RESUMEN
Este artículo sostiene que los derechos bioculturales se inscriben en una tendencia profunda y duradera que aboga por la localización o adaptación de los conceptos legales, un movimiento influenciado significativamente por diversas ciencias sociales, en particular la antropología. Esta tendencia se basa en una fuerte crítica de la expertocracia en favor de los enfoques de base, junto con el reconocimiento del conocimiento indígena y la diversidad biocultural. Además, hace hincapié en la propiedad colectiva basada en el uso más que en la mera posesión, junto con una enérgica condena de la mercantilización. Para comprender todo el alcance de los derechos bioculturales es necesario reconocer la estrecha relación entre sus dimensiones ética y jurídica. No obstante, el reto reside en el atractivo generalizado del concepto de guardianía, ya que las responsabilidades éticas asociadas a la guardianía son la contrapartida del marco jurídico de los derechos. En última instancia, se trata de restablecer el vínculo entre el derecho y la moral, tratando de establecer un fundamento ético para los marcos jurídicos, aunque teniendo que hacer frente al reto de definir una ética objetiva.
Palabras clave: Autoctonización; paquete de derechos; mercantilización; guardianía; palabra; vernacularización; propiedad; personalidad jurídica; derechos colectivos; diversidad cultural.
ABSTRACT
The paper asserts that the concept of biocultural rights aligns with a profound and enduring trend advocating for the localization or adaptation of legal concepts, a movement significantly influenced by various social sciences, notably anthropology. This trend is based on a strong critique of expertocracy in favor of grass-roots approaches; alongside the recognition of indigenous knowledge and biocultural diversity. Moreover, it emphasizes collective ownership predicated on usage rather than mere possession, coupled with a vigorous condemnation of commodification. Understanding the full scope of biocultural rights necessitates acknowledging the intricate relationship between their ethical and legal dimensions. Nonetheless, the challenge lies in the widespread appeal of the concept of stewardship as the ethical responsibilities associated with «stewardship» are the counterpart of the legal framework of rights. Ultimately, the endeavor aims to restore a link between law and morality, striving to establish an ethical foundation for legal frameworks, albeit grappling with the challenge of defining an objective ethics.
Keywords: Autochtonization; bundle of rights; commodification; stewardship; vernacularization; Property; Personhood; Peoplehood; cultural diversity.
¿Bajo qué condiciones resulta necesario preguntarse si entidades distintas a los humanos pueden tener derechos? Sin duda, la primera condición sería reconocer una diferencia fundamental entre los humanos y los otros. Pero, aunque esta diferencia se suele aceptar fácilmente, vale la pena preguntarnos: ¿se acepta universalmente? Nada es menos cierto. Si descentramos un poco nuestra mirada y tomamos en cuenta el punto de vista de aquellos a quienes llamamos pueblos indígenas y comunidades locales, quienes mantienen una relación distante o simplemente indiferente hacia las categorías de pensamiento occidentales, notaremos que estos pueblos no necesitan recurrir al discurso de los derechos y, por ello, tampoco atribuir o reconocer derechos a entidades no humanas, pues el mundo en el que viven no está, de ninguna manera, construido o, incluso, constituido por ellos: son parte de un mundo que les precede, así como pertenecen a la tierra en la que viven, pero no es la tierra la que les pertenece. Esto nos da una idea de los presupuestos ontológicos contenidos en la pregunta inicial y es precisamente de ontología jurídica y política de lo que se hablará en este artículo. La cuestión de si existe una nueva frontera —jurídica— entre los seres humanos y los no humanos nos lleva, inevitablemente, a preguntarnos sobre las categorías con las que el derecho se enfrenta hoy en día.
La pregunta con la que inicia este artículo, por lo tanto, encierra otra: ¿de qué derecho estamos hablando exactamente? Nuestro derecho se basa en una ontología dualista que divide el mundo en humanos y no humanos, una separación desconocida por otros pueblos, para quienes el mundo no humano no es más que una extensión del mundo humano. Bajo estas condiciones, deja de tener sentido pensar en derechos para unos o para otros. Como sabemos, la dificultad a la que se enfrentan estos pueblos es lidiar con un derecho impuesto por aquellos cuyo poder ha organizado el mundo desde hace tanto tiempo que ahora consideran natural seguir haciéndolo. Se les impone razonar según sus categorías jurídicas, las cuales, al ser las dominantes, se han convertido en las únicas pertinentes. Por lo tanto, es necesario lidiar con estas categorías dominantes o incluso adaptarse a ellas. Por eso, en este trabajo analizo los derechos que algunos juristas contemporáneos proponen que se reconozcan en favor de otros seres humanos: los pueblos indígenas y las comunidades locales. Pero, ¿por qué hablar de los pueblos indígenas?
Una primera razón podría ser que, como muchos otros humanos y no humanos, los pueblos indígenas y las comunidades locales están amenazados de extinción por el modo de producción y consumo al que conduce el capitalismo actual. En un momento en el que las sociedades industrializadas intentan luchar contra sí mismas y preservar la biodiversidad —tomando por fin conciencia del considerable riesgo que supone la rápida extinción de la flora y la fauna—, sería cuanto menos paradójico no prestar atención a la situación de los pueblos que han vivido durante siglos en contacto permanente con la biodiversidad.
Una segunda razón para interesarse en los pueblos indígenas es simplemente reconocer que también es hora de invertir la perspectiva: después de haber pensado durante mucho tiempo que eventualmente adoptarían el modo de vida occidental y sus categorías, el derecho —y en particular el derecho internacional— he terminado por admitir que quizás el problema estaba mal planteado. Su reconocimiento como sujetos de derecho conduce a replantear una frontera, no exactamente entre humanos y no humanos, sino entre los humanos concebidos como individuos y los humanos concebidos como pertenecientes a un grupo. Lo que, para decirlo de manera un tanto brusca, también obliga a cuestionar la pertinencia de un universalismo de los derechos humanos que, en ciertos aspectos, tiende a negar tanto formas de pensamiento como modos de vida.
Una última razón es que estos pueblos se encuentran precisamente en la frontera entre el mundo humano y el no humano por la buena razón de que no hacen esta distinción. En un momento en el que se acepta, por un lado, que la biodiversidad debe protegerse por sí misma y no solo por su utilidad para el ser humano, y por otro, que esa misma biodiversidad está amenazada de extinción en todas partes por la búsqueda de recursos escasos o nuevos, las comunidades indígenas y locales parecen estar expuestas a un doble riesgo: el de ser sacrificadas tanto en nombre de la protección de la biodiversidad como en nombre del desarrollo y el crecimiento económicos.
La paradoja es que el derecho internacional contiene un gran número de instrumentos destinados a reconocer los derechos de los pueblos indígenas. La dificultad estriba en que estos instrumentos están concebidos en términos de categorías jurídicas occidentales, que no dejan espacio para las categorías tradicionales o indígenas. Este es el problema que abordan varias propuestas recientes, entre ellas una a favor de una categoría específica de derechos denominados bioculturales, que este artículo se propone examinar.
La tesis que se defiende aquí es que la categoría de derechos bioculturales forma parte de un profundo y antiguo movimiento a favor de una autoctonización o vernacularización de las categorías jurídicas al que otras ciencias sociales —particularmente la antropología— han ampliamente contribuido. Este movimiento también se ha nutrido de los trabajos que critican la reducción del derecho a una dimensión económica, de modo que la vernacularización se acompaña de una desmercantilización. En definitiva, ambos registros del discurso contribuyen a restablecer una conexión entre derecho y moral al buscar un fundamento ético para el derecho. La dificultad radica en identificar una ética objetiva.
Los derechos bioculturales son una categoría jurídica emergente propuesta principalmente por Sajir Bavikatte (2011, 2014, 2015) y Cher Weixia Chen y Michael Gilmore (2015). Ambas propuestas se basan en las mismas fuentes, pero no justifican el reconocimiento de esta nueva categoría de derechos en los mismos términos ni en beneficio de las mismas poblaciones.
La expresión se utiliza para reunir un grupo de derechos que han sido reconocidos en varios instrumentos internacionales en los últimos treinta años. Además de estos instrumentos, existen decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos e incluso del Tribunal Supremo de la India. Finalmente, la Corte Constitucional colombiana los invocó expresamente en su ya conocida decisión sobre el río Atrato[2]. Por lo tanto, la novedad no reside tanto en estos derechos como en el hecho de haberlos reunido bajo una única expresión.
Entre los textos internacionales de este tipo que pueden invocarse, encontramos algunos vinculantes y otros de soft law. Entre los instrumentos vinculantes que pueden servir de fundamento normativo para los derechos bioculturales está el Convenio 169 de 1989 de la OIT. Aunque los pueblos indígenas no participaron en su redacción, este convenio establece una serie de principios y derechos culturales, territoriales y políticos para las comunidades indígenas que los Estados deben respetar. Este convenio también reconoció por primera vez los vínculos espirituales que los pueblos indígenas tienen con sus territorios[3]. Dio lugar a un gran número de legislaciones nacionales y condujo gradualmente a un cambio del monismo al pluralismo jurídico[4].
Seguidamente, los dos textos importantes y conocidos son el Convenio sobre la Diversidad Biológica de 1992[5] y el Protocolo de Nagoya de 2010[6] que, como es bien sabido, pretende luchar contra la apropiación ilegítima de los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales indígenas. De hecho, el Convenio sobre la Diversidad Biológica reconoce por primera vez la importancia de los conocimientos y métodos tradicionales para la conservación de la biodiversidad. Así lo dispone el artículo 8.J del Convenio al establecer que cada parte contratante:
Con arreglo a su legislación nacional, respetará, preservará y mantendrá los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañen estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica y promoverá su aplicación más amplia, con la aprobación y la participación de quienes posean esos conocimientos, innovaciones y prácticas, y fomentará que los beneficios derivados de la utilización de esos conocimientos, innovaciones y prácticas se compartan.
