characteristic elements of each stage, their origin, the laws and treaties that serve as examples and the limits and tensions of each of them. Within this framework, the last section proposes certain basic demarcating elements of what should constitute ecological law.
Keywords: Ecological law; anthropocentric law; climate change; rights of nature; environmental law.
Cuando en 1972 el principio 1 de la Declaración de Estocolmo sobre Medio Ambiente Humano dio cuenta de las dimensiones ambientales de los derechos civiles y políticos, la filosofía del derecho y, en general, la dogmática jurídica no estuvo preparada. Más tarde, en 1992, cuando la Declaración sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro incorporó el principio de precaución ambiental, inaugurando la época de la ignorancia epistémica dentro del derecho ambiental, la filosofía del derecho no estuvo preparada. El carácter antropocéntrico de la disciplina generó respuestas jurídicas que se concentraron exclusivamente en el ser humano. Así, cincuenta años después, más de una centena de convenios, tratados y declaraciones internacionales en materia ambiental se han promulgado, se han celebrado veintiocho Conferencias de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) y, a pesar de lo anterior, la emergencia climática sigue creciendo. Cincuenta años después, la estrategia jurídica antropocéntrica parece haber fallado[2].
En el centro del fracaso se encuentra la ausencia de la naturaleza como un participante activo en la discusión y la configuración de un derecho administrativo y penal ambiental que, inclusive en su interrelación con los derechos humanos, ha concedido al Estado la capacidad exclusiva de representación y toma de decisiones sobre la naturaleza. Al mismo tiempo, la respuesta antropocéntrica apostó por un modelo de justicia ambiental que reconoce obligaciones hacia la naturaleza, pero ve al ser humano como el único titular de derechos. Bajo este modelo, las cuestiones sobre lo justo o injusto se dirimen en relación con los efectos que la afectación a la naturaleza tiene o puede tener sobre las personas presentes o futuras, dejando de lado el valor propio del mundo no humano (Montalván Zambrano, 2020).
Los límites del derecho ambiental han dado paso a la formulación de un nuevo enfoque no antropocéntrico, al cual se ha denominado derecho ecocéntrico (Zelle et al., 2021) o derecho ecológico (Anker et al., 2021). Estas propuestas buscan una visión integral que incorpore el pensamiento y los enfoques ecológicos en todos los aspectos del derecho y la gobernanza y, a través de ello, un «abandono crítico del antropocentrismo, en el cual se ha basado la teoría jurídica y la fórmula del Estado de derecho o Derecho moderno hasta nuestros días» (Vicente, 2023: 97). De esta forma, el derecho ecológico propone «imaginar un futuro jurídico que no se base en la gestión de los recursos naturales para el beneficio a corto plazo de algunos ni en la falsa elección entre los intereses humanos y el medio ambiente, sino en un terreno negociado de florecimiento mutuo» (Anker et al., 2021: 1 y 7).
Variantes específicas de esta tendencia hacia la ecologización del derecho han derivado en propuestas dirigidas al reconocimiento de las entidades de la naturaleza como sujetos de derechos, con un valor intrínseco, capaz de ser protegido independientemente de su interés para el humano. Esta propuesta se suele presentar como una ruptura al paradigma y modelos de protección de la naturaleza planteados por el derecho ambiental antropocéntrico[3]. Sin embargo, a pesar del potencial civilizatorio para el proyecto de transición ecológica que posee este nuevo enfoque, si no existe una adecuada discusión sobre el contenido de los conceptos y los argumentos que lo justifiquen, se puede producir un vacío entre el discurso social y político y la filosofía legal o moral que lo desarrolle, que no solo afecte su potencial emancipatorio, sino que, muy por el contrario, lo convierta en una nueva herramienta de dominación bajo la cual falsas respuestas ecológicas formuladas por el poder hegemónico retrasen, una vez más, el cambio civilizatorio que demanda la crisis ecológica.
Teniendo en cuenta lo anterior, en otros trabajos he intentado explicar los fundamentos filosóficos que separan el discurso por los derechos de la naturaleza de otros marcos de reflexión sobre nuestra relación con el ambiente (Montalván Zambrano, 2020, 2023). En esta ocasión me centraré en los elementos específicos que debería poseer el derecho ecológico para marcar un verdadero punto de quiebre frente a otras formas de protección del ambiente que se vienen implementando a nivel nacional e internacional desde hace más de un siglo. Así, en este trabajo me pregunto por los rasgos que deberían diferenciar al derecho ecológico de otras alternativas ya establecidas, como las leyes o tratados para la conservación de la vida silvestre, las normas contra la contaminación, el manejo de residuos tóxicos o las disposiciones que buscan disminuir la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera. En otras palabras, intento dar cuenta de: 1) cuál es la diferencia entre la consagración de un espacio natural como sujeto de derechos y las leyes promulgadas, desde finales del siglo xx, para la creación de reservas o parques naturales; 2) qué aporta el derecho ecológico frente al derecho a un ambiente sano, y 3) cómo debe afrontar este nuevo derecho la crisis climática si pretende cumplir con su etiqueta de nuevo paradigma.
Con ese objetivo, a continuación exploro las formas en las que se ha desarrollado el derecho antropocéntrico en sus tres grandes etapas: 1) la fase conservacionista; 2) la fase de prevención de la contaminación, y 3) la fase de lucha contra el cambio climático (Bodansky, 2010: 21). Cada etapa ha aportado un enfoque específico sobre los problemas ambientales, sumando tipos de leyes al gran catálogo de lo que podemos denominar derecho ambiental. Especificar, con ejemplos, los enfoques con los que cada variante de derecho antropocéntrico se ha aproximado a la cuestión ambiental, me ayudará a delimitar los elementos diferenciales de lo que podría contener un verdadero derecho ecológico.
Las propuestas conservacionistas adquieren fuerza, principalmente, en Estados Unidos a finales del siglo xix e inicios del siglo xx. Dos nombres son especialmente importantes dentro de la historiografía de las ideas que forjaron el conservacionismo: el naturalista John Muir (1838-1914) y el político y botánico Gifford Pinchot (1865-1946). Por un lado, se atribuye a John Muir el surgimiento del movimiento preservacionista moderno con la creación, el 28 de mayo de 1892, del Sierra Club, una de las primeras organizaciones para la preservación del ambiente. Inspirándose en la filosofía de contemplación de la naturaleza de los estadounidenses Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David Thoreau (1817-1862) (contenida en sus libros Nature de 1836[4] y Excursions de 1863[5], respectivamente), Muir publicó varios artículos y libros de divulgación sobre las montañas de California y los parques nacionales de Estados Unidos[6] (Worster, 2008: 3). Con ellos buscaba que la ciudadanía se diera cuenta de que contemplar la naturaleza por su valor estético o espiritual era más importante que usarla como recurso productivo. Para Muir, tenía más valor que la naturaleza fuera preservada para los turistas que, por ejemplo, para los madereros o pastores[7].
Por otro lado, en la misma época, Gifford Pinchot, criticando la propuesta de una naturaleza intocada de su amigo y mentor John Muir, propuso una nueva ética de la conservación de tipo democrática y utilitarista, por la cual la conservación de la naturaleza debía alinearse con los objetivos del progreso humano. Para Pinchot, el valor de la belleza de la naturaleza es menos importante que su valor de recurso para el desarrollo científico y tecnológico del ser humano. Frente a la naturaleza silvestre de Muir, Pinchot proponía un uso responsable de los recursos naturales a favor del ser humano. Esto hace que algunos autores consideren a Pinchot como el padre del movimiento ambientalista moderno (Miller, 2001).
Esta disputa entre Pinchot y Muir dio paso a las dos ramas principales del movimiento ambiental estadounidense: el conservacionismo y preservacionismo. Pinchot se apropió del término conservación para su filosofía utilitarista del desarrollo científico de los recursos, mientras que la filosofía de una naturaleza silvestre e intocada de Muir pasó a ser conocida como preservacionista. La propuesta preservacionista de Muir ha sido criticada por dar valor únicamente a las experiencias estéticas o religiosas del ser humano y, de forma contradictoria, proponer una especie de antiantropocentrismo según el cual la conservación consiste en una naturaleza sin presencia del ser humano, pero para que ciertos humanos la puedan disfrutar. Sobre esto último, Muir ha sido criticado por reflejar prejuicios aristocráticos y privilegios de clase en su propuesta de la naturaleza como algo para el deleite del turista. Por su parte, la propuesta de manejo utilitarista de la naturaleza para el desarrollo humano de Pinchot ha sido criticada por su descarado antropocentrismo (Callicott, 2004: 46-52).
El debate y activismo de ambos pensadores dio origen al movimiento de conservación y protección de la naturaleza en Estados Unidos a finales del siglo xix. Allí se estableció en 1872 Yellowstone, considerado el primer parque natural del mundo[8]. En años posteriores, el creciente proceso de urbanización, la extinción de la paloma viajera y la posible extinción de otras especies hicieron que esta iniciativa sea implementada en más países y se crearan organismos gubernamentales nacionales y varias ONG dedicadas al tema (Bodansky, 2010: 23; Butler, 2015: xxii).