Asimismo, el art. 10c estipula que cada parte contratante «protegerá y alentará, la utilización consuetudinaria de los recursos biológicos, de conformidad con las prácticas culturales tradicionales que sean compatibles con las exigencias de la conservación o de la utilización sostenible».
En cuanto al Protocolo de Nagoya sobre el Acceso y la Distribución de los Beneficios (ABS), si bien su preámbulo reafirma «los derechos soberanos de los Estados sobre sus recursos naturales» —en sintonía con las disposiciones del Convenio sobre la Diversidad Biológica— también es el primer texto que toma nota de: «la interrelación entre los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales, su naturaleza inseparable para las comunidades indígenas y locales y de la importancia de los conocimientos tradicionales para la conservación de la diversidad biológica y la utilización sostenible de sus componentes y para los medios de vida sostenibles de estas comunidades».
Igualmente reconoce a las comunidades indígenas y locales un derecho de acceso a determinados recursos genéticos[7], ofrece incentivos para promover y proteger los conocimientos tradicionales e insiste en «el consentimiento fundamentado previo o la aprobación y participación de las comunidades indígenas y locales para el acceso a los recursos genéticos»[8], teniendo en cuenta «el uso e intercambio consuetudinario de recursos genéticos y conocimientos tradicionales asociados dentro de las comunidades indígenas y locales y entre las mismas». Y también es el primer texto que se refiere a los «custodios de la diversidad biológica»[9].
También se pueden utilizar otros instrumentos para justificar la existencia de los derechos bioculturales. Un ejemplo evidente es la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007 que, aun siendo un instrumento de soft law, no deja de ser efectivo (Leriche, 2020). El art. 26 establece que «los pueblos indígenas tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o utilizado o adquirido», lo que evoca el concepto de «soberanía histórica» desarrollado durante el proceso de descolonización (Chen y Gilmore, 2015: 4).
Asimismo, se destaca la importancia de las directrices establecidas en el Código de conducta ética «Tkarihwaié:ri» para asegurar el respeto al patrimonio cultural e intelectual de las comunidades indígenas y locales pertinentes para la conservación y uso sostenible de la diversidad biológica, elaborado por la Conferencia de las Partes del Convenio sobre Diversidad Biológica en su décima reunión de octubre de 2010. El Código también contiene un prólogo de Ahmed Djoghlaf, secretario ejecutivo, quien escribe: «Existe ahora un creciente reconocimiento al valor de los conocimientos tradicionales. Este conocimiento es valioso no solo para aquellos que dependen de ellos en su vida diaria, pero también para la industria moderna»[10]. Sin embargo, este código de conducta ética se hizo necesario «para garantizar el respeto al patrimonio cultural e intelectual de las comunidades indígenas y locales pertinentes a la conservación y al uso sostenible de la diversidad biológica».
Así, tras muchos años de esfuerzo, los pueblos indígenas han logrado afirmar la interdependencia entre los recursos naturales y los culturales[11], lo que en realidad no refleja otra cosa que su concepción específica de la relación entre los seres humanos y su entorno: este último no es en absoluto externo a ellos, sino que forman parte de él tanto como él es una parte integral de ellos. Esta interdependencia explica que dos entidades que los no indígenas tienden a separar, lo biológico y lo cultural, se reúnan bajo un mismo término, y que se acuñe la expresión derechos «bioculturales».
Para Chen y Gilmore, la propuesta mantiene una dimensión puramente jurídica y pragmática: los derechos bioculturales son una forma de fusionar dos regímenes de derechos ya reconocidos a los pueblos indígenas —y solo a ellos— por el derecho internacional: sus derechos culturales y sus derechos sobre los recursos naturales. El problema es que estos mecanismos no se ajustan a la comprensión que los pueblos indígenas tienen sobre sus conocimientos y prácticas culturales, pues estos derechos solo se aplican hacia individuos. El sistema de propiedad intelectual privilegia la propiedad individual y, por tanto, no tiene en cuenta que la propiedad indígena es colectiva y está estrechamente vinculada a su territorio y recursos naturales. Del mismo modo, hay algunos instrumentos que pretenden proteger el derecho de las minorías a su propia cultura[12], pero de nuevo la interpretación es en gran medida a favor de un derecho individual y no de un derecho colectivo o del derecho de una comunidad a la protección de su cultura (Chen y Gilmore, 2015).
Más ambiciosa es la propuesta de Bavikatte, para quien los derechos bioculturales no solo deben ser reconocidos a los pueblos indígenas, sino también a todas las comunidades locales que mantienen una relación específica de interdependencia con sus territorios y se perciben a sí mismas como guardianas de los ecosistemas en los que viven. Así, sitúa su propuesta dentro de un movimiento ya antiguo de cuestionamiento de la propiedad privada. Escribe:
Los derechos bioculturales son […] derechos colectivos cuyo objetivo específico es afirmar el derecho de guardianía (stewardship) de las comunidades sobre sus tierras y aguas. Estos derechos difieren de los derechos de propiedad privada en que rechazan concebir la naturaleza únicamente como una mercancía fungible y alienable con valor de cambio. Por el contrario, pretenden salvaguardar la relación de guardianía (stewarding) entre una comunidad y su ecosistema (Bavikatte, 2014: 30)[13].
Los derechos en cuestión son: el derecho a la tierra, al territorio y a los recursos naturales; el derecho a la autodeterminación, entendido aquí principalmente en su dimensión interna, que corresponde al derecho de las comunidades a la autonomía y al autogobierno; los derechos culturales o los derechos a la identidad cultural, es decir, los derechos que les permiten preservar sus valores, cosmovisiones y conocimientos, tales como el derecho a hablar en su lengua tradicional y el derecho a preservar y transmitir sus conocimientos tradicionales.
De acuerdo con Bavikatte, el Protocolo de Nagoya contiene, además, los siguientes derechos: el derecho a los conocimientos tradicionales, el derecho a los recursos genéticos, el derecho a la autonomía de los pueblos indígenas y las comunidades locales a través de sus propias leyes y protocolos comunitarios, y el derecho a obtener beneficios por el uso que terceros ajenos al círculo tradicional hagan de sus conocimientos tradicionales y de sus recursos genéticos.
Estos derechos también se consideran derechos humanos de tercera generación, cuya especificidad es evidente: no son individuales sino colectivos, y mejor aún, no se reconocen a los pueblos indígenas o a las comunidades locales como grupos culturales, sino como grupos que se rigen por una ética que es en sí misma específica, la ética de la «guardianía»[14] (stewardship). Esto es, también, lo que distingue a los derechos bioculturales del derecho a los recursos tradicionales propuesto por Darrell Posey a finales del siglo xx[15], quien se refería a estos últimos como «paquetes de derechos», mientras que Bavikatte habla de «cesta de derechos». El objetivo de los derechos sobre los recursos tradicionales es reconocer el vínculo inseparable entre la diversidad cultural y la biológica. Para Posey, el derecho de los pueblos indígenas y de las comunidades locales al desarrollo (o cualquier otro derecho humano) no se contrapone a la conservación del ambiente, sino que se apoyan mutuamente. Según Bavikatte, el concepto de derechos bioculturales añade un elemento adicional al introducir la idea de «guardianía» (stewardship) como el «ethos central» que une todos los derechos que las comunidades necesitan para proteger su modo de vida (Bavikatte, 2014: IV). Bavikatte también describe a los derechos bioculturales como una red, como un entramado de relaciones que también son bioculturales y en las que el beneficiario de dichos derechos es un nodo, mientras que la concepción liberal de los derechos percibe al sujeto jurídico como portador de varios derechos separados entre sí (íd.). La complejidad, sin embargo, radica en que la finalidad de estos derechos no es garantizar un derecho de propiedad tal y como lo entiende generalmente el derecho internacional, que a su vez está dominado por la concepción europea de la propiedad —es decir, la facultad individual de disponer libremente de un territorio pensado como un bien y, por tanto, como una cosa, con todo lo que ello conlleva en términos de uso y posible abuso o, al menos, de exclusividad—. El objetivo de los derechos bioculturales es proporcionar una base legal para las prácticas de guardianía ambiental (stewardship), que las comunidades locales y los pueblos indígenas llevan reclamando desde hace tiempo.
A pesar de sus diferencias, las dos propuestas comparten un objetivo común: el reconocimiento de los derechos bioculturales pretende crear una categoría jurídica que se adapte a las prácticas sociales de las personas y a lo que ahora se llama sus ontologías. La ganancia esperada es la de unificar los fundamentos jurídicos de los derechos reclamados por las comunidades afectadas. En términos más generales, la existencia de instrumentos jurídicos relativos a la protección del territorio, por un lado, y de la cultura, por otro, muestra hasta qué punto el derecho internacional se concibe con las categorías de una ontología principalmente occidental que establece una clara separación entre naturaleza y cultura. Sin embargo, esta ontología está lejos de ser universal y los pueblos indígenas no la suscriben: para ellos, la naturaleza no existe separada de la cultura. Esto en absoluto significa que sean ecologistas permanentes o que se mantienen ajenos al resto del mundo, sino que da cuenta de que una cuestión política y jurídica central radica en saber si la ley puede protegerlos del riesgo —y más que eso— de que desaparezcan sus hábitats y modos de vida (Zent, 2007).