Los primeros espacios naturales donde se replicó la idea estaban ubicados en excolonias británicas: el Royal National Park de Australia en 1879; el Banff National Park de Canadá en 1885, y el Tongariro National Park de Nueva Zelanda en 1887[9]. En América Latina, la creación del primer espacio protegido —actualmente denominado como parque natural Nahuel Huapi— se remonta al año 1903, en Argentina, por iniciativa de un científico[10]. A esto le siguieron durante la década de 1930 otros parques naturales promovidos por botánicos en Chile, etnógrafos en Brasil y taxidermistas en Perú (Wakild, 2015: 44); pero también producto de luchas sociales. Este es el caso excepcional de México, donde el fomento de las áreas protegidas fue un emblema del movimiento revolucionario que lideró dicho país entre 1910 y 1940 y que, entre otros, logró la expedición de la primera Constitución en el mundo en reconocer derechos sociales en 1917[11].
En Europa, el parque nacional Sarek, ubicado en Suecia y creado en 1909, inauguró el establecimiento de reservas naturales en el continente, pero, también, expuso nuevas formas de dominación asociadas a su creación. Este parque se estableció en territorio del pueblo indígena sami. Como este pueblo denunció por décadas, el nuevo estatus de esta área afectó la gobernanza que los samis mantenían en la zona y provocó diversas vulneraciones a sus derechos (Allard, 2017). Posteriormente, se crearon el Parque Nacional Suizo, en 1914; el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, España, en 1918; el Parque Nacional de Gran Paraíso, Italia, en 1922; el Parque Nacional Thingvellir, Islandia, en 1928, y el Parque Nacional del Monte Olimpo, creado en Grecia en 1938.
Francia estableció sus primeros parques naturales fuera de sus fronteras, en sus antiguas colonias. En Argelia en 1921, Madagascar en 1927, Túnez a mediados del siglo xx, Marruecos en 1934, África Occidental Francesa entre 1926 y 1934 (actual Senegal, Malí, Costa de Marfil, Nigeria, Mauritania, Burkina Faso, Benín, Guinea y Togo) e Indochina (actuales Camboya, Vietnam y Laos). La falta de espacios naturales vírgenes dentro de su territorio continental, suele ser presentada como la razón detrás de la creación de estas primeras áreas protegidas en excolonias. Sin embargo, la proliferación de estos parques fue posible gracias a la facilidad con la que los colonizadores podían expulsar a la población indígena y nativa de sus territorios. Como lo expone Ford, al establecer estas áreas los funcionarios forestales culpaban a los campesinos de la deforestación, mientras mantenían discursos racistas y negaban el impacto de los propios colonizadores sobre esos ecosistemas (2012: 79).
Este modelo conservacionista impactó también en la legislación internacional. La Convención de París de 1902 para la Protección de las Aves Útiles a la Agricultura, suscrita por doce países europeos[12], es considerada el primer instrumento internacional en abordar cuestiones relativas a la preservación de la vida silvestre. Tenía como objetivo evitar la disminución de ciertas aves útiles para la agricultura —como los pájaros insectívoros que ayudan al control de plagas—, regulando su caza y disponiendo medidas para la protección de sus nidos y huevos. En esta misma línea, se suscribieron tratados bilaterales entre Canadá y Estados Unidos en 1916 y entre México y Estados Unidos en 1936 para la protección de las aves migratorias.
En el plano regional, la Unión Panamericana —organismo predecesor de la actual Organización de Estados Americanos (OEA)— expidió en 1940 la Convención para la Preservación y Protección de la vida Silvestre en el Hemisferio Occidental[13]. Esta convención fue suscrita por veintidós Estados de las Américas y es considerada uno de los primeros instrumentos internacionales que establece una clasificación de espacios naturales. A través de esta convención, los Gobiernos se comprometieron a crear «parques naturales», «reservas nacionales», «monumentos naturales» y «reservas de regiones vírgenes». Los parques nacionales son regiones que por la belleza «superlativa de sus paisajes» deben ser protegidas por el Estado para el disfrute del público en general. Las reservas nacionales son regiones controladas por el Estado para la conservación y uso de los recursos productivos que poseen. Los monumentos naturales son objetos específicos o determinadas especies de flora y fauna declaradas aisladas e inviolables por su interés estético, histórico o científico. Finalmente, las reservas de regiones vírgenes son áreas declaradas inviolables y controladas por el Estado por su carácter de territorio que mantiene condiciones «primitivas de flora y fauna», sin presencia humana[14].
En el continente africano, el primer diálogo para la creación de una convención internacional para la preservación de espacios naturales se dio entre los poderes coloniales que dominaban la zona. La Convención de Londres de 1900 para la Preservación de los Animales Salvajes, Aves y Peces en África, firmada por Francia, Germania, Italia, Bélgica, Portugal, España y Reino Unido, buscaba evitar la cacería no regulada de animales salvajes. Sin embargo, este acuerdo no entró en vigor, pues no fue ratificado por la mayoría de los países signatarios. Años más tarde, la iniciativa fue retomada y, el 8 de noviembre de 1933, se suscribió en Londres la Convención relativa a la Preservación de la Fauna y Flora en Estado Natural. Este documento entró en vigor en 1936, convirtiéndose en el primer tratado internacional vinculante sobre el tema en África.
Ya como Estados independientes, y contando con la asesoría de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), se suscribió la Convención Africana sobre la Conservación de la Naturaleza y de los Recursos Naturales de 1968 (Convención de Argel). La necesidad de contar con una estructura institucional que implemente esta convención condujo a su reforma en el año 2003, en Maputo. Esta reforma fue firmada por 45 Estados africanos; sin embargo, entró en vigor después de trece años, en julio del 2016, debido a la falta de ratificaciones necesarias[15]. Tanto la Convención de 1968 como su reforma del 2003 se alejan de la perspectiva utilitaria que seguía la primera Convención suscrita por los poderes coloniales. Proponen, entre otros, un enfoque de responsabilidad común y de uso racional de los recursos para el bienestar de las generaciones presentes y futuras, teniendo en cuenta la importancia de vincular las necesidades socioeconómicas del continente con la obligación de preservación de áreas naturales (International Union for Conservation of Nature and Natural Resources, 2004)[16].
A nivel global, uno de los tratados más importantes fruto de este movimiento conservacionista es el Convenio Relativo a los Humedales de Importancia Internacional especialmente como Hábitats de Aves Acuáticas, firmado en Ramsar, Irán, en 1971 (también conocido como Convenio de Ramsar). Actualmente, el Convenio cuenta con 172 partes contratantes (Estados miembros), entró en vigor en 1975 y, como su nombre lo indica, tiene como objetivo específico la conservación de humedales considerados fundamentales por su biodiversidad y funciones. Derivado de dicho convenio se ha creado la lista de «sitios Ramsar», humedales especialmente protegidos alrededor del mundo por su relevancia ecosistémica. En la actualidad la lista ha incorporado casi 2500 humedales[17].
El origen y evolución de las leyes conservacionistas da cuenta de dos rasgos característicos dentro de los objetivos que persiguen: 1) buscan proteger, por el valor intrínseco que poseen, los espacios naturales especialmente importantes por su belleza estética o biodiversidad, y 2) pretenden controlar, a través de la recalificación de estas áreas como espacios de dominio público bajo control estatal, las actividades de personas particulares o comunidades locales que puedan afectar a las especies u objetos naturales que habitan en ellos.
El primer punto puede dar la impresión de que el modelo de parques naturales se aleja del marco antropocéntrico de gestión ambiental; sin embargo, esta interpretación no es del todo correcta. Las primeras leyes conservacionistas (anteriores a la Segunda Guerra Mundial) tenían una vocación claramente utilitaria y antropocéntrica. Se buscó resguardar espacios naturales considerados importantes para el deleite estético humano —colonial y elitista— y controlar, mas no eliminar, las actividades de caza y pesca que se desarrollaban dentro de los mismos[18]. De la mano con lo anterior, su enfoque se dirigía hacia amenazas directas, como la caza y pesca indiscriminadas, dejando de lado amenazas indirectas, como la contaminación o introducción de especies invasoras (Bodansky, 2010: 24).
El segundo punto característico de esta propuesta tiene que ver con la gobernanza sobre esas reservas naturales. Con excepción del enfoque ecosocial y revolucionario que guio la promulgación de las primeras leyes conservacionistas en México, en el resto de casos estas iniciativas surgieron de grupos científicos, dominios coloniales o élites económicas[19]. Como vimos, esto produjo en algunos casos la eliminación del control que grupos indígenas y nativos tenían sobre dichos territorios, como el pueblo sami en Europa y diversos pueblos de África y América. Así, la toma de decisiones sobre lo que pasaba en esos espacios naturales se alejó de las comunidades locales, directamente afectadas, y pasó a ser una potestad exclusiva del Estado, en unos casos, y de los poderes coloniales, en otros. Por ello, el segundo rasgo identificativo de las primeras leyes conservacionistas es un modelo de gobernanza de arriba hacia abajo que buscaba quitar poder de decisión sobre su entorno a las comunidades locales. De esta forma, tal como lo explica Jeyamalar Kathirithamby-Wells en su estudio sobre el parque nacional Taman Negara, creado en Malasia en 1938, la imposición del proyecto europeo también implicó «la introducción de reservas forestales coloniales y áreas protegidas como parte de la “territorialización colonial” que criminalizó los derechos y prácticas indígenas preexistentes y exacerbó los problemas generados por la expansión demográfica y la falta de tierras» (Kathirithamby-Wells, 2012: 85).