La propuesta de los derechos bioculturales ha sido objeto de un amplio debate crítico. Por ejemplo, Giulia Sajeva ha tenido la oportunidad de destacar tanto la especificidad de los derechos bioculturales como su ambigüedad (Sajeva, 2018: 78). En efecto, la protección y conservación del ambiente es uno de los dos fundamentos de los derechos bioculturales, siendo el segundo la promoción y conservación de la identidad cultural de los pueblos indígenas y las comunidades locales y su autodeterminación. Así, los derechos bioculturales otorgan al ambiente un carácter no instrumental. Sin embargo, esta originalidad y fuerza del concepto es también su debilidad. Por definición, los derechos bioculturales pretenden promover un equilibrio entre la protección del ambiente y los derechos humanos y hacer más aceptable una ética no antropocéntrica. Esta propuesta parece menos radical que las posiciones que defienden la imposición de limitaciones ecológicas al ejercicio de los derechos humanos o el reconocimiento de la dignidad de las entidades no humanas, posturas que suelen despertar el temor del ecoautoritarismo o incluso del ecofascismo. El hecho es que si estos derechos están marcados por una exigencia de equilibrio, también contienen una obligación intrínseca o, como muy bien dice el título del libro de Sajeva, una «responsabilidad» que recae en sus beneficiarios y que consiste en seguir siendo los «custodios» de las tierras y de los recursos que les son reconocidos. Y no hay ninguna garantía de que esta responsabilidad no acabe por volverse en contra del derecho al desarrollo o al bienestar que se supone también poseen estos pueblos.
En esta línea, Fabien Girard ha subrayado el «problema de justicia y legitimidad» que plantean los derechos bioculturales y, en particular, este «deber de custodia»[16]. Por ello, refuta la interpretación según la cual «las comunidades locales y los pueblos indígenas solo gozarían de derechos sobre sus conocimientos, innovaciones y prácticas si cumplen con su deber de conservar y utilizar de forma sostenible la biodiversidad» (Girard, 2019: 74) y considera que las alusiones a la custodia de la naturaleza y la movilización de la ética permiten superar la antítesis introducida por los sistemas jurídicos «modernos» entre ellos y lo «tradicional»[17].
Esta última interpretación es, sin embargo, cuestionable a la luz de la concepción de Bavikatte sobre la relación entre los derechos bioculturales y los deberes de guardianía cuando sostiene, por ejemplo, que la Ley de los Derechos de la Madre Tierra de Bolivia de 2010, la cual otorga a una naturaleza-persona jurídica los mismos derechos que a los seres humanos, constituye «el reconocimiento más explícito de los derechos bioculturales en forma de deberes de guardianía» (Bavikatte, 2014: 208). Esto no impide que presente los derechos bioculturales como «derechos colectivos que tienen el objetivo específico de afirmar el derecho de guardianía (stewardship) de las comunidades sobre sus tierras y aguas» (ibid..: 30). Aquí encontramos el núcleo del problema: los derechos bioculturales no pueden entenderse claramente sin tener en cuenta el entrelazamiento de las dimensiones ética y jurídica de esta categoría. En otras palabras, el lado legal de la moneda de los derechos conlleva un reverso, a saber, el deber ético de guardianía.
Para entender lo anterior, es necesario situar esta categoría dentro del movimiento de «vernacularización» del derecho[18] (o descolonización del derecho[19]) que ha ido creciendo desde que los pueblos indígenas se apropiaron del lenguaje de los derechos humanos y lograron imponerse en las negociaciones internacionales[20]. Esta tendencia se basa, por un lado, en una fuerte crítica a la expertocracia en favor de una valorización de los llamados enfoques «de base»; por otro lado, en las nociones de conocimiento indígena y diversidad biocultural; y finalmente, en la idea de propiedad colectiva basada en el uso y no en la posesión y acompañada de una fuerte crítica a la mercantilización de los bienes. Sin embargo, la dificultad radica en que la noción de guardianía también está muy presente en discursos distintos al indígena.
La doctrina de los derechos bioculturales se inspiró inicialmente en la crítica a la expertocracia descrita por André Gorz a principios de la década de 1990 y a la cual se opuso la ecología política. Ambas visiones son radicalmente opuestas en su concepción de la naturaleza: la expertocracia ve a la naturaleza como un recurso o un conjunto de recursos que pueden ser explotados dentro de ciertos límites. La expertocracia busca «determinar científicamente las técnicas y los umbrales de contaminación ecológicamente soportables, es decir, las condiciones y los límites dentro de los cuales se puede continuar el desarrollo de la tecnoesfera industrial sin comprometer las capacidades autogeneradoras de la ecosfera» (Gorz, 2008: cap. 2). En otras palabras, en lugar de saquear los recursos naturales, la expertocracia propone «la gestión racional a largo plazo del aire, el agua, el suelo, los bosques y los océanos, lo que implica políticas para limitar los residuos, el reciclaje y el desarrollo de técnicas que no destruyan el entorno natural» (íd.). Para la ecología política, por el contrario, la naturaleza es el entorno cuyas «estructuras y funcionamiento son accesibles a la comprensión intuitiva». La ecología política trata de mostrar «a la civilización en su interacción con el ecosistema terrestre, es decir, con aquello que constituye la base natural, el contexto no reproducible de la actividad humana» (íd.).
Acusada de haber impuesto las decisiones de forma autoritaria y sin consultar a los pueblos autóctonos directamente afectados por la crisis ecológica, la expertocracia es considerada responsable de esta crisis. También es responsable de la deslegitimación sistemática del «conocimiento local», al tomar como referencia un modelo de ciencia que niega el estatus de conocimiento a todo lo que no cumpla sus propios criterios y técnicas. Así, la ciencia occidental rechaza las creencias y prácticas ancestrales como mitos, al considerarlas atrasadas, ineficaces o conservadoras o, incluso, simplemente estúpidas (Fischer, 2000: 96; Thrupp, 1989).
Por el contrario, los partidarios de un enfoque de abajo hacia arriba han insistido en que el concepto de naturaleza planteado por las comunidades indígenas coincide con el de la ecología política. La naturaleza no es un objeto externo, sino un modo de existencia y conocimiento, una cosmovisión, el fundamento a partir del cual es posible construir las nociones del yo y de la comunidad a través de una interacción íntima e histórica con el ecosistema (Bavikatte y Bennet, 2015; Gupta, 2007).
El declive de la biodiversidad hace que sea aún más imperativo proteger los ecosistemas. De hecho, los territorios vivos de las poblaciones indígenas son hoy los que gozan de mayor biodiversidad. Esto demuestra que no necesariamente la presencia humana es destructiva para los espacios naturales. Las poblaciones indígenas tienen, pues, buenas razones para destacar su papel de guardianes de los ecosistemas y la importancia de su relación cultural y espiritual con la naturaleza[21]. En estas condiciones, la preservación del entorno vital de los pueblos indígenas se ha convertido en urgente no solo para los pueblos directamente afectados, sino también para el resto de la humanidad.
Esta concepción de la ecología política sustenta los cuatro movimientos intelectuales que han dado lugar a la aparición de los derechos bioculturales: el postdesarrollo, los bienes comunes, el movimiento de los derechos de los pueblos indígenas y los derechos de tercera generación.
A pesar de sus diferencias, Bavikatte cree que todos estos movimientos convergen hacia el mismo objetivo: garantizar la protección de los ecosistemas locales a través de las personas que habitan en ellos, en lugar de recurrir a soluciones como la creación de zonas o parques (Yellowstone en 1872), basadas en el preservacionismo radical (conservación fuerte), al que se asocia el nombre de John Muir (frente al conservacionismo de Pinchot) —es decir, la protección o conservación basada en la comunidad—. Sin embargo, para lograr este objetivo hay que garantizar a las personas el derecho a ocupar —y cuidar — sus territorios como mejor les parezca, o mejor aún, como lo han hecho siempre. Esto significa no solo identificar los derechos en sí, sino también examinar los posibles límites inherentes a estos derechos.
Así pues, la expresión derechos bioculturales permite reunir bajo un mismo término todos aquellos derechos que garantizan a una comunidad su papel de guardiana de la tierra y los recursos. Este papel no consiste en explotar la tierra, sino en mantenerla y protegerla: se trata, pues, de una ruptura con la relación de dominación hacia la naturaleza que ha mantenido el mundo industrial durante mucho tiempo[22]. Pero esta ruptura tiene también una consecuencia jurídica sobre el concepto mismo de los derechos: los derechos dejan de ser pensados de modo puramente individual, es decir, constitutivos del individuo soberano y limitados solo por las necesidades de la vida en sociedad y, por tanto, por los derechos de los demás individuos. Por el contrario, las propias entidades naturales pasan a constituirse de facto en elementos que requieren ser tenidos en cuenta, ya que la interdependencia entre ellas y el mundo humano justifica precisamente la existencia misma de estos derechos bioculturales, interdependencia que la Corte colombiana supo explotar perfectamente en su decisión de 2016, en la que otorgó personalidad jurídica al río Atrato[23]. A pesar de lo anterior, lo cierto es que las nociones de conocimiento indígena y diversidad biocultural distan mucho de ser simples, inequívocas e intemporales, como podría pensarse.