En la segunda etapa de promulgación de leyes y tratados conservacionistas (después de la Segunda Guerra Mundial) se fue paulatinamente dejando de lado el enfoque marcadamente utilitarista de las primeras leyes. El enfoque ecosistémico de la Convención de Ramsar de 1971 es un ejemplo de aquello. Sin embargo, persisten los conflictos sobre los esquemas de gobernanza que se crean al amparo de estas leyes, tal como lo demuestra la experiencia actual de litigio ambiental en América Latina. La creación de parques naturales como mecanismo para restringir los derechos territoriales de los pueblos indígenas es un problema que viene incrementándose en la región. Así, por ejemplo, a fecha de diciembre de 2023, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) está conociendo tres casos que involucran la creación de reservas naturales en territorio indígena[20], mientras la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se encuentra tramitando dos casos sobre el tema[21]. Del mismo modo, la CIDH ha iniciado el trámite de un caso sobre un proyecto ecológico de restauración de humedales que, al haberse planificado y ejecutado sin tener en cuenta sus impactos sociales, ha producido vulneraciones de derechos humanos hacia grupos en estado de vulnerabilidad[22].
Durante la década de 1960 se produjeron varias manifestaciones sociales en contra de los plaguicidas, las centrales nucleares, los vertederos de desechos tóxicos y la contaminación. Producto de lo anterior, a finales de dicha década e inicio de los setenta, se promulgaron nuevas leyes ambientales en distintos países de occidente (Eckersley, 2003: 13). El inicio de este nuevo movimiento ambiental en Estados Unidos y su posterior difusión en el mundo es atribuido al éxito que tuvo el libro Primavera silenciosa, de Rachel Carson (1907-1964), publicado en el año 1962[23].
Carson fue una bióloga marina y conservacionista estadounidense. Si bien concentró la mayor parte de su trabajo en el mar, una de sus grandes preocupaciones fue la contaminación provocada por el excesivo uso de pesticidas, de la cual nace Primavera silenciosa (Quaratiello, 2004: 83-87). En este libro, Carson probó que, en un entorno de especies interconectadas, los pesticidas químicos que pretendían ser utilizados solamente contra insectos u otras plagas, realmente eran transmitidos a otros organismos por medio de la cadena alimenticia, hasta llegar y afectar al ser humano.
A finales de 1962, gracias a las advertencias de Carson, se habían introducido más de cuarenta proyectos de ley en las legislaturas estatales de Estados Unidos relacionados con la regulación del uso de plaguicidas; ocho años más tarde, en 1970, el Congreso aprobó la National Environmental Policy Act y la Clean Air Act y creó la Agencia de Protección Ambiental; en 1972, promulgó la Clean Water Act y, en el mismo año, el Gobierno prohibió el DDT (ibid.: 106). Pero el impacto de Primaveras silenciosa no se redujo a Estados Unidos; muy al contrario, este es considerado uno de los libros más influyentes del siglo xx (ibid.: 83)[24].
La obra de Carson inspiró, al menos desde el campo teórico, las movilizaciones en Estados Unidos durante la década de los sesenta. Diez años después de la publicación de Primavera silenciosa se reconoció, oficialmente, que la «crisis ambiental» es un asunto de preocupación local, nacional e internacional; el 22 de abril de 1970 se efectuaron las primeras celebraciones del Día de la Tierra; en 1972 se publicó el informe Límites al crecimiento (The Limits to Growth), encargado al MIT por el Club de Roma (Meadows et al., 1972), y también en 1972 se promulgó la Declaración de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano de Estocolmo. El Consejo de Europa emitió en 1967 la Directiva 67/548/CEE sobre la clasificación, envasado y etiquetado de sustancias peligrosas. En América se expidió el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1988 (Protocolo de San Salvador), en cuyo artículo 11.1 se consagró el derecho de toda persona a «vivir en un medio ambiente sano y a contar con servicios públicos básicos»[25]. Del mismo modo, a nivel global, se promulgaron diversos tratados dirigidos a regular al manejo de sustancias tóxicas, la contaminación del aire y los océanos y la radiación nuclear (Bodansky, 2010: 26-30).
La obra de Carson fue también la predecesora de los primeros movimientos por la justicia ambiental. Existe cierto consenso en la literatura especializada en que el uso del concepto justicia ambiental no entró en el lenguaje común sino hasta principios de los años ochenta, vinculado, precisamente, al racismo ambiental[26]. En particular, se lo asocia a la lucha del pueblo afroamericano del sur de Estados Unidos contra la instalación de empresas con altos niveles de contaminación en sus barrios. Estas comunidades identificaron que sus barrios estaban presentando altas tasas de enfermedades relacionadas con la toxicidad y contaminación de las industrias de combustibles fósiles y petroquímicas instalas a sus alrededores (Murdock, 2021: 7). La protesta masiva de 1982 contra la instalación de un vertedero de productos químicos altamente tóxicos en el condado de Warren, Carolina del Norte, una zona afroamericana de bajos ingresos, es considerada el nacimiento del movimiento de justicia ambiental[27]. Desde este acontecimiento, la justicia ambiental sostiene que la desigualdad está íntimamente relacionada con (y además causada por) los ambientes degradados[28].
Esta lucha contra la discriminación racial fue el germen del movimiento por la justicia ambiental y su principal rasgo distintivo frente al movimiento conservacionista. Mientras el conservacionismo tuvo como promotores, principalmente, a élites y poderes coloniales, el movimiento ambientalista fue un fenómeno masivo y popular que no se centró únicamente en la conservación de la naturaleza, sino que amplió su atención hacia problemas como la contaminación, la tecnología, la población y el crecimiento económico (Bodansky, 2010: 26).
A pesar de que el origen de la «justicia ambiental» está claramente determinado, dicho término siempre ha resistido a una definición estable. Con el tiempo, ha viajado y evolucionado, tomando nuevos significados políticos y abrazando aún más temas y aspiraciones dependiendo de los contextos particulares (Holifield et al., 2018: 3-4). En el centro de dicha evolución ha estado la pregunta ¿justicia para quién? La respuesta, dado el paradigma antropocéntrico dualista del que parte este modelo, será siempre el humano, ya sea individual, colectivo, local, global, presente o futuro; el humano directamente afectado por la contaminación, pero también el humano que contamina[29]. Por ello, aunque los avances fueron significativos, como señala Eckersley, gran parte del reconocimiento oficial y nueva legislación ambiental que generó la obra de Carson contribuyó también a definir y contener los problemas ambientales como cuestiones esencialmente de planificación deficiente. Esto es, como una «crisis de participación» por la que los grupos excluidos trataban de asegurar una distribución más equitativa de los «bienes» ambientales (por ejemplo, el equipamiento urbano) y los «males» (por ejemplo, la contaminación): «Se interpretó ampliamente que el aumento de la preocupación pública por los problemas ambientales se refería únicamente, o al menos principalmente, a cuestiones de participación y distribución, es decir, a cuestiones relativas a quién decide y quién obtiene qué, cuándo y cómo» (Eckersley, 2003: 9).
Producto de ello, las cuestiones ambientales fueron reducidas al estudio de las políticas públicas para el control de la contaminación y al mapeo de los grupos de interés ambiental. Esto hizo que el carácter transformador del movimiento de la época se diluyera en el marco del «proceso político» y la «política del conseguir» ibid.: 8-10).
En lo jurídico, el modelo de justicia ambiental se tradujo en el derecho a un ambiente sano. Este derecho considera a la protección del ambiente como un elemento sine qua non para el disfrute de los derechos humanos. En el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el derecho a un ambiente sano surgió a partir del reverdecimiento (greening) de los derechos civiles y políticos. El proceso de reverdecimiento busca dar cuenta de las dimensiones ambientales de los derechos humanos (de Oliveira y de Faria Moreira, 2015: 198). Es decir, proteger aquellos «recursos» naturales que se consideran indispensables para la protección y desarrollo de los derechos del ser humano. Esta aproximación se enmarca en lo que se denomina como el enfoque instrumental de la protección del ambiente para la garantía de los derechos humanos[30].