Nadie puede negar que los antropólogos han desempeñado un papel importante en el movimiento de reivindicación de los derechos y conocimientos indígenas, sobre todo desde la década de 1990, cuando se trataba de defender el indigenismo y la ecología[24]. La Cumbre de Río fue la manifestación más llamativa de la colaboración política entre las ONG y los pueblos indígenas. Fue en esta ocasión cuando se forjó y difundió la metáfora de los indígenas amazónicos como «guardianes de la selva», naturalmente protectores de su entorno, dado que sus creencias espirituales les predisponen a vivir en armonía con la naturaleza[25]. Y el uso de esta metáfora no se limitaba solo a los indígenas ni a su entorno inmediato: las poblaciones indígenas se presentaban todas como «guardianes de la biodiversidad», donde el propio término «biodiversidad» servía simultáneamente para describir una realidad objetiva y para prescribir un cierto número de soluciones, otorgando un lugar privilegiado a los actores locales (Brosius, 1999: 282 y nota al pie 8).
Del mismo modo, se ha puesto de manifiesto la ambivalencia del concepto de conocimiento indígena, ya que puede abarcar varios enfoques (Brush, 1993: 658). Stephen Brush ha identificado cuatro de estos enfoques: el particularismo histórico descriptivo, la ecología cultural, la antropología cognitiva y la ecología humana. Cada uno de estos enfoques moviliza no solo una definición específica del conocimiento indígena, sino también diferentes fundamentos epistémicos y propósitos para su estudio. No todos estos enfoques han tenido las mismas consecuencias. Son especialmente las dos últimas —la antropología cognitiva y la ecología humana— las que han puesto de relieve la dimensión sistémica de los conocimientos indígenas y han proporcionado los modos de razonamiento y los argumentos cruciales para justificar el valor de los conocimientos indígenas y la necesidad de protegerlos como propiedad intelectual.
La antropología cognitiva ha tratado de demostrar la proximidad histórica y la similitud estructural entre los sistemas de conocimiento no occidentales (o precientíficos) y occidentales, proporcionando la base para una línea de razonamiento clave para la propiedad intelectual: «Si el conocimiento indígena y el conocimiento científico son estructuralmente similares, entonces el conocimiento indígena debería ser protegido legalmente tanto como la ciencia moderna» (Brush, 1993: 658). Por su parte, la ecología humana ha insistido en la dimensión dinámica del conocimiento indígena y ha planteado la idea de que, dado que las comunidades indígenas han sido capaces de preservar ecosistemas frágiles, su conocimiento ambiental es valioso. Por lo tanto, siguiendo el razonamiento anterior, se concluyó que este conocimiento debe ser protegido con los mismos instrumentos que el conocimiento científico occidental, es decir, la propiedad intelectual ibid.: 659).
Pero a estas aproximaciones al conocimiento indígena hay que añadir una más política, la que resulta de la transformación, por parte de los activistas ambientales, del conocimiento empírico extraído del trabajo etnográfico[26]. Así, se ha producido una doble mediatización: la de las ciencias sociales y la de los representantes de los pueblos indígenas en los organismos internacionales. Sin embargo, las ciencias sociales han tendido a ignorar el hecho de que quienes elaboran las políticas públicas a veces pueden tomar decisiones cruciales para los pueblos indígenas (Brosius, 2004). Al mismo tiempo, a medida que las ciencias sociales, y en especial la antropología, han hecho hincapié en la dominación europea y en la expansión del capitalismo, el término indígena ha ido adquiriendo una connotación cada vez más política, hasta el punto de que ya no se limita a describir un estado de cosas sociológico, sino que prescribe el reconocimiento de derechos para una minoría. La protección de los conocimientos indígenas llegó a entenderse en dos sentidos diferentes: como una reivindicación de autonomía política para los pueblos indígenas y como un incentivo para una mejor protección de los recursos biológicos. Pero entonces se hizo patente que la protección de la propiedad intelectual de estos recursos planteaba más problemas de los que resolvía.
Sin embargo, las cosas cambiaron con la aparición del enfoque biocultural (Brosius y Hitchner, 2010; Hitchner et al., 2010; Hitchner, 2009). La idea de la interdependencia entre la vitalidad de los ecosistemas y la vitalidad cultural de las comunidades humanas ha dado lugar a una vasta literatura que defiende el concepto de diversidad biocultural. Definida en particular como «la diversidad de formas de vida que ha sido moldeada conjuntamente por fuerzas naturales y culturales en procesos coevolutivos» (Maffi y Woodley, 2010: 4; McManis, 2007), esta noción se utilizó muy rápidamente para destacar el papel de las comunidades locales en la protección de la biodiversidad, precisamente porque estas comunidades siempre han mantenido una relación con su entorno que no excluía el uso, sino que desarrollaba un uso sostenible. Se ha dicho que «la ciencia occidental puede haber inventado los términos “naturaleza”, “biodiversidad” y “sostenibilidad”, pero ciertamente no originó los conceptos» (Posey, 1999: 7)[27].
Esta noción sigue suscitando algunas críticas. Por un lado, los discursos que asimilan la diversidad cultural y la diversidad biológica parecen ser más bien una petición de principio (Kohler, 2011) y, por otro lado, la idea de que la diversidad cultural sería una garantía del mantenimiento de la diversidad biológica, porque la generaría, no se ha demostrado empíricamente. En el mejor de los casos, podemos hablar de correlación, pero no de interdependencia, ya que no todas las cosmologías son inherentemente respetuosas con el ambiente. En otras palabras, «la supervivencia de los ecosistemas no es solo una cuestión de cosmología, a menos que se considere, lo cual es razonable, que su destrucción lo sea también» (Kohler, 2011: 116). También es necesario tener en cuenta la brecha que existe entre las prácticas reales y los discursos, los cuales, muy a menudo, constituyen fraseología impuesta, resultante de múltiples mediaciones, como el discurso de la sostenibilidad. Por ejemplo, entre muchos pueblos indígenas de la Amazonia brasileña, «el comercio de carne de caza representa una actividad económica importante, por lo que el número de animales que se sacrifican depende mucho más del número de cartuchos vendidos» que de una ética o una cosmología (ibid..: 119). Pero esto no impide que estos mismos pueblos declaren que solo cazan «para comer» o «para alimentar a sus familias». En estas condiciones, una política «orientada a la preservación de la biodiversidad no puede limitarse a delegar en las sociedades tradicionales, o en las que se proclaman tradicionales, la tarea de gestionar las áreas protegidas» (ibid..: 121).
Este punto de vista también plantea objeciones. Por un lado, la defensa de la diversidad biocultural no conduce a idealizar a las comunidades locales ni al mito del «buen salvaje ecológico»[28], que ha sido ampliamente denunciado. Por otro lado, existen trabajos empíricos que demuestran que los conocimientos ecológicos tradicionales sí han permitido el mantenimiento de entornos más ricos en biodiversidad[29] —aunque estos ejemplos no demuestran que todas las comunidades indígenas y locales sean naturalmente conservacionistas, ni que la conservación siempre se base en un conocimiento ecológico[30]—, aunque estos últimos a veces consisten en narraciones cosmológicas que no guardan relación con la realidad biológica (Smith, 2001). Sin embargo, los investigadores que defienden la relevancia del concepto de diversidad biocultural no consideran que las cosmologías indígenas sean necesariamente conservacionistas. Esto dista mucho de ser evidente, ya que estas cosmologías no distinguen entre naturaleza y cultura (Posey, 1999: 8): para ellas, la naturaleza simplemente no existe.
Por otro lado, el concepto de diversidad biocultural no confunde la biodiversidad con lo salvaje, por lo que no opone lo salvaje a lo «cultivado» o «doméstico», sino que admite una relación entre ambos (Pinton, 2011: 127). Más allá de eso, el concepto de diversidad biocultural «plantea la cuestión de si una humanidad culturalmente diversa es más capaz de producir diversidad biológica que una humanidad estandarizada» (Thomas, 2011: 131) y esta cuestión en sí misma remite «a la cuestión de los sistemas de producción, los modos de consumo y la dominación cultural» (íd.), para la que la respuesta dista de ser obvia. En estas circunstancias, el concepto de diversidad biocultural debería verse más bien como una herramienta para integrar ontologías no naturalistas diferentes de las nuestras y que, al dar un lugar a los no humanos, pueden ayudar a la humanidad a responder a las crisis ecológicas contemporáneas (Pinton, 2011: 128; Caillong et al., 2017). Esto tiene consecuencias institucionales y de procedimiento: una vez que se acepta que las comunidades indígenas son más capaces de proteger y conservar la biodiversidad, parece más pertinente implicarlas en la elaboración de normas que organicen esta protección y conservación.
Por tanto, hablar de derechos bioculturales solo parece pertinente si tenemos en cuenta todas las dificultades que conllevan los conceptos de diversidad biocultural, conocimientos indígenas y conservación. A este respecto, es necesario subrayar una última dificultad encontrada en el uso del concepto de derechos bioculturales; a saber, que una vez aceptado el vínculo entre la diversidad cultural y la diversidad biológica, queda por determinar con precisión la naturaleza de este vínculo para que pueda producir nuevas prácticas o nuevos conocimientos. La cuestión epistemológica y política que se plantea es cómo se produce este conocimiento de la diversidad biocultural —por parte de quién, en qué condiciones, con qué fin—, pero también cómo se reintegra en el proceso de toma de decisiones políticas (Brosius y Hitchner, 2010: 142, 158). Se corre el riesgo de congelar el espacio geográfico, el lugar donde vive la gente y su cultura en una única entidad en una especie de isomorfismo ingenuo (Gupta y Fergunson, 1992: 7), sin tener en cuenta que ni la conservación ni la cultura son fenómenos estáticos (Sawyer y Gomez, 2012), sino que ambos son el resultado de múltiples interacciones y de la agencia de los individuos.