A pesar de los importantes avances que el reconocimiento del derecho a un ambiente sano ha representado para la protección de la naturaleza, varios autores han dado cuenta de que, al menos desde el punto de vista ecológico, este posee importantes limitaciones (Borràs, 2016). Su énfasis está en la injusta distribución de los costes ambientales. Así, el problema ambiental es visto, tan solo, como el resultado de un error en el cálculo coste-beneficio hecho por el mercado. Para corregir dicho error, este modelo pretende internalizar los costes ecológicos poniendo precio a los servicios ambientales (Gudynas, 2010: 56-59; Leff, 1995: 28). Pero estos análisis coste-beneficio tienden a estar sesgados en contra de la regulación ambiental, suelen minimizar los beneficios ecológicos difíciles de valorar y exagerar los costes de cumplir con las regulaciones[31] (Bodansky, 2010: 65-66).
En línea con lo anterior, el derecho humano a un ambiente sano, tal como establece la profesora Borràs, ve a la naturaleza desde un paradigma utilitario mecanicista e individualista y, por ello, «determina el grado de “daño” permitido al servicio humano […] sin alterar lo más mínimo el funcionamiento habitual del sistema biocida» (2022: 24). Esta aproximación antropocéntrica y utilitarista es, también, el fundamento del derecho ambiental (Morato Leite y França Dinnebier, 2019: 106). Al respecto, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) ha dado cuenta de que la forma antropocéntrica y reduccionista del derecho ambiental es, primero, contraria al carácter interdependiente del ecosistema y, segundo, débil políticamente, pues compite con otras áreas más poderosa del derecho como el derecho de propiedad y el derecho mercantil (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, 2016).
Entre los problemas de este enfoque tradicional del derecho ambiental se encuentran su tendencia regulatoria y, paradójicamente, su tendencia desregulatoria. Tal como da cuenta Montini, la primera etapa del derecho ambiental tuvo un enfoque de mando y control, el cual condujo a la adopción de un amplio corpus de legislación ambiental destinado principalmente a gestionar las emergencias ambientales causadas por las externalidades negativas del modelo económico neoclásico dominante. Esta tendencia regulatoria, aunque exitosa en algunos casos, ha producido una progresiva burocratización de las políticas y los procedimientos ambientales, haciéndolos poco efectivos y alejados de las comunidades afectadas. Por otro lado, de forma paralela, el derecho ambiental fue gradualmente adoptando una tendencia desreguladora, caracterizada por el uso de diversas herramientas, como las medidas voluntarias, los enfoques basados en el mercado y los incentivos e impuestos, como alternativas a los instrumentos tradicionales de mando y control. Esta desregulación se ha promovido al considerar que los incentivos adecuados darían lugar a innovaciones que protegen el ambiente sin perjudicar a las empresas. Sin embargo, el riesgo de este enfoque desregulador, tal como lo expresa Montini, es que si se da prioridad a las consideraciones económicas y de competitividad sobre los requisitos ambientales es muy difícil mantener un alto grado de protección del ambiente (2021: 12-13).
En resumen, el movimiento por la justicia ambiental y las legislaciones ambientales que se promovieron producto del mismo corrigieron dos de los problemas del anterior movimiento conservacionista:
a)ampliaron la perspectiva sobre los problemas ambientales. Su enfoque ya no es exclusivamente la preservación de ciertas especies o paisajes naturales por su valor estético, sino que incluyen entre sus objetivos la lucha contra la contaminación y la injusta distribución de los costes ambientales;
b)al constituirse como un movimiento de masas, se fomentó la participación activa de toda la sociedad en los asuntos ambientales, lo que contrastaba con el carácter minoritario y, en algunos casos, elitista del movimiento conservacionista.
Estas correcciones, sin embargo, dejaron de lado una de las importantes reflexiones del pensamiento conservacionista: el valor intrínseco de los espacios naturales. El centro que puso la justicia ambiental en las dimensiones humanas de la contaminación y las estrategias coste-beneficio que se implementaron, produjeron la pérdida de la idea del valor propio de la naturaleza, ya establecida por el pensamiento conservacionista. Esta perspectiva hizo que la toma de decisiones sobre la contaminación pueda ser siempre reducida a un análisis económico capaz de poner precio a todo y eliminar la idea de que hay cosas en la naturaleza que son invaluables, que tienen un valor propio, independiente de su utilidad para el ser humano.
La tercera fase de la protección antropocéntrica del ambiente inicia en 1985, con el descubrimiento del agujero de ozono en la Antártica (Bodansky, 2010: 30). Este acontecimiento extendió la preocupación por el calentamiento global en todo el planeta y marcó el inicio de una nueva agenda para las cuestiones ambientales: la lucha contra el cambio climático.
Esta nueva fase se caracteriza por el abordaje, con perspectiva global, de los efectos de la contaminación y degradación ambiental. En la fase conservacionista la preocupación ambiental se limitaba a especies o espacios naturales específicos destacados por su belleza estética o servicios ambientales. En la fase contra la injusta distribución de la contaminación, se amplió la mirada para incluir los efectos indirectos sobre el bienestar humano de los procesos interconectados de deterioro ambiental a escala nacional o regional. En esta tercera fase, el descubrimiento de un daño ambiental sobre un elemento de la naturaleza que envuelve a todo el planeta por igual, la capa de ozono, abrió la puerta para la discusión sobre el carácter global del problema ambiental. El fundamento científico principal de este enfoque de interconexión planetaria tiene su origen en dos términos: la biósfera propuesta por Vernadsky y la teoría de Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis.
Vladímir Ivánovich Vernadsky (1863-1945) fue un científico ruso considerado uno de los padres de la biogeoquímica. Popularizó, aunque no acuñó, los términos biósfera y noósfera, marcando los puntos de reflexión sobre los mismos. En su obra más importante, The Biosphere (Vernadsky, 1998), expone las tres generalizaciones empíricas que conceptualizan la idea de biósfera hasta nuestros días:
a)la vida ocurre en un planeta esférico, es decir, la Tierra es una esfera auto contenida;
b)prácticamente todos los elementos geológicos de la superficie de la Tierra están influenciados por la vida y, por tanto, forman parte de la biosfera;
c)la influencia planetaria de la materia viva se hace más extensa con el tiempo, por lo que más partes de la Tierra se incorporarán paulatinamente a la biosfera (Margulis et al., 1998: 15).
Para Vernadsky, «la vida no es simplemente una fuerza geológica, es la fuerza geológica» (ibid.: 15). Su fuerza sería tan grande que, para este autor, «la materia inerte de la biosfera sería, en gran parte, una creación de la vida» (ibid.: 88). Así, Vernadsky buscó defender la importancia que tiene la vida en los fenómenos geológicos y la interconexión entre ellos. Su teoría sigue guiando, hasta nuestros días, los debates de lo que actualmente se conoce como biogeoquímica, disciplina científica que estudia la relación entre los organismos vivos y los compuestos geoquímicos.
Años más tarde, James Lovelock, ex trabajador de la NASA y químico atmosférico de Reino Unido, junto con la bióloga estadounidense Lynn Margulis, formularon la teoría de Gaia. De acuerdo con esta teoría, el planeta Tierra —como un todo— funciona como un organismo vivo, como un sistema de reacción abierto o continuo, capaz de disminuir su entropía a expensas de la energía libre tomada del ambiente y posteriormente rechazada en forma degradada (Lovelock y Margulis, 1974: 3). Este sistema es Gaia. Posee la capacidad de mantener los niveles de temperatura, acidez y composición tolerables para la biota terrestre a través del control cibernético (Margulis y Lovelock, 1974). Así, el planeta Tierra actuaría como un todo vivo, capaz de mantener un sistema de baja entropía hacia dentro y depositar mayor entropía hacia el universo.
El descubrimiento del agujero en la atmósfera en 1987 inició el interés global por la protección de ese ser vivo llamado biósfera o Gaia. Dos años después se adoptó el Protocolo de Montreal sobre Sustancias que Agotan la Capa de Ozono, el primer acuerdo multilateral que reguló la producción y el consumo de casi cien sustancias químicas artificiales y considerado el más efectivo hasta la fecha[32]. En ese mismo año, la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, también conocida como la Comisión Brundtland, creada por las Naciones Unidas en 1983, publicó el Informe Brundtland o Nuestro futuro común, documento que puso en la agenda global al «desarrollo sostenible». Esta propuesta sería materializada en la Declaración de Rio de Janeiro de 1992 sobre Medio Ambiente y Desarrollo. También en 1992 se expidió el principal documento internacional para la lucha contra el calentamiento global: la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Derivado de esta convención, en 1997 se expidió el Protocolo de Kioto y en el 2015 el Acuerdo de París. Todos estos instrumentos internacionales buscan dar una solución al cambio climático, pero, como veremos, aquella tarea no ha resultado para nada sencilla. Si bien existe un acuerdo sobre el carácter planetario del problema, han surgido importantes diferencias respecto de sus causas y responsabilidades derivadas.
El calentamiento global es el aumento de las temperaturas promedio de la Tierra producto de la concentración en la atmósfera de gases de efecto invernadero generados por la actividad humana. De esta definición, como explica Bodansky, se pueden derivar dos perspectivas distintas sobre las causas del calentamiento global: 1) que la causa del calentamiento global es la excesiva «emisión» de dióxido de carbono, o 2) que la causa del calentamiento global es la «acumulación» de esa contaminación en la atmósfera. Posicionarse a favor de una de estas causas nos puede dirigir a respuestas diferentes (2010: 37-38). Por un lado, si decimos que el problema son las excesivas «emisiones», la soluciones pasarían por reducir la producción de gases de efecto invernadero a través de límites legales o el desarrollo de tecnología no contaminante (transición energética). Por otro lado, si consideramos que el problema importante no es que se emita dióxido de carbono, sino que este se «acumule» en la atmósfera, la solución pasaría por crear tecnología que evite tal proceso de acumulación. Este segundo planteamiento es el punto de partida de quienes favorecen el desarrollo de geoingeniería para enfriar artificialmente el planeta.
Estas variantes discursivas sobre las causas del calentamiento global han producido tres tipos de respuestas antropocéntricas: 1) las que mercantilizan la naturaleza a través de la emisión y compra de bonos de carbono; 2) las que buscan reemplazar la energía fósil con el desarrollo de tecnología «verde», sin transformar los modelos de consumo y desarrollo actuales, y 3) las que buscan transformar el planeta por medio de tecnología que controle artificialmente sus ciclos homeostáticos. Cada una de estas alternativas, como veremos, acentúa la desterritorialización de los conflictos ambientales, provocando, en algunos casos, nuevas formas de vulneración hacia los derechos de ciertos grupos humanos.
La mercantilización de la naturaleza surge como una estrategia del capitalismo verde para enfrentar la nueva realidad de interconexión planetaria a la que nos avoca el calentamiento global. El paradigma propuesto en las primeras legislaciones climáticas implicó una resignificación del problema ambiental como una cuestión cuya regulación afecta no solo a determinados espacios naturales o personas, sino a todos los aspectos de la economía, la política y la sociedad. Este nuevo esquema, como explica Bodansky, implica el aumento de actores intentando influir en la toma de decisiones ambientales y una potencial intromisión mayor por parte del escenario internacional en la toma de decisiones nacionales. Este segundo punto motivó la mayor participación de países en vías de desarrollo en las negociaciones de estos nuevos tratados. Su objetivo era disputar la narrativa de que todos debían asumir las mismas cargas del calentamiento global: si los países industrializados habían sido los causantes de la crisis climática, son ellos los que deben asumir el peso de las restricciones que adoptar para frenar el calentamiento global. Esto hizo que la discusión sobre los problemas ambientales adquiriera también una dimensión Norte-Sur (ibid.: 31-32).
Esta nueva dimensión ha sido el principal punto de debate en las negociaciones internacionales sobre el cambio climático y, aunque a primera vista puede parecer indiscutible que quien más contamina más responsabilidades debe tener, la fórmula para atribuir el grado de responsabilidad no es para nada simple. Por ejemplo, si decidimos establecer el peso de las obligaciones de cada país de acuerdo con el número de emisiones que produce, nos debemos preguntar si contaremos únicamente las emisiones actuales o también las históricas (acumuladas a través del tiempo) y si estas deben ser determinadas de forma per cápita o en totales nacionales (es decir, sin tener en cuenta el tamaño de la población). También debemos decidir si contamos las emisiones teniendo como referencia lo que la industria de ese país genera o el consumo de su población. Tomar uno u otro indicador puede llevar a aumentar o disminuir drásticamente las obligaciones de un país[33]. Por último, agrupar y contabilizar todas las emisiones de dióxido de carbono (presentes e históricas, totales y per cápita, por producción y por consumo) y establecer responsabilidades a partir de su resultado, tampoco resulta del todo satisfactorio, pues los efectos y grados de preparación para el cambio climático tampoco son equiparables. Los países del Norte Global han sido los que más han contaminado; sin embargo, son los que más tarde serán afectados por el cambio climático y los que mayor capacidad económica actual poseen para adaptarse a él. Por su parte, los países del Sur Global, siendo los que menos han contribuido al cambio climático, son los que se encuentran en mayor riesgo de sufrir sus efectos próximos y los más vulnerables, dadas las desigualdades económicas y sociales que atraviesa su población.
Las dificultades mencionadas hicieron que los mecanismos acordados para la implementación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, establecidos tanto en el Protocolo de Kioto en 1997 como en el Acuerdo de París en el 2015, promovieran la creación de un mercado para la compra y venta de emisiones de dióxido de carbono. Esta propuesta busca limitar las emisiones de gases de efecto invernadero asignando un valor monetario a las mismas. Se establece un máximo total de emisiones permitidas para entidades sujetas a regulación (como empresas). Si una entidad emite menos de su asignación, puede vender sus excedentes no utilizados a otras entidades que necesiten emisiones adicionales para cumplir con sus límites. Pero, además, las empresas que excedan sus límites pueden compensarlo comprando créditos de carbono emitidos por proyectos nacionales dirigidos a la reducción de emisiones a través, por ejemplo, de la creación de reservas naturales dentro del programa REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación Forestal)[34]. Todo esto, en un marco de acciones voluntarias, establecidas por medio de las contribuciones nacionalmente determinadas (NDC, por sus siglas en inglés), una figura creada por el Acuerdo de París para que cada país establezca cuáles son los compromisos que asumen para abordar el cambio climático.
Este tipo de mecanismos han generado nuevas formas de dominación, como han dado cuenta algunos proyectos de venta de emisiones de carbono a través del programa REDD+. En Guatemala, se ha denunciado el desplazamiento forzoso de cuatrocientas cincuenta personas, muchas de ellas indígenas maya Q’eqchi y Chuj, producto de la imposición sobre sus territorios del proyecto GuateCarbón, un plan de Gobierno, elaborado con asesoría del BID, que busca emitir 1,2 millones de créditos de carbono con la creación de reservas naturales (Santiago, 2018). Las comunidades indígenas desplazadas por el proyecto se encuentran actualmente viviendo como refugiados en México. Debido a su vulnerable situación, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en septiembre del 2017, dispuso varias medidas cautelares a su favor[35] y en diciembre de 2021 emitió una resolución de seguimiento[36].
Las otras dos propuestas antropocéntricas para combatir el cambio climático son la transición energética y la geoingeniería. Ambas propuestas parten de un tecnooptimismo que, en la mayoría de los casos, no busca trastocar el modelo de desarrollo capitalista. La transición energética busca combatir la emisión de dióxido de carbono, mientras que la geoingeniería quiere reducir su acumulación en la atmósfera o disminuir artificialmente sus efectos. En otro trabajo, junto a la profesora Isabel Wences, escribimos sobre los efectos coloniales de la transición energética hegemónica, razón por la cual no los desarrollaré aquí (Montalván Zambrano y Wences, 2023). La geoingeniería, por su parte, se puede definir como «la manipulación humana, intencional y a gran escala, de los sistemas climáticos de la Tierra» (Fundación Heinrich Böll, Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración, y Biofuelwatch, 2018). Estas iniciativas buscan: 1) remover gases de efecto invernadero por medio de la captura y almacenamiento de carbono con equipos tecnológicos o la modificación genética de especies que permitan, por ejemplo, la fotosíntesis aumentada de árboles, o 2) gestionar artificialmente la radiación solar a través de, por ejemplo, la instalación de grandes cubiertas blancas en desiertos que reflejen la luz solar hacia el espacio, la inyección estratosférica de aerosoles, el blanqueamiento de las nubes marinas o la instalación de sombrillas y espejos espaciales[37]. La posible implementación de estos proyectos conllevaría el desplazamiento forzoso de tierras y pueblos, además de efectos no determinados sobre el planeta, tal como lo vienen denunciando, desde el 2010, la Red Ambiental Indígena (Indigenous Environmental Network) y Hands Off Mother Earth[38].
Todas estas iniciativas tecnooptimistas parten de un antropocentrismo evidente. No buscan alterar nuestros parámetros de comportamiento hacia la naturaleza; por el contrario, pretenden incrementar nuestro proceso de dominio sobre ella para controlar artificialmente sus ciclos vitales. Estas ideas no son nuevas, ya estaban presentes en los dos científicos que elaboraron los términos bajos los que pensamos el cambio climático actualmente, Vernadsky y Lovelock.
Hacia 1945, luego de presenciar el impacto de la Segunda Guerra Mundial sobre la Tierra, Vernadsky comenzó a usar un nuevo concepto: la noósfera. A través de este concepto propone ver al surgimiento de la humanidad no como una anomalía de la evolución, sino como un paso necesario hacia el proceso de máximo aprovechamiento de la materia, al cual denomina noósfera (1945: 9). Tomando como referencia el trabajo del sacerdote jesuita, geólogo y filósofo francés Pierre Teilhard de Chardin (1965: 281), hacia 1945 se adscribe a la idea de que el curso evolutivo del planeta nos dirige inevitablemente hacia la noósfera, una etapa en la que la presencia planetaria del ser humano habría logrado cambiar positivamente, por medio de la ciencia y la tecnología, a la biósfera. En la etapa actual de dicho proceso de evolución inevitable, el ser humano habría logrado, por medio de su cerebro, convertirse en una fuerza geológica a gran escala, capaz de «reconstruir radicalmente la provincia de su vida con su trabajo y su pensamiento» (Vernadsky, 1945: 9).