La categoría derechos bioculturales reposa también sobre una renovada concepción de la propiedad. Amplía la deconstrucción del concepto de propiedad de la mano del impulso del concepto de guardianía (stewardship).
Razonando en el marco de la propiedad individual y cuestionando un enfoque puramente económico del derecho inspirado en los análisis del movimiento Law and Economics, Margaret J. Radin ha puesto de relieve una distinción, a su juicio tácita, entre dos «tipos de propiedad» (Radin, 1982) —o, mejor aún, entre dos tipos de «relaciones de propiedad» (Radin, 1994: 2)— respecto de determinados bienes. Con algunos bienes solo tenemos relaciones utilitarias: se trata de lo que ella denomina «relaciones de propiedad fungibles», en las que la pérdida del bien puede compensarse con otro bien o con un equivalente monetario, una suma de dinero. Por el contrario, dada la relación específica —inseparable[31]— que una persona puede tener con algún bien —si, por ejemplo, su pérdida le causa un dolor que ni siquiera la reposición de ese bien puede aliviar—, entonces ese bien forma casi parte de la persona que lo poseía[32]. Esta relación de propiedad se denomina «personal» o, mejor aún, «constitutiva» de la personalidad[33]. En otras palabras, algunas de las relaciones que mantenemos con determinados bienes son tales que escapan a cualquier forma de valoración monetaria.
En estas condiciones, Margaret Radin considera que el derecho positivo debería reconocer y preservar explícitamente ciertos derechos denominados de propiedad personal, los cuales tendrían que estar fuertemente protegidos frente a cualquier injerencia del Estado, pero también, en un plano horizontal, frente a los derechos de propiedad fungibles reivindicados en caso de conflicto entre ambos. Por último, en el caso opuesto de que se reclame un derecho de propiedad denominado personal frente a un derecho de propiedad fungible, debe darse prioridad al primero. Este argumento tiene otra consecuencia importante. Una vez aceptado que, dada su dimensión constitutiva de la personalidad, determinados bienes son monetariamente inconmensurables, puede resultar tentador concluir que simplemente están fuera del mercado y, en ese sentido, son inalienables. Pero también podemos buscar un criterio distinto del valor monetario. Margaret Radin propuso el criterio de la realización personal: la relevancia del intercambio de bienes debe evaluarse en función de la mejora del bienestar de las personas[34].
Esta reflexión sobre la relación entre la propiedad y la personalidad ha abierto otros caminos y nos permite plantearnos una pregunta: ¿podemos pensar en esta relación como constitutiva ya no de individuos sino de grupos, ya no de personas individuales sino de pueblos? Este enfoque de la propiedad ha demostrado ser extremadamente adecuado para reflexionar sobre la cuestión de las tierras ocupadas por indígenas y, más en general, por pueblos autóctonos —cuyas tierras o lugares que consideran sagrados no están protegidos (Carpenter, 2008)—. Así, por ejemplo, en una importante decisión —un ejemplo de judicial restraint— el Tribunal Supremo de EE. UU. dictaminó que la propuesta de construcción de una carretera a través del bosque Six Rivers para promover la explotación maderera no violaba la Primera Enmienda «independientemente de su efecto sobre las prácticas religiosas de los demandados y porque no impone ninguna conducta contraria a sus creencias»[35]. Puesto que las tribus indígenas necesitan disfrutar de ciertos lugares para ejercer su libertad religiosa, están a merced de cualquier proyecto de desarrollo que pueda restringir o incluso impedir el ejercicio de esta libertad. A menos que, como lo hace Kristen Carpenter, los lugares sagrados se consideren «bienes no fungibles» que merecen una mayor protección jurídica por ser parte integrante del pueblo indígena, aunque estén situados en terrenos públicos (Carpenter, 2008: 322). Alcanzar este resultado, sin embargo, requiere una construcción intelectual que consta de dos argumentos principales.
El primer argumento consiste en defender los derechos de propiedad de los pueblos indígenas en tanto que «no propietarios de lugares sagrados», tomando como fundamento la teoría propuesta por juristas estadounidenses que consideran a la propiedad como un sistema relacional[36], donde los valores de la justicia en ocasiones prevalecen frente a los derechos formales de los propietarios. Esto nos evoca fácilmente la observación de Bentham de que la propiedad es «lo que tenemos en las cosas, no las cosas que creemos tener» (Bentham, 1879: 230, cap. XVI, sec. 26). Él apoyó esta idea con un análisis lingüístico sobre cómo el uso común nos lleva a hablar metonímicamente de «la propiedad de tal o cual» y no de «el objeto que es propiedad de tal o cual». En otras palabras, el uso común pierde de vista que la «propiedad» es una relación que la ley establece entre nosotros y esa cosa, es decir, un conjunto de facultades jurídicas y, por tanto, socialmente reconocidas sobre la cosa o el recurso (Gray, 1994: 160). Aplicado a las comunidades indígenas y locales, el razonamiento es el siguiente: la única manera de obtener el reconocimiento del derecho a la tierra para los pueblos que carecen de título legal no es simplemente afirmar una ocupación ancestral de facto, sino demostrar la existencia de un vínculo indisoluble e intrínseco, una relación de interdependencia entre estos pueblos y la tierra que ocupan y cuidan. En otras palabras, mientras que los Estados no tienen título alguno sobre la tierra, los pueblos indígenas y las comunidades locales reclaman la tierra que los define (Bavikatte, 2014: 212).
El mismo razonamiento que se aplica a la tierra puede aplicarse hacia otros recursos naturales, los cuales algunos ven como meras mercancías, pero que tienen un significado muy diferente para otros. El caso de la ballena de Groenlandia es un buen ejemplo: para los iñupiat —quienes se definen a sí mismos como «el pueblo de las ballenas»—, esta constituye más que un alimento, es «el centro de su vida y su cultura»[37]. Así que cuando, por razones de conservación de los recursos, se decidió prohibir totalmente la caza de ballenas, la medida se consideró una amenaza no solo por razones alimentarias, sino también y quizás más importante, por razones culturales, ya que ponía en peligro la propia existencia del pueblo iñupiat[38]. Podríamos mencionar muchos más ejemplos.
El segundo argumento de esta construcción es el de una autoctonización o indigenización de la propiedad mediante el uso del concepto de stewardship[39] (o mejor aún, ecological stewardship), que puede traducirse como «custodia ecológica» (intendance écologique)[40], en contraposición a la propiedad individual en el sentido de ownership (Andersen, 2017).
La reivindicación de una ética de stewardship por parte de los pueblos indígenas no es nueva. De hecho, ha sido una parte constitutiva de sus reivindicaciones durante muchos años y forma parte del discurso jurídico internacional. Así, por ejemplo, el párrafo 20 del Código de Conducta Ética Tkarihwaié:ri de 2010 afirma que: «La figura de la guardianía o protección tradicional reconoce la interrelación holística de la humanidad con los ecosistemas y las obligaciones y responsabilidades de las comunidades indígenas y locales de conservar y mantener su función tradicional de guardianes y custodios de estos ecosistemas mediante la conservación de sus culturas, creencias espirituales y usos y costumbres».
La noción de stewardship desempeña un papel similar dentro de los derechos bioculturales. Para Bavikatte, proporciona «el contenido ético de estos derechos, creando un cambio de paradigma mediante el cual los derechos a la tierra, la cultura, a los conocimientos tradicionales, a la autonomía, etc. se inspiran en un conjunto de valores no basados en el mercado» (Bavikatte, 2014: 234). Mejor aún, puede ayudar a que «la humanidad recuerde y recupere su parentesco con la naturaleza y repare el desmembramiento provocado por tratar la naturaleza solo como un valor de cambio»[41]. Si esta noción expresa una ética específica de la familia humana, no se trata solo de los derechos del individuo, sino también del Estado.
Si bien este concepto refleja la ética específica de las comunidades indígenas y locales hacia su entorno, también se invoca en el contexto de los principios universales de justicia comunes a toda la humanidad, los cuales, se afirma, existen en todas las culturas del mundo. Así lo ilustra, por ejemplo, el veredicto emitido en 1993 por el Tribunal Internacional de los Pueblos (Ho’okolokolonui Kanaka Maoli). Este tribunal fue convocado por Kekuni Blaisdell, como parte del movimiento por la soberanía hawaiana, para juzgar a Estados Unidos por su toma de control sobre la nación soberana de Hawai y sus actos de apropiación de recursos y destrucción cultural del pueblo indígena hawaiano. Entre las cinco fuentes jurídicas en las que se basa su decisión, los jueces señalan la que denominan «ley inherente a la humanidad»:
In addition to other sources there exists a higher law based on the search for justice in the relation among persons and peoples and their nations; as well, there is a law establishing the conditions for harmony between human activity and nature, drawing on ideas of stewardship that exist in many of the world’s great cultural traditions, and that are especially embodied in the cultures of indigenous peoples —las cursivas son propias— (Merry, 1996: 77).