Por otro lado, Lovelock, ya en sus trabajos en solitario, dejó sentado que Gaia no tendría ningún interés especial en mantener una relación con el ser humano; a la inversa, es el ser humano el que, si quiere continuar existiendo, debe mantener una relación pacífica con Gaia. La Tierra, dice Lovelock, «se ha recuperado de fiebres como esta […]. Lo que está gravemente en peligro es la civilización» (2007: 96-97). Con lo anterior, tal como expone ampliamente en su libro titulado La venganza de Gaia, quiere dar cuenta de que estamos en guerra con Gaia. Al cambiar el medio ambiente hemos, en opinión de Lovelock, «declarado sin darnos cuenta la guerra a Gaia» (ibid.: 13), hemos «dañado tan gravemente la Tierra que ahora Gaia nos amenaza con la pena capital: la extinción» (ibid.: 212-213).
Así, para Lovelock tenemos que hacer las paces con Gaia por nuestro propio interés (esto hace que la ética de Gaia exprese cierto antropocentrismo). Para este autor, la forma de enfrentar la guerra que nos plantea Gaia no es mirar al pasado e intentar recuperar la, en su consideración, «falsa armonía» que habrían tenido los pueblos ancestrales con la Tierra. Lovelock es un defensor de la ciencia y el progreso. Cree, por el contrario, que la única forma de hacer las paces con Gaia es mejorar nuestra tecnología hasta un punto tal que no afecte el estado de homeostasis planetario (ibid.: 209-210).
Lo anterior refleja en Lovelock, al igual que en Vernadsky, cierto optimismo tecnológico. Hacia 1979, Lovelock consideraba que la desaparición de la capa de ozono era un proceso lo suficientemente lento como para que el avance de la tecnología humana lo contrarreste (Lovelock, 1985: 94). A sus noventa y nueve años, en su último libro publicado en el 2019, Lovelock ya consideraba como urgente enfriar el planeta haciendo uso de la tecnología. Las estrategias para alcanzar tales objetivos, tal como Lovelock iría ampliando a lo largo de sus obras, son: 1) proteger los sitios más importantes para homeostasis planetaria; 2) hacer de la energía nuclear la principal fuente energética; 3) apostar por los pesticidas y cultivos transgénicos; 4) que la población mundial habite en megaciudades; 5) el control artificial de la temperatura de la Tierra a través de la geoingeniería, y 6) dar paso a la inteligencia artificial (ciborgs) en la tarea de control planetaria. Así, la inteligencia artificial creada por los humanos sería la única capaz de llevar a cabo el control ambiental absoluto sobre el planeta, uno que permitiría regular artificialmente la homeostasis planetaria y llevarnos a una supuesta nueva época geológica, el «novaceno» (Lovelock, 2015; Lovelock y Appleyard, 2019). Para Lovelock, vivir con Gaia significaría no pensar desde la ecología, no mezclar la ciencia y la política y, finalmente, expandir nuestro potencial tecnológico hasta alcanzar el novaceno, una era en la que la inteligencia artificial creada por el ser humano controle los ciclos de la naturaleza.
Para cerrar este apartado, quisiera enumerar lo que, para los efectos de este trabajo, considero serían los rasgos diferenciales de la etapa contra el cambio climático:
a)La desterritorialización de los conflictos y las soluciones. La narrativa sobre la urgencia y carácter global de la emergencia climática ha producido propuestas dirigidas a comerciar con la contaminación entre grandes grupos de poder y fomentar transiciones y soluciones tecnológicas que no toman en cuenta a las comunidades locales en su desarrollo.
b)El carácter transversal de los efectos del calentamiento global ha producido un aumento de los actores interesados en imponer sus agendas dentro de los debates sobre el cambio climático.
c)Se ha intentado manejar la incertidumbre a través de la monetización de la naturaleza a escala global o el fomento de tecnologías supuestamente no contaminantes o capaces de revertir los efectos del cambio climático. Este control sobre la incertidumbre bajo parámetros aparentemente técnicos, sin embargo, suele ser falso, pues deja abiertas varias preguntas, tales como:
¿Debe intentar evitar que se produzca cualquier daño (de hecho, ¿es esto posible?) o solo los daños significativos? Y, en este último caso, ¿cómo debe definir qué daños son significativos? Dicho de otro modo, ¿se debe proteger el ambiente a toda costa o solo en la medida en que los beneficios ambientales superen los costes económicos? ¿Cómo debe valorar los daños y beneficios futuros en comparación con los presentes? ¿Y cómo se deben valorar los riesgos inciertos frente a los riesgos ya definidos? (Bodansky, 2010: 58).
Por lo anterior, otro de los problemas de la configuración antropocéntrica del derecho ambiental es su referencia exclusiva al conocimiento científico para predecir los resultados medioambientales y direccionar su programa de gestión de riesgos. La vocación antropocéntrica de dominación de la naturaleza se expresa aquí a través de un optimismo cientificista. Se pretende convertir a la inevitable incertidumbre ecológica en un lenguaje de probabilidades numéricas. En este proceso, la ciencia ecológica construye un «medio ambiente» para hacerlo legible a los ojos empíricos y, de esta forma, controlable y manipulable, separando la mente de la materia, la cultura de la naturaleza y lo humano de lo no humano (Escobar 2018: 117-118). Tal como da cuenta Boulot, los procesos de evaluación de riesgos se basan, en gran medida, en estas conceptualizaciones positivistas de la ciencia y la política burocrática racionalista asociada. Esto hace que el fracaso en la gestión y el control de los procesos y riesgos naturales no sea atribuido a un problema civilizatorio, sino a un problema de falta de conocimientos o competencia (2021: 79). Frente a esto, autores como Jasanoff sostienen que el riesgo no puede percibirse simplemente como la probabilidad de daño, sino, más bien, como la «encarnación de valores y creencias culturales profundamente arraigados [...] en relación con cuestiones como la agencia, la causalidad y la incertidumbre» (1999: 137).
Una vez precisados los enfoques y propuestas que han dominado las distintas fases del derecho ambiental hasta el momento, estamos en condiciones de intentar establecer qué elementos debería contener un derecho ecológico para cumplir con su postulado transformador. Estas características más que ideas nuevas serían correcciones a las limitaciones y deficiencias encontradas en el ejercicio de cada una de las etapas anteriores.
En el momento conservacionista ya se encontraban presentes visiones sobre el valor intrínseco de la naturaleza. Sin embargo, estas se desarrollaron desde miradas elitistas que significaron nuevas formas de colonización sobre pueblos y territorios. Frente a esto, un nuevo derecho ecológico debería proponer enfoques ecosociales sobre los espacios naturales. Se deben promover espacios de gobernanza verdaderamente plurales y con participación directa de las comunidades directamente afectadas que eviten esconder nuevas formas de dominación detrás del discurso ambiental.
Por otro lado, las propuestas legales de lucha contra la contaminación, si bien incluyeron enfoques sociales que dieron cuenta de la injusta distribución de los costes ambientales, dejaron de lado las reflexiones sobre el valor intrínseco de la naturaleza. Esta ausencia dio paso a análisis coste-beneficio de tipo antropocéntrico bajo los cuales la naturaleza fue tratada como un objeto con fines meramente utilitarios. Frente a esto, un derecho ecológico verdaderamente transformador debería incorporar la idea de un catálogo de derechos propios de la naturaleza, los cuales sirvan como «cartas de triunfo»[39] frente a posibles amenazas a la integridad de sus ciclos vitales.
Finalmente, las propuestas contra el cambio climático incorporaron el carácter interconectado de los problemas ambientales; pero, hasta el momento, sus propuestas hegemónicas han desarrollado formas de gobernanza que promueven la desterritorialización de los conflictos ambientales, el falso manejo de la incertidumbre ambiental y transiciones que mantienen los esquemas de dominación capitalistas sobre los pueblos y la naturaleza. En contraste, el derecho ecológico debería, abrazando la idea de interconexión planetaria, postular la construcción de proyectos de transición participativos y policéntricos que favorezcan la construcción de nuevas narrativas sobre nuestro lugar en el planeta.
Los modelos de justicia ambiental bajo principios de proporcionalidad y pluralidad en la participación (Bell y Carrick, 2018)[40], el ideal de los derechos de la naturaleza[41] y las propuestas a favor de transiciones ecosociales justas (Lang et al., 2023)[42] constituyen formas de verdadero derecho ecológico. Los riesgos de que los derechos de la naturaleza se conviertan en un nuevo nombre para las clásicas políticas conservacionistas-elitistas o que los enfoques participativos ambientales dejen de lado al valor propio de la naturaleza en sus discusiones, en mi consideración, da cuenta de la importancia de ver a estas propuestas como complementarias.
El conceder derechos a la naturaleza exige que otro —ser humano, colectivo humano o entidad humana— ejerza su representación en las cortes. La pregunta sobre quién debe representar la naturaleza en estos escenarios permite, al menos, discutir la exclusividad que se le ha atribuido al Estado para decidir sobre el ambiente, a través del derecho ambiental administrativo o del derecho penal ambiental. Con ello, el conceder derechos a la naturaleza no solo implica repensar la tradicional fundamentación antropocéntrica que se le ha dado al derecho, sino, también y sobre todo, los espacios en los que las decisiones ambientales deben ser tomadas.
Reconociendo que el derecho nunca es simplemente una colección de reglas y procesos inviolables, sino que refleja narrativas, historias y visiones del mundo, el derecho ecológico debe buscar ir más allá de la narrativa antropocéntrica de la razón, el liberalismo y la «descripción científica», para incorporar en la definición de la naturaleza el conocimiento de formas alternativas de ser y existir en el mundo de una manera que apoye una lógica ecológica (Boulot, 2021: 79-80). Esto es especialmente relevante, pues sin un enfoque participativo los derechos de la naturaleza pueden servir para obstruir a la pluralidad de enfoques diversos desde los cuales se puede lograr el objetivo ecológico. Este riesgo es, como da cuenta Geoffrey Garver, especialmente alto cuando el discurso se incrusta en los instrumentos de los Estados nación para crear una especie de monocultura de derechos de la naturaleza centrada en el Estado. Del mismo modo, si los derechos de la naturaleza se adjudican sin un cambio global significativo en las relaciones de poder pertinentes, estos pueden servir como un argumento para acotar la gobernanza ambiental solo a las esferas del poder hegemónico porque la falta de especificidad en cuanto a la extensión y el significado completos de esos derechos los deja vulnerables a la erosión (Garver, 2021: 94-95).
Dar derechos a entidades naturales necesariamente nos dirige hacia el concepto de representación política: «Cualquier cosa que los abogados decidan judicialmente tendrá que haber sido previamente decidido en la arena política, esto es, en una competición discursiva que determine cuál es el interés de la naturaleza» (Tănăsescu, 2021: 71). Los derechos de la naturaleza no son, pues, un fin en sí mismos, sino, por el contrario, el inicio de un proceso de representación. Por ello, el derecho debe ubicarse en el medio de los mundos y discutir, caso a caso, quien debe definir a la naturaleza que busca proteger. En esta línea, Andreas Philippopoulos-Mihalopoulos propone ver a la jurisprudencia como el espacio en el que se encuentran las singularidades. Bajo esta perspectiva, los rasgos positivos de la jurisprudencia ecológica deben incluir su especificidad espacial, su materialidad y su acentuación en el sentido de que no tiene un centro conceptual determinado en torno al cual se ejerce su función protectora, sino que se mueve a lo largo del contexto espacial y material. Así, se puede concebir una jurisprudencia ecológica «como una forma de concreción jurídica que se sumerge de lleno en el caso en cuestión, sin estructuras preconcebidas sobre cómo debe actuar el derecho. Cada caso reconstruye el enfoque jurisprudencial de acuerdo con una ecología abierta de emplazamiento material» (Philippopoulos-Mihalopoulos, 2013: 866).
«¿Cómo puede el derecho, entonces, acomodar las subjetividades cambiantes a las que nos enfrenta la ecología, y dar voz a la diferencia omnipresente y encarnada del orden vivo vulnerable?», se pregunta Vito de Lucía. Ampliar el alcance del sujeto como vehículo para dar una voz legal legítima a las entidades naturales y otras no humanas puede ser una táctica para la explotación inmediata de las oportunidades que ofrecen los sistemas legales existentes (De Lucia, 2019: 245-248). Esta aproximación podría hacer del derecho y la jurisprudencia un vehículo para desarrollar el pluralismo epistémico en la gobernanza de los sistemas ecológicos (Boulot, 2021: 82). Esa gobernanza será adaptativa, pues tendrá que proponer un seguimiento y un ajuste continuos para guiar la restauración a lo largo de una trayectoria socioecológica deseada. La gobernanza adaptativa renuncia al apego a la certeza y el control, reconociendo la incertidumbre como una inevitabilidad estructural, trascendiendo los objetivos normativos profundamente arraigados de la estabilidad y la certeza en la ley (ibid.: 83).
En resumen, propongo una interpretación específica de los derechos de la naturaleza, por la cual se vea a estos como herramientas para discutir quién debe tener la representación de la naturaleza en las Cortes y, de esta forma, dar paso a la pluralidad epistémica y ontológica en su definición o, en palabras de Latour, «extender a todas la entidades la incertidumbre fundamental sobre la relación exacta entre los medio y los fines y no buscar en los “derechos de la naturaleza” un fundamento finalmente asegurado» (Latour, 2004: 160). Implica comprender que el «ser» de los derechos de la naturaleza es siempre contextual, que su compromiso no es tanto con las sustancias, sino con las relaciones (Vargas Roncancio, 2021: 20-22). En el marco de la propuesta a favor de un derecho ecológico de Garver, la cual suscribo, implica ver a lo ecocéntrico no como una forma de otorgar a la naturaleza la condición de persona jurídica (o personhood), sino como una estrategia para devolver a los seres humanos su condición de seres de la naturaleza (su naturehood) (Garver, 2021: 90, 97).
¿Cómo puede el derecho contribuir a que los excluidos diseñen su propio lugar en el mundo? Huyendo de la comodidad del centro. Esto es, ubicándose en un sitio donde, tal como lo establece la profesora Susana Borràs, el Anthropos del antropocentrismo colonial ya no «irradie significado hacia las periferias» y los binarismos «centro-margen, humano-no humano» pierdan «su primacía ontológica y su poder prescriptivo» (Borràs, 2022: 11). Pero, además, donde el «eco» del ecocentrismo no se convierta en un nuevo hegemónico. Lo que se requiere es buscar nuevas semánticas desde una superficie no céntrica o «plano de la inmanencia» (Philippopoulos-Mihalopoulos, 2013: 857-858) que opere tanto en lo epistemológico como en lo ontológico.
Solo así, teniendo en cuenta los elementos que deben diferenciar al derecho ecológico de las formas de derecho antropocéntrico anteriores, podremos alcanzar el verdadero potencial transformador de esta propuesta. Frente a las propuestas coloniales, enfoques participativos plurales y proporcionales; frente a la mercantilización de la naturaleza, dar cuenta de su valor intrínseco, de sus derechos; frente a la arrogancia antropocéntrica tecno-optimista, fomentar un diálogo verdaderamente horizontal sobre las distintas representaciones de la naturaleza; frente a la equivocada idea de que se puede dominar la incertidumbre ambiental por medio de cálculos coste-beneficio, dar cuenta de que la crisis ambiental, más que un problema de manejo de riesgos, es un problema de conciencias y, finalmente, frente a transiciones que perpetúan las relaciones de dominación actuales, modelos de gobernanza policéntricos que promuevan transiciones ecosociales justas.