Sin embargo, puede sorprender la elección de este término para traducir la relación que las comunidades indígenas y locales mantienen con su entorno, pues el término stewardship también impregna el pensamiento occidental, muy en boga hoy en día en la ecología científica, la ética ambiental y el derecho ambiental. A veces —e incluso a menudo— presentado como una alternativa a la «gestión neoliberal de la biodiversidad»[42], el concepto de stewardship sigue siendo mucho menos inequívoco de lo que se podría pensar, lo cual hace que su uso sea bastante complejo. Aunque no es fácil datar este uso dentro de lo que llamaremos el discurso ambientalista, lo cierto es que este mismo uso ha seguido creciendo a medida que avanzaba la búsqueda de una nueva forma de conceptualizar la relación entre el ser humano y la naturaleza. Y, sin duda, es su ambigüedad lo que explica su amplio uso (Palmer, 1992: 67)[43].
El término steward deriva de stigweard, del que se tiene constancia ya en el siglo xi[44], por lo que originalmente se refería a la persona que cuida de los bienes de otra; es, literalmente, el guardián de la casa, lo que acerca el término al origen etimológico de la palabra ecología, que es mucho más reciente[45]. La idea central, común a la mayoría de los usos de stewarship es, por tanto, la de «cuidar algo que requiere de la “confianza” de otros: de un Dios, de una deidad, de la naturaleza, de la sociedad o de las generaciones futuras» (Worrell y Apleby, 2000: 266).
La idea de stewarship parece haber surgido en materia ambiental a raíz de las críticas de Lynn White al cristianismo, al que consideraba en parte responsable de la crisis ecológica, al haber promovido la idea de que el ser humano estaba investido por Dios con el poder y el deber de dominar la naturaleza. Sin embargo, la idea de stewarship es precisamente lo contrario de cualquier idea de dominación de la naturaleza.
Lo cierto es que los usos son muy variados, de modo que una misma idea central da lugar a múltiples aplicaciones e interpretaciones. Esto no está exento de contradicciones: aunque el origen bíblico del concepto de stewarship en materia ambiental se discute enérgicamente (Palmer, 1992: 70-71; Hunter, 1998; Fritsch, 1980), el término fue, sin embargo, muy utilizado por el cristianismo a partir de la década de 1960[46]. También se ha utilizado posteriormente fuera del ámbito religioso. En filosofía moral, uno de los primeros en dar cuenta de las ventajas del concepto stewarship parece haber sido John Passmore, quien lo remonta a los filósofos postplatónicos del Imperio romano. Celebrando el desarrollo de esta práctica, vio en ella el restablecimiento de una tradición minoritaria en el pensamiento occidental que, según escribió, «hace hincapié en la necesidad de conservar la fertilidad de la tierra»[47]. Pero también debemos citar a Aldo Leopold quien, aunque no utiliza el término, defiende la idea de un propietario que ha renunciado a toda forma de dominación y que, en cambio, se contenta con ser un guardián (custodian), un fideicomisario de su tierra[48].
Sin embargo, están surgiendo al menos dos concepciones de stewarship: una en la que el steward es «intervencionista»: acompaña el desarrollo y el crecimiento de la cosa, de la propiedad, de la tierra que cuida; la otra, en la que el steward es más bien un guardián que se contenta con hacer un uso razonable de la propiedad que se le confía. Las dos ideas no son necesariamente incompatibles, pero no son lo mismo. De hecho, es la primera la que más se critica, ya que puede considerarse que la idea de que la naturaleza necesita un steward justifica una actitud paternalista arraigada en el antropocentrismo (Palmer, 1992). A esto se responde con frecuencia que toda intervención no es por sí misma despótica y que cuidar, porque de eso se trata, implica precisamente reconocer límites adecuados de la intervención. En otras palabras, la ética del stewarship consistiría en un rechazo a la dominación de la naturaleza al tiempo que se adopta un enfoque consecuencialista que tendría en cuenta los impactos reales y posibles de la intervención o no intervención humana (Attfield, 2006). De allí se puede obtener una definición mínima: «Stewarship es el uso responsable (incluida la conservación) de los recursos naturales teniendo en cuenta de forma plena y equilibrada los intereses de la sociedad, de las generaciones futuras y de otras especies, así como las necesidades privadas, y aceptando una responsabilidad importante ante la sociedad» (Worrell y Appleby, 2000: 269). Pero al hacerlo, perdemos de vista la dimensión «en nombre de». Por tanto, tenemos un concepto puramente ético y normativo de la guardianía (stewardship) —obligaciones además de un derecho—, y un concepto jurídico —una relación entre un propietario, un steward y una tierra—. Ambos se superponen parcialmente, pero no son lo mismo.
Para Bavikatte, stewarship es a veces una práctica, a veces un derecho, a veces un deber ético, todo ello en forma de circularidad. Sostiene que las prácticas de las comunidades indígenas y locales demuestran que actúan como stewards de su tierra, por lo que se les debe reconocer derechos bioculturales para garantizar esta relación de guardianía con su tierra. En otras palabras, el reconocimiento de los derechos bioculturales pretende establecer legalmente a las comunidades como stewards, que hasta ahora se han descrito de esta manera —o se han autocalificado— de forma puramente metafórica. Sin embargo, si queremos resaltar las relaciones jurídicas que implica esta calificación, debemos identificar también a la persona en cuyo nombre actúan las comunidades. De ahí la pregunta: ¿estas comunidades actúan para sí mismas o para la tierra, o para la humanidad?
La dificultad radica en que, como bien dice Emily Barritt, incluso dentro de las disciplinas específicas el concepto sigue siendo plural. Así, por ejemplo, en el derecho ambiental, stewarship es «tanto un deber general y universal de cuidar el planeta, como un deber específico que exige a los propietarios de tierras que las gestionen con cuidado». Por lo tanto, si se va a utilizar este concepto con fines normativos, es necesario aclarar sus contornos y distinguir entre las diferentes normas que puede justificar (Barrit, 2014). Por su parte, los trabajos que analizan los presupuestos filosóficos y la ideología de las políticas públicas y las prácticas de conservación muestran su gran variedad, por lo que no se puede asumir que las políticas y acciones de conservación respondan a los mismos valores éticos[49]. En otras palabras, al igual que no hay uniformidad en las prácticas de conservación de los pueblos indígenas y las comunidades locales en sus tierras, no hay una única ética de guardianía que pueda proponerse para garantizar sus derechos bioculturales. Si se pretende hacer referencia a un deber universal de cuidar el planeta, no se ve ninguna razón para que este deber recaiga principalmente sobre los hombros de estas comunidades y no de otras. En resumen, si bien la categoría de los derechos bioculturales tiene el innegable mérito de vincular, en una concepción holística, la cuestión de la propiedad intelectual con la de la propiedad de la tierra y el suelo, y de restituir al derecho las configuraciones mentales o los modos de vida, no es menos cierto que expone tanto a las comunidades indígenas y locales como a quienes pretenden defenderlas al riesgo de uniformizar las prácticas y, más aún, de obligar a estas poblaciones a asumir una carga que las sobrepasa: la de hablar por la naturaleza en nombre de toda la humanidad.