[1] |
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto «Ecoprudencia. Revisión de los fundamentos antropocéntricos de la teoría jurídica contemporánea ante la transición ecológica» (TED2021-132334B-I00), dirigido por José María Sauca e Isabel Wences y financiado por la Agencia Estatal de Investigación (Ministerio de Ciencia e Innovación) y por la Unión Europea (NextGenerationEU) en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Y también en el marco del proyecto «Construcción de derechos emergentes. Debates para la fundamentación de nuevos parámetros de constitucionalidad [CDREM]» (PID2019-106904RB-I00/AEI/10.13039/501100011033), dirigido por José María Sauca y Rafael Escudero, y financiado por la Agencia Estatal de Investigación. |
[2] |
En esta misma línea, véase Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (2016). |
[3] |
En este sentido, se puede consultar el amplio estudio que hace la profesora de Filosofía del Derecho, Teresa Vicente Giménez, en su más reciente libro (Vicente Giménez, 2023). |
[4] |
Publicado anónimamente en 1836 y luego compilado junto a otros escritos suyos en una obra de 1849 (Emerson, 2008). |
[5] |
Libro que iniciaría con una nota biográfica del autor escrita justamente por R. W. Emerson (Thoreau, 1863). |
[6] |
Un compendio de los ensayos de John Muir se puede encontrar en Muir (1980). |
[7] |
Al respecto se puede ver, por ejemplo, su relato «The Wild Parks and Forest Reservations of the West» (Muir, 1901). |
[8] |
Se debe aclarar que este suele ser el punto de inicio más apoyado en la literatura especializada y, sin dudas, el que marcó el camino del movimiento global para la preservación de espacios naturales. Sin embargo, en estricto sentido, no fue la primera iniciativa que perseguía este objetivo. Un siglo antes, en el año 1783, el Gobierno de la dinastía Qing declaró área protegida a la montaña Bogd Jan Uu en Mongolia, un lugar sagrado para el budismo de dicho país. Del mismo modo, en 1776 se estableció en Trinidad y Tobago, bajo la Administración colonial de la corona británica, la reserva forestal Main Rigde. Por lo anterior, sería más adecuado decir que este fue un enfoque nuevo sobre una idea más bien antigua. Tal como establecen Gissibl y otros, «separar la naturaleza del uso humano cotidiano ha sido una práctica cultural arraigada en las sociedades humanas de todo el mundo». Ya estaba presente en la importancia social, espiritual y ecológica que se atribuyen a los sitios sagrados en África, en los bosques protegidos en la India para la preservación de los elefantes, en las reservas de caza de Oriente Próximo o en los bosques reales de Europa (Gissibl et al., 2012). |
[9] |
Para un estudio sobre estos primeros parques se puede consultar Harper y White (2012). |
[10] |
Gracias al impulso del científico Francisco Moreno, quien donó su propiedad al Gobierno con la condición de que se transforme en el «Parque Nacional del Sur». |
[11] |
La combinación de enfoques sociales y ecológicos en la creación de reservas naturales no era el denominador común. Por ello, México es un caso paradigmático en la historia de las áreas protegidas. Para 1940 ya era el país con más parques naturales del mundo. Esto, como lo expresa Emily Walkind, «revela cómo se han emparejado la justicia social y la política ambiental. Y proporcionan un modelo de lo que ocurre con la naturaleza no humana cuando la conservación sitúa a las personas en el centro» (2015: 42). |
[12] |
El Imperio austrohúngaro, el Imperio alemán, Liechtenstein, Bélgica, España, Francia, Grecia, Luxemburgo, Mónaco, Portugal, Suecia y Suiza. |
[13] |
Este es, también, uno de los primeros tratados internacionales de la región. Se puede consultar el texto íntegro de la Convención en el siguiente enlace: https://tinyurl.com/mrh8pprw. |
[14] |
Otro documento internacional emitido en América que contempla la creación de parques naturales es el Protocolo de 1990 relativo a las áreas y a la flora y fauna silvestres especialmente protegidas por el Convenio de Cartagena para la Protección y el Desarrollo del Medio Marino en la Región del Gran Caribe de 1983. |
[15] |
Hasta el 2023, tan solo diecisiete Estados africanos han ratificado la reforma a la Convención. |
[16] |
Otros tratados en el continente africano que promueven la creación de áreas protegidas son: el Convenio sobre la Cooperación para la Protección y el Desarrollo del Medio Marino y las Zonas Costeras de la Región de África Occidental, Central y Meridional (Convenio de Abiyán), de 1981; la Convención de Nairobi para la Protección, Ordenación y Desarrollo del Medio Marino y Costero de la Región de África Oriental de junio de 1985. |
[17] |
El listado completo se puede consultar en: https://tinyurl.com/4e2jfvp8. |
[18] |
Este es el caso del Convenio para la Protección de Aves Migratorias Importantes para la Agricultura, de 1902. |
[19] |
Una característica que, como apunte al inicio de este apartado, ya estaba presente en el pensamiento del padre del conservacionismo, John Muir. |
[20] |
Corte IDH, Ficha del caso Comunidad Garífuna de San Juan y sus Miembros vs. Honduras, ingreso el 12 de agosto del 2020; Corte IDH, Ficha del caso Pueblos Indígenas Tagaeri y Taromenane vs. Ecuador, ingreso el 30 de septiembre de 2020, y Corte IDH, Ficha del caso Pueblos Indígenas U’wa y sus miembros vs. Colombia, ingreso el 21 de octubre de 2020. |
[21] |
CIDH, Informe de admisibilidad n.º 150/21, caso Pueblo Rapa Nui vs. Chile, de 14 de julio de 2021 y CIDH, Informe de admisibilidad n.º 279/21, caso Comunidades Huitosachi, Mogótavo y Bacajípare del Pueblo Indígena Rarámuri vs. México, de 29 de octubre de 2021. |
[22] |
CIDH, Informe de admisibilidad n.º 362/21, caso Elizabeth Navarro Pizarro y Otros vs. Colombia, de 1 de diciembre de 2021. |
[23] |
Para un mayor estudio sobre las repercusiones que tuvo el libro Primavera silenciosa en Estados Unidos se puede consultar Quaratiello (2004: 105-116). |
[24] |
Patricia Hynes, en 1989, por ejemplo, indicó que la obra de Carson había tenido «impacto en cada manifestación del actual movimiento ambiental, el Día de la Tierra y la irrupción del ambientalismo de base, el ecofeminismo y el activismo ambiental de las mujeres» (Hynes, 1989: 46). |
[25] |
Este artículo habla del medio ambiente sano, vinculado con la dotación de servicios públicos básicos, una aproximación coherente con las demandas de justicia ambiental de la época, es decir, con la lucha por la distribución de desechos contaminantes y el mejoramiento de las condiciones de vida de las poblaciones humanas afectadas por ellos. |
[26] |
Al respecto, se puede ver: Holifield et al. (2018); Pulido (2018); Murdock (2021), y Gilio-Whitaker (2020). |
[27] |
Se debe tener en cuenta que, como señala Dina Giglio-Whitaker, este no fue el primer incidente de comunidades minoritarias que protestaron contra la exposición a condiciones ambientales peligrosas. A principios de los años sesenta, César Chávez organizó a los trabajadores agrícolas latinos para mejorar sus condiciones de trabajo, incluyendo la protección contra los insecticidas tóxicos. En 1968 los residentes afroamericanos de West Harlem, Nueva York, emprendieron una campaña infructuosa contra la instalación de una planta de aguas residuales en su comunidad (Giglio-Whitaker, 2020: 6). Sin embargo, fueron las protestas del condado de Warren las que pusieron el tema en el centro del debate, dejando constancia de que la proliferación de instalaciones tóxicas en las comunidades de color era una forma de racismo ambiental. |
[28] |
Por ello, en áreas urbanas los movimientos ambientalistas se originaron a partir de los movimientos por la higiene urbana y la salud pública y ocupacional (Sicotte y Brulle, 2018: 26). |
[29] |
El modelo de justicia ambiental también contempla propuestas que no se enfocan en la contaminación, sino en la injusta distribución de la capacidad de contaminar (este es, por ejemplo, el espíritu del modelo de venta de cuotas de carbono a nivel global). |
[30] |
Para un estudio detallado sobre la evolución de este derecho en la Corte Interamericana de Derechos Humanos se puede consultar Montalván Zambrano (2020). |
[31] |
Un ejemplo de ello es cómo valoramos el futuro ecológico. Un análisis de tal tipo requiere de una comparación de costos y beneficios a lo largo del tiempo y permeada de incertidumbres. Frente a estas dificultades, existe una tendencia a dar más peso a las urgencias conocidas y actuales frente a las incertidumbres sobre, por ejemplo, el impacto de las nuevas tecnologías sobre el planeta. |
[32] |
Su efectiva implementación ha hecho posible reducir drásticamente el agotamiento del ozono estratosférico, tal como da cuenta el más reciente estudio del Stockholm Resilience Centre sobre los límites planetarios (Richardson et. al, 2023). |
[33] |
Tal como ejemplifican Coplan y otros, la India produce actualmente importantes emisiones totales de dióxido de carbono por su industria. Sin embargo, en perspectiva per cápita e histórica, su nivel de emisión es más bien bajo. También lo es si contamos la contaminación con base en el nivel de consumo, pues, aunque exporta productos que producen importantes emisiones de dióxido de carbono, su consumo interno es relativamente pequeño (Coplan et al., 2021: 7). En el caso opuesto se encontrarían países como Noruega o Suiza, los cuales, a pesar de su pequeña población, poseen uno de los índices más altos de huella de carbón per cápita del mundo, tal como lo vienen indicando los reportes del Índice de desarrollo humano ajustado a la presión planetaria del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas desde el 2019. |
[34] |
Esta iniciativa busca la conservación, manejo sostenible de los bosques y aumento de las reservas forestales de carbono, como parte de los esfuerzos globales para mitigar el cambio climático. |
[35] |
CIDH (2017). Medida cautelar n.º 412-17. Pobladores desalojados y desplazados de la Comunidad Laguna Larga respecto de Guatemala, de 8 de septiembre de 2017. Disponible en: https://tinyurl.com/b5mrp8kj. |
[36] |
CIDH (2021). Medidas cautelares n.º 412-17. Familias de la Comunidad de Laguna Larga respecto de Guatemala. Resolución de seguimiento de 31 de diciembre de 2021. Disponible en: https://tinyurl.com/2p84e8vu. |
[37] |
Un estudio completo sobre el tema se puede encontrar en Fundación Heinrich Böll, Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración, y Biofuelwatch (2018). |
[38] |
Más información en el siguiente enlace: https://tinyurl.com/aw5xhndm. |
[39] |
Usando la famosa expresión de Ronald Dworkin. |
[40] |
En esta línea se puede consultar el trabajo de Mario Aguilera en este monográfico. |
[41] |
Explicado ampliamente en varios de los trabajos que conforman este monográfico. |
[42] |
En esta línea se puede consultar las propuestas del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur. Disponibles en: https://tinyurl.com/2kzekh2h. |
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