[1] |
Este artículo es una traducción del texto: Pierre Brunet (2021). Les droits bioculturels, fondement d’une relation responsable des humains envers la Nature ? En Jean-Pierre Marguénaud et Claire Vial (dirs.). Droits des êtres humains et droits des autres entités: une nouvelle frontière? (pp. 125-154). halshs-03181988v1. Se han cedido los derechos para su publicación en español. Traductores: Digno Montalván e Isabel Wences. |
[2] |
Sentencia T-622-16, del 10 de noviembre del 2016. Sobre esta decisión se puede ver: Brunet (2020); García y Varón (2018), y Macpherson et al. (2020). |
[3] |
Art. 13.1 del Convenio 169 de la OIT de 1989: «Al aplicar las disposiciones de esta parte del Convenio, los Gobiernos deberán respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, y en particular los aspectos colectivos de esa relación». |
[4] |
Sobre América Latina (y más concretamente México), véase: (Cabedo, 2004). |
[5] |
Adoptado en Río de Janeiro el 5 de junio de 1992, entró en vigor el 29 de diciembre de 1993. |
[6] |
Protocolo de Nagoya sobre el acceso a los recursos genéticos y la distribución justa y equitativa de los beneficios derivados de su utilización del Convenio sobre la Diversidad Biológica. Adoptado el 29 de octubre de 2010 en Nagoya (Japón), entró en vigor el 12 de octubre de 2014. |
[7] |
El preámbulo de la Convención de Río sobre Diversidad Biológica contiene un párrafo similar: «Reconociendo la estrecha y tradicional dependencia de muchas comunidades locales y poblaciones indígenas que tienen sistemas de vida tradicionales basados en los recursos biológicos, y la conveniencia de compartir equitativamente los beneficios que se derivan de la utilización de los conocimientos tradicionales, las innovaciones y las prácticas pertinentes para la conservación de la diversidad biológica y la utilización sostenible de sus componentes». |
[8] |
Art. 6.2. del Protocolo de Nagoya sobre el Acceso y la Distribución de los Beneficios (ABS) |
[9] |
Preámbulo del Protocolo de Nagoya sobre el Acceso y la Distribución de los Beneficios (ABS): «Reconociendo que la conciencia pública acerca del valor económico de los ecosistemas y la diversidad biológica y que la distribución justa y equitativa de su valor económico con los custodios de la diversidad biológica son los principales incentivos para la conservación de la diversidad biológica y la utilización sostenible de sus componentes». |
[10] |
«Muchos de los productos utilizados, están basados en los conocimientos tradicionales. Otros productos de valor basados en los conocimientos tradicionales incluyen plantas medicinales, productos para la salud y cosméticos. Otros productos basados en conocimientos tradicionales incluyen los productos agrícolas y forestales no maderables, así como las artesanías». |
[11] |
Tal como señala Daes: «Indigenous peoples have repeatedly emphasized the urgent need for understanding by non-indigenous societies of the spiritual, cultural, social, political and economic significance to indigenous societies of their lands, territories and resources for their continued survival and vitality. In order to understand the profound relationship that indigenous peoples have with their lands, territories and resources, there is a need for recognition of the cultural differences that exist between them and nonindigenous people, particularly in the countries in which they live. Indigenous peoples have urged the world community to attach positive value to this distinct relationship. It is difficult to separate the concept of indigenous peoples’ relationship with their lands, territories and resources from that of their cultural values and differences» (Daes, 2005: 76). |
[12] |
Por ejemplo, el art. 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1967. |
[13] |
Texto original: «Biocultural rights are therefore collective rights with a specific aim of affirming the right of stewardship of communities over their lands and waters. These rights differ from private property rights in that they refuse to conceive of Nature as solely a fungible and alienable commodity with exchange value. Rather they seek to safeguard the stewarding relation between a community and its ecosystem». |
[14] |
Nota del traductor: a lo largo del texto original, el autor usa el término en inglés stewardship o el francés intendance environnementale para referirse a la misma cosa. No existe una traducción al español acordada para el término stewardship. Sin embargo, como explica el propio autor más adelante, si acudimos a su raíz etimológica, el término refleja la figura del «guardián de la casa». Teniendo en cuenta lo anterior, se ha optado por traducir stewardship al español como guardianía. No obstante, otros términos como custodia podrían ser aceptables. |
[15] |
Véase Posey y Dutfield (1996). |
[16] |
«Imponer un deber de custodia a los pueblos indígenas y a las comunidades locales —cuyos acreedores serían, según la ética que sustente el régimen de responsabilidad, la víctima individual, la comunidad en su conjunto (incluidas las generaciones futuras) o la comunidad biótica en su conjunto (humanos y no humanos)— podría condicionar los derechos de grupos humanos históricamente explotados, los cuales aún se encuentran en una situación muy precaria y que, además, ya estaban o, sin duda, estarán entre las primeras víctimas del cambio climático y de la erosión de la biodiversidad» (Girard, 2019: 71). |
[17] |
«La custodia de la naturaleza ofrece así al ordenamiento jurídico moderno el poder de dar forma y vida a una nueva subjetividad que él mismo contribuyó a desaparecer o invisibilizar, al tiempo que le permite delegar en disciplinas ajenas la tarea de precisar su contenido» (ibid..: 75). |
[18] |
De acuerdo con Sally Engle Merry: «Los derechos humanos son obviamente una construcción legal liberal occidental, pero en el mundo poscolonial ya no son propiedad de Occidente. A medida que los grupos indígenas intentan definir un espacio para sí mismos en el mundo moderno, se apoderan y redefinen el derecho como base de sus reivindicaciones de justicia» (Merry, 1996). |
[19] |
Véase Assier-Andrieu (2015). |
[20] | |
[21] |
«El resultado natural de este planteamiento es la estrecha relación que existe entre la conservación de la biodiversidad y la garantía de los derechos de los pueblos indígenas a sus territorios, su modo de vida, su cultura y sus procesos tradicionales de toma de decisiones; en resumen, la garantía de los derechos bioculturales» (Bavikatte y Benet, 2015: 18). |
[22] |
Y que puedo haber sido la causa de la pandemia de la COVID-19: (Wallace, 2016). |
[23] |
Así lo estableció la Corte Constitucional de Colombia en la referida sentencia T-622/16 de 10 de noviembre de 2016: «Los denominados derechos bioculturales, en su definición más simple, hacen referencia a los derechos que tienen las comunidades étnicas a administrar y a ejercer tutela de manera autónoma sobre sus territorios -de acuerdo con sus propias leyes, costumbres- y los recursos naturales que conforman su hábitat, en donde se desarrolla su cultura, sus tradiciones y su forma de vida con base en la especial relación que tienen con el medio ambiente y la biodiversidad. En efecto, estos derechos resultan del reconocimiento de la profunda e intrínseca conexión que existe entre la naturaleza, sus recursos y la cultura de las comunidades étnicas e indígenas que los habitan, los cuales son interdependientes entre sí y no pueden comprenderse aisladamente». |
[24] |
Sobre la noción de conocimiento tradicional, ver Brush (1993). |
[25] |
Tal como establecen Conklin y Graham: «La búsqueda de modelos de usos sostenibles de los recursos de la selva tropical creó una justificación ecológica para defender los derechos territoriales indígenas. Los ecologistas descubrieron el valor del conocimiento indígena, y las organizaciones ecologistas descubrieron el valor estratégico de aliarse con las causas indígenas. […] Se crea una especie de imagen esencialista que sugiere que los pueblos indígenas son entidades homogéneas detenidas en el tiempo. No cabe duda de que algunos líderes indígenas acogieron favorablemente esta imagen y ayudaron a promoverla, tanto por las luchas a las que se enfrentaban en relación con la apropiación de sus tierras como por la idea de que los conservacionistas podían ayudarles en sus luchas. Sin embargo, esta imagen es falsa, se mantiene gracias a las actividades simbólicas de unos pocos representantes nativos y pone en conflicto los intereses de los pueblos nativos con los de sus gobiernos nacionales, especialmente en lo que se refiere a su sensibilidad ante la intervención exterior» (Conklin y Graham: 697 y 713). Dicho esto, el uso político de esta metáfora ha permitido a ciertos Estados reivindicar territorios destinados supuestamente para sus pueblos indígenas (Del Cairo, 2012: 20). |
[26] |
Brosius ilustra lo anterior con el ejemplo de los Penan, un pueblo que viven en el Estado malasio de Sarawak, en la isla de Borneo. A través de este ejemplo, Brosius muestra cómo la literatura ecologista transforma el «conocimiento indígena» en «algo que no es», embelleciéndolo y convirtiéndolo en un objeto de valor, aunque a menudo pueda ser bastante banal, puramente práctico y sin ningún relieve particular (Brosius, 1997). |
[27] |
Véase también Posey y Dutfield (1996). Etnobiólogo comprometido, Darrell Posey es uno de los fundadores de la Sociedad Internacional de Etnobiología (ISE, por sus siglas en inglés) y el principal inspirador de la Declaración de Belém (Brasil), redactada en el primer congreso de la ISE en 1988. Esta declaración reconoce el «vínculo inextricable entre la diversidad biológica y la diversidad cultural». Posey es también uno de los promotores del concepto de derechos sobre los recursos tradicionales (TRR, por sus siglas en inglés), del que es deudor el concepto de derechos bioculturales, pero sobre el que pretende ir más allá, ya que los TRR son derechos destinados a garantizar la supervivencia y el desarrollo de las comunidades indígenas, mientras que los derechos bioculturales están destinados a garantizar la supervivencia y el desarrollo de la humanidad en su conjunto, lo que no deja de plantear problemas. |
[28] |
Expresión acuñada por Kent Redford (1991) en el que utiliza el ejemplo de los amerindios y señala que si bien «varios estudios han demostrado efectivamente que ciertos métodos utilizados por los pueblos indígenas son claramente superiores a los utilizados por los pueblos no indígenas que viven en el mismo hábitat» y que «los grupos indígenas poseen costumbres culturalmente codificadas que tienen como resultado la preservación de los recursos», lo cierto es que «estos modelos sólo son sostenibles en condiciones de baja densidad de población, abundancia de tierras y participación limitada en una economía de mercado». Al respecto, Alvard ha mostrado un uso muy poco conservacionista de la caza por parte del pueblo Piro de Perú (Alvard, 1993). En la misma línea Smith (2001). Finalmente, sobre este debate véase el trabajo de Hames, quien describe muy bien la evolución de esta discusión a partir de una definición rigurosa de lo que se entiende por «conservación» (Hames, 2007). |
[29] |
Schwartzman et al. (2000) critican severamente a los defensores de los parques como única solución para mantener la biodiversidad y refutan la idea de que las poblaciones indígenas reduzcan la biodiversidad. Rudel et al. (2002), en su estudio sobre los shuar, grupo indígena de la Amazonia ecuatoriana, establecen que ciertamente empezaron desbrozando tierras, plantando pastos y adquiriendo ganado, al igual que sus competidores mestizos por la tierra. Pero mientras los pequeños propietarios mestizos de toda la región siguen dependiendo de la ganadería, los pequeños propietarios shuar cercanos a las carreteras han empezado a reforestar sus tierras y a cultivar antiguos cultivos vegetales, como el café y el cacao, como cultivos comerciales. Estas tendencias recientes en el uso de la tierra por los shuar sugieren que, aunque los amerindios hayan incorporado elementos de la cultura no indígena, conservan paisajes biológicamente más diversos que sus vecinos mestizos. |
[30] |
Al respecto, Filoche, resaltando la importancia de los tabúes, señala que «contrariamente a lo que da a entender, la imagen del buen salvaje ecológico transmitida por los investigadores o las ONG, no es porque los amerindios hayan desarrollado prácticas tendentes a no sobreexplotar y mantener sus ecosistemas, por lo que podemos atribuirles una ética de la conservación al estilo occidental, ni porque adopten normas destinadas expresamente a la conservación. Por otro lado, existen tabúes explícitos relativos a especies muy concretas. Los comportamientos —como la autolimitación en la caza y el cuidado especial de los esquejes de mandioca— se derivan de la inclusión de las especies animales y vegetales en las relaciones humanas, de la necesidad de ganarse su favor o mantener a raya su poder, o del simple placer emocional. […] En las concepciones vernáculas, los derechos se desplazan con las actividades itinerantes, características de los modos reticulares de uso del espacio. En consecuencia, los derechos indígenas sobre la tierra y los recursos no solo son implícitos, sino también evanescentes (desaparecen gradualmente) y no binarios (mío/ya no mío)» (Filoche, 2012: 16, 20-21). |
[31] |
En palabras de Radin: «Se puede medir la fuerza o la importancia de la relación de una persona con un objeto por el tipo de dolor que le causaría su pérdida. Desde este punto de vista, un objeto está estrechamente relacionado con la persona si su pérdida causa un dolor que no puede aliviarse sustituyéndolo. Si es así, ese objeto concreto está unido al titular» (Radin, 1982: 959). |
[32] |
Radin pone el ejemplo de los anillos de boda, los retratos y los objetos familiares o del hogar. En estos casos, lo importante no es tanto el bien en sí como la relación que una persona tiene con él, una relación que varía de una persona a otra o, para la misma persona, de un contexto a otro. Así pues, la razón de ser de la norma de inviolabilidad del domicilio no es ni la libertad ni el respeto a la intimidad, sino la dimensión inherente personal del hogar (Radin, 1982). |
[33] |
Revisando su ensayo varios años después, explica: «Utilicé la etiqueta “personal” para denotar el tipo de propiedad a la que los individuos están ligados como personas, y utilicé la etiqueta “fungible” para denotar el tipo de propiedad a la que los individuos no están ligados excepto como fuente de dinero —quizás debería haber llamado a la propiedad que está ligada a la personalidad “constitutiva” en lugar de "personal", puesto que "propiedad personal" ya significa otra cosa—» (Radin, 1994: 2). |
[34] |
«En mi intento de desarrollar una teoría de la inalienabilidad del mercado (market-inalienability), sostengo que las inalienabilidades no siempre deben concebirse como anomalías, independientemente de que se refieran a cosas tradicionalmente consideradas como propiedad. De hecho, intento demostrar que la retórica característica del análisis económico es moralmente errónea cuando se presenta como el único discurso de la vida humana. Mi punto de vista general se aparta no sólo de la concepción tradicional de la división entre tipos de derechos inalienables y alienables, sino también de la concepción tradicional de la propiedad alienable. En lugar de utilizar las categorías de la economía o las del liberalismo tradicional, creo que deberíamos evaluar las inalienabilidades en relación con nuestro mejor entendimiento actual del concepto de florecimiento humano» (Radin, 1987: 1851). |
[35] |
Lyng v. Northwest Indian Cemetery Association 485 U.S. 439, 440-53 (1988). En una opinión concurrente, Sandra O'Connor añadió: «Aunque la zona de Six Rivers/Chimney Rock resultaría ciertamente dañada, la construcción de la carretera y la tala de madera no obligarían a las personas a violar sus creencias ni a ver denegada la igualdad de derechos que comparten con el resto de ciudadanos de Estados Unidos». El proyecto se abandonó finalmente después de que el Congreso aprobara una ley que convertía el bosque en zona protegida en virtud de la Wilderness Act. |
[36] |
En particular, J. W. Singer, para quien «los analistas de los derechos evitan el razonamiento consecuencialista porque no quieren que intereses importantes que exigen protección como una cuestión de justicia, moralidad o equidad sean sacrificados por meros intereses sociales» (Singer, 2000: 116). Singer prolonga las reflexiones de Nedelsky sobre este tema: «Si consideramos a los derechos de propiedad como unos de los vehículos más importantes para estructurar las relaciones de poder en nuestra sociedad y como un medio para expresar las relaciones de responsabilidad que queremos fomentar, comenzaremos el debate de una forma útil» (Nedelsky, 1993: 1-26). En esta línea también es relevante el trabajo de Minow, para quien «todo el concepto de frontera depende de las relaciones: las relaciones entre los dos lados trazados por la frontera y las relaciones entre las personas que reconocen y afirman la frontera. Desde este punto de vista se puede ver que las conexiones entre las personas son las condiciones previas de los límites; las normas jurídicas que erigen límites entre las personas se basan en la comprensión de los acuerdos sociales y el sentido de comunidad. Una vez que comprendemos las relaciones que son fundamentales para establecer y respetar los límites, podemos examinar con más honestidad qué límites expresan y promueven los tipos de relaciones que conocemos y deseamos» (Minow, 1990: 10). |
[37] |
Al respecto, Eben Hopson, exalcalde de North Slope Borough, manifiesta: «La ballena es más que comida para nosotros. Es el centro de nuestra vida y nuestra cultura. Somos el pueblo de la ballena. Comer y compartir la ballena es nuestra Eucaristía y nuestra Pascua. La fiesta de la ballena es nuestra Pascua y Navidad, las celebraciones árticas de los misterios de la vida» (Mitchell y Reeves, 1980). Extraído de: Technical Committee Working Group on Subsistence/Aboriginal Whaling, Washington, D.C., April 3-5, 1979. |
[38] |
Sobre el desarrollo jurídico de este tema véase Hankins (1990) y Chiropolos (1994). |
[39] |
Siguiendo con los pueblos indígenas de Estados Unidos, tal como dan cuenta Carpenter et al.: «Las concepciones fluidas de la propiedad subyacen a las reivindicaciones colectivas de los pueblos indígenas sobre los bienes más estrecha e íntimamente ligados a su condición de pueblo y a su identidad de grupo: la propiedad cultural indígena. Una vez que las reivindicaciones de propiedad cultural de los pueblos indígenas se examinan en el marco de la guardianía (stewardship), en contraposición a la mera propiedad, surge una concepción más matizada de la propiedad que capta las formas únicas en que los grupos indígenas pueden ejercer sus derechos de propiedad cultural como no propietarios» (2009: 1088). Los autores admiten, además, que utilizan el término «propiedad» con reticencia. |
[40] |
La traducción de stewardship y stewarding dista mucho de ser sencilla. Podríamos hablar de «gestión» (gérance), pero este término corre el riesgo de crear confusión porque designa, en derecho francés, tanto privado como público, varias formas de relaciones contractuales poco o muy diferentes. Este estudio se sitúa en la encrucijada del derecho ambiental, la ética ambiental, la antropología ambiental, la ecología científica y la economía ambiental. |
[41] |
Así lo expresa Bavikatte: «The term biocultural right is ultimately a label for the legal tide moving towards securing the stewardship of Nature by indigenous peoples and local communities. This momentum is fuelled by the fact that it is these communities that can help humanity re-member its kinship with Nature and repair the dismembering that has been caused from viewing Nature only as exchange value» (2014: 235). En esta frase se puede ver que bajo el relativismo propuesto subyace una forma de universalismo: en el fondo, se trata de sustituir una concepción de la naturaleza por otra, no de permitir la coexistencia de dos concepciones diferentes. |
[42] |
Según Bavikatte: «The notion of stewardship is critical for a discourse of biocultural rights, for it provides the ethical content for these rights and thereby creates a paradigm shift whereby rights to land, culture, traditional knowledge, self-governance, etc. are informed by a set of values that are not market based» (2014: 234). Al respecto, se pueden consultar dos artículos importantes de Castree (2008a: 148; 2008b). |
[43] |
En el artículo referido, Palmer cita, con pruebas de apoyo, una entrevista concedida a The Guardian por Chris Patten, entonces ministro de Ambiente: «En realidad, creo que el mejor argumento moral para una política ambiental proactiva es el fideicomiso y la administración» (The Guardian, 5 de febrero de 1990). |
[44] |
Oxford English Dictionary: «The word is not found in any MS. earlier than the 11th cent., and the form stigweard, though certainly the original, is recorded only in a late transcript. The first element is most probably Old English “stig” a house or some part of a house (compare stigwita house-dweller); this is doubtless cognate with stigu and stígan to climb, but there is no ground for the assumption that stigweard originally meant “keeper of the pig-sties”». Disponible en: https://tinyurl.com/yeyszkwe. |
[45] |
Alpert (2003) añade: «The steward manages what the ecologist studies». El término ecología fue acuñado en 1866 por Ernst Haeckel a partir del griego oîkos («casa, hábitat») y logos («ciencia»). Literalmente es la «ciencia del hábitat». |
[46] |
Clare Palmer cita al Papa Juan Pablo II (agosto de 1985): «La explotación de las riquezas de la naturaleza debe realizarse según criterios que tengan en cuenta no sólo las necesidades inmediatas de las personas, sino también las necesidades de las generaciones futuras. De este modo, la administración de la naturaleza, confiada por Dios al hombre, no estará guiada por la miopía o el egoísmo, sino que tendrá en cuenta el hecho de que todos los bienes creados están destinados al bien de toda la humanidad». |
[47] |
De acuerdo con Passmore, la stewarship «emphasises the need to conserve the earth’s fertility, by culling and pruning and good management» (1974: 39). |
[48] |
En palabras de Leopold: «In short, a land ethic changes the role of Homo sapiens from conqueror of the land-community to plain member and citizen of it. It implies respect for his fellow-members, and also respect for the community as such»; o, incluso, «If the private owner were ecologically minded, he would be proud to be the custodian of a reasonable proportion of such areas, which add diversity and beauty to his farm and to his community». Así como «when a farmer owns a rarity he should feel some obligation as its custodian and a community should feel some obligation to help him carry the economic cost of custodianship» (Lepold, 1949: 204). |
[49] |
Mathevet et al. (2018) identifican cuatro tipos de stewardship: adaptativo, transformador, reformista y sostenible. |
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